La madona de Notre Dame - Alexis Ragougneau - E-Book

La madona de Notre Dame E-Book

Alexis Ragougneau

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Beschreibung

Mañana del 16 de agosto, un día después de la fiesta de la Asunción. Notre-Dame de París acaba de abrir sus puertas a los numerosos visitantes que acuden a ella con fines religiosos o turísticos. Una joven de belleza deslumbrante e indumentaria poco adecuada para una catedral parece dedicar su entera concentración y devoción a una de las estatuas de la Virgen. El sacristán y el supervisor no dejan de vigilarla. Pero cuando una turista americana la empuja levemente, su cuerpo se derrumba: está muerta. El comandante Landard y el teniente Gombrowicz, junto con la fiscal adjunta Claire Kauffmann, son los encargados de la investigación. Cuando llegan a la escena del crimen los testigos han desaparecido. La autopsia revela un horrible detalle: que el sexo de la víctima había sido sellado postmortem con cera de cirio, como para reconstruir su virginidad. ¿Quién es la muchacha? ¿Quién cometió el crimen? ¿Fue uno de los fanáticos religiosos obsesionado por la Virgen María que el día anterior participó en la tradicional procesión de la Virgen? ¿Fue uno de los miembros del personal, o una de las almas extraviadas que vaga alrededor de la catedral y conoce bien sus rincones?

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Índice

Cubierta

Portadilla

La madona de Notre-Dame

Lunes

Martes

Miércoles

Jueves

Viernes

Créditos

La madona de Notre-Dame

Gran parte de esta novela transcurre en Notre-Dame, en París, por lo que los lugares donde se desarrolla la trama resultarán familiares a los visitantes, tanto habituales como ocasionales, de la catedral.

Los acontecimientos y personajes descritos son, por el contrario, imaginarios.

Lunes

–Tenemos una alerta de bomba, Gérard. En el deambulatorio. Esta vez, la cosa va en serio, no es ninguna tontería.

Con un hombro apoyado en el marco de la puerta, y su gigantesco manojo de llaves colgando del brazo, el vigilante observaba al sacristán abrir uno a uno los armarios de la sacristía y sacar trapos, esponjas y productos para limpiar la plata, mientras mascullaba a intervalos regulares imprecaciones de su invención.

–¿Me escuchas, Gérard? Deberías ir a echar un vistazo, hazme caso. En quince años de carrera nunca había visto nada igual. Hay lo suficiente para hacer saltar por los aires la catedral entera.

Gérard interrumpió su búsqueda y por fin pareció prestar interés al vigilante. Este acababa de colgar el llavero de un simple clavo que sobresalía de la pared revestida de madera de la sacristía.

–Más tarde, si quieres, iré a echarle una ojeada. ¿Satisfecho? ¿Te vale con eso?

–¿Qué te pasa hoy, Gérard? ¿Es que ya no tienes tiempo para las cosas prioritarias?

–Mira que eres pesado, de verdad. Llevo treinta años trabajando aquí; y todos los años lo mismo, el 15 de agosto me dejan siempre la sacristía hecha una leonera. Y yo, al día siguiente, no consigo encontrar nada. Me tiro dos horas ordenándolo todo. Joder, ni que fuera tan complicado. Vienen, se ponen las casullas, hacen la procesión y dicen misa, vuelven, se quitan las casullas y, adiós muy buenas, hasta el año que viene… ¿Para qué narices tienen que andar revolviendo en los armarios?

–¿Qué has perdido, Gérard? Dime.

–Mis guantes. Mi caja de guantes para la plata. Si no me los pongo, me hago polvo las manos con esa asquerosidad de productos.

–¿Quieres que te ayude a buscar? Ahora tengo un rato, acabo de abrir.

–Déjalo, no hace falta, ya los he encontrado. Qué les costará dejar las cosas en su sitio, santo Cristo de Palo…

El vigilante rebuscó en su bolsillo, metió unas monedas en la ranura de la máquina de café y apretó el botón. Se despidió del sacristán con un gesto y, cuando ya tenía el vasito humeante en la mano, echó a andar de vuelta hacia la catedral. Gérard lo alcanzó en el pasillo.

–Bueno, entonces, esa bomba que me decías… ¿vale la pena que le eche un ojo?

–No le falta de nada, te lo aseguro: tiene su tictac, su temporizador y sus barras de dinamita.

–Bueno, pues ya me acercaré luego, antes de la misa de nueve. A lo mejor todavía sigue ahí. Y ¿dónde dices que está escondido el artefacto explosivo?

–En el deambulatorio, delante de la capilla de la Virgen de los Siete Dolores. No tiene pérdida.

La nave empezaba a llenarse lentamente de su cupo cotidiano de turistas, compuesto a esa hora, entre las ocho y las nueve de la mañana, en su mayor parte por orientales: la catedral constituía la primera parada de un programa que a continuación habría de llevarlos, en una misma y única jornada, al Louvre, a Montmartre, a la torre Eiffel, a la Ópera y a las tiendas del bulevar Haussmann.

