La bestia soy yo - Jamison Shea - E-Book

La bestia soy yo E-Book

Jamison Shea

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Beschreibung

¿Vale la pena dejarte la piel por un mundo que nunca te aceptará? Laure Mesny está a punto de graduarse en la academia de ballet más prestigiosa de París. Por fin, tras años de someterse a una férrea disciplina, a los desprecios de la élite blanca y rica, y de sufrir dolores inimaginables, tiene sus sueños al alcance de la mano. Sin embargo, no tarda en darse cuenta de que como chica negra de origen humilde no resulta nada fácil conseguir las mismas oportunidades que las demás para destacar y convertirse en una étoile. La ambición llevará a Laure hasta las catacumbas de la ciudad para hacer un pacto de sangre con un poder superior. La fama, la adoración del público y el protagonismo serán mucho más sencillos de alcanzar, pero ¿cuántos cuerpos destrozados dejará por el camino? Además, Laure no es la única que parece estar convirtiéndose en un auténtico monstruo, así que, en su ascenso al estrellato, deberá enfrentarse también a otras terroríficas amenazas. Una fantasía gótica sobre los claroscuros del ballet clásico.

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Índice de contenido
— NOTA DE LE AUTORE —
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
EPÍLOGO
— AGRADECIMIENTOS —

Título original: I Feed Her to the Beast and the Beast is Me

©️ 2023 Jamison Shea

Translation rights arranged by Taryn Fagerness Agency and Sandra Bruna Agencia Literaria, S.L. All rights reserved

Diseño de cu­b­ier­ta: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: octubre 2023

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2023: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

PARA TODAS AQUELLAS PERSONAS QUE ENCUENTRAN LA LIBERTAD AL CONVERTIRSE EN MONSTRUOS PORQUE LES NIEGAN EL ESPACIO DE SER SERES HUMANOS

— NOTA DE LE AUTORE —

Aunque es probable que pudiese extenderme a lo largo de páginas interminables acerca del propósito del «arte» y de qué elementos de la condición humana quería explorar en La bestia soy yo, el objetivo principal de este libro es entretener. Sin embargo, quiero asegurarme de que les lectores sepan qué van a encontrar y advertirles de que se enfrentarán a escenas y temas posiblemente inquietantes que pueden resultar estresantes o incluso desagradables de leer. Para gustos, los colores y los libros, ¿verdad?

Ante todo, en esta novela hay numerosas descripciones que incluyen sangre y autolesiones ritualistas (con el objetivo de invocar una entidad no-humana). También hay representaciones de huesos y cadáveres, de horror corporal y una crítica al cuerpo relacionada con el ballet, la tortura no gráfica y el asesinato. Finalmente, hay referencias al clasismo y al racismo, así como a la irresponsabilidad y al abandono parentales que, si bien no están retratadas con todo lujo de detalles, impregnan la historia.

Y, ahora, vamos a pasarlo bien.

¿Qué es lo que anhelas?

Me eché hacia atrás y me caí de culo al suelo cuando una voz me habló desde el centro de mi ser. Debido a la vibración, me temblaban los músculos de los brazos y de las piernas. El cuchillo se me cayó al suelo cuando repitió la pregunta.

—Po-poder —tartamudeé parpadeando muy rápido—. Para que no puedan rechazarme.

Me hormigueaba la piel. Aun así, me incliné hacia delante.

Y ¿qué darías para obtener poder?

—Cualquier cosa. —Recé apretando el puño, que me sangraba. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Estaba dispuesta a derramar más sangre, estaba dispuesta a que aquello fuera verdad e incluso algo más. Y lo decía en serio, no me quedaba otra.

No pensaba volverme a casa sin nada.

—Tómalo —me atreví a balbucir.

Gateé hasta que las rodillas de mis vaqueros se quedaron empapadas, hasta que el olor metálico de la sangre me llenó la nariz. Hasta que mis manos se sumergieron en el líquido rojizo y no le quedó más remedio que tomarme a mí.

Algo ardiente y afilado me sujetó el tobillo. Y entonces el suelo de piedra desapareció bajo mis pies y algo me arrastró hacia abajo, hacia el vacío más absoluto.

CAPÍTULO 1

Siempre queríamos ser a toda costa la chica que se muere. Necesitábamos demostrar con cuánto dolor bailábamos, con cuánta belleza fallecíamos en todos los números, en todas las pruebas. En cualquier sala había la oportunidad de que admiraran nuestro elegante sufrimiento.

Y ese día no fue ninguna excepción.

El reloj se acercaba al momento de las pruebas para Giselle, y la desesperación y el ansia densificaban el ambiente del pasillo. Las pálidas bailarinas abarrotaban las ventanas del estudio, se daban codazos unas a otras para tener mejor visión de las solistas que hacían una demostración, de los jueces, de la junta directiva y de nuestros profesores. La gente que tenía nuestro futuro en el ceño fruncido había hablado con nuestros profesores, que nos habían visto elevarnos y estamparnos durante ocho años seguidos, seis de los cuales fui la número uno de mi clase. Siempre nos habían dicho que bailar significa compartir una parte de ti misma con el público; bueno, pues había llegado el momento de dárselo todo. En cuanto cruzáramos ese umbral, ninguna de nosotras saldría entera.

«Tomadlo», suplicaban las palmas apoyadas en el cristal. «Tomadme por completo, me estoy ofreciendo».

Contuve la necesidad de observar a mis verdugos y me alejé de la multitud. Nuestro último año en la Academia de Ballet de París estaba llegando a su fin y cada prueba era más importante que la anterior. La de ese día era para Giselle, nuestra última función antes de graduarnos, y el próximo estreno para la compañía, el Ballet de París, con el que podríamos dar vueltas vestidos con lujoso satén y tul en uno de los mejores escenarios del mundo. Lo que mostrásemos ese día importaba porque era lo que todos recordarían de nosotros al día siguiente. La chica que lograse el papel protagonista sería la que ellos querrían tener al cabo de tres meses como aprendiza.

Por lo tanto, mis zapatillas debían estar perfectas, ya no había tiempo para justificar un calzado inadecuado, y eso importaba más que analizar a cualquier juez. Madame Demaret, que era profesora tanto en la academia como en la compañía, nos había dicho durante nuestra primera clase de punta:

—Las zapatillas son una extensión de vuestros pies. —Y las mejores zapatillas requerían un delicado equilibrio: lo bastante rígidas para alzarte, pero silenciosas hasta la saciedad y con la forma adecuada. Firmes, pero maleables. Y siempre preciosas.

Igual que la bailarina perfecta.

—Qué raro que hayan traído a Joséphine Moreau para que nos enseñe cómo hay que hacerlo —exclamó Vanessa con voz alta desde la ventana mientras se retorcía el colgante con un diamante que le rodeaba el cuello—. Como si no la viésemos bastante ya en los carteles de Cenicienta que hay por toda la ciudad.

Con la cabeza gacha, me concentré en el par de zapatillas nuevas que tenía en el regazo. El satén rosa claro seguía impecable, las suelas rayadas y los zurcidos no se habían oscurecido por los giros ni se habían raído, la tela estaba limpísima a ambos lados y en el talón, donde yo había cosido un lazo de seda elástico. Había empezado a personalizarlas la noche anterior para librarme de los nervios con el crujido del empeine y del talón, golpeándolas contra el suelo y estampando la punta en las puertas para suavizarlas un poco. No tenía diamantes, padres famosos ni una piel pálida con la que deslumbrar al mundo, pero tenía esas zapatillas. Y cuando terminase el período de demostración, cuando llegase el momento de que los jueces me observasen, estarían perfectas.

Y yo también lo estaría.

A las chicas como yo no les quedaba más remedio si querían encontrar su lugar.

