El fantasma del Vicario - Éric Fouassier - E-Book

El fantasma del Vicario E-Book

Éric Fouassier

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Beschreibung

París es la ciudad de la luz... y de las sombrasEn marzo de 1831, Luis Felipe, el nuevo soberano de Francia, se debate entre una política liberal y la mano dura. Hay cambios en la cúpula del Estado que hacen que se cuestione la continuidad de la Brigada de los Misterios Ocultos, dedicada a la investigación de lo presuntamente sobrenatural. En esta situación tan desfavorable, a su director, Valentin Verne, se le confía un nuevo y delicado caso: investigar las actividades de un misterioso médium que utiliza espiritismo y poderes extraordinarios para resucitar a los muertos. Hechos insólitos, diálogos con el más allá y apariciones inexplicables serán un desafío para la racional mente del inspector Verne. Y, por si fuera poco, también debe enfrentarse a un adversario aún más formidable: el Vicario, el odioso criminal al que lleva persiguiendo desde que se incorporó a la policía, ha vuelto a las calles de París dejando tras de sí una estela de cadáveres. Desde los bajos fondos parisinos a los salones de la alta sociedad y desde los espías de Vidocq hasta los inquietantes misterios del espiritismo, Éric Fouassier nos presenta una novela de intriga apasionante y adictiva.

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El fantasma del Vicario

Éric Fouassier

Traducción de Claudia Casanova para Principal Noir

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Epílogo

Nota del autor

Notas

Sobre el autor

Página de créditos

El fantasma del Vicario

V.1: febrero de 2024

Título original: Le Bureau des Affaires Occultes - Tome 2 - Le fantôme du Vicaire

© Éditions Albin Michel, Paris, 2022

© de la traducción, Claudia Casanova, 2024

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2024

Todos los derechos reservados.

Imagen de cubierta: © Roy Bishop | Lee Avison | Arcangel

Corrección: Sofía Tros de Ilarduya, Raquel Bahamonde

Publicado por Principal de los Libros

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-18216-87-9

THEMA: FFL

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El fantasma del Vicario

París es la ciudad de la luz… y de las sombras

En marzo de 1831, Luis Felipe, el nuevo soberano de Francia, se debate entre una política liberal y la mano dura. Hay cambios en la cúpula del Estado que hacen que se cuestione la continuidad de la Brigada de los Misterios Ocultos, dedicada a la investigación de lo presuntamente sobrenatural. En esta situación tan desfavorable, a su director, Valentin Verne, se le confía un nuevo y delicado caso: investigar las actividades de un misterioso médium que utiliza espiritismo y poderes extraordinarios para resucitar a los muertos.

Hechos insólitos, diálogos con el más allá y apariciones inexplicables serán un desafío para la racional mente del inspector Verne. Y, por si fuera poco, también debe enfrentarse a un adversario aún más formidable: el Vicario, el odioso criminal al que lleva persiguiendo desde que se incorporó a la policía, ha vuelto a las calles de París dejando tras de sí una estela de cadáveres.

Desde los bajos fondos parisinos a los salones de la alta sociedad y desde los espías de Vidocq hasta los inquietantes misterios del espiritismo, Éric Fouassier nos presenta una novela de intriga apasionante y adictiva.

«Éric Fouassier conduce la intriga con un ritmo endiablado e implacable.»

Le Figaro Magazine

Serie ganadora del Premio Maison de la Presse

A mamá

Llueve, llueve sin cesar, llueve horror, llueve vicio, llueve crimen, llueve noche; sin embargo, debemos explorar esta oscuridad, y nos adentramos en ella, y el pensamiento intenta en esta oscura tormenta un doloroso vuelo de pájaro mojado.

Victor Hugo, Las flores

Prólogo

El viento se levantó a medida que se acercaba el crepúsculo. Nubes desordenadas surcaban el cielo, proyectando sus sombras cambiantes sobre el suelo. Las ramas de los árboles gemían lúgubremente con las ráfagas y sus hojas llenaban la noche de mil rumores inquietantes.

—No puedo quitarme de la cabeza que este maldito lugar es perfecto para que nos vigilen. ¿Seguro que es aquí?

—Deja de quejarte. Le hice repetir las instrucciones dos veces. ¡Es un tipo cuidadoso, nada más! Quería recoger el paquete en un lugar discreto.

—¡Aun así! Este jardín se vuelve espeluznante de noche. No estaré tranquilo hasta que resolvamos el asunto.

Dos hombres avanzaban lentamente en la oscuridad. Dos siluetas furtivas seguían un camino cuya tierra, bajo los rayos entorpecidos de la luna, parecía ceniza. Los dos se deslizaban entre las sombras de los arbustos, evitando con cuidado que los descubrieran.

Esta escapada nocturna ponía muy nervioso al más alto, un auténtico coloso. Llevaba una gorra de obrero y un abrigo deforme con mangas demasiado cortas, que le llegaban por las muñecas. Sus manos blancas, con dedos anormalmente largos y nudillos huesudos, parecían tener vida propia. A intervalos irregulares, se subían a la altura de sus ojos y él las miraba fijamente, con aire incrédulo, como asombrado de que semejantes manos de estrangulador fueran suyas. Sus pobladas cejas se juntaban para formar una línea de preocupación bajo su obtusa frente. La piel de su rostro temblaba con tics nerviosos. En los bajos fondos lo llamaban Tocasse. Se había ganado una reputación como portero nocturno en un local para hombres de la calle Duphot. Un tipo muy simple al que la perspectiva de una buena trifulca bastaba para hacerlo feliz, pero le hervía el cerebro con las tramas retorcidas.

Su compañero era de un temple totalmente distinto. Salía del mismo fango, tenía una elegancia canalla, vestía una levita de solapas anchas, un pañuelo color escarlata y un sombrero hongo con una cinta y una hebilla dorada. De hombros estrechos, compensaba su relativa debilidad física con una mente mezquina y taimada; era un ser traicionero, vicioso, dispuesto a vender a su padre y a su madre por una posible ganancia. Tenía un morro de comadreja y un comportamiento retorcido, de los que te sonríen de frente y te empujan a una trampa a la primera oportunidad. Sus amigos lo llamaban Bordelés, porque decía ser de esa ciudad. Bordelés a secas. Sin nombre, sin otro apodo. Las personas que se cruzaban en su camino sin conocerlo, cuando notaban que su mirada ávida se fijaba demasiado en su alfiler de corbata o en la cadena de su reloj, preferían no tener que nombrarlo y se alejaban rápidamente.

—Eh, Bordelés, ¿no crees que nuestro hombre sospechará cuando se dé cuenta de que no llevamos al niño con nosotros?

El tipo delgado con levita que iba en cabeza paró en seco, luego suspiró y se volvió hacia su acólito con cara de fastidio.

—Deja de devanarte los sesos, Tocasse. Ya te lo he explicado mil veces. Así que escucha con atención, porque esta es la última vez que lo repito. No podemos atacarlo en el jardín. Demasiado imprevisible. Si aparece un guardia, la cosa podría ponerse fea. El truco está en tranquilizarlo y persuadirlo para que venga con nosotros hasta el carruaje. Allí abro la puerta, supuestamente para enseñarle la mercancía, y cuando se asome, le golpeas en la cabeza con el garrote.

Mientras hablaba, Bordelés señalaba con la barbilla el bastón con puño de plomo que su colega escondía bajo el abrigo.

—Pero si sospecha algo y se niega a seguirnos —insistió el grandullón, juntando las manos para hacer crujir los nudillos—, tendremos que acabar con él enseguida.

—¡Ni hablar! El cliente insistió en que lo entregáramos vivo. Solo nos dará la recompensa íntegra con esa condición. Tendremos que ser lo suficientemente persuasivos, eso es todo. Pero no te preocupes, déjame hablar a mí.

