El Pueblo del Hielo 15 - Viento del Este - Margit Sandemo - E-Book

El Pueblo del Hielo 15 - Viento del Este E-Book

Margit Sandemo

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Beschreibung

Por primera vez en español. La serie La Leyenda del Pueblo del Hielo ya ha cautivado a 40 millones de lectores en todo el mundo. Cuando Carlos XII decidió invadir Rusia, no tenía ni idea de cuánto dolor y miseria iba a causar. Vendel Grip, del Pueblo del Hielo, fue una de los desafortunados cuyo desembarco solo lo condujo a un campo de prisioneros en las profundidades de Siberia. Tras su fortuita huida en un destartalado barco, los caudalosos ríos llevarán a Vendel hacia el norte, a la tundra junto a la costa del mar de Kara y, sorprendentemente, a una lejana rama de los descendientes del Pueblo del Hielo. El Pueblo del Hielo es una conmovedora leyenda de amor y poderes sobrenaturales, un relato de la lucha esencial entre el bien y el mal.

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Viento del este

La leyenda del Pueblo del hielo 15 – Viento del este

Título original: Vinden fra øst

© 1984 Margit Sandemo. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción Daniela Rocío Taboada,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1026-2

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Agradecimientos

La leyenda del Pueblo del hielo está dedicada con amor y gratitud al recuerdo de mi querido esposo fallecido Asbjorn Sandemo, quien convirtió mi vida en un cuento de hadas.

Margit Sandemo

Reseñas del Pueblo del hielo

Margit Sandemo es simplemente maravillosa.

— The Guardian

Una historia llena de personajes convincentes, bien planteada en la línea temporal, y reveladora: hará que los lectores abran los ojos de par en par y que probablemente sientan cierto cosquilleo en la ingle... Es una novela gráfica sin imágenes; no puedo esperar a leer que sucederá a continuación.

— The Times

Una mezcla de mito y leyenda entrelazada con eventos históricos: esta creación imaginativa atrapa al lector desde la primera página hasta la última.

— Historical Novels Review

Aclamada por las masas, la prolífera Margit Sandemo ha escrito más de 172 novelas hasta la fecha y es la autora más leída de Escandinavia...

— Scanorama magazine

La leyenda del Pueblo del hielo

Mucho tiempo atrás, hace cientos de años, Tengel el Maligno, despiadado y codicioso, vagó por el desierto para vender su alma al diablo y así conseguir todo lo que deseara. Con él comenzaba la leyenda del Pueblo del hielo.

Lo invocó con una poción mágica que había preparado en un caldero. Tengel lo consiguió; obtuvo riquezas y poder ilimitado, pero a cambio de maldecir a su propia familia: un descendiente de cada generación serviría al diablo realizando hazañas infames en su nombre. Tendrían ojos de gato amarillos ¬—la marca de la maldición— y poderes mágicos. Y un día nacería alguien que poseyera las mayores habilidades sobrenaturales de las que el mundo había visto. La maldición recaería sobre la estirpe hasta que encontraran el lugar donde Tengel el Maligno enterró el caldero con el que preparó el brebaje que convocó al Príncipe de las Tinieblas.

Eso cuenta la leyenda. Nadie sabe si es verdad, pero en el siglo XVI, nació un niño maldito entre el Pueblo del hielo. Intentó transformar el mal en bondad; por eso lo llamaron Tengel el Bueno. Esta leyenda trata sobre su familia. De hecho, sobre las mujeres de su familia; las mujeres que tuvieron en sus manos el destino del Pueblo del hielo.

Capítulo uno

Hasta ahora, se ha dicho muy poco sobre la rama del Pueblo del hielo vinculada a la familia de Leonora Cristina y asentada en Escania.

Así que lo mejor será viajar un poco en el tiempo.

Todo comenzó con Cecilie, quien cuidaba a los hijos de Cristian IV junto a la madre de los pequeños, la famosa Kirsten Munk. Eran dos mujeres con personalidades peculiares que ni tan siquiera soportaban verse. Pero dado que Cecilie gozaba de la caridad de dos hombres poderosos —el rey y su esposo, Alexander Paladín— no había nada que Kirsten Munk pudiera hacer. Es más, los niños, en especial Leonora Cristina, tenían un vínculo muy fuerte con Cecilie.

Con el tiempo, la nuera de Cecilie, Jessica, ocupó el rol de dama de compañía de Leonora Cristina y en esa casa fue la pequeña condesa Eleonora Sofía Ulfeldt quien se volvió muy cercana a Jessica. Cuando la familia Ulfeldt tuvo que huir de Dinamarca hasta Escania por culpa de los negocios corruptos del padre de la familia, Corfitz Ulfeldt, Jessica no pudo acompañarlos. Quería permanecer junto a su Tancred. En cambio, su hija Lene se convirtió en la dama de compañía y en la confidente de Eleonora Sofía.

