El regreso de Saturno - Leyre Arrue - E-Book

El regreso de Saturno E-Book

Leyre Arrue

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Beschreibung

Los quince relatos que componen este volumen visitan los territorios del primer encuentro, del reencuentro y de la despedida. Una mudanza, una operación, una muerte. Un pacto entre dos amigas a la orilla de una playa y una cena que lo cambia todo. Cuerpos que se encuentran y se desperdigan, y en los que los personajes se mueven entre lo extraño y lo cotidiano, la realidad y la fantasía, mientras se contemplan con la extrañeza de quien observa su reflejo en el espejo de una feria. Un libro luminoso y perturbador, que oscila entre el humor, la melancolía y el desgarro, mientras examina lo que a todos nos mueve pero a los protagonistas parece paralizar: el miedo y el deseo. Dos de los relatos recogidos en el presente volumen han sido galardonados en sendos importantes certámenes de narrativa breve.

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EL REGRESO DE SATURNO

Este libro ha recibido una ayuda a la edición del Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco.

1ª edición: septiembre de 2023.

© 2023, Leyre Arrue

© De la presente edición: 2023, ALBERDANIA, SL

Istillaga, 2, bajo - 20304 Irun

Tel.: + 34 943 63 28 14

[email protected]

www.alberdania.net

Portada: composición de Junkal Motxaile a partir de imágenes de nasa (Saturno), Paul Volkmer (firmamento) y Michael Worden (ciudad) en Unsplash.

Impreso en Ulzama (Uharte, Navarra)

ISBN: 978-84-9868-826-9 ISBN digital: 978-84-9868-827-6

Depósito legal: D. 623/2023

EL REGRESO DE SATURNO

LEYRE ARRUE

ALBERDANIA

narraciones

Haz de las palabras carne.

Audur Ava Ólafsdóttir

Cuanto mayor era mi agonía,

más intenso era en mí el deseo

de hallarme allí donde la vida

se agita más febrilmente.