Gérard empujaba su carrito cargado hasta arriba de cajas de cartón, deteniéndose delante de cada capilla lateral. Con un gesto mecánico, abría la tapa de cada caja y la levantaba, desvelando un montón de cirios con la efigie de la Virgen, que a continuación colocaba en unos expositores a medida. Encima del distribuidor de cirios podía leerse en letras luminosas, en varios idiomas: Importe orientativo de la ofrenda: 5 euros. Gracias. Luego, con el mismo gesto hastiado, el sacristán vaciaba las bandejas metálicas vecinas en las que, el día anterior, varios centenares de cirios se habían ido consumiendo, y hacía hueco para una nueva alineación de velas, oraciones y palabras de esperanza dirigidas a María. Un poco más tarde, otro empleado pasaría a vaciar con unas bolsas de tela especiales los contenedores llenos de monedas y billetes. Había expositores similares por toda la catedral, repartidos en lugares estratégicos, al pie de las estatuas, bajo los crucifijos y en las capillas destinadas al recogimiento de los fieles. La mañana se anunciaba interminable, como los quince años que lo separaban de la jubilación, un largo camino jalonado por decenas de miles de cajas de cartón llenas de cirios con la efigie de la Virgen María.

Gérard suspiró antes de seguir con su ronda. Como todos los días desde hacía años, la señora Pipí, sentada como siempre en la misma silla junto a la Virgen del Pilar, tocada con su invariable sombrero de paja con flores de plástico rojas, le lanzó una invariable mirada asustada y abrió la boca para dirigirle la palabra. Como todos los días desde hacía años, invariablemente, la señora Pipí no se decidió y, como única conversación, se santiguó. Con un poco de suerte dejaría en paz a Gérard el resto de la mañana para que pudiera terminar su ronda. E, invariablemente también, la vieja loca terminaría por quedarse dormida, no sin antes dejar escapar un chorrito de orina, que luego habría que ir a enjuagar con la fregona.

Un poco más lejos, el sacristán saludó a dos empleadas de la limpieza que terminaban de barrer el crucero norte, impuso silencio a un grupo de chinos cuyo cacareo resonaba en toda la catedral, todavía en calma a esas horas, y luego avanzó, empujando su carrito, por el enlosado blanco y negro del deambulatorio. Entonces se acordó de su colega, el vigilante. Y enseguida la vio. O, mejor dicho, la vislumbró en la penumbra.

Ahí estaba la bomba, en efecto, al fondo del deambulatorio, perfectamente inmóvil, sola; parecía delicadamente colocada sobre el banco situado delante de la capilla de la Virgen de los Siete Dolores. Gérard se aproximó y se puso a vaciar la bandeja de cirios más cercana. Las escasas velas encendidas por los primeros visitantes del día proyectaban más sombras que luces, por lo que, más que un cuerpo, vislumbró una silueta, más que un rostro, un perfil. Iba ataviada con un corto vestido blanco cuyo tejido, finísimo, se ceñía a cada curva, a cada línea de su carne. El negro cabello, del que se escapaba aquí y allá algún reflejo tornasolado, le caía sobre los hombros y el cuello como un río de seda. Sus manos, unidas en una posición de plegaria infantil, descansaban sobre sus muslos desnudos. Sus pies, muy juntos bajo el banco en una clásica postura de colegiala, estaban calzados con unos elegantes zapatos de tacón alto cuya blancura acharolada atraía la mirada y realzaba los tobillos, muy finos, y las pantorrillas, bien torneadas, de la joven.

Gérard se quedó absorto en la contemplación de esa admirable silueta, olvidando por un momento sus cajas de cirios, su carrito, sus pejigueras y la monotonía de su empleo de sacristán. Sin embargo, no tardó en sacarlo de su ensoñación el ruido de una radio, la que llevaba a la cintura y en ese momento escupía su nombre.

–Vigilante a sacristán… ¿Gérard?… Gérard, ¿me recibes?

–Sí, te oigo. ¿Qué quieres?

–¿Te has acercado a verla?

–Estoy justo delante.

–¿Sigue ahí?

–Sí. Sin moverse lo más mínimo.

–¿Y? ¿Qué te parece?

–Totalmente explosiva… Tenías razón.

Devolvió el walkie-talkie a su sitio, mientras la risa del vigilante resonaba todavía, y, como sin ganas, terminó de vaciar la bandeja de cirios. Detrás de él entraba ya en el coro un puñado de fieles. Pronto empezaría allí la misa de nueve. Tenía que preparar los accesorios litúrgicos necesarios. Esa mañana oficiaba el padre Kern, que no toleraba la impuntualidad.

