¡Vuelve a ser Navidad! - Jessika Devert - E-Book

¡Vuelve a ser Navidad! E-Book

Jessika Devert

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Beschreibung

Emelie, madre de tres hijas, está cansada de la vida. Desde que el padre de las niñas se volvió a Gambia ha estado luchando por sacar adelante el día a día. Tiene un presupuesto muy justo, un trabajo extremadamente aburrido y, a pesar de la presión, no se ve preparada para meterse en Tinder. Sin embargo, la llegada de una carta inesperada está a punto de cambiar su vida para siempre: ha heredado una casa en la isla de Serdenö. Al llegar a su nueva propiedad, Emelie se lleva el susto de su vida. ¡La casa está llena de adornos de Navidad! Y aun así, ante ella se presenta un enigma aún más acuciante: ¿Qué pasa exactamente con Andreas, el hombretón encantador que ha heredado la casita de invitados del jardín? Una inolvidable historia que nos recuerda que no hacen falta que lleguen las fiestas para sentir un calor especial en el corazón.

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Seitenzahl: 343

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Jessika Devert

¡Vuelve a ser Navidad!

Translated by Ana Lydia García del Valle

Saga

¡Vuelve a ser Navidad!

 

Translated by Ana Lydia García del Valle

 

Original title: Nu är det jul igen

 

Original language: Swedish

 

Copyright © 2020, 2021 Annika Devert, Jessika Devert and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726922578

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Capítulo 1

Las macizas puertas de madera del instituto Enskilda Gymnasiet se abrieron y por ellas salieron corriendo veinticinco fogosos estudiantes recién graduados vestidos de blanco que gritaban agitando sus gorras en el aire. Emelie se estiró para divisar a su hija entre ellos y le resultó bastante sencillo porque era la única con cabello negro y rizado y de tez oscura. Vio a Linn reírse y se acordó de su propia graduación, de la época en la que todo era posible y en el mundo no existían problemas. No como ahora. Suspiró y sonrió a Sara, que estaba de pie a su lado.

—¿Te pone sentimental que tu primogénita se gradúe? —preguntó Sara.

Emelie asintió y sonrió. Sí, era un gran acontecimiento, no se podía negar.

—Mamá, mamá, ¿ves a Linn?

A su lado, Linnea daba saltitos para intentar ver a su hermana. Con solo siete años, no era fácil alcanzar a ver y Emelie la levantó y señaló a Linn, que estaba bailando y cantando con sus amigas. Linnea agitó la mano llamando a su hermana mayor.

—Liv, ¿puedes subir un poco el cartel para que Linn pueda ver dónde estamos? Si no, a lo mejor piensa que la hemos dejado plantada —le dijo Emelie a su hija mediana, que levantó el cartel de graduación tan alto como pudo.

 

Un momento más tarde se encontraba toda la familia, junto con Sara, su madrina, reunida en el centro de la plaza abrazando entre risas a Linn. Después de haber desayunado con sus amigas, estaba algo afectada por el champán y a ratos reía, a ratos lloraba. Liv y Linnea miraban a su hermana mayor con los ojos como platos. El pelo, que llevaba suelto, se asemejaba a una nube que le rodeaba la cara. El iluminador hacía resplandecer la parte alta de sus mejillas y unas largas pestañas negras enmarcaban sus ojos. Para ellas era la más guay del mundo. Emelie agarró a su hija mayor y la abrazó con fuerza.

—¿Qué tal, panadera?, ¿lo has pasado bien?

Linn asintió, pero no podía concentrarse en quienes tenía delante. Con la mirada buscaba a sus amigas y la camioneta sobre la que pronto se subirían para ir bailando por todo Växjö. Emelie y Sara se sonrieron porque conocían esa sensación perfectamente: estar ahí con sus dos hermanas pequeñas y con la madre y su amiga, evidentemente, no era lo más divertido en ese momento. Sara le dio un abrazo.

—Felicidades, mi ahijada, lo has hecho fenomenal. ¿Has conseguido trabajo para el verano? ¿Quizás en la panadería, como tú querías?

Linn se relajó un segundo y se centró en Sara.

—Sí, pero en el trabajo de mamá. Va a ser genial. Uy, ahí están Olivia y Julia; me tengo que ir. Un beso, mamá. Sara, Liv, Linnea, ¡os quiero!

Se fue corriendo y se fundió en un abrazo con sus dos mejores amigas. Las tres se fueron brincando del brazo, igual que cuando eran pequeñas. Emelie suspiró y miró a sus hijas más pequeñas.

—Bueno, ¿alguien quiere un helado?

***

En casa, en el adosado de Parkvägen, reinaba la calma. Liv y Linnea se habían ido a casa de sus amigas. Estaban de vacaciones de verano y podían hacer más o menos lo que querían. En unos días empezarían el campamento urbano al que irían un par de semanas antes de que Emelie comenzase sus vacaciones. Sara y Emelie se sentaron por fin a descansar después del espectáculo de graduación de la ciudad.

—Qué estupendo va a ser estar de vacaciones porque este año ha sido muy pesado en el trabajo, con muchos cambios de personal y, encima, mi jefa se despidió de repente, y hasta que llegó la nueva... No ha sido coser y cantar, vamos —comentó Emelie mientras servía un par de copas de vino blanco para Sara y para ella.

