El abismo que me acecha - Emilio Alfaro - E-Book

El abismo que me acecha E-Book

Emilio Alfaro

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Gerardo es un profesor de ingeniería que ya no espera demasiado de la vida. Recién jubilado y viudo, para ocupar su tiempo, comienza a colaborar en una oenegé dedicada a asistir a enfermos terminales. En el hospital donde acompaña a Antonio, un empresario desahuciado, conoce a su hija Claudia, arrebatadoramente atractiva, que mantiene una conflictiva relación con su padre. Las atenciones que le dedica Claudia lo encandilan y reavivan deseos y esperanzas que ya había enterrado. ¿Por qué no?, se pregunta. Sólo después se da cuenta de que ella lo ha utilizado y descubre la razón por la que Antonio sentía miedo de su hija. Pero ya es demasiado tarde. Fascinado por ella, se ha convertido sin quererlo en cómplice del asesinato del paciente al que debía cuidar. Lo que sucedió en la habitación 302 será una carga sobre su conciencia que habrá de acompañarlo en lo que le quede de vida.

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EL ABISMO QUE ME ACECHA

La edición de este libro ha recibido una ayuda del Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco.

1ª edición: abril de 2024

© 2024, Emilio Alfaro Martínez

© De la presente edición: ALBERDANIA, 2024

Istillaga, 2, bajo, - 20304 Irun

Tel.: +34 943 63 28 14

[email protected]

www.alberdania.net

Portada: Fragmento del cuadro La Espera, de Jose Ibarrola (1996).

Impreso en Ulzama (Uharte, Navarra)

ISBN PAPEL: 978-84-9868-868-9

ISBN EPUB: 978-84-9868-869-6

Depósito legal: D-98-2024

EL ABISMO QUE ME ACECHA

EMILIO ALFARO

ALBERDANIA

novela

A Jorge Giménez Bech, editor y amigo, in memoriam

Para Nieves e Ignacio

Precávete de los sueños desmesurados que concibes.

En esencia, todo lo importante ha sucedido ya.

UNO

Existe el mal. Yo puedo atestiguarlo. Lo conocí.

No me refiero al mal en su dimensión ontológica ni en la versión pedestre y escolástica que nos enseñaron en las clases de filosofía del bachillerato y que, si no me falla la memoria, lo definía precariamente como la “ausencia del bien”; tampoco, a la maldad institucionalizada, hecha ideología y maquinaria de poder, que ha triturado cuerpos y almas a lo largo de la historia. Me refiero al mal con minúscula, el que habita y medra entre nosotros como una sustancia propia, como una secreción enzimática; ese hálito maligno que nos es dado a conocer en algún momento de la vida, con el grado y la dimensión que corresponde a nuestras particulares circunstancias existenciales. Hablo de esa fuerza perturbadora que irradia de algunas personas y que es capaz de contaminar todo lo que toca y de arrastrar a los incautos atrapados por su aura hasta el pretil de la iniquidad y más allá. Hablo de una maldad doméstica, casi natural, nada diabólica y sí muy humana, aniquiladoramente humana, que crece en esas personas señaladas para acogerla sin un designio preconcebido, involuntariamente, sin mediar hechizo o maldición, y que las hace singulares. Porque el mal personificado, aunque lo huelas, aunque lo temas, puede ser extremadamente seductor y venir cargado de promesas. Como los colores rutilantes de las serpientes más venenosas. De eso puedo dar fe.

Yo conocí el mal asomándome a sus ojos color miel. Lo presentí, me estremeció, y no supe resistirme. Todavía hoy trato de desprenderme de ese influjo perturbador que sé que me va a acompañar y desquiciar en lo que me quede de vida, sabiendo como sé también que, al igual que un drogadicto inerme, si ella se presentara ante mí como entonces y me mirara como entonces me miró, yo mismo volvería a colocarme las cadenas y a arrojarme al abismo que me acecha en sueños.

Pero estoy hablando de unos hechos y circunstancias desconocidos para quien esté leyendo estas líneas. Quizá sea conveniente, también para el desquiciado discurrir de mis ideas, que empiece por donde todo comenzó.

