Dulce como tú - Kate Caterbary - E-Book

Dulce como tú E-Book

Kate Caterbary

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"Cuando la abuelastra de Shay Zucconi muere, le deja una granja de tulipanes, pero antes deberá cumplir con dos condiciones: La primera es que Shay tiene que mudarse al pequeño pueblo de Friendship, en Rhode Island. La segunda, y más complicada, sobre todo porque su novio acaba de cancelar la boda, es que Shay debe casarse en el transcurso de un año. Noah Barden estuvo enamorado de Shay Zucconi en el instituto, pero nunca se animó a decírselo. Era demasiado tímido, demasiado torpe y muy poco interesante para invitar a salir a una chica tan guapa y popular. Aquel antiguo amor ni se le pasa por la cabeza. Hasta que Shay regresa al pueblo y pone la vida de Noah patas arriba."

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1 novia abandonada que no lo vio venir

1 padre soltero que ni se lo podía imaginar

1 año para casarse o perder la granja familiar

 

Tamizado con una sobrina pequeña que aspira a ser pirata, un poco de desconfianza y una gran dosis de atracción.

 

La receta perfecta.

 

Cuando la abuelastra de Shay Zucconi muere, le deja a Shay una granja de tulipanes… Pero antes deberá cumplir con dos condiciones:

La primera es que tiene que mudarse al pequeño pueblo de Friendship, en Rhode Island. La segunda, y más complicada, sobre todo porque su novio acaba de cancelar la boda, es que debe casarse en el transcurso de un año.

Casarse es lo último en lo que piensa, pero está dispuesta a hacer lo que sea para salvar el único hogar verdadero que ha tenido.

Noah Barden estuvo enamorado de ella cuando iban a la escuela. Pero nunca se animó a decírselo. Era demasiado tímido, demasiado torpe y muy poco interesante para invitar a salir a una chica tan bonita y popular.

Pero ahora, una eternidad después, Noah hace de padre soltero de su sobrina y está ocupadísimo administrando el negocio familiar. Aquel antiguo amor ni se le pasa por la cabeza.

Hasta que Shay regresa al pueblo y pone la vida de Noah patas arriba.

Kate Canterbary, autora best seller del USA Today, escribe romances contemporáneos inteligentes y sensuales, llenos de pasión, corazón y finales felices. Vive en la costa de Nueva Inglaterra con su marido y su hija.

Puedes encontrarla en www.katecanterbary.com

Prólogo

Shay

Objetivo de aprendizaje de hoy: La alumna aprenderá a reconocer cuándo es momento de tomar un hacha.

Cuando me llamó, yo ya tenía puesto el vestido de novia. Vestido, velo, zapatos y un corsé más fuerte que un toro para afinarme la figura. Y qué vestido increíble: pesado, con mucho volumen y muy poco práctico para una boda en pleno verano, pero aun así era perfecto. Todo era perfecto.

–Esto no va a funcionar, Shay –escupió.

Sabía lo que me quería decir y lo supe antes de que pronunciara mi nombre. No se refería a la barra de mariscos, ni a las ramas de cornejo que cubrían el pasillo, ni a la orquesta. Y no me sorprendió.

Pero debería haberme sorprendido. Debería haberme escandalizado. Sin embargo, en los rincones donde esas emociones deberían haber aflorado, había un vacío seco y quebradizo que me devolvía una carcajada. Y esa carcajada me decía que debería habérmelo imaginado.

Mi única reacción fue arrancarme el velo y arrojarlo a la alfombra de felpa de la suite del hotel. Mis cuatro damas de honor gritaron horrorizadas, porque quitarme el velo quería decir algo, y ellas lo sabían. No iba a arriesgarme a tener un pelo fuera de lugar y mucho menos minutos antes de salir para las fotos previas a la ceremonia.

Al oírme decirle «Okey» al que ya era mi exnovio, la fotógrafa bajó la cámara.

Okey, al parecer esto no amerita una conversación en persona.

La fotógrafa dio un paso atrás. Luego otro.

Okey, no me caso en tres horas.

Jaime, una de mis damas de honor, se me acercó extendiendo un brazo y con los ojos muy abiertos.

Okey, un año y medio de preparativos tirados a la basura.

Emme y Grace cruzaron una mirada como preguntándose «¿Qué carajo pasó?».

Okey, todas las cosas que creía haber hecho bien, también a la basura.

Audrey se alisó la falda de su vestido de dama de honor azul marino y acompañó afuera a los peinadores y maquilladores.

Okey. Okey.

–Eh... ¿me has oído? –preguntó él al otro lado del teléfono–. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Ojalá pudiera decir que algo así nunca me había pasado. No porque ya me hubieran dejado ante el altar –o a un puto paso del altar–, pero sí me habían dejado en cierto lugar.

–Estás terminando conmigo –respondí, y odié sentir que me temblaba la voz. No iba a permitir que me destrozara así y encima escuchara cómo me derrumbaba. Jalé con fuerza del canesú del vestido. Iba a vomitar si no me arrancaba esa cosa que me asfixiaba–. ¿Tú les dirás a los invitados?

No respondió enseguida, y en ese intervalo de silencio oí un tictac que sonaba muy parecido a una señal de giro.

–No puedo –dijo–. No estoy allí.

Nunca había entendido del todo el significado de «cambiar de un plumazo» hasta que, en cuestión de cinco minutos, mi novio me dejó y no se dignó a hacerse cargo de la situación. Lo había querido, lo había querido durante años y, sin embargo, arruinó el día de nuestra boda, y ni siquiera me sorprendió. En ese momento no podía recuperar ni una pizca del amor que había sentido por él. Todos los rasgos positivos y amables que le había atribuido se volvieron resentimiento. Se marchitaron en el acto. A pesar de haberlo querido tanto, descubrí que era capaz de despreciarlo, aborrecerlo y guardarle rencor. No me costó nada.

Y eso sí me sorprendió.

–¿Cómo que no estás aquí? –le pregunté, quitándome de un puntapié los tacones fucsia que eran exactamente del mismo color que mi ramo–. ¿No te parece que deberías decirle algo a tu familia?

Carraspeó.

–No van a ir. Ya saben. Les dije anoche. –Otro carraspeo. Otra vez la señal de giro–. Después de la cena de ensayo.

Un sonido horrorizado me brotó de la garganta, una mezcla de carcajada y el quejido de un puñetazo en el estómago. Ahora sí estaba segura de que iba a vomitar. Pero, antes de salir corriendo al baño, iba a decirle con lujo de detalle, por primera vez en tres años, lo que pensaba. Basta de seguir conteniéndome. Basta de seguir maquillando el asunto.

–¿Cómo que anoche? No... ¿Cómo pudiste…? Olvídalo, ojalá te pudras en el infierno. No puedo ni imaginar por qué se lo dijiste a tu familia anoche y esperaste dieciocho horas más para decírmelo a mí, la persona con la que se suponía que te ibas a casar hoy. Y no me importa. No necesito una explicación. No me importa. Se acabó. –Jalé del vestido hasta que un sonoro ris ras llenó la habitación. Enseguida mis amigas me rodearon y empezaron a desatarme, desabrocharme y desanudarme hasta que aquel precioso vestido de ensueño color crema chantilly, en torno al cual había planeado toda la boda, que había buscado con todo mi empeño y por el que me había matado de hambre, cayó a mis pies–. No vuelvas a hablarme. Jamás.

Lancé el teléfono con la intención de estrellarlo contra la pared y romperlo en mil pedazos, pero con tal pésima puntería que aterrizó sobre la cama, con la pantalla oscura fulminándome en un mar de sábanas blancas inmaculadas.

–¿Qué puedo hacer? –me preguntó Jaime.

