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Únanse a este viaje en el que la libertad es ley, donde la cadenas de la moralidad no existen, disfruten de sus cuerpos, rían, lloran, bailen, sufran. Dejen atrás la corrección y atraviesen la puerta, pues en ese momento, en cuanto el maestro de ceremonias pronuncie las palabras «Welcome to the freak show!» formarán parte de este carnaval de los horrores repleto de historias que pueden ser reales o no. ¡Arriba el telón! ¡Que salgan al escenario los monstruos! ¡Que comience la magia! ¡Sean todos bienvenidos una vez más a este gran espectáculo de la vida!
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Seitenzahl: 122
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Mar Goizueta
Saga
Welcome to the freak show
Copyright © 0, 2021 Mar Goizueta and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726914511
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga Egmont a part of Egmont, www.egmont.com
«Es cierto que mi forma es muy extraña, pero culparme por ello es culpar a Dios; si yo pudiese crearme a mí mismo de nuevo procuraría no fallar en complacerte».
Joseph Carey Merrick
El Hombre Elefante
(1862-1890)
A mi tía Luisa, que me enseñó a usar la risa
como arma frente a la tragedia y de la que heredé el gusto
por las historias oscuras.
Sé que este libro le habría encantado.
Espero que estas, y el resto de historias que escriba en mi vida, atraviesen mundos y lleguen hasta el lugar que ahora habita.
Welcome to the Freak Show!
Entren en el circo del horror,
feria de monstruos,
seres deformes
y hombres sin corazón.
Hogar de bestias que guardan,
enjaulado, el corazón,
deseando, tras el telón,
amor, compasión,
el perdón de la traición
a su único dios: su yo.
De locos que vendieron o mataron su razón.
Guarida de ciervos sin manada,
de arañas maquilladas,
de dragones que no pueden volar,
de sirenas que no saben cantar.
Bienvenidos al teatro de lo obsceno,
lo descarnado, lo tétrico.
Hombres con dos cabezas y un corazón,
siameses que ni son uno ni son dos.
Putas lujuriosas que devoran
hombres, buscando redención.
Mujeres que vomitan fuegos
encendidos con dolor
Pitonisas que disfrazan lo que ven:
amores del revés,
enanos bailando con tres pies.
Magos expertos en desaparecer.
Pasen y desnúdense,
dejen ahí fuera su fe,
abandonen la poesía, la ternura y el deber,
olviden la coherencia y la moral
que aquí no hay nadie anormal.
«Pero, de hecho, podrías exhibir cualquier cosa en esos días. Sí, cualquier cosa, desde una aguja hasta un ancla, una pulga o un elefante, un inflable, podría ser exhibido como una ballena. No era el show, era la historia que contabas».
Tom Norman
Desde antiguo, los monstruos han salido de los cuentos, las pesadillas y los lugares ocultos para exhibirse, normalmente no por voluntad propia, y casi siempre para regocijo de mentes ávidas de comprobar cómo la naturaleza es capaz de romper sus propios esquemas.
Desde la Edad Media, y con bastante asiduidad, sobre todo a partir del siglo xvii, se vieron obligados a decorar cortes reales, en el mejor de los casos, y a ser lo que se conocía como «monstruos mendicantes» en el peor, aunque «más palos da el hambre», y ser una rareza humana a menudo aseguraba el pan simplemente por dejarse ver, una vez asumida la cruel realidad de que tragarse la dignidad acababa, de una forma o de otra, por alimentar un estómago vacío.
El paso de la humanidad a la monstruosidad siempre se ha hecho con el lenguaje como vehículo, pues es bien sabido que las palabras configuran el mundo, y son los términos los que convierten lo diferente en monstruoso. Una vez asumida esta condición, en la mayoría de las ocasiones, sobre todo si rondaba la pobreza, poco le quedaba al que la padecía más allá de comportarse como tal. Con el tiempo, la exhibición cortesana del fenómeno, o la individual del «monstruo mendicante» en los pueblos por unas monedas, empezaron a dejar paso a formas de negocio basadas en la reunión de «fenómenos», tanto animales como humanos, en un mismo espectáculo. Fue ese un tiempo terrible —y nunca acabado del todo— en el que se mostraba a la gente como en un escaparate, sin importar —una vez más— lo que pudiesen sentir.