Estaban sentadas en la parte trasera de la casa. La maleza cubría los parterres y a Emelie le entraba cargo de conciencia cada vez que veía el césped descuidado. Algún año de estos se ocuparía de ello. El sueño de tener un césped verde lo tenía, pero le faltaban las ganas. Sara se estiró.

—Ayer decidimos hacer un viaje a Italia un poco más adelante—dijo sonriendo alegremente.

—Oh, ojalá yo me lo pudiera permitir. Pero sola y con tres hijas, me temo que no queda nada para viajar a Italia. Me tendré que conformar con quedarme por aquí —comentó Emelie.

Y luego agregó:

—Que tampoco está nada mal.

Oyó lo entusiasta pero poco creíble que sonaba. Pues, claro que preferiría irse de viaje a Italia, a disfrutar del sol y del mar, beber buen vino y comer pasta. Sara le sonrió.

—Seguro que estarás bien. Hemos pensado en volver a la Toscana, porque nos encantó. Pero, oye, por cierto, ¿todavía no has sabido nada de Ousman?

Emelie negó con la cabeza. Hace tres años, cuando llegó a casa del trabajo, se había encontrado sobre la mesa de la cocina una carta del padre de las niñas en la que decía que las abandonaba; que ya no podía más y se había vuelto a Gambia. Desde entonces no había sabido nada de él y su vida había sido un caos, por decir algo. Cuidar de tres niñas sola, con todo lo que conlleva, traer y llevar, narices con mocos y heridas en las rodillas, no era fácil. Además de intentar responder a la pregunta de por qué papá ya no estaba en casa, algo de lo que sabía tan poco como ellas y que la consumía.

—No, no creo que vaya a volver nunca.

—¿No crees? Pero tiene que querer ver a las niñas, ¿no?

Emelie bebió un sorbo del fresco vino e hizo una mueca de escepticismo.

—Si hace tres años pudo dejarlas y no las ha llamado ni una vez, no creo que tenga mucho interés.

Sara suspiró.

—Los hombres pueden ser unos cerdos, independientemente del continente en el que vivan —manifestó dándole a Emelie unas palmaditas en el brazo.

Se quedaron un rato sentadas contemplando el descuidado jardín y el césped amarillento y afirmaron que la vida seguía, los hijos se hacían mayores y que, aunque, caray, no resultaba nada nada fácil, estaba bastante bien a pesar de todo.

—Es un alivio no tener aquí la fiesta de graduación, ¿no? —preguntó Sara.

—Sí y no. Claro que es una pena que Linn no pueda celebrar la fiesta en casa, pero habría sido una fiesta un poco sosa. Liv, Linnea, la abuela y el abuelo, tú y yo, más o menos. Eso es lo que ocurre cuando la mitad de la familia está en Gambia y la otra mitad ya es de por sí pequeña. Sara miró por encima de la valla y vio al vecino, que estaba inclinado sobre su cortacésped robotizado recién comprado. En una mano sostenía el manual de la máquina y con la otra se rascaba los mechones grises de su cabeza más bien calva. Emelie hizo un gesto con la cabeza.

—Niños pequeños, juguetes pequeños; niños grandes, juguetes grandes. Pero, oye, hablando de familias pequeñas, ¿te resultó aburrido ser hija única?

—Sí, qué horror. Por eso quise tener más hijos con Ousman. No quería que tuvieran que pasar por lo mismo que yo. Jugaba sola, sin hermanos ni hermanas con los que pelearme. Siempre me dabais tanta envidia tú y tu hermano.

Sara resopló.

—Ay, Per, con lo pesado que era. No, no lo habrías querido como hermano —comentó riéndose.

—Pero Ousman también quería tener muchos hijos, como se hace en Gambia. Para él, que tuviéramos tres era casi una nimiedad. Y a pesar de todo, se largó...

Se bebió el último sorbo de vino, cogió las dos copas y entró para rellenarlas de la botella que tenía en la nevera. Sobre la mesa de la cocina estaba el correo del día. Solo lo había dejado en un montón y ni lo había mirado porque no tenía ganas de ver más recibos. El trabajo de camarera de pisos en Stadshotellet no era el mejor pagado. Se las arreglaba bien económicamente, pero era un rollo no poder hacer nunca nada un poco más divertido con las niñas, como viajar a Italia, por ejemplo. Bueno, no tenía que ser nada del otro mundo, podría haber bastado con un viaje al zoo de Kolmården o al parque de atracciones de Liseberg, pero si fueran las tres niñas, saldría caro de todas formas. Ahora que Linn había terminado el programa de Panadería y Confitería en el instituto y empezaría a poner un pie en el mundo de los adultos, eso cambiaría, pero de momento todavía vivía en casa y era muy hogareña. Después de que las dos hermanas pequeñas se hubieran ido a la cama, solían sentarse juntas en el sofá a ver series o a hablar de los flechazos de Linn. Ella intentaba que su madre se metiera en Tinder y probase suerte con el amor, pero Emelie se había negado hasta ahora. No quería volver a perder la cabeza y, además, no tenía tiempo. Ya estaba bastante estresada con lo que tenía. El sobre que estaba encima del todo llevaba impreso el logotipo de la Lotería del Código Postal y, como no tenía la más mínima intención de suscribirse, lo apartó con el pie de la copa y entonces se fijó en un sobre blanco certificado. En la parte de atrás, en letra cursiva, se leía: «Bertelson y Bart Abogados».

