Cuando allí arriba los abedules reverdecen - Breda Smolnikar - E-Book

Cuando allí arriba los abedules reverdecen E-Book

Breda Smolnikar

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Beschreibung

En los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial, Eslovenia, al igual que otros muchos territorios europeos, se desangra en una migración masiva hacia los Estados Unidos, la nueva Tierra Prometida. La vivaz y activa Rozina, junto a su compatriota y futuro marido Brinovc, forman parte del pasaje de uno de los numerosos barcos que surcaron el Atlántico en busca de un futuro mejor. En una sociedad desconocida y ajena, Rozina, apasionada y emprendedora, desplegará su innata capacidad de convertir las amenazas en oportunidades, y así conseguirá, por ejemplo, sacar adelante un próspero negocio de elaboración y venta de aguardiente en plena Ley Seca. En el período de entreguerras, la pareja, dejando a su hija pequeña en Estados Unidos, decide regresar a Europa, donde atisban mejores perspectivas para proseguir sus negocios. El estallido de la Segunda Guerra Mundial los priva de cualquier posibilidad de retorno a América, y Rozina deberá hacer frente a un sinfín de peligros y amenazas, hasta que, tras la muerte de su marido, podrá finalmente regresar a Estados Unidos, donde se dedicará en cuerpo y alma a librar a los suyos de la pobreza. Breda Smolnikar relata magistralmente esta epopeya del siglo XX en un texto rebosante de alegría de vivir y erotismo, que nos deja constancia de una heroína de su tiempo, una verdadera «hija de sus obras».

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CUANDO ALLÍ ARRIBA LOS ABEDULES REVERDECEN

Bitartean ibillico dira becatutic becatura amilduaz;

oraiñ pensamentu batean, gueroseago itz loyak gozotoro adi­tzean:

oraiñ escuca, edo queñada batean, guero musu edo laztanetan:

oraiñ ipui ciquiñac contatzen, guero dantzan,

edo dantza ondoan alberdanian.

J.B. Agirre

Título original: Ko se tam gori olistajo breze

editado por primera vez en 1998 en esloveno.

1ª edición: marzo de 2023.

Inversión cofinanciada por la República de Eslovenia y la Unión Europea, con cargo al Fondo Europeo de Desarrollo Regional y la Agencia Eslovena del Libro.

© 1998, Breda Smolnikar

Representada para esta edición por Editorial Malinc

© De la traducción: 2023, Barbara Pregelj y David Heredero Zorzo

© De la presente edición: 2023, ALBERDANIA, SL

Istillaga, 1, bajo - 20304 Irun

Tel.: + 34 943 63 28 14

[email protected]

www.alberdania.net

Imagen de portada: Mikka Luotio (Unsplash)

Impreso en Ulzama (Uharte, Navarra)

