El chico escarabajo - M.G. Leonard - E-Book

El chico escarabajo E-Book

M.G. Leonard

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Beschreibung

El impresionante debut de una trilogía para jóvenes lectores, una historia sobre un niño brillante, sus leales amigos y un montón de inteligentes escarabajos; ¡un coctel de aventuras, humor y ciencia! Darkus Cuttle tiene trece años y ha perdido a su padre. Le ha sido arrebatado de forma inexplicable desde un cuarto sellado en el Museo de Historia Natural donde éste trabajaba como director del departamento de Ciencias. Ahora, mientras reúne pistas para dar con su paradero, se ha encontrado con una extraordinaria lomita plagada de escarabajos en el patio de sus vecinos más chiflados, Humphrey y Pickering. Cuál será su sorpresa al descubrir verdadera inteligencia en esa extraña variante de especie en peligro de ser exterminada. Y más aún será su preocupación al enterarse de los malévolos planes que Lucretia Cutter, modista y enloquecida mujer de ciencia, tiene para los pequeños invertebrados. ¡Ella llegó tan lejos que ha secuestrado al padre de Darkus para cumplir sus propósitos! Ahora él y sus amigos tendrán que unir fuerzas para detener los planes de Lucretia y rescatar al señor Cuttle.

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Para Arthur, Sam & Sebastian

Cada vez que leo sobre la captura de escarabajos muy raros, me siento como un viejo caballo de batalla al escuchar el toque del clarín…

Charles Darwin

CAPÍTULO UNO

La misteriosa desaparición de Bartholomew Cuttle

El doctor Bartholomew Cuttle no era el tipo de hombre que desaparece misteriosamente. Era de los que leen enormes y vetustos libros en la mesa del comedor, y de ésos que siempre terminan con huevo frito entre las barbas. Era el tipo de hombre que siempre pierde las llaves y que nunca lleva consigo un paraguas en los días de lluvia. Era el tipo de papá que podría retrasarse quizá cinco minutos cuando iba a la escuela a recogerte, pero que al final de la jornada siempre llegaba. Más importante aún, Darkus sabía que su papá no era el tipo de hombre que abandonaría a su hijo de trece años.

El informe de la policía declaraba que el 27 de septiembre fue un martes como cualquier otro. El doctor Bartholomew Cuttle, viudo y de 48 años, llevó a su hijo, Darkus Cuttle, a la escuela, y prosiguió hacia el Museo de Historia Natural, donde trabajaba como director de Ciencias. Saludó a su secretaria Margaret a las nueve y media, pasó la mañana en juntas discutiendo asuntos del museo y comió el almuerzo a la una de la tarde con un excolega, el profesor Andrew Appleyard. Por la tarde, bajó a las bóvedas donde el museo resguarda sus colecciones, como a menudo lo hacía, pasó primero por la cafetera, donde llenó su taza. Intercambió saludos con Eddie, el guardia de seguridad que estaba de turno ese día, bajó por el pasillo hasta las bóvedas y se encerró en una de las salas de entomología.

Esa noche, cuando su padre no llegó a casa, Darkus advirtió a los vecinos y ellos a su vez llamaron a la policía.

Cuando la policía llegó al museo, la bóveda a la que había entrado el doctor Cuttle permanecía cerrada con llave desde adentro. Temiendo que hubiera padecido un accidente o un ataque cardiaco, trajeron un pesado ariete de acero y derribaron la puerta a golpes.

Pero la estancia estaba vacía.

En una mesa, junto a un microscopio, yacía una taza de café completamente helado y algunos documentos. Varios cajones con especímenes de coleópteros estaban abiertos, pero de Bartholomew Cuttle ni rastro.

Se había esfumado.

La bóveda no tenía ventanas ni puertas, con excepción de aquélla por la que había entrado. Era un recinto sellado y de atmósfera controlada.

El acertijo del científico desaparecido llegó a la primera plana de todos los diarios. Los periodistas enloquecieron con ese misterio imposible de resolver, y ni uno de ellos lograba explicar cómo había abandonado el doctor Cuttle aquella bóveda.

¡DESAPARECE CIENTÍFICO!, vociferaban los titulares.

¡LA POLICÍA ESTÁ CONFUNDIDA!, chillaban los periódicos.

¡INTERNAN A NIÑO HUÉRFANO EN CASA HOGAR!, SE BUSCA AL ÚNICO PARIENTE VIVO, EL FAMOSO ARQUEÓLOGO MAXIMILIAN CUTTLE, reportaban.

Y al día siguiente: ¡ARQUEÓLOGO PERDIDO EN EL DESIERTO DEL SINAÍ!

¡NIÑO SOLO!, aullaban.

Afuera de la casa hogar, los periodistas detenían a Darkus en la calle para tomarle fotos y gritarle preguntas:

—Darkus, ¿ya supiste algo de tu papá?

—Darkus, ¿tu padre se dio a la fuga?

—Darkus, ¿está muerto tu papá?

Cinco años antes, cuando su madre falleció, Darkus se había replegado en sí mismo. Había dejado de jugar afuera y ya nunca invitaba a sus amigos a casa. Una neumonía le había arrebatado repentinamente a su mamá, Esme Cuttle. El golpe fue terrible. A su padre lo embargó la pena. Había días —los días melancólicos, como los llamaba Darkus— en los que su papá permanecía en cama con la mirada clavada en la pared, en absoluto silencio, con los ojos llenos de lágrimas. En los días melancólicos particularmente sombríos, Darkus llevaba té y galletas y se sentaba a leer junto a su padre. Aquellos días eran, pues, difíciles por partida doble. Así, Darkus tuvo que aprender a cuidar de sí mismo. En la escuela se llevaba bien con todos, pero no tenía amigos cercanos. Prefería estar solo. Los otros niños no entenderían sus sentimientos y él no estaba seguro de poder explicarlos. Lo único que importaba era cuidar a papá y ayudarlo a estar feliz de nuevo.