Negué con la cabeza. Sin contar a los familiares de mi ex, trescientos amigos y familiares iban a llegar en menos de una hora. No había forma de evitarlo.

–¿Quieres que llame a tu mamá? –sugirió Emme.

–¡No! –exclamamos Jaime y yo al mismo tiempo. Admiraba a mi mamá, pero nadie usaría precisamente palabras como «maternal» o «cálida» para describirla.

–¿Quieres que te traiga un barril gigante de algo bien fuerte y un hacha? –intervino Grace.

–¿Qué tal un barril gigante de algo bien fuerte y un escape rápido? –corrigió Audrey.

–Algo así –susurré.

–Estamos contigo –dijo Emme.

Me eché a llorar, a gritos, enloquecida y destrozada.

Mis amigas me rodearon: una me puso una bata sobre los hombros, otra me puso una botella en las manos y me dijo «Toma» con una firmeza que no admitía discusión, una tercera me quitó los broches del pelo, mientras otra recogía el vestido y lo hacía desaparecer de mi vista. Igual, mucho no podía ver bajo el incontrolable torrente de lágrimas que me empañaba los ojos.

–Que se vaya a la mierda –soltó Emme.

–No la merecía –sumó Audrey.

–Espera a que me encuentre con ese malnacido, se arrepentirá –apuntó Grace, con su ferocidad característica.

–Mientras ustedes planean su descuartizamiento, voy abajo a… encargarme de la situación. Y hablaré con tu mamá y tu padrastro.

El cuidado con el que Jaime anunció que se encargaría de mi ruina me desgarró con más fuerza que cualquier cosa que mi ex hubiera dicho esa tarde. Me llevé la botella a la boca e incliné la cabeza hacia atrás, sin importarme si el vodka me quemaba la garganta, me chorreaba por la barbilla o me corría el lápiz de labios.

Nada de eso importaba.

Ya no tenía que ser perfecta, y darme cuenta de eso fue como un extraño regalo de despedida. Un regalo que nunca había pedido ni quería. Pero ser perfecta había tenido su encanto. Me había gustado dar esa imagen. Y había seguido las reglas de la perfección. Había hecho todo bien.

Y nada de eso importaba.

Capítulo uno

Shay

La alumna aprenderá a enfrentarse con abogados, camiones vaca y piratas.

 

–Te llegó una carta. Tienes que firmar.

Abrí los ojos y miré a Jaime desde su sofá, que se había convertido en una especie de cueva donde bebía sin parar vestida con un pijama que no me había quitado en tres días. Dos semanas después de que me dejaran en el altar, pasaba la mayor parte del tiempo como mínimo un poquito borracha, pero ya no lloraba sin parar, lo cual parecía un avance.

Un avance o un signo de deshidratación. No lo tenía claro.

–¿Una carta?

–No lo sé, cariño. Intenté firmar yo, pero el cartero me pidió la identificación –respondió Jaime mientras se recogía su larga cabellera color castaño y se hacía una cola de caballo.

Tardé un minuto en despegarme del sofá. Llegar a la puerta era todo un viaje. Desde que el mundo se me vino abajo el día de mi boda, solo había salido un par de veces del almacén convertido en loft que Jaime compartía con tres mujeres más.

La primera vez que conseguí reponerme lo suficiente como para salir del apartamento fue para cortarme el pelo quince centímetros, porque me lo había dejado crecer durante casi dos años para conseguir un look de novia perfecto. Y transformé mi rubio natural en rosa dorado.

No había una razón concreta para querer tener el pelo rosa y hasta los hombros. No tenía una explicación. Lo único que sabía era que no quería volver a ver mi versión anterior en el espejo.

Eso fue lo que me llevó al tatuaje. Algo mucho más permanente que teñirme el pelo, pero hacía años que quería hacerme uno y ahora necesitaba un recordatorio bien visible de que la persona que había sido antes del desastre no era la actual.

Después, vendí todo lo que tenía que ver con mi relación anterior. Vestidos de todo tipo: para la foto de compromiso, para la fiesta de compromiso, para la despedida de soltera. Los conjuntos para después de la fiesta y el brunch del día posterior, los atuendos para la luna de miel. Esos fabulosos zapatos magenta y el velo. Todo lo que me había puesto cuando estaba con mi ex. Todas las cursilerías típicas de las bodas que había reunido con tanto esmero. Y hasta las revistas de novias que había comprado durante casi dos años.

Y ese vestido de porquería. Al final, no lo había roto de manera significativa. Apenas una rasgadura en la costura lateral; nada que una modista no pudiera arreglar. Y como ese diseñador prácticamente no hacía modelos para chicas de talla dieciséis como yo, tenía una fila de novias esperando para quitármelo de las manos.

No quedaba mucho después de eso. Solo la ropa que usaba para mi trabajo en el kínder, algunos pantalones para hacer yoga en distintos tonos de negro desteñido, una caja de zapatos llena de aretes extravagantes que me encantaban pero que mi exnovio detestaba.

Así que aquí estaba, con el pelo cambiado y tintura fresca, tomando alcohol sin parar y viendo un tonto reality show tras otro en el sofá de mi mejor amiga, sin cambiarme el pijama durante días, mientras mi ex disfrutaba de la luna de miel que yo había organizado y pagado como regalo de bodas para él. Ese era mi premio por seguir las reglas.

Eso, y lo que carajo fuera que tuviera que firmar en la puerta.

Atravesé el apartamento arrastrando los pies, con una manta sobre los hombros bien apretada contra el pecho porque la camiseta de tirantes que llevaba puesta no era de fiar: un movimiento en falso y quedaría con los pechos al aire.

Jaime se quedó apoyada en la pared mientras yo mostraba mi identificación y firmaba para recibir la carta.

–¿Qué es esto? –le pregunté al cartero.

–No es mi trabajo saberlo. Mi trabajo es entregar papeles y no me lo has hecho nada fácil.

–Cuánto misterio, ¿no? –dijo Jaime mientras avanzaba por el pasillo.

Miré el sobre de ambos lados.

–Sea lo que sea, dudo que me interese –afirmé. Volví al sofá con desgano y le lancé el sobre a Jaime–. Dime lo que dice y listo.

Me quedé mirando la pantalla del televisor, con la manta alrededor de la cintura, mientras sorbía lo que quedaba de una mezcla realmente atroz de vino tinto, hielo y Coca-Cola light. Una atrocidad. Un atentado contra el vino. Pero deliciosa.

Jaime rompió el sobre y pude apreciar, no por primera vez, la total ausencia de crítica de su parte. Algunos no soportarían tanta autocompasión. No se pondrían a analizar diseños de tatuajes ni celebrarían al ver caer al piso de la peluquería los primeros mechones. Jaime no juzgaba, simplemente contenía, y esa era solo una de las cosas maravillosas que tenía.

–Es sobre tu abuelastra –dijo mientras pasaba las páginas–. La que falleció.

Hice tintinear el hielo de mi vaso. La abuela Lollie había muerto hacía un par de meses, tranquila y feliz en su cama en una comunidad de personas mayores de Florida que siempre había descrito como «un lugar fabuloso». Tenía noventa y siete años, pero eso nunca le había impedido perderse una sola noche de salsa. Viví con ella un tiempo cuando estaba en la escuela secundaria, en una época complicada de mi vida, y la quería mucho.

Era uno de los escasos miembros de mi familia a los que consideraba mi verdadera familia. Y que la abuela Lollie no fuera a estar presente el día de mi boda me había parecido realmente lo peor que podía pasarme.

Sí que había sido una linda forma de burlarse del destino.

–No se entiende –murmuró Jaime, revolviendo las páginas–. Parece que te dejó una… una granja. En Rhode Island.

