Y llegaste tú… - Janice Maynard - E-Book

Y llegaste tú… E-Book

Janice Maynard

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Beschreibung

Estás esperando un hijo mío. Serás mi mujer. Durante dos maravillosas semanas, Cate Everett compartió cama con Brody Stewart, un hombre al que acababa de conocer y al que no esperaba volver a ver. Cuatro meses después, el seductor escocés volvió al pueblo con la solución al problema de Cate, quien estaba embarazada de él. Pero Cate tenía un dilema: si se convertía en la esposa de Brody, ¿estaría viviendo una farsa sin amor o Brody incluiría su corazón en el trato?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Janice Maynard

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Y llegaste tú…, n.º 2128 - septiembre 2019

Título original: His Heir, Her Secret

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-338-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El escocés había vuelto.

Con el corazón acelerado, Cate Everett se inclinó sobre la vieja y desconchada pila de porcelana y apartó la cortina con un dedo. Desde su apartamento tenía unas vistas perfectas de la calle.

Brody Stewart. El hombre al que no veía desde hacía cuatro meses y había pensado que jamás volvería a ver. Brody Stewart. Metro noventa, hombros anchos, músculos fibrosos y una voz ronca pero aterciopelada que podía bajarle la ropa interior a una chica antes de que ella se diera cuenta.

El escocés había vuelto.

¡No estaba preparada!

Su té recién hecho estaba enfriándose en la mesa. El día de finales de febrero había sido gélido y gris, una combinación que reflejaba a la perfección el estado de ánimo que la había asolado desde que se había levantado al amanecer. Había pensado que la reconfortante bebida la animaría un poco, pero unos portazos y unas fuertes voces masculinas la habían distraído y llevado hasta la ventana. Y ahora ya lo sabía. El escocés había vuelto.

Cate tenía que reconocer que no había visto el desastre venir cuatro meses atrás. Cuando una abuela te presenta a su nieto, normalmente te lleva a pensar que ese tipo no es capaz de buscarse sus propias parejas, pero en este caso no era cierto. Brody Stewart podía tener a la mujer que quisiera con un simple parpadeo de sus ojos azules enmarcados por largas pestañas. Aún recordaba las diminutas arrugas que le salían junto a los ojos cuando sonreía. Brody sonreía mucho.

¡Por Dios! Las piernas le temblaban sincronizadas con las mariposas que le revoloteaban por el estómago. Necesitaba sentarse y beberse el té, pero no era capaz de apartarse de la ventana.

En la calle, una señora diminuta y canosa daba órdenes a dos hombres increíblemente parecidos. Brody era uno de ellos. El otro debía de ser Duncan, su hermano pequeño. Sacaban maletas del coche de alquiler mientras copos de nieve danzaban por el aire, pero ninguna de las tres personas que estaba espiando parecía notar el frío; tal vez porque eran originarios de las Tierras Altas de Escocia, un lugar donde los vientos invernales azotaban los páramos y los linajes se remontaban más allá de los fuertes y bravos clanes de guerreros.

Debía calmarse y centrarse. Además, tenía una tienda que regentar.

Obligándose a ignorar su intensa fascinación por lo que estaba pasando en la calle, agarró la taza con manos temblorosas, se bebió casi todo el té y bajó las escaleras. El descanso del almuerzo había terminado.

Durante cinco años había encontrado consuelo y orgullo en su encantadora y peculiar librería, Páginas Arrugadas. La tiendecita con suelos de madera irregulares e hileras de antiguas estanterías ocupaba un lugar de honor en la calle principal de Candlewick, Carolina del Norte, por donde desde el solsticio de primavera hasta casi Acción de Gracias pasaban turistas llevando dólares y vida a la región.

Escondida en la Cordillera Azul y a una hora de Asheville, Candlewick te trasladaba a una época más sencilla en la que todos los vecinos se conocían, apenas había delincuencia y la calidad de vida compensaba la carencia de cines con películas de estreno y restaurantes de renombre.

Cate ordenó la sección de Historia Local y fue limpiando el polvo de cada ejemplar, uno a uno, mientras se felicitaba por resistir la tentación de salir a la calle.

Sin previo aviso, el tintineo de la campanilla que colgaba sobre la puerta anunció la llegada de un cliente.

