El pueblo no perdonará - Irati Goikoetxea - E-Book

El pueblo no perdonará E-Book

Irati Goikoetxea

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ETA asesinó al padre de Oihana hace veintidós años, cuando ella tenía diecinueve. La herida de Oihana sigue viva, pero no habla de ello con nadie. Tampoco ha contado nada, claro está, a sus hijos, aunque en el fondo de su ser sienta que hablar de ello les haría bien a todos. Un día recibe la inesperada llamada de un antropólogo que recoge testimonios de diferentes víctimas, y desea reunirse con ella. Ese encuentro abrirá la espita de la memoria. La autora aborda un tema doloroso con absoluta sensibilidad, sustituyendo proclamas y prejuicios por un hondo esfuerzo de empatía, delicadeza y emoción. Porque el ungüento de palabras también puede contribuir a mitigar los viejos padecimientos. La novela ha sido galardonada con el Premio Igartza en su edición nº XXII.

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EL PUEBLO NO PERDONARÁ

Título original: Herriak ez du barkatuko

Editado en euskera por Elkar en 2021.

La edición de ste libro ha recibido una ayuda del Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco.

La traducción de esta obra ha recibido una ayuda del Ministerio de Cultura y Deporte de España.

1ª edición: septiembre de 2023.

© 2023, Irati Goikoetxea Asurabarrena

© De la traducción: 2023, Fernando Rey Escalera

© De la presente edición: 2023, ALBERDANIA, SL

Istillaga, 2, bajo - 20304 Irun

Tel.: + 34 943 63 28 14

[email protected]

www.alberdania.net

Portada: composición de Junkal Motxaile a partir de una fotografía de John Simitopoulos (Unsplash).

Impreso en Ulzama (Uharte, Navarra)

ISBN: 978-84-9868-828-3 ISBN digital: 978-84-9868-829-0

Depósito legal: D. 624/2023

EL PUEBLO NO PERDONARÁ

IRATI GOIKOETXEA

traducción

Fernando Rey

ALBERDANIA

novela

A mi padre,

por su humanidad.

Por una infancia en primera línea.

I

Cuanto duele que ya no duela.

Loreto Sesma

1

–¿Un agujero?

–Sí, que me lo coma.

–¿Irei te ha dicho que te comas un agujero?

–Sí, me ha dicho: «Cómete un agujero. Si tienes hambre, cómete un agujero».

–¿Y tú qué has hecho?

–Lo que ha dicho Irei.

–¿Te has comido un agujero?

–Y como tenía más hambre, me he comido dos.

–Pero Katti…

–¿Qué, mamá?

–Los agujeros hacen daño.

–Y el hambre también.

–Y ahora…

–¡Tengo la tripa llena de agujeros!

–No digas eso. ¿Quieres un poco de jamón con un poco de pan?

–Mamá, ¿ya sabes cómo se come un agujero? Hay que hacer con la lengua un redoncho en el aire, un redoncho bien grande, y luego con los dientes masticar el aire de dentro del redoncho. No es fácil tragarse todo eso, pero Irei me ha dicho: «Despacio, ese agujero es tuyo, nadie te lo va a quitar».

–¿Y él se lo ha comido? ¿Irei ha comido algún agujero?

–No. Me ha dicho: «Todos para ti, Katti».

Su padre le dijo que tenía que intentarlo, que si uno no estira los brazos no puede tocar las nubes. Y que saltara bien alto, aunque fuera con la imaginación. Le decía: «Saltar se hace con la cabeza, primero con la cabeza y luego con las piernas; y si en ese pequeño espacio de tiempo tienes los brazos extendidos tocarás las nubes». Y luego le decía que, aunque no lograra tocar las nubes, allí tendría el sol, o las ráfagas de viento o las águilas y los buitres. Que si se esforzaba podría tocar incluso el cielo. Pero que, para eso, tenía que intentarlo mil veces, muchas veces, hasta el infinito. Para decir la palabra «infinito» ponía una voz mucho más recia que de normal, infinito-infinito-infinito, y Oihana llegaba a creérselo, llegaba a creer que el infinito era una cueva oscura y profunda, como la voz de su padre, que era grave y profunda. Una vez que estaba jugando con su padre, Oihana dibujó una nube y le dijo: «Papá, toca la nube». El padre pensó que su hija no había entendido nada de lo que le había dicho, de lo que le había querido decir, pero que así era la imaginación y que con ella le bastaba para avanzar en la vida. El padre, en cambio, nunca le preguntó el porqué de ese anhelo de tocar las nubes. Si se lo hubiese preguntado, la hija le habría respondido que no solo quería tocarlas sino también cogerlas y metérselas en el bolsillo para que descargaran la lluvia en sus pantalones. Así, si alguna vez se meaba encima, sin querer, por descuido, la gente de alrededor pensaría que era la lluvia del bolsillo la que había mojado el pantalón. Nadie habría pensado que Oihana era una cobarde.

