Yendo al norte - Fer del Pino - E-Book

Yendo al norte E-Book

Fer del Pino

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Beschreibung

En "Yendo al norte", nos sumergimos en el tranquilo San Javier, Tucumán, un pueblo en la montaña donde la naturaleza es testigo del inusual lazo entre Santiago, un anciano enfermo de Parkinson, y Segundo, un estudiante de medicina convertido en su cuidador. El relato comienza con la narración apasionada que hace Santiago de su viaje por Bolivia y Perú, un viaje que despierta la curiosidad de Segundo y establece las bases de una conexión única. En medio de charlas francas y amenas, inundadas de humor, la relación entre Santiago y Segundo florece. El enfermero encuentra en el viejo una confianza que lo libera para ser auténtico. Cuando Segundo, en un acto de vulnerabilidad, le pide ayuda a Santiago para encontrar su vocación, la historia da un giro revelador. La novela se convierte en un relato íntimo sobre qué es caminar hacia el norte, y explora la conexión entre dos almas en búsqueda de sentido. Se convierte en una peregrinación hacia el lugar más sagrado que todos poseemos, un norte que es diferente para cada uno pero, a su vez, es el mismo. A través de esta obra, los lectores son invitados a caminar junto a otros, dejando atrás prejuicios y miedos, abrazando quienes son y lo que anhelan. "Yendo al norte" es más que una novela; es un llamado a acompañarse en el camino.

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FER DEL PINO

Yendo al norte

Fer del PinoYendo al norte / Fer del Pino. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4784-2

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

Primera parte

1 -Cómo di con este relato

2 - Cuaderno rojo

3 - Uyuni

4 - Soldado

5 - Comida de enfermo

Segunda parte

6 - Buscando el norte

7 - Mate amargo

8 - Fuego

9 - Nieve

10 - Guitarra

11 - Yungas

12 - Música para caminar

Tercera parte

13 - Espíritu de viaje

14 - Silencio

15 - Todo pasa por algo

16 - Haciendo capilla

17 - Paracleto

18 - Anochece

Si me pongo a contarlos, son más que la arena;y si terminara de hacerlo,aún entonces seguiría a tu lado.

(Sal 139,18)

Prólogo del autor

Esta novela puede leerse de corrido, pero también puede leerse de otra manera, con pausas y silencios, porque la parsimonia al caminar las páginas puede aportar a la experiencia un tono distinto. Así también la novela puede leerse aislada, independiente del mundo exterior, pero se enriquece con los hipervínculos que despiertan sus páginas, con la música con la que interactúa, con los lugares en los que se desarrolla, con los libros con los que se vincula.

Yendo al norte es una novela sobre eso, sobre caminar al norte. Un norte que es distinto para todos pero que, a su vez, es el mismo. Un norte que en el camino nos expone a caminar de noche, a caminar en una selva, a caminar por la arena más suave y a enterrarse en el barro.

El caminar es una acción muy vinculada con la espiritualidad humana. La peregrinación a lugares sagrados es una práctica extendida en el tiempo y en el espacio, pero la peregrinación al lugar más sagrado que tenemos todos a veces se olvida. No se camina con frecuencia hacia ese lugar, porque es difícil, porque no nos gusta lo que vemos, porque tenemos miedo y estamos cómodos así, sobreviviendo.

Al norte solo puede caminarse cuando dejamos los prejuicios, cuando dejamos los miedos y cuando abrazamos aquello que somos y anhelamos. En el camino nos damos cuenta de que no competimos con otros, sino que caminamos juntos al mismo lugar, es cierto que, con distintas cargas y ritmos, pero vamos juntos. Entonces, ¿Por qué no acompañarnos en ese caminar? ¿Por qué no acompañarnos con franqueza bruta? ¿Por qué no acompañarnos espiritualmente?

29 octubre, 2021

Primera parte

Cantando me he de morir,

Cantando me han de enterrar,

Y cantando he de llegar

Al pie del Eterno Padre;

Dende el vientre de mi madre

Vine a este mundo a cantar

MARTÍN FIERRO, JOSÉ HERNÁNDEZ

1

Cómo di con este relato

No caminho que Deus escolheu p’ra nós

às vezes confunde, a gente esquece do amor.

MAIS FELIZ, COLÉGIO MAYOR P. JOSÉ K.

Sentado, Segundo del Río miraba el atardecer y cantaba. Cantaba y tocaba la guitarra como si su vida dependiese de ello. Con ese entusiasmo cantó y tocó muchas canciones pero había una que le costaba cantar... aquella canción lo hacía llorar. Le resultaba sugestiva. Profunda. Vincular. La cantó, de todos modos, porque si bien caminar al norte no había sido fácil, había sido hermoso. Es hermoso, en presente —se dijo.

Lloraba, mientras le llegaban las palabras y las imágenes de aquella casa, de aquel paisaje y de aquel viejo.

—Recordé, y el paisaje conmocionó conmigo —dijo el viejo—. Contemplando el atardecer en las montañas recordé, sin querer, un viaje. Y con una intensidad que no sentía hace mucho tiempo, traje al atardecer recuerdos e imágenes de ese viaje. Me invadieron las ganas de ver fotos. Quise adentrarme en esos recuerdos. Embriagarme. Recordar lo que sufrí, lo que reí, recordar aquello que aprendí. Dicen, Segundo, que los diálogos más intensos pueden ser olvidados, que los rostros más amados pueden desaparecer, pero que lo sentido deja una huella.

Estaban sentados en el living de la casa. El living era acogedor. Así, con ese adjetivo, lo describió Segundo la primera vez que lo vió. Había una biblioteca enorme que estaba acompañada de un hogar a leña y unos sillones. Afuera hacía frío, así que el hogar estaba encendido. Ardían los leños de vaya a saber qué árbol, quizá algo de la plaga esa que llamaban siempre verde, un árbol que había invadido los cerros de San Javier, donde estaba la casa del viejo, y que el mismo viejo había ordenado hachar. Pero esa madera era blanda, de mala calidad. Por eso tal vez también había madera de otra cosa. Algo más noble, más duradero y con mejor brasa. El viejo estaba vestido con ropa deportiva, jogging y campera de algodón, y calzado con zapatillas blancas Topper. Su tono de voz era el de los narradores de historias, un tono que se conectaba con las palabras y con lo que se relataba. Un tono casi teatral carente de la monotonía que duerme a los más despiertos. A Segundo le resulto agradable escucharlo desde el primer momento. Le parecía un bicho raro, un loco lindo a quien valía la pena escuchar.