–Señora Izzy. ¿En qué puedo ayudarla? –preguntó nerviosa.

Isobel Stewart apenas alcanzaba el metro cincuenta, pero tenía el porte de una amazona. Décadas atrás había salido del hogar de sus padres en Inverness para ocupar un puesto de secretaria en la gran ciudad de Edimburgo, donde conoció a un carismático norteamericano que había ido a Escocia a estudiar durante un semestre.

Tras un apasionado cortejo, se casó con el joven y lo siguió hasta Estados Unidos… o Candlewick, Carolina del Norte, para ser más precisos. Se entregó a su nueva vida con una sola petición: mantener su apellido de soltera. Y su marido no solo accedió, sino que se cambió legalmente el suyo para darle continuidad al linaje de los Stewart, y juntos levantaron un negocio de construcción de cabañas en las montañas.

En el transcurso de los años amasaron una vasta fortuna y tuvieron un único hijo que, por desgracia para ellos, sintió la llamada de sus raíces escocesas y se instaló en las Tierras Altas al terminar la universidad. Sus dos hijos eran los dos hombres que Cate había estado espiando. Los nietos de Izzy.

Isobel Stewart ojeaba los títulos del estante de «nuevos lanzamientos».

–Quiero que vengas a cenar hoy, Cate. Brody ha vuelto y esta vez ha venido con Duncan.

–Debe de estar encantada –dijo Cate esquivando la pregunta, que en realidad había sonado más como una orden. Isobel no solía aceptar un no por respuesta.

De pronto, la mujer aparentó cada uno de sus noventa y dos años.

–Te necesito –murmuró como si la avergonzara su debilidad.

El olor a limpiador de limón impregnaba el aire.

–¿Qué pasa, señora Izzy?

Cuando la anciana escocesa parpadeó conteniendo las lágrimas, no supo distinguir si eran sinceras o fingidas.

–En mi apartamento no tengo sitio para dos hombres tan grandes, así que les he dicho a los chicos que tienen que instalarse en la casa grande.

La casa grande era la lujosa e increíblemente preciosa propiedad que Isobel tenía en la cima de la montaña y en la que no había sido capaz de volver a dormir tras la muerte de su esposo seis meses atrás. Como muchos de los negocios de Candlewick, Propiedades Stewart ocupaba un edificio histórico en Main Street, e Izzy se había acostumbrado a dormir en el segundo piso, encima de las oficinas.

–Tiene sentido –dijo Cate percibiendo que había una trampa–. ¿Pero qué puedo hacer yo?

–Los chicos querían sorprenderme por mi cumpleaños y han contratado un cocinero para que nos sirva la cena esta noche. No he tenido el valor de decirles que no quiero ir.

–Oh, no recordaba que era hoy. Feliz cumpleaños. Pero Brody ha estado aquí antes. Seguro que los dos pasaron algún tiempo en la montaña.

–Ya que era solo Brody, durmió en el sofá, en el apartamento, conmigo.

–Señora Izzy, tal vez este sea el modo de romper el hielo. Han pasado seis meses. Cuanto más se aleje, más difícil será. Seguro que sus nietos han planeado la cena de cumpleaños para hacerla subir allí.

–Yo no siento que hayan pasado meses. Me parece como si hubiera sido ayer. El espíritu de mi querido Geoffrey es un fantasma en cada habitación de la casa. Acompáñame –le suplicó y, por primera vez, Cate fue testigo del profundo dolor de Isobel Stewart por haber perdido al amor de su vida.

–Es una celebración familiar. Resultará extraño que vaya yo.

–En absoluto. En realidad, ha sido idea de Brody.

 

 

Cinco horas después, Cate estaba esperando en la puerta de Propiedades Stewart helada de frío. En la acera había dejado su modesto coche con el motor encendido.

Cuando por fin Izzy salió, parecía demasiado alegre para tratarse de alguien que estaba a punto de enfrentarse a una experiencia desagradable.

–Justo a tiempo. Eres una joven encantadora. A los hombres no les gustan las mujeres que no saben ser puntuales.

Cate la ayudó a subir al coche.