Me veo hablando con José Luis, en su monacal despacho de la sede de la fundación: Aliento Solidario, anunciaba sin gracia el rótulo atornillado a la derecha de la puerta, al término casi de un largo pasillo ocupado por los locales que el municipio ha cedido a diversas asociaciones, en el piso primero del centro social del barrio. Me he acercado con más prevención que entusiasmo, para probar. Desde que me jubilé, fui amasando la intención de colaborar con alguna ONG. Si alguien me pregunta qué me movió a hacerlo, diría que me motivaba el deseo de aportar a la sociedad algo de lo que había recibido de ella. Qué sea ese algo y qué concibo como «la sociedad» es otra cuestión que no viene a cuento. Quería, para simplificar, compartir con los demás algo de lo que me sobra: tiempo.

Cuando vivía Rosa anticipamos muchos planes sobre lo que haríamos cuando llegáramos a la jubilación. Teníamos ya apalabrada y anotada la lista de países que visitaríamos, ordenados estos por años y grado de dificultad, de modo que los destinos más lejanos o trabajosos se situaban al principio, cuando todavía estuviéramos cargados de fuerzas y entusiasmo, y los más cercanos y cómodos quedaban para el final. No podíamos imaginar entonces, yo menos que ninguno de los dos, que unas células enloquecidas desbaratarían todo lo que habíamos planeado. Un desarreglo, un diagnóstico implacable, el viaje de despedida a Roma, clavado en mi memoria como un vía crucis, y un rápido apagarse que la morfina hizo indoloro solo para los sentidos de Rosa. Eso fue todo. Todavía no me he desacostumbrado de su compañía.

No es fácil seguir viviendo cuando te alteran el guion en la parte final de la película. Te sientes estafado; la vida descarrila de su sentido y dirección, tienes que inventarte un nuevo argumento para llegar al desenlace. Por eso, cuando cumplí los sesenta y cinco, no quise prolongar la docencia tres años más, tal como Rosa y yo habíamos acordado para esperar a que ella alcanzara la edad de jubilación. Santiago, el director del departamento, el bueno de Santi, me aconsejó que siguiera dando clases: «Te encuentras en plena forma, hombre». También me lo recomendó nuestro hijo, Carlos. Y Remedios. Creía yo que estaba superando el duelo y la ausencia de Rosa de forma ejemplar ante las miradas ajenas, forzándome a presentar hacia afuera una prestancia y entereza que estaba lejos de sentir dentro de mi piel, y resultó que todas las personas que mejor me conocían radiografiaron mi auténtico estado de ánimo. «Eso te distraerá, papá», me dijo Carlos. Pero no les hice caso.

En el vacío que me dejó la ausencia de mi mujer, a punto de cumplirse los cuarenta años de vida juntos, tuve que reconocer lo que durante todo ese tiempo me resistí a admitir: que no me gustaba la ingeniería en general ni la rama mecánica en particular, pese a haber dedicado tres cuartos de mi vida a tratar de interesar a mis alumnos en los sistemas de producción y fabricación industrial y a procurar estar yo mismo al día de los cambios incesantes que se dan en esta materia. Estudié ingeniería por influencia familiar, por satisfacer a mi padre. Para él, obrero sin cualificar en una fundición, tiznado siempre de polvo metálico y carbonilla, ser ingeniero era el summum, más que ser el Papa de Roma. «Este será ingeniero» era su forma de presentarme a la familia y a los conocidos cuando fui niño, e incluso cuando ya había empezado a estudiar en la universidad y me moría de vergüenza y de rabia. En su boca, pobre papá, la palabra ingeniero tenía una connotación religiosa, casi divina. Me crie bajo su invocación, de modo que ni me planteé otra opción cuando en bachillerato tuve que decidirme por una de las dos ramas, por mucho que me resultaran más seductores los mundos de las humanidades que los de la ciencia seca.

Sí, estudié y fui ingeniero, si bien –y esta es mi involuntaria venganza sobre el determinismo familiar– no he llegado a pisar una fábrica ni a ejercer en una instalación industrial llena de fragores, calor resplandeciente y polvo en suspensión, donde habría sublimado la memoria de mi padre, su aspiración suprema. Las casualidades que se presentan en la vida, y sin duda las inclinaciones personales, llevaron mis pasos ingenieriles por la docencia, con el título de doctor. Frustré así el sueño de mi padre de mostrar a sus compañeros de la fundición que ese ingeniero joven que descendía olímpico desde las oficinas a la nave de laminación, con su bata y su casco blancos, era su hijo, sangre de su sangre, culminación de sus esfuerzos y sus sueños.

Me insistieron que siguiera en la Escuela unos años más, pero no: sin la presencia de Rosa no me sentí capaz de continuar dando clase y dirigiendo trabajos de fin de grado. Me despedí de la docencia a final de curso, sin nostalgia ni pena, por más que Santiago exagerara en el discurso de despedida lo que yo había significado para la Escuela y el hueco que dejaba en ella con mi retiro «prematuro».