Los dos hombres siguieron caminando en silencio. Sin embargo, no habían dado ni diez pasos cuando un repentino crujido a su derecha, seguido inmediatamente de una serie de gritos desgarradores, les pusieron los pelos de punta. Bordelés se recuperó del susto primero y señaló una larga estructura, cuyo entramado metálico brillaba a la luz de la luna. Vagamente perceptible, detrás de la malla había una confusa agitación y unos rápidos aleteos azotaban el espacio por toda la estructura.

—¡Que la peste se lleve esos malditos pájaros! —gruñó el hombre del redingote—. Nos hemos acercado demasiado a la jaula de las aves rapaces. Vámonos rápido de aquí o esos malditos carroñeros atraerán a todos los guardias.

Dejando atrás todas las precauciones superfluas, los dos visitantes nocturnos corrieron camino arriba y cruzaron el césped más cercano hasta un bosquecillo, donde se agacharon y esperaron ocultos entre los árboles, con el corazón a punto de estallar, a que amainara el alboroto de los pájaros. Cuando por fin volvió la calma, Tocasse susurró al oído de su compañero:

—¡Nos hemos salvado por los pelos! Solo faltaría que nuestro hombre no tuviera hígados y no se presentara a la cita.

—No te preocupes por eso —se rio Bordelés—. Esa clase de patán es incapaz de resistirse a la llamada de la carne fresca. Le he prometido mercancía de primera clase. Un chico rubio de menos de diez años, intacto. ¡Deberías haber visto al viejo verde! Salivaba de antemano. ¡Vendrá, no lo dudes!

—¡Menos mal! ¿Aún está lejos el punto de encuentro?

El hombrecillo larguirucho se quitó la gorra para secarse el sudor de la frente, luego apartó una rama y señaló un gran edificio, cuya masa oscura en forma de estrella se alzaba a unos cien pasos. Cuando las nubes pasaban intermitentemente, los rayos de la luna captaban pálidos reflejos en sus ventanas.

—¿Ves esa rotonda de ahí? Solo tenemos que rodearla y deberíamos encontrar una especie de cabaña de troncos y barro justo detrás.

Los dos cómplices esperaron unos minutos en silencio para asegurarse de que el camino estaba despejado. Cuando ya vieron todo tranquilo, Bordelés dio una palmada en el hombro a su compañero y se puso en pie.

—¡Vamos! Sería de idiotas fallar. ¡Y no te olvides de que dentro de unos minutos tú y yo vamos a ganar mucho dinero!

La pareja abandonó la protección de los árboles y avanzó rápidamente hacia la densa sombra de la rotonda. A medida que se acercaba, el gemido del viento en las ramas iba acompañado de gruñidos apagados y pisoteos. De repente, la noche parecía estar habitada por una multitud de criaturas invisibles. Era inaudito que estuvieran en el corazón de una gran ciudad. Al contrario, todo sugería que se aventuraban en territorios inciertos y en antiguos terrores nocturnos. Son los lugares que normalmente uno visita solo cuando está dormido, cuando multitud de pesadillas se arrastran bajo los párpados e intentan arrancar el calor de las sábanas.

—¿Qué demonios es eso? —gruñó Tocasse, moviendo unos ojos desorbitados e intentando perforar la oscuridad con la mirada.

—Son los animales de la rotonda —dijo su compañero, encogiéndose de hombros—. El ruido de los pájaros debe de haber despertado a algunos. No tardarán en dormirse. Así que no seas blandengue y cállate ya. Acabarás consiguiendo que nos descubran.

El grandullón bajó la cabeza, como un crío pillado in fraganti.

Aunque medía casi una toesa1 y nunca desdeñaba una pelea, tenía miedo a la oscuridad desde niño. Podría enfrentarse a tres o cuatro adversarios con las manos desnudas sin temblar, pero la mera perspectiva de dormir sin luz lo angustiaba y lo reducía al nivel de un bebé asustado. No lo habría admitido por nada del mundo, por miedo a que lo tomaran por un gallina, pero con la oscuridad perdía buena parte de sus recursos. Miró a su compañero. El otro no parecía darse cuenta del alcance de su confusión. Ya había echado a andar de nuevo y, con una mano apremiante, le indicaba que no se entretuviera.

Tocasse llevaba poco más de un año a remolque de Bordelés, pero no le caía muy bien. Cuando lo pensaba, su compinche tenía un fondo despectivo y de pura maldad que lo incomodaba profundamente. Pero también era genial encontrando las mejores faenas. Como la de esa noche. Un trabajo no demasiado complicado, con una buena recompensa en juego. Bordelés no le reveló todos los detalles, pero sabía lo esencial. Un tipo estaba dispuesto a pagar una buena suma si conseguían capturar a un viejo maricón al que le gustaban los chiquillos. Bordelés se encargó de encontrar y poner un cebo a su objetivo. ¿Cómo lo hizo? Un misterio. Por este tipo de proezas lo valoraba. Olía los buenos negocios y nadie como él preparaba una trampa o tramaba un golpe. Aun así, Tocasse seguía desconfiando de él. Puede que pasara por un zoquete, que solo servía para partir caras, pero tenía intuición. En el fondo, sabía que tarde o temprano tendría que apretar con sus grandes zarpas el cuello raquítico de su malvado cómplice…, justo antes de que intentara apuñalarlo por la espalda. Pero ese momento aún no había llegado.

Refunfuñando para sus adentros, siguió a la frágil figura que ya empezaba a caminar alrededor de la rotonda.

Según las indicaciones, la cabaña de madera estaba detrás de ella, en la parte del jardín que lindaba con las plantaciones de la escuela botánica. Un refugio, por cierto, más que una cabaña, con paredes de adobe, sin ventanas, y el tejado de paja. Más adelante, entre los árboles, las cristaleras de un invernadero reflejaban el cielo atormentado y parecían jugar al escondite con el astro nocturno.

—Aquí es —susurró Bordelés mientras se ponía de puntillas para llegar al oído de su compañero y que pudiera escucharlo a pesar del rugido del viento, que se había levantado de nuevo—. A partir de ahora, ni una palabra. Déjamelo todo a mí. Pero si ves que las cosas se ponen feas, no lo dudes: te abalanzas sobre el tipo con todas tus fuerzas.

Tocasse asintió forzando una sonrisa. En cuanto se hablaba de peleas y fuerza bruta, se sentía en su elemento.

Sin más preámbulos, uno tras otro, los dos maleantes cruzaron el umbral de la cabaña. Inmediatamente los asaltó el olor: pesado, almizclado, salvaje. Impregnaba todo el espacio y era tan penetrante que parecía casi palpable. Los recién llegados se sorprendieron tanto que tardaron unos segundos en acostumbrarse y empezar a examinar el lugar.

Estaban en una habitación estrecha, sin más muebles que una mesita desvencijada en un rincón. Cubos, escobas y rastrillos se amontonaban en desorden contra una pared, y entre estas cosas normales, había un objeto singular: un palo largo con alambre enrollado en el extremo. Parecía una especie de lazo, pero de tamaño desmesurado. Al otro lado de ese revoltijo, se abría una trampilla en el suelo, y el tablón levantado dejaba ver el comienzo de una escalera. Un quinqué colgaba de un gancho. Su llama bailaba y tiznaba la corriente de aire que entraba por la puerta entreabierta.

Bordelés desenganchó la lámpara, se arrodilló y metió el brazo por el agujero para iluminar los recovecos oscuros. La escalinata desembocaba en una puerta de madera maciza, reforzada con barras metálicas. Un candado sólido impediría el acceso si no estuviera abierto, colgado de una argolla en la pared.