Algo más tarde se le presentó de nuevo la ocasión de recorrer el deambulatorio. Acababa de atascarse un pensador automático de medallas con la inscripción Ave Maria Gratia Plena, y una corpulenta turista norteamericana torturaba la tecla de devolución del cambio. En el coro, la misa seguía su curso. Con su voz metálica y autoritaria, el padre Kern declamaba la homilía del día, sumiendo la catedral en un silencio respetuoso. Mientras abría la compuerta de la máquina distribuidora de medallas, y las monedas bloqueadas caían una a una, como al fondo de una hucha, Gérard miró de reojo a la joven vestida de blanco. Estaba ahí, no se había movido, seguía con los pies muy juntos y las manos unidas sobre los pálidos muslos. Fuera de la catedral, en su ascenso en el horizonte el sol golpeaba de lleno el eje de la capilla y, atravesando la vidriera oriental, empezaba a bañar el rostro diáfano de la joven con un halo rojo y azul digno de una madona de Rafael. Inmóvil en su banco reservado a la oración, protegida por un cordón que la aislaba de los visitantes y le confería la apariencia de una reliquia sagrada, la joven observaba la estatua de la Virgen de los Siete Dolores con una mirada extrañamente vacía.

Gérard cerró la compuerta de la máquina dispensadora de medallas y dio unos pasos inseguros hacia la muchacha de blanco, pero la turista norteamericana se le adelantó. Sacó un billete del bolso, lo metió en la ranura del expositor y cogió cuatro cirios que colocó en hilera en la bandeja vecina antes de encenderlos uno a uno. Su luz titubeante terminó de iluminar el rostro de la madona.

La turista se santiguó y luego se acercó al banco. En un murmullo marcado por un fuerte acento le preguntó a la joven de blanco si podía sentarse a su lado para rezar. Esta, invariablemente inmóvil, con la mirada fija como un imán sobre la estatua de la Virgen de los Siete Dolores, no se dignó contestar. La norteamericana, tras repetir su pregunta, que tampoco esta vez obtuvo respuesta, acabó por colocar las posaderas en el banco, cuya madera crujió ligeramente por el esfuerzo. Entonces, como a cámara lenta, como en una pesadilla surgida de lo más hondo de la noche, la madona blanca movió lentamente la cabeza. Su barbilla se apoyó en su pecho, y, suavemente, casi con gracia, su cuerpo entero se inclinó hacia delante antes de desplomarse sobre el suelo.

Entonces la norteamericana gorda se puso a gritar.

* * *

–Seguramente se cayó cuando el rigor mortis empezó a atenuarse. Hasta ese momento, tu clienta se había estado quietecita y bien tiesa en el banco.

El forense se quitó uno de los guantes de látex y se rascó la cabeza antes de proseguir.

–¿Espero al fiscal o empiezo ya?

En respuesta a la pregunta del forense, Landard se sacó una cajetilla de Gitanes del bolsillo de la cazadora, se llevó un cigarrillo a los labios y, echando una mirada en derredor, renunció momentáneamente a encenderlo.

–Dale tiempo para cruzar la explanada. A lo mejor la pobrecita no está acostumbrada a caminar.

–¿Se sabe quién está de guardia?

–Pues sí. Es esa jovencita, esa con aires de vedette…

–No sé a quién te refieres.

–La rubita esa de gafas… Esa que tiene unas piernas que quitan el hipo…

–¿Kauffmann?

–Sí, eso, Kauffmann…

–Mona, fría como el acero y severa como la Justicia. En el Palacio, ni siquiera los más hábiles han conseguido invitarla a una copa.

–¿Boyera, tú crees?

–No sabría decirte. En cualquier caso, se conoce todas sus causas al dedillo. Y rara vez se le acumula trabajo.

Surgido como un eco a la valoración del forense, en el deambulatorio resonó entonces un rápido taconeo. La joven cruzó el grupito de técnicos forenses, vestidos con monos blancos, que precisamente esperaban la llegada de la fiscal para empezar a trabajar, y se dirigió hacia las lonas que protegían la escena del crimen.

–Doctor… Comandante Landard… Claire Kauffmann, fiscal adjunta. ¿Qué tenemos aquí?

El forense volvió a ponerse el guante.

–Una escena muy limpia, casi demasiado. Podemos empezar ahora mismo, si quiere.

El cadáver yacía bajo la iluminación agresiva de los focos que había montado el equipo técnico. Con un gesto rápido, Claire Kauffmann se pegó la cara trasera de la falda a los muslos y se agachó junto al cuerpo. Su mirada se concentró enseguida en el cuello de la muerta.

–¿Estrangulada?

El forense se arrodilló a su vez.

–Las marcas son bastante claras, sí. También tiene el labio superior ligeramente abierto y presenta equimosis en los antebrazos, mire. El bombero que la ha examinado primero ha reparado en ellas enseguida. Ha sido él quien ha avisado a la policía, hacia las diez de la mañana.

