Zona peligrosa - Lee Child - E-Book
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Lee Child

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Beschreibung

LA PRIMERA NOVELA DEL PERSONAJE MÁS CARISMÁTICO DEL THRILLER. Jack Reacher solo está de paso por Margrave, Georgia, pero en menos de una hora es arrestado por asesinato. Lo único que sabe Reacher es que no ha matado a nadie. Al menos, no aquí, ni en los últimos tiempos. No obstante, los indicios empiezan a acumularse en su contra y el ex policía militar tendrá que agudizar sus sentidos para sobrevivir a este nido de serpientes.

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Título original inglés: Killing Floor

© Lee Child, 1997.

© de la traducción: Antonio Padilla Esteban, 2015.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2015. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

ISBN: 9788490068144

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

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Mi agente es Darley Anderson, en Londres; mis editores son David Highfill, en Nueva York, y Marianne Velmans, en Londres. Todos se emplearon a fondo para concederle una oportunidad a este escritor. Este libro está dedicado a los tres, en agradecimiento a todos sus esfuerzos, que han ido mucho más allá de lo que requería su deber.

1

Me detuvieron en la cafetería de Eno. A las doce del mediodía. Estaba comiendo unos huevos y bebiendo café. Un desayuno tardío, no un almuerzo. Estaba mojado y exhausto después de una larga caminata bajo la intensa lluvia. Desde la autopista hasta el límite municipal.

La cafetería era pequeña, pero limpia y luminosa. Nuevecita, construida a imitación de un vagón de tren. Estrecha, con una larga barra a un lado y una cocina encajonada al fondo. Una hilera de mesas con bancos de respaldo alto al otro lado. Una puerta donde tendría que estar la mesa central.

Me encontraba en una de las mesas, junto a una ventana, leyendo, en un periódico que alguien había dejado, las noticias sobre la campaña de un presidente por el que no voté la última vez y por el que no iba a votar esta. Había dejado de llover, pero el cristal seguía perlado de gotitas relucientes. Vi que los coches de la policía entraban en el aparcamiento de gravilla. Avanzaron con rapidez y se detuvieron en seco. Las luces de emergencia centelleaban. Las luces rojas y azules se reflejaban en las gotitas de mi ventana. Las portezuelas de los coches se abrieron de golpe y los policías saltaron de ellos. Dos de cada automóvil, con las armas a punto. Dos revólveres, dos escopetas. La cosa iba en serio. Un revólver y una escopeta fueron corriendo a la parte trasera. Los otros dos enfilaron la puerta de la cafetería.

Me quedé mirándolos. Yo sabía quiénes estaban en la cafetería. Un cocinero en la parte trasera. Dos camareras. Dos viejos. Y yo. Ese operativo iba por mí. Yo llevaba menos de media hora en la ciudad. Los otros cinco seguramente vivían allí desde siempre. Si alguno de ellos hubiera causado algún problema, en la cafetería estaría entrando un sargento con cara de circunstancias. El hombre casi le pediría disculpas. Le hablaría en un murmullo. Y finalmente le pediría que lo acompañase a comisaría. De forma que la artillería pesada y las carreras eran por mi causa. Me acabé los huevos y dejé un billete de cinco pavos bajo el plato. Doblé el periódico abandonado en cuatro y me lo metí en el bolsillo del abrigo. Mantuve las manos sobre la mesa y terminé de beberme el café.

El policía del revólver se quedó en la puerta. Se acuclilló, aferró el arma con ambas manos y apuntó. A mi cabeza. El de la escopeta se acercó más. Eran dos tíos fuertes y musculados. Aplicados y concienzudos. Se movían ajustándose al manual. Desde la puerta, el revólver podía cubrir la cafetería con cierta precisión. Situada más cerca, la escopeta podía hacerme trizas contra la ventana. Hubiera sido un error hacerlo al revés. Situado demasiado cerca, el revólver podía no dar en el blanco en caso de que hubiera lucha, y un disparo de escopeta desde la puerta acabaría conmigo, pero de propina mataría al agente encargado de la detención y al viejo de la mesa del fondo. Hasta el momento lo estaban haciendo todo de forma correcta. Eso estaba claro. Y tenían la ventaja de su lado. También estaba claro. El angosto espacio entre la mesa y el banco de respaldo alto me tenía atrapado. Demasiado encajonado para hacer algo efectivo. Puse las manos sobre la mesa. El agente de la escopeta dio un paso al frente.

—¡No se mueva! ¡Policía!

Gritó con todas sus fuerzas. Liberando algo de tensión y tratando de intimidarme. Ajustándose al manual. Mucho ruido y mucha furia para ablandar al objetivo. Levanté las manos. El del revólver echó a andar desde la puerta. El de la escopeta se acercó. En exceso. Era el primer error que cometían. De haberme visto obligado, hubiera podido lanzarme contra el cañón de la escopeta y hacer que apuntara hacia arriba. Un disparo al techo, quizá, y un buen codazo en la cara del policía, y la escopeta muy bien podría ser mía. El del revólver ahora disponía de menor ángulo de tiro y no podía arriesgarse a herir a su compañero. La cosa hubiera podido salirles pero que muy mal. Sin embargo, yo seguí sentado donde estaba, con las manos en alto. El de la escopeta seguía chillando y dando saltos.

—¡Al suelo! ¡Túmbese ahora mismo!

Salí del banco con lentitud y ofrecí las muñecas al agente del revólver. No iba a tumbarme en el suelo por unos palurdos de pueblo. Ni aunque viniera el departamento de policía entero y armado con obuses.

El del revólver era un sargento. El hombre estaba bastante tranquilo. La escopeta seguía cubriéndome cuando el sargento enfundó el revólver, se sacó las esposas del cinturón y las cerró en torno a mis muñecas. La pareja de apoyo vino a través de la cocina. Rodearon la barra de la cafetería. Se situaron a mi espalda. Me cachearon. A conciencia. Vi que el sargento asentía a los gestos de negación de sus cabezas. Yo no iba armado.

Los de la pareja de apoyo me cogieron por los codos. La escopeta seguía cubriéndome. El sargento dio un paso al frente. Era de raza blanca, compacto y atlético. Musculado y bronceado. De mi edad. En la placa prendida al bolsillo de su camisa se leía su apellido: «Baker». Levantó la vista y me miró a los ojos.

—Está detenido por asesinato —dijo—. Tiene derecho a guardar silencio. Todo cuanto diga puede ser utilizado como prueba en su contra. Tiene derecho a ser representado por un abogado. Si no puede costearse un abogado, el estado de Georgia le proporcionará uno sin costes a su cargo. ¿Entiende cuáles son sus derechos?

El hombre se había lucido al recitarme la cantinela legal. La había dicho alto y claro. Sin leer de una tarjeta. Y como si supiera lo que significaba y por qué era importante. Para él y para mí. No respondí.

—¿Entiende cuáles son sus derechos? —repitió.

Seguí sin responder. La larga experiencia me había enseñado que lo mejor es el silencio absoluto. Si dices alguna cosa, siempre pueden oír otra. Siempre pueden entenderte mal. Malinterpretarte. Y puede ser que luego te encierren. O que te maten. El silencio irrita al policía que efectúa la detención. Está obligado a decirte que tienes derecho a guardar silencio, pero le pone furioso que hagas uso de ese derecho. Estaban deteniéndome por asesinato. Pero yo no decía nada.

—¿Entiende cuáles son sus derechos? —volvió a preguntarme el tal Baker—. ¿Habla usted inglés?

Se mostraba tranquilo. Yo no decía nada. Él siguió mostrándose tranquilo. La suya era la tranquilidad del hombre que acaba de dejar atrás el peligro. Le bastaría con conducirme a comisaría, y yo pasaría a ser el problema de otro. Echó una mirada a los otros tres policías.