Dejó la copa y abrió el sobre. Cerró los ojos y rezó en silencio para que no fuera nada que tuviera que ver con Ousman. Probablemente no, porque nunca habían estado casados y ella era la propietaria de la casa, pero con él nunca se sabía. Desdobló el abultado papel y volvió a ver el logotipo con el nombre del despacho en la parte superior. Al leer, dio un respiro de tranquilidad, por lo menos no tenía que ver con Ousman. Cogió la carta y las copas llenas y volvió con Sara.

—¿Y no quieres volver conocer a alguien? Me refiero a que como no crees que Ousman vaya a volver.

Emelie le dio la copa y se sentó en la silla de al lado.

—Lo que sí sé es que ya no querría estar con él en absoluto. ¿Cómo iba a poder volver a confiar en él? Y no, todavía no quiero salir con nadie. No me atrevo del todo. ¡Imagínate que también se larga! No podría aguantarlo.

Sara se encogió de hombros.

—Yo creo que sí podrías, pero entiendo que seas algo prudente y precavida.

Emelie le mostró el sobre del logotipo.

—Mira esto, parece que he heredado algo...

Sara bebió un sorbo y miró emocionada.

—¿Qué? ¿Tienes algún anciano pariente del que no tenías conocimiento y que ha fallecido? ¡Eso es un sueño hecho realidad! Heredar un montón de dinero de alguien a quien ni siquiera conocías y por quien no tienes que lamentarte porque haya muerto. Es lo mejor. Stefan y yo nos lo hemos imaginado un montón de veces. ¿Y quién es?

Emelie hizo un gesto con la cabeza.

—No sé. Que yo sepa no tengo parientes desconocidos, pero aquí pone que es una tal Astrid Svensson la que ha fallecido y me ha dejado una herencia.

—¿Y quién será?

—¡No tengo ni idea! Pero tiene que ser por parte de mi padre, porque se apellida Svensson. Tengo un ligero recuerdo de que había una tía abuela.

—¿Dice qué es lo que has heredado?

Sara se inclinó sobre el brazo de la silla, cogió la carta y leyó:

—«La esperamos en el despacho de abogados Bertelson y Bart el lunes, 7 de junio, a las 11:00 h». Pero, oye, ¡eso es este lunes! ¡Dios, qué emoción! ¿Quieres que te acompañe? Ay, mierda, no puedo, tenemos reunión del equipo directivo. Tienes que llamarme en cuanto salgas.

La voz de Sara sonó casi tan aguda como un falsete de lo emocionada que estaba. Emelie se rio y levantó la copa.

—Oye, cualquiera sabe. A lo mejor soy millonaria. ¡Brindemos por ello!

Acercó la copa hacia Sara, que se estaba riendo, y la chocó con la de ella.

—O quizá hayas heredado su perro viejo y unas pinzas para azucarillos. ¡Salud!

Capítulo 2

El fin de semana había pasado muy rápido, con cena en casa de la abuela y Bengt, celebración de la graduación de Linn en un restaurante y, entre medias, final de fútbol de Linnea, además de haber tenido que llevar a Liv a un cumpleaños. El tema de la herencia le había estado rondando por la cabeza desde que leyó la carta, pero a pesar de ello no le había dicho nada a su madre. En realidad no sabía por qué, pero ¿y si no era nada especial? En ese caso, parecería extraño haberle dado importancia. No, mejor esperar hasta averiguar qué era. Con Sara sí que había hablado y especulado; era difícil no hacerlo después de un par de copas de vino. Ahora era ya lunes y, por fin, el momento de averiguar lo que implicaba la herencia. El despacho de abogados estaba en una antigua casa de madera de color amarillo con base de hormigón, un tipo de edificio que, según creía, se llama Landshövdingehus o Casa del Gobernador, pero no sabía por qué. Algo nerviosa, miró a su alrededor por la calle adoquinada antes de tomar un profundo respiro, y agarrando con firmeza la manilla tallada, abrió la puerta. Parpadeó un par de veces al entrar al oscuro pasillo. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la luz solar del exterior, pero al final vio el mostrador de recepción y a la mujer que estaba ahí sentada. Llevaba el pelo recogido en un moño y tenía las uñas largas y de color malva. Justo el aspecto que Emelie había imaginado que tendría la recepcionista de un despacho de abogados. Emelie avanzó unos pasos hacia el mostrador y se dio cuenta de que no sabía por quién tenía que preguntar. Se detuvo y rebuscó en su viejo bolso de cuero negro para sacar la carta.

—¿Con quién desea hablar?

Emelie levanto la vista hacia la austera mujer de sonrisa fría.

—Justo eso estaba buscando. Espere un momento, por favor —dijo con nerviosismo.