Fue Remedios quien me puso sobre la pista de Aliento Solidario como una vía para encauzar la disposición que le había transmitido de dedicar algo de mi tiempo a una «actividad de carácter social»; creo que esas fueron mis palabras. Remedios ha sido la mejor amiga de Rosa. Médica como ella, soltera y sin relaciones sentimentales conocidas por nosotros, trabaja en otro servicio del hospital. Nunca sentí por ella una especial simpatía, una actitud que creía correspondida. Supongo que en ese sentimiento influyeron algo los celos. Durante muchos años me sentí relegado en su compañía, cuando ella y mi mujer creaban ese círculo femenino de confianza que resulta impenetrable para los varones, o comentaban historias y confidencias del hospital, territorio ignoto para mí. Incluso llegué a sospechar que su celibato vocacional y su amistad entregada a Rosa encubrían una inclinación lésbica reprimida. Alguna vez se lo llegué a comentar a mi mujer. «Los hombres lo miráis todo con el catalejo del sexo; no veis otra cosa en las relaciones entre dos personas», me respondió con enfado, aunque en el fondo divertida y halagada por mis recelos.

Sin embargo, mis reservas hacia ella cayeron durante la enfermedad de Rosa. Creo que, en esos cinco meses que le dio de plazo el cáncer de vesícula, Remedios estuvo más tiempo que yo a su lado, y he de reconocer sin reparos que sus atenciones y cuidados la ayudaron más a sobrellevar su dolencia que mis atribulados esfuerzos por negar lo irremediable. «Gerardo, que la enferma es ella», me recriminaba Remedios cuando me veía como alma en pena barzonear alrededor de Rosa en sus últimos días, anonadado por la conciencia de que nada se podía hacer; dejando patente que la irrelevancia masculina en el momento de asomarse a la vida opera también en el proceso antagónico de la despedida.

¿Pero cómo insuflar ánimos a una persona que sabe que se está muriendo si tú mismo te ves carente de ellos? ¿Qué esperanza puedes darle? ¿Cómo evitar que lea en tus ojos el anuncio fatal? No sé si Rosa le encomendó antes de morir que se ocupara a distancia de mí cuando ella faltara; lo verificable es que, tras su fallecimiento, Remedios me llama una vez al mes para tomar un café por el centro, para ir al cine o para dar un paseo por el parque de la Ribera cuando hace buen tiempo. No ha ganado para mí en atractivo físico –nunca la he visto maquillada desde que nos conocemos ni ha cambiado su peinado tipo paje, que enmarca un rostro congelado en un gesto seco, severo. Solo con Rosa la he visto reír–, pero sí en consideración. El dolor compartido puede derribar tantas barreras como el amor, y es más puro, más desinteresado –así lo siento– que el deseo.

El caso es que en uno de nuestros encuentros le confesé a Remedios que, sin la rutina del trabajo y la presencia de Rosa, el tiempo se me había ensanchado más de lo que deseaba y podía abarcar, y que había pensado compartir parte de él con personas a las que pudiera ayudar, pero que no terminaba de encontrar la actividad en la que encajaran mis limitadas habilidades sociales. Fue entonces, tras pensarlo durante unos segundos, cuando me habló de Aliento Solidario. Conocía la asociación del hospital. Sus voluntarios –me dijo– se dedican a acompañar a enfermos crónicos o en situación terminal que están solos o necesitan alguien a su lado porque la familia no puede hacerlo. «No, no se trata de atenderlos y cuidarlos, para eso estamos los profesionales», me tranquilizó al ver que yo torcía el gesto; de sobra había comprobado el alcance de mis cualidades y tolerancia en esa materia. «La función de los voluntarios se limita a hacerles compañía, a hablarles y escucharles, que, en determinadas situaciones –te lo dice una médica–, es la mejor medicina. La única posible».