Reparé entonces en los cestos para ropa sucia, las bolsas de basura y las cajas de toda clase y color amontonadas junto a la pared. Toda esa maraña caótica de cosas revueltas proclamaba con orgullo y a viva voz que algunas de mis dulces, increíbles y alocadas amigas habían ido al lujoso rascacielos del Back Bay de Boston que compartía con mi ex y se habían llevado todo lo que consideraban que me pertenecía.

Todo, hasta una botella de aceite de oliva casi vacía y una escoba que jamás había visto.

Eran las mejores amigas que podían existir y lo más parecido a una familia que tenía en Boston. No dejaban de preguntarme si necesitaba algo, si estaba bien. Lo cierto era que no estaba bien. Para nada.

Pero no se los decía.

–¿¡Qué!? –exclamé, volviendo la vista hacia ella.

Negó con la cabeza y señaló la primera página.

–Tenemos que llamar al abogado de tu abuelastra porque yo no entiendo de estas cosas, y hay muchas fechas y requisitos aquí que parecen muy importantes.

–No tiene sentido –objeté mientras me dirigía a la cocina a degradar otra copa de vino con hielo y soda–. Seguramente es un error. Lollie no me dejaría la granja. Ha sido propiedad de su familia durante cientos de años. Y tenía cuatro nietos verdaderos del primer matrimonio de mi padrastro, ¿los recuerdas? Se las habrá dejado a ellos. O a mi padrastro. O a cualquier otra persona.

–Tenemos que llamar a este tipo –insistió Jaime, señalando el documento.

–No tengo teléfono –le respondí–. Me lo quitaste. ¿Te acuerdas?

En algún momento, me había arrebatado el teléfono de las manos. Entre todas me contuvieron cada vez que quise llamar a mi ex para gritarle por haber esperado hasta los últimos segundos del día de nuestra boda para suspenderla, y cada vez que necesité que me explicara qué había pasado, que me dijera qué había fallado, en qué me había equivocado. Por qué había preferido ponerme en ridículo.

Ninguna explicación serviría de nada. Lo sabía. Pero tenía instantes en los que me hartaba de estar borracha y triste y abatida, y quería habitar la rabia de haber sido agraviada de esa forma tan desconsiderada. Quería que la rabia me agotara. Que me consumiera al extremo de quedar demasiado cansada para llorar, demasiado cansada incluso para sentir el abatimiento.

Esa rabia era lo único verdadero que sentía, e incluso así no era mucho más que decepción cocida a las brasas. Había planeado esa boda hasta el último detalle, y de repente… pfff. Se había esfumado de tal forma que parecía que nada hubiera existido; como si todo lo que la boda había representado, todo lo que había significado para mí nunca hubiera existido.

–Usemos el mío. –Lo sacó del bolsillo trasero de sus pantalones cortos de jean.

Levanté la copa a modo de brindis.

–Te digo que es un error. No me dejó la granja a mí –insistí.

–¿Y si sí te la dejó? –Jaime me miró con gesto impaciente antes de marcar el número que figuraba en los papeles. Volví al sofá, escuchando a medias mientras ella le explicaba la situación a alguien al otro lado de la línea. Un momento después, me tendió el teléfono y me resumió–: Ahora nos pasan con el abogado.

Puse el altavoz mientras sonaba la línea. Enseguida, se oyó una voz:

–Hola, habla Frank Silber.

–Eh, sí, hola, habla Shay Zucconi.

–¡Señorita Zucconi! Hace un mes que estamos intentando localizarla –exclamó, y sus palabras se entremezclaron con una carcajada.

Miré el frente del sobre. No hacía falta explicarle que tenía mi dirección anterior, la del apartamento donde había vivido antes de mudarme con mi ex.

–Sí, me mudé hace poco.

–Bueno, ahora que pude encontrarla –murmuró en ese mismo tono divertido–, le explico las condiciones de su herencia.

–Respecto a eso –respondí, sin prestarle atención a Jaime, que arqueaba las cejas–. Creo que no está hablando con la persona correcta. ¿Tal vez deba contactarse con el hijo de Lollie, o los nietos? Francamente, no creo que me corresponda nada.

–Su abuelastra dejó muy en claro sus deseos –señaló–. Revisamos juntos su testamento unos tres meses antes de su muerte. Esto es lo que ella quería.

–Bueno, pero… –Como no supe qué más decir, Frank aprovechó mi silencio:

–La herencia de su abuelastra la nombra a usted, Shaylene Marie Zucconi, como única beneficiaria de la residencia, los establecimientos de la granja y los terrenos de cultivo conocidos como Thomas Twins Farm, comúnmente denominados Twin Tulip, situados en el número ochenta y uno de Old Windmill Hill Road, en Friendship, Rhode Island.

–Es una locura –balbuceé–. No entiendo por qué querría dejarme la granja a mí.

–No puedo hablar por Lollie, pero sí recuerdo que en varias ocasiones dijo que usted sabría qué hacer con ella.

Me miré los pantalones cortos y la camiseta de tirantes que usaba de pijama.

–Ni siquiera sé qué hacer con mi vida, Frank. Todas esas hectáreas me parecen demasiada responsabilidad.

Soltó una risita sonora, como si no creyera que estaba siendo completamente sincera, y continuó:

–Hay dos condiciones importantes que tengo que explicarle. Primero, deberá vivir en la propiedad al menos la mitad del año y...

–Pero yo trabajo en Boston –lo interrumpí–. No puedo trasladarme desde Rhode Island todos los días.

–Si no está dispuesta o no puede cumplir las dos condiciones establecidas por el fideicomiso, la propiedad pasará a manos del pueblo de Friendship –explicó.

¿Por qué Lollie me haría algo así?

Busqué a Jaime con la mirada, negando lentamente con la cabeza. Ella levantó las manos y, encogiéndose de hombros, sugirió:

–En última instancia, podrías devolvérsela a los pueblos indígenas a los que casi seguro se la robaron.

Silencié la llamada mientras Frank me explicaba por qué la granja quedaría para el pueblo.

–Ella se ocupó de eso hará unos cuarenta años. Devolvió muchas tierras. –Esperé en silencio mientras Frank le gritaba algo a su asistente–. La familia se puso furiosa, pero a ella no le importó.

–Me cae bien esta señora –comentó Jaime.

–Y la segunda condición –continuó Frank– era la más importante para Lollie. Su familia ha vivido y trabajado esa tierra desde principios del 1700 y ella quería que esa presencia familiar perdurara. Para que usted pueda heredar plenamente la propiedad al finalizar el año condicional, debe presentar una prueba de matrimonio o de pareja de hecho en el plazo de ese año.

–Entonces –me interrumpí para beber un trago a mi infame sangría–, ¿tengo que mudarme a Rhode Island, vivir en una granja y casarme? ¿Y soy la única que tiene la posibilidad de hacer eso? ¿Ni los hijos de mi padrastro ni ninguna otra persona?

Se oía como si Frank estuviera revolviendo papeles.

–Es lo que decidió Lollie. Sin embargo, no hay problema en que ceda la propiedad al pueblo. Con eso, se daría fin a la tradición de que una misma familia haya explotado esa granja durante tres siglos, aunque entiendo que no todas las tradiciones necesariamente han de continuar para siempre. Estoy seguro de que Lollie también lo entendía.

–Pero ni siquiera era su pariente real. –Esas palabras sonaron como una pobre excusa. Yo misma tuve esa sensación. La abuela Lollie había sido lo más real que había tenido. Nunca tuve una relación cercana con mi mamá o mi padrastro. Para ellos, como mucho, había sido una pesadilla en términos de organización. A los hijos de mi padrastro solo los había visto algunas veces; todos me llevaban diez o quince años y vivían en distintos lugares–. Era mi abuelastra.