Finalmente, cuatro años después de la muerte de mamá, los días melancólicos fueron cada vez menos frecuentes, y Darkus observó con cautelosa dicha cómo su padre despertaba de un prolongado letargo de tristeza. Otra vez era un papá como debía ser: jugaba fútbol los domingos, sonreía a Darkus en el desayuno y bromeaba con él sobre su cabello rebelde.

No, Darkus estaba seguro de que su padre no era suicida ni se había dado a la fuga ni llevaba una doble vida. Algo más había pasado en aquella bóveda, algo que le torcía el estómago de miedo, porque no lograba pensar en qué podría ser. Así que cuando le hacían todas esas preguntas estúpidas, Darkus se metía las manos en los bolsillos, miraba sus libretas con el ceño fruncido y se rehusaba a contestar.

“¡NIÑO CON CORAZÓN ROTO NO HABLA MÁS!”, anunciaron entonces las publicaciones al mundo.

Cuando finalmente rastrearon al tío de Darkus, el profesor Maximilian Cuttle, en Egipto, éste voló de inmediato a Londres para hacerse cargo de su sobrino. Los periódicos, incapaces de resolver el misterio del científico desaparecido o de inventar habladurías nuevas sobre Darkus, perdieron el interés y lo dejaron en paz. El tío Max llevó a Darkus a su departamento arriba de Madre Tierra, un expendio de comida naturista, en medio de una serie de comercios entre Camden Town y Regent’s Park.

—Tengo que advertirte, mi niño —le dijo el tío Max mientras subían las escaleras—, que siempre he vivido solo. Verás, viajo mucho. Nunca me encantó Inglaterra, con toda esta condenada lluvia… es deprimente, y no muy divertida cuando atiendes una excavación, créeme. Preferiría estar en el desierto del Sinaí montando en camello —se detuvo para recobrar el aliento—. En fin, en resumidas cuentas, no sirvo de mucho cuando de huéspedes se trata. Me agradan, es sólo que no estoy seguro de qué hacer con ellos; lo mismo ocurre con los niños.

Darkus siguió a su tío en silencio a través de la puerta de entrada, disfrutando escuchar una voz tan parecida a la de su padre.

—Cocina —el tío Max apuntó hacia una habitación color naranja brillante a su izquierda, y subió unas escaleras a su derecha—, sala.

Mientras pasaban junto a la estancia, Darkus se quedó mirando una serie de máscaras de madera de rostro alargado que colgaban de las paredes azul medianoche, y ellas lo miraron a él. Tras subir otro tramo de escaleras, llegaron afuera de la habitación del tío Max y de un gran baño rosado.

—Como trabajo en el extranjero la mayor parte del año, la universidad no ha querido dotarme con una oficina, así que este lugar es, además de mi casa, mi oficina —dijo el tío Max mientras subían un tercer tramo de escaleras hasta el desván—. Y hasta ahora, la habitación donde dormirás ha sido… em, pues… mi archivo.

Cuando llegaron al rellano de techos bajos del tercer piso, el tío Max se recargó contra la pared e hizo gala de estar cansado. Tras extraer un pañuelo del bolsillo de su camisa, con los nudillos hinchados de su mano derecha le dio un empujoncito a su sombrero de safari y se enjugó la frente bronceada y curtida.

—Uf —dijo con un mohín—, hagas lo que hagas, no envejezcas, muchacho. Sólo Dios sabe cómo volveré a bajar. ¡Quizá tengas que cargarme! —y se carcajeó efusivamente para mostrar que bromeaba, pero cuando Darkus no lo acompañó en su algarabía, el tío Max sonrió con tristeza y sacudió la cabeza—. Podrás parecerte a tu madre, pero eres igual a Barty, de cabo a rabo. Esme siempre se reía de mis chistes, en especial de los que no eran chistosos.

Darkus intentó ser amable y sonreír, pero sólo le salió una mueca. Se dio cuenta de que su tío Max lo examinaba, y abrazó su gran suéter verde contra su cuerpo y bajó la mirada para ver que sus informales pantalones de mezclilla tenían las rodillas rasgadas.

Debido a su piel morena, cabello y ojos negros como el carbón, la gente decía que tenía el aspecto español de su madre, pero cuando pensaba en mamá, era su amplia sonrisa la que llenaba su cabeza. Su propia boca tenía la misma forma que la de ella, pero cuando se dio cuenta de que aquel gesto de sonrisa ponía triste a papá, dejó de hacerlo.

—¿Qué le pasó a tu pelo?

—Me lo raparon en la casa hogar.

Darkus se frotó las manos sobre el cabello incipiente. No quería contarle a su tío sobre el bravucón que le había rasurado una raya del pelo durante su primera noche en ese albergue desconocido.

—Había liendres —masculló.

—Ya veo. Una precaución sensata, supongo —el tío Max frunció el ceño y volvió a colocar su pañuelo en el bolsillo—. Bien —indicó la puerta frente a ellos—, ése es el baño —después caminó por el rellano—. Y ésta es tu habitación —el tío Max le ofreció una pesarosa sonrisa a Darkus antes de abrir la puerta de un empujón—. ¡Ta-rá!