–Eso es un estereotipo, señora Izzy. Seguro que hay tantos hombres como mujeres con problemas de puntualidad.

Isobel resopló y cambió de tema.

–Pensé que te pondrías un vestido –refunfuñó con su marcado acento escocés.

–Esta noche llegaremos a 7 grados bajo cero. Son los mejores pantalones de vestir que tengo.

–¡Pantalones! Brody y Duncan son hombres apasionados. Seguro que les habría gustado ver un poco de pierna, y las tuyas son espectaculares, jovencita. Cuando tengas mi edad, desearás haber apreciado más lo que tenías cuando lo tenías.

No se podía discutir contra la lógica anticuada y sexualmente obsoleta de una nonagenaria.

Cate suspiró. Por desgracia, el trayecto hasta la montaña era corto y Brody estaría allí. ¿Qué iba a decirle?

La casa de Izzy era espectacular, una magnífica joya arquitectónica que había sido portada de Southern Living.

–¿Estará usted bien? –le preguntó tocándole el brazo con cariño cuando llegaron.

–Sobrevivir a tus amigos y coetáneos es una putada, Cate.

–¡Señora Izzy! –todavía le sorprendía la falta de respeto de la anciana por las convenciones sociales.

–No seas tan remilgada. ¿De qué sirve envejecer si no puedes decir lo que te apetece?

–Y volviendo a mi pregunta… ¿estará usted bien?

Izzy miró por la ventanilla.

–Construyó esta casa para darme las gracias por haber dejado Escocia, mi familia, mi hogar. Por venir aquí con él. Tonto –se le quebró la voz–. Habría dado todo eso y mucho más por pasar un día más con ese vejete.

A Cate se le hizo un nudo en la garganta de la emoción. Izzy parecía inquieta.

–Será mejor que lo hagamos de una vez. No lloraré, no te preocupes. Ya he derramado demasiadas lágrimas. Además, no quiero que los chicos piensen que han hecho mal. Vamos, mi niña.

Las dos recorrieron el camino de piedra bajo un gélido viento. Un momento después, las puertas dobles de roble se abrieron, la enorme lámpara de araña del vestíbulo iluminó la oscuridad y la anciana se vio envuelta por los entusiastas abrazos de sus supermasculinos nietos.

El cabello castaño tupido y ondulado de Brody resplandecía con reflejos rubios dorados. Duncan, con los ojos marrones, lo tenía más oscuro y más liso. Aunque los hermanos se parecían en muchos aspectos, Izzy le había dicho en una ocasión que Brody se parecía más a su madre irlandesa mientras que Duncan era una versión en joven de su abuelo. Y ahora que por fin lo había conocido, estaba de acuerdo. Era increíble cuánto se parecía a Geoffrey Stewart. Se preguntó si a Izzy le resultaría doloroso ver en él el recuerdo de su marido.

Se quedó en la puerta un poco rezagada, nerviosa y aún sin saber por qué había accedido a ir. Izzy tiró de ella.

–Cate, querida, te presento a Duncan.

Duncan le agarró la mano y se la besó.

–Encantado, señorita Everett.

–Corta el rollo, Duncan –protestó Brody.

–¿Qué? ¿Qué he hecho?

–Ve a ver cómo va la cena.

Duncan se llevó a su abuela, y Cate y Brody se quedaron solos.

El hombre al que había evitado ver hasta ahora le sonrió y con su delicioso acento escocés dijo:

–Sorpresa, mi niña. He vuelto.

 

 

Brody no era idiota. Sabía cuándo una mujer se alegraba de verlo y cuándo no, y ahora mismo Cate Everett parecía una mujer que hubiese tomado leche en mal estado. Con el orgullo un poco herido, se esforzó por mantener la sonrisa.

–Has sido muy amable al acompañar a mi abuela. Sé que ha estado temiendo este momento.

Cate se quitó el abrigo y se lo dio.

–¿Entonces por qué habéis forzado la situación?

Él se encogió de hombros y se giró para colgar el abrigo.

–Mi abuela de noventa y dos años ha estado durmiendo en una habitación del tamaño de un armario con lo estrictamente imprescindible. El abuelo ya no está y esta casa sigue aquí. No podemos seguir fingiendo.