El hombrecillo del redingote se incorporó con una mueca maligna en la comisura de los labios. Se llevó el dedo índice a la boca y volvió a hacer un gesto a su compinche para que lo siguiera. Los dos hombres entraron por la estrecha abertura y descendieron con cuidado los escalones de piedra. El olor los acompañó bajo tierra. Estaba aún más presente, era casi sofocante. Un hedor bestial que recordaba al aliento de un perro después de roer carroña. Incapaz de reprimir un escalofrío de asco, Bordelés empujó la pesada puerta y se sorprendió al encontrarse al aire libre.

Su primera impresión fue casi agradable. El hedor se diluía. Se mezclaba con el aroma primaveral de la hierba húmeda y los árboles con hojas incipientes. Con Tocasse a su lado, avanzó unos pasos por un suelo de tierra y se dio la vuelta para orientarse. El tándem estaba en el centro de una zona rodeada de muros altos, de unos diez metros de largo por cuatro de ancho. Y en el centro había unas cuantas rocas y un árbol muerto. Nada más. Aparte de los recién llegados, no se veía ni un alma.

—Qué extraño —dijo Bordelés con los dientes apretados—. Ya tendría que estar aquí.

—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó su compañero en voz baja. Lo invadió una especie de malestar al verse rodeado de murallas por todas partes. Parece… sí, parece una especie de foso.

Bordelés no contestó. Sus pequeños ojos escrutadores acababan de fijarse en una abertura en la parte baja de la pared opuesta a la entrada. Parecía el comienzo de un túnel. Un orificio tenebroso, extraño y un poco inquietante.

Estaba a punto de acercarse para verlo mejor cuando un fuerte portazo hizo que ambos se dieran la vuelta al mismo tiempo. La pesada puerta, reforzada con metal, acababa de cerrarse de golpe. Bordelés reaccionó con más rapidez. Soltó un improperio y se precipitó hacia la puerta a toda velocidad para intentar girar de nuevo el pomo. Fue en vano. Ya no tenían acceso a la escalera. Evidentemente, alguien acababa de cerrar el candado del otro lado.

Tocasse tardó un poco más en darse cuenta de lo que ocurría. Sin embargo, cuando comprendió que estaban atrapados en medio de ese foso inhóspito, corrió a ayudar a su colega. Con sus manazas de leñador tiró de la puerta con todas sus fuerzas y luego trató de sacudirla en todas direcciones para sacarla de los goznes. Pero sus esfuerzos fueron inútiles. El aparato seguía en su sitio y parecía especialmente diseñado para resistir una fuerza aún más colosal.

Mientras el bruto forcejeaba en vano, Bordelés se dio la vuelta. El sudor le caía por la frente, que tenía una arruga de preocupación de lado a lado, y su mente retorcida daba vueltas a toda velocidad. Una vez más, su penetrante mirada se centró en el agujero negro del otro lado del foso. Se sintió irresistiblemente atraído hacia él y, al mismo tiempo, una sorda angustia nacía en su interior. Ya no era solo una sensación de miedo irracional. Entonces, ese agujero le parecía la boca enorme de una fantasma, ávida y monstruosa, dispuesta a devorarlos.

Y, de repente, lo comprendió.

Un escalofrío helado le recorrió la espalda. Tuvo la horrible sensación de que todos sus huesos se licuaban. En un instante, todo cobró sentido: el inusual lugar de encuentro, la ausencia del hombre con el que estaban citados y el olor carnívoro que le agredía los orificios nasales.

—¡Puto tuerto! —gritó con voz de falsete distorsionada por el miedo—. ¡Olvídate de la maldita puerta, Tocasse! Vuelve a la pared, ¡rápido!

El grandullón con manos de estrangulador se dio la vuelta, sorprendido. Ni siquiera tuvo tiempo de preguntarse qué mosca había picado a su compañero. La mera visión de sus facciones distorsionadas por el miedo bastó para ponerlo en movimiento. Se unió a él en unas pocas zancadas.

—Ponte contra la pared y hazme de escalera —ordenó Bordelés con brusquedad—. Tenemos que salir de esta ratonera lo antes posible.

Tocasse estaba a punto de obedecer sin hacer preguntas cuando un impresionante rugido resonó a espaldas de los dos hombres. El foso estaba demasiado oscuro y solo distinguían unas sombras confusas a pocos pasos. Sin embargo, en el mismo momento en el que Bordelés puso el pie en las manos entrelazadas del coloso, no pudo resistir la tentación de echar una rápida mirada por encima del hombro. Tuvo la clara sensación de que el agujero oscuro acababa de escupirles algo. Una masa imprecisa, más densa que la noche, avanzaba directa hacia ellos rugiendo.

A Bordelés se le heló la sangre en las venas. Con el aliento bloqueado, dejó de respirar, oprimido por un terror desconocido.

Con la fuerza de la desesperación, se alzó apoyándose en los hombros de su compañero y lanzó las manos a ciegas hacia arriba. Sus dedos engancharon el reborde del muro al mismo tiempo que un golpe brutal rebotaba en sus piernas. Su punto de apoyo desapareció de repente y él se balanceó en el vacío, empleando toda su energía para no soltarse. Una espantosa cacofonía subió desde el suelo: gruñidos, gemidos, golpes, desgarros. Luego, dominando todos los demás sonidos, un horrible aullido de agonía.

Al cabo de unos segundos, Bordelés consiguió estabilizarse, su cuerpo dejó de balancearse y pudo inclinar la cabeza para mirar lo que ocurría a sus pies. La lámpara se había volcado, pero la mecha seguía encendida, y ante sus ojos apareció una horrenda visión.

El cuerpo dislocado de Tocasse yacía en un charco de color escarlata, con el garrote destrozado a su lado. Su rostro conservaba la expresión de un espanto abominable y sus ojos inyectados en sangre parecían a punto de salirse de sus órbitas. La lengua, azulada e hinchada, le asomaba por la boca. Tenía una impresionante herida en el bajo vientre y los intestinos esparcidos por la tierra.

Un oso pardo de complexión monstruosa daba vueltas a su alrededor lentamente. De vez en cuando, el animal golpeaba el cadáver con sus garras, como si quisiera asegurarse de que su presa estaba muerta. Su hocico, erizado de enormes dientes amarillos, embadurnado de sangre, aún dejaba escapar gruñidos ahogados.

A pesar de su delicada situación, Bordelés suspiró de alivio. Se había librado por poco. Por unos segundos podía haber corrido la misma suerte que el gran bulto que yacía muerto. ¡Pensar que ese idiota se creía invulnerable, con sus grandes músculos y esa cabecita! ¡Ahora ya no era más que una miserable marioneta desarticulada! Probablemente, ni siquiera tuvo tiempo de saber lo que ocurría.

El pequeño canalla soltó una risita nerviosa. Gracias a Dios podía contar con su estrella de la suerte. Solo tenía que levantarse a pulso. Nada sobrehumano para un peso ligero como él. En un momento estaría fuera de peligro.

—¡Una situación de lo más incómoda! No pasará mucho tiempo antes de que los músculos empiecen a agotarse. Sí, desde luego, ¡una situación muy desafortunada! —La voz melodiosa y falsamente compasiva precedió a la aparición del hombre al borde del foso.

Desde su posición inferior, Bordelés solo podía distinguir una silueta ciega. Apenas un torso y un cráneo que sobresalían del parapeto y destacaban sobre el cielo rasgado. A pesar de todo, no tenía la menor duda de la identidad del hombre que estaba ahí, tan tranquilo, fingiendo una indiferencia teñida de ironía. La ira se mezcló casi instantáneamente con el terror.

—¡Hijo de la grandísima puta! —maldijo, con la mandíbula crispada—. ¡Eres el peor bastardo que he conocido!

—¡Shhh, shhh! —continuó hablando el hombre de voz melodiosa—. ¿Nunca te han enseñado, hijo mío, que es impropio decir palabrotas? No creo que Nuestro Señor te perdone por utilizar en vano el nombre de su madre en tus ridículos desplantes. De hecho, estoy bastante seguro de lo contrario. Y resulta que soy su más humilde y obediente servidor…, el dócil ejecutor de su santa voluntad.