A falta de otras alternativas, y sin haber despejado suficientemente mis aprensiones, me decidí. «Por probar –traté de convencerme– nada se pierde. Además, es una actividad voluntaria, no un trabajo que obligue, y siempre puedes echarte atrás si la experiencia te desborda o te repugna», me dije. Establecer contacto me costó varias llamadas al teléfono fijo que me facilitó Remedios cuando le comuniqué, después de pensármelo durante varios días, que iba a intentarlo; que «iba a probar» fueron mis palabras precisas. No quería que anotara ella como un fracaso mío una eventual aunque no improbable retirada por mi parte. Al final, por la tarde, una voz femenina, joven, atendió al otro lado de la línea, y cuando le dije el motivo de mi llamada –creo que recalqué en demasía que lo que deseaba era «informarme» sobre el programa de voluntariado– me pasó a otra extensión. Esta vez la voz era masculina, también joven en el tono, aunque con una cadencia y un poso de madurez.

«Soy José Luis, coordinador del programa de voluntariado», se presentó y, al manifestarle el motivo de mi llamada, adivinando quizás en mis vacilaciones la prevención vigente –aunque puede ser también que fuera el protocolo habitual–, me citó para una entrevista cara a cara en la que podría explicarme mejor la naturaleza de las actividades que realizaba Aliento Solidario y conocer más a fondo mis expectativas y mi disponibilidad. Mi edad, mi profesión, un teléfono y la razón por la que pretendía colaborar con la asociación fueron los únicos datos que recabó antes de que concertáramos la fecha de nuestro encuentro.

1.

Antonio D. puso a prueba severamente la solidez de mis convicciones como voluntario y mi capacidad para soportar el rechazo. En las primeras jornadas con él, los dos solos en la habitación del centro de cuidados paliativos –un aparcadero de desahuciados y moribundos disimulado tras una fachada aparente y la pomposa rotulación «Hospital de Cuidados» que la corona–, tuve que recordar muchas veces los consejos e instrucciones que me dio José Luis en aquella entrevista inicial. Esta fue un lunes por la tarde. Acudí a la cita a pie, paseando por la senda domesticada que bordea el cauce del río. Algunas hojas de los álamos y fresnos de la ribera se desprendían con cadencia aleatoria, adelanto cobrizo de la estación en ciernes. Pensé que andar al aire libre despejaría las reservas que seguían lastrando mi voluntad altruista, ahora con especial intensidad al acercarme al momento crucial del compromiso. Tenía dudas fundadas de que fuera capaz de tolerar la convivencia con la enfermedad y el dolor, por más que no fueran estos los de Rosa, sino los de personas a las que nada me vinculaba. Pero es que, además, tampoco soy un dechado de habilidades sociales.

Las seguridades y el aliento que me insufló Remedios se iban desinflando conforme me acercaba al barrio donde tiene su sede la asociación. Aun así, me obligué a traspasar la entrada del edificio y a buscar la dirección indicada en el largo pasillo que recorría el ala izquierda del primer piso del centro social. Carteles de igual tamaño, grisura y grafía identificaban a las entidades usufructuarias de los habitáculos cedidos por el Ayuntamiento. «Tranquilo. A nada te obligas; siempre puedes dejarlo si la experiencia te abruma», trataba de animarme mientras recorría la galería leyendo los rótulos de las puertas. Casi al final encontré la identificada con el cartel de la asociación que buscaba. A esa hora de un día laborable, invadía el edificio un silencio anómalo que amplificó mis golpes en la puerta. Una voz femenina me invitó a pasar.

La secretaria de la asociación, Marina, administrativa por las mañanas en un organismo oficial –según supe más adelante–, ocupaba una sobria mesa de oficina apenas ocupada por el teléfono y la pantalla de un ordenador. Me estaban esperando –me dijo con una sonrisa ancha, al tiempo que anunciaba mi llegada a la persona que estaba en el despacho anexo–. Su ocupante salió a recibirme: «Gerardo, supongo. Yo soy José Luis, encantado», se presentó, invitándome a pasar y sentarme. La estancia era algo más amplia que el despacho de la entrada, aunque tan desnuda como este. Dos solitarios paisajes turísticos distraían las paredes, acuchilladas de sombras por el sol ya declinante. José Luis descartó la silla que enfrentaba su mesa de trabajo y me indicó que me sentara en la mesa de reuniones que ocupaba todo el lado derecho del despacho. Él se sentó enfrente, como un igual, y puso ante mí un tríptico con información sobre Aliento Solidario, aunque su gesto no invitaba a que lo leyera.