Revolvió gomas de pelo, tampones, bolígrafos y tiques de compra antes de encontrar por fin el sobre del despacho de abogados, pero no lo había sacado todavía cuando la mujer volvió a preguntar.

—¿Es usted Emelie Svensson?

Emelie asintió.

—Entonces es Sven Bart con quien va a reunirse. Siéntese y espere, que enseguida viene —apuntó ella y regresó a su pantalla.

Emelie le dio las gracias y se hundió en uno de los viejos sillones de cuero desgastado y bastante mullidos. Suspiró y miró a su alrededor. Sillones de cuero, mesas de teca, cuadros de hombres de serios semblantes por las paredes. Sonrió para sí; justo el típico aspecto de un clásico despacho de abogados.

—Aha, aquí está usted sentada tan a gusto.

La gruesa alfombra había amortiguado con eficacia los pasos y ella no se percató de la presencia del corpulento abogado hasta que lo tuvo justo a su lado. Se levantó de un salto, como si él la hubiera sorprendido haciendo algo ilegal.

—Emelie, supongo. Sven Bart, abogado y socio de Bertelson y Bart.

Le tendió la mano y ella se la estrechó.

—Sí, exactamente, Emelie Svensson.

—Por aquí, por favor.

Ella lo siguió a su despacho y oyó cómo le pedía a la recepcionista que les llevara dos tazas de café con algunas pastas, lo que le hizo preguntarse si estaba despierta o se había quedado dormida y había aparecido en sueños en los años cincuenta.

—Bueno, vamos a ver, Emelie.

Sven se sentó detrás de su gran escritorio oscuro y abrió la voluminosa carpeta que tenía encima de la mesa. Se quedó en silencio por un momento y luego juntó las manos frente a sí en el escritorio y la miró por encima del borde de sus gafas de lectura.

—Astrid Svensson, que ¿debería ser la hermana de su abuela paterna?

Eso podía ser una pregunta o una afirmación, y como Emelie no sabía con certeza, se quedó callada. Habían pasado diez años desde el fallecimiento de su padre de un ataque al corazón. Ojalá hubiera estado él aquí ahora, sentado junto a ella para, con su voz tranquila y segura, poder responder a las preguntas del abogado. ¿Pero qué le había contado? Ella buscó en sus recuerdos. La hermana de la abuela, es decir, la tía de su padre, sí, claro que se llamaba Astrid. La que era algo rara y vivía sola en un lugar apartado y nunca quería que la visitaran. Ella asintió con aprobación y el abogado se mostró satisfecho, se aclaró la garganta y volvió a mirar los papeles.

—Bueno, Astrid ha fallecido y usted es su principal heredera. Le ha dejado una estupenda propiedad en Cerdeña.

Emelie se sobresaltó. ¿Qué había dicho? Por la cabeza le recorrieron un montón de pensamientos. ¡Una propiedad en Cerdeña! ¡Hurra, pero qué suerte! Ya se estaba imaginando una casa encalada con contraventanas verdes desgastadas pero con estilo en un exuberante jardín, con olivares detrás y el mar azul turquesa a un tiro de piedra. A sus niñas correteando por el jardín con vestidos blancos y ella sentada en el porche bebiendo de una copa desportillada algún vino local.

—Además, todos los objetos de la casa y una suma de dinero de...

—Pero disculpe, ¿cómo funciona eso de tener una casa en el extranjero, me refiero a impuestos y demás?

El abogado la miró sorprendido y se quitó las gafas de lectura.

—Ah, ¿necesita asesoramiento para adquirir algún inmueble en el extranjero?

Ahora le tocaba a Emelie mirarlo a él con sorpresa.

—Pero usted acaba de decir que he heredado una casa en Cerdeña.

Él la miró y sus hombros dieron un respingo antes de que la risa que no podía contener estallase. Se rio hasta el punto de que las lágrimas le corrieron por sus mejillas regordetas. Cuando la recepcionista llegó con los cafés, todavía le faltaba el aliento y él le hizo un gesto para que entrara. Emelie y la recepcionista se miraron y sacudieron la cabeza. Cuando la puerta se volvió a cerrar, dio un hondo suspiro.

—Entendió que había dicho Cerdeña —comentó, secándose los ojos.

Después le entró otro ataque de risa, y hasta varios minutos después no recuperó la respiración. Emelie se preguntó de verdad si no le había dado un ataque de asma.

—Astrid tenía una bonita propiedad en SERDENÖ. Serdenö es una pequeña isla muy bonita de la provincia de Bohuslän a la que se llega en ferri —aclaró tratando de contener la risa que no se podía contener.

Emelie se miró las manos avergonzada. Claro, ¿qué se había creído? Una anciana solitaria, ¿cómo podía haber tenido una casa en Italia? Media hora después estaba de nuevo fuera de la casa de madera pintada de amarillo, esta vez de espaldas a la puerta, con el sol en los ojos y la voluminosa carpeta apretada contra su pecho. Del resto de lo que había dicho el abogado ya no se acordaba. Estaba avergonzada y lo único que quería era salir de allí, por lo que firmó donde él quería que firmara; casi le arrancó la carpeta de las manos y salió lo más rápido que pudo. Le sonó el teléfono y pudo encontrarlo entre el desorden de su bolso. Era Sara.