Cuando le dijeron que su padre había muerto, que lo habían matado, que se lo habían arrebatado, Oihana se meó encima. Todos lo vieron. Aquel día tenía puestos unos pantalones sin bolsillos, unos pantalones sin nubes ni lluvia. Todos vieron que se había meado encima, pero nadie le dijo nada. En momentos así, cuando te dicen que tu padre ha muerto, que lo han matado, que te lo han arrebatado, la imaginación desaparece. Y lo malo es que las situaciones desprovistas de imaginación son demasiado reales.

Su madre le suele decir muchas veces: «¿Te acuerdas? Tu padre tenía una obsesión con el orinar». Y entonces se ríen. Hablan muchas veces de su padre. Sin dolor. Nunca sienten dolor. Cuando hablan juntas de su padre, Oihana y su madre no sienten dolor. Es el vacío de otros agujeros el que le provoca dolor a Oihana. En cambio, cuando su madre le dice «¿Te acuerdas? Tu padre tenía una obsesión con el pis; antes de salir de casa orinaba cuatro veces. Por lo visto, tenía poca vejiga y mucha paciencia», entonces, ambas se ríen, y sacan viejas fotos de la caja que está en el cuarto de estar y las miran fijamente. Como esperando, como esperando que el padre abra la boca en alguna de las fotos. En aquella foto que le hicieron en la playa tiene la boca abierta, y parece que quiere darle un mordisco al sol de julio. «Tienes que quemarte durante un momento para sentir calor toda la vida», decía. Su madre no recuerda quién le sacó la foto, no recuerda si es o no un montaje hecho a propósito. Pero allí está él, con la boca abierta, con el sol encima de la lengua. No dice nada, pero está más cerca de decir algo que de no decir nada. Oihana llora a gusto en cuanto su madre se va después de haberle dado un beso a la foto. No por el beso. Tampoco por el sol. Sino porque parece que su padre está más cerca de decir algo que de no decir nada. Por eso llora. Y se siente triste, muy triste, porque una vez más no le ha contado a su madre que cuando le dijo que su padre había muerto, que lo habían matado, que se lo habían arrebatado, se meó en los pantalones, que se meó encima. Y que nadie le dijo nada. Su madre no lo sabe. Nunca se lo ha contado. Y eso sí que es un vacío lleno de agujeros que le produce un daño terrible.

Que acudiera, por favor, a ver al rector. Oihana no conocía al hombre que interrumpió la clase. Casi ni le oyó el nombre. Entendió que se refirió a ella porque el profesor la miró. Estaba tan en su mundo: Asier y la biblioteca, y que cómo podía ser, y que no era como para enfadarse, y, de hacerlo, quizá con su padre. «Oihana, tranquila, puedes salir», le dijo el profesor. Aquel hombre, durante todo el camino desde el aula hasta el rectorado, no le dijo nada. Ni para qué tenía que ir, ni con quién se reuniría, ni que estuviera tranquila, ni un «¡Qué interesante lo que estás estudiando!», ni que aquel día hacía calor. Quizá eso habría sido lo más fácil, hablar del tiempo. Treinta y cuatro grados en septiembre. Hacía calor, mucho calor. Habría sido lógico decirlo. Pero aquel hombre no le dijo nada. Cinco minutos en silencio. En silencio total. Un silencio infinito. También ella podría haberle preguntado algo. «No será nada grave, ¿no?», o «¿Será mucho rato?», o «¿Tengo que ir yo sola?». Pero no le preguntó nada. Aquel hombre iba demasiado adelantado. Hizo el camino cinco pasos por delante de Oihana. Una distancia demasiado grande como para pensar que su acompañante le pudiera preguntar algo. Oihana pensó que quizá era el secretario del rector, y que igual ni sabía para qué tenía que ir ella a reunirse con el rector. Se acuerda de que el termómetro del campus marcaba treinta y cuatro grados. 34. Oihana tiene grabada esa imagen, y la voz de su padre diciendo eso de que «Tienes que quemarte durante un momento para sentir calor toda la vida». Recuerda que se abrasó junto a aquel hombre que quizá era el secretario del rector, en medio del campus de la universidad. 34. Aquel número le abrasó la mirada. En un silencio infinito. En un agujero infinito. En un infierno infinito. El fuego, en cambio, lo vería más tarde.

