El poder de los introvertidos - Susan Cain - E-Book

El poder de los introvertidos E-Book

Susan Cain

0,0

Beschreibung

Los introvertidos son hombres y mujeres que prefieren escuchar antes que hablar, trabajar mejor solos que en equipo y suelen ser discretos con sus méritos y sus logros. En un mundo que potencia el ideal extrovertido, ha llegado el momento de reivindicar las virtudes de la introversión, fundamentales para que la sociedad progrese. Con esta lúcida obra, Susan Cain destierra unos cuantos prejuicios, y establece un elogio justificado y documentado de las personas introvertidas, que son más creativas, decididas y disfrutan de un mundo interior más rico y reposado.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 669

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Título original: Quiet

© Susan Cain, 2012.

© de la traducción: David León Gómez, 2012.

© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2020. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO659

ISBN: 9788491876205

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

NOTA DE LA AUTORA

INTRODUCCIÓN. EL NORTE Y EL SUR DEL TEMPERAMENTO

PRIMERA PARTE. EL IDEAL EXTROVERTIDO

1. EL NACIMIENTO DEL «TIPO MÁS AGRADABLE DEL MUNDO»

2. EL MITO DEL LIDERAZGO CARISMÁTICO

3. CUANDO EL ESPÍRITU DE EQUIPO MATA LA CREATIVIDAD

SEGUNDA PARTE. SER Y BIOLOGÍA

4. EL TEMPERAMENTO Y EL DESTINO.

5. MÁS ALLÁ DEL TEMPERAMENTO

6. «FRANKLIN ERA POLÍTICO, PERO A ELEANOR LA IMPULSABA A HABLAR SU CONCIENCIA»

7. ¿POR QUÉ CAE LA BOLSA Y PROSPERA WARREN BUFFETT?

TERCERA PARTE. TIENEN UN IDEAL EXTROVERTIDO?

8. PODER BLANDO

CUARTA PARTE. CÓMO AMAR Y CÓMO TRABAJAR

9. CUÁNDO HACERSE EL EXTROVERTIDO

10. COMUNICARNOS EN EL ABISMO

11. DE REMENDONES Y GENERALES

CONCLUSIÓN. EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

NOTA SOBRE LA DEDICATORIA

NOTA SOBRE LA TERMINOLOGÍA EMPLEADA

AGRADECIMIENTOS

Notas

A LA FAMILIA DE MI INFANCIA

Una especie en la que todos fuésemos el general Patton no prosperaría jamás, como tampoco una en la que todos fuéramos Vincent Van Gogh. Uno prefiere pensar que el planeta necesita atletas, filósofos, símbolos sexuales, pintores, científicos...; gentes cariñosas, duras de corazón, insensibles, pusilánimes... Necesita quien sea capaz de consagrar su vida a estudiar cuántas gotitas segregan las glándulas salivares de los perros en circunstancias determinadas y quien capture la fugaz impresión de los cerezos en flor en verso alejandrino o dedique veinticinco páginas a la disección de lo que siente un niño pequeño mientras espera en la cama el beso de buenas noches de su madre. De hecho, la presencia de virtudes destacadas en unas áreas de la vida presupone la privación de la energía necesaria en otras.

ALLEN SHAWN

NOTA DE LA AUTORA

Aunque oficialmente llevo trabajando en él desde 2005, podría decirse con razón que este libro es fruto de toda mi vida adulta. He tratado, de palabra y por escrito, con cientos —o quizá miles— de personas acerca de los temas que se abordan en las páginas que siguen, además de leer un número comparable de libros, artículos académicos y periodísticos, debates entablados en la Red y entradas de diarios digitales. Algunos de ellos se mencionan en el presente volumen, aunque entre todos han dado forma a casi la totalidad de las oraciones que lo integran. Son muchos los pilares sobre los que se sustenta El poder de los introvertidos, y entre ellos destacan, de manera especial, los académicos e investigadores cuya obra tanto me ha enseñado. En un mundo ideal, no habría omitido mencionar una sola de mis fuentes, a un solo mentor ni a ningún entrevistado, y, sin embargo, me he tenido que conformar con recoger algunos de sus nombres solo en las notas o en la sección de agradecimientos a fin de hacer legible el texto.

Por motivos semejantes, en lugar de usar corchetes o puntos de elisión en algunas citas, me he asegurado de que las palabras sustraídas o añadidas guardasen fidelidad a la intención original de sus autores. Quien desee recogerlas con su forma original en otro escrito hallará la referencia bibliográfica en las notas.

