La oportunidad - T L Swan - E-Book

La oportunidad E-Book

T L Swan

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Beschreibung

Algunas cosas no se eligen, sino que te eligen ellas a ti.» Mi sueño por fin se está cumpliendo: un viaje de un año por todo el mundo. Mi primer destino es Barcelona, donde pronto me hago amiga de un grupo de chicos. El más especial es Christopher: es divertido y muy guapo, pero nunca se fijará en mí. Sin embargo, entre nosotros hay química y la amistad pronto da paso a algo más. Pero cuando descubro quién es en realidad, eso lo cambia todo. ¿De quién me he enamorado?   Descubre el epílogo de la serie Miles High Club, best seller del Wall Street Journal

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La oportunidad

T L Swan

Miles High Club 4
Traducción de Eva García Salcedo

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

La oportunidad

V.1: Julio, 2023

Título original: The Do-Over

© T L Swan, 2022

© de esta traducción, Eva García Salcedo, 2023

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2023

Todos los derechos reservados.

Esta edición se ha hecho posible mediante un acuerdo contractual con Amazon Publishing,

www.apub.com, en colaboración con Sandra Bruna Agencia Literaria.

Diseño de cubierta: @blacksheep-uk.com

Corrección: Raquel Bahamonde

Publicado por Chic Editorial

C/ Roger de Flor, 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-19702-06-7

THEMA: FRD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La oportunidad

«Algunas cosas no se eligen, sino que te eligen ellas a ti».

Mi sueño por fin se está cumpliendo: un viaje de un año por todo el mundo. Mi primer destino es Barcelona, donde pronto me hago amiga de un grupo de chicos. El más especial es Christopher: es divertido y muy guapo, pero nunca se fijará en mí. Sin embargo, entre nosotros hay química y la amistad pronto da paso a algo más. Pero cuando descubro quién es en realidad, eso lo cambia todo. ¿De quién me he enamorado?

Descubre el epílogo de la serie Miles High Club, best seller del Wall Street Journal

«Me ha encantado la química entre los personajes, el humor y la ambientación.»

Books Best Blog

Gratitud:

La cualidad de ser agradecido; predisposición para demostrar agradecimiento y corresponder la amabilidad de otros.

Quisiera dedicar este libro al alfabeto,

pues sus veintiséis letras me han cambiado la vida.

Me encontré a mí misma en esas veintiséis letras,

y ahora estoy viviendo mi sueño.

La próxima vez que digáis el alfabeto,

recordad su poder.

Yo lo hago todos los días.

Capítulo 1

Christopher

El estridente sonido del despertador rompe el silencio. Me desperezo mientras trato de no seguir durmiendo.

—Joder, siento que he dormido tres minutos —murmuro.

—Creo que nos hemos quedado fritos —susurra Heidi mientras me pasa la pierna por encima.

Sigo dormitando con los ojos cerrados cuando noto unos labios en el cuello por el otro lado.

—Buenos días, Nicki —farfullo.

Ella sonríe pegada a mi cuello y se arrima más a mí.

—Buenos días, Christopher.

Nos quedamos unos minutos más sumidos en un plácido silencio, pero sé que tengo que moverme. Tengo una junta a las nueve.

—Arriba, chicas. —Suspiro.

Heidi y Nicki gruñen en señal de protesta.

Me incorporo y echo un vistazo al dormitorio. Hay ropa tirada por todas partes, y la botella de vino y las tres copas siguen junto al jacuzzi, en el suelo del baño. Le doy un beso a Nicki en la cadera y digo:

—Levanta, muchacha.

—Vete. —Y se da la vuelta.

Sonrío y le doy un cachete en el culo a Heidi.

—Se acabó la fiesta.

—¡Jooo! —exclama.

Me levanto de la cama y contemplo las vistas desde el extremo. Nunca me cansaré de ver a dos pibones en mi cama.

—Venga, fuera. —Las destapo—. Tengo que ir a trabajar.

Es muy fácil convencerlas para que vengan, pero no tan fácil persuadirlas para que se vayan.

—¿Y esta noche qué? —pregunta Nicki.

—Esta noche nada —contesto mientras, desnudo, voy recogiendo su ropa—. Estoy liado.

—¿Qué tienes que hacer? —me pregunta Heidi, que se apoya en los codos. Su melena rubia está despeinada y alborotada.