No se acuerda del despacho del rector. No sabe si las paredes eran grises o verdes. Si había o no cuadros colgados, si había plantas, papeleras o sillones. Si la luz que entraba por la ventana era o no intensa. No recuerda olores. Se acuerda del sudor. Del sudor que impregnaba el ambiente. Del tamaño del despacho. Le pareció tremendamente pequeño. Enano. ¡Estaba tan lleno de gente! El hombre que fue a buscarla al aula le dijo: «Entra, tranquila». Él no entró. Oihana muchas veces ha pensado después a dónde se habría ido aquel hombre, si se habría quedado esperando al otro lado de la puerta para que, si estallaba aquel despacho, alguien pudiera recoger los restos de sudor, lágrimas y orina. «Acaba de llamar tu madre», le dijo el rector, y nada más escuchar eso notó la mano de una mujer en su hombro. Y un suspiro, de una tercera persona. Sonó el teléfono. El rector, con un gesto, le pidió a Oihana que lo cogiera: «Coge tranquila, será tu madre». «¿Por qué?», le preguntó allí mismo delante de todos. «¿Por qué?», volvió a decir cuando su madre le dijo que su padre había muerto, que lo habían matado, que se lo habían arrebatado. «¿Por qué?» Su madre no respondió. Le dijo que tenía que irse a casa, que debía estar serena, que tenía que protegerse y no pensar en nada. Que convirtiera su mente en un agujero. Y mientras su madre le decía todo eso, Oihana se meó en los pantalones. Encima. En silencio. En un silencio infinito. «Lo siento» y «Lo sentimos» y «Aquí estamos» y «Por los estudios tranquila». Escuchó todo eso, pero nadie le dijo nada. Nadie le miró a los ojos ni le dijo nada que le ayudara a convertir su mente en un vacío. No sabe cómo hizo el trayecto a casa. Algo más de hora y media en coche. Durante todo ese tiempo estuvo pensando en aquel hombre. Quizá sería el secretario del rector. Oihana no podía entender sabiendo por qué fue a buscarla cómo consiguió aguantar el paso sin derretirse en aquellos treinta y cuatro grados. Tuvo valor el pobre. Era un cobarde redomado. Le hizo daño. Le hizo daño el secretario y le hizo daño el despacho del rector repleto de gente. Todos supieron antes que ella que su padre había muerto, que lo habían matado, que se lo habían arrebatado. Y nadie le dijo nada, tampoco cuando sus pantalones quedaron empapados. Eso no se lo ha contado nunca a su madre. Y hoy, cuando Katti le ha venido con eso de los agujeros, todos ellos le han estallado de nuevo a Oihana; también aquel que le hicieron a su padre en la nuca.

2

–¿Desaparecer, a dónde?

–No sé, mamá. Ha dicho: «A veces algo está y luego ya no está».

–¿Y qué le ha dicho la profe?

–«A ver, Irei, ¿y lo que no está dónde está?».

–¿Eso le ha preguntado la profe?

–Sí, e Irei le ha dicho que no lo sabe, que si no está no lo ve.

–Y la profe le ha dicho…

–«¡Basta ya!»

–Sí, «¡Basta ya!» Como siempre.

–Mamá, ¿tú lo ves todo?

–Con gafas sí.

–¿Me las dejas, mamá? Que no me voy a marear, ya cerraré los ojos. ¿Me dejas las gafas, mamá?

–Pero con los ojos cerrados no vas a ver nada, y con las gafas puestas tampoco.

–Irei dice que con los ojos cerrados ve fantasmas.

–¿Sin gafas?

–Mamá, ¿qué son los fantasmas?

–Pero, Katti…

–¿Qué? ¡Tengo cinco años, mamá!

–Los fantasmas son sombras que están sin estar.

–Entonces Irei tiene razón.

–¿Pero qué dices, Katti?

–¿Y dónde están, mamá?

–Detrás de las gafas.

–¿Desaparecidos?

–Sí, desaparecidos.

–Mamá, papá no desaparecerá, ¿verdad?