He cambiado los nombres y otros detalles identificadores de algunas de las personas cuya experiencia se presenta en estas páginas, así como algunos pormenores de las anécdotas sacadas del ejercicio de mi profesión de abogada y consultora. A fin de proteger el anonimato de cuantos participaron en el taller de oratoria de Charles di Cagno, quienes no tenían intención alguna de acabar en las páginas de un libro cuando se matricularon en él, he combinado diferentes sesiones en el relato de la primera tarde que pasé con ellos en el aula, y otro tanto cabe decir de la historia de Greg y Emily, fundada en un número considerable de entrevistas mantenidas con parejas similares. El resto de relatos se narra tal como ocurrió o como me lo refirieron, en la medida en que permiten tal cosa las limitaciones de la memoria. Aunque no me he detenido a comprobar lo que me han contado de sí mismos mis interlocutores, solo incluyo lo que he considerado cierto.

PRIMERA PARTE

EL IDEAL EXTROVERTIDO

1

EL NACIMIENTO DEL «TIPO MÁS AGRADABLE

DEL MUNDO»

Cómo se convirtió la extroversión

en el ideal cultural

Miradas de extraños, penetrantes y críticas.

¿Se atreve a sostenerlas con orgullo, con confianza y sin miedo?

Anuncio impreso del jabón Woodbury (1922)

Estamos en 1902, en Harmony Church, una localidad diminuta de Misuri, apenas un punto minúsculo en el mapa situado en una llanura anegable a un centenar y medio de kilómetros de Kansas City. Nuestro joven protagonista es un estudiante de secundaria, simpático aunque inseguro, llamado Dale; un muchacho flaco, poco atlético e inquieto, hijo de un granjero de moral recta y perenne ruina económica dedicado a la cría porcina. Respeta a sus padres, pero lo repele la idea de seguir sus pasos por la senda de la pobreza. También lo preocupan otras cosas: los rayos y los truenos, la posibilidad de ir al infierno y la tendencia a la timidez que experimenta en momentos decisivos.

Cierto día llega a la ciudad un conferenciante del movimiento Chautauqua. Esta organización, creada en 1873 y con sede en el condado del que tomó el nombre, sito en la región interior del estado de Nueva York, envía a sus oradores más dotados a lugares de todo el país para que hablen de literatura, ciencia y religión, y los estadounidenses rurales los tienen en alta estima por el aire de distinción elegante que traen del mundo exterior, así como por el poder hipnótico que ejercen sobre su auditorio. Este en particular logra cautivar al joven Dale con una historia de ascensión a la riqueza desde los orígenes más humildes imaginables, pues, en otro tiempo, él había sido un modesto empleado de granja de futuro poco venturoso, hasta que desarrolló un estilo retórico cautivador y se hizo un hueco en Chautauqua. El muchacho está pendiente de cada una de sus palabras.

Unos años después, Dale tiene ocasión, una vez más, de quedar impresionado nuevamente por el valor del arte de hablar en público. Su familia se muda a una granja de Warrensburg, también en Misuri, a fin de que pueda asistir a la universidad sin tener que pagar alojamiento y manutención. Dale observa que sus compañeros erigen en cabecillas a los alumnos vencedores de los concursos de oratoria del campus, y decide ser uno de ellos. Se inscribe en cuantos se convocan, y cada noche vuelve corriendo a casa a fin de practicar. Sufre una derrota tras otra: es tenaz, pero no puede considerarse un orador sobresaliente. Sin embargo, al fin empieza a ver recompensados sus empeños: triunfa en los certámenes y se convierte en héroe del campus. Entre sus compañeros, son muchos los que recurren a él para que los enseñe a hablar, y los que reciben clases suyas también comienzan a ganar.

Aunque en 1908, año en que sale de la facultad, sus padres siguen siendo pobres, el mundo empresarial está en pleno auge en Estados Unidos. Henry Ford está vendiendo su Modelo T como rosquillas con el lema publicitario de: «Para placer y negocios», y nadie ignora los nombres de J. C. Penney, Woolworth y Sears Roebuck. La electricidad ilumina los hogares de la clase media, y la instalación de aparatos sanitarios dentro de las casas ahorra no pocas salidas a medianoche a sus ocupantes. La nueva economía está pidiendo a gritos una clase nueva de hombre: un representante, un operador social de sonrisa pronta y apretón de manos magistral, capaz de llevarse bien con sus colegas y eclipsarlos a un mismo tiempo. Dale se une a la legión creciente de vendedores y se echa a la carretera sin muchas más posesiones que su pico de oro.