Tenía ante mí una mirada escrutadora, acostumbrada a clasificar al instante actitudes y caracteres, pero en absoluto intimidante. No me sentí incómodo en los segundos durante los que exploró mis ojos antes de comenzar a hablar. José Luis es algo más alto que yo y está entre los cuarenta y los cincuenta. Una barba que blanquea y la rotundidad de sus rasgos no menguan la sensación de confianza que transmite. Supongo que eso es lo que se espera de un psicólogo. Me preguntó cómo había conocido la existencia de Aliento Solidario, se lo dije; qué me había impulsado a colaborar con la asociación, se lo conté también brevemente, dando más énfasis al tiempo que me queda libre ahora que al vacío que lo causó; y, finalmente, qué esperaba obtener con mi contribución como voluntario, y a esto no supe contestarle convincentemente. No me había detenido a profundizar sobre ello. «Ser de utilidad a los demás», creo que fue mi respuesta. Pero él me corrigió con suavidad: «No me refiero a lo que le motiva a actuar ayudando a otras personas, sino a lo que busca usted ofreciéndoles su tiempo y su apoyo».

Tardé bastantes meses en hallar razones para poder darme una respuesta convincente. Antes tuve que habituarme a los ambientes hospitalarios, a los miedos y miserias de la enfermedad y la propia vida, a todo un catálogo de situaciones inabarcable para cualquier manual de instrucciones como el que me entregó José Luis al terminar nuestra entrevista. Todavía lo tengo: Objeto y misión del voluntariado en las enfermedades crónicas y terminales, reza el título con un azul esperanza que chirría con el implacable enunciado final. Me instó a que lo leyera reposadamente en casa, pero allí mismo me anticipó la filosofía básica del trabajo que realizaba la asociación y las distintas circunstancias a las que podría tener que enfrentarme si finalmente –como él confiaba, recalcó– decidía involucrarme. «A veces es duro, aunque de las experiencias más ingratas siempre te queda la satisfacción de haber intentado ayudar», admitió mientras se levantaba de su silla. Sin dejar de mirarme, se acercó a la ventana y bajó la persiana para neutralizar el insolente sol que nos cegaba. «Voy a serle franco –me dijo a modo de resumen–: no es sencillo, ni agradable, estar al lado de quien sufre, muchas veces sin tener a nadie a su lado; una persona que quizá sabe que su enfermedad no tiene remedio y teme al dolor físico y a la conciencia del final que se acerca. Uno de los motivos por los que algunos de nuestros voluntarios acaban renunciando –prosiguió José Luis– es porque no terminan de aceptar y adaptarse a la que es nuestra función. No estamos para curar a los enfermos ni para salvarles, esa es tarea de los sanitarios y del Dios en el que crean, si lo hacen: nuestra labor es la de acompañarles, estar a su lado, escucharles si quieren hablar, respetarles si desean encerrarse en el silencio».

José Luis cruzó las manos sobre la mesa y escrutó el efecto de sus palabras en mí. Supuse que las mismas instrucciones, con las variaciones oportunas, se las daba a todas las personas que se acercaban a la sede ofreciéndose; sin embargo, en su boca no sabían a rutina, sino a un destilado de experiencia y convicción. «Créeme –continuó hablando. Percibí que había comenzado a tutearme, y no me desagradó–: se puede hacer mucho bien estando simplemente al lado de una persona en esas circunstancias, haciéndole sentir nuestra presencia, diciéndole que no está solo en ese trance, ofreciéndole ese aliento solidario que da nombre a nuestra asociación». Me insistió en que no sustituíamos ni a los sanitarios ni a los familiares, que nuestra labor era de distinta naturaleza, si bien debíamos formar equipo con ellos y comunicarles cualquier observación que pudiera mejorar la calidad de vida del enfermo. «Pero no nos apartemos de nuestra tarea fundamental. Hay veces que sostener la mano de esa persona doliente, dejar que sienta a través de tu piel el calor y la presencia de un semejante que se interesa por ella, es el tratamiento más eficaz para sus males», concluyó. El silencio que se hizo al callar y los rayos que se filtraban por las láminas de la persiana creaban en el despacho una atmósfera submarina.

Me llamó la atención que José Luis hubiera utilizado el mismo símil que Remedios a partir de una vivencia profesional diferente: la idea de que, cuando todo está perdido, el calor humano, la compasión se alza como el último y único alivio. Y por un instante me vi un año antes, en los momentos finales de Rosa, sentado en la cama a su lado y sujetando su mano esquelética, puros huesos y una delicada membrana que los cubre: torpe, abrumado, procurando no tocar la cánula cubierta de esparadrapo que introduce a través de su brazo el suero y los calmantes que mantienen sereno su rostro consumido.

«¿Algún problema?», me preguntó José Luis, trayéndome de vuelta a la estancia donde estábamos.