La fiscal adjunta se volvió hacia Landard, que se mantenía algo apartado.

–¿La persona que les ha llamado no es alguien de aquí?

–Han creído que se trataba de un desmayo. En caso de desmayo, siempre llaman a los bomberos.

–¿Se conoce su identidad?

–No hay bolso, ni documentos, ni móvil. Nada de nada.

–Extraño atuendo para una iglesia. Un poco llamativo. Llamativo y corto.

–Si todas las tías se vistieran así para ir a misa, las iglesias de Francia estarían hasta arriba. De feligreses, me refiero.

–¿De feligreses de su índole, comandante?

Landard se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. La fiscal adjunta ni siquiera se había molestado en mirarlo. Se apartó del agente con un gesto que parecía definitivo y se acercó al forense.

–¿Hora de la muerte, doctor?

–Le tomo la temperatura y enseguida se lo digo.

Dejando al forense con su termómetro, Claire Kauffmann y el comandante Landard volvieron al deambulatorio, donde los aguardaba el teniente Gombrowicz. Como no aguantaba más, Landard sacó por fin un mechero desechable que agitó antes de encender el cigarrillo que aún colgaba de sus labios. Le dio una honda calada, exhaló el humo por la nariz y luego interrogó a Gombrowicz con la mirada. Este se sacó una libretita del bolsillo trasero del vaquero y descifró las primeras páginas, llenas de anotaciones, puntos de interrogación, croquis infantiles y tachones.

–Ha ocurrido así: esta mañana, un poco antes de las diez, la chica que estaba sentada en un banco reservado a la oración se ha desplomado de repente. La catedral ha avisado a los bomberos, que han llegado a los cinco minutos y han constatado el fallecimiento.

Claire Kauffmann interrumpió al teniente.

–En este caso, la catedral ¿quién es exactamente?

–En este caso, esos que están allí.

El joven teniente se volvió hacia un grupito que esperaba pacientemente al otro extremo del deambulatorio, junto a la entrada de la sacristía: dos curas, uno de los cuales aún vestía sotana y casulla, de pie a ambos lados de un hombre con una camisa azul claro de manga corta. Gombrowicz le indicó con un gesto que se acercara.

–Es el sacristán, el que ha recogido del suelo a la muerta.

Gérard tuvo que dar su identidad y su cargo, y contestar al torrente de preguntas de la fiscal adjunta.

–¿Es usted quién ha encontrado a la víctima esta mañana?

–Sí.

–¿Cuando se cayó al suelo?

–Eso es.

–¿Y es usted quién ha avisado a los bomberos?

–No, ha sido el padre Kern, ese que está ahí.

–El padre Kern ¿cuál es, el calvo alto o el moreno bajito?

–El moreno bajito. Es el que estaba diciendo misa cuando la chica de blanco se ha caído del banco. Una turista norteamericana se ha puesto a gritar, y entonces el padre Kern ha salido del coro para ver qué pasaba.

–¿Y usted se había fijado ya en esa joven de blanco?

–Ya llevaba allí un rato.

–¿Le había llamado la atención por algo?

Gérard se metió las manos en los bolsillos y bajó la cabeza.

–Bueno, es que iba vestida… ¿Cómo le diría yo…?

–¿De manera provocadora? ¿Es eso?

–Sí, más o menos. Aunque, bueno, por aquí en verano pasan un montón de minifaldas. Hace tiempo que hemos renunciado a perseguirlas a todas. Si tuviéramos que prohibir la entrada a todas las chicas con ropa corta, no acabaríamos nunca.

–Ya veo.

–A veces algunas se plantan aquí solo con la parte de arriba del biquini. A esas les decimos que vayan a cubrirse. Todo tiene un límite, por mucho calor que haga.

–Claro. No vaya a ser que a alguno de los feligreses del comandante Landard le dé un jamacuco en plena catedral, ¿verdad?…

El sacristán le dirigió una mirada interrogativa al comandante. La fiscal prosiguió.

–¿Ha visto usted entrar a la joven de blanco? ¿O sentarse en el banco?

–No.

–Y, que usted sepa, ¿la ha visto entrar o sentarse alguien del personal de la catedral? ¿Tal vez iba acompañada?

–No lo sé.

Gombrowicz completó:

–El vigilante que estaba de turno me ha dicho que se había fijado en ella él también. Tampoco la ha visto entrar, ni sola ni acompañada.

–Y ¿piensa que llevaba mucho tiempo ahí sentada?

El sacristán parecía incómodo.

–Supongo que llevaba ya un rato.

–¿Podría ser un poco más preciso?

–Desde primera hora de la mañana. Un poco después de la hora de apertura, diría yo.

–¿Y a qué hora abre la catedral?

–A las ocho.