—Muy bien. Tomad nota de que no ha dicho palabra —gruñó—. Vámonos.

Me llevaron a la puerta. Al llegar nos pusimos en fila india. Primero Baker; luego el tipo con la escopeta, andando de espaldas, apuntándome con el cañón, negro y enorme. STEVENSON, decía su placa. También era de raza blanca, de complexión mediana y en buena forma física. Su arma recordaba una cañería. Me apuntaba a las tripas. Detrás de mí se encontraban los dos de refuerzo. Una mano en mi espalda me empujó a través de la puerta.

Fuera, empezaba a hacer calor. Seguramente había estado lloviendo toda la noche y la mayor parte de la mañana. El sol ahora centelleaba, y del suelo emanaba vapor. Ese pueblo normalmente debía de ser polvoriento y caluroso. Ese día estaba hirviendo con ese aroma maravilloso y embriagador del pavimento empapado bajo el tórrido sol del mediodía. Me puse de cara al sol y respiré hondo mientras los policías se reagrupaban. Sendos policías me sujetaron de cada codo durante el corto trayecto hasta los coches patrulla. Stevenson seguía apuntándome con la escopeta. Al llegar al primero de los coches, dio un paso atrás mientras Baker abría la puerta trasera. Una mano en la nuca me hizo agachar la cabeza. El policía zurdo de refuerzo me dio con su cadera en la mía y me hizo entrar en el coche de golpe. Su forma de proceder era buena. En un pueblo perdido en el mapa como ese, sin duda era más el resultado del entrenamiento que de la práctica.

Estaba solo en el asiento trasero. Una gruesa mampara de vidrio dividía el espacio. Las puertas delanteras continuaban abiertas. Baker y Stevenson entraron. Baker puso el coche en marcha. Stevenson estaba vuelto hacia mí, vigilándome. Nadie decía palabra. El coche de refuerzo nos seguía. Los automóviles eran nuevos y el nuestro se desplazaba suavemente y con seguridad. El interior estaba limpio y bien refrigerado. No se veían trazas de que hubiera habido otros ocupantes desesperados y patéticos camino del lugar al que me conducían.

Miré por la ventana. Georgia. Vi unas tierras fértiles. El suelo era compacto, húmedo, rojizo. Unas hileras muy largas y rectas de matas bajas en los campos. Cacahuetes, quizá. Unos frutos con poco prestigio pero valiosos para quien los cultivaba. O para el propietario. ¿La gente era dueña de sus propias tierras por esos andurriales? ¿O los propietarios eran unas enormes corporaciones? No lo sabía.

El trayecto hasta el centro urbano fue corto. El coche avanzaba siseando sobre el asfalto liso y empapado. Al cabo de poco menos de un kilómetro, vi dos edificios de apariencia pulcra, nuevos los dos, con grandes céspedes: la comisaría y el cuartel de los bomberos. Los dos se alzaban aislados, tras un gran parterre con una estatua. Buena arquitectura oficial, que indicaba un presupuesto generoso. Las calzadas estaban bien asfaltadas, las aceras eran de losas rojizas. Trescientos metros al sur, la torre de una iglesia de un blanco cegador se elevaba tras una pequeña agrupación de edificios. Mástiles con banderas, toldos, manos de pintura recientes, verdes parterres. Todo ello refrescado por una lluvia copiosa, que desprendía vaho y una densa atmósfera bajo el calor. Una población próspera. Erigida, suponía, gracias a los buenos réditos de la agricultura y a los fuertes impuestos que pagaban los residentes que todos los días iban a trabajar a Atlanta.

Stevenson seguía vigilándome cuando el coche redujo la velocidad para torcer por el acceso a la comisaría. Un acceso que trazaba un ancho semicírculo. Un cartel bajo en un muro de piedra rezaba: COMISARÍA DE MARGRAVE. Me pregunté si tenía que preocuparme. Estaba detenido. En un pueblo en el que nunca antes había estado. Por asesinato, o eso parecía. Pero yo sabía dos cosas. Primero, no iban a poder demostrar que algo había sucedido si en realidad no había sucedido. Y segundo, yo no había matado a nadie.

Por lo menos en ese pueblo. Y, en todo caso, desde hacía mucho.

2

Nos detuvimos frente a las puertas de un edificio bajo y alargado. Baker salió del coche y miró la fachada de arriba abajo. Los dos de refuerzo se situaron cerca. Stevenson rodeó la parte trasera del coche y se apostó frente a Baker. Me encañonó con la escopeta. Buenos profesionales. Baker me abrió la puerta.

—Muy bien, vamos. Vamos —dijo casi en un susurro.

Se bamboleó ligeramente sobre las plantas de los pies, mientras escudriñaba la zona. Me giré lentamente y salí del coche como pude. Las esposas no me fueron de ayuda. Hacía aún más calor. Di un paso al frente y me quedé a la espera. Los de refuerzo se situaron a mis espaldas. Ante mis ojos tenía la entrada de la comisaría. Un dintel de mármol exhibía una pulida inscripción: COMISARÍA DE POLICÍA DE MARGRAVE. Bajo el dintel había unas puertas acristaladas. Baker abrió una de ellas. La puerta siseó al desplazarse sobre su junta de goma. Los de refuerzo me empujaron a través del umbral. La puerta se cerró en silencio a mis espaldas.

Allí también se estaba fresco. Todo era blanco y cromado. Las luces, fluorescentes. Parecía un banco o una agencia de seguros. Moqueta. Un sargento al cargo de los ingresos estaba de pie tras un largo mostrador. A juzgar por el aspecto del lugar, uno esperaría que el hombre dijera: ¿«En qué puedo ayudarle, señor?». Pero el sargento no dijo palabra. Se contentó con mirarme. A sus espaldas había un gran espacio de trabajo. Una mujer uniformada y con el cabello oscuro estaba sentada frente a un escritorio ancho y bajo. Hasta entonces había estado tecleando en el ordenador. Ahora estaba mirándome. Yo seguía allí de pie, con un agente agarrándome de cada codo. Stevenson se acercó al mostrador andando de espaldas. Su escopeta continuaba encañonándome. El sargento del mostrador y la mujer uniformada seguían contemplándome. Les devolví la mirada.

A continuación me llevaron hacia la izquierda e hicieron que me detuviera ante una puerta. Baker la abrió de golpe, y me empujaron al interior de una habitación. Una sala para interrogatorios. Sin ventanas. Una mesa blanca y tres sillas. Moqueta. Una cámara en lo alto de un rincón. El aire acondicionado estaba puesto a una temperatura muy baja. Yo seguía mojado por la lluvia.

Mientras seguía allí plantado, Baker rebuscó en todos y cada uno de mis bolsillos. Mis pertenencias formaron un pequeño montón en la mesa. Un pequeño fajo de billetes. Algunas monedas. Recibos, billetes, papeluchos sin valor. Backer examinó el periódico y lo dejó en mi bolsillo. Echó un vistazo a mi reloj y lo dejó en mi muñeca. Esas cosas no le interesaban. Todo lo demás lo metió en una gran bolsa de plástico con cierre hermético. Una bolsa hecha para personas con más cosas en los bolsillos de las que yo llevo por la vida. La bolsa tenía una etiqueta rectangular en blanco. Stevenson apuntó un número en la etiqueta.

Baker me dijo que me sentara y a continuación se marcharon todos. Stevenson se llevó la bolsa con mis pertenencias. Salieron, cerraron la puerta, y oí el giro de la cerradura. El sonido de un mecanismo sólido y bien engrasado. El sonido de una cerradura de acero. Una cerradura que sonaba lo bastante sólida para mantenerme encerrado.

Supuse que me mantendrían aislado un rato. Es lo que suelen hacer. El aislamiento provoca ganas de hablar. Las ganas de hablar pueden convertirse en ganas de confesar. Una detención sin miramientos seguida por una hora de aislamiento es una estrategia bastante buena.

