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Colección de relatos que hace gala de un extraordinario sentido para con el realismo mágico gallego. Tranvías que pasan para no volver, goles que alcanzan cotas divinas, cocodrilos que hacen incursiones en ríos autóctonos, personajes que se confunden con el verdor de la tierra... Una colección irrepetible.
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Seitenzahl: 131
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Vicente Araguas
Traducción del gallego ANDREA ARAGUAS BALIÑO
Saga
Xuvia-neda
Copyright © 2013, 2022 Vicente Araguas and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728396193
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
A la gente de Neda, de la villa y del ayuntamiento,
que fueron organizando conmigo este coro
de voces afinadas, incluso desde la perplejidad
o el desconcierto que a veces tiene el corazón.
Para Andrea, lo mejor que llevo escrito
Llegaba por la tarde, cuando el verano ponía esa música callada de una siesta imposible, y las moscas zumban sobre la calva del dueño de la casa, y en la cocina hay unas tiras de papel amarillo para que se vayan posando en ellas. Luego, al atardecer, Valenciana o Candieira, robusta la primera, muerta de risa la otra, llevarán las tiras, negras de moscas, al vertedero, y todo tendrá cosas de noche a punto de arribar, envuelta en un misterio o aroma a hierba luisa. Llegaba por la tarde Merceditas, y Fandiño disponía sus libros de cuentas, y los cuadernos de caligrafía, y Cien figuras españolas, para seguir aquel proceso escolar que nunca cesaba, que ni siquiera el verano interrumpía, de cuatro a seis de la tarde, cuando Merceditas llegaba con aires herrumbrosos de tranvía número dos, el que va del Puerto a Neda. Y viceversa.
—A ver, Fando, hermoso, ¿de qué quieres que hablemos hoy?
—Del Papamoscas, Merceditas.
Fandiño enloquecía por esta bagatela de la Catedral de Burgos. De este aguardar que salga un imposible. Fandiño siempre se volvió loco por el sueño imposible, por aquellas cosas que se esperan pero que nunca aparecen.
—No, hoy vamos a hacer caligrafía. Copia estas líneas que tienes que mejorar la letra.
—Anda, Merceditas, háblame del novio aquel que tenías antes de la guerra.
—Después, pero ahora vas a hacer caligrafía.
Fandiño —mientras copia— echa la punta de la lengua hacia afuera, en gesto heredado de su padre. Fandiño (los íntimos le dicen Fando) es clavado a su padre en según que cosas. En lo trabajador, sin duda, en lo mañoso, en absoluto, tampoco en sus dotes calígrafas; como pendolista el niño Fandiño es demasiado chapucero. Con todo ahora se aplica a copiar: “Simón, deja ese patín. Te daré pan con jamón. Iré volando, mamá. No tanto pues te harás daño.” Fando sonríe al ver la escena que acompaña el texto: una señora sentada en el banco de un parque mientras vigila a su hijo, quien va de un lado para otro en el patín con gesto muy decidido.
Merceditas, mientras tanto, observa el techo con mirada violeta. Un color que sería hermoso si no viniese matizado por los cristales gruesos de unas gafas tan arcaicas que incluso en ese verano de los cincuenta la cosa parece muy antigua. Los lentes cabalgan en una nariz aquilina, de aguila pelona y triste, un poco como la melancolía que los ojos de Merceditas destilan al mirar hacia el techo. El abuelo de Fandiño entra a coger el aparato de flit que está en el armario y comprueba satisfecho los progresos del nieto.
Así, así, chaval, esa eme de Simón te sale muy bien. Enhorabuena por su trabajo, señorita.
—Gracias, don Vicente, es usted muy amable, Gracias.