—La semana pasada, oí decir a alguien en el vestuario que Joséphine mata a las bailarinas peores que ella y se bebe su talento. —Olivia, con el pelo negro y liso recogido en un moño impoluto, sonreía desde el sitio que ocupaba junto a la ventana.

—Menuda tontería —mascullé mientras les daba la vuelta a las zapatillas y las sacudía un poco. Las historias en las que se metían esquirlas de cristal, chinchetas y agujas dentro de algunas puntas antes de las pruebas estaban tan manidas que era imposible creérselas.

Y cada mes que pasaba se propagaba un nuevo rumor acerca de la nueva étoile, Joséphine Moreau, y su veloz ascenso a la fama; rumores oscuros, estrafalarios o perversos. Era una leyenda urbana de carne y hueso, y todo el mundo conocía a alguien que había visto algo inapropiado: que había seducido a miembros de la junta, que los había sobornado con grandes cantidades de dinero, que había bebido sangre de algún inocente. Lo único que sabíamos a ciencia cierta era que se le abrían todas las puertas y que tenía más ofertas de las que podía aceptar. El mes anterior incluso rechazó ir a Moscú.

Pero daba lo mismo lo que cualquiera de nosotras pensara. Casi todas las que entraban en la compañía también tenían un apellido famoso o una herencia lo bastante grande como para dejarte a ti en ridículo, pero Joséphine no había contado ni con una cosa ni con la otra para labrarse su camino. No solía pasar que una doña nadie ascendiese hasta la élite social, y que Joséphine hubiera llegado tan alto y tan deprisa… aterrorizaba a la flor y nata. Lo bastante como para inspirar infinidad de chismorreos. La gente siempre inventa excusas para negar el éxito de los demás.

—Es evidente que es una bruja —gruñó mi mejor amiga, Coralie Baumé, en tanto avanzaba entre la muchedumbre sin echar un vistazo al interior de la sala—. Tiene que ser eso. Incluso a mi madre le encanta.

Arrugó la nariz con desagrado antes de concentrarse de nuevo en el bollo de caramelo pegajoso que sostenía. Era la única que tenía hambre, una chica muy agradable de piel marmórea, sin poros, y aterrizó a mi lado con un saltito carente de elegancia. Esas historias no la afectaban tanto como a las demás. Unos cuantos mechones dorados se habían soltado de su desaliñado moño francés.

Rechacé el bocado que me ofrecía sin hablar y me alisé el pelo, ya engominado, para contener la necesidad de responderle que a Rose-Marie Baumé lo único que le encantaba era ella misma. En cierto modo, aunque descendiera de la realeza del ballet, Coralie lo tenía peor que yo, que estaba completamente sola.

Vanessa miró hacia atrás con el ceño fruncido.

—Coralie, tú solo la odias porque a tu madre le gusta. Qué poco partido le sacas a la madre que tienes.

La última frase la pronunció con un suspiro soñador que hizo que Coralie dejara de masticar. Nadie más que yo vio las dudas de su mandíbula, el vacío de sus ojos. Desaparecieron tan rápido como habían aparecido.

—De todas formas —terció Olivia—, yo también he oído decir que es una bruja. Cuando estaba en la academia, una de sus compañeras la pilló robando pelos de un cepillo para un embrujo o algo así. Incluso intentó reclutar a Nina Brossard para su aquelarre…

—¿Eso fue antes o después de que la vieran bañándose desnuda en el Sena una noche de luna llena? —salté mientras giraba sobre los dedos de los pies.

En el pasillo se hizo un silencio gélido. Cuando levanté la cabeza, vi que Vanessa, Olivia y las demás me fulminaban con la mirada para dejar claro como el agua que yo no debía pronunciar palabra. Porque yo no era como ellas, no en las cuestiones que importaban de verdad: no era rica ni blanca, no había nacido con ínfulas de supremacía moral. Para romper el silencio sepulcral, Coralie echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír, con lo que los pedazos de caramelo que masticaba quedaron a la vista de todo el mundo.

La puerta metálica del estudio se abrió con un sonoro chirrido justo cuando me calzaba las zapatillas, y se me aceleró el corazón. Mis compañeros de clase salieron corriendo por el pasillo y las conversaciones se transformaron en susurros. Yo me quedé donde estaba. Los lazos y las cintas de mis zapatillas de punta se escurrían de mis dedos temblorosos.

—Si Vanessa sigue haciéndole tanto la pelota a mi madre, saldrá volando con tanto bote. —Coralie se burló con la boca llena antes de lamerse la canela y el caramelo de los dedos—. ¿Preparada para quitárnoslo de encima, Laure?

No me moví. Demasiado floja, demasiado apretada; la cinta se arrugaba en lugar de quedarse plana. Me quedé inmóvil, atándome y desatándome las zapatillas, ignorando a mi amiga y la puerta abierta, esperando a que se me estabilizara el pulso para poder entrar en la sala y exigir mi futuro.

Unas manitas cálidas se posaron sobre las mías. Unos ojos grandes y verdes, como los de una muñeca, se colocaron frente a los míos. Coralie tenía pegotes de rímel sobre las largas pestañas.

—¡Ey! No te pongas nerviosa…

—Qué fácil es decirlo, Cor —le espeté con los dientes apretados—. Sabes que la presidenta Auger y Hugo Grandpré están ahí dentro, ¿verdad?

Coralie ladeó la cabeza y sonrió. Cuánta inocencia y diversión, como si conociera algún secreto del universo que al resto se nos escapaba. Me entraron ganas de zarandearla.

—Ya lo sé. Pero ¿quién ha sido la número una en todas las asignaturas?

Cerré los ojos con fuerza. Un rubor empezó a subirme por las orejas.

—¿Y bien?

—Yo —mascullé. No me apetecía mirarla y toparme con su sonrisa petulante. No era que hubiera olvidado mis notas o que no tuviera más remedio que sobresalir porque mi beca pendía de un hilo. El problema era el de siempre: «¿Y si las calificaciones no bastaban?». Y estaba claro que mis pantorrillas podían ser más fuertes—. Pero…

—Esta misma mañana —Coralie no había terminado—, ¿quién ha dicho madame Demaret que era «una maravilla que observar» y «una imagen para el recuerdo»?

Un nudo se desató en mi pecho. Siempre me pasaba cuando Coralie estaba conmigo y me sujetaba las manos, radiante bajo los rayos de sol de media tarde como una especie de ángel con palabras de aliento que suavizaban mi aspereza. Estábamos las dos solas en el pasillo, sentadas en el suelo, como el día que nos conocimos, doce años atrás. Esperábamos a nuestros padres fuera de un estudio vacío, solas en la noche, y, aunque el chófer de su madre fue el primero en llegar, Coralie se negó a levantarse hasta que mi padre llegó de la obra. Y mira lo lejos que habíamos llegado. Las dos juntas.

Suspiré y me puse en pie. Aunque ya no me temblaban las manos, mi corazón seguía desbocado en el pecho, pero no podíamos retrasarlo eternamente.

—¿Vamos a impresionarlos?

—Y luego los recogeremos del suelo.

Coralie enlazó el brazo con el mío y entramos en el gigantesco estudio, inseparables. Nuestros compañeros se pusieron delante de la pared de espejos con sus cosas y se sentaron en el suelo; detrás de una hilera de mesas, los miembros de la junta directiva se erguían sobre sillas de alambre con trajes hechos a medida, vestidos impolutos y casi todos con los labios apretados. No fue hasta que me senté con las piernas extendidas hacia delante cuando por fin los vi a todos, tanto a los bailarines que hacían las demostraciones como a las personas que me iban a juzgar.