—¡Menos mal que había fotos! —continuó el viejo—. Porque podría no haberlas... estamos hablando de fotos de un viaje de cuando yo era joven, aclaremos los tantos. Tenía unos veintitantos.

Segundo sonrió, no sabía qué más hacer. Era su primera visita a don Santiago después de la entrevista, se estaban conociendo, pero el viejo había entrado en confianza rápido... le contaba sobre algo mágico que le había pasado esa semana. Sí, el viejo usó la palabra mágico.

—Aparecieron fotos, papeles del seguro y la planificación del viaje. ¡Había armado una planificación!, hijo. ¡Qué gracioso!

El joven no encontraba la gracia, así que solo sonrió.

—Me pase el día entero riendo o llorando y recordando aquellos días. ¡Qué jóvenes éramos todos! ¡Las cosas que hicimos! Y las que nos pasaron... —hizo una pausa, miró por la ventana que tenían a su izquierda y siguió—. En una foto apareció el color rojo, rojo como el fuego. El rojo de mi cuaderno. Me vi a mí escribiendo en la cima del cerro Machu Pichu. Quise saltar de esta silla y expresarlo de pie: ¡Qué cuaderno, qué compañero y qué aventura! Con cuánto entusiasmo escribía y detallaba celosamente lo que sucedía afuera, lo que aprendía y lo que conversaba. Con cuánta franqueza relataba lo que me sucedía internamente.

Paró en seco el relato, estaba afectado por algo, como si evocar un recuerdo le doliera o por lo menos le importara lo suficiente para dejarle el rostro grave. Segundo, hasta entonces, solo lo había visto entusiasmado.

—En ese momento, hijo, estaba en medio de un proceso espiritual profundo y escribía mucho. Escribía para descansar, para pensar, para no sufrir. Lo sentí en el cuerpo. Sentí (como aquella vez) esa inquietud que no te deja dormir. Resulta que había iniciado un acompañamiento espiritual que consistía en mucho autoconocimiento. El proceso me exigía buscar mi misión personal y, si todo iba sobre ruedas, discernir mi vocación...

Don Santiago miró a sus lados y comenzó a reír.

—¡Todo sobre ruedas!... qué gracioso —dijo divertido mirando su silla de ruedas.

Segundo, quien desde ese día sería el enfermero del viejo, sonrió. Qué bueno que se tome su enfermedad con humor, pensó.

—Me puse a buscar el cuaderno rojo día y noche —prosiguió don Santiago—. Caja tras caja, quería volver a viajar al norte, quería redescubrir aquel viaje, sus pormenores, sus aventuras y su verdadero norte. ¡Ni siquiera en la búsqueda de la austeridad hubiera sido capaz de tirar aquel cuaderno rojo!

Se llevó una mano a la cara y, mirando hacia arriba, reflexivo, dijo:

—Entonces, solo restaba buscar hasta dar con él. Después de dos días, en una caja de cartón, en el cuarto del fondo, sucio y de hojas amarillentas, al fin lo encontré. Sonreí y me fui rodando a través del pasillo, pasando por la cocina para buscar un trapo, a mi lugar preferido de la casa, aquella ventana que aún tapada de árboles frondosos me deja mirar las montañas.

Hizo un gesto con los brazos rígidos abiertos, mirando al piso y alrededor.

—Justamente donde estamos ahora —dijo y sonrió mirando al joven enfermero—. Con la movilidad que el cuerpo me permite pasé hoja por hoja y concluí en poco tiempo con muchos recuerdos encima y muchas lágrimas afuera.

Estaba conmovido el viejo. Tenía los ojos brillosos de entusiasmo. No se contenía. Eso es para otra edad, pensaba él, lo de contener las emociones. Luego pensó en el joven.

—Perdón Segundo que te comparta estas cosas de viejo sentimental, estas “cosas mágicas”, pero así fue como di con este relato, a través de fotos y de ese cuaderno de ahí —señalo—, en la ventana.

Don Santiago se sentía aliviado y prudentemente orgulloso, después de contarle esas cosas a quien, desde ese día, tendría el trabajo de cuidarlo.

—Es una interesante historia —dijo el joven, sonriendo, como dándole ánimo al viejo.

—¿En serio lo decís? —lo cuestionó.

Segundo hizo una pausa sabiendo que las siguientes palabras quedarían impresas en el viejo que, aunque duro en la silla de ruedas, era atento y despierto.

—Claro que sí, aunque bueno —hizo un gesto dubitativo prefiriendo ser sincero antes que intentar engañarlo—. Me contó poco, Don Santiago.

—Si te interesa, el martes te cuento. Te cuento la historia de mi viaje al norte.

2

Cuaderno rojo

De grande ahora percibo donde va el dolor.

Por eso no lo esquivo y hago esta canción

VOLVER A NACER, CRUZANDO EL CHARCO

Todavía no calculaba bien Segundo cuánto tiempo le llevaba llegar desde el centro de Tucumán hasta San Javier, pasando por Yerba Buena y subiendo el cerro con sus curvas y rodeos, así que llegó tarde. Quince minutos tarde. Minutos que no se perdonó fácilmente.

Después de atravesar toda la ciudad con sus semáforos, ruidos y olores, con su histeria y su frenetismo; el cerro San Javier le resultaba muy agradable a Segundo. La vista era muy buena, se veía toda la ciudad desde esa altura, y mucho más allá, se veían los campos. Siempre bajaba las ventanillas. El aire era más fresco y limpio. Respirar era purificador, y los oídos se reconfortaban con la ausencia de los ruidos molestos. Subir atravesando la selva le daba al enfermero la sensación de pasar por un filtro denso y verde que lo purificaba de la ciudad.

Llegó y vió a don Santiago que ya lo esperaba en el mismo lugar de la primera vez.

Estacionó, luego golpeó dos veces la puerta de madera labrada. Le gritaron “está abierto, pasá”. Una vez adentro, se agachó a saludar con un beso en el cachete al viejo (como estaba acostumbrado a saludar a todo el mundo) y se dirigió a la misma silla de la otra vez.