Ahora Fandiño dobló el plumín y Merceditas le dice que no importa, que mejor siga a lápiz. Fandiño está cansado y monea persiguiendo con la mirada una mosca. Esta se posa en la mesa delante del niño y frota las patitas con intensidad. Fandiño, muy despacio, extiende la mano y ¡zas! allá va la mosca por el aire del cuarto y el niño piensa que qué suerte de radar tendrán estos bichos para percibir el peligro. La mosca ahora se detiene en una litografía que representa al Corazón de Jesús, justo donde la víscera cordial hace exhibición ostentosa.
—¿Me hablas del novio que tenías antes de la guerra, Merceditas?
—¿Otra vez? ¿Cuántas veces van ya?
—Es que lo cuentas tan bien. Cuando sube al tren y tú lloras, haz el favor, Merceditas.
—Eso, que lloré más que nunca en mi vida. Y es que hay cosas que nunca deberían pasar, ¿sabes? Anda, abre Cien figuras españolas por donde tú quieras y leemos un poco.
—La muerte de Felipe II, no, que me da cosa.
—A mí también, Fando, a mí también.
Fandiño va pasando las hojas del libro que tiene delante buscando una figura española que le apetezca. Las de muertes repugnantes, como la de Pedro de Valdivia o la de Felipe II, no, que le dan mucho asco. La verdad es que tiene ganas de que acabe la clase, y tomar el camino de la Repunta donde ya estarán Pitís y los otros poniéndose el bañador detrás de las zarzas. Merceditas pasa el pañuelo con delicadeza por sus ojos de un violeta miope. Encima de la mesa las gafas, de cristales gruesos, tan antiguas que incluso parecen arcaicas en esta estampa clásica. El verano está en el punto álgido en el Portazgo, vértice o paradigma de agosto cuando viene como debe.
En un taxi recién estrenado, con un conductor jovencito, llegaba el Capirrino con cara de resaca. Traía con él un maletín para salir del paso, y un cansancio de siglos en su andar de “cowboy”. Venía dispuesto a no beber durante dos semanas, y el temblor de manos que en él viajaba tendría solución de agua, agua que se quema la fragua. Agua y Rohipnol.
—¿Te gusto más así o desnuda del todo? —preguntaba Saladina en bragas, de esas que llaman de cuello alto, mientras Lorenzo ya no sabía qué hacer con el cuerpo de la muchacha.
—Me gustas de todas las maneras. También vestida. Pero así eres un bombón.
—Lo dice mucho la señora. Bombón y bomboncito. Del de comer pero también cuando me pongo guapa para ir al baile. Bombón; es una palabra bien linda. Bombón —Saladina deslizaba ahora las bragas por los muslos y Lourenzo no retenía la emoción, alta como el cielo del Portazgo; días de agosto, a través de la claraboya del desván. Cuarto de doméstica en la cima del estruendo, donde se mezclan la sed y las ganas de beber.
—Más que comerte haría por beberte, Saladina, ese es mi plan para el verano.
—¡Qué raro hablas, Lourenzo! A veces pienso que no eres de aquí —Saladina enrojecía un poco mientras el muchacho aplicaba las manos en tarea de río largo, a veces manso, a veces bravo.
Llegaba el Capirrino con rostro melancólico de quien se dispone a una penosa travesía de días de abstinencia, de mirar para el cielo con gesto de hastío, de mirar como las manos se van recomponiendo y las pesadillas de la noche son animales fieros apenas endulzados por el cuerpo potente del Oasil Relax. Y agua, mucha agua para calmar el mono. Para mantenerlo tranquilo. De mañanita el Capi sale a dar paseos, largos como un río largo, callados como las nubes que van pasando, viajeros por encima del Portazgo de Xuvia con maneras de cansancio, como ovejas hastiadas que esperasen la siesta del carnero. Así el Capi, aguardando cansar la mente deseosa de alcohol, con aquellos andares parranderos de “cowboy” subido en el vagón del agua. Esperando la hora de comer temprano para después echarse una siestecilla ayudado del Rohipnol. Aguardando, de momento, que las nubes dejasen entrar el rayo que aún habría de consentir sol para los habitantes de Toeleira, 34. Noveleros y capaces, por lo tanto, de ir a la playa de Pantín treinta o cuarenta minutos, sólo que la operación de salida para la playa era aquí muy costosa. Ponerse en marcha, operación compleja. Tomar el camino del arenal de Pantín, donde nunca hay nadie sino la gente guapa del surf y un montón de gaviotas con aroma a marea baja. La que inunda la ribera cuando Capi viene ya de vuelta. Y Capi despliega su estatura, de bruces, mirando para Fandiño quien se sienta en la terraza con el periódico en las rodillas.