—He quedado. —Le lanzo sus bragas a la cabeza—. Con una buena chica. —Abro mucho los ojos para enfatizarlo y digo—: Todo lo contrario que vosotras, pervertidas.

Ambas ríen y Nicki dice:

—Pero si te encantan las pervertidas.

Planto las manos en la cama y las beso a las dos. Entonces agarro a Nicki del pelo para acercarla a mí y besarla más rato. Es mi favorita.

—Es cierto. Me encantan.

Me estiro y beso a Heidi en el pecho. Me coge del pelo y noto que se me pone dura. Que me agarren del pelo es mi debilidad.

«Para». No tengo tiempo para esto. Me la quito de encima.

—Entonces… ¿nos llamarás de camino a casa después de quedar con la sosa esa? —pregunta Heidi.

Esbozo una sonrisilla mientras recojo sus prendas. Me tienen calado.

—Seguramente. —Le lanzo el sujetador a Nicki como si fuera un tirachinas. Le da en la cabeza. Fuerte.

—Ay, no te pases —dice mientras lo recoge.

Me meto en el baño y abro el grifo de la ducha. Miro hacia la cama y veo que siguen ahí tumbadas. Vuelvo al cuarto con decisión y, con los brazos en jarras, les digo:

—Como no os levantéis ahora mismo, os obligaré a hacer cosas horribles.

—¿Qué te ha dado? —Heidi me sonríe con aire juguetón. Está hecha un ovillo y tiene cara de recién follada.

«Tentador…».

—Tengo una junta a las nueve.

Regreso a la ducha. Al cabo de unos minutos, salgo con una toalla blanca alrededor de la cintura y veo cómo se visten a cámara lenta mientras entro en el vestidor. Me pongo un traje azul marino, una camisa blanca, un Rolex, unos zapatos negros y un cinturón. Vuelvo al baño.

Como siempre, las chicas se sientan en el tocador conmigo mientras me peino.

—¿Qué vas a hacer hoy, jefe? —me pregunta Nicki mientras me aprieta la corbata.

—Negocios.

—Me encantan los negocios —interviene Heidi—. Dime algo en plan jefe.

—Estás despedida.

Las dos se echan a reír.

—Dime algo en plan jefe a mí —me pide Nicki.

—Túmbate en mi mesa. —La giro y le levanto la falda del vestido.

Me excito al ver su culo terso al aire…, listo y expectante.

«¡Vete a trabajar de una puta vez, joder!».

—Venga, fuera —les espeto mientras salgo a toda prisa del baño.

Oigo una voz procedente de la cocina:

—Buenos días, señor Miles.

—Buenos días, señora Penelope —digo mientras voy al despacho a por mi maletín.

Paso por la cocina y la señora me ofrece un termo de café.

—Es usted la mejor ama de llaves de la historia. Lo tengo clarísimo. —Sonrío y le doy un beso en la mejilla.

—Lo sé, querido.

No es broma. La señora Penelope realmente es la mejor ama de llaves de la historia. Si no tuviera cincuenta y seis años… y si no estuviera casada, me casaría con ella.

Las chicas se asoman y dicen a la vez:

—Buenos días, señora Penelope.

—Buenos días, chicas. —Sonríe. Vuelve a mirarme y le guiño un ojo con aire juguetón.

«Que sí, lo sé».

Soy malo.

Ya lo hemos dejado claro un millón de veces.

—Hay que irse. Que pase un buen día, señora Penelope.

—Descuide. Igualmente.

Vamos a la puerta y las chicas cuchichean mientras entramos en el ascensor. Al llegar abajo, salgo del edificio con ellas. Hans me espera junto a mi coche.

—Buenos días, Hans. —Sonrío.

—Buenos días, señor Miles. —Inclina la cabeza.

—¿Podrías llevar a las chicas a su casa? —le pregunto.

—Claro, señor. —Sonríe—. No se preocupe.

—Buenos días, Hans. —Ambas sonríen mientras Hans les abre la puerta trasera de la limusina.

Les doy un beso de despedida en la mejilla y, como unas pascuas, suben al vehículo. Tras verlas alejarse, regreso a mi edificio y bajo al sótano con el ascensor. Subo a mi Porsche negro, abandono el aparcamiento y me incorporo a la larga hilera de coches.

Uf, el tráfico de Londres. ¿Existe algo peor?