Mientras hablaba, la aparición levantó las manos por detrás del cuello y desató la cruz dorada que llevaba en el pecho. Entonces empezó a entonar una oración en latín, agarró el crucifijo con la mano derecha y lo utilizó como un mazo para martillear los dedos del desgraciado que colgaba sobre el foso.

1

Una pareja singular

—¡Tiernas! ¡Verduras frescas!

Una alegre campesina empujaba su carretilla por el Quai des Orfèvres. El carro estaba lleno hasta los topes de lechugas, puerros, coles y nabos dulces, que la muchacha se disponía a vender en su puesto habitual de la plaza Dauphine.

—¡Tiernas! ¡Verdura fresca! ¡Mis verduras son buenísimas! ¡Tiernas! Verd…

La vendedora dejó de gritar de repente y se apartó para mover su voluminosa carga junto a las fachadas. Sus ojos pardos parecían dos canicas de porcelana engarzadas en su rostro, enrojecido por el trabajo al aire libre, y acababan de fijarse en la agradable figura de un joven que subía por la acera en dirección contraria. La campesina se retiró para dejarlo pasar, lo cual no era muy habitual en ella. Normalmente, sobre todo cuando llovía, sentía un malicioso placer al rozar su carro contra los burgueses barrigones, solo para salpicarles los bajos de los pantalones y ensuciar sus relucientes zapatos. Pero esa mañana, el sol brillaba con fuerza y el individuo que iba a cruzarse con ella no tenía aspecto de ser un advenedizo panzudo.

Al contrario, era un elegante dandi, cuya levita bien cortada resaltaba sus anchos hombros y su cintura delgada. Llevaba un sombrero de copa de Bandoni, un chaleco de seda bordada, guantes de cuero color gris perla y un bastón con puño de plata de casa Thomassin para completar este refinado atuendo. Pero más que su elegancia, lo que atraía irresistiblemente la atención hacia el desconocido era su rostro rebosante de nobleza, cuya cautivadora belleza, casi demasiado perfecta, estaba teñida de una conmovedora melancolía. Y luego, también tenía una mirada ardiente, que cambiaba de gris a verde según la luz, desmentía la suavidad angelical de sus rasgos y dejaba entrever un alma templada como el acero de las espadas más temibles.

La verdulera estaba tan embelesada que no pensó en apartar la mirada cuando el hombre se acercó rápidamente. Como fascinada por una aparición celestial, lo contempló mientras se acercaba, boquiabierta, con los ojos como platos, antes de darse cuenta de repente de lo ridículo de su actitud extasiada. Roja de vergüenza, empezó a rebuscar entre las verduras para disimular, pero se sintió todavía más tonta cuando se percató de que el desconocido ni siquiera la había visto. Con cara de preocupación, pasó a su lado sin aminorar el paso y sin dedicarle siquiera la limosna de una breve mirada.

Se quedó quieta un buen rato, confusa, observando cómo se alejaba con paso decidido, y se sintió un poco desconcertada al verlo girar hacia la calle Jerusalén y entrar en el porche del antiguo palacete de los presidentes del Parlamento de París. El edificio albergaba las oficinas de la Prefectura de Policía, y la mera idea de que su apuesto e indiferente hombre tuviera que vérselas con las fuerzas del orden la entristeció. Era una idiotez, pero mientras se ponía de nuevo manos a la obra, no pudo evitar rezar una oración para que aquel apuesto joven no estuviera metido en un lío policial.

Ni por un momento se le ocurrió pensar que el distinguido joven pudiera ser un empleado de la prefectura, un simple funcionario que obedecía órdenes. Sin embargo, nada más entrar en las dependencias oficiales, dos vigilantes, con uniforme de sargento municipal, de guardia en recepción saludaron con el impecable gesto reglamentario al apuesto misterioso.

Él, sumido en sus oscuros pensamientos, estuvo a punto de ignorarlos también. Sin embargo, rectificó justo al pasar por delante de ellos y les respondió con indiferencia, limitándose a levantar el puño del bastón hasta el ala del sombrero. Los dos guardias intercambiaron una mirada cómplice que expresaba muy bien lo que pensaban. El más rencoroso de los dos no pudo evitar murmurar en voz baja:

—¡Va vestido como un príncipe y se cree mejor que el resto de nosotros!

Pero no era probable que el recién llegado lo oyera, porque ya había empezado a subir las escaleras de cuatro en cuatro para llegar al último rellano.

En esa planta, algunas de las habitaciones abuhardilladas, que antiguamente se utilizaban para el servicio, se habían reconvertido en salas de archivo. A diferencia de los pisos inferiores, rebosantes de actividad, este era el reino del polvo y las telarañas. A excepción de las dos primeras habitaciones, transformadas recientemente en oficinas. En cada una de las puertas, que merecían una buena mano de pintura, colgaba un letrero con la misma inscripción críptica: «Brigada de los Misterios Ocultos».

El recién llegado entró en la segunda habitación sin llamar. Una claraboya con cristales oscurecidos la sumergía en una luz como de acuario. El olor a tabaco con aroma a especias y miel flotaba en el aire y contrastaba, por su lujo embriagador, con la estrechez del sitio y el mobiliario más básico.

El joven dejó su sombrero y su levita en un perchero desvencijado y se deslizó tras un escritorio por el que ni el más astuto vendedor de segunda mano habría podido sacar diez liardos.2 Sobre el escritorio lo esperaba una copia del informe diario elaborado por los estrechos colaboradores del prefecto. En él se daba cuenta del estado de la capital y del balance de las actividades diarias de los distintos departamentos de Policía: detenciones, pasaportes expedidos, vigilancia del estado de ánimo público, abastecimiento de las lonjas y mercados, listado de precios de los principales productos alimenticios…

El joven hojeó la prosa administrativa antes de prestar más atención a los periódicos que también recibía. Empezó por Le National, publicación favorable a las ideas republicanas, cuyos redactores criticaban, página tras página, la inercia de las autoridades. Ocho meses después de la revolución del 1 de julio3 y de la subida al trono de Luis Felipe, se quejaban de que el presidente del Consejo, el banquero Laffitte, a pesar de su apoyo al desarrollo democrático del régimen, no había logrado imponer las reformas necesarias. «Tergiversaciones» y «debilidades» eran las dos palabras más utilizadas para descalificar la política del Gobierno.

La Gazette de France, por su parte, era aún más franca en su hostilidad hacia el nuevo rey de los franceses. Este diario, punta de lanza de la prensa legitimista, leal a la rama más antigua de los Borbones, informaba sobre los disturbios anticlericales que arrasaron la capital un mes antes. A mediados de febrero, un oficio celebrado con motivo del aniversario de la muerte del duque de Berry4 desató la furia de algunos parisinos. La agitación desembocó en el saqueo de Saint-Germain-l’Auxerrois, el palacio arzobispal y el tesoro de la iglesia metropolitana. Los periodistas de La Gazette seguían denunciando actos claramente hostiles a la religión y querían ver en estos estallidos la prueba de que la nueva dinastía era incapaz de traer la paz y la prosperidad al reino. Sobre todo, criticaban a Luis Felipe por haber cedido demasiado fácilmente a la violencia popular al aceptar, tras los desastrosos acontecimientos y en un vano tentativo de apaciguar al pueblo, retirar la flor de lis del escudo real y del sello del Estado.