Lo cierto es que desde que me falta Rosa tengo cada vez más presente la idea de la muerte. Hasta que apareció su enfermedad nunca me había asaltado la percepción de nuestra finitud, de la mía más exactamente. A ver si me explico: por supuesto que era muy consciente de que la existencia es limitada, había visto ya la marcha de mis padres y asistido a la prematura despedida –un accidente, una dolencia fatal– de algunos amigos y compañeros. Sin embargo, hasta entonces no percibí que ese destino me afectara intrínsecamente. Y no era por una fatua sensación de inmortalidad, aunque he de decir que hasta el momento la salud me ha acompañado –creo que no dejé de dar clase más que una vez, debido a una gripe más severa de lo habitual; incluso cuando me rompí el brazo por una caída en el monte seguí acudiendo a la Escuela–. Ahora intuyo que en esta despreocupación mía por el momento del acabamiento hay un sentimiento fatalista, me gustaría pensar que de índole estoica; simplemente, no veía la fecha de caducidad de mi vida y no tenía ganas de imaginármela. Y esa consideración se extendía también a las personas que me rodeaban. Cómo iba a pensar que el organismo de Rosa se conjurara contra ella y el futuro que habíamos planeado…

La misma mañana del día de la entrevista con José Luis había acudido a la comisaría de policía para renovar el carné de identidad y el pasaporte. Con cita previa. El mundo digital ha convertido un proceso que antes era lento y farragoso en un trámite casi comercial: «¿Trae una foto?»; «tiene que pagar una penalización porque el carné lleva caducado cuatro meses»; «ponga el dedo índice en la pantalla del lector»; «revise sus datos»; «firme aquí sin salirse del recuadro». Todo en apenas diez minutos. Pese a la atención afable y eficaz de la funcionaria, pensé que tanta presteza resta trascendencia al acto de reafirmar documentalmente algo tan personal y trascendente como tu identidad. Un sentimiento parecido me sobrevenía cuando en los últimos años iba introduciendo en los contenidos de mi asignatura los avances en los procesos de fabricación industrial que traían la automatización y la digitalización, los robots y la logística. Todo más rápido, más flexible, más limpio, pero menos solemne y menos humano, pienso.

Me preguntó la funcionaria si quería quedarme el pasaporte antiguo, que ella había invalidado previamente cortando una tira de la página de identificación plastificada y una esquina de la tapa. Le dije que sí, sin pensarlo, por inercia. Teníamos Rosa y yo la costumbre de guardarnos los viejos pasaportes, con sus visas y sellos de entrada y salida de los países que habíamos visitado los diez años anteriores, al igual que guardábamos las fotos y diapositivas que consignaban nuestros viajes. Deben estar en alguna caja que no he querido remover todavía, como un recuerdo fósil. El caso es que al volver a casa y ojear los dos pasaportes solo aprecié el paso del tiempo en la difuminada foto que congeló en el antiguo una cara que ya no es la actual, y me di cuenta de la inutilidad de conservar un documento con un rostro que ha dejado de ser el mío y unos sellos que acreditan viajes y experiencias que fueron gratos, sí, pero que ya nada significan para mí en ausencia de la persona con quien podría recordarlos.

Decidí pues desprenderme del viejo pasaporte sin mayor pesar. No obstante, cuando iba a depositarlo en la bolsa del papel para reciclar me vino el escrúpulo de que, inválido, aunque entero, ese registro de parte de mi vida pudiera ser curioseado por otros ojos. Cogí las tijeras de la cocina y me dispuse a desfigurarlo antes. No me imaginaba que una escueta cartilla fuera tan difícil de destruir. Me costó incluso arrancar las tapas cosidas. Pero me sorprendió sobre todo la resistencia de las páginas, tan finas, tan llenas de líneas, aguas y dibujos elegantes, al filo de las tijeras. Tuve que renunciar a cortar todas las páginas de una vez y me vi troceándolas de dos en dos, a lo sumo de tres en tres, y con esfuerzo. Nunca pensé que fuera tan difícil destruir físicamente una identidad, unos recuerdos; reducirlos a pequeños triángulos con tonos granates, rosáceos, azulones y verdosos dispersos sobre la mesa.

2.