ISBN digitala: 978-84-9868-805-4

ISBN papera: 978-84-9868-804-7

Lege gordailua: D. 262/2023

CUANDO ALLÍ ARRIBA LOS ABEDULES REVERDECEN

BREDA SMOLNIKAR

Traducción

Barbara Pregelj

David Heredero Zorzo

Edición

Juan Kruz Igerabide

ALBERDANIA

narrativa

Eran naves griegaslas que venían al puerto, esperaba allí como una esposa fiel a su marinero a la vuelta del mar lejano, esperaba con bolsas llenas de alubias y setas secas, sabía hablar inglés, como si no pudiera entenderse con los capitanes de ultramar, los esperaba en Sušak cuando se estaban acercando a la costa con las barcas desde el barco anclado, al principio la miraban asombrados, y luego con interés y admiración, trasbordaban la carga, ella les daba las setas secas y las alubias, las nueces, y ellos a ella higos y pasas, también limones y naranjas, a veces volvía con el camión lleno y cuando era temporada de cerezas, el chofer del camión la dejaba, durante la ida, con sus grandes cestos de cerezas en el mercado y mientras él descargaba y cargaba sus mercancías, ella de paso vendía también las cerezas que los campesinos en los montes recogían para ella, hacía falta venderlas cuanto antes para que no se pudrieran, lo tenía todo muy bien organizado, desde los montes resbalaban las bolsas llenas de alubias y setas secas, que las había controlado todas cuando se las trajeron, metía su nariz dentro del saco y si no estaban bien seleccionadas le gritaba al que se lo había traído que los americanos no iban a comer aquella porquería, que por ahora estaba bien pero que la próxima vez no lo tomaría, y luego echaba las alubias mal separadas delante de sus hijos y ellos tenían que separarlas las tardes enteras, porque la mercancía tenía que ser buena y bella, a ella nadie le iba a reprochar nada sobre la mala calidad, tan solo una vez un capitán le había reprochado la basura en las alubias y ella grabó en su memoria los errores para no volver a repetirlos jamás, le gustaba sobre todo meter su nariz dentro de las setas, debían de oler a fresco y no a moho, debían de ser cortadas en trozos iguales, a cada recolector de setas le daba instrucciones sobre cómo habían de ser, cómo había de secarlas y cómo guardarlas, las setas tenían que encontrarse en unas bolsas lavadas de tela, si no, no las quería, con las setas era muy precisa, con las alubias no era tan importante, allí no podían hacer nada mal, que nuestros hijos podrán separarlas, solía decirle a su marido, quien a veces protestaba cuando les exigía demasiado a la gente de las montañas que le traía la mercancía, no voy a pagar por esta porquería, les decía para hacerles saber que la mercancía la vez siguiente tenía que tener un aspecto mejor, luego la transportaba hacia el mar, una vez la había entregado, a la vuelta, solía sentarse al lado del chófer o sin palabras se sentaba detrás, en el camión, entre las bolsas de pasas e higos, cuando había alguien más al lado del conductor y no había sitio para ella; no le importaba dónde ni cómo iba, lo importante era que el negocio fuera como debía, en casa se lavaría y arreglaría, no se preocupaba por la manera en la que volvía, lo importante era que en la costa la vieran arreglada y limpia, erguida, llevando su joyería americana, la vuelta a casa de veras no importaba, ya les había dejado impresionados, ya tenía su mercancía, y los anillos, los pendientes y los collares y el reloj de oro se los quitaba nada más emprender el viaje de vuelta, los guardaba en su monedero grande, que envolvía en un pañuelo grande que metía en la cesta, tapándolo con una chaqueta, se quitaba también los zapatos de tacón alto con los cuales solía impresionar a los capitanes, y los tiraba delante de sí al suelo sucio del camión, diciéndose, descalza, y ahora, a trabajar, el viernes a Moravče a la feria, el sábado voy a ir a Črnuče, y la semana que viene a Mengeš, el domingo se hace la bendición, y también iré a Kamnik y a Nova Štifta... se decía entre aquellas bolsas sucias que habían experimentado los entrepuentes de los barcos y las ratas que había allí, echaba una manta sobre las bolsas y se sentaba en el suelo de detrás, poniendo delante de sí la cesta con su joyería y la merienda por si acaso, para que no la robaran, cogía un trozo de pan que guardaba en la cesta envuelto en un pañuelo, comía una manzana o dos, según el hambre que tenía, y luego cogía con el brazo las asas de la cesta y tan solo de esta manera, a salvo de ladrones, apoyaba la cansada cabeza sobre las bolsas al lado de los zapatos modernos tirados sin cuidar que allí, detrás en el camión, no tenían que imponer, y antes de que el camión temblante la sumiera en un sueño inquieto, ya estaba calculando cuánto iba a ganar y cuánto iba a quedarle y cómo la próxima vez volvería a esperar en la costa; durante los años entre las dos guerras vendía la mercancía en casa, las pasas en las tiendas valían ocho dinares, mientras que ella las ofrecía por los montes y en los alrededores por cuatro dinares, de todos los montes acudían a por pasas e higos, estaba en todas las ferias, y cuando las hijas crecieron, eran ellas las que vendían, sabía de sobra cuánto tenían que ganar, tanta mercancía, tanto dinero, decía al meterse el dinero en los bolsillos antes de subirlo a un montón que tenía en el ático, el dinero que ganaba lo pesaba, no lo contaba, por qué había de contar todo el suelto con el que la pagaban si no tenía tiempo, ella simplemente pesaba las monedas, había que separarlas por su tamaño para poder pesarlas, y sabía exactamente cuánto dinero tenía, no había manera de engañarla, ni por una sola moneda, los niños lo sabían muy bien, venía a su casa diversa gente a comprar las pasas y los higos que cogían en grandes cantidades para venderlos, luego, en los montes, para que las amas de casa durante las Pascuas y las Navidades pudieran aderezar sus poticas1 y šarklji2 con secos granos de uva amarillo-marrones provenientes de Grecia.

El transportista Pretnar se encargaba de llevar la comunicación y la informaba, Rozina, engancha los caballos, y los enganchaba, transportando la mercancía hasta Pretnar, cuando Pretnar y Brinovc echaban las bolsas sobre el camión, le mandaba a su marido a casa, anda, ya, anda, le instigaba a Pretnar, llena de fiebre de negocios y no le escuchaba a Brinovc, quien le decía que tuviera cuidado para que alguien no la engañara o robara, a mí, le preguntaba en su vestido dominical, con oro de ir a misa en las orejas, un gran medallón de oro y una gruesa cadena alrededor del cuello, con reloj de oro con una correa ancha de oro, salpicada de diamantes y calzando sus zapatos de tacón alto, tan limpios que brillaban, y con su cesta de Carniola3, hecha de paja que había tejido ella misma y también había cosido ella misma, antiguamente, la mitad de América y la mitad de Europa llevaban sus sombreros de paja, que alguien se atreva a engañarla a ella, y se disponía a subirse al camión como si fuera a meter algo al horno o bien a cocinar algo, sin miedo se subía al viejo camión roto y cuando estaba sentada allí arriba, ya no pensaba en su marido, en los niños, en la granja, tan solo contaba y recontaba las bolsas, en su mente amontonaba los dinares, dirigiéndose, como estaba convencida, hacia su suerte, no le debía nada a nadie.