–Como dije, Lollie creía que usted sabría qué era lo mejor para la granja. –Hizo un ruido fuerte y gangoso–. Según tengo entendido, sus otros nietos han expresado poco interés en siquiera visitar las tierras de la familia.

–Pero se podría volver a hablar con ellos, ¿no? Tal vez hayan cambiado de idea.

–Me temo que las herencias no funcionan así, señorita Zucconi –señaló Frank riendo.

–Está bien. Pero como no me voy a casar y no puedo mudarme a Rhode Island, supongo que no puedo aceptar la herencia –respondí, pero esas palabras me resultaron dolorosas. Hacía años que no iba a la granja, desde poco antes de que la abuela Lollie se mudara a Florida y se la arrendara a una pareja joven para que se encargara del cultivo de los tulipanes, pero en mi mente seguía existiendo como un lugar al que siempre podría acudir.

Hasta ese momento.

–No tiene que tomar la decisión ya –me aconsejó Frank–. La granja es suya por un año. Piénselo tranquila. No hace falta entregar la propiedad al municipio antes de lo necesario. Tómese el año. Mientras tanto, mi asistente le enviará las llaves y la documentación por correo.

Le di a Frank la dirección de Jaime y se despidió. De inmediato, volví la vista a las cajas y cestos abarrotados que cubrían la pared. Todas mis posesiones cabían en esos bultos. En una época me prometí que dejaría de vivir con una maleta a cuestas. Que mi vida ya no sería portátil. Que dejaría de andar de aquí para allá. Que ya no volvería a vivir así.

Pero ahí estaba, con treinta y dos años y otra vez inmersa en una situación temporal sin la menor idea de lo que iba a pasar con mi vida.

A menos que... pudiera decidir lo que iba a pasar.

Mi vida no tenía que girar en torno a otra persona. Eso se había acabado. Podía hacer lo que quisiera.

Jaime me miró con insistencia y me preguntó:

–¿Cómo estás?

–Bien –dije, encogiéndome de hombros.

–¿Ha llegado el momento, entonces? ¿Nos casamos?

–No podría hacerte algo así a ti –le respondí, negando con la cabeza.

–Lo haría por ti.

–No vamos a casarnos. Si pienso en el matrimonio más de unos segundos, seguro que me cae un rayo encima, por no hablar de que perderás toda credibilidad como bisexual caótica. Todo el mundo conoce tus posturas sobre la monogamia y las uniones legales.

–Podríamos tener un matrimonio abierto –sugirió.

Realmente no podía haber en mi vida mejor persona que Jaime.

–Eres demasiado buena conmigo. Y te agradezco el ofrecimiento. Pero todo lo que sé de granjas cabría en esta copa –argumenté, levantando la copa que tenía en la mano–. No sé. Todo esto es ridículo. No puedo... Quiero decir, en realidad, nunca me gustó vivir en ese pueblo. Pero fui medianamente feliz en la granja y no tengo... Bueno. Mmm.

Conté las cajas y demás bultos. No eran tantos. Si los acomodaba bien, entraría todo en mi auto. Podía levantar todas mis cosas e irme. Podía irme en ese mismo instante si quería. No necesitaba esperar las llaves. Sabía dónde Lollie tenía escondidas las de repuesto.

Además de que efectivamente podía irme, tenía la sensación de que debía irme. Su granja era el único lugar que siempre había sentido como mi hogar, y me quedaba un estrecho margen de tiempo antes de perderlo. Tenía que ir mientras aún fuera mío.

–¿En qué estamos pensando? –me preguntó Jaime–. Conozco esa cara. Es la misma que pusiste hace unos años cuando decidiste replantear toda la unidad sobre manzanas y calabazas dos días antes del comienzo de clases. Es la cara que pones cuando se te ocurre alguna locura.

Aparté la mirada de las cajas y le sonreí. Jaime era maestra de primer curso y daba clases al lado de mi aula de kínder.

–Ninguna locura –afirmé–. Pero te tengo buenas noticias.

–¿Y qué noticias si se puede saber?

–Me voy de tu sofá para siempre.

–¿Y a dónde piensas ir, preciosa?

Me terminé la copa.

–Mañana me mudo a Rhode Island.

–Ah, es eso, ¿no? –Jaime se dejó caer sobre los cojines.

–¿Qué cosa?

–El comienzo de tu etapa de villana –señaló–. La etapa del «no me jodan, qué me importa», tiras toda tu vida por la borda y empiezas de nuevo solo porque te da la gana.

Lo medité un segundo. Era cierto, ya todo me importaba un carajo. Y, si mi infame bebida y el pijama que llevaba puesto hace días eran indicio de eso, me daba igual. La única salida que tenía era deshacerme de los escombros de mi vida. Y esa idea fue como la primera bocanada de aire fresco que respiraba en mucho tiempo.

–Sí. Tal vez.

***

–Quiero apoyarte –me dijo Jaime, mientras yo cargaba una caja tras otra en el asiento trasero del auto–. También quiero quedarme tranquila de que no te estás lanzando de cabeza a un pozo depresivo y destructivo.

–Tengo una cuota considerable de depresión –admití, ya sentada en mi todoterreno. Dos días después de hablar con Frank, había reducido mis cosas a lo esencial, había pedido una licencia en la escuela y me sentía real y genuinamente viva por primera vez en mucho tiempo–. Pero es la cuota justa dadas las circunstancias.

–¿Y qué me dices de la parte destructiva? Tomarte un año de licencia y dejarme dando clases con vaya una a saber quién tiene que ser un poquitín destructivo.

Saqué la cabeza del auto para mirarla.

–Perdón. No era mi intención perjudicarte con todo esto. Es que... –Desvié la mirada hacia la calle un momento.

–Necesitas alejarte de todo –precisó–. Te entiendo. Pero ¿sabemos algo sobre Friendship? El nombre ya suena sospechoso, y que sea un pueblo pequeño no significa que sea un buen lugar para vivir.

–Es un pueblo pequeño y tranquilo en la bahía de Narragansett. Tiene una cala que lo divide por la mitad –agregué, haciendo un gesto con las manos para describir los dos lados–. De un lado, hay granjas familiares de toda la vida y, del otro, una zona residencial muy arbolada con casas y escuelas construidas el siglo pasado. No es gran cosa.

–Respóndeme algo –dijo, llevándose las manos a la cintura–. No hay osos, ¿no?

–¿Cómo? No. Que yo sepa, no. No, no hay osos. Nunca oí hablar de osos en la época en la que viví allí, cuando estaba en la secundaria. –Clavé la vista en la acera. Lo que me faltaba: estar preocupada porque hubiera osos.

–¿Y qué vas a hacer en la granja? –continuó Jaime–. Hace seis años que nos conocemos y ni una sola vez en todo este tiempo has dado el menor indicio de que supieras algo sobre tulipanes o cómo se cultivan.

–No sé nada –se me escapó una carcajada–. No tengo ni la más remota idea de lo que voy a hacer con los tulipanes, ni con la tierra, ni con nada. Pero voy a hacer suplencias en la escuela local y... no sé. –Lo positivo de vivir con mi ex en su apartamento durante los últimos dos años era que había reunido una buena cantidad de ahorros. Podía permitirme ser un poco imprudente. El anillo de compromiso guardado en el monedero de mi bolso me garantizaba que podría ser un poco más imprudente si lo necesitaba–. Lo pensaré sobre la marcha.

El único plan era que no tenía plan, y eso no iba a frenarme. No tenía ningún sentido, pero tampoco tenía sentido el resto de mi vida en ese momento. Era mejor dejar de luchar contra eso.

Me pasó el último de los cestos para ropa sucia, cargado con sábanas, una cacerola de hierro fundido, tres cajas de galletas Cheez-It y una maraña de cables de carga.