Lene era la hermana de Tristan. Ella contrajo matrimonio con Örjan Stege de Escania y se asentaron allí, donde permanecería hasta el final de sus días.

Lene y Örjan estaban felizmente casados. Su relación era estable y pragmática, y eran leales el uno con el otro. El único problema, quizás, era que todo era demasiado bueno. Ambos engordaron bastante con el transcurso de los años y atesoraron su vida tranquila en su hogar en su amada y vieja granja cerca de la fábrica Andrarum Alum, al este de Escania. Adoraban a su hija Cristiana, una pequeña sin importancia que al crecer se convirtió en una mujer igual de insignificante, pero tras cuyo carácter formal yacía una oculta compasión.

La rama escaniana del Pueblo del hielo no había sufrido la maldición, algo que para los otros miembros de la familia era injusto porque ellos sí que habían sufrido mucho soportando la carga del legado maldito. Así que, tal vez por ese motivo, el linaje de Escania temía particularmente que la maldición fuera a alcanzarlos algún día. Pero nunca ocurrió.

Eleonora Sofía Ulfeldt contrajo matrimonio con alguien del mismo rango que ella, uno de los aristócratas cercanos al rey Carlos XI: Lave Beck de Andrarum, Gladsax, Torup y la Abadía Bosjo, todos castillos magníficos y mansiones de Escania. El padre del muchacho, que una vez había sido el hombre más rico de Dinamarca, había quedado en bancarrota por la fábrica Andrarum Alum, pero la familia aún era adinerada. En especial Lave. La madre de Eleonora Sofía, la autoritaria hija del rey, y su esposo, el codicioso Corfitz Ulfeldt, habían tenido la precaución de adquirir no solo Torup, sino también todos los otros castillos para sus hijos. Lave Beck ahora disfrutaba de los beneficios de esa decisión. Y tanto él como Eleonora Sofía sabían cómo preservar las apariencias en el mundo.

Insistían que Lene, que era una dama respetable, debía continuar con su rol como acompañante de Eleonora Sofía. En otras palabras, Leonora Cristina estaba decidida a que Lene conservara su título de dama de compañía. Después de todo, la condesa Eleonora Sofía era la nieta de Cristian IV.

Eleonora Sofía no vivió mucho. Murió en 1698, el mismo año que su famosa madre. Pero Örjan Stege continuó trabajando para Lave Beck, así que la familia Stege permaneció en la granja en Andrarum y, al poco tiempo, Cristiana quedó a cargo de todas las tareas domésticas que su madre Lene realizaba allí. Se convirtió en una suerte de escudera para la familia Beck. Realizaba la tarea con honra, con su calma y encanto innatos. Pero en cuanto al propio matrimonio de Cristiana, ella pronto descubrió que había cometido un gran error. Se había casado con un importante granjero de la zona, Søren Grip, quien vivía cerca. Pero él resultó estar muy lejos del caballero gallardo que había aparentado ser cuando la cortejaba. Justo después de que ella diera su consentimiento, la verdadera naturaleza del hombre salió a la luz; y tenía poco en común con la generosidad innata del Pueblo del hielo y su talento para lidiar con calma con diversas situaciones. No ayudaba mucho que Cristiana hubiera empezado su matrimonio con cierta gratitud humilde por el hecho de que alguien la quisiera como esposa, dado que no era alguien especial. Esa actitud suele sacar lo peor de los hombres que tengan el menor rasgo de un maltratador. La pobre Cristiana hacía todo lo posible para esconder el lamentable estado de su matrimonio delante de sus padres. Pero quizás, ellos lo sabían de todos modos. Quizás lo veían en la sonrisa forzada de su hija o lo percibían en el tono tenso de su voz. Pero tenían demasiado tacto para decir algo al respecto, así que, en cambio, intentaban darle todo el apoyo posible.

Søren Grip veía las cosas solo en términos de su propio beneficio. Juzgaba a los demás por el aspecto y el tamaño de su monedero; por eso, solo se relacionaba con aquellos que podían proporcionarle algún beneficio. Le recordaba constantemente a Cristiana que ella necesitaba aprovecharse por completo de los peones de la granja. Cristiana se defendía, lo cual siempre terminaba en una discusión explosiva entre los dos. En general, ella era la que cedía, aunque tenía sus límites.

—¡Me engañaste! —le gritó Søren Grip a ella—. ¡Me mentiste! ¡Dijiste que eras rica y que nos vincularíamos a los Beck como sus iguales!

—No te mentí —respondió cansada Cristiana mientras enviaba a su pequeño hijo, Vendel, fuera del cuarto para que no escuchara a sus padres discutiendo de modo tan brusco—. Te dije que había trabajado como su ama de llaves y que mi dote no era tan mala.