Ya envejecida, después de la segunda guerra, pero todavía vital y animada, la visitó varias veces el cronista local Stražar, algunas veces lo había recibido, pero luego se hartó de sus preguntas, habráse visto tal comerciante que revele sus viajes e intenciones, también en la vejez había que guardar algunas cosas para sí mismo, Rozina lo sabía, había cosas sobre las que un verdadero comerciante nunca hablaba, ni siquiera cuando dictaba sus memorias, tal vez revelaría sus secretos tan solo a algún nieto, pero con mucha cautela y en confidencia, y cuando estuviera del todo segura de que este se lo merecía, rechazó al historiador del pueblo cuando este quiso conocer distintas aventuras de su vida, y así venía y le preguntaba de todo y luego vino un día y ella abrió la ventana y dijo, ay, de nuevo, y él respondió que sí, y ella habló con oes tan abiertas como podía porque le recordaban al inglés de su juventud, o bien, ya no puedo contarle más y le cerraba la ventana delante de sus narices, tenía que irse, ya no quería hablar con él.

En aquellos añosentre las dos guerras, los hijos tuvieron que vender todo lo que traía, no le preguntaba a su marido, sus contactos llegaban hasta la lejana América, a los capitanes les gustaba trabajar con ella, les divertía su dureza y su firmeza en aquel lejano y extraño Sušak, con curiosidad se acercaron en su bote a la costa donde se encontraba fanfarroneando, luciendo la joyería de oro con sus tacones altos, con su mejor vestido, firmemente decidida a que no iba a dejarse engañar, lo intentaban, claro que lo intentaban, pero ella no les dejaba, pues nada, decía, lo venderé a otros, mañana vienen los de Finlandia, tan barato no os vendo ni las alubias ni las setas, y estas pasas de mierda os las lleváis donde queráis, decía, aunque en realidad se le apretaba la garganta y temía que los tipos volviesen al barco que, extraño, pesado y lejano, flotaba allá, muy hundido en el mar, con su bodega llena de pasas y de higos y de limones y de naranjas que Rozina ansiaba tanto; las muestras en bolsitas que los capitanes y marineros llevaron a la tierra firme para que ella pudiera con la nariz, la lengua y las manos apreciar la mercancía, las tiró descuidadamente ante el vacilante capitán y mientras tanto entre los dientes molía la mercancía extraña y dulce de Grecia, secada por el cálido sol del sur, y en un gesto de desprecio encorvaba los labios hacia abajo, diciendo, no los compro a este precio, se le salía el corazón del pecho porque no sabía cómo iban a reaccionar los hombres a este gesto suyo, si mañana no me lo compran los finlandeses, me llevo las alubias, dijo, las venderé a precio de oro en Hungría, y con vosotros ya no hablo, dijo, mirando su lujoso reloj de oro que se había comprado hacía años con el dinero de la ley seca en los Estados Unidos, cuando con su marido a escondidas fabricaban aguardiente y lo vendían, el chófer Pretnar estaba a su lado, callado, tenía miedo porque los marineros grandes y rechonchos tenían fama de ser pendencieros y si estaban bebidos eran peligrosos, sin embargo, Rozina no los temía, ya se había dado media vuelta como si fuera a irse, pero se inclinó hacia la cesta que tenía a sus pies y que había dejado allí al probar la mercancía griega de las bolsitas, el gran medallón en el collar largo y grueso oscilaba al inclinarse hacia la cesta, lentamente introdujo la mano, los diamantes en el reloj de oro brillaron con ostentación, los pendientes atildados del traje tradicional, los más grandes que tenía, y eso que tenía varios pares, centellearon al corregirse su exuberante pelo rizado y negro; se inclinó, entonces, hacia la cesta y sacó su último triunfo, una botella de un litro de licor casero, aquí tienes, dijo, para no echar en vano tu tiempo conmigo, y le ofreció la botella de aguardiente, sin pensar él cogió la botella, le sacó con los dientes el tapón de corcho, lo cogió con la mano y en seguida empezó a tragar el aguardiente de Rozina, para el cual podría afirmarse que en toda Carniola no había igual, efectivamente, el aguardiente era el último triunfo de Rozina, cuando había podido embrujar con él a todos los Estados Unidos, también lo haría con este peludo hombre calzonazos, toda erguida le dio la espalda, espera, mujer, me lo llevo, dijo el capitán, bajo mis condiciones, dijo Rozina con la voz levantada antes de darse la vuelta, con una voz que no toleraba objeciones, va pái sto diálo, dijo cuando de nuevo pudo verle la cara y, con la botella en una mano, recogió con la otra mano las bolsitas que ella le había tirado a sus pies, gamó to kerató mu, los marineros se inclinaron hacia delante para echarse sobre ella, pero él sólo rió, escupió al mar, tirándola de nuevo las bolsitas que ella cogió con agilidad, gamó to Hristó, hizo un gesto a los marineros para que se retirasen, palii pústes, volvió a reír, negó con la cabeza y se dirigió con sus hombres hacia el bote gruñendo su gamó to kerató mu, pues tú sí que te atreves, murmuraba Pretnar, tieso de miedo, no obstante, ella sólo sonrió secamente y dijo, cállate, no te metas en mi negocio.

Una sola vez