—Sabine tiene buen aspecto, teniendo en cuenta que la expulsaron de Cenicienta —observó uno de los chicos, y el estómago me dio un vuelco.

Allí, estirándose con un tobillo apoyado sobre la barra, estaba Sabine Simon, una première que acababa de ascender con el Ballet de París, graduada de la academia y mi exnovia. Era imposible confundir su rostro feérico y su cabellera rubísima, su cuerpo delgado y el maillot rosa con volantes en las mangas. Para ellos, la presidenta Auger y el director Granpré, Sabine era la viva imagen de la bailarina ideal, y de ahí que siempre la cogieran para las demostraciones, pero para mí era un recordatorio eterno de que, por lo visto, el amor y la ambición no pueden coexistir. El tiempo que pasé con ella lo dediqué a perfeccionar mi técnica, y ningún tipo de amor soportaría lo desagradable que era Sabine debajo de las capas de seda de ballet, cuando no se dedicaba a hacer piruetas perfectas. No hay ningún tipo de amor que soporte el ballet, solo el amor por el ballet en sí mismo. Ni la familia, ni tú misma ni, claramente, una novia que parece una muñeca.

Y para evitar mirarla a ella, clavé los ojos en la júnior de Sabine, la que la había superado: Joséphine Moreau. La nueva étoile. La más joven de la historia en ascender, después de haber dejado boquiabiertos a los jueces y recibido el honor de participar en el estreno de la reciente temporada de Cenicienta. De hecho, justo antes de su encumbramiento, se publicó un artículo en que entrevistaban a bailarines de la compañía, tanto actuales como pasados; algunos de ellos afirmaban que se habían trasladado a otras ciudades porque la junta se había pasado varios años negándose a ascender a nuevas étoiles. Los antiguos bailarines hablaban de favoritismos; sus carreras se habían estancado y algunos se habían visto obligados a retirarse arguyendo políticas de exclusión que el ballet no admitiría nunca. Cualquiera que hubiese recorrido los pasillos dorados de la academia sabía que no era casual que hiciese años que no se añadiera ningún nombre a la lista de nombres chapada en oro. Y por eso lo de Joséphine fue tan notable: la única nueva étoile en casi una década, tan especial que era imposible negarle el talento, tan imponente que se limitó a coger lo que le pertenecía.

Estaba igual que en los carteles que habían pegado el día anterior: apenas parecía mayor que nosotros, con piel blanquísima, cuello largo de cisne, labios rosados, caderas delgadas, piernas kilométricas y pelo castaño reluciente. Estaba tan demandada que la sacaron de la academia antes de tiempo para que empezara la formación, y era un reclamo para llenar los teatros; Grandpré le guardaba papeles mientras ella asistía como artista invitada a funciones de San Petersburgo, Londres y Milán. Aun con toda clase de rumores pegada a su nombre.

Joséphine estaba conversando con un hombre alto y esbelto, de rostro elegante con rasgos asiáticos y una cabellera larga y teñida de blanco ceniza. Vestía un traje blanco de aspecto caro que se ceñía a su cuerpo, y cuando ella le dijo algo él se echó a reír, con lo que evidenció más si cabe lo guapo que era. Parecía un modelo y costaba quitarle los ojos de encima. Los dos juntos, en esa cercana intimidad, atraían la atención: dos personas atractivas absolutamente pendientes la una a la otra, mientras la gravedad de la habitación se inclinaba por la luz que irradiaban.

—Vale, no es mi tipo, pero es el hombre más guapo que he visto nunca —murmuró Olivia.

Puse los ojos en blanco y barrí la sala con la mirada.

El hombre de blanco ignoraba sin problemas a Rose-Marie Baumé, sentada a la mesa, que lo observaba. Lo fulminaba, más bien. La madre de Coralie, con el mismo tono rubio que ella pero más suave y con la cara en forma de corazón, llevaba un montón de joyas y desprendía riqueza, con las manos cogidas delante de sí y los labios carnosos fruncidos por el desagrado. Una expresión que yo conocía bien, la que ponía ante un hedor, con la que dejaba claro que era diferente, que era consciente de que ese no era tu lugar, pero que decirlo en voz alta era de mala educación.

—¡Es el nuevo miembro de la junta! —exclamó Vanessa—. ¿Recordáis que os conté que me encontré con Joséphine en un bistró y que estaba con un hombre que parecía un modelo? Es un nouveau riche, está claro.

—Mi madre dice que se llama Ciro Aurissy —nos informó Coralie con obvia indiferencia mientras fingía contemplarse las uñas, que se había mordido hasta casi hacerlas desaparecer—. Pero no me ha dicho a qué se dedica. Apareció un día sin más.

—¿Cómo va a tenerlo todo Joséphine sin ser una bruja? —se lamentó Vanessa ante un coro de asentimientos.

Lo que a mí me resultaba más interesante era que Joséphine nunca hubiera negado las historias de que bebía sangre y hacía conjuros con cabellos, con lo cual no había hecho más que agrandar el aura de misterio que la rodeaba. El temor a una maldición y a la magia negra ponía nerviosa a su competencia y la convertía en una especie de genio.

A fin de cuentas, el mundo del ballet era un campo de batalla.

Rose-Marie se los quedó mirando a ambos, al chico que era demasiado joven para formar parte de la junta y a la chica que se había saltado demasiados peldaños en su ascenso.

En el ballet había una jerarquía, una estructura que especificaba quién aparecía y cuándo. Primero étoiles, luego premiers; primero sujets, luego coryphées; y por último quadrilles, con los aprendices en las cunetas. Cuando se abría la vacante para un papel, el ballet respetaba el orden de la pirámide, salvo cuando se trataba de Joséphine. Había dejado atrás el estatus de aprendiza y de quadrille en cuestión de semanas en lugar de años, había ascendido por encima de los coryphées como la sujet más joven de la historia. Ser una première y luego una étoile fue pan comido para ella, mientras sus competidoras se acobardaban a su paso y Adonis se personificaba a su lado. Juntos eran un verdadero fastidio para Rose-Marie.

De repente, a mí me caían muy bien.

Porque ¿quiénes eran ellos, Ciro y Joséphine, sino dos donnadies capaces de alterar el orden del ballet? ¿Cómo lo habían hecho con tanta facilidad?

Joséphine saludó a una silueta oscura sentada detrás de la mesa. Era la única otra persona de piel oscura en el estudio además de mí, con el pelo negro en una especie de peinado revuelto a la moda y un traje negro impecable que procuraba disimular que también era muy joven para ocupar ese lugar. Garabateaba en una libreta que tenía en el regazo, pensativo y con el ceño fruncido, y, cuando ella se fijó en él, asintió para devolverle el saludo. La luz le iluminó el rostro ancho y dejó a la vista la preciosa nariz ancha y fuerte, así como los ojos caídos y melancólicos. De hecho, era impresionante, si te gustaban los hombres como él.

Que no era mi caso.

Curiosamente, la luz del sol que bañaba la sala parecía atenuarse en el rincón en el que estaba sentado, como una fotografía emborronada por los extremos. Las interferencias de un televisor roto y las sombras oscurecían una imagen que, para verla, yo tenía que entornar los ojos.

Le di un codazo a Coralie.

—¿Tu madre te ha hablado de un segundo nuevo miembro de la junta?

—No, ¿por?

—¿Ese no te parece un poco raro…?

Al girarme, vi que el amigo sin nombre de Ciro había vuelto a concentrarse en su libreta, con el rostro de nuevo en las sombras, y movía el lápiz a toda velocidad. La cansada penumbra que le adornaba la cara había desaparecido y había dejado tras de sí a un chico normal y corriente vestido con elegancia, nada fuera de lo común para Coralie. Habían sido imaginaciones mías, pues, o que se me había metido algo en los ojos.