Él resopló.

—Puede ser, pero no había manera de que yo supiera que eso era lo único que recibirías. Bueno, gracias a Dios eres hija única, al menos hay probabilidades de que algún día recibas una herencia decente. Espero no tener que esperar una eternidad para que llegue ese día.

Cristiana se volvió. Esperaba que sus padres permanecieran con vida lo máximo posible. Eran su único consuelo en el mundo. Ellos y el pequeño Vendel.

Los años pasaron. El matrimonio de Cristiana y Søren continuó agrietándose. En cierto punto, tenían una cosa en común. Él podía actuar con ternura y amabilidad en momentos íntimos y en ellos, Cristiana sentía cierto afecto por él. Después de todo, era su esposo y ella quería con desesperación tener un matrimonio feliz, al igual que lo habían tenido sus padres todos esos años.

Pero en 1707, todos los vínculos entre ellos se rompieron. En ese momento, Suecia era más bien un país sin gobernante. El nuevo y joven rey, Carlos XII, era un comandante militar nato. No se involucraba demasiado con su país y mucho menos con las mujeres. Durante muchos años, había estado lejos librando campañas por toda Europa, a lo cual muchos no le veían el sentido. Había perdido gran cantidad de hombres en el camino, pero continuó marchando hacia el este con testarudez, decidido a conquistar al gigante ruso.

Necesitaba más hombres. Así que envió un mensaje a Suecia, convocando otros nueve mil reclutas. Quería enviarlos a Prusia del Este, donde él estaba posicionado, para que lo acompañaran en su viaje rumbo al este. Allí, en un pueblo llamado Slupca, él esperaría la llegada de los reclutas. Entre los seleccionados estaba el joven Corfitz Beck, hijo de Eleonora Sofía y Lave.

Corfitz Beck era un oficial y, además, era de cuna noble.

Necesitaba... no, «ayudante de campo» sería una palabra demasiado elegante. Lo que necesitaba era un sirviente. Después de todo, no era un oficial de alto rango. Søren Grip fue quien insistió en que el sirviente fuera Vendel.

Cristiana estaba desesperada.

—¡No podemos hacerlo! ¡Vendel aún es un niño y el señor Corfitz estará en el campo de batalla!

—El señor Corfitz apenas tiene veintidós años. Es perfecto para que un jovencito lo acompañe. Y piensa en todos los beneficios que Vendel tendrá. Podrá subir de rango y ser condecorado por heroísmo.

—Dios no lo permita —susurró Cristiana. Se negaba a enviar a su hijo a una guerra alocada que era solo por prestigio y que parecía no tener final. Y bajo un rey que no respetaba a su propio pueblo. Un pueblo que pagaba cada vez más y más el costo alto de la guerra en términos de dinero y vidas humanas.

Pero Søren Grip no percibía la guerra del mismo modo que ella. Él solo veía el embriagador honor que Suecia ganaría si lograba conquistar a los rusos. Así que fue en persona hasta la gran propiedad, sin que su esposa lo supiera, para hablar a favor de su hijo ante el joven oficial.

A Corfitz Beck le agradó la idea, al igual que a su padre, el ya mayor Lave Beck. Consideraban que Lene, Örjan Stege y su hija Cristiana eran personas completamente confiables. También les agradaba el joven Vendel y solían conversar sobre lo afortunado que era que él se pareciera a su madre en vez de a su codicioso padre.

Cristiana nunca perdonó a Søren Grip por aquella puñalada por la espala. No podía evitar que Vendel fuera a la guerra. Cada prenda que preparó para su hijo estaba bañada en sus lágrimas. Y la atmósfera general de la casa nunca volvió a ser feliz tras la partida de Vendel.

Tres años más tarde, en 1710, la plaga llegó a Escania y se cobró la vida de Lave Beck y de Søren Grip. Cristiana, que era una del Pueblo del hielo y por lo tanto, tenía un sistema inmune más fuerte, observó a su esposo muerto e intentó sentir alguna pena. Pero solo sentía que tenía el rostro helado e inexpresivo, casi muerto. Sentía que su interior estaba por completo vacío. Mantuvo la misma expresión durante el funeral y no pudo librarse de ella sin importar cuánto lo intentara.

Pero para ese entonces, Vendel ya estaba lejos, en Rusia.

Y la próxima historia trata de su destino.