El tercer diario con el que el ocupante de la oficina terminó el repaso a la prensa fue el Journal des débats de los hermanos Bertin. Esta vez, se limitó a hojear los titulares. Mencionaban las tensiones que provocaban en el extranjero las repercusiones de las Tres Gloriosas. La independencia belga y el levantamiento de Varsovia contra el zar seguían despertando pasiones y dividiendo a la opinión. Los nostálgicos de 1792 y de la cruzada emancipadora de los ejércitos revolucionarios abogaban por la ayuda a las naciones amigas, mientras que sus oponentes denunciaban el riesgo de una guerra generalizada en Europa si se rompían los equilibrios establecidos tras la caída de Napoleón. Pero el tema de la mayoría de los artículos se centraba en la situación interna y el clima de insurrección que reinaba en París. Los autores especulaban sobre las posibilidades de que Luis Felipe disolviera pronto la Cámara u obligara a dimitir a su principal ministro, Laffitte. Uno de ellos recordaba los recientes ataques del diputado Guizot en la tribuna y reproducía el final de su discurso para constatar el fracaso: «Francia pide ser gobernada y siente que no lo es». Todo proyectaba una desafortunada imagen de confusión y nerviosismo, y parecía un mal presagio para el futuro.

Con un suspiro cansado, el hombre con cara de dios griego echó hacia atrás su sillón, estiró las piernas y se frotó los párpados durante largo rato. A sus casi veinticuatro años, Valentin Verne, inspector de Policía de profesión, ocupaba un puesto cuando menos original dentro de la prefectura. Era jefe de la Brigada de los Misterios Ocultos, un servicio de la Policía sin auténtica existencia oficial, creada en noviembre de 1830 para desentrañar los crímenes imposibles o aparentemente de tinte sobrenatural, y perseguir a un nuevo tipo de rufianes que se aprovechaban de la credulidad de la gente y de los progresos aún desconocidos de la ciencia para perpetrar sus crímenes. Con ese cargo, el joven investigador solo respondía ante el propio prefecto de Policía, de quien dependía de forma directa. Era una posición privilegiada, pero también terriblemente precaria: tenían los recursos limitados y la propia existencia de la brigada pendía de un hilo. Dependiendo de la agitación política, podía suprimirse de un plumazo.

En varias ocasiones, Valentin le había visto las orejas al lobo. De hecho, sucedía en cuanto un nuevo jefe se instalaba en la calle Jerusalén, lo que ocurría a menudo en épocas de gran inestabilidad política. En los cuatro meses transcurridos desde que había tomado posesión de su cargo, el inspector ya se las había visto con tres prefectos de Policía diferentes. Cada recién llegado se sorprendía al descubrir ese departamento que, al fin y al cabo, no era realmente eso, porque se reducía a una única persona, el inspector Verne. Sin embargo, sus éxitos siempre vencieron las reticencias iniciales de sus superiores. Sacar de la calle al estrangulador autómata y resolver el misterio de la araña cantante impulsaron al nuevo prefecto, Alexandre-François Vivien, a duplicar el personal de la oficina. A principios de marzo, premió a Valentin con un ayudante de veinte años que lo secundaba en sus investigaciones.

Tras dejar atrás su Picardía natal, Isidore Lebrac llegó a la capital justo después de las jornadas revolucionarias de julio, armado únicamente con su entusiasmo juvenil. Resuelto a no seguir mucho tiempo al margen de la historia que se fraguaba, decidió alistarse en la Guardia Nacional de París, impresionado por la personalidad de su jefe, el carismático La Fayette. Desgraciadamente para él, se topó con la implacable inercia de una administración en plena reestructuración. Obligado a esperar y a caer, día tras día, por la escala que lleva de los hoteles respetables a las peores habitaciones del barrio de Sainte-Avoye, Lebrac aprendió a aminorar la marcha mientras veía cómo se esfumaban sus escasos ahorros.

Para cuando rechazaron su solicitud por carecer de domicilio fijo, La Fayette ya se había visto obligado a dimitir y las esperanzas suscitadas por el gran levantamiento del verano se habían esfumado con las primeras nieblas del otoño. En lugar del fino uniforme con el que había soñado, al ingenuo provinciano le ofrecieron unos manguitos y un puesto de oficinista en la calle Jerusalén.

«A falta de pan, buenas son tortas», intentó consolarse, solo antes de volver a decepcionarse. Pelirrojo, poco atractivo y bastante enclenque, Lebrac no tardó mucho en convertirse en el blanco de las bromas de la fauna de soplones y policías que rondaba por los pasillos. Sin embargo, Valentin se fijó en él precisamente por su exquisita fealdad y su condición de cabeza de turco. Cuando el prefecto le dio carta blanca para elegir a su futuro colega, el inspector no dudó ni un segundo y echó el ojo al insignificante chupatintas. Esta sorprendente decisión obedecía a dos razones principales. En primer lugar, Valentin supo apreciar la mente despierta bajo la aparente placidez del blanco de las burlas. Y, en segundo lugar, prefería un subordinado dócil e inexperto; él tendría mucho tiempo para formarlo desde su punto de vista.

En las otras brigadas, la creación de un departamento especial dedicado a resolver casos oscuros o esotéricos ya había causado bastante revuelo, pero la formación de esta absurda pareja de investigadores transformó la desconfianza inicial en una hostilidad sorda. Verne era un solitario receloso cuya belleza angelical y fortuna personal lo diferenciaban de sus compañeros. En cuanto a Lebrac, su ascenso había disgustado a todos —¡y eran muchos!— los que se planteaban con quién iban a descargarse a partir de ahora. En consecuencia, estos dos jóvenes tan diferentes focalizaban el rencor y la envidia de sus colegas.

Valentin rumiaba todo esto cuando llamaron a la puerta.

2

Una mujer en apuros y un anillo de sello

El inspector se incorporó, con el corazón latiéndole de repente más deprisa, y se reajustó el chaleco. Era raro que lo molestaran a una hora tan temprana. Lebrac se dio cuenta enseguida de que, cuando su jefe llegaba a la oficina, necesitaba un periodo de calma para ordenar las ideas y asumir el carácter de policía que le resultaba muy poco natural. Como un buen perro guardián, defendía su puerta de cualquier intrusión inoportuna y siempre dejaba pasar una hora como mínimo antes de asomar la nariz.

¿Por qué hoy era diferente? ¿Tenía que ver con el caso que tanto preocupaba a Valentin en secreto? ¿Recibiría por fin la noticia que esperaba con impaciencia desde el día anterior? Rezó para que así fuera. La persecución ya duraba demasiado. Había que finalizarla.

Cuando lo permitió, Isidore Lebrac entró en el despacho con la greñas enmarañadas. Parecía incómodo. Tras saludar a su jefe, le entregó con gesto forzado una tarjeta impresa.

Señora de Ferdinand d’Orval

Finca de Hêtraie

Saint-Cloud

El «Señora de» estaba escrito a mano.

—Me ofrecí a recibirla yo —explicó Lebrac—, pero ella insistió en hablar con usted personalmente. Dice que no abusará de su tiempo, pero no sabe a quién más recurrir. Usted es, según ella, su única esperanza

—¿Qué aspecto tiene?

—Es una mujer distinguida, con una especie de vulnerabilidad en su aspecto. Pero resulta completamente encantadora.

Valentin le hizo señas para que la dejara entrar en la habitación. En efecto, era la joven más fascinante que se pudiera imaginar, pálida y menuda, con el rostro finamente dibujado bajo unos rizos caoba, grandes ojeras y unos gestos lentos que le daban el aire de una convaleciente que se atreve a salir por primera vez tras una larga y dolorosa enfermedad.

Valentin se levantó para saludarla y ofrecerle asiento. Ella se sentó con elegancia e inclinó a la perfección la cabeza para mirarlo mejor. Esbozó una sonrisa dulce y un tanto triste.

—Le agradezco que me dedique un poco de su tiempo. —Su voz era tranquila y sorprendentemente firme, aunque algo ronca—. Por supuesto, usted no me conoce, pero yo sé quién es usted. He seguido el desarrollo de sus recientes investigaciones en los periódicos.