Al lado de ellos el fuego ardía reflejando con sombras la biblioteca.

—Ese día agarré el cuaderno rojo, y lo primero que encontré en él fueron anotaciones preliminares de un viaje —dijo Santiago, no dejando que el joven terminase de sentarse—. Con cuidado despegué hoja por hoja, permitiendo que me asaltase el olor a tiempo del papel. Lo revisé con cuidado y esmero, queriendo adivinar lo que no decían las palabras, pero que podía leerse en la caligrafía. A fin de cuentas... me conozco, y conozco mi letra empuñada.

Observó Segundo una sonrisa sincera de quien se conoce, pero no se envanece de sí mismo. Raro ver eso en un anciano, pensó. Bajó la vista y miró el cuaderno que estaba abierto en una pequeña mesa. Luego miró al viejo y este le hizo un gesto de permiso con la mano. Segundo giró el cuaderno para sí y se detuvo a leer por un momento.

En el cuaderno rojo había anotaciones hechas con entusiasmo; las descripciones —todas en letra de carta— eran exageradas y sugerentes; algunas muy severas y resaltadas por las mayúsculas, y otras descuidadas, realizadas con apuro y de difícil lectura. En la primera página había cálculos económicos, conceptos prácticos para tener en cuenta; leyendas que advertían sobre los comportamientos a adoptar.

—Me dio vergüenza ver que tenía contada hasta la ropa interior —dijo Santiago al ver que el enfermero leía la lista. La piel seca de la cara se le enrojeció—. Pero entendí que era parte del orden que daba tranquilidad a mi mente, así como la planificación. Creyendo —dijo burlándose— que el orden y la pla-ni-fi-ca-ción podrían asegurarme un viaje en paz.

—Bueno —contestó Segundo—, pero está bueno tener todo controlado don Santiago. O intentarlo al menos.

—¿Sabés cuál es el problema? Que el control es una ilusión. Una horrenda ilusión.

Se hizo un silencio, Segundo arrimó un par de leños más al fuego.

—Falta el cuaderno —dijo Segundo al sentarse.

—¿Qué cosa hijo? —contestó el viejo.

—Digo que falta el cuaderno en la lista de pertenencias.

—¡Tenés razón! ¿Ves?... la manía del control nos hace perder el foco —sonrió como si le hubieran contado un chiste—. Esto sí que es gracioso, porque de todas las pertenencias este cuaderno era lo más importante. Más valioso que el oro, el cacao y el maíz.

3

Uyuni

Mi voz me delató casi casi sin querer

Pensé decir que no, pero me dejé creer

LA LUNA DE NEUQUÉN, LA VELA PUERCA

Un par de días después, cuando Segundo del Río volvió a visitar a don Santiago Martín, continuaron conversando sobre el cuaderno rojo. Sobre el viaje.

Ni bien encaró el auto del enfermero la callecita de ripio que conecta la ruta con la casa, Santiago advirtió su llegada y se acercó a la puerta para asegurarse de que el joven no atropellara ninguno de los pinos del cerro que el viejo había encargado plantar en la última primavera.

En realidad, no hacía falta cuidar los pinos del cerro. No era la primera vez que Segundo estacionaba su auto ahí. Lo que en verdad pasaba era que el viejo quería disimular su entusiasmo. Entusiasmo de ver al enfermero. De contarle sobre el viaje. De conversar.

—Todo se cobra... —comenzó don Santiago apenas se sentaron— hasta la “meadita”. En la estación de trenes de Villazón la señora se reía al darse cuenta de que obtendría una fortuna conmigo y mis reiteradas visitas al baño. En Atocha, una de las paradas, nos quedamos desde las once de la noche hasta las cinco de la mañana. El maquinista del tren decidió no seguir por miedo a quedarnos varados en el desierto.

Hizo una pausa al relato, y Segundo del Río —celular en mano y cabeza gacha —al notar la pausa contestó:

—Si lo escucho... pasa que estoy buscando donde queda Atocha y Villazón.

—Con Pedro, el amigo con el que fui de viaje, esperamos por horas en Atocha —siguió el viejo—. Tenía que llegar otra locomotora desde Uyuni, porque la que nos transportó desde Villazón tenía “desperfectos técnicos”.

Otra pausa. Esta vez Segundo lo miraba, pero no entendía mucho.

—¡Nos lo avisó por la tarde! —gritó el viejo—. Nos lo avisó con dos paradas... nos avisó que estaba fallando. ¡Cuando las señales son claras no hay que hacerse el boludo!

Segundo esperó en silencio. Su trabajo era escuchar. Él había pedido al viejo que le cuente esa historia. No podía quejarse, era su culpa tener que aguantar delirios, si es que eran delirios. No entendía. No podía seguir el hilo de la historia, el viejo no lo mostraba. Pero había que esperar. Quizá luego la locomotora agarraría más ritmo. Quizá lo llevase a la estación que él quería.

—Después de reemplazada la locomotora, con una vaga esperanza de salir cuanto antes, nos enteramos de que debíamos esperar a que venga desde Uyuni otro tren, porque solo en Atocha se podía cambiar de carril. El caso era que si nosotros salíamos de Atocha y no esperábamos a que ese tren llegase, nos íbamos a chocar en medio del desierto del Altiplano andino.

Siguió un silencio. Santiago miraba por la ventana. Segundo, entregado a la paciencia, intentaba ver lo que el viejo veía, pero solo vio ojos nublados.

—¡Mira! —dijo Santiago—. Un colibrí.

—Ajam —contestó el joven, desconcertado.

—Me gusta cómo se mueven de rápido. Además, —dijo girando el rostro para ver con ojos iluminados de entusiasmo al enfermero— ¡vuelan!

—Son maravillosos —cedió ante el entusiasmo casi infantil del viejo.

—¿En que estábamos?

—Me contaba de su viaje. Algo de una locomotora.

—Aaah sí. Pasame el cuaderno.

Santiago tomó el cuaderno rojo y leyó de él.

«Estoy sentado en la escalera del Hostel Sajana, Uyuni. Hoy es 29 de diciembre.