—¿Qué te ha dicho? ¿Qué has heredado?

—Ay, Dios mío, Sara, no sé exactamente; una casa en no sé qué isla. ¿Te vienes a mi casa y me ayudas a leer todo el papeleo?

—Por supuesto, voy directamente cuando salga del trabajo —respondió Sara alegre.

Ya en casa, en la mesita del café, cuando les contó a Sara y a Linn lo de su reunión con el abogado y su error, resultó fácil ver por qué al abogado le había parecido tan divertido. La verdad es que resultaba bastante gracioso y las tres se rieron mucho del malentendido. Y pensar que ella había creído que había heredado una idílica casa en la soleada Cerdeña, cuando que en realidad le habían dejado una cabaña con goteras en una isla azotada por el viento en Bohuslän. Sara leyó los papeles.

—Bueno, en primer lugar está la casa, que en las fotos se ve bonita, y luego, todos los enseres, es decir, todos los muebles y otras cosas que pueda haber en la casa.

Esto último lo aclaró para Linn, que miraba con gesto interrogante.

—Y una suma de dinero.

Silbó y miró a Emelie.

—Vale, no es una fortuna, pero tampoco está mal. Cien mil coronas, ¡algo es algo! Pero mira esto, hay otro heredero.

Emelie suspiró poniendo los ojos en blanco.

—Lo sabía, seguro que tengo que compartir la casa, las sillas de barrotes astilladas y el dinero con algún otro ancestro desconocido.

—No, no, pero hay un tal Andreas Wester que según Astrid siempre la ha ayudado y ha sido como un nieto para ella, y que se quedará con trescientos metros cuadrados de parcela y la cabaña de invitados, en la que al parecer vive.

Emelie sacudió la cabeza.

—Esto se pone cada vez mejor, ahora me las tengo que ver con un viejo pescador gruñón que se ha afincado en la parcela.

Sara se rio y negó con la cabeza mirándola.

—Bueno, yo no lo llamaría viejo, según su número personal de identidad tiene treinta y uno, así que a lo mejor te llevas un tío bueno como parte de la herencia. Una casa y un novio nuevo, no es una mala herencia qué quieres que te diga.

—¿Un tío bueno de treinta y un años? No gracias, no es para mí.

Emelie levantó las manos en señal de protesta.

—¡Pero a lo mejor para mí sí!

Linn ladeó la cabeza y sonrió dejando ver el brillo en sus ojos marrones y antes de que Emelie pudiera protestar, continuó.

—De todas formas, me parece que suena muy emocionante. Imagínate, una casa en el archipiélago, con un jardín que quizás tenga manzanos, y rocas por las que bajar a bañarnos.

Emelie la miró a los ojos y no pudo evitar devolverle la sonrisa. La verdad es que no era para hacerle ascos y podía ser tan estupendo como lo describía Linn. Con manzanos en vez de olivos, el cercano arrullo del mar, las niñas jugando en el jardín y ella tomando café en una elegante taza antigua en el porche.

—Tienes razón, Linn, puede ser simplemente genial y si no lo es, a lo mejor puedo vender la casa y que me quede algo para un viaje a Italia. El abogado quería que fuera a verla tan pronto como pudiera para gestionar todo el papeleo. ¿Puedes cuidar de las pequeñas si voy este fin de semana?

Linn frunció el ceño y se cruzó de brazos.

—Jo, ¿por qué? Es el último fin de semana que estoy libre antes de empezar mi trabajo de verano y voy a una fiesta a casa de Julia.

Emelie suspiró. No, pues claro que iba a dejar a Linn que fuera a la fiesta y no que tuviera que quedarse cuidando a sus hermanas pequeñas, pero llevárselas a Serdenö le parecía un incordio. Varias horas de coche con la lata de que si quiero un helado o peleándose por la tableta. Sara levantó la mano.

—Yo me las llevo. Nos vamos a la casa de campo y a Ville y a Klara les encanta que vayan amigos con ellos.

—¡Qué mona eres! Voy a ver si el bombón ese, Andreas, puede verme un rato y enseñarme mi nueva casa —comentó Emelie y sonrió.

Capítulo 3

Emelie había preparado una maleta pequeña, se había despedido de las chicas y ahora, a medio camino de Serdenö, buscaba un lugar donde poder parar a comer. Con cada decena de kilómetros que dejaba tras ella, se iba poniendo más nerviosa por lo que pudiera encontrarse al llegar. Por el camino, las típicas cadenas de hamburguesas y las tradicionales tabernas de carretera tenían ofertas para comer, y al final se decidió por una de las primeras y salió de la autopista. Después de pedir y sentarse, dejó volar su imaginación. Había llamado a Andreas, el bombón de treinta y un años, del que nadie sabía si en realidad estaba tan bueno, que se reuniría con ella en el puerto de Serdenö unas tres horas más tarde. Por teléfono sonaba agradable y rápidamente quiso saber quién era ella y dónde vivía. Ella le había preguntado cómo había conocido a Astrid y él había contestado algo difuso acerca de que ella había sido como una abuela para él. Aunque abuela verdadera de Andreas no era, porque en ese caso habría heredado él la casa y no ella. Se limpió la boca, fue al baño y continuó el viaje hacia su nuevo hogar. Cuando se metió en el coche, se rio sola. Le resultaba muy extraño ser de repente propietaria de una casa en la costa oeste que jamás había pisado.