Sea como sea —o por lo que sea—, el gusto por la exhibición monstruosa duró siglos, y se extendió por diferentes lugares del mundo que se hace llamar civilizado, evolucionando a su paso por la historia y llevando, en un juego del destino tan morboso como los ojos de los espectadores de ese tipo de espectáculos, la diversión a los lugares a los que llegaban, la ruptura con una realidad a menudo aburrida y falta de fantasía. Fue, precisamente, a estos últimos conceptos a los que se aferró el gran esplendor del circo norteamericano de los siglos xix y xx, que, dando un paso más, empezó a mezclar los ya existentes freak shows, «zoológicos humanos» o «ferias de monstruos» con espectáculos de vodevil y criaturas exóticas, de la mano de empresarios con una gran visión publicitaria.
Un tema interesante, sin duda, del que muchos antes han hablado más y mejor que yo. Sin embargo, a menudo se olvidan de algo: ¿qué ocurría tras el escenario? Eso es lo que te voy a contar, por supuesto, desde el punto de vista de la más rigurosa invención, por eso debo advertirte que es posible que las historias, los personajes y las épocas se mezclen y bailen juntos, o que se alejen por caminos inciertos y transcurran en diferentes lugares. O que haya verdades y mentiras mezcladas. Y es así porque este libro pertenece al mundo de la ilusión, del espectáculo y la imaginación, donde todo es posible. Frente a tu mirada tienes un escenario de papel, y eres tú, lector que ha pagado su entrada a este show, quien decide con qué ojos observar lo que en él ocurre, con los del miedo, la admiración, la comprensión, la lástima o el disfrute.
Abrimos el telón y…
¡Qué empiece el espectáculo!
(Y no olvides regresar
cuando volvamos a pasar por tu ciudad)
Hace muchos años, el Circo de los Horrores llegó a un lugar en el que nunca antes había estado ningún otro circo de ningún tipo.
A las afueras de la ciudad, rodeada de inmensos campos rojizos como sangre diluida, en la que comienza esta historia, soplaba siempre un viento susurrante que parecía nacer en una llamativa meseta que cobijaba en sus faldas un antiguo cementerio de la época de los primeros colonos, y que llevaba escondidas mil voces en su voz: una narración constante de las historias de los muertos, fantasmas, espíritus y desencarnados. También transportaba sus quejidos y sus mensajes, formando una canción que muy pocos podían descifrar.
Allí, en lo alto, un niño solitario lloraba con un plañido desgarrador que se mezclaba con la escalofriante canción del camposanto.
El llanto se prolongó durante días. Desde su epicentro, aferrado al viento tenebroso, se derramaba por la loma como un alud de melancolía y, serpenteando entre árboles y sembrados, alcanzaba las calles de la población, inundando cada uno de sus rincones de tristeza.
Por más que buscaron al pequeño, nadie consiguió encontrar la fuente de la que manaba aquel sollozo que llenaba sus almas de congoja y mordía sus nervios. Hasta que un mediodía soleado, de repente, paró.
Justo esa mañana había llegado el espectáculo circense al pueblo con su batiburrillo de «seres extraños, atracciones exóticas y animales jamás vistos antes en aquellas tierras», como anunciaban los voceadores a su paso, camino de la colina, en cuya parte más alta, una explanada amplia escasa en árboles y matorrales, pensaban instalarse. No solo era la primera vez que un circo pasaba por allí, también era la primera vez en muchos años que alguien se asentaba en aquella colina que un día fue sagrada. Se decía en el pueblo que la habitaban los espíritus de los que poblaban aquel lugar antes de la llegada del hombre blanco, y que los muertos de su propio cementerio a veces se paseaban por allí cuando no conseguían encontrar descanso. Por eso, nadie acudía a la zona cuando el sol dormía. Muchos no lo hacían tampoco a plena luz. Y jamás se les ocurriría hacerlo sin llevar una cruz o una Biblia.
El asentamiento del circo en una nueva ciudad siempre era una revolución. Nadie podía abstraerse a la llegada de aquella multitud de caravanas decoradas con vistosos dibujos de curiosidades a todo color, a las traqueteantes camionetas cargadas hasta arriba con las piezas del pequeño poblado que en unas horas crecería con una gran carpa como protagonista, ni a las enormes jaulas con sus misterios ocultos tras las cortinas. Y con ellas llegaban sus habitantes: seres extraños, monstruos, hombres y mujeres aparentemente normales que, sin embargo, podían hacer cosas prodigiosas, además de un apetecible regusto a pecado que lo cubría todo como una bruma de perdición y gozo. Un carnaval irresistible que partía por la mitad la monotonía de unas vidas dedicadas a trabajar y rezar.
El despliegue del circo en un nuevo lugar era un momento de mucho ajetreo para sus trabajadores. Organizar las tareas de tanta gente, montar las estructuras y conseguir avituallamiento requería una enorme planificación por parte del patrón, que era quien decidía cómo debía colocarse todo. En unas horas, donde nada había antes, aparecía un campamento tan bien estructurado que parecía que llevase años allí.