Para Oihana su padre no desaparecía nunca, ni cuando jugaban al escondite. Aquella vez que perdió el rastro de su padre, soltó la mano de su madre y fue desesperada calle abajo entre la gente. Los ertzainas la llevaron de nuevo a donde su madre. Su madre estaba llorando. Gritaba una y otra vez que le habían robado a su niña. Pero nadie le miraba. Es tremendo vivir en una gran ciudad y sentir que la gente está solo para irse. Que la gente se va y se va. Oihana ni se dio cuenta de que se había perdido. Lo único que tenía en mente era que había perdido a su padre, y entendió que su madre lloraba por eso. No encontraron a su padre. No lo buscaron. Para cuando volvieron a casa él ya estaba allí. Oihana aprendió que algunas cosas son incomprensibles. Y que otras son increíbles. De cría, aquello se lo contaba muchas veces a sus amigas, con cuatro años, con cinco años. Que un día su padre desapareció y que luego apareció; que dio un brinco grandísimo desde la calle hasta casa, que de un solo salto pasó de no estar a estar. Y que los ertzainas se habían equivocado, que en vez de buscar a su padre anduvieron buscándola a ella.

No desapareció. Cuando empezó a llevar guardaespaldas, el padre de Oihana se volvió invisible. Un día su padre, en una sobremesa, hizo que Martín y Oihana se sentaran en el cuarto de estar. Su madre estaba allí. Su padre usó las palabras amenaza, denuncia, seguridad y otras de ese estilo. Martín no pudo aguantarse la rabia o la vergüenza o el miedo (¿qué era eso que tenía en la mirada?), y se marchó dando un portazo. Oihana ha sentido muchas veces dentro de sí el eco de aquel portazo, en muchas ocasiones ha visto aquella sombra rota balanceándose en busca de sosiego, demasiadas veces se ha quedado atrapada en la red de palabras no dichas a su hermano. Martín se marchó y Oihana se quedó. Y tampoco se movió cuando Óscar llamó al timbre de casa. Se lo presentó su padre. No recuerda qué palabras utilizó, no sabe si dijo prevención o quizá pretensión. «Este es Óscar, un amigo nuestro». Así lo dijo su padre. Tal cual. Oihana sabe bien que su madre le agradeció que se quedara, y sabe que también entendió que Martín se marchara. Que entendió el portazo de Martín. Eso lo sabe perfectamente Oihana. Ella se quedó, pero le produjo mucha rabia la locura de aquella situación. Su padre avergonzado, su madre dolida, Óscar perdido, Martín quizá asustado, y ella sin poder adivinar qué sol derretiría aquel iceberg que les había caído encima. Todo eso en un cuarto de estar de diez metros cuadrados. Había algo que no cabía, que rebasaba aquel espacio asfixiante, algo que quedaba fuera de la puerta del cuarto de estar. Oihana nunca ha llegado a saber qué es. Todavía hoy en día, cuando van de visita a casa de su madre, le parece que colgado de la puerta del cuarto de estar hay algo que no ve. Oihana le ha dicho a Katti que lo ve todo. Con gafas. Mentira. Una más. Y no sabe con qué derecho lo ha dicho. He ahí el fantasma. Colgado de la puerta del cuarto de estar en casa de la abuela.

Óscar les dijo que no llevaba mucho tiempo en el oficio pero que estuvieran tranquilos. Que todos los días, para cuando su padre fuera a salir de casa, estaría en el portal de casa esperándole, que cada día harían el trayecto al trabajo por un camino diferente, que cuando tuvieran que usar el coche él revisaría los bajos, que siempre que cualquiera de ellos tuviera que salir a la calle con su padre él iría con ellos, que tendrían que hacerle un sitio también en vacaciones, que al anochecer bajaran pronto las persianas, que no abrieran la puerta a nadie, que no respondieran al timbre del portal automático, que fueran discretos con los vecinos, que no contaran a nadie qué intenciones tenía la familia, que no hicieran cambios de planes, que nada de invitados ni celebraciones familiares. Que estuvieran alerta. Y que estuvieran tranquilos. Que tendrían las espaldas cubiertas, y el pecho también. Oihana miró a su madre y su madre la miró y, con el gesto habitual, le quiso decir eso de «Luego hablamos». Oihana sabía que su padre la miraba, pero no se atrevió a mirarle a él. Si no hubiera estado Óscar delante, seguramente hubiera actuado de otra manera. Se quedó callada. Y quieta. Como pidiendo permiso a Óscar, a ver qué podía o debía hacer. Recuerda que era un sábado a la tarde y que tenía diecinueve años. Permaneció mucho rato allí donde estaba sentada, también cuando su padre y Óscar se marcharon. Al sofá le quedó la marca del vacío. Oihana todavía nota el rasguño que le hizo con las uñas. Una cicatriz que no llegó a ser agujero. Ahí está todavía. El sofá ha hecho suya la memoria de veintidós años. Oihana nunca se ha sentado otra vez sobre ese rasguño. Siempre ha intentado deliberadamente sentarse un poco más a la derecha o un poco más a la izquierda.