La presidenta Fiona Auger dio una palmada y se dirigió hacia el centro de la sala. Todo el mundo se quedó quieto y callado, cautivado por el timbre suave de su voz.

—Bienvenidos a las pruebas para Giselle, la producción final de octavo curso. Vamos a empezar, ¿os parece?

***

Ver bailar a Joséphine era como ver tallar a un escultor: sabías que estaba tramando algo antes incluso de que la obra maestra se te revelara. Trazó líneas invisibles que ninguno de nosotros vio y pulsó teclas de la música que nadie percibió. Sus sissonnes eran de manual, sus posiciones intachables y sus pas de bourrée tan ligeros como una pluma.

Para dar comienzo a las pruebas, Joséphine, Sabine y uno de los solistas bailarines musculosos al que yo no conocía bailaron variaciones del final de Giselle. El hombre era un héroe de luto; Sabine, la reina cruel que lo obligaba a bailar hasta morir; y Joséphine, en el papel del fantasma de Giselle, dispuesta a salvarlo desde el más allá con su amor. Los saltos de él, los giros de Sabine y la gracia de Joséphine pusieron el listón y le mostraron a la junta cómo debía bailar un bailarín antes de que los estudiantes nos atreviéramos a intentarlo.

Ni siquiera Coralie, a pesar de su fingida apatía, pudo resistirse a mirar, con la boca abierta, subyugada por el embrujo de Joséphine. Todos los presentes estaban cautivados por su pena. Estábamos pendientes de cada movimiento, con la esperanza de que lograra salvar a su duque. Y cuando la música terminó y ella hizo una reverencia, ni siquiera sonrojada ni con la respiración acelerada, sin ni un solo cabello fuera de lugar ni una sola gota de sudor sobre la piel, aplaudimos tan fuerte que hicimos temblar las paredes.

Me hormigueaban los dedos de los pies en las zapatillas por las ganas que tenía de levantarme y probar suerte. No solo bailar: quería volar y elevarme y girar como ella. Necesitaba canalizarla, incorporar su esencia a la mía. Transformarme en Joséphine, con la junta directiva comiendo de mi mano, preparada para ofrecérmelo todo.

Gracias a esos movimientos, Joséphine se había convertido en intocable. Ese era la clase de poder que yo no sabía que quería: ser incontestable.

—Muy bien hecho —dijo la presidenta Auger después de aclararse la garganta y ponerse en pie entre los demás jueces. Su pelo plateado estaba recogido en su moño habitual, tan tirante que le levantaba las cejas, y llevaba un traje pantalón azul marino impecable; al volver al centro de la sala, observó a los de mi clase con la mirada de un halcón en busca de presas.

Casi todo el mundo les tenía miedo a ella y al hombre que estaba a su lado, Hugo Grandpré, el director creativo de la compañía. Modelaban y destrozaban carreras, aunque la expresión seria de Auger me reconfortó tanto como me dio ganas de echar a correr. Había presidido las pruebas para la academia durante muchos años, y sus ojos grises brillaron al ver que yo acudía sola, y nada menos que en autobús. Con ocho añitos pero comprometida totalmente, avanzando en un vestíbulo abarrotado de madres de bailarines con la barbilla alta. Auger me dedicó un único y apenas perceptible asentimiento que me hacía saber que compartíamos el mismo interés, que irradiábamos la misma fiereza. Y que me veía.

Cuando me dijo que me habían aceptado en la academia, eché a nadar por las aguas infestadas de tiburones de padres desesperados que se resentían por la mala fortuna de sus hijos, con una sonrisa victoriosa. Indestructible.

No pensaba decepcionarla.

—Mientras la junta hace un descanso, estudiantes, formad una fila para las evaluaciones individuales.

Coralie fue la primera en ponerse en pie, impaciente, mientras los demás tensábamos los hombros. Mi escaso desayuno se agrió en mi barriga al moverme hacia la barra para ocupar mi sitio.

Antes de las pruebas, querían que hiciéramos una fila para evaluarnos, y cumplimos sin mediar palabra, en primera posición, con los talones juntos y el típico uniforme de la academia, con el maillot negro, los leotardos rosas y la goma para el moño a juego.

Éramos pedazos de carne expuestos mientras preparaban una cena. Los miembros de la junta directiva esperaban hambrientos junto a las mesas.

Conforme nos examinaban, la presidenta Auger hablaba entre susurros con Grandpré, un hombre musculoso con la cabeza rapada y ropas demasiado ceñidas, famoso tanto por su carácter como por su creatividad. Nuestro futuro coreógrafo si teníamos suerte. Frunció el ceño, decepcionado con lo que veía. Siempre parecía estar de mal humor, ya fuera al pasar junto a él por el pasillo o al hacer una reverencia en el escenario. Durante los días cálidos de primavera en que todas las puertas del estudio y del teatro se abrían para combatir el ambiente sofocante, sus gritos de rabia llenaban la ópera.

—La primera de la lista es Vanessa Abbadie —murmuró Auger, haciendo que Grandpré mirase la carpeta y a la primera muchacha de la fila.

En los exámenes, respirábamos hondo mientras catalogaban nuestro cuerpo en una escala de musculoso a gordo, comparando en voz alta, para que todo el mundo lo oyera, la curvatura de la posición de mis brazos con la precisión infalible de Olivia. Seis meses antes, fue la emotividad de Vanessa a la que debíamos aspirar, merecedora de salir noche tras noche al escenario principal, pero en los últimos tiempos la meta era Joséphine Moreau. Querían cuellos más largos, dientes más blancos, brazos más esbeltos, caderas más estrechas y muslos más torneados. Y disponíamos de unos pocos meses para arreglar lo que según él eran defectos antes de que empezaran las pruebas para la compañía.

—Joséphine es la chica que todas deberían querer ser a cualquier precio —masculló Grandpré, y pasó la vista hacia la étoile recién acuñada, que estaba en el suelo frotándose el cuello con una toalla—. Subid el listón para ser más como ella. —Solo el zumbido del aire acondicionado del techo le dio una respuesta.

Y de ahí que todas contemplásemos a Joséphine, flexible y pálida, que fingía no oírlo. No hacía ni dos años que era como nosotros, a la que le decían que había que ser como Sabine o como cualquier otro modelo mayor al que ella estudió y luego pasó a sustituir. Quizá al cabo de dos años una de nosotras la devoraríamos. La odiábamos tanto como la amábamos porque nuestro sueño estaba atrapado entre su dentadura blanca y perfecta, colgando delante de nuestras narices.

El director se colocó delante de Vanessa y Auger la señaló como un mercader ansioso por vender sus bienes:

—Tiene las proporciones de Joséphine.

Y Grandpré se quedó observando a Vanessa un buen rato para fijarse en todos los detalles, desde el pelo sedoso y castaño hasta el hoyuelo de la barbilla, pasando por sus largas y fibrosas pantorrillas. El silencio se prolongó, ni siquiera los profesionales se atrevían a emitir un ruido. En el espejo, el único rastro de vida en la cara de Vanessa era el tic de su labio superior. La junta tomó asiento y entornó los ojos para calcular la anchura de la cadera de mi compañera.

—Sí, pero es demasiado alta —murmuró Grandpré haciendo un gesto desdeñoso con una mano. Auger tomó notas en la carpeta—. Más alta que las demás, así que incluirla en el cuerpo de baile podría dar problemas. Sobresaldría.

Auger asintió.

—¿Y para un pas de deux? Imagina que interpreta a la princesa Florine con Alain…

—Joséphine es capaz de hacerlo todo. —El director negó con la cabeza—. Queremos bailarines versátiles que brillen en cualquier papel.