Pero supuse mal. No tenían pensado mantenerme aislado durante una hora. Es posible que fuese su segundo ligero error táctico. Baker abrió la cerradura y volvió a entrar en la habitación. En la mano llevaba un vaso de plástico con café. A continuación, indicó a la mujer uniformada que entrara. La mujer que antes había visto sentada ante un escritorio. La sólida cerradura hizo clic a espaldas de la recién llegada. La mujer traía un grueso maletín de acero, que dejó en la mesa. Abrió el cierre y sacó una placa negra, en la que había unos números en blanco.

Me la entregó con esa brusca expresión de disculpa y conmiseración que emplean las enfermeras de los dentistas. La cogí con las manos esposadas. Miré hacia abajo para asegurarme de que no estaba del revés y la sostuve bajo la barbilla. La mujer sacó una fea cámara fotográfica del maletín y se sentó frente a mí. Apoyó los codos en la mesa para sostener bien la cámara. Sentada hacia delante. Sus pechos descansaban sobre el borde de la mesa. Era guapa. Cabellos oscuros, bonitos ojos. Fijé la mirada en ella y sonreí. La cámara hizo clic, y el flash centelleó. Antes de que pudiera pedírmelo, me giré en la silla para ofrecerle mi perfil. Sostuve sobre el hombro la alargada placa con el número y miré a la pared. La cámara volvió a hacer clic; el flash centelleó otra vez. Volví a girarme y le ofrecí la placa con el número, con las dos manos, debido a las esposas. La cogió, con esa sonrisa con los labios fruncidos que viene a decir: «Sí, es desagradable, pero resulta necesario». Como haría la enfermera de un dentista.

Luego sacó el material para tomarme las huellas dactilares. Un tarjetón de color blanco reluciente con diez espacios para las huellas, en el que ya estaba anotado un número. Los espacios para los pulgares siempre son demasiado pequeños. En el reverso del tarjetón había dos recuadros para las huellas de las palmas. Las esposas complicaron un poco el proceso. Baker no se ofreció a quitármelas. La mujer me entintó las manos. Sus dedos eran suaves y fríos. No llevaba anillo de casada. A continuación me pasó unos pañuelitos de papel. La tinta se fue muy fácilmente. Algún material novedoso que yo no había visto hasta entonces.

La mujer sacó el carrete de película de la cámara y lo dejó en la mesa, junto al tarjetón con las huellas. Devolvió la cámara al interior del maletín. Baker golpeó en la puerta con los nudillos. La cerradura hizo clic otra vez. La mujer recogió sus cosas. Nadie dijo palabra. Ella salió de la habitación. Baker se quedó allí dentro, conmigo. Cerró la puerta, cuya cerradura volvió a emitir aquel clic bien engrasado. Baker apoyó la espalda en la puerta y me miró.

—Mi jefe va a encargarse de este asunto —dijo—. Va a tener que hablar con él. Ha pasado algo serio. Y hay que aclarar las cosas.

No le respondí. Hablar conmigo no iba a aclararle ninguna cosa seria a nadie. Pero Baker se mostraba civilizado. Respetuoso. De forma que lo puse a prueba. Tendí las manos en su dirección, en muda petición de que me quitara las esposas. Se quedó inmóvil un momento, hasta que sacó la llave y me las quitó. Volvió a prendérselas al cinturón. Me miró. Le devolví la mirada y bajé los brazos. Sin soltar un suspiro de alivio. Sin frotarme las muñecas en gesto de complicidad. No quería establecer una relación con ese tipo. Pero sí que hablé.

—Muy bien —dije—. Vamos a ver a su jefe.

Era la primera vez que hablaba desde que había pedido el desayuno. Ahora era Baker el que parecía mostrarse agradecido. Dio dos golpes en la puerta con los nudillos. Abrieron desde el exterior. Baker me indicó que saliera. Stevenson estaba esperando con la espalda vuelta hacia el gran espacio abierto. La escopeta había desaparecido. La pareja de refuerzo se había ido. Las cosas estaban calmándose. Los dos policías me flanquearon. Baker me cogió por el codo, sin apretar demasiado. Fuimos andando por un lado del espacio abierto y llegamos ante una puerta situada al fondo. Stevenson la abrió, y entramos en un gran despacho. Decorado con mucha madera de palisandro.

Un gordo estaba sentado tras un gran escritorio de madera de palisandro. A su espalda había dos grandes banderas. La de las barras y estrellas, con un adorno de flecos dorados a la izquierda, y la que supuse que era la bandera del estado de Georgia a la derecha. Entre una y otra bandera había un reloj de pared. Un viejo reloj, grande y redondo, enmarcado en caoba. Daba la impresión de que le habían estado sacando brillo durante décadas. Supuse que era el reloj de la antigua comisaría que, en su momento, demolieron para construir esta nueva. Me dije que el arquitecto lo había conservado para aportar algún elemento histórico al nuevo edificio. El reloj marcaba casi las doce y media.

El gordo sentado tras el escritorio me miró mientras me empujaban en su dirección. Vi que su cara de pronto se volvía inexpresiva, como si estuviera tratando de acordarse de mi rostro. Volvió a mirarme de forma más intensa. A continuación me dedicó una sonrisa torcida y me habló con un resoplido jadeante que hubiera sonado como un grito de no haber sido estrangulado por unos pulmones en mal estado.

—Siéntese en la puta silla y mantenga cerrada esa bocaza asquerosa.

Ese gordo constituía una sorpresa. Daba la impresión de ser todo un capullo. A diferencia de todo cuanto había visto hasta el momento. Baker y su grupo de detención eran gente seria. Profesionales y eficientes. La mujer que me había tomado las huellas se había mostrado más o menos considerada. Pero ese gordo jefe de policía era un cero a la izquierda. Pelo escaso y sucio. Sudoroso, a pesar del aire acondicionado. La tez grisácea y con las manchas rojizas propias de un fulano con sobrepeso y en mala forma. La tensión sanguínea por las nubes. Arterias tan duras como piedras. Ni por asomo parecía ser competente en su trabajo.

—Me llamo Morrison —jadeó. Como si yo tuviera interés en saberlo—. Soy el jefe del Departamento de Policía de nuestro pueblo, Margrave. Y usted es un forastero de mierda y un asesino. Se ha presentado en mi pueblo y ha montado un follón de mil demonios en la propiedad privada del señor Kliner. De forma que va a confesarlo todo, de pe a pa, a mi inspector en jefe.

Se detuvo y me miró. Como si todavía estuviese tratando de situar mi rostro. O como si estuviera esperando una respuesta. No la obtuvo. Así que me señaló con su rollizo dedo índice.

—Y después vamos a encarcelarle —dijo—. Y luego vamos a freírle en la silla. Y después voy a cagarme en su asquerosa tumba de tres al cuarto.

Levantó su pesada masa corporal de la silla y miró en otra dirección.

—Yo mismo me encargaría personalmente —dijo—. Pero soy un hombre ocupado.

Rodeó el escritorio andando como un pato. Yo seguía de pie entre el escritorio y la puerta. Se me acercó dificultosamente y se detuvo. Su rechoncha nariz estaba al nivel del botón de en medio de mi abrigo. Seguía mirándome desde allí abajo como si hubiera algo que lo sorprendiera.

—Yo a usted lo tengo visto—dijo—. ¿Dónde lo he visto?

Miró a Baker y a Stevenson. Como si esperase que ambos tomaran nota de lo que estaba diciendo y de cuándo lo estaba diciendo.

—Lo tengo visto —repitió.