***

Cristiana recibió una carta de Vendel escrita desde Slupka. Era una carta relajada y alegre, en la que él expresaba su entusiasmo aventurero y ella prácticamente podía ver los ojos brillantes de su hijo ante ella. Pero después pasó un tiempo largo y preocupante antes de recibir noticias otra vez de Vendel. La próxima carta no llegó hasta finales de 1708 y Cristiana se obligó a abrirla con gran esfuerzo. Pero el mensaje estaba escrito con la caligrafía de su hijo, lo cual asumió que implicaba que al menos él continuaba con vida. La había enviado desde Grodno, en Lituania.

La carta no tenía los mismos rastros de optimismo que la anterior. Vendel había conocido el lado horroroso de la guerra sonriéndole; su madre podía discernirlo con claridad entre líneas. Habían marchado hacia la muerte en la nieve con varios metros de profundidad por los lagos masurianos. Muchos hombres habían muerto de fatiga o habían caído en trampas de cazadores. Era una carta breve y no había mucho por lo que alegrarse, más allá de por qué había llegado, ¡claro! Y que ella había recibido noticias de él y que estaba vivo. Al menos, por ahora.

—¡Estúpido rey, vuélvase a su casa! —protestó Cristiana; no le importaba en lo más mínimo el crimen de lesa majestad que acababa de cometer—. No tiene ningún sentido arrastrarse por un pantano todo el invierno, ¡y tan lejos de Suecia! Son nuestros niños. ¡Lo único que hacen es ahogarse en toda esa miseria! ¿Cómo es posible que eso beneficie a Suecia de algún modo? ¿Qué haremos con un país tan inmenso como Rusia? ¿Cómo alimentaremos a todos esos desdichados famélicos en esa tierra demasiado lejana? ¡Sería mejor que pensara un segundo en su propio país, que regresara a casa y que aquí hiciera algo por la pobreza! ¡Y que trajera a nuestros esposos e hijos a casa!

Suspiró profundamente y permaneció sentada un rato con los ojos cerrados; luego se puso de pie y fue a la propiedad Andrarum para empezar a trabajar.

Cuando llegó a la puerta, se topó con Lave Beck.

—¡Llegó una carta de Corfitz, señora Cristiana! Y habla muy bien del joven Vendel. ¿Quiere oírla?

—Sí, ¡por favor!

Ella le leyó su propia carta y luego él leyó un fragmento del mensaje que había recibido:

«Mi joven sirviente y amigo de la casa, Vendel Grip, es un muchacho muy capaz. Recibió una herida muy grave en los lagos masurianos cuando quedó atascado en el fango, pero ni una queja brotó de sus labios. No hay dudas de que, algún día, será un soldado valiente.»

Cristiana escuchó con los labios apretados. ¿Vendel estaba herido?

—¿Se recuperó? —Fue lo único que pudo decir.

—Eso parece —respondió el viejo Beck. Luego leyó otro fragmento de la carta de Corfitz en donde expresaba su admiración por el ascético rey y su espíritu luchador, algo que ella no había detectado en las cartas de Vendel.

«Mi niño», pensó, desconsolada. «¡Mi pequeño!»

Después de esto, pasó un largo tiempo antes de tener más noticias.

Luego, llegó una larga carta, la última que recibieron de Vendel:

«Poltava, junio de 1709»

«Queridos mamá y papá:

»Ay, madre, ¡si supieras lo que he visto! Mi corazón llora por los hombres y los animales. Hoy enterramos un soldado que había estado en batalla durante más años de los que tengo de vida. Él había visto a sus hijos morir en el campo de batalla; tenía cabello blanco aunque aún era joven. Y no es el único. Están tan cansados, tan agotados por haber peleado todos estos años en un país extraño, lejos de sus seres queridos. Han estado lejos desde fines del siglo pasado. Sin un momento de descanso o la oportunidad de visitar a alguien en casa.»

—¡El chico es blando! —bramó Søren Grip—. ¿Qué clase de tonterías son esas? Llevar la vida de un soldado es una de las cosas más honorables que uno puede hacer, y ha sido una de las decepciones más grandes de mi vida nunca haberlo hecho. En fin ... ¡Sigue leyendo!

La voz de Cristiana estaba aún más tensa cuando continuó:

«Hoy Su Majestad también resultó herido, en el pie. Disciplinado como es, no permitió que nadie lo supiera y continuó dando órdenes hasta que vimos la sangre brotar de su bota y su pálido rostro. Ahora lo han obligado a permanecer en cama.

»El viaje a Ucrania ha sido difícil, pero ya estamos allí. He visto hombres cortar partes congeladas de sus pies y he visto batallones enteros ahogándose en los pantanos. El general Lewenhaupt, quien nos ayudaría con tropas de Livonia y Curlandia, partió desde la costa báltica con once mil hombres. Se encontraron a solas con los rusos y cuando por fin llegaron con nosotros solo quedaban seis mil hombres que ya habían perdido todo su coraje.

»Todos sufren de tuberculosis, pero extrañamente yo no. No comprendo el motivo.»