Y así fue como terminó el turno de Vanessa, cuyos labios temblaron hasta fruncir el ceño, y pasaron a la siguiente.

—Recuerda a su madre, ¿verdad? —preguntó Auger delante de Coralie.

Rose-Marie Baumé era una de las mayores étoiles del ballet, que había llegado a ser modelo, magnate de la cosmética y miembro de la junta directiva, y mi mejor amiga era su viva imagen, desde las mejillas —siempre sonrojadas— hasta su perfecta posición. La clase de belleza asquerosa que todo el mundo ansiaba, aunque en Coralie todo, desde el pelo hasta sus modales, era desenfrenado, casi hecho de rencor.

Nadie se dignó a fijarse en el fastidio que tensaba la mandíbula de Coralie mientras miraba fijamente hacia delante, como si los retara a seguir hablando. Auger no podría haber escogido peor cumplido.

—Sí, todos conocemos a la hija de Rose-Marie. —Grandpré a duras penas le echó un vistazo—. Tiene demasiadas pecas, pero servirá si la mantienes alejada del sol. —Se dirigía a Rose-Marie, cuya sonrisa se endureció. Entornó los ojos hacia su hija cuando el director se apartó de ella.

Y luego le tocó a una doña nadie de la clase, un rostro bonito pero con un atuendo demasiado sencillo, y aunque el atuendo de Olivia Robineau era casi perfecto, su cintura no era lo bastante estrecha. El primero de los chicos era Rémy Lajoie, demasiado musculoso, y luego Geoffrey Quý, que sorprendentemente no era lo bastante musculoso, aunque sus hombros anchos eran sin duda considerables. La chica que estaba delante de mí se echó a llorar cuando Grandpré le dijo que llevaba el pelo demasiado corto. Pero es que a ellos les importaban tanto los cuerpos como nuestra destreza y devoción, y con los años muchos bailarines de gran talento fueron descartados por detalles que no podían cambiar. O que no deberían haberles pedido que cambiaran.

No teníamos ningún poder para protestar. Aun así, me erguí cuando llegó mi turno.

—Laurence Mesny —anunció Auger. Con un dedito frío me levantó la barbilla para que mirase a los ojos de Grandpré. Era un cachorro que esperaba a que tiraran de la correa. Por encima de su hombro, la junta me observaba con poco interés. Ciro Aurissy frunció el ceño al verme. Su amigo ni siquiera se molestó en levantar la vista de la libreta—. Se han publicado las notas finales, y ha terminado la primera de su clase en todas las asignaturas. Es astuta y perseverante, y tiene un arte innato.

Reprimí las ganas de sonreír por si me mostraba confiada en extremo. No les gustaba que una solista irradiase demasiada confianza.

Grandpré me miró de la cabeza a los pies y se acercó para examinar los restos de pelo rizado que había chamuscado y engominado para que me obedeciera. Mi piel era más oscura que la de las demás, mis hombros más anchos, y me latía el pulso en la garganta. Con los años había recibido toda clase de críticas supuestamente constructivas, a veces amables y en ocasiones muy crueles. Algunos me encontraban encantadora, otros aburrida. En función del día, era demasiado delgada o no lo suficientemente delgada, al mismo tiempo con mirada vivaz e inexpresiva, con la melena demasiado abultada y cara demasiado engreída. Me tragué todos esos comentarios con rostro impávido.

Contuve la respiración, tan ansiosa como reacia por saber qué veía el director en mí. ¿Y si querían algo que yo no podía darles? ¿Y si querían a otra persona?

Al final, Grandpré se encogió de hombros.

—Supongo.

Liberada de su hechizo, parpadeé a toda prisa y relajé la tensión de los hombros, aunque no me acordaba de haberme encogido.

—Sus hombros son un pelín demasiado anchos —dijo antes de pasar a la siguiente, cansado de mí y dejándome vacía. Después de dar un par de pasos, miró hacia atrás y añadió—: Y podría intentar adoptar una posición más suave. No tan estirada.

Noté el sabor de la sangre tras haberme mordido la lengua.

«Estirada».

Ya nadie me miraba. Sabine se concentró de nuevo en lo que comía, Joséphine relajaba las pantorrillas y los miembros de la junta se zamparon a la próxima víctima de la barra. El chico de pelo oscuro siguió apuntando cosas en su libreta, seguramente tomaba notas de nuestras humillaciones.

Le di vueltas una y otra vez a esa palabra en mi mente mientras el resto de las críticas desaparecían en un borrón. Ciega y entumecida, lo único que sentía era el sabor metálico de la sangre y el zumbido de mis oídos. No estaba cansada de la clase de la mañana, no estaba hambrienta por el desayuno que apenas había ingerido debido a los nervios. Apreté los nudillos en sendos puños a los lados porque, a pesar de todo lo que estaba acostumbrada a oír, esa crítica era nueva en mí.

De repente, era demasiado estirada.

Y entonces llegó el momento de empezar a bailar.

CAPÍTULO 2

En el centro del estudio, Coralie bailó un final alternativo de Giselle, y lo estaba haciendo fatal.

—Parece que por fin ha aprendido a mantener el equilibrio —masculló Olivia con malicia tras de mí.

Me mordí las mejillas por dentro y me esforcé por no darme la vuelta y soltarle algo. Todas nos habíamos preparado un solo para la prueba a fin de que los jueces pudieran asignarnos papeles destacados, y, como tantas otras, la estrategia de Coralie era transmitir a las claras su deseo. No quería ser Myrtha, la reina, ni Bathilde, la noble; quería ser la estrella, que siempre era un riesgo si los jueces la consideraban más apropiada para otro papel.

Se agarró las manos sobre el pecho y se giró, y el final de su falda larga y vaporosa dio varias vueltas. Reconocí la variación del primer acto, cuando la muchacha tímida y enamorada vira para entretener a un grupo de aristócratas, llena de giros en pointe que descendían hasta unas inclinaciones elegantes y de gran envergadura.

Y, a pesar de sus defectos, lo bonitas y lo naturales que le salían esas poses era un puñetazo a la cara de las demás.

Sonrió, más radiante que los rayos de sol del atardecer, en tanto avanzaba los pasos. Con ojos inocentes y recatada, y con las mejillas maquilladas con colorete que ni siquiera le hacía falta.

Me dio un tic en el ojo al verla.

—¿Crees que su madre le ha dado clases privadas? —susurró Vanessa.

—Yo lo haría si mi hija repitiese un año.

Cogí aire con fuerza por la nariz, pero no me di la vuelta. Ante nosotras, Coralie llevó a cabo los temps levés en pointe. Saltó una y otra vez sobre los dedos de un pie, brincos breves y firmes, mientras con el otro hacía battements siguiendo el ritmo. Clavar los tempos y fingir que le resultaba fácil era una hazaña tan elegante como atlética; la pierna que la sostenía estaba ligeramente flexionada y el cuerpo, erguido por completo. Mientras tanto, su expresión facial era serena, y se cogía la falda con las manos. Era una posición infernal, pero los labios rosados y carnosos de Coralie esbozaron una suave sonrisa al mirar hacia la junta directiva. Como si pudiese dar saltitos durante días y no pesara nada de nada.

Debajo de tanta parafernalia, sin embargo, su interpretación era solo pasable. Sus movimientos eran apáticos y descuidados. Sus saltos a veces se adelantaban o se retrasaban un poco con respecto al ritmo y resultaban poco naturales. Si yo bailase así, me echarían de la academia a carcajadas.

Tuve que echar mano de toda mi fuerza para dejar de encogerme. Me regañé por la facilidad con que yo también diseccionaba sus errores. Y yo era peor que sus evaluadores porque no se lo decía a la cara. Yo, su mejor amiga, no era mejor que el resto.