–Perdón, ¿cómo dice?

–Todos los días del año, la catedral abre a las ocho. ¿Por qué?

–¿Quiere decir que esa pobre chica ha estado casi dos horas con los ojos abiertos de par en par, en ese banco, entre los turistas y los empleados, sin que nadie se diera cuenta de que estaba muerta?

–Es muy posible.

–¿Es muy posible? ¿Cómo que es muy posible?

–Mire, señorita, aquí tenemos de media más de cincuenta mil visitantes al día. No podemos asignar un vigilante a cada turista.

–Evidentemente. Están demasiado ocupados persiguiendo biquinis. Sin embargo esta llevaba minifalda, tendrían que haberse fijado en ella.

Una vez más, el sacristán se cruzó con la mirada del comandante. Claire Kauffmann mandó a Gérard a la sacristía no sin antes pedirle que se mantuviera a disposición de la justicia. Luego se volvió hacia los dos policías.

–¿Y la turista? La norteamericana. ¿Dónde está? ¿Se puede hablar con ella?

Landard apuraba su cigarrillo, con una expresión algo lejana. Gombrowicz, que seguía el contorno de una baldosa negra con el pie, contestó por fin.

–Se ha ido.

–¿Que se ha ido? ¿Cómo que se ha ido?

–La catedral ha desalojado a los turistas y a los feligreses justo después de que llegaran los bomberos. Aparentemente, la norteamericana ha salido junto con todo el tropel.

La fiscal adjunta levantó la voz.

–¿La catedral? Y dale… Pero ¿qué es eso de la catedral, quién es la catedral?

–La catedral soy yo.

De los dos curas que estaban a unos metros de allí, el que acababa de hablar era el más alto y el de más edad. El anciano calvo avanzó con paso rígido hacia Claire Kauffmann, vestido con un elegante traje negro que solo el alzacuellos iluminaba con una pincelada blanca. Al llegar junto a la joven fiscal, a la que sacaba por lo menos treinta centímetros, inclinó hacia ella un rostro de delgadez ascética, con las mejillas cubiertas por una barba plateada bien cuidada y recortada.

–Soy monseñor de Bracy, rector de la catedral de Notre-Dame de París. ¿Con quién tengo el honor de hablar, señorita?

La fiscal adjunta le dijo su nombre y su cargo. El prelado pareció sorprendido de tratar con una fiscal de aspecto tan juvenil.

–Señorita, ya se lo he pedido a estos señores de la policía, cuyo trabajo apreciamos, dicho sea de paso: le agradecería que me mantuviera al corriente del transcurso de la investigación en tiempo real por así decirlo. Nuestro cardenal arzobispo se encuentra actualmente en Filipinas, he hablado con él esta mañana y le he informado de este lamentable accidente…

–Hablamos de un homicidio, señor, no de un accidente.

–Monseñor.

–En cuanto a la investigación, monseñor, ya ha aportado usted su granito de arena evacuando a centenares de testigos potenciales antes de la llegada de los investigadores…

–Señorita –contestó enfurruñado el prelado–, en Notre-Dame tenemos de media más de cincuenta mil visitantes al día. Al advertírseme de que una persona fallecida se encontraba en el interior de la catedral, he considerado oportuno no ofrecerla como espectáculo a una horda de orientales armados con cámaras de vídeo y de fotos. Este, señorita, es lugar de oración y de recogimiento. Bien es cierto que es también un monumento turístico; un hecho este que, créame, deploramos a veces. Lo que desde luego no es ni será nunca es el escenario de un espectáculo macabro que exhibir luego en internet. Jovencita, me gustaría que entendiera que el lugar en el que se encuentra no es un simple descampado en el que se haya descubierto el cuerpo de un toxicómano o de una prostituta. ¿Le ha quedado claro?

Con los ojos levantados hacia el prelado, a Claire Kauffmann le resultó difícil callarse. Constatando que había logrado su propósito, el anciano pareció suavizarse un poco.

–¿Será tan amable de comunicarme el nombre del juez de instrucción en cuanto este sea designado?

Se volvió hacia Landard y Gombrowicz y les estrechó la mano con un gesto firme no exento de calidez.

–Adiós, señores, cuento con ustedes para que la catedral pueda volver a abrir sus puertas rápidamente y, en la medida de lo posible, para mantener a los periodistas alejados. Notre-Dame es objeto ya de suficientes ataques como para que tenga que servir de nuevo de carnaza para ese sector de la prensa que nos es hostil. Por supuesto, estoy a su entera disposición para lo que necesiten en el transcurso de su investigación, y haré todo lo que esté en mi mano para facilitarles la tarea. Buena suerte, comandante. ¿Será tan amable de abstenerse de fumar en el interior de la catedral?