Cuando su padre y Óscar salieron de casa, Oihana se dio cuenta de que delante de Óscar su padre se volvía invisible. No tenía ni espalda ni pecho, eran unos pies caminando, ya no podía distinguir nada más de su padre. En aquella larga lista de advertencias, Oihana echó de menos que Óscar les dijera: «Tranquilos, vuestro padre no va a desaparecer». Y dicho con firmeza, sin titubeos. Sin dejar espacio para la duda. Lo necesitaba, pero no lo escuchó. «Se le habrá olvidado, se le habrá olvidado, se le habrá olvidado», repetía en su interior Oihana cuando Óscar salió de casa convertido en la sombra de su padre. Sin dar portazos. Discretamente.

3

–Mamá, yo no sé enfadarme. ¿Eso cómo se hace?

–¿Qué pasa ahora, Katti?

–¿Qué tengo que meter en el corazón? ¿Leones?

–¿Cuántos vas a meter? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Ocho?

–Muchos, muchos, muchos.

–¿Pero cómo vas a meter muchos muchos muchos leones en tu corazón?

–Empujando, empujando fuerte.

–¿Eso también te lo ha dicho Irei?

–No, con Irei me he enfadado.

–Entonces ya sabes enfadarte.

–Yo me he enfadado, pero él no se ha dado cuenta. Y eso no vale.

–Díselo.

–Mamá, ¿dónde puedo conseguir leones?

–Dile que estás enfadada.

–No le voy a perdonar.

–¿Hasta cuándo?

–Hasta nunca.

–Habla bien, Katti. ¿Qué es hasta nunca?

–Hasta siempre.

–¿No vas a hablar nunca más con Irei?

–No.

–¿Cómo le vas a decir entonces que estás enfadada? ¿Cómo te va a pedir que le perdones, cómo te va a decir si quieres ser su amiga otra vez?

–Irei no es mi amigo. No le voy a perdonar.

–Pero, Katti…

–¿No me vas a preguntar qué me ha hecho?

A los cinco años de la muerte de su padre, Oihana tuvo una crisis. A las noches no dormía dos horas seguidas. La mayoría de las veces las últimas horas de la noche las pasaba en la cama de su madre. Le preguntaba a su madre si estaba despierta, si podía abrazarla, si podían volverse niñas otra vez, si podían comer palomitas o chocolate o macarrones. Y si le harían a la luna un huequito en la cama. «Dormiremos pegaditas, mamá», le decía Oihana. Pero su madre, la mayoría de las veces, no se despertaba, y Oihana se pasaba despierta aquellas últimas horas de la noche, esperando a que la luna iluminara las sábanas, sin percatarse de que para ello también tenían que meter el sol entre ellas. Aquella cama, sin embargo, era demasiado pequeña desde que su padre no dormía con su madre.

Una de aquellas noches la madre se acercó a la cama de su hija. Sin dudarlo y bruscamente, encendió la luz de la habitación de Oihana. Serían las dos de la mañana. «¡Mamá!». Oihana abrió los ojos de par en par, enrojecidos, sin tiempo siquiera de despertarse. Su madre le pidió que se vistiera y le dijo que se marchaban. «¡Pero mamá!». Que se pusiera calzado cómodo. «¿Dónde vamos?» Su madre cogió las llaves del coche. «¿Vas a coger el coche a estas horas?». Cuando entraron en el coche, Oihana vio un ramo de margaritas silvestres sobre el asiento trasero. «¿Para quién son esas flores?» Recorrieron tres o cuatro kilómetros hacia el monte y su madre detuvo el coche. «Vamos a dónde papá, ¿verdad?», le preguntó Oihana a su madre, que había salido ya del coche. Hacía calor, un calor asfixiante. «34», recordó Oihana. Medio kilómetro más allá de donde dejaron el coche, un riachuelo atravesaba el bosque sombrío.

–¿Te has dado cuenta, mamá? Las sombras que produce la luna son más largas que las del sol –le dijo Oihana a su madre.

–Y se deslizan más a dentro en el bosque. ¿Ves las heridas?

–Eso lo decía papá.

–«Oihana, ¿ves las heridas del viento?» –le dijo la madre sonriente, imitando la voz recia del padre.