Este relato será algo desordenado, cosa que me incomoda, pero... así se dieron las cosas. Aclarados los tantos, me dispongo a disfrutar de este viaje y de escribir, quién sabe cuánto me dura este relato. Podría ser que ya empezó o está empezando ahora, no lo sé y ¿a quién le importa? solo sé que tengo ganas de escribir y lo haré mientras tenga espacios como este. A solas conmigo, con el cuaderno y con Dios.»

Luego el viejo, levantando la vista del cuaderno y dirigiendo su mirada al fuego, continuó hablando.

—Pasamos un par de días accidentados en Ledesma antes de partir a La Quiaca. Ledesma era nuestra primera escala, y además, fue el lugar donde crecí y viví hasta los 18 años. Mis papás vivían ahí todavía.

—¿Qué pasó en Ledesma? —intervino Segundo.

—Varias cosas, entre ellas que me pelee con mamá por una estupidez.

—¡Ah!, perdón —contestó—. ¿Dónde queda Ledesma?

—En Jujuy, al norte de Argentina. En el empeine de la bota. La Quiaca es el límite con Bolivia, del otro lado está Villazón.

—Aaah, ya estoy orientado.

La tarde fue avanzando mientras Santiago leía, se detenía a reflexionar y explicaba. Con frecuencia el viejo se reía solo. Solo a veces tenía la generosidad de compartir el chiste. Otras el viejo permanecía callado unos minutos y luego retomaba la conversación una parada más allá.

A Segundo le costaba seguir el hilo, pero de a poco le fue gustando lo que contaba el viejo y sus formas. Sí. Le gustaban las formas de expresarse del viejo. No pretendía ser alguien más que sí mismo. Es... genuino, pensó Segundo. Sí, es genuino.

—Esperame un segundo, Segundo... que voy al baño —dijo con más ganas de decir el chiste que de ir al baño—. Aprovecho que acá no me cobra nadie por cada vez que voy.

Prendió la silla de ruedas eléctrica, giró las ruedas delanteras y se dirigió en silencio al baño grande, el que estaba pegado al dormitorio principal. Ese baño preparado especialmente para él, para Santiago. No tardó mucho, para sorpresa del enfermero.

—Mi mamá reaccionó mal aquella vez —dijo mientras rodaba por el pasillo acercándose al joven—, pero no la culpo, yo también reaccioné mal. Estaba molesta por cosas del trabajo y tenía otras preocupaciones. Cada cual reacciona de la mejor manera que puede. Además, para agregarle condimento a la situación, un día de esos en Ledesma cayó una tormenta devastadora. El aguacero y el viento rompieron techos, vehículos y árboles. El patio de mi casa se llenó de ramas enormes de centenarias tipas, pero nuestra casa se salvó. Me lo acuerdo porque estuvimos ahí con Pedro, indefensos y a merced de la naturaleza.

Segundo se levantó a poner un leño al fuego. Ese fuego que desde el inicio de la charla los acompañaba, como todos esos días de invierno.

—Nos tratamos mal —siguió don Santiago—, pero creo que al final nos entendimos. Papá medió para que terminemos reconciliados.

Segundo no sabía si los ojos del viejo estaban irritados por el aire seco y cargado de polvo de agosto, o si se emocionaron al mencionar a su mamá y papá.

—Salimos de Ledesma —dijo el viejo— a San Salvador de Jujuy a la tarde noche... “a la oración”, como dicen en el campo. Solo fueron dos horas de viaje pero nos endulzamos con Pedro en una conversación sobre cómo llevar la fe y cómo hablar de Dios sin nombrarlo, y conversamos sobre un amigo en común que “no se la jugaba”, sino que mutaba su fe según el interlocutor y priorizaba —a nuestros ojos jóvenes— la aprobación antes que ser fiel a sí mismo, a su fe.

—Menuda conversación para iniciar un viaje —interrumpió el joven.

El anciano asintió, pero no se enganchó en la intervención.

Prosiguió.

—En la breve espera del bondi que nos llevaría a La Quiaca, me senté en un banco para seguir leyendo el libro que me acompañaría de viaje mientras Pedro veía su celular. Arriba del colectivo no se veía nada y estaba silencioso, así que dormimos. La Quiaca nos pareció casi tan serena como el colectivo. En el último bastión argentino se comenzaba a sentir la altura, los 3.442 metros sobre el nivel del mar, y el frío...mucho para ser verano. Las mochilas estaban en la bodega, cosa que me daba desconfianza porque prefería llevar siempre conmigo mis cosas, así que hicimos fila para recibirlas apenas nos bajamos en la terminal. Pedro había aprendido en sus años de amistad a hacer caso omiso a mis preocupaciones, su receta era: “Tranquilo, todo estará bien”. A lo que yo contestaba, casi siempre airado: “Bueno, pero hay que ayudar a que todo esté bien”.

El joven enfermero, aprovechando ese alto en el relato, se levantó para agregar un leño al fuego y pidió permiso para ir al baño. El baño de visitas estaba muy limpio y con olor a perfume, el papel higiénico estaba finamente doblado y retocado en las puntas, la tapa del inodoro estaba baja y el jabón en el lavabo estaba todavía dentro de su envoltorio. ¡Parecía un baño a estrenar! Un trono sin rey, un paraje poco visitado. Al volver, vio a Santiago esperándolo como niño queriendo seguir jugando hasta dormirse del sueño. Ese pensamiento le hizo gracia y le dio un poco de ternura. Pero luego le dolió porqué entendió por qué el baño tenía poco uso.

—¡Me enojé con la cuidadora del baño! —dijo enojado—. Me cobraba un peso solo por mear. Yo no le dije nada, pero mi cara lo dijo todo. Como si mis facciones la hubieran insultado no solo en español sino también en quechua. Me trató de mala persona pero no reaccioné, por el contrario, le pagué callado. Sabía que no tenía que decir nada para seguir irritándola. Pero me ofendí por su trato. Cuestión, después de salir del baño y cuando aparecieron los primeros reflejos de sol nos propusimos ir de la terminal a la frontera. Caminamos bastante pero el aire de frescura y de aventura amortiguaron cualquier sensación de cansancio. Busqué, pero no conseguí agua para el mate, ¿por qué tenía que ser tan difícil tomar un matecito?