Monseñor de Bracy se retiró a grandes zancadas, como había venido, con rigidez y dignidad, pronto seguido por el padre Kern, que lo esperaba a la entrada de la sacristía. Landard se quitó la colilla de la boca y la apagó en una pila de agua bendita que había al lado. Gombrowicz se reunió con él, sonriendo.

–¿Has visto cómo ha puesto en su sitio a la fiscalita?

Landard se sacó la cajetilla de tabaco y encendió enseguida otro cigarrillo.

–¿Qué opinas del viejo?

–Se parece un poco a ese actor, ese alto de las pelis del Oeste…

–¿John Wayne?

–Eso, John Wayne.

–Bueno. John Wayne con sotana. Con barba y sin pelo.

–Mi primo tiene un dogo alemán idéntico a él.

–¿Tu primo? ¿El que trapichea con coches en la zona de la Puerta de Bagnolet?

–Ese mismo.

–¿Tú vas a misa, Gombrowicz?

–¿Yo? No, ¿por?

Ahí estaba otra vez el forense. Se acercó a la fiscal y llamó con un gesto a los dos policías, con una expresión de perplejidad.

–Así, a ojo, la muerte ocurrió entre las diez y las doce de la noche. Es posible que desplazaran el cadáver después, el cuerpo está aún bastante rígido.

–¿Me está diciendo que puede que la mataran en otra parte y luego la dejaran aquí?

–Que la mataran en otra parte o aquí mismo, todavía no estoy seguro. Espero poder darle más datos después de la autopsia, señora fiscal.

–En cualquier caso, ¿pasó la noche en ese banco?

–Es la hipótesis más plausible.

La jueza se volvió hacia Gombrowicz.

–¿Hay algún conserje aquí?

El joven teniente consultó sus apuntes antes de contestar.

–Se aloja en la planta baja de la rectoría. No vio ni oyó nada. Durmió como un lirón.

–¿No hace rondas en el interior de la catedral? Durante la noche, me refiero.

–Nunca.

–¿Por qué? ¿Se lo ha preguntado?

–Desde luego.

–¿Y?

–¿Para qué, si de noche la catedral está cerrada? Eso es lo que me ha contestado.

–Ya. Y esta mañana, cuando la catedral ha abierto sus puertas, ¿nadie ha visto nada? ¿El vigilante de servicio, el sacristán, los curas, por no hablar de los centenares de turistas que han pasado delante de ella durante dos horas sin darse cuenta de que estaba muerta?

–¿Centenares? Más bien miles. Tengo apuntado en algún sitio que de media pasan por la catedral… Espere un momento…

–Sí, ya lo sé, teniente, cincuenta mil visitantes al día. Bueno. Comandante Landard, empiece con su investigación de flagrancia. Difundan la foto de la víctima en la prensa. Infórmeme cuando haya novedades sobre su identidad. Doctor, ¿se ocupa usted del levantamiento del cadáver? Les dejo, tengo que estar en el Palacio dentro de menos de cinco minutos.

El forense había vuelto a quitarse el guante y se rascaba la cabeza.

–¿Alguna cosa más, doctor?

–Pues el caso es que sí… Antes, al tomarle la temperatura, he reparado en un detalle que… A decir verdad, es mucho más que un simple detalle.

–¿No me diga que ha sufrido abusos sexuales? ¿Aquí? ¿En plena catedral?

–En cierto modo, sería más bien lo contrario…

–¿Qué quiere decir?

–Pues, verá usted, la entrada de la vagina está tapada con cera.

–Repítame eso, doctor…

–Le han tapado el sexo post-mortem con cera caliente. Y, para ser más precisos, con cera de cirio.

* * *

Landard tenía hambre. Landard se aburría. Las escenas del crimen le parecían un auténtico tostón, con sus cohortes de técnicos y de fotógrafos con monos inmaculados. Había que abstenerse de fumar, abstenerse de andar, abstenerse de toser, abstenerse casi de respirar. En los veintidós años que llevaba en la brigada criminal, había tenido tiempo de observar y de aprender. En los casos fáciles, los del mono blanco resultaban útiles, sí. A veces el trabajo de los investigadores se limitaba a esperar los resultados de los análisis de las escenas del crimen o de las autopsias. Un cabello, una huella, un rastro de ADN, y caso cerrado. El juez tenía su prueba, estaba contento; también las familias de las víctimas, a quienes la ciencia había proporcionado la prueba irrefutable que les permitiría, una vez detenido el culpable, hacer su duelo ante las cámaras de televisión. Los investigadores, los de verdad, los que sudaban la camiseta en el terreno, podían irse a casa sin tener que desenfundar el arma siquiera, es una manera de hablar, claro. El oficio había dejado de ser el que era.