La primera vez que nuestros ojos se enfrentaron no sucedió nada digno de reseñar, si la memoria no me traiciona, si bien aquel encuentro breve, áspero, fue el comienzo de todo lo demás. Apenas sabía de ella por la referencia escueta que me dieron en la asociación sobre la nueva persona a la que debía aliviar con mi compañía –«Antonio D., setenta y cuatro años, viudo, una hija. Proceso tumoral inoperable. Hospital de Cuidados, habitación 302», resumía la ficha recibida– y por las alusiones decididamente ingratas del personal de la planta en la que estaba ingresado el paciente. «Una semana lleva la bruja sin aparecer, ¡vaya pieza!», escuché que comentaba con una compañera Ana, la enfermera gordita del turno de mañana, al salir un día de la habitación con la bandeja de las curas. No sé si Antonio la escuchó. Se me quedó grabado el comentario despectivo, que entendí dirigido a su única hija.

Ella fue durante un tiempo una presencia difusa para mí. Las menciones que suscitaba no alimentaban precisamente mi curiosidad por conocerla, y el apelativo utilizado por la enfermera para referirse a ella parecía dibujar una persona no muy agradable. Y esa fue la nítida impresión que tuve de ella cuando se produjo nuestro primer encuentro, aunque el término agradable es demasiado ambiguo para aplicarlo a la escena que recuerdo con precisión.

«¿Y tú quién eres?», me espetó desabrida, faltona, al descubrirme sentado junto a la cabecera de la cama donde dormitaba su padre. Ella había entrado en la habitación sin llamar, con una seguridad casi arrogante, arrastrando una energía que fascinaba e imponía a partes desiguales. Al escuchar el ruido de la puerta levanté la vista del libro que estaba leyendo y me encontré con su silueta y su rostro que me miraba con fijeza y reproche. Su melena morena, no muy larga, enmarcaba un rostro casi perfecto dominado por unos ojos del color del azúcar tostado, profundos, duros. Un instante después se adelantó a sus pasos un perfume denso, perturbador; demasiado especiado, pensé, para una mujer tan joven. Unos treinta y cuatro años, calculé. No tuve más tiempo para continuar mi inspección; inmediatamente me llegó como una bofetada su interpelación. El tú degradaba nuestra diferencia de edad y sonó híspido, casi chulesco, y la inflexión de su voz llevaba aires de sospecha, si no de acusación; ¡ni que fuera un delincuente!

Golpeado por su brusquedad, me costó sobreponerme e intentar explicar la razón de mi presencia en la habitación de su padre. Quise entender que se había sorprendido al ver allí a una persona desconocida y que eso motivaba el tono empleado. Le dije mi nombre y traté de explicarle lo mejor que pude la actividad que realizaba nuestra asociación, y que desde hacía tres semanas acudía, los martes y jueves, a acompañar a Antonio durante un par de horas. Ella escuchaba mis palabras sin dejar de moverse por la habitación, fijando en mí la vista de vez en cuando. Se quitó la gabardina ligera color granate que llevaba y la dejó al pie de la cama para ponerse a revisar el baño y el armario, como si esperara descubrir a otro intruso.

Sus movimientos, olvidados de mi presencia, me permitieron contemplarla con más detalle y, debo admitirlo, con fascinación. La naturaleza o sus padres habían hecho un buen trabajo. Su rostro agraciado se acompañaba de un cuerpo que no podía pasar desapercibido y que ella realzaba a conciencia. Una blusa satinada de color ocre y unos vaqueros ceñidos, embuchados en unas botas altas de ante y tacón considerable, realzaban su figura esbelta con distinción y las sinuosidades convenientes. Creo que me descubrió cuando la miraba subrepticiamente; al menos eso me sugirió la sonrisa que me dirigió sin motivo aparente al girarse en la puerta del baño. Pienso que desde ese momento, si no antes, me tomó ventaja. No he sido un casanova ni he tenido dotes para pretenderlo, me temo, pero mis experiencias con las mujeres y la observación —la docencia universitaria es una ilustrativa atalaya de las artes de la seducción— me han ilustrado sobre la destreza de algunas de ellas para encelar a sus congéneres del otro sexo e incluso del suyo mismo. Ella pertenecía, sin duda, a este tipo de mujeres y, para desgracia mía, pese a mi edad y a estar advertido, no supe sustraerme a su influencia.