Tres horas después

—Y esto. —Señala una línea del gráfico—. Esta es la tendencia que nos interesa. Ver cómo el exceso de población…

Bostezo. Me cuesta horrores mantener los ojos abiertos.

—¿No te dejamos dormir, Christopher? —brama Jameson.

«Pues no, la verdad».

Carraspeo para no poner los ojos en blanco.

—Perdón —digo.

Mis hermanos Jameson y Tristan han venido a Londres para reunirse con Elliot y conmigo en nuestra junta trimestral. El rollo del que tenemos que hablar es aburrido de narices. Jameson reanuda la perorata y se explaya al hablar de una tendencia en espiral. Bostezo otra vez.

Jameson me fulmina con la mirada.

—Perdón —articulo solo con los labios para no volver a interrumpirlo.

«Céntrate, joder».

Me cuesta una barbaridad mantenerme despierto. Miro la hora. ¿Cuánto va a durar la reunión?

Elliot interviene:

—He visto las consecuencias de eso y me parece…

Sigue y sigue y sigue, y yo… bostezo otra vez.

—¡Ya vale! —salta Tristan—. No eres el único que se muere de cansancio.

Levanto la vista y veo que los tres me miran fijamente.

—Seguro que Christopher se ha divertido más que tú cansándose —dice Elliot con una sonrisilla.

—Fijo —masculla Tristan en tono seco—. He dormido en el suelo y las niñas en mi cama.

—¿Y eso? —pregunta Jameson, ceñudo.

—Pues porque han decidido que solo les gusta dormir en el cuarto que tienen en casa. —Sonríe con falsedad y añade—: Últimamente viajar con ellas es la hostia.

—Eso te pasa por tonto. —Niego con la cabeza, asqueado.

—¿A qué viene eso? —me espeta Tristan.

—A que… —Me callo.

—Va, di.

—A que creía que eras tú el adulto —contesto tan pancho mientras bebo agua—. No me entra en la cabeza por qué dejarías que tus hijas durmiesen en tu cama y tú, en cambio, te irías al suelo.

—Summer está pachucha, tiene tos —se excusa Tristan.

Me aparto de él y digo:

—No respires cerca de mí, saco de gérmenes.

—Si tuvieras hijos lo entenderías —comenta Tristan.

Elliot se ríe y añade:

—Como si eso fuera a pasar algún día…

Tristan se ríe y dice:

—Ya ves.

—¿Podemos centrarnos en la reunión de una puñetera vez? —dice Jameson mientras da unos golpecitos en la pizarra.

—¿A qué viene eso? —replico mientras los miro—. Claro que algún día tendré hijos.

—No. —Jameson escribe en la pizarra como para recordarnos el siguiente tema—. No existe ni la más mínima posibilidad de que tengas hijos.

—¿Cómo? —exclamo, ofendido—. Anda ya. No sabes lo que dices.

Tristan pone los ojos en blanco, como si creyera que soy tonto.

—Eres tú el que no sabe lo que dice.

—Eres demasiado egoísta para tener mujer e hijos. No va a pasar —arguye Elliot con una sonrisilla.

—Seguirá montando orgías con noventa años —suelta Jameson tan pancho mientras dibuja un gráfico en la pizarra.

Los otros dos se ríen.

—Para que lo sepas…, no monto orgías. —Molesto, me recoloco la corbata—. Fomento las actividades en grupo en las que se trata a todos por igual. —Cuadro los hombros y agrego—: Que es muy diferente.

Los tres se echan a reír y yo me pongo furioso.

—Para haber sido igual que yo, sois muy criticones.

—No éramos igual que tú —dice Elliot—. Ni por asomo. Tú estás mal.

Ahogo un grito, indignado, y replico:

—No estoy mal.

—Tienes treinta y un años y no te has echado ni una novia. Ni una sola —alega Tristan.

—Sales con chicas simpáticas para aparentar y te convences de que les vas a dar una oportunidad. Por no hablar de que te las follas a pares para no enamorarte de ninguna —repone Jameson sin emoción.

Horrorizado, abro la boca.

—¿Así me veis?

—Así eres —me corrige Jameson. Vuelve a dar golpecitos en la pizarra y prosigue—: Bueno, como decía…

El corazón me va a mil de la rabia mientras los miro. No me creo lo que me han dicho.

—No estoy mal.

—Pues estás mal acostumbrado —repone Elliot.

Escandalizado, ahogo un grito y digo:

—¿Mal acostumbrado?