—Eh, Fando, qué envidia tengo, qué envidia.
—¿De qué, Capirrino, de qué tienes envidia?
—De ese tipo de mono blanco que lleva una botella de vino. El que va allá adelante, por la fundición de los Foira.
—¿Y entonces? ¿Te cambiabas por él, Capi?
Saladina fríe jureles en la cocina con habilidad de generaciones haciendo lo propio. En la despensa vecina hay un frigorífico Westinghouse trabajando con ritmo modélico. Lo suyo es un zumbar como de máquina bien engrasada, aunque los años hayan dejado en el aparejo un aire ronco, una tos herrumbrosa y, además, ciertas dificultades para el manejo del congelador, al que Sabú, hermano de Fandiño y Lourenzo, ha acoplado una cuña de madera. Saladina fríe jureles y canta una canción jacarandosa y echa hacia atrás la cabeza cuando el aceite, al saltar, hace por salpicarle el rostro. Lourenzo entra ahora en la cocina y pellizca con suavidad la nalga de Saladina. Se vuelve la doméstica y ahora los dos son un beso de entrega mientras los jureles saltan en la sartén como queriendo coger vida propia.
—Esta noche, en el desván. ¿Quieres? —dice Lourenzo en voz que amortigua la música testaruda de la Westinghouse.
—Quiero —responde Saladina, colocando los jureles en una fuente de loza con rebordes que representan peces.
Es todo un pleonasmo en esta casa del Portazgo donde el verano salta de alegría y el Capirrino hace quiebros, calienta la garganta, coloca la voz y ahora “Soy soldado de levita de esos de caballeríaaaaa” es un gorgorito inmenso en la carretera que pasa por Xuvia mientras los rayos de sol ya se dejan ver y las nubes aún no desisten, se niegan a batirse en retirada porque resistir es el verbo, y amor es la palabra, y Capi canta y canta y no es difícil imaginarlo vestido de charro, con un sombrero grande y “Cucurrucucú, paloma, cucurrucucú, no lloores”.
—¿Y no te gustaría ser mexicano, Capi? —pregunta Fandiño, prendiendo un Camel sin filtro.
—Lo que más, Fandiño, lo que más. Ocurre que la vida es así, uno no es nunca lo que quisiera.
—¿Eso crees?
—Eso creo, sí.
Pasa gente delante de la casa del Portazgo. Pasa gente ligera, haciendo como que no miran pero viendo. Y ven un larguirucho de alpargatas, pantalón y camisa blancos y sombrero de “cowboy” conversando con un tipo de bigotes que fuma haciendo volutas como pensamientos. Tal como esas burbujas que les ponen a los personajes de los comics o tebeos. Las bandas diseñadas, en fin, que en esta comarca llamamos chistes.
Primero pasó Henrique Badiola, los dientes podridos, el palillo en la boca, la sonrisa brutal arropada por la boina capadísima remontándole el cráneo. Primero pasó él, más que pidiendo, no era un pedigüeño exactamente, deambulando; caminante que sonríe a medias, vagabundo de día que por la noche andará recogiéndose en alguna parte del ayuntamiento vecino, en la otra orilla del puente que tiene en el medio un cangrejo de esos que, yugo y flechas, conmemoran la victoria más perversa.