Stefan Zweig

INSTRUCCIONES PARA MORIR

Nace. Fuerte y sana. No desgarres a tu madre. Abre los ojos, llora a pleno pulmón, estruja el dedo índice de una enfermera que te mire con ojos vidriosos. Engánchate al pecho de tu madre y succiona, que tus mejillas se enciendan como ardientes bujías. Acurrúcate en una esquina de la cuna y duerme plácidamente. No te chupes el dedo ni patalees. A los ocho meses gatea, a los catorce anda y a los veintitrés di saltamontes o esparadrapo. No te quites los gorritos con los que te martiricen ni hagas de tus zapatos un arma arrojadiza. Deja que tu padre te disfrace de ratón. Ve al colegio, pórtate bien, comparte tus juguetes. No mientas ni te atiborres a sugus. Dibuja un árbol con ramas y un caballo que parezca un caballo. Descubre un cuarto con ropa de recambio para los niños que se mean encima. No te mees nunca encima. Aprende a leer y a escribir antes que los demás. El verbo echar echa la hache por la ventana. Maneja el punzón y las tijeras con delicadeza y precisión. No sobrepases los bordes al colorear. No seas zurda. Memoriza la dirección y el teléfono de tu casa. Aprende a hacerte una coleta alta y una trenza de espiga. Abróchate el cinturón de seguridad antes de que nadie te lo ordene. Cuando alguien te invite a dormir a su casa, lleva tu mejor pijama y rebaña el plato. Juega al fútbol, al baloncesto, al voleibol. Recibe un balonazo en la cara, no llores. Tampoco hagas llorar a tus hermanos. No grites, no pegues, no muerdas. Controla tu genio. Si te sientes sola a la hora del recreo, disimula. Ve a clase de solfeo. Termínate la merienda mientras estudias intervalos. Segunda mayor, quinta justa, séptima disminuida. No te manches, tampoco desafines. Aprende a tocar un instrumento. Aguanta estoicamente que te llamen «la putita del piano». Crece. Sé la más alta de clase pero no te rías de los niños más bajos que tú. Aprende a nadar a los cuatro estilos y a hacer virajes. No saques demasiado la cabeza ni salpiques. Entiende que la elegancia está en los detalles, combina el bañador con el gorro. Si no eres la más rápida, encuentra algo en lo que ser la mejor y despeja una estantería de tu habitación. Gana medallas y trofeos. Enséñaselos a tus abuelos los domingos. Haz amigos en un campamento, ordeña una vaca, confecciona una cestita de mimbre. Odia a alguien pero no lo demuestres, que la furia no haga de ti una niña antorcha. Deduce que la autoridad se ejerce con objetos. Hazte con una gran variedad de bolígrafos y subrayadores. No copies en los exámenes pero deja que la gente fotocopie tus apuntes. Ten un sabor de helado favorito. Mírate la vulva en un espejo. Entiende lo que es un plato y un piñón y pedalea a lomos de una bicicleta roja. Cómprate un gloss con sabor a regaliz y cómetelo mientras pulverizas a tus compañeros al ajedrez. Que no te baje la regla la primera de clase, tampoco seas la última. Depílate. Las piernas, las ingles, las axilas. Tíñete el bigote. Define tu estilo al vestir. Entiende que el negro siempre favorece. Delinéate los ojos, alísate el flequillo, obsesiónate con tus muslos. No te muerdas los padrastros. Contesta cuando te pregunten pero no con monosílabos. Supera con nota el test de Cooper y el de Roackport. Aprende a besar, insúflale una personalidad a tu lengua. No bebas, no fumes, no bailes por encima de tus posibilidades. Cuando escuches palabras que no conoces, apúntalas en una libreta y utilízalas después en frases inverosímiles. Hazte con un bolso en el que quepan varias vidas. Pasa un verano escuchando a David Bowie. Apréndete las letras de las canciones. Ground control to Major Tom. Pierde la virginidad, sácate el carné de conducir, elige una carrera y acábala. Haz amigos de verdad. Aprende a jugar al mus y a silbar con los dedos. No folles por follar. No te quedes embarazada. No contraigas enfermedades venéreas. Viaja de mochilera, duerme en un autobús, píntate las uñas de los pies sobre un salpicadero. Prueba la comida japonesa y muestra una destreza innata en el uso de palillos. Sé bilingüe en inglés. Comienza a leer Madame Bovary. No persigas a hombres ausentes con camisas de cuadros. No ruegues, no implores, no supliques. Tampoco odies en secreto quién eres. Ve a un festival de música. Memoriza el plano y los horarios de los conciertos. Canta, baila, salta. Consuela a todas las mujeres que estén llorando en un baño. Préstales un clínex, una barra de labios, uno de tus hombros. Redacta tu primer currículum. Cómprate una americana, haz entrevistas, di que aprendes rápido. Trabaja, escucha, sonríe. Soporta a un jefe. Comparte piso. Gestiona reservas de papel higiénico. Nada todos los días antes de ir a