La mancha negra - Anna Lavatelli - E-Book

La mancha negra E-Book

Anna Lavatelli

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Beschreibung

El padre de Dante cometió un grave error y, aunque lo lamenta profundamente, debe aceptar las consecuencias. Pero no solo él las sufrirá, Dante llevará la peor parte, pues es muy difícil enfrentar los juicios de sus compañeros de clase, la angustia de su madre y el sentimiento de desprotección, ahora que papá está en la carcel. Esta es una historia acerca de la compresión y el perdón al interior de una familia.

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Primera edición digital,mayo de 2024

Primera ediciónen Panamericana Editorial Ltda.

marzo de 2024

© Edizioni Piemme S.p.A.

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Traducción del italiano

Edson David Rodríguez Uribe

Ilustraciones

Claudia Navarro

Diagramación

Jairo Toro Rubio

ISBN DIGITAL 978-958-30-6866-9

ISBN IMPRESO 978-958-30-6814-0

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Lavatelli, Anna, 1953-

La mancha negra / Anna Lavatelli ; ilustraciones Claudia

Navarro ; traducción Edson David Rodríguez. -- Edición Luisa Margarita Noguera Arrieta. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2024.

-- (Colección juvenil)

1. Novela juvenil italiana 2. Familia - Novela juvenil

3. Compasión - Novela juvenil 4. Padres e hijos - Novela juvenil

I. Navarro, Claudia, ilustradora. II. Rodríguez, Edson David, traductor III. Noguera Arrieta, Luisa Margarita, editora. IV. Tít. V. Serie.

853.92 cd 22 ed.

A Dante, aunque este no sea su nombre

5

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Cuando el padre volvía a casa a la hora del almuerzo, una o dos veces a la semana, en la mesa había siempre una gran confusión. Incluso ese sábado fue así, al menos al principio.

Apenas se sentaron, Maristella comenzó a gimotear en la silla de bebé; Dante, a hablar de la escuela; papá, a quejarse del trabajo; mamá, a contar sobre una oferta del supermercado; Micia, a pasearse entre nuestras piernas, atraída por el olor de los platos.

A veces papá lanzaba uno de sus “¿podrían hacer un poco de silencio?”, y luego era la televisión la que dominaba, con su implacable ráfaga de noticias de todo el mundo. La tregua duraba algunos minutos, después Maristella empezaba nueva-mente a gimotear aún más fuerte. Dante quería hablar, mamá también; papá volvía a sus temas de trabajo. Así, las palabras se cruzaban de nuevo, mezclándose con el tintineo de los cubier-tos, el bla, bla, bla estridente del noticiero, el maullido de la gata, el ruido de una silla desajustada; todo esto era lo que papá lla-maba, cuando estaba de buen humor, “el concierto de mi casa”.

—Haciendo las cuentas, tres por dos...

—¡Ya basta, Micia, quítate de mis pies!

—Dos días en Modena y de ahí...

—Entonces, ¿me das el dinero, mamá?

—Mira, Maristella se está chorreando toda.

7

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—Guuu-gooo… gagoo…

—¡El dinero para las témperas, mamá!

—Pídeselo a tu papá.

—De pronto, después me voy hasta Ancona, porque...

—Por cierto, guardé el recibo de las compras.

—Meaouau miauuu…

—¡Dante, saca la gata de aquí!

—Nando, ¿timbraron o me pareció?

—Será Remo, que quiere ir a recoger hongos.

—¿Precisamente hoy?

—Ya sabes cómo es él. Si no voy, me hace mala cara.

Mamá fue a abrir la puerta. En lugar del amigo de papá, se encontró de frente con dos policías uniformados. Papá corrió a apagar el televisor, y se acercó a la puerta pensando en alguna desgracia.

Maristella también guardó silencio, apretando fuertemente la cuchara de la sopa.

En la cocina no se escuchaba ni una mosca.

—¿Usted es el señor Fernando Simiati? —preguntó el más bajo de los dos, mientras el otro hacía guardia en la puerta de entrada.