«El Pueblo del hielo», pensó Cristiana. «¡La bendita sangre del Pueblo del hielo!»

«Muchos hombres se han contagiado de otras enfermedades desagradables. Mientras nosotros estábamos en los cuarteles de invierno, ellos fueron a las posadas locales y juguetearon con chicas enfermas; ahora están tan débiles que muchos se quedan en el camino esperando la muerte.»

«Vendel no debería haber sabido nada sobre gonorrea», se lamentó Cristiana.

«Mi trabajo cotidiano consiste en cuidar de mi caballo y de los corceles del señor Corfitz; deben estar siempre preparados. También debo cuidar del uniforme y las botas del señor Corfitz, limpiar sus armas y curar sus heridas, hacer recados por él y ser su mensajero. Creedme, ¡es suficiente trabajo como para mantenerme ocupado!

»Pero, por supuesto, lo que más hemos hecho ha sido marchar. Ya hemos combatido en un a cuantas batallas importantes y hemos tenido pequeños encuentros con cosacos, tártaros, polacos y, claro, rusos. Nuestra lucha más impresionante y honorable fue en Holowczyn, donde obtuvimos una gran victoria contra los rusos. Pero por favor, perdonadme, preferiría no escribir sobre las batallas.»

—¡Maldito cobarde! —resopló Søren Grip—. ¡Hubiera sido divertido leer cómo les dieron una paliza a los rusos! Heredó la cobardía de ti. ¡Es un niño de mamá!

Cristiana no comentó nada. Continuó leyendo:

«Debéis entender que se me han quedado unos terribles recuerdos de todo esto y que solo pensar al respecto hace que mi cabeza dé vueltas y que mi corazón duela tanto que no pueda respirar. Mi mejor amigo, un chico de la caballería de Småland, fue asesinado en la batalla de Holowczyn.»

—¡Oh, no! —trinó Cristiana como un pájaro.

—¡Deja ya de gimotear! El chico ya tiene quince años— es una buena edad para un muchacho que desea tener una carrera futura como oficial.

Con gran dificultad, Cristiana leyó el resto de la carta.

«Hemos perdido tantas batallas que ya no podemos permitirnos perder ni a un solo hombre más, pero debo admitir que todos estamos cansados y hemos perdido la esperanza. Algunos hombres sufren enfermedades porque debemos conformarnos con la comida que conseguimos y con frecuencia, solo conseguir los descartes de un matadero ya es un lujo. A menudo solo bebemos agua sucia durante días, agua que tenemos que debemos filtrar y limpiar para recuperarla.»

«Ay, Vendel», pensó Cristiana, «¿cómo pudo tu padre hacerte esto?»

«Hemos asediado Poltava. Y todos sabemos que será una batalla decisiva para nosotros, sería la mayor prueba para nuestras tropas. El zar Pedro por fin ha logrado reunir a todas sus tropas para enfrentarse a nosotros.»

«¡Rezad por nosotros, queridos madre y padre!»

«Mamá, por favor, asegúrate de darle mi arco y mis flechas al pequeño Måns, el hijo del capataz de la granja! Él siempre los quiso y ya soy mayor para usarlos. Y asegúrate de cuidar bien a los caballos y a los perros por mí! Y el roble que planté, ¿ha sobrevivido? ¿Ha comenzado a crecer? Siempre pienso en vosotros y en nuestra casa segura y acogedora en Andrarum.»

«¡Dios os bendiga, familia mía!

»Su hijo devoto, Vendel»

Esas fueron las últimas noticias que recibieron de él.

Por supuesto, más tarde se enteraron de la aplastante derrota que sufrieron en Poltava, en parte gracias a que el rey Carlos había estado con fiebre debido a su pie herido, pero principalmente fue resultado del estado de las tropas, que estaban agotadas y abatidas.

También oyeron noticas alarmantes: después de la derrota, Carlos XII se había dirigido, no a casa, sino al sudeste, rumbo a Turquía seguido solo por mil soldados suecos. El resto eran cosacos que habían luchado del lado de Suecia. Pero no había noticias de lo que había ocurrido con las tropas supervivientes bajo el mando de Carlos XII. ¡Y antes de la batalla, el ejército sueco había constado de doce mil hombres!

Lave Beck y Søren Grip murieron por la plaga sin conocer el destino de sus hijos. No tuvieron noticias del joven Vendel o de su amo Corfitz Beck: solo silencio.

Capítulo dos

Quizás está mal decir que los suecos se rindieron en Poltava, a pesar de que allí se libró la batalla.

Los oficiales de Carlos XII lograron convencer al enfermo rey que necesitaban retirarse hacia el sur para no caer en manos de los rusos. Al final, el monarca accedió a seguir el plan, a pesar de su estado confuso y letárgico.