Se apellida Carnegie (Carnagey, en realidad, aunque cambiará la ortografía más tarde, quizá para evocar a Andrew, el gran industrial). Después de varios años agotadores vendiendo carne de vacuno para Armour and Company, acaba por establecerse como profesor de oratoria. Da su primera clase en una escuela nocturna de la Young Men’s Christian Association (YMCA) sita en la calle Ciento veinticinco de Nueva York. Pide el salario de dos dólares por sesión que suelen percibir los docentes de ese tramo horario, y el director, que duda que la materia que enseña vaya a atraer demasiado interés, se lo deniega.

Sin embargo, el curso conoce un éxito espectacular de la noche a la mañana, y su autor, a continuación, funda el Dale Carnegie Institute, dedicado a ayudar a los ejecutivos a acabar con las mismas inseguridades que lo habían retenido a él de joven. En 1913 publica su primer libro, titulado Cómo hablar bien en público e influir en los hombres de negocios. «Si en los tiempos en que los pianos y los cuartos de baño eran artículos de lujo —escribe— los hombres consideraban que el de hablar bien en público era un don peculiar que solo necesitaban los abogados, los clérigos o los hombres de Estado, hoy nos damos cuenta de que constituye un arma indispensable para quienes avanzan con pasos de gigante en la intensa competición de los negocios».1

La metamorfosis de granjero y viajante a ídolo de la oratoria que experimentó Carnegie es también la historia del nacimiento del ideal extrovertido. La trayectoria que siguió fue reflejo de la evolución cultural que tomó forma entre finales del siglo xix y principios del xx, y que cambió para siempre nuestra propia identidad y la de las personas a las que admiramos, cómo actuamos en una entrevista de trabajo y qué buscamos en un empleado; cómo cortejamos a nuestra pareja futura y cómo criamos a nuestros hijos. Estados Unidos experimentó el cambio de una «cultura del carácter» a una «cultura de la personalidad», según la expresión empleada por el célebre historiador social Warren Susman, e inauguró con ello un período de angustias personales del que quizá no lleguemos nunca a recuperarnos.2

El ideal de la cultura del carácter era una persona seria, disciplinada y respetable. En él no importaba tanto la impresión que pudiese dar uno en público como la conducta que observara en privado. La palabra personality (‘personalidad’) no existía en inglés hasta el siglo xviii, y la idea de «tener una gran personalidad» no se generalizó hasta el xx.3 Sin embargo, al adoptar esta segunda cultura, los estadounidenses comenzaron a centrar su atención en cómo los percibían los demás, a sentirse cautivados por personajes atrevidos y divertidos. «El papel social que exigía la nueva cultura de la personalidad era el de un intérprete —al decir de Susman—: todo estadounidense debía convertirse en actor».

El auge industrial de Estados Unidos fue uno de los motores principales de esta evolución cultural. La nación pasó con gran rapidez de ser una sociedad agrícola de casitas dispersas por la pradera a convertirse en una potencia urbanizada cuyo negocio eran los negocios —conforme a la conocida cita—. Si en los albores de su historia la mayor parte de sus habitantes vivía como la familia de Dale Carnegie, en granjas o en municipios pequeños, relacionándose con gentes a las que conocían desde la infancia, con la llegada del siglo xx, un aluvión colosal de grandes empresas, construcciones e inmigrantes trasladó a la población a las ciudades. En 1790, la proporción de estadounidenses que habitaban estas representaba solo el 3 por 100, y en 1840 no superaba el 8 por 100; pero llegado 1920, más de un tercio del país tenía su residencia en áreas urbanas.4 «Todos no podemos vivir en las ciudades —escribió en 1867 Horace Greeley, director del New York Tribune—, y sin embargo, casi todos parecen resueltos a hacerlo».5

Los estadounidenses se encontraron con que ya no trabajaban con vecinos, sino con extraños. El «ciudadano» dejó de serlo para convertirse en «empleado» y hubo de enfrentarse a la cuestión de cómo causar una buena impresión a personas con las que no mantenía vínculo cívico ni familiar alguno. «Los motivos por los que conseguía un ascenso un hombre o sufría rechazo social una mujer —escribe el historiador Roland Marchand— habían dejado de deberse en gran medida a un antiguo trato de favor o a viejas rencillas familiares. En las relaciones laborales y sociales del momento, cada vez más anónimas, es de sospechar que cualquier cosa (incluida una primera impresión) podía inclinar la balanza de forma decisiva».6 (Los estadounidenses respondieron a semejantes presiones tratando de convertirse en agentes comerciales capaces de vender no ya el último cachivache de su empresa, sino también su propia persona.)