Cerró la puerta del despacho de un portazo, y yo me quedé a la espera con los dos policías, hasta que el inspector en jefe hizo su aparición. Un hombre de raza negra, alto, no viejo, pero con el pelo algo canoso y con una calvicie incipiente. Lo suficiente para darle cierto aire de patricio. Dinámico y seguro de sí mismo. Bien vestido, con una americana de tweed al viejo estilo. Un chaleco aterciopelado. Zapatos bien lustrados. El hombre realmente tenía aspecto de ser un inspector en jefe. Indicó a Baker y a Stevenson que salieran del despacho. Cerró la puerta cuando lo hicieron. Se sentó al escritorio y con un gesto me instó a tomar asiento en la otra silla.

Abrió un cajón de forma enérgica y sacó una grabadora. La levantó para desenmarañar el lío de cables. La enchufó a la pared y conectó el micrófono. Insertó una cinta. Pulsó la tecla de grabación y le dio varias veces al micrófono con la uña. Paró de grabar y rebobinó. Apretó la tecla de reproducción. Oyó los golpecitos de su uña. Asintió. Volvió a rebobinar y pulsó la tecla de grabación. Yo seguía mirándolo sentado.

Durante un momento se produjo un silencio. Tan solo se oía un ligero zumbido, del aire acondicionado, de las luces o del ordenador. O de la grabadora, que corría con lentitud. Percibí el pausado tictac del viejo reloj. Era un sonido paciente, como si el reloj quisiera decir que iba a seguir haciendo tictac para siempre, con independencia de lo que yo decidiera hacer. El inspector en jefe finalmente volvió a sentarse en la silla y se me quedó mirando. Entrecruzó los dedos, como hacen los individuos altos y elegantes.

—Muy bien —dijo—. Tenemos que hacerle unas cuantas preguntas, ¿lo entiende?

Su voz era profunda. Bien proyectada. No tenía acento sureño. Su aspecto y su voz eran los propios de un banquero bostoniano, salvo que el tipo era negro.

—Me llamo Finlay —dijo—. Tengo el rango de capitán. Soy el jefe de inspectores de este departamento. Por lo que sé, ya lo han informado de sus derechos. No ha confirmado que los haya entendido. Antes de pasar a otras cuestiones, tenemos que resolver ese preliminar.

Un banquero bostoniano, no. Más bien un antiguo alumno de Harvard.

—Entiendo mis derechos —dije.

Asintió.

—Bien —dijo—. Me alegro. ¿Dónde está su abogado?

—No necesito abogado —dije.

—Se le acusa de asesinato —dijo—. Necesita un abogado. Podemos proporcionarle uno, debe saberlo. Un abogado de oficio. ¿Quiere que le proporcionemos un abogado de oficio?

—No, no necesito abogado —dije.

El hombre llamado Finlay me miró largamente por encima de sus dedos entrecruzados.

—De acuerdo —dijo—. Pero va a tener que firmar un documento de renuncia. Que quede claro que lo hemos informado de que puede contar con un abogado y de que estamos dispuestos a proporcionarle uno de oficio, pero que usted rechaza contar con un abogado.

—Muy bien —dije.

Extrajo un documento de otro cajón y consultó su reloj para anotar el día y la hora. Deslizó el papel en mi dirección a través del escritorio. Una gran cruz impresa señalaba la línea en la que tenía que firmar. Me pasó un bolígrafo. Firmé y deslicé el papel en su dirección. Lo estudió. Lo metió en una carpeta de color marrón.

—No puedo entender su firma. Así que, para dejar las cosas claras, vamos a empezar por su nombre, su dirección y su fecha de nacimiento.

De nuevo un silencio. Lo miré. Ese hombre era del tipo obstinado. De unos cuarenta y cinco años. Uno no llega a ser inspector en jefe en una jurisdicción de Georgia si es negro y tiene cuarenta y cinco años a no ser que sea obstinado. No valía la pena jugar al gato y al ratón con él. Suspiré.

—Me llamo Jack Reacher —dije—. Sin más. No tengo dirección fija.

Lo anotó. No era mucho lo que tenía que anotar. Le di mi fecha de nacimiento.

—Muy bien, señor Reacher —dijo Finlay—. Como le he dicho, tenemos bastantes preguntas que hacerle. He mirado sus efectos personales. No llevaba usted ningún documento de identificación. Ni carnet de conducir, ni tarjetas de crédito ni nada de nada. Dice que no tiene dirección fija. De forma que tengo que preguntarme: ¿y este hombre quién es?

No respondí. Estaba contemplando el gran reloj, a la espera de que el minutero se moviese.

—Dígame qué pasó —instó.

Yo no tenía ni idea de qué había pasado. Ni la menor idea. Algo le había pasado a alguien, pero no a mí. Seguí allí sentado. Sin responder.

—¿Qué significa Pluribus? —preguntó Finlay.

Lo miré y me encogí de hombros.

—¿El lema de Estados Unidos? —apunté—. E Pluribus Unum... Fue adoptado en 1776 por el Segundo Congreso Continental, ¿no es eso?

Finlay me respondió con un gruñido. Seguí mirándolo fijamente. Me dije que el tipo posiblemente me respondería a una pregunta.

—¿De qué va todo esto? —pregunté.

Un nuevo silencio. Ahora era su turno de mirarme. Vi que estaba pensando si le convenía responder, y cómo.

—¿De qué va todo esto? —repetí.

Entrecruzó los dedos.

—Ya lo sabe usted —dijo—. Un homicidio. Con algunas particularidades muy inquietantes. La víctima fue encontrada esta mañana en los almacenes de Kliner. En el extremo norte de la carretera del condado, cerca del cruce de las autopistas. Un testigo dice haber visto a un hombre que se estaba alejando a pie del lugar de los hechos. Poco después de las ocho de la mañana. La descripción es la de un hombre de raza blanca, muy alto, vestido con un largo abrigo negro, con el pelo claro, sin sombrero y sin equipaje.

Un nuevo silencio. Soy un hombre de raza blanca. Soy muy alto. Tengo el pelo claro. Llevaba un largo abrigo negro. Y no tenía ni sombrero ni equipaje. Esa mañana me había pasado casi cuatro horas andando por la carretera del condado. Desde las ocho hasta las once menos cuarto, más o menos.

—¿Qué longitud tiene la carretera del condado? —pregunté—. ¿Desde el cruce de las autopistas hasta aquí?

Finlay lo pensó.

—Diría que unos veinte kilómetros —respondió.

—Muy bien —repuse—. Es verdad que fui andando por la carretera desde la autopista hasta el pueblo. Unos veinte kilómetros, más o menos. Muchos me habrán visto, es lógico. Lo que no significa que yo le hiciera nada a nadie.

No contestó. La situación estaba empezando a interesarme.

—¿Su jurisdicción llega hasta allí? —pregunté—. ¿Hasta la misma autopista?

—Sí —dijo—. La cuestión de la jurisdicción está más que clara. Por ahí no va a salvarse, señor Reacher. El límite municipal llega hasta la misma autopista. Esos almacenes se encuentran en mi jurisdicción. De eso no hay la menor duda.

Se quedó a la espera. Asentí. Prosiguió:

—Esos almacenes los construyó Kliner, hace cinco años —dijo—. ¿Sabe de quién estoy hablando?

Negué con la cabeza.

—¿Por qué tendría que saberlo? Es la primera vez que visito su pueblo.

—Kliner es un hombre muy conocido por aquí —comentó Finlay—. Sus almacenes nos reportan mucho dinero en impuestos, un dinero que nos viene muy bien. Muchos ingresos y muchos beneficios para el municipio, sin apenas causar problemas, pues los almacenes están muy lejos del pueblo. Por eso miramos de cuidar esos almacenes. Y ahora se han convertido en el escenario de un homicidio, razón por la que va a tener que explicarse.

El hombre estaba haciendo su trabajo, pero también estaba haciéndome perder el tiempo.