Pero cuando el ejército lo llevó a cabo, se alejaron demasiado por accidente y terminaron en el río Vorskla, pasando el vado, y llegaron a un lugar cerrado junto a Perevolochna, en la confluencia de los dos ríos embravecidos, el Vorskla y el Dniéper. Y allí fue donde los rusos los atraparon.

Ese momento fue cuando el cansancio de la guerra se volvió un factor decisivo. Los largos años de monotonía y obstáculos por fin habían logrado extinguir su espíritu luchador. Y ya no tenían un rey que los alentara a continuar: él ya había cruzado el río hace tiempo y lo habían transportado hacia el sur, mientras ignoraba por completo el dilema que enfrentaba su ejército. Hubiera sido más fácil para ellos pelear de haber sabido el verdadero tamaño de las fuerzas rusas y su eficiencia. El ejército que los capturó estaba igual de agotado y hambriento que ellos, y era ampliamente inferior a ellos en número.

Era verdad que había algunos regimientos suecos dispuestos a continuar la lucha, pero no eran suficientes. El general Lewenhaupt fue quien ordenó el alto el fuego para salvar las vidas de sus hombres. Cuando él y otros oficiales vieron lo mermado que estaba el ejército ruso, fue demasiado tarde. Pero cuando los rusos, pensando que habían capturado cuatro o cinco mil hombres vieron el tamaño de las fuerzas que habían caído en sus manos, estaban atónitos. Habían logrado capturar dieciséis mil hombres.

Entre ellos estaban los cosacos de Zaporozhia, quienes se habían rebelado contra el zar y habían pasado al bando de los suecos. Estaban completamente convencidos de que Ucrania les pertenecía. Esos cosacos recibieron horrorosos castigos. Los quebraron en la rueda y el potro, y los colgaron de cabeza bajo el sol ardiente hasta que murieron.

En cambio, los suecos fueron trasladados a otro sitio. Reunieron al inmenso ejército como animales y los llevaron a través de las estepas de Ucrania rumbo a Moscú, un viaje de setecientos kilómetros que hicieron a pie. Fue un viaje que duró unos seis meses y nadie sabe con precisión cuántos soldados suecos murieron en el camino.

Pero el ejército se dirigía rumbo a Moscú. Para el zar Pedro el Grande, el triunfo ruso fue inmenso.

El capitán Corfitz Beck y sus tropas también participaban de la marcha hacia la muerte. Una y otra vez, el capitán se sorprendía por la fortaleza mental de su joven asistente. Pero no solo su vitalidad resistente era impresionante, también lo era la calidez que empleaba cuando consolaba a los muertos en sus últimos minutos de vida. Vendel Grip siempre estaba presente cuando un hombre estaba a punto de fallecer; siempre tenía palabras de consuelo para compartir solo con los oídos de los moribundos; escribía muchos mensajes para enviar a Suecia, las últimas palabras que los prisioneros moribundos querían dejarles a sus madres, esposas e hijos en casa. Al principio, los guardias tomaban los látigos, pero solo mirar a Vendel era suficiente para que se tranquilizaran: había algo en su mirada que hacía que lo dejaran en paz.

Corfitz Beck no era el único que observaba maravillado al chico. Había otros, tanto suecos como rusos, que también le prestaron atención con el transcurso del viaje.

Vendel Grip no se parecía al típico descendiente del Pueblo del hielo. Gracias a muchos de sus ancestros de cabellera clara que habían contraído matrimonio con el clan, su cabello resplandeciente era rubio y sus rizos caían sobre sus hombros. Tenía ojos celestes amistosos, curiosos y llenos de un gran sentido del humor, y su piel era tan blanca que al principio había sufrido mucho debido a la brutalidad de la vida en el exterior, pero ahora había adquirido un bronceado intenso y dorado que enfatizaba sus ojos azul aciano y la blancura de sus dientes. Su rostro era más sincero y amistoso que lo que era habitual en otros miembros de la familia de su madre y, claro, mucho más que los de lado de su padre. Era probable que hubiera heredado su buen sentido del humor de su bisabuelo, Tancred. A pesar de que era evidente por su comportamiento incómodo y cohibido que solo era un chico de quince años y que aún no se había desarrollado por completo, había una gran probabilidad de que se convirtiera en un hombre alto de anchos hombros.

Vendel acababa de conseguir que todo fuera lo más cómodo posible para un oficial que había sido abandonado en las lindes del bosque; había sucumbido al ataque de la plaga que había infectado al ejército. El chico secó una lágrima de su ojo y corrió para alcanzar a Corfitz Beck, que estaba esperándolo.

—¿De qué estás hecho, Vendel?

—Por favor, disculpe mi momento de debilidad, pero...