Así que antes del cortejo pasó Badiola, y paró —como solía— ante el bajo de la casa. Clavando en la vidriera su mirada ida, sus dientes de ausencia, la letanía antigua que acompañaba su ritmo, de ropa gastadísima y zapatos rotos, de ir y venir en un camino circular, de ayuntamiento a ayuntamiento, pasando por el puente de siempre, mirando para los mules que hacían bandada, que medraban incontinentes porque nadie los quería, armazón de espinas y de fango, si no de qué.
Así que antes de nada pasó Badiola.
Luego vino una pareja de la Guardia Civil. Un saludo de los dedos en el triqui y para adelante. El hombre viejo, no lo era tanto sino que tenía los bronquios deshechos de tanto fumar, los pulmones llenos de una negrura espesa, los pasos lentos como de una procesión que para y sigue, que sigue y para, entró en la casa a la busca de los nietos.
Pero antes de nada había pasado Badiola, y alrededor suyo revoloteaban tres o cuatro moscas. De esas insistentes que el viejales perseguía, con una pala o echándoles flit, un líquido mortífero que surgía de un extraño aparejo por el que loqueaban los niños.
A los niños de esta casa donde ya se despliegan frontales, rojo y gualda, en la terraza de abajo, en la terraza de arriba. Frontales, o sea banderas muy largas que se sujetan de las barras de hierro con cintas blancas. El viejales, dandi de elegancia veraniega, aprueba con mirada satisfecha la presencia de los oriflamas y vuelve a su chocolate a la taza, chocolate La Perfección, que le habían puesto en el comedor.
Pero antes de nada, pasó Henrique Badiola.
Luego —ya se dijo— hizo lo propìo la pareja de la Guardia Civil. Y acto seguido, las tres, una detrás de la otra, pim, pam, pim, pam, las hermanas Brea. La primera, observando el cielo. La segunda, hacia adelante. La tercera, la del pañuelo en la cabeza, mirando en dirección de la ría. Las tres tan separadas, pero también tan juntas, como si fuesen un cuerpo único.
Pero el primero en pasar esa mañana fue Henrique Badiola.
En el interior de la casa el abuelo organizaba los últimos preparativos, que ahora tenían que ver con la confección de unas banderitas de papel que poner en las manos de los nietos. Se trataba de que ocupasen la terraza del piso superior —los niños— que en la inferior iban a estar los mayores de la familia más el servicio doméstico, para el caso compuesto por Valenciana y Candieira, robusta, gordita la primera, perenne muerta de risa la segunda, y comedora compulsiva de pájaritos fritos por los que se volvía loca. Pájaros pasados por la sartén, pajarería que le conseguía el niño Fandiño, tirador manifiesto de escopeta a verderoles, pimpines, chaschases 1 y échale hilo a la cometa ornitológica tan abundante en la huerta de la casa ante la cual iba a pasar el cortejo.
(“Pimpín por aquí no vi”, había dicho por lo visto el pajarito de este nombre cuando los verdugos de Cristo querían encontrar a este. “Chaschás, por aquí bien vas”, había delatado el pájaro así llamado a Cristo, dicen.)
Pero ese día el primero en pasar fue Henrique Badiola. Ojos turbios, sonrisa brutal, la boca podrida de un verde alga en la poca dentadura que se le podía deducir. Pero fue el primero en pasar. Luego la pareja de la Guardia Civil. Después las tres hermanas Brea, como trío disperso mas —al cabo— uniforme. Y luego, por fin, un relámpago volador, un estruendo negro de seis o siete vehículos, mientras —en las cunetas— rechazados por los motoristas heraldos, por los autos adalides, aquellos coches que desplazaba el ritmo de cucaracha febril, de bicho incontinente, de la comitiva que dicta.
Los de arriba agitaron las banderitas, los de abajo, las manos. Valenciana cantó “Santo Adalid, Patrón de las Españas” y Candieira casi se muere de la risa. El abuelo musitó gozoso que su compañero de pupitre, por entonces “Cerillita”, en la escuela de don Marcos había mirado para él dedicándole incluso un gesto cariñoso y los frontales tenían un no sé qué de banderas abiertas al aire del Portazgo.