trabajar. Lleva la cuenta de los largos que haces, apúntate a una travesía. Hidrátate, exfóliate, desmaquíllate. Viaja más. Haz submarinismo, escala un volcán, fotografía un fiordo. Si te atacan en un portal, chilla, araña, patalea. Resístete. Ten una opinión sobre el cine de Lars Von Trier. También sobre el aborto, la prostitución y la forma de gobierno de Vietnam. No llores en público. No beses a un desconocido en el último concierto de Nudozurdo ni montes un pollo en un restaurante de mantel. Gestiona una ruptura. Supérate. Gestiona una mudanza. Ahorra agua, recicla. Ve al dentista y al ginecólogo una vez al año. Avergüénzate de tu número de parejas sexuales. Déjate seducir por una consejera de belleza, cómprate un contorno de ojos. Lee a Lorrie Moore. Ten un motivo favorito de El jardín de las delicias y una película favorita de Wong Kar-wai. Invierte en un abrigo. Memoriza los nombres de los anillos de Saturno. No te masturbes delante de un cuadro abstracto ni cumplas ninguna fantasía sexual en tu cocina. Comienza a quedar para desayunar y a comprar lotería de Navidad. Combina la ropa interior. Come con tus padres, visita a tus abuelos, llama a tus hermanos. Manda ramos y más ramos de flores a todas tus amigas que se casen o sean madres. Adopta un perro. Ponle un nombre serio. Beethoven, Schubert, Liszt. Vive sola. Cambia las sábanas todos los domingos. Hazte con un buen sacacorchos. Haz senderismo vestida apropiadamente. Come menos pan. Descubre el secreto de la inmortalidad de Jordi Hurtado y apúntalo en la puerta de la nevera. Sigue odiando tus muslos, pero acepta a tu padre tal como es. También tu pelo. Aprende a pedir perdón, reconcíliate con una amiga. Quédate sin abuelos. Ve a terapia, lee ensayos feministas, hazte con una copa menstrual. Corre. Invierte en bolsa, monta un huerto, aprende a hacer pan. Teje. Cómprate un cepillo de dientes de madera y co. ntrata un plan de pensiones. No te cuestiones la maternidad ni congeles óvulos. Apúntate a un club de lectura y termina Madame Bovary. Dile a tu madre que la quieres. Recupérate de una operación gracias a un ramo de lirios blancos. Negocia un despido. Escribe un libro. Pierde a tu padre. Esparce sus cenizas en el Muro de Adriano. Fúndete en un abrazo con tu hermano. Renueva la caldera. Págale doscientos euros a un cerrajero. Haz amigas nuevas. Elígelas porque montan en bici y se ríen sin complejos. O porque aman la ensaladilla rusa más que a su propia vida. Apúntate a boxeo, aumenta la ingesta de antioxidantes, bebe cantidades inquietantes de té. Deja de usar tacones altos, pasa del bikini al bañador. Descubre que tienes pelos negros en el mentón, hazte con un espejo de aumento y arráncatelos antes de desayunar un bol de quinoa. Pálpate un bulto en el pecho, piensa por primera vez en tu muerte. Toma menos el sol, utiliza protección en invierno. Deja de esquiar. Apúntate a clases de yoga. Participa en un estudio clínico sobre el alzhéimer. Elige una montura bonita para tus gafas bifocales. Deja de entender la moda, escucha música de otro siglo. Adelanta la hora de irte a la cama. Jubílate. Sácate un bono para el teatro, ve al cine a las cuatro de la tarde, aprende italiano. Come frutos secos, queda para merendar, matricúlate en la universidad de verano. Siéntate en bancos de la calle pero no te conviertas en la loca de las palomas. Ordena álbumes antiguos de fotos. Escribe tu testamento. Viaja a Islandia. Redecora una habitación, cambia la bañera por un plato de ducha. Opérate de juanetes, planta unos geranios, comprueba la sujeción de tu dentadura postiza. Duerme con un vaso de agua en la mesilla. Construye una fortaleza inexpugnable con cajas de medicamentos. Pasea, haz sudokus, vigila la tensión. Apúntate a aquagym, reduce el consumo de alcohol, lee el periódico todos los días. Muérete. No de la noche a la mañana, pero tampoco lo alargues demasiado. Que tus omoplatos no sobresalgan por encima del arco de tu espalda ni huelas a orín. Dile a alguien qué ropa quieres llevar y dónde quieres que te entierren. Deja escrito a quién le dejas tu broche en forma de mariposa y tu camiseta de Frankenstein. Elige una funeraria que puedas pagar. Incinérate. Prende bien, que tus cenizas sean de un gris plata. Déjate colocar en una urna y no peses demasiado. Llega puntual a tu entierro. No protestes por las palabras insustanciales del cura y baja a las profundidades sin miedo. Saluda a tus nuevos vecinos. Háblales de las trazas de fosfina encontradas en Venus. Descríbeles la primera imagen de un agujero negro. Y, cuando caiga la noche, cuéntales que el ser humano viajará a Saturno en 2080. Cierra los ojos. Descansa. No ronques.