—No me refiero a tus lágrimas —lo interrumpió Corfitz Beck—. Es decir, aquí estamos, con hombres muriendo a cientos y mientras tanto tú los cuidas y los limpias sin siquiera tener la más mínima enfermedad. ¡Parece que tienes más vidas que un gato!

Vendel sonrió antes de responder.

—Por lo que oí, mi madre tiene una fuerte sangre noruega.

—Pensaba que tus padres eran daneses.

—Nos hemos expandido como hierbajos por toda Escandinavia —respondió Vendel.

—Y ahora han llegado hasta Rusia —balbuceó el capitán en voz baja—. Pero no diría que son hierbajos. Mi madre, mi abuela y el padre de mi abuela, Cristian IV de Dinamarca, siempre han hablado bien sobre tu linaje. Tus ancestros han sido famosos por hacerles favores importantes a nuestra familia a lo largo de los siglos. Dime, ¿es verdad lo que dicen sobre que tu familia tiene conocimientos de brujería?

Vendel rio.

—¡Nunca me he creído eso! Es solo una superstición. Sería maravilloso que, con solo desearlo, pudiera enviarnos a todos a casa con un chasquido de mis dedos, pero no puedo.

—Bueno, están indicando que nos detengamos más adelante. Es probable que pasemos la noche en ese pueblo de allí. Será agradable comer algo.

Vendel no respondió. Siempre se sentía muy abatido cuando atacaban pequeñas aldeas en busca de comida. Pensaba en qué estado miserable las dejaban y que sus habitantes solo podían esperar pasar hambre. Se había sentido incluso peor cuando los suecos, como conquistadores, habían participado y saqueado aldeas. Ahora al menos eran solo prisioneros de guerra, así que la responsabilidad recaía en los rusos.

A Vendel y el capitán Beck les asignaron alojamiento para pasar la noche en una miserable casa junto a un grupo de oficiales y cabos. Las condiciones eran igual de lúgubres que lo habían sido las noches anteriores: los cuarteles estaban atestados y fríos, se dormía mal y había enfermedades. Pero como siempre decía él: «Cincuenta piojos más en un cuerpo ya infestado de ellos no hará diferencia. Solo demuestra que tu sangre es nutritiva y codiciada».

Miraron con resignación el cuarto atestado de gente.

—Es mi turno de montar guardia esta noche —suspiró Corfitz Beck.

—Le haré compañía, capitán.

—¡No, Vendel! Tú eres el más joven y fuerte de nosotros y por eso siempre te seleccionan para montar guardia. ¡Ya lo has hecho anteanoche y yo no te hice compañía! ¡No es justo! Lo que puedes hacer es tomar asiento en ese rincón, en ese banco, y te despertaré si te necesito.

Vendel aceptó. Tuvieron que sentarse en el pasillo de la pequeña casa rural porque el capitán Beck debía montar guardia y Vendel no tenía permitido dormir en el cuarto. Dado que ya estaban en avanzado otoño y se aproximaban a Moscú, el clima se había vuelto más frío de lo que había sido hasta ahora. Así que debían cuidar bien los pocos harapos que aún tenía la fortuna de conservar. Los guardias les robaban todo lo posible cada vez que tenían la oportunidad.

—¿Quiere un trozo de pan? —susurró Vendel después de que todos hubieran escogido un sitio donde dormir, sin importar lo miserable que era. Como era habitual, les habían asignado la sala de estar a los oficiales mientras que los cabos debían arreglárselas con el pasillo y el patio.

—¿De dónde sacaste eso? —preguntó Corfitz Beck mientras aceptaba el pan agradecido.

—La esposa de un granjero me lo dio en el último sitio donde paramos. Me llamo «hijo» y tenía lágrimas en los ojos. Me conmovió y no tenía nada con que darle las gracias, más que un beso en la mejilla.

Comieron en silencio el trozo de pan. Si los demás lo hubieran visto, habría comenzado una pelea y todos hubieran terminado por comer una cantidad tan diminuta que no hubiera satisfecho a nadie.

—Aprendiste bastante ruso —susurró Corfitz Beck.

Vendel encogió los hombros y esbozó una sonrisa amistosa.

—Aprendí las frases más útiles: «comida», «dormir», «intercambiar», «Eres bonita» ... Esa clase de cosas.

—Zorro astuto —dijo el capitán Beck sonriendo. Luego adoptó un tono más serio—. El cabo Wärja no tiene buen aspecto.

Vendel observó al anciano que yacía en el suelo, gimoteando en voz baja.

—No, no logra tragar nada de comida. Está deshidratándose por completo.

—¿Podrías conseguirle un poco de agua?

—Lo intentaré.