—Muy bien, Finlay —dije—. Voy a hacer una declaración detallando todo cuanto hice desde que entré en el término de su maldito municipio hasta que me echaron el guante en mitad de mi puñetero desayuno. Si consigue pillarme por algún lado, voy a darle una maldita medalla. Porque lo único que hice fue dar un paso tras otro bajo una lluvia incesante hasta recorrer esos maravillosos veinte kilómetros que tanto le gustan.

Hacía seis meses que no pronunciaba tantas palabras seguidas. Sentado en la silla, Finlay me contempló en silencio. Vi que estaba dándole vueltas al dilema al que suelen enfrentarse todos los inspectores de policía. El instinto le decía que probablemente yo no era el sujeto al que andaba buscando. Pero sí que estaba sentado frente a su escritorio. ¿Y qué tenía que hacer un inspector de policía? Dejé que considerara la cuestión. Pensé en efectuar un comentario para orientarlo en la dirección correcta. Iba a decir algo relativo a que el verdadero asesino seguía estando en libertad mientras perdía el tiempo conmigo. Para alimentar su inseguridad. Pero Finlay se me adelantó. En la dirección equivocada.

—No hay declaración que valga —dijo—. Yo hago las preguntas, y usted responde. Se llama Jack Reacher, sin más. No tiene dirección fija. No tiene documento de identificación. ¿Quién es usted? ¿Un vagabundo?

Suspiré. Era viernes. El gran reloj señalaba que ya había transcurrido más de la mitad del día. Ese tal Finlay iba a tomarse todo el tiempo del mundo con sus preguntas. Iba a pasarme el fin de semana en una celda. De la que probablemente saldría el lunes.

—No soy un vagabundo, Finlay —dije—. Soy un trotamundos. Es distinto.

Meneó la cabeza, con lentitud.

—No se haga el listo conmigo, Reacher. Nuestro testigo le vio abandonar el escenario del crimen. Es usted un forastero sin ningún documento de identificación ni historia personal. De forma que no se haga el listo conmigo.

Seguía limitándose a hacer su trabajo, pero también seguía haciéndome perder el tiempo.

—No estaba abandonando el escenario de un crimen —dije—. Lo que estaba haciendo era andar por una maldita carretera. Hay una diferencia, ¿no le parece? La persona que abandona el escenario de un crimen corre y se esconde. No anda tranquilamente por una carretera. ¿Qué tiene de malo andar por una carretera? Siempre hay gente que anda por una maldita carretera, ¿no le parece?

Finlay se echó hacia delante y negó con la cabeza.

—No —dijo—. No hay nadie que haya recorrido esa carretera a pie desde la invención del automóvil. ¿Y por qué no tiene una dirección fija? ¿De dónde es originario? Responda a mis preguntas. Pongamos las cosas en claro.

—Muy bien, Finlay, pongamos las cosas en claro —dije—. No tengo dirección fija porque no vivo en ningún sitio en particular. Es posible que un día viva en un sitio en particular, y entonces tendré dirección fija y le enviaré una postal, para que anote la maldita dirección en su agenda, ya que tanto le interesa el asunto.

Finlay clavó la mirada en mí y consideró sus opciones. Escogió ser paciente. Paciente pero obstinado. Como si nada ni nadie pudieran alterar su voluntad.

—¿De dónde es usted? —preguntó—. ¿Cuál fue su última dirección?

—¿Qué quiere decir exactamente cuando pregunta de dónde soy?

Tenía los labios fruncidos. Estaba contagiándole mi propio malhumor. Pero se mantuvo paciente. Matizando su paciencia con cierto sarcasmo gélido.

—Muy bien —dijo—. No entiende mi pregunta, así que voy a tratar de aclarársela. Lo que quiero decir es en qué lugar nació o dónde ha vivido durante esa parte principal de la vida que uno suele considerar más importante desde un punto de vista social o cultural.

Me lo quedé mirando sin decir palabra.

—Voy a darle un ejemplo —dijo—. Yo nací en Boston, estudié en Boston y después estuve trabajando en Boston veinte años, por lo que diría —y supongo que estará usted de acuerdo— que soy de Boston.

Era lo que yo pensaba. Un antiguo alumno de Harvard. Un hombre de Harvard al que estaba agotándosele la paciencia.

—Muy bien —dije—. Ya ha hecho sus preguntas. Voy a respondérselas. Pero antes voy a decirle una cosa. No soy el fulano que anda buscando. El lunes tendrá claro que no soy ese fulano. Así que hágase un favor. No deje de seguir buscando al fulano.

Finlay estaba resistiéndose al impulso de sonreír. Asintió con expresión grave.

—Le doy las gracias por sus consejos —dijo—. Y por su interés en mi futuro profesional.

—De nada —respondí.

—Continúe —dijo.

—De acuerdo. Si nos atenemos a esa curiosa definición que acaba de hacer, resulta que no soy de ninguna parte. Soy de un lugar llamado «el Ejército». Nací en una base militar estadounidense en Berlín Occidental. Mi padre estaba en la infantería de Marina y mi madre era una civil francesa a la que conoció en Holanda. Se casaron en Corea.

Finlay asintió. Hizo una anotación.

—Crecí en el seno del ejército —dije—. Muéstreme un listado de bases norteamericanas en el mundo, y ese es el listado de los lugares en los que he vivido. Estudié en institutos de dos docenas de países distintos, y luego cursé cuatro años en la academia militar de West Point.

—Continúe —dijo Finlay.

—Me quedé en el ejército —añadí—. En la policía militar. Volví a vivir y a servir en todas esas bases que le he dicho. Y de repente, Finlay, después de haberme pasado treinta y seis años siendo el hijo de un oficial y, después, un oficial yo mismo, resulta que ya no hace falta un ejército enorme, porque los soviéticos se han ido al carajo. Fantástico, ahora contamos con los beneficios de la paz. Lo que en su caso significa que sus impuestos se invierten en otras cosas, pero en el mío supone que de la noche a la mañana soy un antiguo policía militar de treinta y seis años sin empleo al que tachan de vagabundo unos paisanos tan cabrones como listillos que no durarían ni cinco minutos en el mundo al que yo sobreviví.

Lo pensó un momento. No estaba impresionado.

—Continúe —dijo.

Lo miré y me encogí de hombros.

—Y ahora estoy divirtiéndome un poco, y punto —dije—. Es posible que más adelante encuentre algo que hacer, o quizá no. Es posible que me ponga a vivir en algún lugar, o quizá no. Pero no es lo que estoy buscando ahora mismo.

Asintió. Hizo varias anotaciones más.

—¿Cuándo dejó el ejército?

—Hace seis meses —respondí—. En abril.

—¿Ha tenido algún otro empleo desde entonces?

—Lo dirá en broma —contesté—. ¿Cuándo fue la última vez que buscó empleo?

—En abril —contestó él—. Hace seis meses. Y encontré este trabajo.

—Bueno, pues me alegro por usted, Finlay.

No se me ocurrió otra cosa que decir. Finlay se me quedó mirando un momento.

—¿De qué ha estado viviendo? —preguntó—. ¿Qué rango tenía en el ejército?

—El de comandante —dije—. Te dan una indemnización cuando te echan a la calle. Sigo conservando la mayor parte del dinero. Y hago lo que puedo para que me dure, ¿entiende?

Un largo silencio. Finlay tamborileó con la punta del bolígrafo.

—Bien, hablemos de las últimas veinticuatro horas —dijo.

Suspiré. Pronto iba a verme metido en problemas.

—Llegué en el autobús de la compañía Greyhound —dije—. Me bajé en la carretera del condado. A las ocho de esta mañana. Caminé hasta plantarme en el pueblo, llegué a esa cafetería, pedí un desayuno y estaba comiéndomelo cuando sus chicos se presentaron y me echaron la zarpa encima.

—¿Tiene algo en particular que hacer por aquí? —preguntó.

Meneé la cabeza.