Un trozo de papel cubierto de notas garabateadas flotó por el pasillo y cayó a los pies de Darkus. La habitación era diminuta. El piso estaba oculto bajo montones de papeles y había cajas por todos lados, apiladas torpemente una encima de la otra. De los paquetes a medio abrir sobresalían objetos envueltos en periódico amarillento; el aire estaba espeso, olía a polvo y moho.

Darkus estornudó.

—¡Salud! —dijo el tío Max mientras se estiraba desde el marco de la puerta para encender la luz.

Más allá de las cajas había una pared de archiveros negros. Varios de sus cajones estaban a medio abrir y escupían papeles de tan llenos. Encima estaban derrumbadas filas de atlas de pasta dura y mapas sueltos unos junto a otros. Darkus notó un tragaluz en el techo, su cristal externo estaba tan untado de mugre que oscurecía la habitación con su sombra.

—Cuánto debes odiar archivar —dijo.

—Pues sí, supongo que han pasado algunos años —el tío Max tosió—. Ahora que lo pienso, ni siquiera estoy tan seguro de cuándo fue la última vez que subí aquí. Puede que antes de que nacieras.

Darkus esbozó una pequeña sonrisa, ya que no quería parecer grosero. Contento de que su sobrino se estuviera animando, el tío Max tomó un libro de una caja abierta.

—Historia intelectual del canibalismo… llevaba un rato buscándolo —dijo el tío Max. Levantó las cejas dos veces y volvió a soltarlo. Una nube de polvo brotó de la caja y estalló sobre el rostro de Darkus.

El tío Max rio al tiempo que Darkus gesticulaba frenéticamente con la mano para quitarse el polvo mientras estornudaba, después, al no poder resistirse a la contagiosa naturaleza de las risotadas de su tío, comenzó a reír.

—En conclusión, muchacho —dijo el tío Max, ofreciéndole a Darkus un pañuelo limpio que sacó de su bolsillo trasero—, necesita trabajo. Sin embargo, si nos empeñamos, estoy seguro de que podremos transformarlo en una especie de habitación.

Darkus bajó al pasillo por su maleta.

—Estará bien, tío Max. Gracias.

—Por supuesto que lo estará —el tío Max le dio una palmada a Darkus en la espalda que casi lo derriba hacia adelante—. Nos quedará un magnífico lugar cuando terminemos.

El tío Max se quitó el sombrero de safari y su cabello brotó por encima de su bronceado cuero cabelludo como una nube de pensamientos plateados.

—Sugiero que primero saquemos todo al pasillo, porque tenemos que hacer algo de limpieza antes de que este lugar sea adecuado para alojo humano.

Darkus puso manos a la obra. Se arremangó el suéter verde, mostrando unos brazos morenos y flacos, y arrastró una pesada caja al otro lado de la estancia. Mientras la arrastraba a través del marco de la puerta, Darkus se tambaleó hacia atrás y rasgó la caja abierta, sólo para descubrir una pila de carpetas marcadas con las palabras Proyecto Fabre desperdigar por el suelo lo que parecían ser dientes humanos.

—Lo siento, yo… —tartamudeó el chico.

—Ah, los dientes de Nefertiti —el tío Max se arrodilló y juntó con cuidado los dientes en su mano—. Pongamos éstos en algún lugar seguro, ¿te parece?

—¡¿Los dientes de Nefertiti?! —preguntó Darkus, abriendo los ojos—. ¿Hablas en serio?

—Totalmente — asintió el tío Max—. Encontré su tumba. La gente te dirá que todavía está perdida, pero yo la encontré. Estos dientes —levantó la mano— los tomé del féretro de la hermosa y tristemente célebre reina egipcia.

—¿Los extrajiste directamente de su cráneo?

El tío Max se encogió de hombros.

—Bueno, ya no los estaba usando.

Darkus tomó una de las antiguas piezas dentales.

—¿No deberían estar en un museo?

—Estaríanen un museo, muchacho, si alguien me hubiera escuchado —dijo el tío Max—. Pero no, ni siquiera lo consideraron. Que un arqueólogo principiante hiciera un descubrimiento tan importante, siendo apenas un muchacho… No. Dijeron que era imposible, pero se equivocan. Que una persona sea joven no significa que no tenga la curiosidad, la determinación y las agallas para hacer lo que un adulto, ¿no es así? —resolló el tío Max—. Cuando finalmente decidan desenterrar la tumba —y lo harán, porque yo les dije exactamente dónde está—, a la vieja Nefertiti le faltarán sus dientes, y estas bellezas comprobarán categóricamente que fui yo quien llegó ahí primero —colocó los dientes con cuidado en un sobre—. El pasado siempre encuentra una forma de alcanzarte, muchacho, hasta cuando no quieres que lo haga —dobló la solapa para abajo y la selló—. Verás, fue una de mis primeras excavaciones egipcias. Yo era carne fresca, recién graduado, y no entendía las reglas del juego. La vida adulta puede ser horriblemente aburrida, Darkus, está llena de politiqueo y de compromisos…

El tío Max siguió divagando sobre las vicisitudes de ser un arqueólogo, y Darkus asentía o negaba con la cabeza mientras ambos limpiaban, barrían y sacaban el polvo fuera de la habitación. Echaron una tela marroquí de colores brillantes sobre cuatro cajas de libros para hacer una mesa, y apilaron tres contenedores vacíos, uno encima del otro, para usarlos como repisas para la ropa.