Jameson tuerce el gesto y añade:

—Venga ya.

—No estoy mal acostumbrado.

—Anda que no —salta Elliot.

—Pues dime por qué —digo.

—No te has presentado a una entrevista de trabajo en tu vida, pero tienes el trabajo de tus sueños. Tienes áticos en Nueva York, Londres y París, y empleados por todo el mundo. Tienes una colección de deportivos por valor de diez millones de dólares. Por algún motivo, la gente te considera increíblemente guapo y solo te hace falta mirar a una mujer para que se baje las bragas…, esté casada o no —argumenta Jameson con calma.

Abro la boca para defenderme, pero no me salen las palabras.

—Y… no saldrías con una chica del montón porque son inferiores a ti —añade Tristan.

—Nadie quiere salir con una del montón —exclamo, ofendido.

Jameson clava sus ojos en los míos y me dice:

—Dime la última vez que tuviste que esforzarte para conseguir algo, Christopher.

—Vete a la mierda. —Resoplo.

—No, lo digo en serio. ¿Cuándo fue la última vez que te marcaste un objetivo y no lo alcanzaste esa misma noche?

Elliot sonríe mientras se mece en su asiento, y yo los miro mientras esperan a que conteste.

—No se ha ganado nada. Ni una sola vez —dice Tristan con una sonrisilla.

—Tengo metas que aún no he cumplido —tartamudeo, avergonzado.

—¿Dormir solo? —aventura Elliot.

Los tres echan la cabeza hacia atrás y estallan en carcajadas, como si fuera lo más gracioso que han oído en su vida.

Me siento traicionado.

«¿Así me ven?».

—Que os den. —Me levanto—. Y a la junta también. No pienso quedarme a oír estupideces.

Abandono el despacho hecho una furia y cierro de un portazo.

—¡Vuelve aquí, niñato! —grita Jameson a mi espalda.

Los oigo troncharse de nuevo… «Mamones».

Cruzo la recepción con paso airado y las secretarias se sorprenden al verme enfadado.

Seguramente esta sea la primera vez. Yo nunca me enfado.

—¿Va todo bien, Christopher? —me pregunta Victoria, ceñuda.

—Pues no. —Resoplo—. Los cabrones de mis hermanos creen que soy un mimado. —Alzo los brazos mientras paso por su lado—. ¿Te lo puedes creer?

—No. Para nada. —Victoria esconde los labios para no sonreír.

Entorno los ojos a modo de advertencia silenciosa y me dirijo a mi despacho hecho un basilisco. Oigo las risitas de las secretarias por toda la recepción.

Estoy que trino.

El mundo se ha vuelto majara. Guardo mis cosas en el maletín con ímpetu.

No.

Soy.

Un.

Mimado.

Me ofende esa acusación. ¿Cómo se atreven? ¿Acaso saben lo que es ser un mimado? Porque yo creo que no.

Me dirijo al ascensor y las chicas me miran anonadadas.

—Me voy —anuncio.

—¿A dónde? —me pregunta Victoria, ceñuda.

—A donde me dé la gana. —Eso ha sonado mal. La señalo y digo—: Porque estoy cabreado, no porque sea un mimado.

Victoria abre mucho los ojos como para refutar mi argumento.

—No digas nada —escupo.

—Sí, señor. —Sonríe.

—Y no me trates de tonto.

—Dios me libre.

Me enrabieto más.

Las chicas agachan la cabeza para que no vea que se están riendo.

—Como no dejéis de reír, os despido.

Se ríen todavía más fuerte. Se me conoce por ser el gracioso de la oficina, no el cascarrabias.

—¡Ya está! —estallo. Se abre el ascensor. Entro en tromba y aprieto el botón con fuerza—. Os habéis quedado sin paga extra de Navidad.

Se ríen con más ganas.

Brujas… Bajo al aparcamiento y miro a mi alrededor. Mi coche no está donde lo he dejado.

Me acerco al encargado y le pregunto:

—¿Y mi coche?

Horrorizado, abre los ojos como platos.

—Pues… —Mira a su alrededor con nerviosismo—. No sabíamos que vendría a por él, señor. Lo hemos aparcado en la planta más baja para dejar espacio a los coches que se marchan antes.

«¿Cómo?».

Arqueo una ceja, furioso.

—Si dejo mi coche en una plaza reservada es para que se quede ahí.

El encargado va a hablar, pero cierra la boca y no dice nada.