—Sí, soy yo.

—Por favor, síganos.

—¿Por qué?, ¿qué pasó?

—Tenemos una orden de arresto.

—Debe ser un error... —balbució mamá, corriendo a alzar a Maristella que empezó a llorar.

—Calmémonos —dijo fríamente el policía más bajo, mos-trando una hoja llena de sellos.

Papá ojeó el documento, mientras le temblaban las manos.

9

—¿Posesión de armas? ¡Yo no voy con ustedes!, ¡yo no sé nada de esto!

—No empeore las cosas. ¿Quiere que nos lo llevemos a la fuerza?

—¡No! —Mamá extendió las manos hacia delante, como para alejarlos.

—¡Eso no!

—Rápido, decídase. —Se impacientaron los policías.

—Un momento, quiero entender. Respetarán todos mis derechos, ¿no? ¿Quién me acusa?

—Es una orden emitida por la Fiscalía. Sea razonable y síga-nos. Si se trata de un error, su abogado lo sacará cuanto antes. Créame, no hay nada más que pueda hacer.

Papá miró a su alrededor, como si alguno pudiera sugerirle la solución que él solo no lograba encontrar.

—Cierto, ustedes siempre tienen la razón. —No parecía su voz.

Mamá se le tiró encima llorando, pero él la apartó, casi con fastidio.

—Ve a ponerme algunas cosas en una bolsa —dijo—. Y llé-vate a los niños.

Dante quería llorar, pero contuvo las lágrimas.

No les quiso dar esa satisfacción a los dos que vinieron a llevarse a papá como si fuera un delincuente. Pronto todo se aclararía y él regresaría a casa. Se habrían dado cuenta de que era un injusticia, y quién había firmado la orden, tendría que disculparse.

Mamá regresó con la maleta.

—¿A dónde lo llevan? —preguntó.

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Dijeron un nombre velozmente, que ella no había escu-chado antes.

—¿Y dónde queda ese lugar?

—Cerca de Milán, señora.

—¡Milán! Pero ¿así de lejos? ¿Hasta cuándo? ¿Y ahora yo qué hago?

Los dos hombres de uniforme ignoraron sus preguntas.

—Vamos, vamos —dijo el más bajo, y dio una mirada rápida al reloj.

—Búscame un abogado, Marta —dijo papá—. A ver qué puede hacer. Luego, habla con la empresa y pregúntales si me pueden dar una mano. Ven a verme, tan pronto puedas. Te reco-miendo a los niños y...

Los policías hicieron un gesto de impaciencia.

Papá bajó la cabeza y se dejó llevar.

Mamá se tumbó en el sofá sin fuerzas.

Dante se le acercó y le habló como si se tratara de una niña inconsolable.

—Verás que antes de mañana regresa. Mamá, ¿me estás escuchando? ¡Mamá!

Mamá no respondía, pero se aferraba desesperadamente a él.

Dante no sabía dónde poner las manos y se quedó con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, adolorido porque tenía una oreja aprisionada fuertemente contra el pecho de ella. Quería separarse del apretón, como si ese sufrimiento no le transmitiera más que vergüenza.

A veces se escuchaban las risitas despreocupadas de Maris-tella, que jugaba con sus animalitos de peluche, y los lamentos angustiantes de la gata que arañaba la puerta.

11

Después, un automóvil entró en el jardín. Dante corrió a la ventana, pero no era papá.

—Es Remo.

—Por caridad, Dante, ve a abrir... —Se agitó mamá—. Dile que papá no está, que lo llamaron de la empresa para una entrega urgente, que no sabes a dónde fue, que no sabes cuándo regresa, que en casa no hay nadie... Invéntate lo que quieras, pero sácalo de aquí. ¡Ve, ve! ¡Rápido! No lo quiero ver, no quiero hablar con él. ¿Qué le diría? ¡Qué vergüenza!

Luego corrió a encerrarse en la habitación, cubriéndose la boca con las manos.