El tío Max se subió a un banquito y talló la superficie interior del tragaluz con un periódico remojado en vinagre. Cuando se estiró para abrir la ventana y limpiar la parte posterior del cristal, Darkus vio algo negro sentado en el vidrio. Una criatura… con siete patas… ¿o eran seis? … y, ¿un cuerno?

—¡Espera! —gritó Darkus.

Pero el tío Max jaló la ventana hacia él, y la criatura saltó en el aire y se alejó zumbando.

—¿Qué era eso? —indicó Darkus, con ganas de saltar sobre la silla del tío Max para poder apreciarlo claramente.

—¿Qué era qué? —el tío Max levantó la mirada, pero fuera lo que haya sido la bestia, ya había desaparecido.

Seis patas significan insecto, ¿no? Ningún animal tiene siete. Quizás era un murciélago o un pájaro pequeño, o dos. Pero los murciélagos no tienen cuernos, e incluso si juntaras las patas de dos pájaros sólo llegarían a cuatro. Debía haber sido un insecto, pero nunca antes había visto uno así de grande.

—El sol se está poniendo —dijo el tío Max, asomando la cabeza por la ventana—. No es como una puesta de sol egipcia, pero debo admitir que la ciudad tiene lo suyo.

Darkus examinó la minúscula habitación.

—¿Tío Max?

—¿Sí, muchacho?

—¿Dónde voy a dormir?

El tío Max metió la cabeza una vez más en la habitación.

Darkus abrió las manos.

—No creo que una cama quepa aquí dentro —dijo.

—Y no tengo una cama extra, incluso si cupiera una, que no —el tío Max asintió con la cabeza.

—Supongo que podría dormir en el suelo.

—O en el techo —dijo el tío Max.

—Claro —Darkus se rascó la cabeza, no podía asegurar si el tío Max bromeaba de nuevo.

—En una hamaca —dijo el tío Max—. Es una especie de cama colgante. Los marineros y los arqueólogos las usan todo el tiempo. Son muy útiles para evitar la mortal picadura del escorpión de cola gruesa, no que haya muchos escorpiones por aquí, claro… bueno, al menos no vivos. Entonces, ¿qué tal suena la hamaca?

—Suena bien.

—Excelente, porque me sobra una —el tío Max salió al pasillo y volvió con una bolsa azul. Adentro había un tramo de lona color amarillo arena fruncido alrededor de dos grandes aros de cobre—. Se me ocurre que podríamos colgarla aquí —dijo, e indicó el espacio de techo arriba de los archiveros.

Darkus asintió con entusiasmo, y el tío Max sacó de la bolsa dos ganchos de latón y un mazo.

—Baja corriendo a la sala, muchacho, y trae la bolsa de dormir que está en el sillón de piel, y trae también un cojín del sofá.

Cuando Darkus volvió a subir, el tío Max ya había colgado la hamaca. Trepó con impaciencia sobre los archiveros y se echó sobre su nueva cama, que lo arrulló suavemente moviéndose de un lado a otro. En semejante capullo de lona, estaba completamente escondido.

—¡Me encanta! —dijo, asomando la cabeza.

El tío Max le pasó la bolsa de dormir y una almohada.

—Nada mal —coincidió, mirando alrededor con una sonrisa satisfecha—. Entonces, veamos… —levantó la maleta de Darkus y la colocó encima de los archiveros—. Deberíamos conseguirte algo de ropa.

—Ya tengo.

—Ropa nueva, quiero decir —sonrió el tío Max—. Ese suéter no le quedaría mal a un vagabundo.

—Es el suéter de papá —dijo Darkus en voz baja.

—Oh —el tío Max pareció alicaído—. Discúlpame, Darkus. Soy un viejo tonto —añadió antes de aclarar su garganta—. Eso fue terriblemente insensible de mi parte.

—Tío Max… —Darkus tragó saliva. No podía mirar a su tío a los ojos—. Ahora que regresaste… la policía tendrá que empezar a buscar a papá otra vez, ¿no es así?

El tío Max asintió.

—Tengo cita en Scotland Yard mañana.

—Diles que él no se habría fugado —Darkus se asomó desde su posición en la hamaca—. Él nunca me dejaría, no ahora que mamá ya no está. Debe haberle pasado algo en esa bóveda. Algo malo.

—Sí, eso es exactamente lo que les diré —el tío Max levantó la mirada e hizo una mueca pesarosa—. Y Darkus… —se detuvo un instante— de verdad lamento que me haya tomado tanto tiempo volver —se puso otra vez el sombrero en la cabeza—. Me siento terrible al respecto, y haré todo lo posible por descubrir qué le pasó a tu papá. Te aseguro que lo traeremos de vuelta a casa. Sin embargo, sospecho que la policía no será de mucha ayuda, así que es posible que tú y yo tengamos que hacer algunas investigaciones por nuestra cuenta… y eso demandará agallas y determinación.

—Puedes contar conmigo —dijo Darkus con seriedad.

—Ya lo sabía —el tío Max sonrió—. La cena es a las siete —salió de la pequeña estancia despidiéndose con un saludo—. Será pescado frito con papas.

Darkus escuchó a su tío descender por las escaleras. Posteriormente se agachó y jaló su maleta hasta su regazo. La abrió e hizo la ropa a un lado, extrajo una fotografía enmarcada de su padre. Al mirar el cabello rubio de su papá y sus sonrientes ojos azules, sintió que algo en el pecho le apretaba y su estómago se revolcaba. Acarició el vidrio. Extrañaba tanto a su padre que el dolor era como una punzada en el pecho.