—Imaginaos qué vergüenza —murmuró Rémy bajando la voz—. Cualquiera lo habría dejado o se habría ido a otra compañía de ballet. A ella solamente le permiten repetir porque su madre forma parte de la junta…

Me giré y le lancé mi mirada más feroz. Tres de nuestros compañeros de clase —Olivia, Vanessa y Rémy, que solo le sonreían a Carolie para acercarse a su madre— enmudecieron al instante.

—¿Alguien os está pagando para ser tan mezquinos o lo hacéis gratis? —les siseé.

Coralie era mi mejor amiga, mi única amiga, y la quería mucho. No pensaba permitir que hablasen así de ella, como si no me viesen allí sentada. Aunque no estuvieran del todo equivocados.

Vanessa frunció los labios, pero no respondió. La fulminé con la mirada un poco más antes de volver a concentrarme en el tambaleante intento de Coralie para hacer un piqué manège.

Dio varias vueltas breves en un tornado de rosa intenso y se le soltaron varios mechones dorados. Desde donde estábamos, todos vimos que no giraba con la suficiente velocidad. Incluso Joséphine dejó de coquetear para poner una mueca al fijarse en que Coralie no tenía suficiente impulso para llevar a cabo el arco.

Como era de esperar, perdió pie en el siguiente paso y tropezó hasta interrumpir el giro. Un coro de jadeos retumbó por la sala. El ceño fruncido de Rose-Marie se incrementó. Coralie se enderezó y trató de acompasarse a la música de nuevo, pero quiso recuperar el tiempo y aceleró el ritmo. Y eso fue un error. Me mordí el labio para contenerme y no gritarle indicaciones. Necesitaba que la caja torácica la ayudara a girar, no que le restringiese el movimiento. Parecía inexperta, y eso era lo último que querían que aparentara Giselle.

Aunque tanto daba. Las sonrisas cálidas e indulgentes de los jueces apenas se inmutaron; quizá percibí un destello de lástima en la cara de Ciro, pero eso fue todo. El chico del rincón incluso levantó la vista de la libreta.

Cuando terminó la música de Coralie, mi amiga hizo una profunda reverencia y agachó la cabeza con férrea modestia. Sus hombros subían y bajaban, se le ruborizaron el cuello y el escote cuando los presentes empezaron a aplaudir tímidamente. No era para nada el rugido estruendoso de un teatro hasta los topes ni los aplausos ensordecedores que había recibido la Giselle de Joséphine. Aun así, fue más de lo que habían dedicado a los demás solos.

Coralie era una semidiosa que competía contra mortales. Encajaba allí, había nacido en el seno del ballet con polvo de estrellas en la sangre. Y tuve que esforzarme una barbaridad para contener el sabor amargo que notaba en la boca al pensarlo.

Sonrió y se dirigió a su asiento.

—Mademoiselle Baumé —exclamó la presidenta Auger desde su silla, con las gafas metálicas casi sobre la punta de la nariz—. Encantadora, como siempre, pero intenta esforzarte más para anticipar el ritmo de la música.

Coralie, que cruzaba la sala abanicándose con una mano, no prestó atención. Para ella, siempre que su madre estaba a cargo de algo, era una especie de juego.

—Pero ha sido precioso. —Auger llamó a la siguiente bailarina—. ¿Olivia? ¿Preparada para hacer de mi hada Candide?

Coralie se desplomó en el suelo a mi lado con un suspiro de felicidad, oliendo a sudor y a relajante muscular.

—¿Y bien? ¿Le he hecho justicia?

Aparté la mirada de Olivia, que daba brincos para ponerse en el centro con un tutú y los brazos extendidos como si fueran las ramas de un sauce. Parecía segura de sí misma. Candide, de La bella durmiente, era una buena opción para ella.

—¿Eh?

—No me has quitado los ojos de encima. —Coralie arqueó las cejas, pero aun sonriendo el tembló el labio. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

Por eso le di un golpecito en la nariz y le dediqué una sonrisa.

—Has estado espantosamente angelical. Una de tus mejores interpretaciones.

Y técnicamente no le estaba mintiendo.

A mí me tocaba después de Olivia, así que me estiré hacia delante unos segundos y cerré los ojos con placer al notar el chasquido de la cadera, que relajaba la presión. Cuando los abrí, vi que el chico del traje negro me miraba desde el rincón. En cuestión de unos instantes, sus ojos regresaron a la libreta y volvió a mover el bolígrafo.

«¿Qué está escribiendo?».

—Por último, Laurence —me llamó Auger—. ¿Preparada para ser Kitri?

No.

Pero mis pies ya me llevaban hacia la posición que debía ocupar. Un silencio sepulcral se adueñó del estudio; los ojos se clavaban en mi piel mientras cruzaba la sala. El ambiente se enrareció. El corazón me repiqueteaba en los oídos.

Aun así, mi cuerpo adoptó la pose inicial, a pesar de que en mi cabeza empezó a chillar el coro de preguntas: «¿Y si me caía? «¿Y si ya habían visto lo que sabía hacer, se descascarillaba la superficie impecable y llegaban a ver lo horrible que era debajo? ¿Y si mis movimientos eran demasiado desesperados, demasiado bruscos, demasiado estirados? ¿Y si no soy suficiente?».

Las preguntas no se detuvieron, pero las primeras notas de la música retumbaron por el estudio para anunciar la intensa variación de Kitri, de Don Quijote. Había escuchado esa canción muchísimas veces, la había reproducido en mis sueños. Preparado o no, mi cuerpo se puso en acción y, antes de que decidiera moverme, ya estaba trotando por el escenario.

Una pierna se dobló, la otra permaneció recta, y di un salto rápido y muy alto.

Se suponía que el solo era animado y deslumbrante. Una joven valiente en la plaza del mercado que se declaraba a su amor con los brazos de un torero y los brincos y coces de un toro enfadado.

Me puse de puntillas en un veloz développé y luego levanté la pierna recta. El movimiento fue limpio y preciso, aunque ya me dolían las mejillas por el esfuerzo de sonreír. Kitri debía ser una muchacha impetuosa y vivaz, pero todos los músculos de mi cara estaban rígidos. Giré para hacer la doble pirueta y un bienvenido calor se desplazó hasta mis articulaciones. Con el movimiento, el estudio se desdibujó hasta no ser más que un borrón blanquecino, y me transporté a un plano superior. No veía nada ni a nadie, tan solo oía la sucesión de violines que me animaban a moverme más deprisa, a saltar más alto, a dar puntapiés más fuertes, a ser algo más.

Recuperé la pose inicial con los dedos de los pies entumecidos en las zapatillas. Tenía la piel empapada de sudor. Pero solo disponía de tiempo para coger aire una vez y deprisa antes de echar a galopar de nuevo. Más vueltas, más aleteos coquetos. Mi pulso echó a volar junto al dobladillo de mi falda.

Pero los grands jetés todavía estaban por llegar. Eran la clase de movimiento que se utilizaba en todos los ballets para las imágenes promocionales: una bailarina se contorsionaba en el aire con las piernas separadas en un perfecto ángulo de 180 grados y la cabeza hacia atrás y los brazos levantados; una pose efímera e intensa.

Una Kitri estupenda debía ser valiente. El papel le exigía todo lo que tenía, todo lo que era.

Mis piernas me llevaron al développé y al grand battement de memoria. Y luego me llegó el momento de elevarme.

Me puse en la cuarta posición y di un buen brinco.

El pensamiento salió despedido de mi cabeza, alto y claro, para interrumpir la música: «¿Y si no soy suficiente?». Pero ya era demasiado tarde.