—Qué raro... normalmente es fácil conseguir agua para el mate, uno lo da por sentado.

—Igual después conseguimos... todo a su momento. Bueno, la cola hasta la frontera y los trámites de migraciones fueron de una hora. No fue mucho tiempo... digamos, y ahora que lo recuerdo, se nos hizo aún más corta la espera gracias a una francesa.

Segundo se inclinó hacia adelante, como preguntando con el gesto.

—No sabés lo que era... un deleite para los ojos y para los oídos. Tenía unos ojos azules que hipnotizaban, unos rulos rubios que ondeaban al viento, una sonrisa franca (bueno, era francesa, ya lo dije), con su mochila al hombro y vestida de forma sencilla y práctica. Cuando habló lo hizo con un francés suave y excitante en sus labios, labios igualmente suaves y excitantes... susurro de ángeles, mi querido enfermero. Susurro de ángeles. Quería saber francés, Segundo. “Ella es naturalidad, frescura, suavidad”, pensé fascinado y lo escribí.

—¿Lo escribió de verdad? —interrumpió el enfermero, riéndose.

—Anotaba lo importante... entenderás —guiñó un ojo.

Se rieron con complicidad un momento, Segundo intentó en vano encontrar en el cuaderno esa frase sobre la francesa mientras Santiago buscaba en la cocina las cosas para tomar el mate que siempre doña Paula dejaba a mano para el viejo.

Al volver de la cocina el viejo vió a Segundo sentado más cerca del fuego. Arrimó su silla un poco más a él y preparó el mate en silencio.

—Así está mejor —dijo el viejo después de cebar el primer mate—. Estábamos en Villazón. Bueno, el paso a Villazón fue sencillo, no hay otra forma de describirlo. Tenía en la cabeza mil pormenores que nos podían retrasar, pero no hubo inconveniente alguno. Un río era lo que dividía a los países, la línea fronteriza, y fue justo allí donde logré cargar agua para el mate.

Cómo el viejo cebaba el mate, fue Segundo quién leyó del cuaderno rojo en el párrafo preciso que le indico Santiago:

«Ya en Villazón y robándole una hora a la vida (el huso horario de Bolivia es una hora menos que Argentina) o, más bien, recuperando la hora del paso fronterizo, recorrimos muchas casas de cambio de moneda hasta conseguir una a nuestro gusto, y así tener en mano los primeros pesos bolivianos.

Ufaa, se largó el granizo, después sigo.»

—Parece que me asusté... —dijo el viejo pasándole el mate a Segundo—. ¡Fijate que la caligrafía está asustada! ¡No se escribe bien cuando hay miedo!

—¿Caligrafía asustada? —preguntó Segundo y se contestó solo—. Aaah, que no se entiende muy bien dice usted.

—Eso mismo. Pero lo superé y hasta me emocioné con el granizo. Sí. Recuerdo que me emocioné como un niño que conoce el mar por primera vez.

—¿Se emocionó con el granizo? —preguntó el otro—. Pero si usted estudió sobre el clima y esas cosas... ¿o no? Quiero decir, usted ya conocía el granizo, no era nada nuevo para usted. En la entrevista con doña Paula usted me decía que había estudiado agronomía y que le gustó mucho aprender y entender “aunque sea un poco más” el clima, la vida y la naturaleza.

—Sí. Estudié eso y me gustó mucho entender —sonrió no solo con los labios, sino también con los ojos—. Pero, o a causa de eso, me emocioné con el granizo porque fue una inesperada y vigorosa muestra de fuerza de la naturaleza... como el colibrí.

—Pero el colibrí es un pajarito, don Santiago. ¿Qué fuerza tiene?

—¡Ya te quiero ver moviendo así las alas!... pero quizá tenés razón, no es fuerza la palabra indicada, sino agilidad o vigor.

El viejo miraba hacía al sitio donde antes vió al colibrí, como si lo estuviera viendo de nuevo. Recibió el mate y se cebó para sí, lo que solo podía mejorar la situación. Tener el mate, esa vista y ese pensamiento era el combo perfecto para llorar de emoción. Segundo vió en el rostro del viejo una lágrima que resplandecía con la luz del fuego.

Después de unos minutos don Santiago terminó de tomar el mate, cebó para el joven y pidió el cuaderno para seguir leyendo él.

«Sigo. Mientras me acomodaba para no mojarme con la lluvia, que siempre viene después del granizo, tuve la escalofriante certeza de que por algo no teníamos que hacer hoy la excursión al salar de Uyuni. ¡Mirá si nos agarraba el granizo allá!

Mientras escribo espero a la señora que vive acá, en el hostel. Así que levanto la vista de las hojas de vez en cuando para relojear si viene ella con mi termo. Le pedí agua caliente para hacerle un té de manzanilla a Pedro que está con dolor de cabeza desde que estábamos en el tren, ya tomó algo pero lo veo como apunado, como resfriado. Ya le pasará, calculo. Según los lugareños la manzanilla ayuda a disminuir el efecto de la puna. Hay que intentar todo».

—Lo cierto es que Pedro estaba enfermo —dijo mirando al fuego—. Enfermo y tirado en una cama de un hostel que no definía muy bien su identidad. Por un lado, había un cartel que decía “Hostel Sajana” y había cuartos ocupados por turistas; pero también había ropa colgada de toda una familia en el patio interno y se escuchaban discusiones de hermanos y un televisor prendido que venían de una habitación con la puerta entreabierta. Yo no entendía muy bien qué era ese lugar ni qué le pasaba a Pedro, pero egoístamente seguía escribiendo y pensando en la excursión perdida y en cosas prácticas como qué colectivo tomar a Potosí y eso. Ya habíamos hablado de ir derecho a Potosí. Ya se acercaba año nuevo.

«Llegamos a la estación de trenes de Villazón a las ocho de la mañana, horario argentino, entonces eran las siete. Esto nos daba una hora más de espera hasta la salida de nuestro tren a Uyuni, que salía a las dos de la tarde.

Charlamos con la vendedora de un almacén ubicado al frente de la estación, se llamaba María Elena, estaba en su salsa contando con orgullo en flor todo lo que se hacía allí, en el Altiplano, de agricultura y ganadería. Después de unos minutos, la charla derivó en la recomendación para el almuerzo.