–Espero que te comuniques seguido. No me refiero a un mensaje de vez en cuando. Me vas a hacer videollamadas, ¿entendido? No me obligues a ponerme en contacto con el Departamento de Policía de Friendship para mandarlos a comprobar que estás viva.

–Te llamaré –le aseguré–. No hemos pasado más de un par de días sin hablar en años. ¿Crees que voy a empezar ahora?

–Estás empezando a hacer muchas cosas nuevas –resopló, haciendo un gesto con los brazos hacia el auto–. Solo quiero dejar claras las reglas de base. Y no te comas una caja entera de Cheez-Its en el camino. Te va a doler el estómago y te vas a poner de muy mal humor.

–Sí, mami –le respondí en broma.

–Tú bromeas, pero te lo digo muy en serio. Sé lo que pasa cuando te das un atracón de Cheez-Its.

–Te llamo en cuanto llegue. –Y me bajé para abrazarla–. Gracias por ser tan mamá.

–De nada –respondió, apretándose contra mi hombro–. Estoy a una llamada de distancia. Me avisas y salgo hacia allá.

–No tienes auto, James. Y no sabes conducir.

–Le pediré a Audrey que me lleve. O mejor a Grace: no le importan los límites de velocidad. El caso es que estás a menos de dos horas al sur y allí estaré cuando me necesites. O cualquiera de las demás. O todas.

–Lo sé –asentí con la cabeza.

–Apenas te instales y logre organizarme con todas, iremos a visitarte un fin de semana –propuso–. Si es que para entonces no te has aburrido como una ostra de vivir en el campo y has vuelto a mi sofá.

Quería decirle que no iba a volver al sofá, pero no estaba convencida de que fuera cierto. Hasta donde sabía, iba a llegar allí, recordaría todas las cosas que había odiado de Friendship y daría media vuelta.

Pero tenía un año en la granja familiar de mi abuelastra antes de perderla para siempre. Quería vivir plenamente el tiempo que quedaba allí antes de tener que renunciar a ese regalo inesperado de la abuela Lollie.

***

No odié Friendship al minuto de llegar, pero sí me fastidió encontrarme con los cuatro camiones vaca estacionados en la entrada de la casa, impidiéndome entrar.

¿En serio? ¿Camiones pintados como si fueran vacas? Negros con manchas blancas y pestañas gruesas alrededor de los faros. Las puertas del lado del conductor tenían pequeños carteles con los nombres Buttercup, Clarabelle, Rosieroo y Gingerlou. Casi no me dejaban ver la vieja casa victoriana ni el porche amplio y elegante que rodeaba la parte delantera. Las torres gemelas del tejado –porque en esta zona todo se hacía de a pares– se asomaban hacia el cielo despejado por encima de los camiones, y la vista cobraba un aire circense que me resultó insoportable.

Thomas House era la extravagancia en su máxima expresión, con una fachada de estilo pan de jengibre, pintada en tonos verdes y adornos en rosa y morado brillante. Sabía que vería el jardín de hadas detrás del granero de color amarillo girasol. Si la memoria no me fallaba, había un camino de losas bordeado por una plantación de romero y anís que conducía directamente al costado del granero. Un jardín de flores silvestres en forma de corazón se mecía con la brisa. Detrás de dos hayas enormes, de ramas gruesas y bajas, pensadas para sentarse a leer en los días de verano, un rosal invadía por completo el armazón de hierro de una cama vieja, formando un auténtico lecho de rosas. Y había metros y metros de tulipanes plantados en hileras sinuosas y desordenadas. Todo en este lugar era deliberadamente estrafalario.

Los camiones vaca no formaban parte de la extravagancia estrafalaria.

Bajé la ventanilla para ver mejor el que tenía más cerca.

–¿Qué carajo es esto? –murmuré.

En los laterales se podía leer Little Star Farms, en letra gris azulado de estilo vintage, con cuatro estrellas dibujadas a mano sobre las palabras. No recordaba ninguna granja con ese nombre en la zona, pero, aunque así fuera, ¿por qué iban a estar sus camiones estacionados aquí? La primera y única explicación que se me ocurrió no fue precisamente benévola. Supuse que esta granja estaba usando la propiedad de Lollie como depósito de chatarra. Tomé el teléfono y busqué Little Star Farms. Tenía que haber un número en internet, y los iba a llamar para que se llevaran sus camiones vaca a pastar a otro lado.

Cuando apoyé el pulgar en el número de teléfono, mi vista recayó en la dirección: Old Windmill Hill Road. La granja estaba al final de la calle.

–Mejor todavía –dije, retrocediendo por el sendero de grava hasta la carretera–. Resolveremos el misterio de las vacas en persona.

No recordaba todas las granjas y familias de los alrededores, pero sí me acordaba de los vecinos, y no eran productores de leche. Tenían huertas. Manzanas y bayas y cosas por el estilo. Cuando vivía aquí, la ayudaba a Lollie en la granja, sobre todo atendiendo la caja registradora en abril y mayo, cuando venía gente a recoger sus propios productos en el campo, pero no sabía lo suficiente sobre agricultura como para decir si una huerta podía transformarse en una granja lechera. La verdad es que no veía cómo podría funcionar, pero ¿quién sabe?

Aceleré por Old Windmill Hill hacia la propiedad que ahora se llamaba Little Star Farms, más decidida a reparar este agravio que ninguna otra persona en toda la historia de la humanidad.

Cuando llegué a la cima de Old Windmill Hill –con el molino de viento de cuatrocientos años que le daba nombre a un lado–, doblé por el camino señalizado con un gran cartel con el nombre Little Star Farms. Debajo había varios carteles más pequeños que anunciaban pan recién horneado, arándanos locales, mermelada casera y miel de flores silvestres.

El lugar estaba repleto de gente trabajando. Había camiones a ambos lados del camino de grava y se veían varios invernaderos y otras instalaciones grandes a lo lejos, con puertas altas abiertas de par en par. La vieja granja seguía donde la recordaba, pero estaba cambiada: habían ampliado la fachada para convertirla en un local comercial.

Estacioné con torpeza, la mitad en la grava y la otra mitad en la hierba pisoteada que conducía a los invernaderos. Fue lo mejor que pude hacer, teniendo en cuenta que no había lugar en el área de estacionamiento. La fila para entrar en la tienda no hizo más que alimentar mi frustración. La necesidad de llevar pan y mermelada a la comunidad no podía ser tan grande como para que esta gente tuviera que dejar sus vacamóviles donde les diera la gana. ¿Y de dónde se suponía que había salido toda esa gente?

En lugar de esperar en la fila para hablar con alguien de la tienda, me encaminé hacia los invernaderos. Pasé delante de un almacén lleno de maquinaria y vehículos todoterreno y de otro edificio repleto de fardos de heno. Intenté atraer la atención de los trabajadores, pero estaban ocupados descargando materiales con un montacargas, transportando un tramo enorme de alambrada o dándose órdenes a gritos e insultándose unos a otros. Por lo visto, no repararon en mi presencia.

Si hasta ese momento había tenido una actitud decidida, ahora estaba enojada y había algo extraño en ese enojo. Era extraño tener esa sensación. Cuanto más tiempo pasaba allí, asándome bajo el sol de la tarde y oyendo de fondo los gritos de los trabajadores, más claro me quedaba que no estaba completamente abatida. Me había sentido viva desde el instante mismo en que tracé el plan sin plan de viajar allí, pero ahora me sentía como si hubiera salido de un coma inducido por la vergüenza.

Distraída por semejante constatación, no reparé en el hombre que se acercaba por el camino ni en la niña que correteaba a su lado. Estaba tan distraída que no vi el parche en el ojo de la niña ni la espada de plástico que agitaba entusiasmada.