—¿Qué pasa? —bramo.

—Para eso nos quedamos con sus llaves, señor, para mover los coches en función del horario. Lo hacemos todos los días.

—¿A ti te parece que esto encaja con mi horario? —digo enfadado—. ¿Qué hago yo ahora? Necesito mi coche. ¡Ahora mismo!

—Es lo que hay —oigo mascullar a alguien. Me giro y veo a Elliot plantado a mi lado, escuchando.

¿Qué diantres hace este aquí?

—Paso —le espeto mientras vuelvo al ascensor a grandes zancadas—. Cogeré un Uber. —Me pongo bien la corbata para serenarme—. Porque soy flexible.

El encargado del aparcamiento frunce el ceño y mira a Elliot.

—Flexible —articula este solo con los labios.

—Tú vuelve arriba, no vaya a ser que le ordene al conductor del Uber que te atropelle —le espeto mientras aporreo el botón para que se cierren las puertas del ascensor.

Elliot corre y entra conmigo. Se cierran las puertas.

—Relájate —me dice—. Estamos de guasa.

Aprieto la mandíbula y miro al frente.

—No eres un mimado.

Alzo el mentón en actitud desafiante.

—Eres arrogante.

Se me salen los ojos de las órbitas.

—Te voy a dar yo a ti —gruño. Se abren las puertas del ascensor, salgo al vestíbulo y, a continuación, a la calle. Elliot me pisa los talones.

Nos ponemos en el bordillo y me echa un vistazo.

—¿A qué hora vendrá?

—¿Quién?

—Pues el Uber.

Arrugo el ceño.

—Lo has llamado…, ¿no?

—Pues claro —le suelto.

«¿Cómo coño se hace eso?».

—No voy a coger un Uber —le informo mientras me pongo de puntillas para ver mejor la calle—. Voy a pillar un taxi para apoyar a la vieja escuela.

—Ah… —Elliot esboza una sonrisilla y dice—: Bien que haces.

Horrorizado, veo que todos los porteros reparan en mí.

—Señor Miles. —Se acercan corriendo—. ¿En qué podemos ayudarlo, señor?

—Pues…

Elliot me interrumpe y dice:

—Está bien, gracias. —Les sonríe—. Gracias de todas formas.

Poco a poco, los porteros vuelven dentro. Miro a Elliot, que me observa.

—Venga —me insta.

—¿Venga qué?

—Llama a un taxi.

—¿De verdad crees que no sé llamar a un taxi yo solo?

—¿Cuándo fue la última vez que lo hiciste?

—¿Cuándo fue la última vez que te ingresaron por recibir una paliza? —le digo con los ojos entornados.

Elliot alza las manos en señal de rendición y comenta:

—No iba con mala intención.

Vuelve dentro y veo que sube al ascensor.

Lo sigo con la mirada y me embarga la determinación. Voy a llamar a un taxi. Salgo a la calle y veo que viene uno. Levanto el brazo.

Pasa a toda velocidad con un pasajero en el asiento de atrás.

Mmm…

Aprovecho que viene otro taxi y levanto el brazo. Pasa por delante de mí.

—¡Cabrón! —le grito.

Me paso cinco minutos en la acera. No para ni uno.

¿Qué mosca les ha picado? ¿No saben que tengo que ir a algún sitio?

Esto es discriminación.

Oigo una voz.

—Señor Miles. —Me vuelvo y veo que Hans ha aparcado la limusina—. ¿Va todo bien, señor?

—Mmm… —Miro a mi alrededor. No para ni un taxi. Podría estar así eternamente. Me asomo al interior para cerciorarme de que no está Elliot—. Llévame a casa.

Hans me sonríe con amabilidad y me abre la puerta trasera. Me subo y se incorpora al tráfico.

—¿Cómo sabías que estaría aquí? —le pregunto.

—Me ha llamado Elliot.

—¿Que te ha llamado Elliot?

Estoy que trino.

—Sí. Me ha dicho que fuera a salvarle.

«Capullo».

***

—Me lo he pasado de maravilla —dice con aire soñador.

—Y yo. —Esbozo una sonrisa falsa. Es lo único que se me ocurre con tal de no mirar la hora mientras nos despedimos en mitad de la calle. ¿Cuánto va a durar esto?

Ha sido el peor día del siglo.

Aburrido…

Aburrido de cojones.