–¿Siempre estás tan seguro de saber qué es lo mejor para todo el mundo?

Él se la quedó mirando a pesar de que lo que de verdad quería era besarla. La última vez que se habían visto habían estado desnudos y sin aliento en la cama de Cate.

–¿Te he molestado de algún modo, Cate? Tenía que marcharme. Lo sabías.

Un mes después del funeral de su abuelo, Brody había vuelto a Candlewick para pasar tiempo con su abuela y comprobar el estado del negocio familiar. Propiedades Stewart era una empresa próspera con una reputación brillante en los Estados Unidos.

Por desgracia, Geoffrey Stewart ya no estaba y el padre de Brody no tenía ningún deseo de volver a los Estados Unidos de forma permanente, así que había que hacer algo con la abuela Isobel.

Brody había pasado cuatro semanas en Carolina del Norte y dos de ellas viviendo una salvaje y ardiente aventura con la preciosa y brillante Cate Everett. Durante el día había sido un nieto obediente y diligente y por las noches se había visto atraído al lado de esa mujer que en el pequeño pueblo tenía reputación de ser buena pero distante, aunque con él, en cambio, había sido todo lo contrario.

Para ser sincero, el grado de su encaprichamiento por ella le había hecho sentirse algo incómodo. Había tenido bastantes relaciones, pero cuando su abuela le presentó a su joven amiga y vecina, había reaccionado como un tímido y torpe adolescente.

Cate era una mezcla de mujer fatal y maestra solterona. Su cabello rubio claro era como el sol en una tarde de invierno. La mayoría de las veces lo llevaba recogido hacia atrás, pero cuando se lo soltaba… ¡Joder! Incluso ahora sus dedos ansiaban tocar esa cascada de seda que en el pasado había caído sobre su torso desnudo y que seguía protagonizando sus fantasías.

Era alta, debía de alcanzar el metro ochenta. Él conocía las curvas y los valles de su seductor cuerpo, pero Cate solía ocultarlo bajo chaquetas de punto anchas y jerséis que le llegaban por debajo de la rodilla. No entendía por qué una mujer tan tremendamente femenina se esforzaba tanto en taparse.

Después de un largo e incómodo silencio, ella esbozó una sonrisa de arrepentimiento.

–Lo siento. Ha sido un día largo. Está bien volver a verte, Brody.

–¿Está bien? –preguntó él arrugando la nariz.

–No quería darte la impresión de que me interesa retomar las cosas donde las dejamos.

–A lo mejor yo ni siquiera te lo iba a pedir –le respondió deliberadamente. Su actitud le resultaba frustrante y desafiante. Nunca había conocido a una mujer tan complicada.

Cate suspiró.

–Aquí en el vestíbulo hace frío. ¿Te importa si vamos con los demás? Me muero de hambre.

–Claro. Recuerdo cuánto te gusta comer.

Cuando Cate se sonrojó, él sonrió por dentro. El otoño anterior, en una memorable ocasión, había salido de la cama de Cate a media noche y se habían preparado huevos revueltos con beicon porque se habían saltado la cena a favor de un encuentro sexual urgente y alucinante.

Ya que Cate conocía la casa de Isobel, la dejó ir delante. Su abuela y ella eran amigas desde hacía varios años, pero aunque Brody había intentado sonsacarle información sobre la distante norteamericana, la anciana le había dado pocos detalles.

Encontraron a Isobel y Duncan en el comedor. Isobel estaba de pie detrás de la silla que había ocupado siempre su marido.

–Uno de vosotros dos debería sentarse aquí –dijo con voz débil y temblorosa.

Brody y Duncan se miraron.

–Yo no puedo, abuela. Y Duncan tampoco.

–¿Entonces para qué me habéis hecho subir aquí? –preguntó con brusquedad y con los ojos llenos de lágrimas–. Si ni siquiera mis nietos siguen adelante, ¿cómo lo voy a hacer yo?

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Para alivio de Brody, Cate dio un paso al frente.

–Señora Izzy, ¿qué le parece si esta noche ocupo yo la silla del señor Geoffrey? Sería un honor. Y usted puede sentarse a mi lado.