Solo cuando oí «¡Allí! ¡Tierra a la vista!», logré salir de mis pensamientos para ver a la pequeña pirata de la mano de un hombre barbudo y altísimo que llevaba una mochila rosa al hombro y una lonchera de tela colgando de la otra mano. Tenía un sombrero con la insignia de Little Star Farms y unas gafas de sol oscuras que le tapaban los ojos y, en ese momento, me pareció que iba a pasar de largo e ignorarme como habían hecho todos los demás.

–¡Abran paso! –exclamó la niña, deslizándose el parche hacia la frente. Era un parche decorativo, no funcional.

El hombre no pareció notarme hasta que la niña me apuntó con la espada, pero en ese momento se le cayó la lonchera y murmuró algo para sí entre la polvareda que se levantó.

–¿Qué estás haciendo aquí? –me preguntó él.

–Estoy aquí porque hay unos camiones de esta granja bloqueando la entrada a mi granja –solté, dominada por la furia que acababa de despertarse en mí– y estoy intentando encontrar a alguien que pueda moverlos. Lo antes posible.

–¡Vean su soplido! –gritó la niña.

Le sonreí con gesto cómplice y asentí con la cabeza porque los niños solo necesitan que les presten atención, y ella estaba poniendo todo su empeño en su papel de pirata. Luego me volví a centrar en el hombre que estaba a su lado.

–¿Sabes quién está a cargo de esto?

–¿Si sé quién está a cargo? –repitió él con voz pausada, como si fuera yo la que estuviera haciendo el papel–. Sí, supongo que sí.

–¿Puedes decirme dónde encontrar a esa persona? –pregunté, extendiendo los brazos.

Negó con la cabeza un instante y se inclinó para recoger la lonchera caída. Se la entregó a la niña y se cruzó de brazos.

–Aquí –dijo–. La has encontrado.

Capítulo dos

Noah

El alumno aprenderá a reprimir todo.

 

 

Maldita Shay Zucconi.

En mi pueblo. En mi granja. Y no me reconoció.

Pensándolo bien, era lógico.

–¿Eso que tienes puesto es un enterizo? –le preguntó Gennie, sin la voz de pirata. Caminó alrededor de Shay para observar su ropa de todos lados–. Parece un enterizo. ¿Cómo haces para ir al baño?

Shay le sonrió sin la menor señal de fastidio. Me sorprendió. Supuse que no le haría ninguna gracia una niña de seis años que no podía guardarse un solo pensamiento. O que le haría algún comentario cortante y después la ignoraría.

Al fin y al cabo, Shay Zucconi estaba muy por encima de este lugar. De todos nosotros.

–Se llama mono –le explicó. Parecía que estuviera hablando con una amiga–. Si te refieres a los enterizos para adultos, se llaman bodis, y son mucho más prácticos para ir al baño. Estas cosas –dio media vuelta, señalando la cremallera de su espalda– son una pesadilla. Soy Shay. ¿Cómo te llamas? –le preguntó, tendiéndole la mano.

Gennie se escondió detrás de mí, en un repentino arrebato de timidez. Sentí sus dedos enredarse en mi camiseta.

–Gennie –le respondió en un susurro.

–Encantada de conocerte, Gennie –dijo Shay, haciendo un saludo con la mano.

Realmente quería odiarla, y por un millón de razones diferentes, pero, sobre todo, porque había aparecido aquí después de tantos años y no me había reconocido. No es que quisiera que nadie fuera cruel o despectivo con Gennie –ya había sufrido bastante–, pero habría preferido terminar ese intercambio disgustado con Shay. Me habría venido muy bien.

En cambio, ella señaló la falda a rayas de Gennie, una que tenía el dobladillo todo deshilachado porque la niña era un peligro con las tijeras, y le preguntó:

–¿Y qué me dices de ese look que te has armado? Es fantástico.

–Me gustan el blanco y el negro –le respondió Gennie, alejándose de mí para darse la vuelta–. Son mis colores favoritos, pero Noah dice que debería probar otros.

Shay se llevó la mano al colgante en forma de diamante que tenía a la altura de la garganta y lo deslizó de un lado a otro varias veces mientras parpadeaba mirando a Gennie. Fue apenas un segundo, pero enseguida clavó la vista en mí. Ajá.

–¿Noah? –repitió en voz baja, soltando por fin el colgante para llevarse las gafas de sol arriba de la cabeza, y se quedó mirándome con la boca abierta. Sentí calor en el cuello–. ¿Noah Barden? ¿Eres tú? ¿Por qué no me dijiste quién eras? Eres la última persona que esperaba encontrar en Friendship.

Sí que era la más pura verdad.

–Lo mismo podría decirte a ti –le respondí.

Desvió la vista hacia las suaves ondulaciones que nos rodeaban y negó con la cabeza muy lentamente, con la mirada perdida en la distancia.

–Sí, bueno, no era algo que estaba en mis planes.

Si Shay tenía intenciones de explicar por qué demonios había vuelto después de catorce años de la promesa adolescente de no regresar jamás, ese habría sido un buen momento. También habría sido el momento ideal para que yo hiciera lo mismo.

Pero el momento pasó, y Gennie se detuvo junto a Shay y se puso a jugar con el brazalete que llevaba en la muñeca.

–Tienes un pelo muy bonito –le dijo.

–Gracias. Me lo cambié hace poquito –confesó Shay, llevándose una mano a su melena rubio fresa–. Todavía no me he acostumbrado.

–Se te ve estupenda. Los años te han tratado bien –murmuré, lo cual era una estupidez porque ya no éramos los mismos chicos de antes, y lo último que necesitaba era volver a tener un problema como Shay, incluso si el paso de los años se había llevado a esa chica inolvidable de ojos felinos y larga cabellera rubia para transformarla en una mujer inolvidable de pelo rosa y curvas sensuales, imposibles de contemplar bajo aquel calor. Seguía siendo más bien baja y seguía teniendo la piel radiante como la seda, sin una sola peca que perturbara semejante perfección.

–Es muy amable de tu parte, pero difícilmente sea así –respondió, haciendo un gesto de arriba abajo en mi dirección. En ese instante me di cuenta de la magnitud de mi estupidez. No podía hacer una observación sobre su aspecto sin que eso le hiciera notar el mío. Nadie sabía mejor que yo lo que era que su cuerpo fuera una fuente constante de comentarios–. Tú, en cambio, estás casi irreconocible. –Volvió a hacer el gesto de arriba abajo con la mano–. Creciste como medio metro. Estás altísimo.

–Noah mide cien metros –aportó Gennie, sin apartar la vista del brazalete de Shay.

–Veinte centímetros nada más. –Me metí las manos en los bolsillos, a la espera del siguiente comentario. Desde que volví a Friendship, lo primero que la gente mencionaba al verme era lo mucho que había adelgazado y cuánto me había mejorado la piel. Una vez que terminaban de repasar mi historia de niño gordo tan lleno de acné como para que fuera memorable, enseguida pasaban a lo que fuera que necesitaran de mí: que patrocinara el equipo de sóftbol, que pagara un puesto en algún evento próximo, que donara una cesta para una subasta de beneficencia, que formara parte de un nuevo comité, que rescatara la granja de alguna familia antes de que se subastara...

Pero lo único que dijo fue:

–Me alegro mucho de verte, Noah. –Y volví a ser un chico de dieciséis; de dieciséis y más torpe que la mierda, y absolutamente intimidado por esta chica.

Y eso, bajo ningún concepto, podía continuar.