—¿Así que lee la prensa?

—Le sorprende, ¿verdad? Se supone que una mujer de la alta sociedad no se dedica a esas actividades. Más bien, debe entregarse a la caridad, a su hogar, a velar por el bienestar de su familia y, ante todo, de su marido. Eso es precisamente lo que me ha traído hoy hasta usted.

Valentin intentaba no pensar para concentrarse mejor. Sin embargo, le resultaba difícil alejar de su mente los pensamientos ansiosos que lo asaltaban desde el día anterior. Cuando volvió a hablar, lo hizo mecánicamente.

—La escucho.

—Me llamo Mélanie d’Orval. No creo que mi nombre le diga nada. Hace unos tres años que mi marido se retiró de los negocios y se trasladó de su palacete parisino a una pequeña finca familiar a la altura de Saint-Cloud. El pobre hombre acababa de pasar una dura prueba con la muerte de su primera esposa. Cuando nos conocimos, precisamente en esa época, había perdido las ganas de vivir. Solo su única hija, Blanche, aún adolescente, le impidió cometer algo irreparable. Estoy del todo convencida. Esa profunda tristeza fue lo primero que me atrajo de él. Lo único que quería era devolver un poco de alegría a su mirada apagada, arrancar a un hombre bueno y adorable del abismo de la nada. Y creo que puedo decir que lo conseguí. Al menos, hasta aquella espantosa tragedia del año pasado…

«Su única hija… aún adolescente…». Valentin observó con más atención a la joven sentada frente a él. La ropa oscura y el sombrero, de una elegancia distinguida, la envejecían. Pero, mirándola bien, no le echaba más de treinta años. Esto significaba que su marido debía tener al menos entre diez o quince años más que ella. La idea de que recurriera a él por un vulgar asunto pasional le cruzó por la mente y lo disgustó. Si fuera el caso, tendría que despedirla. Pero su frágil belleza, combinada con sus ojos tristes, le daban más bien ganas de cuidarla. Cualquier hombre normal querría protegerla.

—¿Una tragedia? —preguntó, para disipar el silencio que amenazaba con volverse incómodo—. ¿Qué ocurrió exactamente?

—Una tragedia, sí. Por desgracia, esa es la única palabra para describirlo. Hace seis meses, la pobre Blanche sufrió un violento ataque convulsivo. Ya había tenido otro la semana anterior, pero nuestro médico de cabecera no pudo determinar la causa. La reincidencia resultó fatal. La encontramos muerta a los pies de su cama al amanecer. ¡Mi pobre Ferdinand! Ese golpe del destino rompió definitivamente algo en su interior. Ningún padre debería pasar por un calvario así.

Valentin frunció el ceño.

—Dice que esta repentina muerte ocurrió hace seis meses. ¿Por qué ha esperado tanto para acudir a la Policía?

La mirada de la visita vaciló. Luego, sus pupilas se dilataron y se llevó la mano al pecho antes de sacudir la cabeza con vehemencia. Sin embargo, cuando volvió a hablar, lo hizo con la misma voz dominada que intentaba captar toda la atención de su interlocutor.

—Creo que se equivoca, inspector, no ha sido la muerte de mi hijastra lo que me ha traído aquí. O al menos no directamente. Aunque trágica, su muerte solo fue por causas naturales. Pero como ya le he dicho, mi marido se ha tomado muy mal esta nueva prueba.

»Su negativa a aceptar la pérdida de su hija lo incitó a consultar con una especie de médium. Un individuo de comportamiento más que dudoso que, en unas semanas, se ha convertido en un rostro familiar en nuestra casa. Este lamentable caballero, llamado Paul Oblanoff, convenció al pobre Ferdinand de que era capaz de entrar en contacto con el espíritu de la muerta. Me temo que tan solo intenta aprovecharse de la angustia de mi marido para abusar de su confianza.

—¿Qué le hace pensar eso?

—A decir verdad, hasta la semana pasada no estaba realmente preocupada. Me decía a mí misma que el capricho de Ferdinand acabaría pasando. Tarde o temprano, se daría cuenta de que ese eslavo no tenía ningún poder especial. Luego, dos incidentes despertaron mis sospechas y temores. Desde entonces, he perdido el apetito y el sueño…

—Cuéntemelos.

—El primer acontecimiento tuvo lugar hace exactamente siete días. Hay que puntualizar que recibimos al tal Oblanoff a cenar varias veces por semana y que se aloja en la finca los sábados y domingos. Supongo que no hace falta que le diga que mi marido no se molestó en consultarme antes de establecer estas invitaciones.

»Como le decía, el sábado pasado sorprendí a este detestable personaje en el despacho de Ferdinand. Fingió que buscaba a mi marido, pero su confusión era evidente. Estoy completamente segura de que mentía y buscaba la caja fuerte en la que guardo mis joyas y una importante cantidad de dinero en monedas de oro. Además, desde entonces he preguntado a los criados, y me han confirmado que este estafador intentó en varias ocasiones sonsacarles información sobre nuestro nivel de vida y nuestra fortuna.

»Pasemos al segundo incidente. Es la razón principal por la que he decidido pedirle ayuda. Ocurrió el miércoles por la noche, hace tres días. Oblanoff convenció a Ferdinand para que se prestara a un experimento espiritista5 con el fin de comunicarse con Blanche. Después de cenar, nos sentamos alrededor de una mesa en penumbra. Recalco: una mesa, apoyada sobre cuatro sólidas patas, no un simple velador. Había allí cinco personas: Oblanoff, Ferdinand, yo misma y un par de viejos amigos, el barón de Launay junto con su mujer. Formamos un círculo y nuestras manos se tocaron justo encima de la mesa. Oblanoff murmuró algunos conjuros vagos; luego, su voz se alzó para invocar a Blanche. Pasaron varios minutos sin respuesta. Entonces, de repente, un golpe muy fuerte hizo temblar la mesa. No fue solo una sacudida, ¡no! Un auténtico golpe que prácticamente levantó el mueble. Entonces establecieron una conversación. Oblanoff preguntaba y el «espíritu» de Blanche respondía, un golpe significaba sí, y dos, no. Duró unos diez minutos largos.

—¿Es posible que Oblanoff moviera la mesa con las rodillas?

—¡Imposible! Estaba sentado entre mi marido y yo, y yo lo tenía vigilado. Si hubiera movido las piernas, me habría dado cuenta. Es más, dudo que fuera capaz de impulsar así la mesa. Sin embargo, estoy segura de que nos engañó, y si nadie le pone freno, esta historia acabará mal.

No lo decía con dramatismo. Al contrario, conservaba su conmovedora sonrisa, como si pudiera suavizar un poco la perversidad de sus premoniciones.

—¿Ha compartido sus temores con su marido?

—¡Ni lo piense! Desde que sucumbió a los venenosos encantos de ese supuesto mago, un velo le cubre los ojos. No accederá a despedirlo a menos que alguien pueda demostrar que todo es una farsa, que es el juguete de un miserable cuyo único objetivo es aprovecharse de su dolor para robarle su fortuna. ¡Se lo ruego, usted es mi única solución!

—¿Qué quiere exactamente de mí?

—Ya se lo he dicho: he leído lo que los periodistas han escrito sobre usted. Estoy segura de que le bastaría con asistir a una de sus vergonzosas sesiones espiritistas para descubrir la impostura. Podría venir a cenar a mi casa el próximo miércoles, por ejemplo. Lo presentaré como un primo lejano. Los Launay quedaron tan impresionados por lo que vieron la última vez que insistieron en que lo repitiéramos en su próxima visita.

Como siempre que estaba molesto, Valentin sintió un hormigueo detrás de la oreja izquierda. Se abstuvo de rascarse y sacudió la cabeza con pesar.