—Estoy sin trabajo —respondí—. No tengo nada que hacer en ninguna parte.

Tomó nota.

—¿Dónde cogió el autobús? —preguntó.

—En Tampa —dije—. Salí de allí a medianoche.

—¿Tampa, en Florida?

Asentí. Abrió otro cajón. Sacó un horario de la Greyhound. Lo abrió y resiguió una de las páginas con su largo dedo oscuro. El hombre era pero que muy meticuloso. Me miró.

—Estamos hablando de un autobús de línea directa —dijo—. Que pasa por el norte sin detenerse, en dirección a Atlanta. Llega a Atlanta a las nueve de la mañana. Y no tiene parada aquí a las nueve.

Meneé la cabeza.

—Pedí al conductor que se detuviera —expliqué—. Dijo que no tendría que hacerlo, pero lo hizo. Hizo una parada especial para que me bajara.

—¿Usted ha estado aquí antes? —preguntó.

Volví a menear la cabeza.

—¿Tiene familia por aquí?

—No.

—¿Tiene familia en algún lugar?

—Tengo un hermano que vive en Washington —dije—. Trabaja para el Departamento del Tesoro.

—¿Tiene amigos en Georgia?

—No.

Finlay tomó nota de todas mis respuestas. Tras de lo cual se produjo un largo silencio. Yo sabía cuál iba a ser su próxima pregunta.

—Entonces, ¿por qué?¿Por qué se bajó del autobús en un lugar donde no paraba y anduvo veinte kilómetros bajo la lluvia hasta llegar a un lugar que no tenía motivo alguno para visitar?

Era la pregunta del millón. Finlay había dado con ella. Lo mismo que haría un fiscal. Y yo no tenía una respuesta convincente.

—¿Qué puedo decirle? —repuse—. Fue una decisión arbitraria. No sabía bien adónde ir. Pero en algún sitio tengo que estar, ¿no cree?

—Pero ¿por qué aquí? —insistió.

—No lo sé —dije—. El tipo que estaba sentado a mi lado tenía un mapa, y me fijé en el nombre de este pueblo. Me apetecía salir de las rutas principales. Me dije que igual podía dirigirme hacia el golfo de México, o ir más hacia el oeste todavía.

—¿Que se fijó en el nombre de este pueblo? —repitió Finlay—. No me venga con mierdas de ese tipo. ¿Por qué iba a fijarse en el nombre de este pueblo? No es más que un nombre en el mapa. Un simple punto en el mapa. Tuvo que tener una razón.

Asentí.

—Pensé en acercarme para informarme sobre Blind Blake.

—¿Quién demonios es Blind Blake? —quiso saber.

Me lo quedé mirando y vi que estaba considerando todas las posibilidades, del mismo modo que un programa informático de ajedrez analiza las posibles jugadas. ¿Blind Blake era mi amigo, mi enemigo, mi cómplice, mi mentor, un acreedor, un deudor, mi próxima víctima?

—Blind Blake fue un guitarrista —le expliqué—. Murió hace sesenta años, posiblemente asesinado. Mi hermano compró un disco suyo, y en el texto de contracubierta ponía que murió aquí, en Margrave. Mi hermano me escribió mencionando el caso. Según me dijo, había estado aquí un par de veces en primavera, por cierto trabajo. Se me ocurrió acercarme a investigar un poco la historia.

Finlay me miró con rostro inexpresivo. La cosa le sonaba muy poco plausible. En su lugar, a mí también me hubiera sonado muy poco plausible.

—¿Vino usted aquí en busca de un guitarrista? —preguntó—. ¿Un guitarrista muerto hace sesenta años? ¿Por qué? ¿Es usted guitarrista?

—No —contesté.

—¿Cómo explica eso de que su hermano le escribió? Acaba de decirme que no tiene dirección fija.

—Envió la carta a mi antigua unidad en el ejército —dije—. Los de mi unidad envían el correo al banco en el que tengo ingresada la indemnización. Y los del banco, a su vez, me lo envían cuando los llamo para que me manden dinero.

Meneó la cabeza. Hizo una anotación.

—Me ha dicho que cogió el autobús de la Greyhound que sale a medianoche de Tampa, ¿no es así? —apuntó.

Le indiqué que así era con un gesto de la cabeza.

—¿Tiene el billete del autobús? —preguntó.

—Supongo que está en la bolsa con mis efectos personales —dije, acordándome del momento en que Baker metió en la bolsa todo cuanto encontró en mis bolsillos y Stevenson anotó mi nombre en la etiqueta correspondiente.

—¿Le parece que el conductor del autobús se acordaría de su cara? —preguntó Finlay.

—Es posible —respondí—. Hizo una parada especial. Tuve que pedírselo.

Me estaba convirtiendo en una especie de espectador. La situación se me hacía un poco rara. Mi propio trabajo no había sido muy distinto del de Finlay. Sentía el extraño impulso de debatir con él un caso protagonizado por otro. Como si fuéramos colegas de profesión que estuvieran afrontando un problema complicado.

—¿Cómo se explica que no trabaje usted? —preguntó.

Me encogí de hombros. Traté de explicarme:

—Porque no quiero trabajar. Me he pasado trece años trabajando, y no me ha servido de nada. Intenté hacerlo todo tal como ellos querían, pero ahora por mí pueden irse al infierno. Ahora voy a intentar hacer las cosas a mi manera.

Sentado en la silla, Finlay me contempló con interés.

—¿Tuvo problemas en el ejército? —preguntó.

—No mayores que los que usted mismo tuvo en Boston —respondí.

Se mostró sorprendido.

—¿Qué ha querido decir con eso?

—Trabajó en Boston durante veinte años —contesté—. Usted mismo acaba de decírmelo, Finlay. Entonces, ¿cómo se explica que ahora esté en esta población tan apartada e insignificante? Lo que tendría que estar haciendo es ir acumulando años para la jubilación y salir de pesca de vez en cuando. A Cape Cod o algún otro lugar parecido. ¿Cuál es su historia?

—Eso es asunto mío, señor Reacher —dijo—. Responda a la pregunta que acabo de hacerle.

Me encogí de hombros.

—Pregúnteselo al ejército —dije.

—Voy a hacerlo —prometió—. Puede estar seguro. ¿Se licenció de forma honrosa?

—¿Le parece que me hubieran pagado una indemnización si no fuera el caso?

—¿Por qué tengo que creer que le dieron un centavo? —dijo—. Vive usted como un maldito vagabundo. ¿Se licenció de forma honrosa? ¿Sí o no?

—Sí —respondí—. Por supuesto.

Hizo una nueva anotación. Se quedó pensativo un momento.

—¿Qué sintió cuando lo echaron de esa forma? —preguntó.

Lo pensé. Me encogí de hombros.

—No sentí nada en especial. Sentí que antes estaba en el ejército y que ahora ya no estaba en el ejército.

—¿Siente amargura? ¿Siente que fueron injustos con usted?

—No —dije—. ¿Es que tendría que sentirme así?

—¿Ningún problema en absoluto? —preguntó. Como si tuviera que haber algo.

Sentía que tenía que darle una respuesta de alguna clase. Pero no se me ocurría nada. Había estado en el ejército desde el día en que nací. Y ahora estaba fuera del ejército. Lo que resultaba estupendo. Venía a ser la libertad. Como si durante toda la vida hubiera estado sufriendo un ligero dolor de cabeza. Del que no me había dado cuenta hasta su desaparición. Mi único problema consistía en ganarme la vida. Ganarme la vida sin renunciar a la libertad no era nada fácil. No había ganado un centavo en seis meses. Ese era mi único problema. Pero eso no iba a decírselo a Finlay. Porque lo vería como un motivo. Se diría que había decidido financiar mi existencia de vagabundo robando a la gente. En almacenes. Y matándola después.