Las próximas horas de nuestro viaje se resumen en una caminata fallida, digo fallida porque nos equivocamos de zona. Ambos pensábamos que, si esta equivocación era de noche, nos robaban hasta las ganas de viajar. Volvimos a la estación, ya sin ganas de deambular, y esperamos para despachar el equipaje. Mientras Pedro se recostaba para descansar, aproveché para enfrascarme en mi libro: “El pensamiento indígena en América”, hasta que yo también fui seducido por Morfeo.

Con la apertura que brinda todo viaje de pocas personas, al despertar de la siesta en la estación de trenes, que convengamos que no era un lugar muy sensato para dormir si teníamos miedo de ser robados, conversamos con otros mochileros que también esperaban al famoso tren. Famoso porque era el único tren que salía de allí. A algunos de los mochileros ya los conocíamos. Habíamos viajado con ellos desde San Salvador de Jujuy a La Quiaca o habíamos compartido fila al cruzar la frontera. ¡Qué mala suerte que la francesa no estuviera ahí!».

—Ahí, en esa estación, tomamos el primer mate del viaje. Después de terminar el termo fuimos a despachar el equipaje. Ya teníamos hambre, así que, siguiendo la recomendación de María Elena, nos fuimos al sucucho donde mejor se comía en Villazón.

«Al terminar el asado de llama, decidimos conocer la feria de Villazón. Fuimos más por Pedro que por mí, porque para mí era como ver el original de la película trucha que me había cansado de ver en Ledesma. Compramos un cuarto de kilo de hoja de coca para cuando hiciera falta consumirla por el mal de altura, ¡porque iba a hacer falta! Y nos reímos de los peculiares remedios ofrecidos en la feria: algunos para la diabetes, otros para reforzar vitaminas y hierro, algunos jarabes antiparasitarios, pero los más sorprendentes eran los que afirmaban que podían mantener erecto el pene del hombre como para realizar “tres al hilo”.

Después volvimos a la estación de trenes para esperar los últimos minutos antes de partir a Uyuni. Todas las esperas lograba reducirlas a fuerza de letras; al principio solo leídas, y después escritas. Pero también las esperas se hacían amenas al poder conversar con Pedro o algún desconocido. Las palabras llenan la espera».

—Las palabras llenan la espera —repitió Segundo para sí cuando el viejo terminó de leer.

El anciano lo oyó.

—Lo paradójico es que, muchas veces, las esperas son en silencio. Sin leer ni escribir, sin conversar ni pensar ... como aquí —Santiago hizo una pausa mirando a los árboles—. Escucho cada vez que llega alguien no porque tenga buen oído, sino porque aquí hay mucho silencio.

—Pero de seguro usted lee un montón... —dijo Segundo admirando la biblioteca prolijamente labrada en madera, repleta de libros también prolijamente ordenados, y luego mirando el salón—. Hay libros por todos lados.

Era cierto, la casa estaba repleta de libros. Cada rincón tenía uno. Por las dudas, decía el viejo. Como el fanático del café que deja las tazas vacías por toda la casa. Salvo que estas eran —según Santiago— tazas siempre llenas y a temperatura óptima, esperando al lector. Esperando ser descubiertas.

—Sí, es que me gustan mucho los libros —contestó sonriendo—. Pero también encuentro placer en contemplar por horas el paisaje en silencio. Respirando y contemplando. Aún en agosto, con todo el aire polvoriento y seco.

—Creo que no es la mejor época del año para contemplar...

—Es que contemplar no depende de la época. Te tendí una trampa... —se rió ahora— contemplar solo requiere silencio. Y predisposición, claro. Sin palabras, mente vacía. “No mente. Mente zen, mente de principiante”, dice el zen. “Cuando el hombre calla, Dios habla”, dice San Agustín. Quizá recién estoy entendiéndolo. Aparte —dijo señalando el cerro que se veía a través de la ventana que daba al sudeste— mirá los lapachos, están florecidos. ¿Por qué voy a leer si puedo mirarlos?

Era muy bonito lo que se veía desde la ventana que tenían cerca, pero la vista que tenían las otras ventanas que daban hacia el sur y hacia el este, hacia la ciudad, era un lujo. Un lujo solo ensombrecido un poco a causa del polvo de agosto. Polvo que era parte del paisaje también. Flores y tierra.

—¡No sabés lo me pasó en la estación! —dijo Santiago cortando el breve momento de contemplación de lapachos—. Cuando llegamos intenté leer, pero no me pude concentrar porque al frente tenía una chica muy linda, nada del otro mundo, pero me costó apartar la vista y distraer la mente de ella. Sentía algo raro, y era que cuando no la miraba ella clavaba sus ojos en mí, y cuando la miraba, cediendo a la tentación, nos quedábamos mirándonos un rato a los ojos, sin miedo, con gusto. Ella tenía una mirada simple, curiosa, pero también era “esa mirada”. Esa mirada que acorta distancias y anima a acercarse. Esa mirada que dice “vení tranquilo, no pasa nada”. Aunque no era alta, era esbelta. Te miraba con una integridad de reina, una reina que no quiere jugar con niños. Pero había además en sus ojos picardía, tenía bríos. ¡Me encanta ver eso! Bríos en los espíritus de los otros. Porque los ojos son la puerta del alma, dicen. Y ella tenía el tipo de brío sincero capaz de reírse de un buen chiste, aunque fuese tonto. Sí, Segundo, los chistes pueden ser muy buenos pero simples, y por eso pueden ser considerados tontos. Cuestión que así estaba, embelesado. Pero cuando descubrí que contaba con compañía masculina musculosa, me incomodaron sus ojos mirándome, ¡eran una sentencia de muerte!, como aquel que después de tres litros de cerveza mira de repente con miedo al vaso. Aparté la vista, lo que menos deseaba era ligar una cagada al inicio del viaje. Pedro, que tenía mejor porte y tenía más fuerza, seguro me defendería, pero era mejor ahorrarse todo ese lío.

—¡Miralo a don Santiago!, no lo tenía así —dijo Segundo, burlista—. Antes la francesa... ahora esta otra. Cómo le gustaba mirar mujeres.