Tres horas más tarde se encontraba en el ferri que iba del lado continental a la isla, y desde la distancia vio que había alguien esperando en el muelle. El cielo estaba despejado y hacía un sol de justicia y sentía a flor de piel su alergia al sol. Llegaron poco después y ella se bajó y aparcó frente al ferri.

Serdenö era exactamente como se la había imaginado. A lo largo del muelle se hallaban los enfilados cobertizos para barcas, todos luciendo con orgullo sus nombres tallados en rótulos de madera: Pollux, Grundland, Skagen. Desde el ferri salía una estrecha carretera asfaltada que se bifurcaba y que rodeaba la isla en una u otra dirección. Al otro lado de la carretera había hermosas casas de madera blanca, con sus porches acristalados con ornamentos tallados en la madera.

—Hola, ¿eres Emelie?

Se giró y vio a un joven de brillantes ojos azules y cabello rubio con un moderno flequillo. Bastante joven, pero desde luego, no era ningún adolescente. Emelie sonrió vacilante.

—Sí, exactamente. ¿Andreas?

Asintió y sonrió mostrando una hilera de dientes relucientes.

—Qué buen tiempo tenéis. En esta isla luce el sol todo el año, ¿no? Siempre es así, ¡a que sí!

Pero ¿de qué estaba largando? Hizo un gesto con la cabeza y se irguió.

Sí, seguro que sí, pero ¿conduces tú delante y te sigo yo para ir a la casa?

—No, esta es una isla libre de coches, así que tenemos que ir en mi vehículo —respondió, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia el muelle.

—¿Pero y mi coche...?

Hizo con la mano un gesto para que lo dejara ahí y ella no tuvo más remedio que seguirlo. El único vehículo que se veía en el muelle era un motocarro azul y en ese se subió él y lo arrancó con el pedal.

—Siéntate, que nos vamos —indicó haciendo un gesto hacia la plataforma.

Emelie se detuvo. No porque no hubiera montado nunca en una plataforma, pero de eso hacía mucho y hoy llevaba falda corta y pantis de nailon. Era una exageración en un día tan caluroso como este, pero en Växjö había llovido y allí, lo de ponerse medias había sido buena idea. Ahora estaba sudando la gota gorda. La sola idea de subirse a la plataforma de madera, que le costaría unas cuantas carreras en las medias y le arañaría el trasero, le producía una ligera sensación de náusea. Y más cuando no conocía al tal Andreas.

—No, va a ser que no, no quiero, o bueno, en realidad, no puedo...

Giró el acelerador con una mano haciendo que el motor resonara. Luego puso la marcha en punto muerto, bajó de la moto y se dirigió hacia ella.

—¿Te ayudo a subir?

Y ahora la situación había empeorado. El sudor le corría por la espalda y no, joder, no podía dejar que el renacuajo este hiciera de caballero.

—¡No, ya me las arreglo sola, gracias!

Se quitó la mochila y la chaqueta, que también había escogido para la lluvia de Växjö. Apretó la chaqueta en la mochila y se la volvió a poner a la espalda. Mientras, Andreas se había vuelto a sentar en la moto.

—Puedes poner el pie en el neumático, si quieres—indicó señalando la rueda delantera izquierda.

Ella asintió y subió a la plataforma. Por suerte, había puesto un cojín para sentarse, aunque seguía habiendo cierto riesgo de salir con alguna carrera en las medias. El truco estaba en no tener que arrastrarse por la plataforma, porque entonces tanto la piel de la parte posterior de los muslos y como los pantis acabarían bastante perjudicados. Por tanto, tenía que sentarse directamente en el cojín y quedarse ahí todo el camino, durase lo que durase, y no mover el trasero ni las piernas ni un centímetro en todo el trayecto. Menos mal que la falda no era superajustada y poniendo un pie en el neumático, las pocas clases de equitación que recibió con diez años le sirvieron ahora de algo. Se subió a la plataforma y se sentó con cierta gracia casi en medio del cojín. Tan pronto como posó su trasero, Andreas arrancó y ella, lanzando un grito de sorpresa, se agarró con firmeza a los lados de la plataforma.

Rodearon la isla a gran velocidad hasta que finalmente se detuvieron frente a una casa de madera blanca. Con las piernas algo temblorosas, bajó de un salto y suspiró después de comprobar que, efectivamente, se había hecho una carrera en la media. Mierda.

—Ya hemos llegado. Esta es la casa de Astrid —informó Andreas.

Ella le siguió la mirada y casi no lo podía creer. La casa era grande. Más grande que las que había visto en el puerto. Ventanas con barrotillo, galería acristalada con ornamentos tallados y una torre. ¡Una torre!

—¿Sí? ¿Es esta?

Ella señaló escéptica la casa grande, pero Andreas asintió y de su bolsillo sacó una llave con una borla roja.