—Supongo que la transición no resulta fácil de sobrellevar —dije—. Especialmente porque de niño ya formaba parte del Ejército.

Finlay asintió con la cabeza. Consideró mi respuesta.

—¿Por qué lo licenciaron a usted en particular? —preguntó—. ¿Se ofreció voluntario para dejar el ejército?

—Yo nunca me presento voluntario para algo —contesté—. Es la norma número uno a la que se atiene un soldado.

Otro silencio.

—¿Hizo alguna clase de especialización? —inquirió—. En el ejército, quiero decir.

—Al principio me asignaron faenas de todo tipo —dije—. Es como funciona el sistema. Después estuve asignado a la unidad de secretos militares durante cinco años. Y durante los últimos seis años estuve haciendo otra cosa.

Que me lo preguntara.

—¿Qué otra cosa?

—Investigación de casos de homicidio —dije.

Finlay se arrellanó en el asiento. Soltó un gruñido. Volvió a hacer el numerito de entrecruzar los dedos. Me contempló fijamente y exhaló una bocanada de aire. Se echó hacia delante en el asiento y me señaló con el dedo.

—Muy bien —dijo—. Voy a comprobar toda esa información. Tenemos sus huellas dactilares. Tendrían que estar en su expediente del ejército. Y vamos a hacernos con su hoja de servicios. Al completo. Con todos los detalles. Preguntaremos a los de la compañía de autobuses. Comprobaremos su billete. Encontraremos al conductor y encontraremos a los pasajeros. Si lo que dice es verdad, lo vamos a saber muy pronto. Y si efectivamente es verdad, es posible que salga bien librado de esta. Como es natural, la cuestión la determinarán ciertos detalles referentes a la secuencia temporal y el método seguido. Unos detalles que, por el momento, siguen estando poco claros.

Calló y volvió a exhalar una bocanada de aire. Me miró directamente a los ojos.

—Por lo demás, soy un hombre cauteloso —dijo—. Y a primera vista, no lo tiene usted muy bien. Un hombre errante. Un vagabundo. Sin dirección, sin historia personal. Su versión de los hechos puede ser una pura mierda. Puede que sea un fugitivo. Es posible que haya estado cometiendo un asesinato tras otro en una docena de estados. Lo cierto es que no lo sé. No pueden pedirme que le otorgue el beneficio de la duda. De hecho, ahora mismo no creo que deba tener ninguna duda. Así que vamos a encerrarle, hasta que pongamos las cosas en claro, ¿entendido?

Era lo que me había estado esperando. Yo habría dicho exactamente lo mismo. Pero me contenté con mirarlo y negar con la cabeza.

—Dice que es un hombre cauteloso —repuse—. Acaba de dejarlo muy claro, ya lo creo que sí.

Me devolvió la mirada.

—Si estoy equivocado, el lunes le invito a almorzar —dijo—. En la cafetería de Eno, para compensarle por las molestias.

Volví a negar con la cabeza.

—No estoy interesado en hacer amigos en este lugar —dije.

Finlay se limitó a encogerse de hombros. Paró la grabadora. Rebobinó. Sacó la cinta. Hizo una anotación en ella. Pulsó el interfono que había sobre el gran escritorio de palisandro. Pidió a Baker que viniera. Me quedé a la espera. Aún tenía frío. Pero ya no estaba empapado. La lluvia se había precipitado desde el cielo de Georgia y me había calado hasta los huesos. Y el reseco aire de la comisaría ahora me la había extraído del cuerpo. Un deshumidificador me la había extraído y desviado por unas tuberías.

Baker llamó a la puerta y entró. Finlay le pidió que me condujera a los calabozos. A continuación me miró y asintió. El gesto decía: «Si al final no es el hombre a quien ando buscando, recuerde que simplemente he estado haciendo mi trabajo». Asentí a mi vez. Mi gesto decía: «Mientras se empeña en protegerse a sí mismo, un asesino anda suelto por las calles».

Los calabozos estaban en un ancho pasillo construido junto a la amplia sala donde trabajaban los agentes. Tres celdas. La parte frontal estaba enteramente formada por barrotes. Un pequeño corredor comunicaba las celdas. El metal exhibía un magnífico brillo apagado. Quizá titanio. Las tres celdas estaban enmoquetadas. Y vacías. No había muebles, y las paredes carecían de salientes para camastros. Eran simples variaciones caras de los antiguos calabozos reservados a los detenidos temporalmente.

—¿No es posible pasar la noche aquí? —pregunté a Baker.

—Nada de eso —contestó—. Más tarde lo llevarán a la cárcel del estado. El furgón de la cárcel llegará a las seis. Y lo traerá de vuelta el lunes.

Cerró de golpe la puerta de barrotes e hizo girar la llave en la cerradura. Oí que varios cerrojos se corrían a la vez. Un sistema eléctrico. Saqué el periódico de mi bolsillo. Me quité el abrigo y lo enrollé. Me tumbé boca arriba y me puse el abrigo bajo la nuca.

Ahora sí que estaba mosqueado de verdad. Iba a pasar el fin de la semana en la cárcel. No iba a quedarme en un calabozo de la comisaría. Tampoco es que tuviera otros planes. Pero sí que conocía las prisiones civiles. Muchos desertores del ejército terminan en prisiones civiles. Por una cosa o por otra. El sistema se lo notifica al ejército. Y este envía a la policía militar a por ellos. De forma que había visto prisiones civiles por dentro. No me volvían loco de entusiasmo. Furioso, seguí allí tumbado oyendo el runrún de la sala de los agentes. Teléfonos que sonaban. Teclados que repiqueteaban. El ritmo subía y bajaba. Los agentes iban de un lado a otro, hablando en voz baja.

Intenté terminar de leer el periódico que había cogido en la cafetería. Venía un montón de mierda sobre el presidente y su campaña para la reelección. El tipo estaba en Pensacola, en la costa del golfo. Se había propuesto equilibrar el presupuesto antes de que a sus sobrinitos les salieran canas. Estaba haciendo recorte tras recorte. Me recordaba a un fulano que estuviera abriéndose paso en la selva a machetazo limpio. En la sureña Pensacola, estaba haciendo de las suyas con los guardacostas. El cuerpo de guardacostas había puesto en práctica cierto operativo durante los últimos doce meses. Todos los días del año habían estado zarpando para formar un escudo destinado a proteger el litoral de Florida, abordando y registrando todos los barcos que les olieran a chamusquina. Lo que en su momento había sido anunciado con gran despliegue de medios. Y habían tenido un éxito que superaba todos sus sueños. Habían encontrado todo tipo de cosas. Drogas, en particular, pero también armas, inmigrantes ilegales procedentes de Haití y Cuba. El operativo de interceptación estaba reduciendo la criminalidad en todo Estados Unidos meses después y a millares de kilómetros de distancia. Un exitazo.

En consecuencia, el operativo iba a ser cancelado. Su funcionamiento salía demasiado caro. El presupuesto de los guardacostas presentaba un déficit alarmante. El presidente decía que no podía aumentarlo. De hecho, iba a tener que recortarlo. La economía estaba por los suelos. No podía hacer otra cosa. Por lo que el operativo de interceptación iba a ser cancelado dentro de siete días. El presidente estaba haciendo lo posible por aparecer como un estadista. Los altos cargos de la policía y la seguridad nacional estaban indignados, pues consideraban que mejor era prevenir que curar. Los politicastros de Washington estaban contentos, porque cincuenta centavos invertidos en una patrulla urbana eran mucho más visibles que dos dólares invertidos en el océano, a dos mil millas de los votantes. La polémica estaba servida. Y en las movidas fotografías del periódico, el presidente sonreía con sonrisa de estadista y decía que él no podía evitarlo. Dejé de leer, me estaba poniendo cada vez más rabioso.