Brody la miró gesticulando un gracias y, así, los cuatro se sentaron a la mesa. Por suerte, el cocinero comenzó a servir la elaborada cena de inmediato ayudando así a calmar el momento de tensión. Los hermanos habían pedido los platos favoritos de Izzy: trucha fresca, patatas y zanahorias sazonadas, panecillos hojaldrados y espárragos tiernos, todo ello acompañado por un caro zinfandel. Aunque poco, la abuela comió encantada. Estaba radiante.

Cate puso mucho de su parte, no solo al ocupar el sitio del fantasma en la mesa, sino también con su aguda y entretenida conversación.

Duncan se mostró especialmente fascinado por ella para disgusto de Brody, que al parecer no supo ocultar sus emociones, porque la abuela se dirigió a él diciéndole:

–¿Estás bien, mi niño?

–Estoy bien.

Cate lo miró con esos ojos verdes de gato que siempre le hacían sentirse incómodo. No le gustaba que una mujer pudiera ver dentro de su alma.

Desesperado por desviar la atención, le dio una patada a su hermano por debajo de la mesa.

–Abuela, Duncan tiene algunas ideas para la empresa.

–Te escucho –respondió la mujer.

Duncan miró a su hermano como prometiéndole venganza.

–Abuela… creo que tiene mucho sentido poner en venta Propiedades Stewart. No deberías estar viviendo sola a tu edad y piensa en lo feliz que sería papá si volvieras a Escocia.

Se hizo un absoluto silencio y los cuatro se quedaron paralizados alrededor de la mesa. De pronto, Cate se aclaró la voz y se levantó.

–Esto es un asunto familiar. Si me disculpáis, me voy a la biblioteca.

Antes de que Brody pudiera protestar, Isobel habló:

–No te vas a marchar, Cate. Te he pedido que me acompañes esta noche porque te considero una de mis mejores amigas y, al parecer, puede que necesite a alguien a mi lado.

–Eso no es justo, abuela, y lo sabes –protestó Brody–. Duncan y yo te adoramos y queremos lo mejor para todos. En esta conversación no hay ni lados ni bandos.

Su abuela resolló; era un sonido que él reconocía desde su infancia.

–Cuando esté muerta, podréis hacer lo que queráis con vuestra herencia, pero mientras tanto, esta empresa que Geoffrey y yo levantamos con nuestro sudor y nuestras lágrimas es lo único que me queda de él. Y, para ser sincera, he de decir que os agradezco que me hayáis obligado a volver a la casa, porque no me había dado cuenta de cuánto la echaba de menos.

–Podemos vender la empresa y conservar la casa –dijo Brody.

–¿Qué parte de «no se va a vender nada» no habéis entendido? Soy vieja. ¿No lo veis? No estaré aquí mucho tiempo más. Además, tengo dos administradores excelentes que me están ayudando mucho ahora que no está Geoffrey.

Cate le lanzó a Brody una mirada de comprensión antes de decir:

–Pero recuerde, señora Izzy, que Herman se va a mudar a California y para Kevin es demasiado trabajo. Usted misma lo dijo.

–Entonces uno de estos dos tomará el relevo. Seguro que no es tanto pedir que una anciana espere eso de sus propios nietos.

De nuevo se hizo el silencio, pero Cate siguió intentando ayudar. ¡Qué generosa era!

–Brody tiene su negocio de barcos en Skye. Seguro que no le pediría que renunciase a él. Y Duncan también es socio, ¿no?

–Sí. Me encargo de las operaciones financieras.

–¡Pues vended vuestro negocio! Los dos os podéis mudar aquí. Propiedades Stewart algún día os pertenecerá. Vuestro padre no necesita nada mío.

El hijo de Isobel y padre de Brody y Duncan era un artista conocido a escala mundial con varias galerías por las Islas Británicas. Tenía un éxito inmenso y era escandalosamente rico.

Brody se pasó una mano por el pelo. Nunca, jamás, se habría podido imaginar que su abuela pudiese ser tan complicada. ¿Qué había pasado con las dulces y dóciles ancianitas que tejían e iban a misa los domingos y dejaban a los hombres tomar las decisiones?

–A lo mejor deberíamos dejar el tema y meditarlo con más calma, abuela. Creo que lo mejor es que disfrutemos de la cena.