—Esta es la llave de tu casa —indicó y se la entregó.

Ella la cogió y vio que un Papá Noel de plástico colgaba junto a la borla. Se rio y se colocó la falda, que se le había retorcido durante el viaje.

—¿Un Papá Noel? No pega nada en medio del verano, pero a lo mejor Astrid era una mujer burlona —señaló ella.

Él la miró sorprendida.

—¿No conocías a Astrid de nada?

—No, en absoluto. Creo que la vi una vez, pero no la recuerdo. ¿Por?

Él sonrió y sus ojos azules brillaron.

—Pues entonces puede que ahora te sorprendas un poco, porque tan burlona no era —respondió el.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

—Entremos y verás —invitó sonriendo con picardía.

Emelie tenía calor, se le habían roto las medias y además tenía mucha sed. Su irritación hacia ese chico algo engreído iba en aumento. Lo siguió con dificultad por el camino de grava hasta el porche en el que había un pequeño trineo de adorno. Volvió a mirar a Andreas con gesto interrogante, pero él debió de haber encontrado algo muy interesante en el dedo índice de su mano, que estudiaba a fondo, y no recibió respuesta. Ella metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Lo primero que se encontró fue un tapiz navideño en el que se podía leer: «Ahora es Navidad, aquí en nuestra casa». El texto estaba rodeado de niños bailando vestidos de rojo y con gorros de Papá Noel. Alrededor del tapiz colgaban coronitas de lo que parecían ramitas de abeto secas con pequeñas bayas. Dio un paso, entró al recibidor y se asomó a la sala de estar, que era grande y se extendía por todo el lateral de la casa. A la izquierda se encontraba la cocina y el sol iluminaba las lustrosas puertas rojas de los armarios de cocina.

—Pero qué demonios...

De ahí no pasó.

—Sí, esta es la casa de Astrid —dijo Andreas por segunda vez, se quitó los zapatos y entró. Emelie se quedó parada en la puerta de la sala de estar tratando de asimilar lo que estaba viendo. Desde el suelo hasta el techo estaba todo abarrotado de Papás Noel, ramitas de abeto, trineos, enanitos, ángeles y campanitas. Las paredes estaban cubiertas de tapices y sobre la mesa grande de centro y las mesitas auxiliares había manteles de Navidad esparcidos por todas partes. En cada mesita había al menos tres figuras de porcelana, todas con motivos navideños; perritos con lazos rojos alrededor del cuello que jugaban alegremente con una niña que llevaba regalos de Navidad en el bolso; un trineo tirado por un Papá Noel con el asiento de atrás lleno de paquetes. Del techo colgaba una guirnalda verde con cordones rojos y el suelo estaba adornado con alfombras rojas y doradas.

—Dios mío, ¿ha explotado el taller de Papá Noel y ha aterrizado todo aquí?

Andreas soltó una carcajada desde la cocina, donde con mucha confianza sacaba algo de los armarios.

—¿Quieres café?

—Sí, por favor —respondió y fue donde él estaba.

Las puertas rojas de los armarios de la cocina estaban flanqueadas por sillas verdes y una mesa con un mantel de cocina con bordados de enanitos, renos y abetos. Ella se dejó caer en una de las sillas de la cocina.

—¿Pero por qué...? ¿Por qué es Navidad en toda la casa?

Andreas se encogió de hombros.

—Le gustaba la Navidad —comentó con brevedad.

Echó agua en la cafetera, que era roja, por supuesto.

—Pero, más que gustarle la Navidad, esto parecen hordas de adornos navideños —agregó Emelie mirando a su alrededor.

Las ventanas estaban decoradas con adhesivos de motivos navideños, pero entre ellas se dejaba entrever la parte trasera del jardín. Era grande y con un vistoso parterre repleto de flores de bonitos colores que armonizaban entre sí de forma elegante. El césped estaba bien cortado y el seto podado.

—Sin embargo, parece que también le gustaba el jardín —añadió Emelie vacilante.

—Bueno, sobre todo a mí. Soy jardinero —aclaró Andreas.

Del armario de encima de la cafetera sacó dos tazas, una con un abeto y la otra con un cerdo y después señaló por la ventana.

—Ahí vivo yo, en la cabaña de invitados —indicó.

Ella se inclinó hacia la derecha y vio una pequeña cabaña roja con rebordes blancos.

—Ah, ¿y vas a quedarte?

Él se quedó inmóvil y luego sacó la leche de la nevera.

—Bueno, eso ahora depende de ti —respondió.

Emelie negó con la cabeza.

—No, has heredado la casita y 300 metros cuadrados de la parcela. ¿No lo sabías?

Se volvió lentamente hacia ella y su mirada confirmó que no lo sabía.

—¿Qué dices?

—Astrid te la dejó porque habías sido como un nieto, o algo así ponía —explicó ella y buscó en su bolso para sacar los papeles del despacho de abogados.

Buscó en el testamento hasta que encontró el pasaje sobre la herencia de Andreas y se lo mostró.

—Mira, aquí. La razón por la que pregunto es porque tal vez no quieras quedarte ahora que la casa está en manos de completos desconocidos —añadió.

Él asintió con la cabeza, sirvió el café y después la miró detenidamente.