—No... bueno, es un desafío para los hombres heterosexuales aprender a apreciar la belleza... sobre todo la belleza femenina y desprenderse de deseos de contacto o posesión. Solo apreciación artística. Cómo apreciar un hermoso cuadro que pintó Dios. Aclaro lo de hombres heterosexuales porque hablo de apreciación de la belleza femenina, pero creo que ese desafío de desprenderse es para todos los hombres y mujeres, independientemente de cuál sea su orientación sexual y su “objeto de deseo”. En esa época, en mi viaje al norte, recién lo estaba aprendiendo. Recién lo estaba haciendo carne.

—¿Cómo es eso? Suena bien digamos, pero me cuesta verlo real. Si te gusta una mina, perdón, digamos... una mujer, seguro querrás algo con ella...No es inocente la mirada o el vínculo. Es hasta natural, está en los genes.

—Es verdad que muchas veces no hay inocencia, por eso digo que es un desafío. Los hombres heterosexuales normalmente se ponen competitivos con los otros hombres cuando están frente a una linda mujer, y se ponen nerviosos, quieren ganarla. Pero hay veces que las miradas y los vínculos son inocentes y no tienen como trasfondo un trasfondo de otras intenciones. Descubrir a una persona especial mirándola a los ojos es hermoso, Segundo. No toda mirada debe estar cargada de deseo. Entiendo que a los varones nos resulte más difícil, no me preguntes por qué, no lo sé, pero sí que se puede tener vínculos y miradas inocentes con mujeres que te atraen. ¡Claro que se puede, hombre! La belleza debe apreciarse con buen gusto y agradecimiento. Agradecimiento de tener el privilegio de apreciar con los ojos y el alma la belleza, y soltar desde el alma todo deseo posesivo. A volar.

—Pero eso es muy difícil, don Santiago. Me cuesta comprarle la idea. Si te gusta, le tendrás ganas cada vez que la veas, querrás sus miradas y su aprobación, querrás su presencia cerca, querrás sus palabras dirigiéndose a vos. Aunque te esfuerces en cuidar tu lenguaje corporal.

—Te podrán invadir sentimientos gustosos, deleite... como al mirar aquellos lapachos o aquel colibrí. Pero entendiendo que no son tuyos, que nada en realidad puede ser de alguien, menos las personas, Segundo. Aun así —enfatizó—, sin ser dueños de nada ni de nadie podemos disfrutar y agradecer su presencia. La verdadera apreciación del otro, de su espíritu, carece de deseo superficial. O, en realidad —se corrigió—, para ser justos, podemos decir que apreciar de veras a alguien tiene poco de superficie. Sí, poco es mejor que decir carece.

—Quizá tengo mucho que aprender —lo dijo con una sinceridad que podía leerse en su cara y sentirse en su voz.

—No creas. No te hagas expectativas.

“Ojalá juntos podamos aprender algo”, pensó para sí el viejo y sonrió agradecido con la presencia del joven. Le agradaba Segundo. Le caía bien, aunque sea tan correcto como para tratarlo de don y de usted.

—Lo que sucedió después —continuó el viejo— fue una charla con tinte amoroso. Lo recuerdo porque fue justo después de la mirada sostenida con aquella chica. Situación que, al parecer, mi amigo observó. Pedro era entrador, no tenía problemas en iniciar ninguna conversación así sea conmigo o con un extraño, poseía esa peculiar característica. “Debe andar tranquilo usted amigo, está libre para encarar la mina que quiera en el viaje. Yo no puedo, ya estoy enlazado”, fue lo que dijo. Tenía razón a medias. Es verdad que ya habían pasado varios meses desde mi último noviazgo, pero había revelado poco a pocos y mucho a nadie. Pensé que era la oportunidad ideal. Pedro me escucharía y me daría su opinión. Más que mi relación con Juli esperaba revelarle “mi lucha”. Total... tiempo nos quedaba un montón. ¡Pensábamos viajar más de un mes juntos! Mirando las vías de tren pensaba que al fin descansaría mi alma al compartir lo que me pasaba. Al principio me limité a repetir lo que dije a otro amigo, lo superficial sobre la ruptura con Juli. Digo repetir, porque en realidad tenía intención de ahondar en un pozo que no era ese. Le dije cómo me sentía y qué recomendaciones me había dado mi otro amigo, los puntos que él tenía en cuenta al elegir pareja.

“Tres puntos. Valores de cada uno, proyectos personales (y cómo estos se complementan o se contradicen) y atracción física... sino es imposible”.

—Los voy a anotar, don Santiago, —dijo Segundo— me los repite, por favor.

Y el viejo se los repitió uno a uno y luego prosiguió con su relato.

—Conté a Pedro casi todas las razones de la ruptura con Juli, menos una de las más importantes, ¡no sabía cuál era mi vocación! Estaba confundido, perdido, no sabía muy bien que quería. Tenía que acercarme a conversar con alguien, dejarme aconsejar y guiar, para gozar de mayor certeza, de mayor firmeza. Cosa que debía hacer con un cura o alguien que sepa. Creía que tenía que ser cura porque en teoría estaban mejor preparados para esta tarea de ser guía espiritual. Pero tenía miedo. Un miedo paralizante. Atroz. Era en este pozo donde quería ahondar conversando con mi amigo, pero todavía no. No estaba listo. Y nos quedaba tiempo. Pero claro, también tenía miedo. Estaba cagado de miedo, en realidad, de compartir estas cosas.

De repente se veía más el polvo en el aire que el florecer de los lapachos. Se veía más la mugre, se veía más el hollín, esa carbonilla producida por las quemas accidentales de los cañaverales, se veía más como todo estaba seco y decrépito. La escena se enturbio, la voz del viejo se apagó y su rostro endureció, el corazón de Segundo comenzó a latir con fuerza.