A Dante no le quedó más remedio que abrir y decir una mentira.

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2

—Les agradecemos de antemano por su generosidad, estamos convencidos de que quieren ayudarnos a ayudar a quien no tiene voz para pedir. —La profe Tirreni ter-minó de leer el volante y levantó la mirada hacia la clase—. Entonces, ¿entienden de qué se trata?

—Es la Cruz Roja.

—... que hace una recaudación de dinero.

—¡Muy bien! ¡Esto ya lo dijeron!

—Simona, por favor... Todos tienen derecho a hablar, ¿no te parece?

—Perdón, profe.

—De acuerdo, volvamos al punto. ¿Para quién es el dinero que podamos reunir juntos?

—Para los niños pobres.

—No, ¡para los niños del tercer mundo!

—Bueno, es la misma cosa.

—En realidad, no. Niños pobres hay en todos los países incluso aquí entre nosotros. Pero esta recaudación es a favor de...

—... de los niños del tercer mundo. Los de África, India y otros países.

—También de América.

—¿Bromeas? ¡América no!

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14

—¡Sí, también América!

—Vamos, Marco, no digas estupideces. En América todos son ricos. ¿No los has visto en las películas?

—¡Yo tengo un tío en América!

—Yo estuve este verano con mis padres. Fuimos al Parque Disney y luego...

—Basta Andrés. Ya lo has contado veinte veces. ¡Ya lo sabe-mos de memoria!

—Chicos, ya es suficiente —intervino la profesora—. Si Andrés tuvo la oportunidad de hacer este viaje, bien por él. Más bien digamos que su aporte fue poco pertinente.

—Digamos que Andrés es un creído... —susurró Simona al oído de su compañera de puesto.

La profesora Tirreni le lanzó una mirada, y luego prosiguió.

—Lo que dijo Marco es verdad. En América también hay países pobres, en realidad, muy pobres. No debemos confundir América con los Estados Unidos. Y tampoco debemos confun-dir los Estados Unidos con el paraíso terrenal. Allá también hay gente que vive en la pobreza, por ejemplo, los inmigrantes ile-gales que llegan desde México y Centro América... ¡Dante! Por favor, ¿quieres prestar atención? ¡Has estado mirando por la ventana durante toda la clase! ¿No te interesa el tema?

—Sí, profe —murmuró el chico.

—No parece...

En el salón se escuchó una risita ahogada.

—Por cierto... —retomó la profesora, fingiendo no haber escuchado—, ahora veamos quién se encargará de la colecta.

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—¡Yo!

—¡Yo!

—¡Yo!

La profesora miró alrededor, mientras la campana marcaba el final de la clase. No quería retrasar más la decisión.

—Entonces tú, Andrés... ¿Está claro, chicos? —gritó, tra-tando de superar el creciente ruido—. Recuérdenlo, tienen una semana... Y ahora váyanse, pero con calma.

—Andrés. Siempre Andrés —murmuró Marco, de mal humor—. La profe habla, habla, pero luego muestra sus preferencias.

—A mí no me importa —refutó Simona, apuntándose la chaqueta.

—Marco le dio la espalda, buscando apoyo en otra parte.

—Debemos turnarnos, sería un buen sistema. Hoy me encargo yo, mañana tú... Así es más justo. Oye, Dante, ¡te estoy hablando! Pero ¿qué tienes hoy?

—Nada.

—Claro, con esa cara...

—Nada, ya te dije.

—Vamos, chicos —gritó la profe—. ¿No tienen hambre?

Los estudiantes se movieron hacia la salida. Marco insistió tan pronto llegaron al patio de la escuela.

—Dante...

—¿Qué quieres?

—¿Estás enfadado?

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—No.

—Sí, estás enfadado.

—Ya basta.

—¿Vienes hoy a mi casa a hacer las tareas?

—No puedo. Debo cuidar a mi hermana.

—Entonces yo voy a tu casa, ¿te parece?