Para calmarme, me puse a pensar en música. En el estribillo de Smokestack Lightning. La versión de Howlin’ Wolf incluye un maravilloso grito estrangulado al final de la primera estrofa. Dicen que uno tiene que viajar de polizón en los trenes una temporada para entender bien el blues de los desarraigados. Se equivocan. Para entender el blues de los desarraigados hay que estar encerrado en algún lugar. En una celda. O en el ejército. Hay que estar enjaulado de una forma u otra. En un lugar desde donde las chispas de la chimenea de una locomotora den la impresión de ser el símbolo de la imposible libertad. Con mi abrigo como almohada, seguí escuchando la música en mi cabeza. Me quedé dormido al final del tercer estribillo.

Me desperté cuando Baker empezó a patear los barrotes. El ruido era sordo pero resonante. Como el de la campana de un funeral. Baker estaba de pie junto a Finlay. Me miraron. Seguí tumbado en el suelo. Allí me encontraba a gusto.

—¿Dónde me dijo que estuvo ayer a medianoche? —preguntó Finlay.

—Subiéndome al autobús en Tampa —respondí.

—Tenemos un nuevo testigo —dijo Finlay—. Y dice que lo vio merodeando por los almacenes. A medianoche.

—Y una mierda, Finlay —le espeté—. Imposible. ¿Quién demonios es ese testigo?

—El testigo es el jefe de policía Morrison —dijo Finlay—. Dice que estaba seguro de haberlo visto antes. Y ahora ha recordado dónde.

3

Volvieron a conducirme esposado al despacho decorado con madera de palisandro. Finlay estaba sentado ante el gran escritorio, con las banderas a sus espaldas, debajo del gran reloj. Baker se acomodó en una silla a un lado del escritorio. Tomé asiento frente a Finlay. Este sacó la grabadora. Deslió los cables. Situó el micrófono entre nosotros. Lo probó con la uña. Rebobinó la cinta. Listo.

—Las últimas veinticuatro horas, Reacher —dijo—. En detalle.

Los dos policías rebosaban de entusiasmo reprimido. Un caso sin apenas fundamento de pronto se había convertido en un caso cantado. La euforia del triunfo estaba empezando a apoderarse de ellos. Veía los signos.

—Anoche estaba en Tampa —dije—. Subí al autobús a medianoche. Hay testigos que podrán confirmarlo. Bajé del autobús a las ocho de esta mañana en el desvío a la carretera del condado que sale de la autopista. El jefe Morrison se equivoca si dice que me vio a medianoche. Yo en ese momento estaba a unos seiscientos kilómetros de distancia. No puedo decirles más. Compruébenlo.

Finlay me atravesó con la mirada. Hizo una seña con la cabeza a Baker, que abrió una carpeta de color marrón.

—La víctima no ha sido identificada —dijo Baker—. No llevaba ningún documento de identificación ni billetera, ni tenía señales físicas distintivas. Un hombre de raza blanca, de unos cuarenta años, muy alto, con la cabeza afeitada. El cuerpo fue encontrado allí a las ocho de esta mañana, abandonado junto a la valla, cerca de la entrada principal. Parcialmente cubierto con cartones. Le tomamos las huellas dactilares. Con resultado negativo. No hay correspondencia en la base de datos.

—¿Quién era ese hombre, Reacher? —quiso saber Finlay.

Baker aguardó a que yo reaccionase de alguna forma. Se quedó con las ganas. Me mantuve allí sentado, escuchando el ligero tictac del viejo reloj. Las manecillas estaban acercándose con lentitud a las dos y media. No dije palabra. Baker revolvió en el interior de la carpeta y seleccionó otro papel. Levantó la mirada un momento y prosiguió:

—La víctima recibió dos disparos en la cabeza. Probablemente efectuados con una automática de pequeño calibre. El primer disparo fue hecho de muy cerca, en la sien izquierda. El segundo fue a bocajarro, detrás de la oreja izquierda. Está claro que las balas eran de punta blanda, pues las heridas de salida destrozaron la cara de la víctima. La lluvia ha borrado los rastros de pólvora, pero los patrones de las quemaduras sugieren el uso de un silenciador. El primer disparo seguramente fue mortal de necesidad. No tenía balas alojadas en el cráneo. No se han encontrado casquillos de bala.

—¿Dónde está la pistola, Reacher? —preguntó Finlay.

Lo miré e hice una mueca. No respondí.

—La víctima murió entre las once y media y la una de la noche pasada —continuó Baker—. El cadáver no estaba allí a las once y media, cuando el vigilante de turno se marchó a casa. Así nos lo ha dicho. El que lo encontró fue el vigilante del turno de mañana, cuando se presentó para abrir la puerta. Hacia las ocho. Vio que usted abandonaba la escena del crimen y nos llamó.

—¿Quién era ese hombre, Reacher? —repitió Finlay.

Hice caso omiso y miré a Baker.

—¿Por qué antes de la una? —pregunté.

—Porque la fuerte lluvia de anoche empezó a caer a la una —respondió—. El suelo bajo el cadáver estaba completamente seco. De forma que el cadáver ya estaba en el suelo antes de la una, cuando empezó a llover. El forense sospecha que le dispararon a medianoche.

Asentí. Les sonreí. El momento de la muerte iba a suponer mi puesta en libertad.

—Díganos que sucedió después —repuso Finlay con calma.

Me encogí de hombros.

—Díganmelo ustedes —contesté—. Yo no estaba allí. A medianoche estaba en Tampa.

Baker rebuscó y sacó otro papel de la carpeta.

—Lo que después sucedió fue que usted, de pronto, lo vio todo rojo. Se volvió loco.

Dije que no con la cabeza.

—Yo no estaba ahí a medianoche —repetí—. Estaba subiéndome al autobús en Tampa. No me parece que eso sea cosa de locos.

Los dos policías no reaccionaron. Sus rostros eran sombríos.

—Su primer disparo lo mató —dijo Baker—. Le disparó una segunda vez, y entonces perdió el control y se puso a patear el cadáver hasta dejarlo machacado. Hay unos traumatismos enormes, posteriores a la muerte. Primero le disparó y luego hizo lo posible por destrozarlo a patadas. Pateó el cuerpo con saña, por todas partes. Estaba frenético. Finalmente se calmó un poco y trató de esconder el cadáver bajo los cartones.

Guardé un largo silencio.

—¿Traumatismos posteriores a la muerte? —pregunté.

Baker movió afirmativamente la cabeza.

—Patearon el cuerpo de forma frenética —aclaró—. El hombre da la impresión de haber sido atropellado por un camión. Tiene rotos casi todos los huesos del cuerpo. Pero el médico dice que eso pasó después de su muerte. Es usted un hombre muy raro, Reacher, eso está claro.

—¿De qué conocía a ese hombre? —preguntó Finlay.

Seguí mirándolo en silencio. Sin responder.

—¿Qué significa eso de Pluribus? —preguntó.

Me encogí de hombros. Me mantuve callado.

—¿Quién era ese hombre, Reacher? —volvió a preguntar Finlay.

—Yo no estuve allí —dije—. No sé nada.

Finlay guardó silencio.

—¿Cuál es su número de teléfono? —preguntó a botepronto.

Me lo quedé mirando como si estuviera loco.

—Finlay, ¿de qué demonios me está hablando? —solté—. Yo no tengo teléfono. ¿Es que no escucha? No tengo dirección fija.

—Me estoy refiriendo a su teléfono móvil —dijo.

—¿Qué teléfono móvil? Yo no tengo móvil.

De pronto me estremecí de miedo. Me habían tomado por un asesino a sueldo. Un extraño mercenario sin domicilio pero con teléfono móvil, que iba de un lugar a otro matando a la gente. Y que luego pateaba los cadáveres hasta dejarlos irreconocibles. Siempre en contacto con un grupo criminal para que le asignaran el próximo objetivo a batir. Siempre en movimiento.