Darkus se recostó en la hamaca y acomodó la foto sobre la almohada junto a él. Al mirar hacia arriba por el tragaluz, observó las primeras estrellas de la noche. Mientras trazaba las constelaciones que su padre le había enseñado a reconocer, se preguntó si en alguna parte bajo este cielo nocturno su papá miraba hacia arriba y pensaba en él.

CAPÍTULO DOS

King Ethelred Hall

Darkus se asomó por los barandales puntiagudos que corrían por enfrente de la secundaria King Ethelred Hall. Era un enorme edificio gótico con amenazantes gárgolas que brotaban de sus múltiples rincones. Darkus contempló las ventanas angostas, el ladrillo manchado de hollín y grafiti. El área de juegos parecía el patio de ejercicios de una película de presidiarios. Su vieja escuela no era perfecta, pero al menos tenía un área de recreo.

Esperaba que esta escuela estuviera mejor que en la que estuvo durante tres semanas mientras se alojaba en la casa hogar. Eso había sido duro. El tío Max le había dicho que no era posible elegir escuela si se solicitaba admisión en el momento equivocado; simplemente eras enviado a la que tuviera espacio disponible. Darkus había aprendido que las escuelas con vacantes solían ser las malas.

Se quedó mirando el edificio principal de la King Ethelred Hall. Incluyendo a su vieja escuela, éste era el tercer colegio que había pisado en cinco semanas.

Cinco semanas desde que su papá lo acompañara a clases por última vez.

Darkus apretó los dientes. No podía alterarse en su primer día en una escuela nueva: la gente se le quedaría mirando. Pensó en lo que había dicho el tío Max. Agallas y determinación, susurró para sí y, respirando hondo, atravesó el enrejado de la escuela.

Mientras pasaban lista por la mañana, hicieron que Darkus se parara al frente de la clase y se presentara ante un mar de personas completamente indiferentes. Le asignaron a una chica alta llamada Virginia Wallace para que lo cuidara. Ella tenía el pelo recogido en ocho moños negros, cada uno bien apretado con una banda elástica de un color brillante. Hizo un puchero mientras lo miraba de arriba abajo, por lo visto poco animada por su nuevo deber. Junto a ella estaba sentado un niño pequeño, tan pálido que parecía enfermo. Llevaba puestos unos anteojos de marcos grandes y tenía una mata de pelo blanco y encrespado. El chico tendió la mano y estrechó la de Darkus mientras se sentaba en el escritorio vacío detrás de ellos.

—Hola, soy Bertolt Roberts.

Darkus masculló su nombre a manera de respuesta, desconcertado por el saludo formal del niño y su sonrisa entusiasta.

Durante el receso, Darkus fue el primero en abandonar el aula. Caminó con pasos agigantados al área de juegos y se encontró dirigiéndose hacia un árbol gigante. El tronco del macizo roble estaba tatuado con corazones y nombres tallados con cuchillos y compases en la corteza, y recargado contra éste se encontraba un chico fornido con un copete que se elevaba de su frente como cuerno de rinoceronte. Tenía el cuello de la camisa desabotonado, y podía vérsele una gruesa cadena de oro. El nudo de su corbata a rayas morada y negra colgaba hasta su cintura. Una manada de chicos más pequeños clamaba a su alrededor, intentando sin éxito recargarse contra el árbol con el mismo gesto descansado y casual.

—¿Ya descubriste quiénes son los perdedores? —gritó el chico a Darkus.

—¡Sí! No vaya a ser que te enjareten a Einstein y a su Gigante —se burló un pelirrojo con la boca repleta de frenillos.

La manada de niños emitió risitas nerviosas.

—¿Quieres una fumada? —preguntó el chico del copete, inclinando la cabeza.

—No, gracias —replicó Darkus y continuó su camino.

El pelirrojo se le acercó corriendo e igualó su paso.

—Hola. Me llamo Robby.

—Hola, Robby, me llamo Darkus.

—Sí, lo sé. Escucha, no es muy buena idea rechazar una invitación directa de Daniel Dowie, ¿sabes? No se repetirá. Sólo te lo digo porque eres nuevo.

—Gracias, pero no fumo.

—Quizá deberías empezar —Robby sonrió con la boca llena de metal.

—No, gracias.

—De todos modos no sé por qué le interesas a Daniel. Lo más probable es que no sea cierto lo que se dice —dijo Robby, mirando a Darkus mientras se alejaba.

—¿Qué cosa? —Darkus se detuvo.

—Lo de tu padre.

Cada músculo en el cuerpo de Darkus se tensó.

—Que está muerto —Robby se inclinó hacia adelante, buscando una respuesta en el rostro de Darkus—. ¿O sí?, ¿lo está?

—No.

—¿Entonces dónde está?

—N… no lo sé —tartamudeó Darkus.

—¿Se habrá cansado de ser tu papá? —Robby rio de fea forma—. Naa, pensamos que está muerto. Probablemente lo asesinaron.

Darkus apretó los puños.

—Dilo de nuevo, y verás…

—Uuuuuy, qué miedo —Robby se encogió fingiendo temor ante Darkus y rio con más fuerza—. El dada de Darkus está muerto. El dada de Darkus está muerto.

Darkus sintió un estallido de fuego en el pecho y se le fue a trompicones, pero antes de poder conectar un golpe contra el rostro de Robby, dos manos fuertes lo sujetaron de los brazos, reteniéndolo.

—Tranquilo, tigre —dijo Virginia, sin soltarlo.