—Por desgracia, me resulta imposible. Actualmente estoy ocupado con otro caso, cuyo resultado requiere todo mi tiempo y atención.

Al oír estas palabras, una mueca desgarradora deformó el rostro impenetrable de Mélanie d’Orval. Daba pena ver su decepción. El inspector, más conmovido de lo que hubiera creído posible, bajó inmediatamente la mirada y señaló al pequeño Lebrac, que se mantenía en un segundo plano, atento, de pie junto a la puerta.

—Sin embargo, mi ayudante puede sustituirme con creces. Sus dotes de observación son tan agudas como las mías, no se le escapará ningún detalle y me hará un informe completo cuando regrese. Basándome en eso, decidiré qué medidas tomar.

Una sonrisa radiante recibió estas últimas palabras. La visitante parecía a punto de aplaudir de alivio. De pronto, parecía mucho más joven que cuando llegó.

—¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Tenía tanto miedo de que pensara que estaba loca! Pero ahora estoy completamente tranquila. Una vez que haya desenmascarado a ese charlatán, no me cabe duda de que Ferdinand lo ahuyentará sin el menor reparo.

Valentin extendió las manos con las palmas hacia delante, como para contener la espontánea expresión de alegría. Entonces se levantó para indicar que la reunión había terminado, y luego fingió recordar un detalle sin importancia.

—Una última cosa antes de que se vaya —añadió con el mismo tono—. ¿Podría describirme el sello del anillo del misterioso médium?

Mélanie d’Orval abrió los ojos asombrada y titubeó un instante. El inspector notó que estaba a punto de expresar verbalmente su sorpresa, pero se dominó y su rostro volvió a ser plano e impenetrable.

—Ahora que lo dice —respondió, con el ceño un tanto fruncido—, es cierto que es una joya extraordinaria. Un anillo grueso que lleva en el dedo corazón de la mano izquierda, con extraños signos grabados. Siete círculos entrelazados, formando tres pares alrededor de un único rosetón central.

—No me cabe duda de que son símbolos alquímicos —comentó Valentin, con conocimiento de causa—. Si no me equivoco, los círculos y la roseta representan los siete metales planetarios. En el centro está el Sol, que simboliza el oro. Alrededor, el azogue de Mercurio, en el que se transmuta fácilmente el estaño de Júpiter. En lo más alto, Saturno de plomo se opone a la Luna de la plata, pero también le corresponde muy bien. Igual que se corresponden Marte de hierro y Venus de bronce.

—Me impresiona usted —murmuró la joven, cuyos rasgos mostraban de nuevo una forma de indecisión—. Pero todo esto supera mi comprensión. ¿Es realmente tan importante?

Valentin no respondió de inmediato. Rodeó despacio el escritorio para acompañar a su visitante hasta la puerta. Mientras ponía la mano en el pomo, dijo, marcando con claridad cada sílaba:

—Estoy casi seguro de que este anillo de sello es la clave de todo. ¡Vamos! Puede marcharse tranquila. Si he acertado, este asunto debería resolverse con rapidez a su entera satisfacción. Le doy mi palabra.

3

El Panier des Princes

—¿Cómo lo ha hecho, señor? 

—¿El qué, Isidore? 

—¡Hablo del anillo, por supuesto! ¿Cómo ha podido adivinarlo? 

El eco de los pasos de Mélanie d’Orval aún no se había apagado en la escalera cuando el joven Lebrac expresó su entusiasmo y presionó a su superior con preguntas. Valentin se encogió de hombros con falsa modestia. 

—No veo qué tiene de extraordinario —dijo.

—¿No lo ve? ¿De verdad? —insistió el joven ayudante con ironía—. ¡Venga ya! ¡Estará de broma, inspector! ¿Cómo? Viene una mujer que le cuenta sus sospechas sobre un completo desconocido del cual solo le da el nombre, y usted le habla inmediatamente de su anillo de sello. Ella le da la descripción más sucinta del objeto y usted descifra enseguida su simbolismo. Y para colmo, afirma con tranquilidad que esta joya es el instrumento que le permitirá resolver su problema. En su lugar, sin conocerlo, pensaría que se burlaba de mí.

Valentin puso una mano amistosa sobre el hombro del pelirrojo.

—Y te habrías equivocado mucho, querido Isidore. Al escuchar la historia de la encantadora señora D’Orval, simplemente me arriesgué con una hipótesis que resultó ser correcta. 

—¡Espere! —intervino Lebrac excitado—. No diga nada, ¡déjeme adivinar! Usted conocía este anillo o había visto uno igual antes. Veamos, veamos… Podría ser un signo de reconocimiento, la marca de Paul Oblanoff pertenece a una banda de maleantes con la que usted ya se las ha visto. Sea generoso, jefe: ¡dígame si me estoy acercando a la verdad! 

El inspector no contestó enseguida. Cogió de su escritorio una caja de nácar bellamente incrustada, la abrió y se la enseñó a su compañero. Tenía dentro unos puros finos y caros, cuya delicada fragancia a pimienta cosquilleaba las fosas nasales.

—Toma uno, Isidore. Te hará mucho bien. Algunas personas creen que fumar multiplica por diez la actividad de las células cerebrales y estimula la imaginación. La afirmación me parece que se basa en fundamentos fisiológicos un tanto inciertos, pero ¿quién sabe? Ante la duda…

—Vaya, dicho de otra manera, no he dado pie con bola.

Valentin encendió los dos cigarros; luego, volvió a su silla desde donde contempló con interés una voluta de humo que se elevaba hacia el techo.

—Yo no lo habría planteado en términos tan triviales, pero tengo que admitir que estás muy equivocado.

—Así que volvemos a mi primera pregunta —insistió Lebrac, conteniendo la tos tras dar una torpe calada a su puro—: ¿Cómo lo ha sabido? 

—Te lo acabo de decir, una simple suposición que ha dado en el clavo. Sigue mi razonamiento. No hace falta ser un gran experto en medicina para saber que los muertos no se levantan de sus tumbas ni charlan con los vivos. El espiritismo, tan de moda estos días entre los anglosajones, es una burla. En consecuencia, nuestro Oblanoff es necesariamente un charlatán como todos sus congéneres. La sesión que tanto impresionó a nuestra visitante fue un truco, sin duda. 

—Pero ella misma nos aseguró que estaba vigilándolo —comentó Lebrac con ingenuidad—. Afirma que no le quitó la vista de encima a Oblanoff.

—Pero no se fijó en lo que debía. Es un truco utilizado por ciertos iniciados en América, un método infalible para hacer que los espíritus «hablen» y las mesas se muevan. Mucho más eficaz e impresionante que el común y corriente rodillazo por debajo. Todo lo que hay que hacer es fijar un pequeño tornillo doblado en ángulo recto en la madera del tablero de la mesa. Siempre que el agujero se taladre con antelación, puede hacerse en cuestión de segundos y pasar completamente desapercibido en la penumbra impuesta por el supuesto mago para favorecer su concentración. Cuando el público coloca las manos planas sobre la mesa, basta con introducir la parte horizontal del tornillo en el anillo del dedo. Esto asegura un agarre discreto y excelente. El resto es simple actuación. El médium finge que intenta dominar los movimientos de la mesa cuando en realidad los está provocando.

Una sonrisa embobada se dibujó en el rostro de Lebrac.

—¡Increíble! Así que cuando mencionó un anillo de sello… 

—Lo único que hice fue soltar un anzuelo al azar. Y la respuesta de Mélanie d’Orval confirmó que probablemente había acertado.

—¿Pero cómo fue capaz de descifrar con tanta rapidez el significado del sello? 