–Sí, igualmente. Así que, en cuanto a los camiones que viste en Twin Tulip… –retomé, pasándome una mano por la nuca, que, como de costumbre, parecía de hormigón–. Los muchachos veían que entraba gente todo el tiempo y estacionaba allí para bajar por ese pequeño atajo que hay en el bosque, el que lleva a la cala. Pusimos algunos camiones de reparto que ya no están en funcionamiento para hacerles difícil estacionar. –Levanté un hombro, el que tenía colgada la mochila rosa que Gennie me había lanzado al segundo de bajarse del autobús. Odiaba la mochila rosa, pero adoraba el pelo rosa de Shay. Por supuesto. Era lógico–. No sabíamos que iba a venir alguien.

Shay arrugó las cejas e hizo un gesto que realmente no entendí.

–Yo tampoco sabía que iba a venir.

–Tus aretes no hacen juego –anunció Gennie–. ¿No tendrían que ser iguales?

–No veo por qué –repuso Shay–. Si no puedo hacer algo divertido con mis aretes, ¿para qué me los pongo?

Busqué mi teléfono en el bolsillo trasero.

–Ya mismo me encargo de que se lleven los camiones.

–Espera un segundo –dijo entre risas, agitando los brazos mientras yo escribía un mensaje de texto a toda prisa–. ¿Qué es eso de los camiones pintados como vacas? ¿Y esta granja lechera? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué pasó con la huerta? –Señaló mi sombrero–. ¿Y eso? ¿Little Star Farms? ¿Qué es todo esto?

Le sostuve la mirada, con el corazón en la garganta. Tuve la certeza de que ya me tenía en el bolsillo y que tendría que dar mil explicaciones mientras ella me dejaba hecho pedazos, pero…

–¡Está todo tan cambiado! –exclamó, señalando los invernaderos y la granja–. No lo puedo creer. ¿No había allí una hilera de arbustos de bayas? Una fruta rara. ¿Qué eran? Algo como frambuellas.

–No existen las frambuellas. Quieres decir grosellas –expliqué.

–Deberían existir las frambuellas –murmuró Gennie.

–¡Sí! Eso. Grosellas –dijo Shay–. ¡No están más!

–No las compraba nadie. Tenerlas era malgastar recursos –señalé–. En fin. Y la granja lechera… Bueno, mi papá no se pudo negar cuando le ofrecieron comprar las granjas vecinas, pero tampoco supo qué hacer con todas esas propiedades. Cuando me hice cargo, unifiqué el negocio, incluida la granja lechera de McIntyre. Distribuimos en toda la región y hacemos entregas a domicilio. Leche, productos agrícolas, pan. Nada del otro mundo.

Gennie aprovechó ese momento para clavar su espada en el suelo y anunciar:

–Estoy más aburrida que una puta ostra.

Hay que reconocer que Shay no mostró ni la menor reacción ante el exabrupto de Gennie. Simplemente parpadeó y me miró.

–Imogen –dije en tono seco–. Por eso no pudiste ir más a la escuela de verano. Ya hemos hablado del tema. No puedes...

–Pero es que así de aburrida estoy –suspiró. Se volvió hacia Shay, la tomó de la mano y le preguntó–: ¿Quieres venir a ver las cabras? Son muy simpáticas.

–Gennie –comenzó Shay, buscándome con la mirada–, creo que Noah está intentando hablarte de esa palabra de adultos que acabas de usar. ¿Qué te parece si primero lo escuchas y después organizamos para ir a ver a las cabras?

Gennie asintió con la cabeza y se volvió hacia mí haciendo una mueca de impaciencia, como diciendo que iba a consentir la leve molestia de escucharme, pero únicamente porque a Shay también le parecía una buena idea.

Con público observándome, se me borró de la cabeza cómo ponerle límites a semejante mocosa.

–No puedes usar esa palabra –sentencié–. Ya lo hemos hablado. No puedes usar esa palabra ni ninguna otra que se le parezca.

Gennie arrastró la punta del pie por la tierra. Se encogió de hombros y respondió:

–Lo voy a intentar.

La miré con seriedad unos segundos. Sabía que era la promesa más endeble que podía existir y que lo que más quería era terminar esa conversación para ir a mostrarle las cabras a Shay. Era claro que ya se había encariñado con ella.

Así pasaba con Shay. Bastaba con mirar un minuto esos ojos felinos para estar perdido.

De haber sido inteligente, habría puesto fin a la situación en ese momento. Habría puesto a Gennie a hacer sus tareas y habría mandado a volar a Shay.

Pero cuando se trataba de Shay, no podía ser inteligente. Nunca había podido.

–Me gustaría que hicieras algo más que intentar –insistí–. Y Shay no es tu prisionera. Seguramente tiene cosas que hacer –llevé la vista a la última mujer en el mundo a la que esperaba encontrar en mi propiedad–, me imagino.

Gennie dio un pisotón.

–Te prometo que no voy a volver a decir la palabra que empieza con p el resto del día. –Miró a Shay con una sonrisa radiante, ya sin rastro de rebeldía, y le preguntó–: ¿Quieres venir a ver a las cabras o tienes cosas que hacer?

Encogiéndose de hombros, le respondió:

–Me encantaría conocer a las cabras.

Gennie la tomó de la mano y salió disparada por el camino que separaba los invernaderos. Yo las seguí a un ritmo más moderado, viéndolas reír y escuchando a Gennie explicarle todo lo que había en la granja.

–No me dejan entrar en ese campo –le contó, apuntando con la espada hacia las cajas blancas que se veían a lo lejos–. Es para las abejas y Noah dice que están muy ocupadas haciendo miel y no pueden ser amables conmigo.

–Tiene razón –coincidió Shay, sonriendo por encima del hombro.

Ella siempre había tenido un rostro que parecía diseñado para sonreír, y no todo el mundo tiene un rostro perfecto para sonreír. Tenía la comisura de los labios curvada hacia arriba, como si estuviera esperando un motivo para sonreír.

Y cada vez que me dedicaba una de esas sonrisas... Bueno, para mi versión adolescente eran como el pan de cada día.

Me quedé mirando las abejas. Deseé que me hicieran recuperar el juicio a fuerza de aguijonazos.

–Ese es el invernadero que usa Noah para sus proyectos secretos –siguió Gennie, apuntando la espada hacia una estructura vidriada alejada de los demás invernaderos–. No me deja entrar.

–Nadie puede entrar –repliqué–. Y no son proyectos secretos. Solo no quiero que nadie se entrometa hasta que termine.

–Suena a proyectos secretos –comentó Shay en broma.

Bajaron trotando por una leve pendiente, sin soltarse de la mano, hasta llegar a los terrenos que habían pertenecido a los McIntyre. Era un lugar tranquilo, con árboles que lo protegían del fuerte viento que entraba desde la bahía. Las cabras parecían estar a gusto.

–Y esa, la que tiene un lunar blanco cerca del ojo, es Lunita. Yo le puse Lunita. Por el lunar blanco –explicó Gennie.

–Tiene lógica –comentó Shay.

Se giró y me miró. Me había quedado a unos cuantos pasos, con los brazos cruzados, como queriendo hacer un vallado contra ella. Desvié la mirada hacia la lejanía.

–Viene gente a hacer yoga con las cabras –continuó Gennie–. Siempre hay alguien que grita cuando alguna se le sube encima.

–Yoga con cabras –enfatizó Shay–. Guau. Este lugar sí que ha cambiado.

–Fue una idea del centro de yoga del pueblo y... –Levanté una mano, deseando encontrar una forma sencilla de explicarle que sí, que este lugar ha cambiado horrores en los últimos quince años y que si no te hubieras ido y si no te hubieras olvidado de mi existencia por completo, estarías enterada–. Los alumnos limpian después de las clases. Es positivo para el negocio.

–Positivo para el negocio –repitió Shay, mirándome de arriba abajo–. Qué bien.