Carly es guapa, lista, dulce y tiene un cuerpo de escándalo. Es todo lo que debería desear. Y, sin embargo, como me suele ocurrir cuando salgo a solas con una chica, me aburro como una ostra. Incluso me he planteado pedirle al camarero que me envenenase la comida para tener un motivo de peso para ausentarme.

Pienso por enésima vez en lo que me han dicho hoy Tristan y Jameson.

«Tienes treinta y un años y no te has echado ni una novia. Sales con chicas simpáticas para aparentar y te convences de que les vas a dar una oportunidad. Por no hablar de que te las follas a pares para no enamorarte de ninguna».

Carly me mira preocupada.

—¿Te pasa algo?

Pone cara como para decir que quiere que la bese.

—Es que… me duele la cabeza. Lo siento… —Me callo para no mentirle más.

—No pasa nada. —Sonríe—. No se puede tener química con todo el mundo.

Curioso… «Yo tengo química con todo el mundo».

—¿Tienes química con la mayoría? —le pregunto.

—Sí.

—¿Y por qué crees que entre nosotros no fluye la cosa?

Se encoge de hombros y contesta:

—Por muchos motivos.

—Dime.

Se ríe y comenta:

—No creo que quieras oír lo que te voy a decir.

—Te aseguro que sí.

—Bueno, para empezar, eres demasiado perfecto.

Frunzo el ceño y digo:

—¿Cómo?

Le cambia la cara.

—Ay, no quería ofenderte. Me he expresado mal.

—No, tranquila —le digo—. Explícamelo. ¿Cómo voy a mejorar si no sé qué me pasa?

—No tienes que mejorar; tienes que… —Calla como para seleccionar las palabras adecuadas—. No tienes esencia.

—¿Cómo? —Me toco el pecho—. ¿Que no tengo esencia? ¿Yo? —Ahogo un grito, estupefacto—. ¡Si mi esencia es de primerísima calidad!

Se ríe y dice:

—Ese es el problema. Nunca entenderás a lo que me refiero; pero no pasa nada, no te hace falta. No es importante para tu vida.

La miro ceñudo y digo:

—Pero ¿a qué te refieres?

—A que lo has tenido todo tan fácil que nunca has necesitado hacer introspección para averiguar quién eres en realidad.

Descanso el peso en los talones, pues me ofende que me digan esto por segunda vez en el mismo día. 

—Discrepo. ¿Por qué la gente cree que solo las adversidades forjan el carácter? ¿Por qué tengo que hacer introspección para averiguar quién soy cuando ya lo sé?

Se pone de puntillas y me besa en la mejilla.

—Porque los diamantes nacen bajo presión.

Se gira y echa a andar como si nada.

—¿Qué significa eso? —Indignado, pongo los brazos en jarras—. Soy un puto diamante, Carly. —Hago un aspaviento con los brazos y agrego—: ¿Sabes a cuántas mujeres les encantaría estar con un diamante como yo?

Se ríe a carcajadas y se vuelve hacia mí.

—Las mujeres con las que pasas el rato solo quieren carbón. No tienen ni idea de lo que es un diamante. Dios los cría y ellos se juntan.

Abro la boca, horrorizado.

Me lanza un beso, da media vuelta y se funde con la noche. Me paso la mano por la barba incipiente mientras la veo irse.

Qué raro.

Mmm… Aunque reconozco que también ha sido… interesante.

Me marcho en la otra dirección, entro en un bar y me siento en un banco junto a la ventana.

—¿Qué le sirvo? —me pregunta el camarero.

—Un whisky —contesto sin pensar.

Empieza a llover. Contemplo por la ventana cómo caen las gotas.

—Aquí tiene —me dice el camarero mientras me planta la copa delante.

—Gracias.

Bebo solo. He tenido un día de perros. Detesto reconocerlo, pero, por lo visto, hay una faceta de mi personalidad que ven todos menos yo.

«Las mujeres con las que pasas el rato solo quieren carbón».

Me paso la mano por la cara con fastidio. ¿Será verdad? Echo la cabeza hacia atrás y me bebo la copa de un trago.

«Eres un salido».

Ha sido un día extraño y lleno de revelaciones. ¿Tendrán razón?

¿Cómo voy a encontrar a mi diamante si no soy más que carbón?

***

Oigo una voz.

—No será para tanto.

Alzo la mirada y veo a una camarera limpiando la mesa contigua a la mía.