—Simple lógica, Isidore. Cualquiera que afirme tener poderes sobrenaturales está obligado a interesarse por las ciencias ocultas. Y en primer lugar, por la astrología y la alquimia, que están estrechamente relacionadas. Yo mismo conozco algunos rudimentos de esos campos. La figura de los siete círculos que simbolizan metales y planetas no es nada excepcional. Hay una famosa representación a pocos pasos de aquí, en el portal de la Virgen de la catedral de Notre-Dame. Los círculos están en un sarcófago a la altura de la cornisa mediana.

Isidore asintió, claramente impresionado por la capacidad de deducción y los conocimientos de su jefe. Sin embargo, había un detalle que aún le preocupaba.

—Hay algo que no entiendo —dijo—. De nosotros dos, como acaba de demostrar tan brillantemente, usted es el que está en mejor posición para revelar el engaño de Oblanoff. Entonces, ¿por qué me envía a mí a casa de los D’Orval? ¿Por qué inventar un caso que no existe y no recoger los laureles que solo usted merece? 

Por un momento, la mirada de Valentin se nubló y se le crispó la mandíbula imperceptiblemente. Pensó en la búsqueda secreta que centraba todos sus pensamientos en los últimos días. Por supuesto, no había dicho nada al respecto a su subordinado. Era un asunto personal que pretendía resolver a su manera, sin tener que seguir las normas. Para lograr su objetivo, estaba dispuesto a salirse de los caminos trillados, e incluso a actuar al margen de la legalidad. Todo eso eran cosas que un chico bueno y sencillo como Lebrac no podría entender.

—Tienes que curtirte, Isidore —respondió al fin—. Cuando estés allí, podrás aguzar tu sentido de la observación. Esa velada con la buena sociedad promete estar aderezada con una pizca de misterio y, ¿quién sabe?, una pizca de peligro. Será la oportunidad para callar de una vez por todas a los necios que aseguran que no tienes la talla de un verdadero policía. —Hizo una breve pausa y sonrió con ironía—. Además, he creído adivinar que no eras insensible al frágil encanto de la joven señora D’Orval. ¡Resultarás absolutamente perfecto para el cometido del caballero que vuela al rescate de la bella dama en apuros!

Lebrac se sonrojó hasta la raíz del pelo y se apresuró a marcharse, balbuceando algunas palabras confusas. Valentin, que solo quería provocarlo, no pudo evitar sonreír. Sin embargo, pronto recuperó su humor preocupado y miró su reloj de bolsillo. Las manecillas aún no marcaban las diez. Se lo acercó a la oreja como para asegurarse de que no se había parado. Si no recibía pronto las noticias que esperaba, las próximas horas podrían ser muy duras.

Por desgracia, así sucedió.

Cuando, tras un rápido almuerzo, el inspector decidió abandonar la Prefectura de Policía, había agotado sus últimas reservas de paciencia. ¡Al diablo con la discreción! No podía seguir con la incertidumbre, preguntándose qué podría haberles pasado a Tocasse y Bordelés. Llevaba ya dos noches y un día entero torturándose, pensando por qué esos dos detestables no habían dado señales de vida. Seguro que había surgido algún imprevisto. Tenía que averiguar qué. ¡Y debía hacerlo inmediatamente! ¡La cautela ya no era una opción!

Sumido en sus pensamientos, cruzó el Pont-Neuf sin prestar atención a los transeúntes y se dirigió hacia la orilla izquierda con la intención de hacer una parada rápida en su casa para recoger un arma. Vivía en un lujoso piso de la tercera planta de un edificio burgués de la calle Cherche-Midi. Una casa a la que por lo general no puede aspirar un agente de policía normal y corriente. Sin embargo, desde la repentina muerte de su padre adoptivo cinco años antes, Valentin gestionaba una fortuna nada despreciable. Sabias inversiones en bolsa le aseguraban una jugosa renta anual que, de haberlo querido, le permitiría vivir sin trabajar. Pero su compromiso con el cuerpo de Policía respondía a una necesidad totalmente distinta.

Si interrumpió sus estudios científicos y renunció a su proyecto de ingresar en la Escuela Politécnica para estudiar derecho y convertirse en inspector fue para continuar el trabajo de su benefactor. Valentin aún recordaba emocionado su asombro cuando, al archivar los papeles del difunto, descubrió que Hyacinthe Verne había dedicado los últimos años de su vida a una persecución. Toda una parte de su propio pasado emergió de las brumas del olvido brutalmente. 

Ese pasado coincidía con un lugar muy concreto. Un pabellón aislado en el París andrajoso de los suburbios. Un sótano sórdido con paredes gruesas de mampuesto, un tragaluz tapado con tablones y una puerta maciza reforzada con herrajes. Había allí una vulgar tabla de madera a modo de catre y una jaula remachada al suelo de tierra. Una jaula apenas mayor que una caseta de perro con anchos barrotes de acero. Todo envuelto siempre en la penumbra y con un horrible hedor a podredumbre y moho. Olor húmedo a sepulcro. Un lugar donde uno podía seguir perdido para siempre, disolverse en la espera y el terror, al margen de la humanidad.

Este pasado también tenía un rostro: el del Vicario. Un criminal abyecto al que su padre siguió la pista durante siete largos años por los barrios más infames de la capital. Un monstruo que sembraba cadáveres de niños a su paso, como el ogro de los cuentos. Un ser perverso y cruel que marcó a Hyacinthe Verne y a su hijo con hierro candente y los obligó a mirar al Mal directamente a los ojos para combatirlo con más eficacia. 

El Vicario… De largas manos blancas con venas como serpientes, un rostro como el filo de un cuchillo, que aún atormentaba las noches del joven inspector, con su cráneo brillante y ojos viciosos hundidos profundamente en sus órbitas. Valentin se embarcó en la carrera de policía para acabar con ese demonio con sotana. Y su determinación se reforzó el otoño anterior, cuando descubrió que ese canalla ordenó el asesinato de su padre, una muerte que hasta entonces todo el mundo había creído accidental.6

Aquel otoño, gracias a la información de Vidocq, el antiguo jefe de la Sûreté, Valentin estuvo muy cerca de echarle el guante por fin a su enemigo. Entró en su último escondite conocido, al final de una pútrida callejuela del barrio de Saint-Merri. Por desgracia, una vez más, el pájaro había volado justo a tiempo, y en la jaula solo encontró el cadáver profanado de otra víctima inocente. 

Tras este doloroso episodio, el Vicario se sumergió de nuevo en la oscuridad: engullido en el París de los necesitados como una rata en el fango de las alcantarillas. Valentin siempre supo que acabaría saliendo a la superficie. Sus impulsos y apetitos depredadores se impondrían tarde o temprano a la prudencia. Por eso, el inspector hizo correr la voz entre todos sus informadores y prometió una jugosa recompensa, de su propio dinero, a quien pudiera entregarle al desgraciado o, al menos, contribuir decisivamente a su detención. Cuatro días antes, creyó alcanzar por fin su objetivo, cuando el tal Bordelés fue a verlo para decirle que él y su cómplice, Tocasse, capturarían al Vicario. Pero, desde entonces, ¡nada! Los dos rufianes en los que confió le dieron esquinazo y seguía sin noticias de ellos.

Al salir de sus pensamientos, Valentin se dio cuenta de que ya había llegado al cruce de la Cruz Roja. A esa hora tardía del sábado, el lugar era un hervidero de gente. Los carruajes de una nobleza refugiada en sus palacetes del Faubourg Saint-Germain desde la revolución convergían aquí de camino al Campo de Marte, los jardines de las Tullerías o los Campos Elíseos. En la calle resonaba el estrépito de los cascos de los caballos y de las ruedas guarnecidas de hierro sobre los adoquines. Un poco más allá, un afilador añadía al barullo ambiental el chirrido de su rueda y sus gritos estridentes. Mientras continuaba su camino, el inspector lo observaba afilar un hacha con destreza cuando una voz familiar lo llamó:

—¡Eh, Jerusalén! ¿Un poco de lustre a sus botines?