—Eres un perdedor, igual que tus amigos —gritó Robby mientras se alejaba de Virginia, con cara de espanto—. ¡Todos son unos perdedores! —y regresó corriendo junto al árbol hasta perderse entre el parloteo estrepitoso de los otros niños.

—¿Estás bien? —Virginia le soltó los brazos.

Darkus la fulminó con la mirada.

—No debiste haberme detenido.

—Fue él quien lo pidió —asintió sobre su hombro, hacia donde estaba Bertolt, quien los miraba parpadeando—. Deberías darle las gracias. Te hizo un favor.

Bertolt arrastró los pies hacia adelante para quedar junto a Virginia, sonriendo tímidamente.

—Robby es un llorón —explicó Virginia—. Habrías pasado tu primera semana afuera de la oficina del director, y ese pequeño roedor se habría reído en tu cara a diario.

—Y vaya que ella lo sabe —intervino Bertolt—. Le dio una buena paliza hace un par de semanas.

Virginia sonrió como el gato de Cheshire, y luego, al ver por encima del hombro de Darkus, dijo:

—Oh-ohh, Robby está hablando con los clones. Vamos, salgamos de aquí antes de que traiga consigo refuerzos.

—A Robby le gusta manipular a la gente —explicó Bertolt en una serie de chirridos mientras se alejaban a toda prisa—. Virginia le dio una paliza porque me arrojó dentro de uno de los contenedores de basura en el Callejón Apestoso y no me dejaba salir —se tambaleó, y Darkus lo tomó del brazo. Bertolt le sonrió agradecido.

—No hay un solo chico en esta escuela al que no pueda patearle el trasero en una pelea limpia —dijo Virginia en tono desafiante. Darkus le creyó.

—Gracias, por impedir que… ya sabes, que me metiera en problemas.

—Si no fueras nuevo, habría dejado que le dieras uno —gruñó Virginia—. Robby es una rata.

—¿Quieres almorzar con nosotros? —preguntó Bertolt.

—Claro —asintió Darkus—. Gracias.

Bertolt y Virginia eran tan distintos el uno del otro como la crema de cacahuate y la mermelada, pero como amigos eran uña y carne. Una acababa la frase del otro, y parecía que para decirse cosas bastaba con mirarse. Darkus nunca había tenido ese tipo de amigo, porque no podía hablar de las cosas que tenía en la cabeza. No podía explicar el abismo de miedo que se había abierto en él cuando mamá murió, ni las terribles pesadillas que tenía sobre papá. Mientras escuchaba su parloteo, Darkus envidió la intimidad que había entre esos dos.

Virginia tenía la complexión de una boxeadora peso pluma y la piel del color de la canela. Hablaba con voz fuerte y animada y a todo vapor. Mientras entraban a la cafetería, le contó a Darkus de su familia, de sus tres hermanos mayores: David, Sean y Serena, y dos menores: Keisha y Darnell.

—Soy la de en medio —sacó su lonchera de la mochila—. Mamá dice que tengo el síndrome —la lanzó en la mesa con un traquido y se deslizó sobre una silla.

—¿Cuál síndrome? —preguntó Darkus, sentándose al otro lado.

—El que debes ser un explorador famoso o navegar alrededor del mundo para que te hagan caso.

—No le tiene miedo a nada —dijo Bertolt con orgullo, mientras sacaba su lonchera de plástico azul y se sentaba junto a Virginia—, ni a nadie.

—Mis hermanos son la razón por la que sé pelear —explicó Virginia, retacando su boca de papas fritas—. Sean siempre quiere darme una paliza, pero nunca ha podido —prosiguió, desperdigando pequeños residuos de comida por toda la mesa.

—Desgraciadamente —dijo Bertolt, arqueando una ceja blanca en desaprobación—, carece por completo de modales.

Bertolt era pálido como el gis, pulcro en su aseo, y tenía una cabeza que lucía desproporcionadamente grande debido a su cabello esponjoso y sus anteojos enormes. Darkus pronto se dio cuenta de por qué lo habían apodado Einstein: era un auténtico cerebrito de la ciencia. Describió su pasatiempo como “construir prototipos funcionales de nuevas invenciones que lanzan llamas o explosivos”. Como Darkus, Bertolt era hijo único. Vivía con su madre en un departamento pequeño, a unas calles de la escuela.

—Bertolt se queja mucho —Virginia le dio un empujón con el dedo—. Detesta cuando hablo con la boca llena. Viene a cenar a mi casa cuando su mamá trabaja, y lo único que escucho es: “Sólo los cerdos comen con la boca abierta” —dijo, mientras imitaba con voz aguda el timbre de Bertolt.

Bertolt se sonrojó y Darkus, al ver su rostro desencajado, cambió de tema.

—¿Tu mamá trabaja de noche?

—Es actriz —explicó Bertolt—. Se llama Calista Bloom. ¿Has oído hablar de ella?

—Eh, no, lo siento —Darkus se encogió de hombros como ofreciendo disculpas.

—Nadie ha oído hablar de ella —Bertolt se metió un trocito de sándwich de pasta de levadura en la comisura de la boca—. No la habrás visto en la TV a menos que te gusten los anuncios sobre gente que se cae en el trabajo, aunque es posible que sí la hayas escuchado. Hace la voz de ese molesto conejito de La hora del baño de Bazonka.

Darkus negó con la cabeza, sacando una bolsa anudada de su mochila.

—En realidad no me dejan ver mucha tele.

—Mamá hace sobre todo teatro. Estaba haciendo una obra cuando nací. Me puso el nombre de un dramaturgo.