—¿Por qué lo dices?

—Pues porque llevas tres horas ahí sentado con cara de sufrimiento.

—¿Cómo? —Miro la hora. La una y media de la mañana—. Perdón —farfullo mientras me levanto y busco la cartera.

Me trae la cuenta.

—¿Te han dejado? —me pregunta.

La idea me confunde tanto que frunzo el ceño.

—Qué va.

—¿Has dejado tú a alguien?

—No.

«Métete en tus asuntos».

—¿Te han echado?

No estoy de humor para cháchara.

—Sí, me han echado —miento para que se calle.

—Anda, qué bien. —Sonríe—. Me encantan las encrucijadas.

Esta señora es una imbécil integral.

—¿Cómo va a ser bueno que te despidan?

—Porque puedes empezar de cero y decidir quién quieres ser.

La miro con el ceño fruncido.

«Decidir quién quieres ser».

—Como una segunda oportunidad… —susurro para mí.

—Exacto. —Vuelve a limpiar la mesa.

—¿Qué harías tú? —le pregunto—. ¿Cómo empezarías de cero?

Sonríe con aire distraído y dice:

—Desaparecería y viajaría por el mundo para verlo con otros ojos, con una mirada limpia.

La observo con inquietud. No es la primera vez que oigo ese sueño. Yo mismo me lo planteé hace años.

—A ver, no todo el mundo podría permitírselo. Las cosas como son. —Se encoge de hombros—. Pero ¿a que estaría bien?

—Pues sí…

Le pago y, sumido en mis pensamientos, salgo del local, doblo la esquina y me dirijo a la parada de taxis. Hay uno esperando. Me subo al asiento trasero.

—¿A dónde va, caballero? —pregunta el taxista la mar de contento.

Sonrío. ¿Veis? Sé coger un taxi yo solito. Es más, estoy convencido de que puedo conseguir lo que me proponga. Les enseñaré a esos mamones de qué pasta estoy hecho.

Pero ¿sin dinero?

Uf, eso va a costar.

***

Tumbado bocarriba y a oscuras, contemplo el techo de mi dormitorio.

Tengo un mal presentimiento que me remuerde las entrañas y no me abandona.

Desde que se me ocurrió lo de la segunda oportunidad, no dejo de darle vueltas.

¿De verdad tengo que volverme invisible para que me vean?

¿Estaré exagerando?

No quiero que el dinero controle mi vida, si es que no la controla ya.

No me gusta un pelo cómo me ven mis hermanos. No me gusta nada que Carly crea que soy carbón. Pero lo peor es que sé que tiene razón. En este momento, soy cien por cien carbón.

No sé ni cómo hallar mi esencia, y detesto que así sea.

Valgo más que esto. Lo sé.

Soy más que mi apellido, pero… ¿cómo lo descubro?

¿Cómo sería vivir un año sin dinero?

Contemplo las posibilidades, los riesgos y el orgullo que me llenaría al final al saber que lo he logrado.

Esta semana no he salido. Por primera vez en mi vida, no he tenido que lidiar con la idea de socializar.

No quiero salir por ahí; quiero… desaparecer.

Lunes por la mañana

Tras pasar la semana más casta de la historia, he tomado una decisión.

Salgo del ascensor con un objetivo.

—Buenos días, chicas —digo al pasar por su lado.

—Buenos días, Christopher.

Cruzo el pasillo y entro en el despacho de Elliot. Jameson y Tristan vuelven a Nueva York esta noche, así que tengo que aprovechar que todavía estamos los cuatro juntos para decírselo.

—¿Puedo hablar un momento contigo en mi despacho? —le pregunto.

Elliot deja de mirar el ordenador y frunce el ceño.

—¿Por?

—Tráete a Jay y a Tris.

—Vale.

Bajo a mi despacho y enciendo el ordenador. Tengo mucho que hacer.

—¿Qué pasa? —pregunta Jameson mientras se sienta en el sofá.

Elliot y Tristan lo imitan.

—¿Qué ocurre?

—Me voy a coger un año sabático —anuncio.

—¿Cómo? —inquiere Jameson, pasmado—. ¿Y eso?

—Quiero desconectar.

—¿Cómo?

—Me voy a ir de mochilero.

Capítulo 2

—Es broma.

—No. —Me siento a mi mesa.

—¿Cuánto tiempo?

—Doce meses.