Uno de los representantes más claros de la transformación que llevó al carácter a convertirse en personalidad es la tradición de autoayuda en la que representó un papel tan descollante el mismísimo Dale Carnegie. Los libros dedicados a tal actividad han tenido siempre un peso considerable en la psique estadounidense. Muchas de las primeras guías de conducta eran parábolas religiosas, como es el caso de El progreso del peregrino, novela inglesa de 1678 que exhortaba al lector a llevar una vida comedida si quería alcanzar el reino de los cielos.7 Las obras edificativas del siglo xix, menos devotas, seguían predicando el valor de un carácter noble. Recogían ejemplos de héroes de la historia como Abraham Lincoln, venerado no solo por sus dotes de comunicación, sino también por la modestia que lo llevaba a «no agraviar con su superioridad», tal como lo expresó Ralph Waldo Emerson.8 También rendían homenaje a los ciudadanos de a pie que llevaban una vida moralmente loable. Un manual muy popular de 1899, titulado Character: The Grandest Thing in the World («El carácter: lo más grandioso del mundo»), refería la historia de la empleada de un comercio que entrega su magro salario a un vagabundo que tirita de frío y echa a correr antes de que nadie pueda reparar en lo que ha hecho. El lector entendía que su virtud no procedía solo de su generosidad, sino también de su deseo de anonimato.9

Sin embargo, llegado 1920, las guías de autoayuda habían mudado su atención de la integridad interior al encanto exterior; al «saber qué decir y cómo decirlo», conforme a la expresión empleada por uno de esos manuales. «Crear una personalidad es tener poder», afirmaba otro, en tanto que un tercero recomendaba: «Trate por todos los medios de dominar su porte de tal modo que piensen los demás: “Es el tipo más agradable del mundo”. Así empezará a ganarse una reputación de hombre con personalidad».10 La revista Success y The Saturday Evening Post introdujeron secciones en las que se instruía a los lectores en el arte de la conversación.11 Orison Swett Marden, el autor que había escrito el citado Character: The Grandest Thing in the World cuando tocaba a su fin el siglo xix, publicó en 1921 otro título de gran éxito. Se llamaba Masterful Personality («Personalidad arrolladora», traducido al español como El dueño de sí mismo).

Aunque muchos de estos libros estaban destinados a los hombres de negocios, a las mujeres también se les recomendaba que promoviesen una cualidad misteriosa llamada fascinación.12 La de alcanzar la mayoría de edad en la década de los veinte constituía una empresa tan competitiva en comparación con lo que habían conocido sus abuelas, según advertía cierta guía de belleza, que estaban obligadas a desplegar un atractivo ostensible. «Quienes se cruzan con nosotras por la calle —aseveraba— no pueden adivinar que somos inteligentes y encantadoras si no lo parecemos».13 Semejante consejo, con el que se pretendía, al parecer, mejorar la vida del público, debía de resultar perturbador aun a los lectores que poseyeran una confianza razonable en sí mismos. Susman elaboró una relación de las palabras que aparecían con más frecuencia en los manuales de principios del siglo xx centrados en la personalidad para compararlos con las guías decimonónicas que ponían el acento en el carácter. Pudo comprobar así que, en tanto que estas hacían hincapié en atributos que podía tratar de mejorar cualquier persona y que se describían con términos como:

civismo,

deber,

trabajo,

actos de nobleza,

honor,

reputación,

moral,

maneras o

integridad,

las nuevas ponderaban cualidades mucho más difíciles de adquirir. Por más que Dale Carnegie pudiera hacer que pareciese lo contrario, se trataba de facultades que se tenían o no se tenían, como el ser:

magnético,

fascinador,

impresionante,

atractivo,

fervoroso,

dominador,

enérgico,

activo...

No es fruto de la coincidencia el que los estadounidenses comenzaran a obsesionarse con las estrellas de cine entre la década de los veinte y la de los treinta.14 ¿Quién puede erigirse en modelo del magnetismo personal mejor que un ídolo de las multitudes?