Vendel salió a hurtadillas a la noche estrellada. Aún no había nieve, pero el suelo estaba congelado y sólido y era posible oír cómo temblaban los soldados recostados sobre los muros de la casa.

Permaneció quieto un segundo. Sobre los típicos techos puntiagudos de las casas de la aldea y el domo en forma de cebolla de la iglesia, las estrellas brillaban tanto que prácticamente le dolía la vista cuando las miraba. Pero quizás el escozor en sus ojos se debía a la falta de grasas en su dieta.

Orión. El Carro. Casiopea. Las mismas constelaciones iluminaban el cielo nocturno en su hogar, muy, muy lejos. Tragó el nudo en su garganta y reprimió la sensación de anhelo por su hermoso hogar simple en Escania. Mamá...

Curiosamente, no extrañaba tanto a su padre. Nunca se habían entendido; eran muy diferentes. Søren Grip creía que su hijo era blando e irresponsable y que carecía de ambición para obtener bienes terrenales y riquezas. Y su hijo no podía tolerar la falta de ética de su padre, como lo llamaba.

Pero tenían una cosa en común, pensó Vendel con una sonrisa sarcástica. Ninguno de los dos podía comer si no estaban sentados en su lugar habitual en la mesa. Por las noches, su padre siempre tomaba asiento en su silla favorita, que por desgracia también era la favorita de Vendel. Vendel siempre era quien cedía al final para evitar una discusión. También preferían el mismo caballo para sus paseos matutinos. No cabalgaban juntos, pero siempre lo hacían al mismo tiempo. En ese caso, su padre también era quien conseguía el caballo favorito. «Y también heredé su temperamento», pensó Vendel. «No es que él no me agrade, me agrada. Es solo que mamá y yo tenemos algo en nuestra sangre que hace que nos entendamos sin necesidad de usar palabras. Papá siempre quiere demostrar su poder...»

Despertó de sus pensamientos. Por un largo tiempo, dado que había estado observando el cielo nocturno tan familiar para él, había estado convencido de que estaba en su hogar. Pero luego bajó la vista hacia la pobre pequeña aldea rusa a su alrededor y la realidad de la situación lo llevó al presente. Sentía una nostalgia insoportable y la desesperación ardía en su interior. Se apresuró a abrir la puerta del pequeño granero y a explicarle al guardia quién era.

El granero también estaba lleno de suecos, al igual que de todos los habitantes de la granja, quienes habían buscado refugio allí ahora que habían tomado su casa para hospedar a los prisioneros. Vendel sabía que cada granja en la aldea cargaba con lo mismo y no pudo evitar sentir una punzada de culpa por el cuerpo, aunque no podía hacer nada para mejorar la situación.

El único motivo por el que había entrado fue para ver si había lugar para los pobres desdichados que dormían afuera, pero notó rápido que el sitio estaba lleno. Cada rincón y recoveco estaba ocupado, así que apenas había espacio para los animales. Salió al patio y encontró el pozo. Por accidente, tropezó al cruzar el terreno irregular y sintió el roce doloroso en el empeine de su pie. Todo porque habían robado sus botas en un momento de distracción así que ahora debía arreglárselas con un par de torpes zuecos que no le calzaban como correspondía. La herida se había abierto de nuevo y eso era malo porque podía infectarse con facilidad; también hacía que fuera más difícil para él realizar las marchas largas que les obligaban a emprender.

Mientras vertía agua en una cubeta de madera, oyó una canción rusa melancólica acompañada de una balalaika proveniente del interior del edificio. El cantante era alguien que habían echado de su propia casa y que intentaba mantener el ánimo y crear un poco de calidez en la frialdad de la noche.

—Por favor, deja de cantar esa melodía triste —suplicó en voz baja Vendel—. Las cosas ya son bastante difíciles para nosotros como están, no necesitamos que una canción triste nos dé un recordatorio más de nuestra miseria.

Regresó junto al cabo enfermo. Wärja alzó la cabeza y bebió con desesperación.

—Eres un buen chico —susurró con voz ronca y reclinó la cabeza hacia atrás.

—No diga eso. —Vendel esbozó una sonrisa amable—. Solo tuve la suerte de no enfermar, eso es todo. Mala hierba nunca muere.

Después intentó dormir un poco. Sentía que habían pasado unos pocos segundos cuando Corfitz lo sacudió por los hombros para despertarlo.

—Es Wärja, Vendel —susurró el capitán—. ¿Me ayudas?

Al principio, Vendel pensó que el anciano había muerto, pero resultó que el agua que le habían dado había causado un leve accidente. Se ayudaron mutuamente para secar y limpiar el cuerpo del cabo y Vendel se quitó su propia chaqueta y rodeó al enfermo con ella.

—El agua no ayudó mucho —dijo el chico, sonriendo.