—Le conté a mi amigo —siguió don Santiago— sobre las diferencias de criterio, los enojos y algunos exabruptos míos por pequeñas cosas. Expliqué a Pedro que significaba exabruptos y se rió porque era evidente que no era tan grave como lo contaba. Pero lo que sí era grave, más allá de todo, era la pésima comunicación de pareja. Me pasó, Segundo, que cuando se lo contaba a Pedro, se me escapaba por los poros una evidencia irrefutable: a pesar de ser consciente de las razones seguía sintiendo algo por ella. Creo que en realidad nunca se deja de sentir o recordar algo bueno. ¡Maldito aquel que solo recuerda lo malo de otra persona! O de una situación. Porque todo es aprendizaje. Con el tiempo, uno le va encontrando el sentido a cada cosa y a cada acontecimiento, sea aparentemente malo o bueno. Sentado en la escalera y mientras escribía me inundó un agradecimiento profundo, agradecimiento a la vida, a Dios. Decidí tomar la postura de agradecer y no de culpar o reprochar. De agradecer por todo el crecimiento que trajo a golpes ese noviazgo y por todo lo que aprendí de mí cuando esa relación concluyó. De alguna manera ese noviazgo, por el momento personal en que tuvo lugar y por lo que sucedió después, me interpeló a tomar las riendas de mi vida...sería injusto borrarlo de la memoria.

El viejo concluyó y recuperó su rostro liviano. Recuperó la energía que caracterizaba su manera de ser. Cómo si se hubiera sacado una carga de encima. Al final, la mezcla de tierra y flores de lapachos era algo lindo por lo que agradecer.

—Sería injusto borrarlo de la memoria... —repitió bajito Segundo para sí. No quería interrumpir, pero quería recordar—. Con el tiempo uno le va encontrando el sentido a cada cosa.

Segundo se levantó y acercó más al fuego unas maderitas a medio quemar mientras pensaba, se olvidó por un momento de la historia del viejo y del viejo. Pensaba en sí mismo y sus cosas, cómo hacemos todos cuando oímos algo que nos repercute dentro.

—Arriba del famoso tren Expreso del sur —dijo Santiago sacándolo de sus reflexiones— pensaba que mis problemas eran migajas comparados con los de cualquiera. Yo no estaba en paz, porque alguien que está en paz puede contar su historia sin llorar. A Pedro, por ejemplo, no le costaba contar sus cosas. Era un buen tipo, de los mejores. Hablaba con cierta humildad del que se sabe de a pie y no fabula con ponis. En realidad, de entre los dos él era el más bueno. Eso siempre lo tuve claro. Era de los pocos de nuestra edad que trabajaba y estudiaba a la vez, pero que también se daba el tiempo para sus amigos, para su familia y para su novia. Y era tan simpático, que a los minutos de subirnos al tren ya conversaba con dos chicas que estaban buenas y quería incluirme en la conversación, sacándome así de mis pensamientos. Es verdad que ahora soy conversador, pero entonces no lo era y por eso era extraña la poderosa atracción que sentía esos días a conversar con chicas; de conocerlas y dejarme conocer; de dar el beneficio a la duda; de darme libertad de encuentro con ellas. Sin embargo, como un régimen autoimpuesto salía la barca de la oscuridad desplegando su bandera de alerta y expresando su voz: “No estás disponible, no te distraigas, tenés una tarea por realizar” —dijo esto usando una voz dura—. A lo que yo contestaba: “La puta madre que me pario, ni en vacaciones”. Y la vocecita insistía: “Necesitás soledad para este proceso y... además, ¿No deberías contarle primero a Juli cuál es tu decisión antes de abrirte a algo nuevo?”. ¿Y por qué?, le contestaba yo. ¡Porque sí!, me contestaba la vocecita ingenua y estúpida que se aferra a lo que conoce, aún si le lastima las manos. Era extraño —miró a los ojos a Segundo— porque mientras no me dejaba llevar por el deseo de otras mujeres, me dejaba maltratar el espíritu por la voz de la conciencia. No tenía sentido.

El enfermero lo miraba atento, atento a las palabras que decía, atento a su historia, y pensaba en si estar “en la lucha”, como decía él, no lo había ayudado a aprender a ver mujeres lindas sin desearlas. De pronto, mientras lo miraba, el viejo tomó el cuaderno rojo y siguieron leyendo de él.

«El tren iba lento y me permitió disfrutar del paisaje. Es asombroso como el hombre se adapta a la naturaleza. Saqué fotos a ríos y arroyos, también a huertas y cultivos; a los árboles. Sabíamos que arriba del tren nos cobrarían en petrodólares por cualquier cosa, pero queríamos festejar que iniciaba el viaje así que pedimos una cerveza.

Llenos por el asado de llama, picados por la cerveza y estimulados por el movimiento del tren, ambos nos dormimos hasta que la locomotora se detuvo. Fue raro, porque se detuvo en la soledad del desierto, no en una estación, y nadie nos comunicó nada. No debe ser grave, pensé, estas máquinas tienen protocolos de mantenimiento. A los quince minutos la máquina asintió y arrancó. Pero no pasó mucho tiempo y se detuvo de nuevo. ¿Y si en Bolivia no hacen los mantenimientos? Seguro es un trabajo caro y necesita de muchos viajes para pagarse. ¿Y si este viaje termina mal? ¿Y si nos descarrilamos? ¿Y si nos quedamos varados? Bueno, por lo menos va despacio. No será tan trágico.

Arrancó, y después de unas horas y de una estación, al llegar a una localidad llamada Atocha, se detuvo. Atocha parecía más poblada que la última estación, que Tupiza. Se bajó gente, pero nadie subió. Y el tren no se movió por un rato. Inerte. Muerto. Solo después de mucho tiempo, se escuchó la voz del maquinista: la locomotora está averiada y es imposible repararla, las paradas anteriores tuvieron que ver con esto, se eligió parar en Atocha para no correr el riesgo de pasar la noche en el desierto. Vendrá cuanto antes una locomotora de reemplazo desde Uyuni».

—¡Qué frío de la puta madre que hacía en Atocha! —se quejó don Santiago—. ¡Cómo nos hicieron esperar!... me comenzó a hacer frío de solo recordarlo.

—¿Querés que reavive el fuego del hogar? —consultó el joven.

—¡Haceme el favor!, agregale dos o tres maderas... en un segundo lo reavivas —dijo divertido.

—Estas gracioso hoy ¿no? —Segundo sacudía la cabeza, riéndose suavemente mientras sacaba leña del costado del hogar—. Con estos dos y un poco de aire estamos.

—¡Que va a ser!... tu nombre es divertido. A cada se-gun-do me invade algún comentario. Es inevitable.

Prosiguió leyendo el viejo, dejando a un lado el mate, ya lavado.