UN MURO O UN FLAN DE HUEVO

Aplasté la colilla con la punta de la bota y regresé sobre mis pasos a la entrada del bar, donde inesperadamente lo cómico se había apoderado de la situación. Un hombre con jersey a rayas intentaba salir, otro con camisa de cuadros quería entrar. Como consecuencia, se habían instalado en un bucle en el que, o bien ambos se adelantaban, o bien se dejaban pasar, con lo que la situación tendía a infinito al igual que un límite matemático. El resto permanecíamos detrás de uno u otro, deseando que ese de quien solo veíamos la espalda, ese capitán de equipo no elegido, ganara la batalla y pudiéramos por fin avanzar.

Ganaron las rayas, yo me enamoré de los cuadros. Quizás porque aún no le había visto la cara, y qué es enamorarse sino inventarse cosas que combinan con una camisa de cuadros. Mientras el ganador salía del bar con su recién estrenado séquito, me fijé mejor en la camisa de mi líder. Los cuadros eran grandes, azules marinos y negros. Una delgada línea roja atravesaba ambos colores, señal inequívoca de que aún quedaba amor en el que creer, pensé. Una vez dentro, me di cuenta de que se trataba de uno de los camareros. Lo observé apoyada en el ventanal que daba a la calle. Su mirada perdida, sus gestos acelerados y su urgencia daban a entender que la delgada línea roja tenía más de sangre seca que de amor. No solo estaba lejos de los demás, sino lejos de las cosas que él mismo hacía, que es lo más lejos adonde uno puede irse. Pero yo me había enamorado y había que intentarlo. Si no se comprueba que lo que se eleva como un muro y se extiende como un muro es, efectivamente, un muro, siempre quedará la duda de si se trataba de un muro o un flan de huevo. Así que afilé la punta del lápiz y le escribí una nota. Sutil, ingeniosa, matemáticamente bien formulada. Con sus comas, sus puntos y sus tildes afiladas como delgadas líneas rojas. Me acerqué a la barra y se la di. Él la guardó en el bolsillo y me dijo que iba a buscar sus gafas.

A la hora, nos encontramos en la puerta de los baños. Le pregunté por la nota, me dijo que había olvidado leerla. Sus palabras funcionaron como el rayo láser de Cariño, he encogido a los niños y, abrazando mi insignificante nueva estatura, me dirigí a la pista de baile donde recorrí un jardín más grande que el estado de Texas, escalé piezas de colores de Lego y cabalgué a lomos de una mosca peluda y plateada. Y así durante tres canciones o trescientas.

En ocasiones, nos convertimos en bufones de nuestra propia corte. Y bailamos para alguien, hablamos para alguien o callamos para alguien. Y en esas, a veces se van a buscar unas gafas como quien se va a comprar tabaco. Pero en otras, dicen que se conquistan ejércitos que arrasan metrópolis sobre cuyas ruinas lo que una se inventa combina con una camisa de cuadros. Eso, o que tenía que haberme fijado en el hombre de rayas, que era el que la vida me había puesto de frente.

LIRIOS BLANCOS

Dos cicatrices conforman mi ombligo: la primera me desligó de mi madre, la segunda, de la posibilidad de serlo. Una tiene treinta y cinco años, la otra diecinueve horas. Ayer, un espermatozoide ligero y vivaz podría haber fecundado uno de mis óvulos y el embrión resultante haber viajado a través de una de mis trompas de Falopio hasta anidar en mi pared uterina. Hoy, ese mismo espermatozoide chocaría irremediablemente contra una costura sanguinolenta de carne rosa. Como premio de consolación, un ramo de lirios blancos adorna la mesilla.

La sensación es la de estar dentro de una pecera blanca. Azulejos blancos revisten el suelo, las paredes y el techo. También son blancos el lavabo, el taburete y la cortina de ducha. El conjunto es cegador, hasta el punto de que me resulta difícil calcular distancias, como si hubiera accedido a un espacio de dos dimensiones. Otra opción es que se trate de un baño de hospital perfectamente normal y yo me encuentre aún bajo los efectos de la anestesia.

Desnuda sobre la taza del inodoro, echo un vistazo involuntario a mi abdomen e inmediatamente después aparto la mirada. No quiero mirar. Me concentro en la imagen de mis pies sobre los azulejos, el contacto con un suelo frío me reconforta. Los muevo de manera que no pisen ninguna junta. Me muerdo el labio inferior y vuelvo a mirar de reojo. Parece que todo está igual que ayer en la sala de reanimación, el primer lugar en el que pude intuir el resultado de la operación. Cuatro apósitos blancos cubren las cuatro cicatrices, que dibujan un triángulo equilátero. La cicatriz que está situada en el vértice dará lugar a mi nuevo ombligo, las otras tres se alinean en la base del triángulo, a la altura de las caderas. Los apósitos no son muy grandes, lo que me lleva a confiar en que los médicos han hecho lo que dijeron que harían: cuatro incisiones de dos centímetros cada una. Unas consecuencias visibles bastante asumibles teniendo en cuenta el diagnóstico: neoplasia intraepitelial cervical severa provocada por la infección del virus del papiloma humano. Casi el ochenta por ciento de mujeres sexualmente activas se infectan con el VPH, aunque la mayoría de las veces la infección es transitoria. En mi caso, el virus se quedó a vivir y comenzó a destrozar la casa que lo había acogido. Solución: histerectomía total por laparoscopia o, lo que es lo mismo, adiós casa.