También recibieron consejo acerca de cómo presentarse a sí mismos —fuese o no esta su voluntad— por parte de la industria publicitaria. Si bien los primeros anuncios escritos se limitaban a destacar las bondades del producto («Eaton’s Highland Linen: el papel de escritura más terso y más limpio»), los reclamos que poblaban aquella época nueva, gobernada por la personalidad, hacían del consumidor intérpretes aquejados de un miedo escénico del que solo podía escapar el artículo del anunciante.15 Se centraban, de forma obsesiva, en las miradas hostiles de los ambientes públicos. «Las personas que lo rodean lo juzgan en silencio», advertía un anuncio del jabón Woodbury en 1922, mientras que Williams, la empresa de crema de afeitar, avisaba de lo siguiente: «En este momento, hay más de un ojo crítico evaluándote».16

Los publicistas de la avenida Madison de Nueva York se dirigían sin ambages a las inquietudes de los representantes comerciales varones y los mandos intermedios. En un anuncio de cepillos de dientes Dr. West’s se veía a un individuo de aspecto próspero sentado tras un escritorio que, con el brazo apoyado en una cadera con gesto confiado, pregunta al lector: «¿Ha tratado alguna vez de venderse usted mismo a sí mismo? Una primera impresión favorable es lo que más importa si busca el éxito empresarial o social».17 Otro de Williams mostraba a un hombre con bigote y un peinado impecable que recomienda al espectador: «¡Haga que se refleje en su rostro la confianza y no la turbación! Las más de las veces lo juzgarán solo por su aspecto».18

Otros recordaban al público femenino que la fortuna que les pudiese deparar una cita dependía no solo de su apariencia, sino también de su personalidad. En 1921 la Woodbury mostraba a una joven apenada que se encontraba sola en casa tras volver de una velada decepcionante. Había deseado ser una mujer «de éxito, festiva, triunfal», se compadecía el texto; pero sin la ayuda del jabón adecuado, se había convertido en un fracaso social.19

Diez años más tarde, el detergente para ropa Lux se anunciaba con una carta lastimera dirigida a Dorothy Dix, protagonista de cierto consultorio periodístico. «Estimada señorita Dix —decía—: ¿Qué puedo hacer para aumentar mi popularidad? Belleza no me falta y no soy tonta, aunque sí muy tímida y cohibida en mi trato con los demás. Siempre temo no gustar. [...] Joan G». La respuesta no se andaba por las ramas: el único modo que tenía Joan de adquirir el «convencimiento hondo e indiscutible de estar resultando encantadora» consistía en emplear Lux al lavar sus prendas interiores, sus cortinas y los cojines de su sofá.20

Esta representación del cortejo como una apuesta en la que había que ponerlo todo en juego reflejaba lo que tenía de audaz la nueva cultura de la personalidad. La restricción —aun represión, en algunos casos— propia de los códigos sociales de la del carácter llevaba a ambos sexos a dar muestras de reserva en el momento del galanteo. Las mujeres demasiado llamativas o que cruzaban la mirada con la de un extraño de manera inapropiada se tenían por descaradas. Aunque a las de clase alta se les permitía hablar con más libertad que a las que ocupaban escalones más bajos de la escala social, y de hecho, se las juzgaba, en parte, por el talento que desplegasen a la hora de elaborar respuestas agudas, también iba para ellas la recomendación de afectar sonrojo y bajar la mirada. Los manuales de conducta advertían que «la más fría de las reservas» resultaba «más admirable en una mujer a la que un hombre dese[as]e hacer su esposa que el menor asomo de familiaridad indebida». Los varones podían adoptar una actitud callada a fin de demostrar dominio de sí mismos y un poderío que no necesitaba exhibición alguna, y aunque la timidez resultaba inaceptable en sí misma, la reserva se consideraba aval de buena cuna.

Sin embargo, con la llegada de la cultura de la personalidad comenzó a venirse abajo el valor de este género de corrección, tanto en el caso de la mujer como en el del hombre. De este no se esperaba ya que hiciese a aquella llamadas rituales ni declaraciones serias de intenciones, sino que se lanzara a conquistarla con elaborados coqueteos verbales a modo de «cuerda» tendida para que ella la asiera. El que callaba incurría en peligro de ser tenido por afeminado, pues tal como advertía cierta guía sexual de gran popularidad publicada en 1926: «Los homosexuales son siempre tímidos, apocados, retraídos». También de ella se esperaba que hiciese equilibrios en la línea tenue que separaba el decoro del atrevimiento. Si respondía con demasiado encogimiento a las insinuaciones románticas podía ser acusada de frigidez.21

El terreno de la psicología también comenzó a hacer frente a este afán por expresar confianza y la presión que llevaba aparejada. Gordon Allport, especialista de notable reputación, ideó en la década de los veinte una prueba diagnóstica de «dominio y sumisión» con la que medir el ascendiente social. «La civilización de nuestros días —escribió este investigador de natural tímido y reservado— parece valorar en grado sumo a la persona impetuosa, al ambicioso».22