—Qué lástima que no se le ocurrió pensar en cómo podría arruinarte la vida, y hacer que te echaran de cabeza en el basurero —dijo Virginia con un resoplido.

—No creo que haya sido por mi nombre —dijo Bertolt mientras fruncía el ceño.

—A mí me gusta —dijo Darkus. Sacó una cuchara del bolsillo de su abrigo y abrió un agujero en la bolsa—. Es poco común, pero en el buen sentido.

—Gracias —Bertolt le ofreció una gran sonrisa, después lució perplejo al ver a Darkus introducir la cuchara por el agujero en la bolsa—. ¿Qué estás comiendo?

—Es el arroz frito especial de mi tío Max. ¿Quieres probarlo? Sabe muy bien —Darkus tendió su cuchara hacia Bertolt—. Le dije que “almuerzo” significa normalmente un sándwich, pero no tuvo tiempo de hacerlo en la mañana, así que simplemente llenó una bolsa de plástico con su arroz.

Bertolt rechazó el bocado negando ligeramente con la cabeza.

—Entonces —Virginia se aclaró la garganta—, ¿qué fue lo que le pasó a tu papá?

—¡Virginia! —Bertolt le dio un golpe y miró a Darkus como ofreciendo disculpas—. Lo siento tanto.

—¿Qué? ¡Ay, vamos! Todos están hablando de eso —Virginia lanzó las manos en el aire—. Si no lo pregunto yo, alguien más lo hará.

—Está bien. Quizá si se los cuento, la gente comenzará a preguntarles a ustedes en vez de a mí —suspiró—. Me gustaría que todos dejaran de lanzarme esa mirada en cada momento.

—Estuviste en los periódicos y en las noticias —subrayó Bertolt—. Eso te hace medio famoso.

—Sí, bueno, pero ya no —Darkus miró la mesa—. No pueden seguir escribiendo sobre un misterio sin solución.

—Entonces, cuéntanos. ¿Qué pasó? —Virginia se acercó a él, toda oídos.

—No hay mucho que contar. Mi padre fue a trabajar, como siempre, y en algún momento de la tarde, nadie sabe cuándo, desapareció —dijo Darkus, sin mostrar emoción—. Me di cuenta de que algo andaba mal cuando no volvió a casa.

Bertolt contuvo bruscamente el aliento.

—Seguramente hay algo más —insistió Virginia.

—Nadie sabe qué pasó —prosiguió Darkus—. La policía no encontró pistas. Y eso es todo lo que hay que saber. Mi papá simplemente desapareció.

—Quizá sea un espía —Virginia sugirió amablemente—. Podría estar salvando al país de los terroristas en este momento.

Darkus negó con la cabeza.

—No es un espía. Es director de Ciencias en el Museo de Historia Natural.

—¡Oohh! —dijo Bertolt, y se le iluminaron los ojos—. Me encanta el Museo de Historia Natural. ¿Vas mucho?

Darkus asintió.

—En las vacaciones.

—Sería mejor si fuera un espía —masculló Virginia.

—¡Eso díselo a tu papá! —la regañó Bertolt, y girándose hacia Darkus, agregó—: Es contador.

—Sólo estoy diciendo que si fuera un espía —Virginia resopló—, eso explicaría su desaparición.

—Tengo que quedarme con el tío Max hasta que papá regrese —dijo Darkus—. Por eso estoy en esta escuela. Cuando papá vuelva, todo volverá a ser como antes.

—¿Y qué hay de tu mamá? —preguntó Bertolt—. ¿Por qué no estás quedándote con ella?

—Mamá murió de pulmonía cuando yo tenía siete años —respondió Darkus en voz baja.

—¡Oh, no! —Bertolt se cubrió el rostro con las manos, lleno de consternación—. Es horrible.

—¿Crees que tu padre vuelva? —preguntó Virginia.

—Sé que lo hará —Darkus se sentía tan seguro de este hecho que al decirlo enderezó por completo la espalda—. La gente dice que escapó, o que está muerto, pero no es así. Sé que no es así. No empacó una maleta, ni dejó nota alguna. No falta una sola de sus pertenencias ni han encontrado su cadáver, y además es mi papá. Lo conozco. Él nunca me abandonaría, no así.

Darkus escuchó su voz ahogarse por la emoción, y sabía que si continuaba se pondría a llorar. Así que se detuvo un instante y tragó saliva.

—Donde sea que se encuentre, sé que está muy preocupado por mí —dijo al fin.

—Claro que lo está —coincidió Bertolt enérgicamente—. Y apuesto a que es un papá excelente.

—Pero hay algo más —Darkus miró a Virginia y bajó la voz—. Sé que mi papá está vivo porque el tío Max no está comportándose como si estuviera muerto.

—¿A qué te refieres? —contestó ella en un susurro.

—El tío Max se ve preocupado, y como perdido en sus pensamientos, pero no está triste. Ni un poco. De hecho, a veces pienso que lo que siente es enfado.

—¿Entonces qué crees que haya ocurrido? —preguntó Virginia, acercándose, manteniendo la voz baja.

—Creo que fue secuestrado —Darkus miró los rostros de ambos para ver si le creían.

—¡Secuestrado! —soltó Bertolt con un grito ahogado.

—¡Estupendo! —Virginia abrió grandes los ojos—. Digo, obviamente no para ti, pero… ¿un secuestro en la vida real? ¡Es estupendo!

—La policía no me cree. Lo único que hicieron fue poner su nombre en la lista de personas desaparecidas. Dicen que algunas no desean ser encontradas, pero… —hizo una pausa, pensando en si debería o no continuar.