De todas formas, no es mirar lo que quiero hacer, quiero tocar. Los labios mayores, los menores, las paredes de la vagina. Necesito comprobar que todo esté en orden, inflamado tal vez, entumecido, pero reconocible al menos. Acerco cuidadosamente los dedos índice y corazón a la zona y palpo con miedo. Al cabo de un rato, respiro aliviada: mi vagina sigue en posesión de todas sus dimensiones. Me pongo unas bragas limpias, a las que pego una compresa de grosor desconcertante que la enfermera ha dejado sobre el taburete sin avisarme. Resulta incómoda pero acepto convertirme en el Pato Donald. Y así, encogida y torpe, regreso a la camilla, dejando un rastro a gel de ducha Badedas, que mi madre, experta contrabandista, coló en mi neceser antes de ingresar. En el proceso, compongo varias muecas de dolor. Mi padre, sentado en la butaca azul para acompañantes, me mira con los ojos muy abiertos y la mandíbula apretada. Le pido que me alcance la bata que está en el armario marcado con una uve, lo cual quiere decir que me corresponde la camilla de la ventana, aunque poco importa, estoy sola en la habitación. Lo que sí me importa más es que cada cama dispone de una cuna. Dejar a una mujer estéril y acomodarla después en una habitación con cunas, hay que joderse.

Mi padre agradece las pequeñas órdenes, le evito tener que pensar. En un tiempo no tan lejano, su bloqueo me habría desesperado. Ahora soy capaz de hacer una lectura más darwiniana de la situación: he aportado mejoras a la especie. Mientras me ajusto el cinturón, él desvía la mirada hacia mi hombro izquierdo, en donde la bata tiene un detalle de encaje. Lo toca delicadamente, como siempre que algo le llama la atención en una prenda, aunque esta vez sospecho que no le mueve tanto un interés por la bata en sí como la necesidad de transmitirme que está, aunque no sepa qué hacer. Le pido que se gire, le agarro de la cintura y salimos de la habitación haciendo el trenecito. Al llegar al pasillo, me agarro a la barandilla de acero inoxidable y él me susurra, ánimo Carl Lewis. Hago los cinco pasillos que me han recomendado y uno más. Él me saca alguna foto. Yo me quejo y me coloco el pelo delante de la cara hasta que al final le sonrío, o lo intento.

Mi madre regresa de pasar por su casa, ha dormido en la butaca azul que se convierte no sé bien si en cama o en potro de tortura, no ha querido decírmelo. Ellos no se saludan, llevan desde el 97 sin hacerlo. Mi padre coge su chaqueta, su gorra y la novela de misterio que no ha abierto y me besa en la cabeza. Luego dice adiós al aire. Mi madre me ayuda a tumbarme en la cama. Le digo que puedo hacerlo sola. ¿Estás segura? Asiento. Ella insiste. Le respondo con un bufido del que me arrepiento al segundo y ella se aparta diciendo valevalecomoquieras,que en su diccionario particular hace tiempo que pasó a ser una palabra.

A las dos horas, un médico entra en la habitación y, según se acerca, echa un vistazo pretendidamente disimulado a la pizarra que está a la altura de mi cabeza, en la que está escrito mi nombre. Tiene que hacerlo porque no sabe quién soy. No es la ginecóloga que ha llevado mi caso, ni la que me hizo el preoperatorio, tampoco el que me extrajo el útero y las trompas de Falopio, al que solo vi unos segundos, antes de que me sedaran a traición por la espalda. Me pregunta si he desayunado, caminado y hecho de vientre. Las respuestas son afirmativas. Luego me pregunta cómo me siento y le digo que no me siento mucho. Sonríe y me dice que estoy lista para irme a casa. Me callo mis reservas, que son dos y nada desdeñables, e incluyen una cama articulada y calmantes intravenosos. Después, pronostica que necesitaré dos semanas para poder dar un paseo largo y un mes aproximadamente para sentirme como antes de la operación. Como antes de la operación. Extraña elección de palabras.