Estuve a punto de responder a esa mirada escrutadora, de decirle que alguien tenía que ocuparse de que el negocio funcionara, pero Gennie, con espada y todo, trepó la cerca y se arrojó al corral de las cabras gritando:

–A esa le puse Rosita. ¿La ves? Esa. Aunque no es rosa. Es solo un nombre bonito. Y esa es Cora. Noah me dijo que le pusiera Cora, pero me parece un nombre tonto.

–Que no te guste no significa que sea tonto –repuse.

–¿Está bien que esté ahí? –me preguntó Shay.

–Son inofensivas. Lo peor que puede pasar es que la tiren al suelo, y a ella le divertiría. –Me encogí de hombros–. Además, ¿te da la impresión de que podría detenerla?

–Cierto –murmuró. Después de un rato de escuchar a Gennie contarle el nombre de cada cabra y de ver cómo intentaba atrapar a la más pequeña del rebaño y terminar cayendo al suelo muerta de risa mientras la cabra le lamía la cara, me miró de nuevo–. No puedo creer que estés aquí, con cabras y un invernadero con proyectos secretos y una niña.

Había tantas cosas que quería decirle y la mayoría no eran agradables. Pero, más que nada, quería decirle que no podía creer que ella estuviera aquí. Odiaba que estuviera aquí. No me hacía ninguna gracia que con apenas una sonrisa me despojara de todo el resentimiento y el desprecio que había acumulado en todos esos años.

En cambio, exclamé:

–¡Gennie, si no tienes cuidado, vas a perder esa espada!

–Está bien –respondió, forcejeando para quitarle la espada a Lunita–. Ahora tenemos que ir a ver a los perritos. Shay quiere conocer a los perritos.

Miré a Shay con una ceja levantada.

–Si te descuidas, te tendrá aquí toda la noche.

–¿Tantos perros tienes? –preguntó, divertida–. Gracias por preocuparte, pero no es necesario que me rescates. No de tu hijita. Es un encanto, Noah.

Podría haberle dicho la verdad. Podría haber aclarado que era mi sobrina, que yo era su tutor legal y que no tenía una esposa esperándome en casa. Que nada había sido como normalmente suceden las cosas.

Sin embargo, lo único que pude hacer, una vez más, fue limitarme a mirarlas alejarse, rumbo al corral de los perros, corriendo una al lado de la otra. Caí en la cuenta de que hacía años había logrado superar mi timidez extrema hasta que apareció Shay para hacerla resurgir en toda su intensidad.

Molesto, negué con la cabeza y les dije a las cabras:

–¿Tan difícil era hacer alguna cosa brusca o agresiva? En las clases de yoga parece que no les cuesta. Te comiste el sombrero de esa señora el otro día, Rosita, ¿y ahora eres toda una dama? Esa sí que fue una jugada muy oportuna.

Las cabras levantaron la cabeza en mi dirección y balaron indignadas.

Me arranqué el sombrero, me sequé la frente con la mano y empecé a caminar hacia el otro extremo del campo. Era perfectamente consciente de que podría haber regresado a mi trabajo y dejar a las chicas solas con los perros. No tenía necesidad de quedarme rondando. No tenía nada que vigilar. Gennie conocía bien la granja y Shay… Bueno, a mí qué carajo me importa...

Lo cual no era cierto, pero prefería pensar eso a la otra opción.

Cuando llegué al corral de los perros, lo primero que oí fue la risa de Gennie. Tenía una risa fuerte y contagiosa, de esas que salen del estómago, y cada vez que la oía me arrancaba una sonrisa. No se reía así con frecuencia. No se reía mucho en general.

La encontré contra la cerca, con un par de viejos golden retrievers olfateándole los bolsillos. Era altamente probable que los tuviera llenos de comida. Era un milagro que las cabras no la hubieran encontrado primero.

–¿Los perros pueden comer rosquillas? –preguntó entre risas.

–Un pedacito –le advertí.

Shay la observó mientras partía en migajas la rosquilla que había estado guardando desde quién carajo sabe cuándo y se las daba directamente de la palma de la mano. Algunos de los otros perros rodearon a la recién llegada y la olfatearon aceptando las caricias en la cabeza que repartía a unos y otros. La mayoría simplemente estaban echados al sol, otros se asomaban desde el interior de los caniles. No había mucho movimiento.

Shay señaló a un perro viejo que tenía apoyado en la pierna y me habló:

–¿Cuánto hace que tienen todos estos animales, Noah? No recuerdo que antes hubiera… –hizo un gesto con la mano en dirección a los diez o doce perros que la rodeaban–, una cosa así.

–Los tenemos para que no se mueran –apuntó Gennie, todavía concentrada en repartir los trocitos de la rosquilla.

Shay me miró con el rostro de qué demonios significa eso.

Desvié la vista hacia las cabañas donde vivía parte del personal de la granja. Era más fácil que mirar a Shay a los ojos.

–Adoptamos perros viejos que no consiguen hogar para que tengan un lugar cómodo donde pasar sus últimos días. –Levanté la barbilla en dirección a las cabañas–. A la gente le gusta que haya perros alrededor.

–Y también tenemos gallinas –agregó Gennie–, pero son unas tontas hijas de perra.

–¡Imogen! –exclamé–. Acabamos de hablar sobre la palabra «tontas» y sabes que está mal usar esa otra expresión.

Le echó una mirada rápida a Shay.

–Pero no son muy inteligentes –corrigió, bajando la voz.

Shay se llevó la mano a la boca para contener una carcajada, y no pude evitar reírme. Tuve que ponerme de espaldas, aclararme la garganta y repasar mentalmente los gastos del mes para sofocar la risa.

Cuando me di la vuelta, Gennie estaba en la otra punta del corral intentando hacer salir a un basset hound viejísimo de su sitio de descanso. A menos que tuviera una chuleta de cerdo en alguno de los bolsillos, era claro que el perro no iba a salir.

Pero tampoco podía descartar que no tuviera una escondida en algún lado.

–¿Hay algo que no hagas? –inquirió Shay–. ¿Cuándo duermes?

–No muy a menudo. –Señalé con la cabeza a Gennie–. Menos desde que está ella.

–Ya lo creo –murmuró Shay.

Otro momento de silencio se instaló entre los dos mientras mirábamos a Gennie jugar con los perros, y cada vez me frustraba más que Shay pareciera tan tranquila observándolo todo. Me habría dado una satisfacción tremenda verla sentir un gramo de mi incomodidad. Después de tanto tiempo, era lo mínimo que me merecía. No podía ser el único al que le costaba hilvanar dos palabras. No podía ser el único que sentía fogonazos de calor subiéndole por la nuca hasta la punta de las orejas. No podía ser el único que estaba sufriendo.

–Todo esto es realmente increíble, Noah –dijo.

Asentí con la cabeza y llamé a Gennie:

–Se está haciendo tarde. Tienes tareas que hacer.

–Sí, con esas gallinas estúpidas –le dijo al basset por lo bajo.

–Te he oído –le advertí.

–Pero no dije tontas ni hijas de perra –replicó.

Shay reprimió una carcajada y comentó:

–Es un petardo, ¡por favor!

Me alejé de la cerca y me dirigí hacia el camino que llevaba a la casa.

–Los camiones ya deberían haberse ido –dije–. Perdón por las molestias.

–Sí, gracias. –Se llevó una mano al rostro y jugueteó con uno de sus aretes–. Todo tiene sentido ahora… Gracias por la ayuda con ese tema. Tendría que haber imaginado que habría una buena explicación. Entre el viaje y todos los Cheez-Its que comí en el camino... y el nombre de los camiones no me resultaba familiar y...

–Está bien. Se entiende. Las cosas cambian y hacía tiempo que no venías.

Shay dio un paso atrás y volvió a sujetar el colgante que llevaba en el cuello. Lo movió de un lado a otro, observándome.

–Me asombra que estés aquí. Este lugar no fue amable contigo y...