Me abrí de piernas tanto como el cuerpo me permitía, en contra de la gravedad y de los tendones y del tiempo, y alargué el momento y la posición al máximo. La punta de mi zapatilla me rozó la coronilla de la cabeza. Cerré los ojos de golpe.

Y en ese momento el suelo me reclamó, y era demasiado pronto. No había tiempo para hurgar en la música. Mi cuerpo no se podía detener, no podía descansar, ya se movía al paso siguiente con los brazos bien abiertos. Porque el ballet no espera a que recobres el aliento.

Salté para hacer otro grand jeté, más marcado y menos lánguido, y caí al suelo sobre los talones. Demasiado rápido, pero aceptable. De puntillas, hice los delicados battements mientras me escocían los dedos de los pies. El sudor me recorría los brazos.

Eché un vistazo a las mesas y atisbé los rostros petrificados de los jueces, los ojos entornados de Rose-Marie Baumé, los labios fruncidos de la presidenta Auger. ¿Estaba decepcionada? Aun entre piruetas, vi las miradas que me lanzaban Ciro, su amigo, Joséphine y Sabine. Olivia prácticamente salivaba desde donde estaba, esperando a que me cayese.

Y por eso canalicé a Kitri, erguí bien la barbilla y les lancé un beso. Era la prueba de que podía ser descarada y amable. Valiente. Lo opuesto a estirada.

La música no se detuvo y, al cabo de tres segundos, me elevé para hacer el tercer jeté. Y ese fue perfecto. Mi cuerpo se extremó y se exaltó, por más que se me metía el maquillaje en los ojos.

Aterricé sin esfuerzo antes de disponerme a echar a volar para el final del número. Veinte piruetas que abarcaban toda la longitud del estudio, giros y más giros, en tanto la sala desaparecía de mi vista. Me convertí en un pájaro de presa en movimiento. Allí no estaban Coralie ni Auger, los jueces ni mis compañeros de clase; solo estábamos yo y las luces, la madera y los espejos. La música era mi hogar y únicamente nos teníamos la una a la otra. Mi respiración era superficial, me ardían los pulmones conforme brincaba.

Liberada de mi cuerpo, de mí misma. Del tiempo y de la mortalidad, incluso.

Hasta que pasé al último arabesque, me contorsioné para hacer la pose y la quietud se apoderó de mí. Con el rostro sonrojado, los ojos desenfocados, el pecho acelerado y la piel hormigueante.

Poco a poco empezaron a sonar aplausos por la sala, pero comparados con los de Joséphine me parecían vacíos. Cuando bajé la pierna temblorosa y me incorporé, me palpitaba el pulso en el cuello. Coja y exhausta, regresé junto a mis compañeros con la mirada al frente, demasiado asustada para echar la vista atrás. Sabía lo que iba a encontrar al otro lado de las mesas: el desagrado de los jueces. ¿Quién iba a ser rival para la princesa Coralie y Joséphine? La junta ya había visto lo que andaba buscando.

Me picaban los ojos. El susurro de alguien me erizó el vello de la nuca, pero no oí nada.

—Bien hecho, mademoiselle Mesny. —La voz de la presidenta llegó hasta mí, débil por encima del retumbo de mi sangre en los oídos, el mismo comentario que dedicaba a todo aquel que lo había hecho «bien sin más».

Pero a mí no se me permitía hacerlo bien sin más. Si no conseguía el papel de Giselle, me desvanecería en el pelotón del cuerpo de baile. La junta se olvidaría de mí y, para cuando empezaran las pruebas para las distintas compañías, me habría vuelto prescindible. Insignificante. Expulsada de la academia y de vuelta a la calle sin nada. Y sin duda separada al fin de Coralie, de la única persona a la que le he llegado a importar algo.

Mi amiga me acarició los hombros, pero a duras penas lo noté. Geoffrey Quý bailó la muerte de Hilarión, y todos supimos que acababa de hacerse con el papel.

Cuando terminamos, la presidenta Auger señaló hacia la puerta.

—Una vez más, bien hecho, estudiantes. Los papeles se asignarán a última hora de la tarde. Gracias.

Todos nos levantamos. Las mochilas se alzaron y se pusieron sobre los hombros, y el estudio se llenó del rumor de las conversaciones de los bailarines, que murmuraban quiénes habían sido los mejores y los peores del día. En la otra punta de la sala, Ciro Aurissy y Rose-Marie Baumé agacharon la cabeza. Se pusieron a hablar en susurros demasiado bajos para oír lo que decían, Ciro con el ceño fruncido, todavía sentado y con los brazos cruzados, mientras Rose-Marie se inclinaba sobre la mesa, con mirada de desdén y roja como un tomate. Los demás miembros de la junta los observaban con nerviosismo.

Era evidente que a él no le había gustado el número de Coralie.

Mientras tanto, mis compañeros de clase atravesaron la puerta metálica para salir al pasillo.

—Laurence, ¿te importa venir un momento?

La presidenta Auger se hallaba junto a la mesa, con la cabeza gacha y muy cerca de Grandpré. El director creativo asintió en su dirección y se apartó cuando Rose-Marie Baumé salió a toda prisa, con el caro abrigo sobre los hombros. Nadie pareció sorprendido.

Me lamí los labios y pensé en lo que Grandpré le podría haber dicho. ¿Seguía viéndome como una estirada? O quizá no me habían renovado la beca y un recibo gigantesco me esperaba en su despacho. Las dos opciones eran igual de aterradoras.

Se me desbocó el corazón cuando me acerqué y la mujer mayor me puso una mano en el hombro y se inclinó hacia mí.

«¿Ha muerto mi padre?».

—Todavía estamos decidiendo el elenco, pero quería decírtelo antes de que te marcharas.

Una oleada de bilis ascendió por mi garganta. Iba a darme algo y mi vida llegaba a su fin.

—Grandpré te ha asignado el papel de Giselle. Este año has hecho un trabajo espectacular. Tu devoción ha dado frutos, felicidades —susurró la presidenta Auger, y detrás de ella sonó el gruñido de aprobación de Grandpré. La mujer curvó los labios en el gesto más parecido a una sonrisa que yo le había visto nunca.

Me quedé mirándola, con un zumbido en los oídos, totalmente paralizada. Sin aire por la incredulidad, mis pies me transportaron hacia el pasillo. Coralie movió una mano delante de mis ojos, me cogió por los hombros y me zarandeó.

—¿Qué?

—¡¿Qué te ha dicho?! —Casi gruñía, y teníamos la cara tan cerca que nos rozábamos la nariz. Estaba con los ojos abiertos como platos, histérica e impaciente.

Al final, en mi cara se abrió paso una sonrisa. Y un suspiro tembloroso.

—Voy a ser Giselle.

Coralie chilló, tan fuerte que un miembro de la junta asomó la cabeza al pasillo para mandarle callar. Pero a mi amiga le daba igual. Me estrujó y empezamos a dar vueltas, cada vez más inclinadas, hasta que nos desplomamos en el suelo.

Me daban otro día para seguir bailando. Y siendo Giselle.

—Olivia ha propuesto ir un rato al puente de Notre-Dame. ¡Tienes que venir a celebrarlo! —Giró la cabeza hacia nuestros compañeros de clase, todos apiñados en el pasillo con aire conspiratorio.

Me miraban. Yo los miré a ellos.

Me mordí el labio otra vez y deseé que alguien sonriera, quien fuera. Que alguien me ofreciese un amago de calidez o que me felicitara. Algo.

No sucedió. Todos se quedaron en silencio.

Me incorporé para sentarme y me arreglé el moño con la mirada apartada. Pero la agradable e inconsciente Coralie no esperó a que nadie contestara.

—¡Laure se apunta!