«Yo soy Claudia», se dignó a presentarse sin mayores precisiones cuando terminé de exponer el motivo por el que me encontraba allí. Fue, ahora que lo pienso, más un apuntalamiento de su presencia que un saludo, tan aseverativas y faltas de calidez me parecieron sus palabras. Ni siquiera hizo ademán de tender la mano cuando se aproximó a donde yo estaba sentado para comprobar los indicadores de la bomba de perfusión y el nivel de las dos bolsas de suero suspendidas en la cabecera de la cama. Me envolvió su perfume y tuve que retirarme con mi silla para evitar la tentación de encontrar su trasero impecable a milímetros de mi cara. Fue una maniobra caballerosa, quizá pacata, de la que me arrepentí al instante imaginando el contacto con esas curvas soberbiamente empaquetadas en la tela del vaquero que se inclinaban hacia la cama. Supongo que ella también se dio cuenta del lance y de mi azoramiento. Luego pareció olvidarse de mí.

«Hola, papá. ¿Cómo estamos hoy?», se dirigió finalmente al enfermo. Había en su voz más apremio que interés o cariño, me pareció. Antonio seguía con los ojos cerrados, tal como lo había encontrado cuando llegué, veinte minutos antes, y al parecer ajeno a mi presencia y la posterior de su hija.

Ella puso su mano derecha sobre la izquierda de su padre, asomada por encima del embozo. El rojo sangre de sus uñas agredía la blancura de la sábana y la palidez de la mano de Antonio.

«Papá, soy yo, he venido. ¿No me dices nada?», insistió al tiempo que sacudía no muy fuerte la desmayada extremidad de su padre. No hubo respuesta alguna por parte de este y tuve el barrunto de que, a causa de algo que se escapaba a mi comprensión, él estaba fingiendo su inconsciencia para no tener que dar la cara a su hija, ya que cuando entré yo a la habitación me ignoró, como en los días anteriores, pero supe que no estaba dormido.

Claudia aún porfió para sacar a su padre de su aparente catalepsia, cada vez más impaciente.

«¿Lleva mucho tiempo así?», me preguntó, más bien me exigió, volviéndose hacia mí. Tenía cerrado sobre las rodillas el libro que estaba leyendo hasta su entrada mientras asistía, fascinado aunque incómodo, a la pugna sorda entre dos voluntades desiguales. Guardé mis sospechas y le dije que yo también lo encontré adormilado y que su estado no había cambiado en el tiempo que medió hasta su llegada. Me atreví a añadir que quizá le habían aumentado la dosis de calmantes. Ella se irguió con gesto de fastidio y al hacerlo mostró un tic que habría de verle en tantas otras ocasiones cuando algo no se avenía con su voluntad. En esas circunstancias su ceja izquierda, sin que pudiera evitarlo, se elevaba solitaria dos centímetros, rompiendo la exacta simetría de su rostro. Luego permaneció varios segundos a mi altura contemplando la estampa yacente de su padre y de pronto, con brusquedad, se encaminó hacia la puerta.

Pude admirar de nuevo la elegante elasticidad de su figura mientras giraba la manilla y salía al pasillo. Después la oí taconear con un garbo inadecuado para el lugar donde estábamos, hasta que se detuvo, supuse, en el control de enfermería. Por la puerta entreabierta llegaba el rumor de una conversación que en algunos momentos se encrespó. Deduje que era ella hablando y discutiendo con el personal de la unidad. Habrían transcurrido unos diez minutos cuando volvió a hacerse patente su taconeo, más enérgico, diríase furioso, en dirección a la habitación. Entró como una corriente impetuosa mascullando improperios.

«¡Son todos unos inútiles!» fue lo único que entendí con claridad. Después pareció calmarse y se acercó a la cama de nuevo. «Papá, ¿me escuchas? Estoy aquí; dime algo, por favor». Ahora su voz era tierna y contenía un tono de súplica que chocaba con el que había escuchado unos minutos antes. Pensé que sería difícil resistirse a una petición expresada de ese modo y salida de la boca de una mujer como la que esperaba una respuesta en el lateral de la cama opuesto al lugar en el que yo permanecía, fascinado. No hubo reacción por parte de Antonio. El padre permanecía congelado en su inmovilidad; parecía incluso que había dejado de respirar. Claudia hizo un gesto de impaciencia y, con una rapidez inusitada, recogió la gabardina y el bolso y se dispuso a marchar.

«Si se despierta, dile que su hija ha venido a verle», me ordenó al salir sin despedirse.

La escena a la que había asistido me dejó intrigado y confuso a partes iguales. Percibí que me había asomado al borde de esos infiernos que abrasan las relaciones familiares. Y no le habría prestado mayor atención de no ser por el influjo que emanaba de esa mujer que se alejaba, a trote violento, pasillo adelante.