En el transcurso de la mañana, mandaron de apoyo desde la central a otros tres agentes de la brigada criminal, tres jóvenes tenientes cortados por el mismo patrón que Gombrowicz. Notre-Dame estaba a cinco minutos a pie. Esa era una auténtica investigación del vecindario. Había que interrogar a todo el personal, a todos los intervinientes de la catedral antes de liberarlos para el resto del día. Sacristanes, vigilantes, conserje, empleadas de la limpieza, técnicos de mantenimiento, impresor, vendedoras de postales y rosarios, los que alquilaban las audioguías, guías voluntarios, organistas, cantores de la escolanía, clérigos y, por supuesto, sacerdotes.

Cuando se hubo marchado la fiscal, Landard puso a Gombrowicz al mando de los interrogatorios y luego volvió a echar un vistazo al cuerpo. Tirada todavía en el suelo, la pobre chica era fotografiada desde todos los ángulos. De haberlo sabido, ¿se habría puesto el día anterior un vestido tan corto?

El forense le aseguró que no tardarían en proceder al levantamiento del cadáver. La investigación, la de verdad, empezaría a última hora de la tarde, cuando se hubieran marchado los de los monos blancos, y Gombrowicz hubiera hecho un primer cribado. Landard consultó su reloj: las doce menos diez; tenía más de dos horas para almorzar.

Una vez fuera de la catedral giró a la izquierda, dejando tras de sí la inmensa cola de visitantes que se había formado delante de las verjas cerradas y que serpenteaba por la explanada, ocupando todo su ancho. Era lunes 16 de agosto. Estaban en plena temporada turística. Ya podían esperar, en el mejor de los casos el monumento no abriría hasta el día siguiente. Por el momento, la catedral había cambiado sus cincuenta mil visitantes diarios, sus curas, sus misas y sus conciertos de órgano por un equipo de agentes de la policía judicial.

Cruzó el Pont Marie, entró en la primera cervecería y se sentó dentro, pese al calor, en una mesa que ofrecía una vista inmejorable de Notre-Dame. Pidió un steak tartare con patatas fritas y una cerveza, y se arrellanó en la silla, con las manos cruzadas sobre su prominente barriga.

Landard estaba pensando.

En primer lugar, a veces era una suerte que te tocara una fiscal adjunta algo indiscreta y llena de iniciativa. Esa mañana, por ejemplo, eso le había permitido al agente, mientras la jovencita Kauffmann se agachaba junto al cadáver, mirarle las piernas a sus anchas, con las manos en los bolsillos y el cigarro entre los labios.

Landard pidió otra cerveza.

En segundo lugar, que te tocara un cadáver como el de esa guapa jovencita que yacía aún, a esas horas, en el suelo de NotreDame, no era la peor manera de empezar el día para un poli de la brigada criminal. Había visto muchos horrores a lo largo de toda su carrera, a cualquier hora del día o de la noche. Había tenido ocasión de observar la carne humana de muy distintas maneras: putrefacta, quemada, descuartizada, ahogada, desangrada, acribillada a balazos, machacada con un bate de béisbol o una barra de hierro, disuelta con ácido, lacerada con una cuchilla, devorada por los perros o las ratas, pulverizada por las ruedas de un tren o de un metro…

El camarero le trajo el tartare, y Landard aprovechó para pedir una cerveza más, la tercera.

La muerta de Notre-Dame, con su vestidito limpio y sus muslos al aire, tenía algo que la hacía excitante, desde un punto de vista sexual, por supuesto –ese sentimiento, nauseabundo y sin embargo irreprimible, lo había compartido con todos los hombres que la habían visto o fotografiado en el transcurso de la mañana, incluidos los curas, de eso estaba seguro–, pero también moral. Esa jovencita tan guapa, tan encantadora, sumida en esa muerte tranquila, como si durmiera, tenía algo, Landard no sabía qué, que la hacía estimulante, como si su muerte debiera suscitar en todo buen policía el deseo de convertirse en justiciero y de cortarle los huevos al cabrón que se había atrevido a cargarse a un bellezón así.

El camarero se llevó el plato cuidadosamente rebañado del agente. Landard se saltó el postre pero pidió un café acompañado de una copita de licor calvados.

Por último, que te tocara un asesino que, a todas luces, era un iluminado total y, a pesar de ello, también discreto, inteligente y organizado era eminentemente satisfactorio desde un punto de vista intelectual. Porque la puesta en escena de esa muerte digna de un thriller esotérico tenía que ser intencionada a la fuerza: una víctima vestida de blanco, hermosísima, hallada en el santuario de la Virgen sin que nadie supiera cuándo ni cómo había ido a parar ahí, con un himen de cera reconstruido.

Un predicador… Landard estaba tratando con un predicador… Un asesino deseoso de devolver la virginidad a todas las chicas ligeritas de ropa de París, que había organizado su puesta en escena para impresionar. El asesino volvería al lugar del crimen, Landard estaba convencido de ello. No podría evitarlo, en su ansia por comprobar qué impresión había causado su primer sermón.