–Yo no las veía, mamá.

–Pues le decías que sí.

–Porque se alegraba. Me decía: «¡Imaginación, imaginación!» Y yo pensaba que la imaginación era mentir. Y él tiraba de mi mentira y me decía: «Ponle agua oxigenada al viento en la herida». Y ahí iba yo sin pensarlo dos veces, iba corriendo al río a coger agua oxigenada. Una vez me caí entre las piedras y me hice una herida en la rodilla. No sé dónde estabas tú aquella tarde. Papá me puso unos cabezones recién nacidos en la rodilla. «Se tragarán tu dolor», me dijo. Y se tragaron mi dolor. Mamá, ¿a qué hemos venido?

Para entonces su madre estaba lejos, muy lejos. Cinco años más adelante. Avanzaba en el bosque con las margaritas silvestres en la mano. Arrastraba su cuerpo como sollozando. A Oihana le pareció que el riachuelo que descendía por el bosque nacía de la cintura de su madre. Iba cayendo, sí, resbalando lentamente, haciendo suya la frialdad de las piedras. El riachuelo chapoteaba, como si estuviera dando palmaditas; el propio cauce parecía querer atrapar los reflejos de la superficie del agua. Estaba todo tan oscuro… Oihana, unos diez metros más atrás, dejó que su madre hiciera aquello que quería. Arrojó las diez margaritas silvestres allí donde las aguas del río hacían un salto mayor. Oihana tuvo la impresión de que se suicidaban. Y cuando llegó a la par de su madre, se sentó a su lado, apoyó la cabeza sobre el hombro de su madre y le susurró:

–¿No eran para papá?

Su madre alargó el brazo, fue un movimiento inconsciente. Cogerlas o dejarlas escapar. Pero para entonces las margaritas silvestres estaban ya lejos. Muy lejos. Y demasiado empapadas.

–Oigo todas las noches lo que me dices –le confesó a Oihana. La noche estaba excesivamente oscura–. Todas las noches. «Dormiremos pegaditas, mamá». Te oigo todas las noches. Pero no soy capaz, Oihana; no me siento capaz de ser la madre de esa niña que escondes en tu interior. Por eso no abro los ojos. Para no ver que el tiempo está pasando. Pero se acabó. No podemos seguir así. «¡Adelante!», diría tu padre –separó el hombro de la cabeza de Oihana y, sujetando con ambas manos los hombros de su hija, le miró a los ojos. Consiguió que sus ojos volaran–. Oihana, tenemos que tirar para adelante. ¿Me escuchas? Para adelante.

Oihana sabía que tarde o temprano llegaría el momento. Y le daba miedo. Le producía pavor tener que expulsar sus fantasmas internos, sus fieras internas. Se meó en los pantalones. Encima. Eran las cuatro de la mañana. Las sombras de la luna eran tremendamente largas a lo largo del bosque. Su madre no se dio cuenta. Oihana quería margaritas silvestres. Necesitaba tener algo en las manos, algo que cubriera la desnudez de sus palmas. Cinco años atrás habían esparcido allí mismo las cenizas de su padre. En el lugar preferido de su padre, en la profundidad de aquel bosque que hacía visibles las heridas del viento. Su padre quedó allí, lo dejaron allí, allí lo dejaron cinco años atrás, y ahora su madre decía que había que tirar para adelante. La noche enmudecía, estaba demasiado callada.

–Nunca les perdonaré –dijo Oihana a su madre.

II

Compañero enemigo, no te mueras,

ni me mates, ni huyas, ni te rindas,

que tenemos que hablar de muchas cosas.

Juan Antonio Bermúdez

1

Oihana iba descalza cuando se le ha caído el vaso al suelo. Es después cuando se ha puesto las zapatillas. Las zapatillas rosas de casa, esas que no gustan a nadie pero todos quieren. Esas que siempre están delante. Incordiando muchas veces. En casa hacen muchas risas a costa de esas zapatillas. Katti le dice a su padre que se quite las suyas, que se las dé a su madre y que se ponga él las zapatillas rosas. Oihana tiene el pie pequeño, y Jorge, en cambio, muy grande. Eso les resulta gracioso a todos en casa: esa dificultad para andar con un pie pequeño en una zapatilla grande y con un pie grande en una zapatilla pequeña. Muchas veces parece que andan buscando motivos para reírse. Oihana se ríe pocas veces, y su hija le pide una y otra vez que lo haga. «Abre más la boca, mamá», le dice Katti. «Hasta la garganta».