Que había un arroyo en la espesura del bosque era algo que el alcalde le había dicho al patrón cuando pidió permiso para asentarse en la ciudad, pero no le contó que un niño se había ahogado allí. No habría podido hacerlo, aunque hubiese querido, porque era algo que desconocía.
Ni siquiera quien tiene la capacidad de contactar con ellos conoce bien los motivos de los espíritus, y mucho menos puede controlar sus apariciones. La pitonisa, echadora de cartas, adivina de destinos y secretos con su tarot y su bola de cristal, no siempre podía contactar con los fantasmas, aunque llevaba dentro los dones, como le explicaba su maestra, la gran Madame París, la vetusta mujer cuya edad decían las gentes del circo que pasaba del siglo y medio, pero, por alguna razón, el niño fantasma la eligió a ella.
La pitonisa aprovechó un descanso entre el asentamiento y la primera función para lavar sus amplias y vistosas faldas en el arroyo. Todo cuenta para impresionar al espectador, no se deja un fleco al aire cuando se trata de cautivar la atención, y el vestuario es un recurso que todo feriante utiliza con pericia.
Frotaba con energía el trozo de jabón sobre la tela colocada en la tabla de madera cuando la pequeña figura se sentó a su lado y la llamó «mamá».
Ella se sobresaltó por lo inesperado de la visita, pero no se asustó. Estaba acostumbrada a tratar con seres de otros mundos, así que, al verle, invadida por una inmensa ternura, intentó coger la manita medio transparente que el niño le ofrecía.
Su caricia quedó en una suave descarga eléctrica que la inundó de amor.
—Ya no tengo carne, pero te siento —dijo el pequeño—. Hacía mucho que no podía tocar a alguien.
—Entonces, abrázame —respondió la mujer—, porque yo también te he sentido.
—No me gusta estar solo, ¿me puedo quedar a tu lado? Tú me puedes ver y los demás no, siempre salen corriendo cuando intento hablarles. Nunca he ido detrás de ellos por si me pierdo y no sé regresar. No quiero quedarme para siempre con alguien que se asuste de mí.
—No pienso dejarte aquí, pequeño. Ven conmigo —pronunció esas palabras sin haberlas pensado y, sin embargo, nunca había estado tan segura de querer algo.
—Me llamo Tommy, ¿si me voy contigo me dejarás que te trate como si fueses mi madre? Te pareces mucho a mi mamá. Ella también se recogía el pelo como tú. Creo que se perdió y no supo encontrar el camino para volver a buscarme.
La mujer no fue capaz de negarse a algo que provocó un revoltijo de felicidad en sus ovarios yermos.
—Si tú me llamas «madre», yo te llamaré
«hijo» —respondió con una sonrisa maternal y las mejillas encendidas de felicidad.
Madame Rossíya, cuyo nombre artístico, sugerido en su momento por Madame Paris, provenía de sus orígenes rusos, recogió la colada y se puso en camino hacia el campamento, seguida por el niño.
Nadie más vio a la pequeña figura jugando entre la ropa tendida junto al carromato. Ni sentada junto a su nueva madre durante el almuerzo. Solo Madame Paris, que compartía mesa con ellos, intuyó un leve cambio en el ambiente, un estremecimiento en el aire, el dibujo de las ondas que se creaban al contacto con el cuerpo invisible.
También sentía una inquietud en su plexo solar y una cierta alegría en el rostro de su amiga. No dijo nada. Hay cosas que requieren un tiempo antes de ser verbalizadas: el tiempo de la comprensión.
Al principio, todo fue bien.
Ella se sintió madre y menos sola.
Él se sintió hijo y menos solo.
Luego él quiso más, cuando los abrazos de aire le supieron a poco. Entonces las cosas empezaron a complicarse.
«Mr. Smile y Ed, el Muñeco Viviente» decía el vistoso letrero a todo color que coronaba el carromato que compartían Peter McDouglas y su inquietante compañero de escenario. Al lado de las letras, pintado sobre la madera del cartel, sonreía un niño elegantemente vestido de negro, sentado junto a un adulto cuyo atuendo era exacto al del pequeño hombrecito de rostro infantil. Idénticos trajes destinados a sumergir al público en su enrevesado espectáculo, pues no era el suyo el típico show de ventriloquía. Mr. Smile era un verdadero prodigio en lo suyo, y una mente creativa que no se conformaba con hacer hablar a un muñeco como si estuviese vivo, sino que también le dotaba de movimiento. Además, el espectáculo incluía un cambio de papeles entre ambos, el punto culminante del show