—Pero ¿qué? —presionó Virginia.

—Yo y el tío Max hemos comenzado nuestra propia investigación —Darkus se puso mortalmente serio—. Y vamos a encontrar a papá.

—¡Yo ayudaré! —Virginia se incorporó—. Los dos lo haremos, ¿no es así, Bertolt? —y Virginia comenzó a jalarle la manga a Bertolt.

—Claro. Si es que quieres que lo hagamos —Bertolt le lanzó una mirada de desaprobación a Virginia.

—¡Esto es fantástico, una aventura real! Siempre quise ser una detective —se puso de pie de un brinco y pescó la libreta de tareas del bolsillo de su chaqueta—. Deberíamos de entrevistarte ahora y registrar tu declaración sobre lo que pasó el día en que tu papá desapareció, sólo en caso de que te dé amnesia y lo olvides todo.

—Virginia podrá ser muy buena para las peleas —le dijo Bertolt a Darkus—, pero no tiene pelos en la lengua —negó con la cabeza—. Es el síndrome del hijo de en medio.

—¡Ja-ja, qué divertiiido! —Virginia le sacó la lengua a Bertolt.

Darkus rio. Qué bien se sentía finalmente tener a gente que le creyera. Miró a Bertolt y a Virginia mientras reñían al otro lado de la mesa, y fue consciente de cuánto tiempo había pasado desde que había compartido algo con chicos de su misma edad.

No estaría mal dejar que ayudaran. Cuanta más gente estuviera buscando a su papá, mejor.

—Está bien, está bien —dijo Darkus—. Hagámoslo.

—¡Sí! —Virginia lanzó un golpe en el aire—. No te arrepentirás.

Bertolt se irguió todo lo que pudo junto a Virginia.

—Haremos nuestro mejor esfuerzo para encontrar a tu papá.

Al mirar a Bertolt y a Virginia, un calor desconocido floreció en el pecho de Darkus, y el chico se entregó a la sonrisa que le jalaba las comisuras de la boca.

—Gracias —dijo.

CAPÍTULO TRES

El arranca ojos

Darkus pasó con Virginia y Bertolt el resto de la jornada. A las tres y media, cuando sonó la campana del fin de clases, cada quien tomó su camino y Darkus regresó solo a casa del tío Max.

Nelson Road era sobre todo residencial. A lo largo de la calle se erigían altas casas adosadas, mugrosas por el humo de los escapes de los coches. Era una avenida muy transitada por los autobuses de Londres que llevaban a la gente al centro de la ciudad. La zona comercial Nelson Parade estaba a medio camino, la formaban ocho comercios, cuatro de cada lado de la calle.

Al departamento del tío Max se entraba por una puerta color rojo cereza a la izquierda de la tienda de comida naturista. A través de ella había unas escaleras que llevaban a la puerta principal del departamento, y un pasillo que conducía al jardín trasero, que el tío Max compartía con dicho establecimiento.

De pie bajo el umbral, Darkus jaló el cordón que tenía colgado alrededor del cuello y tocó las dos llaves que el tío Max le había dado días antes, cuando llegó. El tío Max no regresaba del trabajo hasta las seis, además su hogar no estaba equipado para niños; ni siquiera tenía televisor. La estancia estaba repleta de libros, muebles variopintos y objetos extraños que el tío Max había traído de sus viajes. Darkus se sentía fuera de lugar cuando su tío no estaba ahí, y era en esos momentos cuando más extrañaba a su papá.

Dejó caer las llaves de nuevo sobre su camisa y en vez de entrar, cruzó la calle y se sentó en la orilla de la acera de enfrente, un poco más allá de la parada del autobús y de un contenedor de basura.

Miró la tienda junto a Madre Tierra que estaba clausurada con tablas de madera. La mitad de un letrero roto con la palabra EMPORIO colgaba maltrecha sobre las ventanas cubiertas. Darkus se imaginó que la desgastada puerta gris entre los dos comercios sería igual que la puerta del tío Max, y conduciría arriba, hacia el departamento de aspecto decrépito. El tío Max le había advertido que se alejara de los hombres que vivían ahí. Los dos eran primos, dijo, y habían heredado el edificio, cada uno con el plan de abrir en la primera planta un tipo de comercio diferente, pero como ninguno quiso ceder a los gustos del otro, el Emporio llevaba ya cinco años cerrado.

Darkus decidió que iría a sentarse en la lavandería al otro lado de Madre Tierra para leer su cómic de Spider-Man hasta que el tío Max volviera a casa. Le gustaba la lavandería. Siempre entraba y salía gente de ahí, y la continua labor de las máquinas hacía de él un lugar cálido.

Cuando se levantó, un hombre flaco con ropa que no le quedaba bien salió a toda velocidad por la puerta gris; los ojos le saltaban de las cuencas hundidas. Tenía la boca muy estirada, de donde emitía un chillido fuerte y mostraba una desordenada colección de dientes amarillos.

Darkus escuchó una serie de estruendos que salían desde dentro del Emporio, y un hombre del tamaño de un ogro salió bramando de la misma puerta, sudando y rugiendo. Darkus arrastró los pies hacia atrás mientras los dos hombres se enfrentaban y comenzaban a forcejear el uno con el otro.

—¡Tú eres el peligro para la salud! —gritó el hombre delgado.

—¡Tonterías! Es tu basura en el jardín trasero lo que es un peligro para la salud.

—Ésas son provisiones para mi comercio.

—Ésa es basura que se está pudriendo, Pickering.