— ¿Os vais a mudar aquí?

—Ah, no, no creo. Tengo tres hijas en casa y van al colegio, y luego está el trabajo, ya sabes, toda una vida. No sé qué voy a hacer con este..., este…, caos navideño.

Nunca había visto tantos adornos de Navidad en un solo lugar. Daba la impresión de que Astrid había sido una acumuladora compulsiva, aunque solo de objetos navideños y enanitos. ¿Pero quién hace algo así?

—¿Es que tenía algún problema, o qué?

Emelie vio que el pasamanos estaba decorado hasta el segundo piso con una guirnalda parecida a la que colgaba del techo.

—No, no lo tenía. Astrid era la mejor del mundo —puntualizó de forma severa.

Ella se rio.

—Cuesta creerlo al ver todo esto. La anciana no parece haber estado muy cuerda, pero se lo pasaba como los enanos. ¡Como los enanos! Joder, qué graciosa soy —bromeó y se rio aún más.

Andreas dio un golpe con la mano en la encimera de la cocina y Emelie dejó de reírse al instante y lo miró sorprendida.

—¡No quiero que hables así de ella!

Emelie se puso de pie e hizo un gesto levantando las manos.

—Bueno, tranquilo, no era mi intención, pero no me dirás que es normal. ¿Es igual por todas partes? Tengo que verlo.

Subió por las escaleras y al apoyarse en el pasamanos, la guirnalda se le pegó en la palma de la mano. Andreas sirvió café y se sentó a la mesa. Diez minutos después, Emelie volvió a bajar con mayor semblante de sorpresa. Se detuvo en el último escalón y miró a Andreas.

—Es igual por todas partes, ¡por todas partes! No sabía que existieran tantos adornos de Navidad. ¿Atracó IKEA?

Él la miró, pero sus ojos azules ya no estaban tan abiertos ni brillaban tanto.

—A ella le gustaba así, ¿vale?

—Bueno, sí, pero tendrás que reconocer que hay algo de locura en ello, ¿no?

—No, no tengo que reconocer nada.

Ella se sentó a la mesa, bebió un sorbo de la taza decorada con abetos e hizo una mueca por el café frío. ¿Qué relación tendrían él y la anciana? Él parecía marcar territorio, como si Astrid fuera su abuela de verdad, aunque obviamente no lo era. O a lo mejor estaba enfadado porque no había heredado todo ese infierno navideño.

—¿Están todos los dormitorios en el piso de arriba? —Preguntó ella.

El negó con la cabeza.

—No, ahí dentro hay uno —respondió señalando el lateral de la sala de estar.

Emelie se levantó y fue a echar un vistazo a esa habitación, que estaba exactamente igual de decorada que las cuatro habitaciones del piso de arriba, la sala de estar y la cocina. Un consistente tema navideño totalmente sorprendente. Cortina de Navidad con enanitos, tapices por encima de la cama con frases de villancicos y una mullida alfombra roja en el suelo. ¿Qué demonios iba a hacer con todo eso? ¿Y qué iba a hacer con el bombón amargado que vivía en su jardín?

Capítulo 4

Dos horas más tarde, Emelie estaba sentada en su coche en el ferri, rumbo a tierra firme. Ya no llevaba medias; se las había quitado y las había tirado. En realidad, no era ella mujer de pantis, pero había querido causar buena impresión, Aunque no estaba tan claro a quién. En su trabajo como camarera de pisos en Stadshotellet en Växjö tenía que llevar medias y lo odiaba porque picaban y daban calor. ¡Puff, qué bien librarse de ellas! Pensó en la casa de Serdenö. Su gran casa. Andreas no sabía con exactitud cuántos metros cuadrados tenía, pero probablemente figuraba en algún documento. Por lo menos, había suficientes habitaciones como para alojar a una familia más grande que la suya, eso seguro. Si lograba deshacerse de todos los objetos navideños, claro. Suspiró y bajó la ventanilla. Una fresca brisa salada entraba y la refrescaba. Se levantó el flequillo y sacó un poco la cabeza por la ventana para disfrutar más de ese aire. Mientras ella había estado dentro de la casa, en realidad simplemente dando vueltas asombrándose y horrorizándose de tanto adorno navideño, Linn y Sara habían estado enviándole mensajes.

«¿Cómo es?»

«¿Es grande?»

«¿Es un antro que hay que vender ya como sea?»

«¿Cómo es el bomboncito?»

«¿¡Holaaaaa!?»

No había tenido ganas de responder. ¿Cómo iba a explicar el semejante caos navideño que reinaba en la casa de Astrid? Bueno, en su casa, pensó rectificando y llevándose las manos a la cara. Había hecho montones de fotos y su móvil estaba ahora lleno de papanoeles, Santas Lucías y duendes para poder enseñárselos a ellas. El ferri ya casi había llegado y justo antes de arrancar el coche envió un mensaje de texto a su amiga y a su hija mayor: «Estoy de camino a casa, os lo cuento todo cuando llegue. Un abrazo».

Arrancó el coche e hizo un rezo a algún santo protector de la conducción para que su destartalado Peugeot marrón aguantara todo el camino a casa.