Hacia las dos y cuarto, satisfecho de su sesión de trabajo, Landard pidió la cuenta y bajó a orinar.

* * *

La catedral parecía una inmensa comisaría en la que circulaban policías de paisano, de uniforme o vestidos con mono blanco. Gombrowicz y sus tres colaboradores habían dejado a los técnicos trabajar en el deambulatorio y se habían apropiado de la nave, que habían dividido en cuatro zonas, transformadas, por así decirlo, en otras tantas salas de interrogatorio. Al fondo de la iglesia, repartido en las hileras de sillas reservadas normalmente a los fieles, esperaba al completo el personal de Notre-Dame. Uno por uno, cada empleado, cada sacerdote, cada voluntario era llamado por uno de los policías para ser interrogado sobre los acontecimientos de la mañana o sobre cualquier otro episodio que pudiera estar relacionado con el asesinato de la misteriosa muchacha de blanco. Desde lejos, sentados así en el borde del asiento de paja, la voz ahogada en un murmullo y el busto inclinado hacia esos hombres que parecían escucharlos religiosamente, parecía que estuvieran confesándose, con la única salvedad de que no se sinceraban con un sacerdote sino con un agente de la policía judicial.

A su regreso, Landard encontró al teniente Gombrowicz en un estado obvio de excitación, tanto que se preguntó si su joven subalterno no habría bebido un poco.

–Creo que estamos avanzando. A grandes zancadas. Aparentemente, ocurrió ayer por la tarde. Tenemos diversos testimonios que así lo corroboran.

Landard encendió el enésimo cigarrillo y exhaló el humo hacia las altas bóvedas de la nave. Las volutas se enroscaron en sí mismas antes de disolverse en el aire cargado de incienso.

–Cuéntame eso, Gombrowicz. Soy todo oídos.

La víspera, un incidente había perturbado las celebraciones de la Asunción, en plena procesión mariana, mientras una fila ininterrumpida de diez mil fieles se extendía bajo un sol de justicia entre la isla de San Luis y la de la Cité, y los altavoces colocados en cuatro camionetas alquiladas difundían a todo volumen un avemaría tras otro. Un altercado, breve pero violento, había enfrentado a un feligrés de la catedral y a una desconocida vestida de blanco. En la cabecera de la procesión, a apenas unos metros de la imagen de plata de la Virgen que llevaban en andas seis caballeros del Santo Sepulcro, ante la mirada incrédula del obispo auxiliar, monseñor Rieux Le Molay, de los sacerdotes de Notre-Dame y de numerosos testigos, un muchacho de aire juvenil y cabello rubio y rizado había tratado de excluir a la joven del cortejo, empujándola hacia la acera, a la vez que blandía un crucifijo, que por fin había empleado como arma para golpearla en el rostro. Uno de los vigilantes de la catedral, Mourad, había intervenido para separarlos, levantando del suelo a la víctima y mandando sin miramientos al agresor a la cola de la procesión.

Landard aplastó su cigarrillo en la pila de agua bendita más cercana y se aclaró la voz. Le tocaba entrar en escena.

–El obispo auxiliar ese que has dicho, el de ayer…

–¿Rieux Le Molay?

–¿Se le puede ver?

–Se ha ido.

–¿Adónde?

–A Lourdes.

–¿Cuándo?

–Esta mañana. Ha cogido un tren a primera hora.

–El cardenal, donde los chinos, y el obispo, en Lourdes. Desde luego, aquí todos los jefes se escaquean.

–Toma, claro. El chiringuito y los marrones se los dejan al viejo rector.

–Y el tal Mourad, ¿también se ha ido a su pueblo?

Gombrowicz hizo un gesto hacia la primera fila de empleados para llamar a un hombre muy alto y corpulento, vestido con una americana raída y un pantalón de lana demasiado grueso para la estación. En el cinturón llevaba un mosquetón del que tintineaban unas veinte llaves por lo menos.

–¿Eres Mourad?

–Sí, señor.

–¿Estabas aquí esta mañana?

–No, señor. Hoy he empezado el turno a las doce y media porque ayer acabé tarde.

–Y, cuando has llegado hoy, ¿qué te han dicho?

–Me ha sorprendido que la catedral estuviera cerrada. He pensado: «Mourad, aquí ha pasado algo». He llamado a mi compañero del turno de mañana. Seguía dentro, cuando ya tendría que haber salido a almorzar. Ha sido él, acompañado de un policía, quien me ha hecho pasar.

–¿Te han puesto al tanto de lo que había ocurrido?

–Me han contado que habían encontrado a una chica al fondo de la catedral.

–Dime una cosa, Mourad, entonces ¿también estuviste de servicio ayer?

–Sí, señor. Desde las doce y media del mediodía hasta las diez y media de la noche.

–Y ¿qué tal el día?

–¿Ayer?

–Ayer. Trata de contármelo en detalle.