Cuando nos pusimos en pie, Coralie me agarró la mano, entrelazó los dedos con los míos y me dio un apretón. Nuestros compañeros seguían observándome arriba y abajo, desconfiados.

—He dicho que se apunta. Bueno, ¿cuál es el plan?

Y así, sin más, nadie protestó. No habría abrazos para darme la bienvenida al grupo, pero el carisma de Coralie era incontestable. Quería tenerme cerca, así que se daba por hecho, como casi todo lo demás que quería en la vida. Me asustaba un poco esa influencia inmerecida, y en esos momentos se parecía mucho a la estrella de su madre.

Aunque no pensaba decírselo nunca. No me volvería a dirigir la palabra.

Después de una pausa vacilante, Olivia explicó que su primo iría a comprar alcohol, y el grupo retomó la conversación donde la habían dejado.

Por el momento, me iba bien. Sonreí ante la idea de ser normal y corriente durante una noche. En eso por lo menos no era tan distinta de mis compañeros de clase: ellos también jugaban a las apariencias. Se disponían a beber vino junto al río como si fuéramos chicos normales que se gradúan de una escuela normal y que celebran su último examen. Nos quedaríamos mirando las estrellas y, durante unos instantes, la insoportable presión de nuestras inminentes carreras se aflojaría un poco. Durante unos segundos, fingirían que les traían sin cuidado el elenco de Giselle y las pruebas de la compañía de baile, ignorarían que no todos íbamos a obtener un papel. Y yo fingiría que no era Laurence Mesny, una chica que jamás se permitía flaquear porque había monstruos que le pisaban los talones, ansiosos por una oportunidad.

Por una noche, quizá podría ser tan solo Laure, una muchacha normal que encajaba en el grupo y que había conseguido el papel principal como prueba de ello.

Cuando Coralie vio que sonreía, me puse seria.

Las aguas oscuras del Sena resplandecían bajo la luz de las farolas a medida que bajábamos los peldaños viejos y amarillentos de piedra del puente, agradecidos por la cálida humedad de principios de verano. Todos se fueron pasando una botella cara de ron de La Réunion de la que yo no bebí, y Geoffrey Quý, con una sonrisa de oreja a oreja y una propuesta de La Scala de Milán esperándolo, aulló a la luna, más fuerte conforme más bebía. Cuando la botella se terminó, alguien abrió una de merlot amargo. Tampoco lo probé.

—Está demasiado nublado —gruñó Olivia ya con los ojos rojos y la nariz rosa—. ¡No se ve nada!

—Sigue bebiendo hasta que veas algo —saltó Rémy Lajoie, empatado en primer lugar en el grupo masculino junto a Geoffrey.

No fue tan gracioso, pero me eché a reír porque pensé que alguien debía hacerlo, aunque sonó a risotada rara y falsa incluso para mí. Olivia me miró con los ojos entornados y pasó junto a mí con una expresión tan fría que me froté los brazos en un acto reflejo. Todos la seguimos y nos sentamos en el suelo. Éramos una corte de bailarines de ballet que por fin habían dejado de dar vueltas para disfrutar de una noche.

Coralie me dio un ligero codazo y me ofreció otra botella, hasta que al final cedí. El líquido me quemó la garganta. Me pegué a su lado, acobardada como una vagabunda porque no soportaba estar completamente sola. No allí con ellos. Mi amiga tenía las mejillas y el cuello sonrojados y me miró con suspicacia.

—¿Qué pasa? —le pregunté mientras me retorcía el anillo de oro del dedo. Era la única joya de oro verdadera que tenía, si bien no era del todo mía. Había sido de mi madre, aunque no sabía a quién le pertenecía en realidad. Aun así, casi siempre me lo ponía y jugueteaba con él en un duro recordatorio de que debía seguir ascendiendo, sin detenerme a recobrar el aliento.

Mi mejor amiga sonrió y se inclinó hacia delante.

—Si quieres caerles bien, tendrías que dejar de esforzarte tanto.

—No me estoy esforzando —rezongué.

—Admítelo. —Sostuvo la botella entre la dos—. Solo bebes porque es la única forma de soportar a esta gente, y las dos sabemos que Rémy nunca es gracioso.

Fruncí el ceño, pero ya sentía picores en la cara por el alcohol y por el frío y por sonreír tanto en el examen que me costó componer una expresión distinta. Aun así, me apoyó la cabeza en un hombro, y yo apreté los dientes porque tenía razón. En cuanto se publicaran los papeles asignados, me tocaría cubrirme bien las espaldas.

—¿Qué voy a hacer si no? ¿Irme a casa?

—No puedes obligarlos a caerles bien. Sé tú misma. Conmigo te funciona.

—Sí, bueno, porque eres rica y guapa, y la cara de tu madre no deja de salir por la tele —le espeté. Aunque mis palabras eran duras, se echó a reír. A veces me preguntaba si en mis modales ásperos había algo que pudiera apartarla de mi lado. A ella no le importaba que yo fuera una estirada—. Son buitres con ropa elegante —proseguí con amargura, ya que quería ponerla a prueba. Y saber hasta dónde podía llegar yo—. Con tutús de algodón de azúcar, dispuestos a devorarme si les doy una oportunidad.

Soltó otra carcajada, un trino agudo que me reconfortó un poco. O quizá era el ron.

—Tú también eres un buitre, Laure. —Una sonrisa curvó sus labios rojizos, como si fuera positivo que yo lo fuese. Como si me envidiara por mis garras.

—Chicos, nos vamos a graduar dentro de tres putos meses —exclamó Vanessa contemplando el agua con expresión de perplejidad—. ¡En la Academia de Ballet de París!

Olivia echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito.

—Este es el último momento en el que podemos relajarnos —añadió Rémy. Se pasó una mano por la cara; supuse que, en aquella penumbra, podía ser lo bastante guapo para hacer de duque de Albrecht—. Después de hoy viene lo serio. Interpretaremos Giselle y luego vamos directos a la compañía.

Vanessa hurgó en el bolso en busca de un mechero, con un cigarrillo ya entre los labios.

—Dios, no me lo recuerdes. Si la cago, estaré en medio de la nada.

Olivia se rio por la nariz.

—Mi padre me planeó una carrera en el Parlamento antes de que naciera. Si no consigo ser bailarina, me esperan diez años de formación. ¿Y vosotros?

—Yo iría a la universidad para estudiar Física —repuso Rémy. Todos nos lo quedamos mirando, incrédulos, pero se limitó a encogerse de hombros—. Soy guapo y listo a la vez.

Durante unos segundos, el grupo se quedó en silencio observando la columna de humo del cigarrillo de Vanessa planear sobre el agua. Esos instantes fueron más tranquilos que cualquier momento en la academia, allí, con la barriga caliente y los escudos bajados, sin tener que vigilar por si alguien se lanzaba a nuestra yugular.

Y entonces, rodeada por una falsa sensación de seguridad, les conté mi verdad.

—Sin el ballet, yo me moriría.

Porque era así. No veía futuro para mí en el que no contara con mi arte, donde no viviese esa belleza y tormento todos y cada uno de los días.

Mis compañeros se quedaron rígidos a mi alrededor, y apreté los ojos con fuerza. Demasiada sinceridad. Qué tonta había sido por haberlo olvidado, por haber fingido que yo en realidad no era como ellos. Tal vez todos fuéramos buitres, pero ellos no estaban tan hambrientos y necesitados como yo. O, si lo estaban, tenían la capacidad de no mostrarlo nunca. Al día siguiente volverían a picotear los cuerpos todavía calientes de las carreras de los demás. De la mía, ahora que habían olido mi desesperación.

El silencio se alargó.

Y entonces, un poco tarde pero cubriéndome las espaldas como siempre, Coralie se echó a reír, y el resto la imitó.