Elliot tuerce el gesto y dice:

—Anda ya. Ni de coña te meterías en algo así. Casi me lo trago. Venga, suelta la verdad.

—Lo digo muy en serio.

—No durarías ni una hora como mochilero, ya no digamos doce meses. —Tristan resopla y añade—: Eres más remilgado que nosotros tres juntos.

Decidido, digo:

—No soy un inútil, ¿vale?

—Si esto es por lo de la semana pasada, estábamos de coña.

—No se trata de vosotros, sino de mí.

—¿De tus ganas de irte al otro barrio? —repone Jameson en tono seco.

—He reflexionado sobre lo que me dijisteis. Si no cambio de actitud… —Me callo; no soy capaz de decirlo en voz alta.

—¿Qué?

—Llevo años queriendo lanzarme. Y sé que como no lo haga ya, seré demasiado mayor.

—Ya eres demasiado mayor —salta Jameson—. Nunca he visto a un tío de treinta y un años siendo mochilero.

—Como conoces a tantos… —digo, abriendo mucho los ojos.

—¿Por qué quieres hacerlo?

—Porque lo necesito. Necesito centrarme. Siempre he dicho que lo haría, y creo que ha llegado el momento.

Mientras se pasea por el despacho, Elliot dice:

—A ver…, supongo que podría reorganizar al personal y tú… podrías trabajar en alguna de las sucursales que tenemos en el extranjero.

—No, nada de contactos. Quiero labrarme mi camino y ganarme el pan. Solo me llevaré dos mil dólares. Calculo que con eso tendré para sobrevivir un mes.

Jameson se desternilla.

—¿Tú… sin blanca?

—Me meo. —Tristan se ríe—. Si gastas más de dos mil pavos en un día.

—¿De qué vas a trabajar? —pregunta Elliot, tartamudeando. Abre mucho los ojos mientras espera a que conteste. Casi me parece ver cómo aumenta su preocupación.

—Pues… —Me encojo de hombros tan pancho; como si no estuviera a punto de embarcarme en la aventura más aterradora de mi vida—. Todavía no lo sé. Ya surgirá algo. Me las apañaré sobre la marcha.

—No —me espeta Elliot—. Ni de coña. Necesitas un plan. Los Miles no nos las apañamos sobre la marcha. Te encontrarán muerto en algún sitio. No voy a permitir que vagues por ahí solo, que hay mucho cabronazo suelto.

—Pues no te queda otra.

—Menudo despropósito —me advierte Jameson—. Por no hablar de los peligros que entraña.

—Llevo toda la semana dándole vueltas, y he llegado a la conclusión de que tengo que lanzarme. Si me rajo, sé que me arrepentiré. —Me encojo de hombros—. ¿Tan mala idea es?

—Muy mala —salta Elliot—. Pésima. Volverás a casa con los pies por delante.

Pongo los ojos en blanco.

—Hay que ver lo dramáticos que sois.

—Lo tuyo sí que es un drama —me suelta Tristan—. ¿Por qué no te echas una novia, como todo hijo de vecino?

—No se lo digáis a mamá y a papá —agrego.

—¿Cómo? —salta Tristan—. ¿Cómo vas a conseguir que no noten tu ausencia en un año?

—Les voy a decir que me voy a estudiar a Francia. Los llamaré a diario y, si se les ocurre visitarme, viajaré de España a París a verlos unos días.

—¿De España?

—Empezaré por ahí.

—¿Por qué?

—Yo qué sé. —Me encojo de hombros—. Por la paella, por ejemplo.

—La madre que me parió. —Jameson se masajea el puente de la nariz y dice—: Uno no se hace mochilero por una puta paella, Christopher. Aquí mismo, en Londres, seguro que hay algún restaurante español de la leche.

—Si queréis, os llamo todos los días. —Pongo los brazos en jarras y digo—: Pero me voy. No podéis impedírmelo.

Se quedan callados.

—Y si la cosa se pone fea, os diré a dónde —agrego.

—Llévate a un escolta —salta Jameson.

—No me voy a llevar a un puto guardia de seguridad.

—¿Por qué no?

—Porque interfiere con mi objetivo.

Elliot ahoga un grito y dice:

—¿Tu objetivo es que te maten?

—Mira. —Trato de calmarlo. Sé que es el que lo va a llevar peor—. Hacemos una cosa. ¿Qué te parece si me ayudas esta semana y me preparas para cualquier contratiempo?

Me mira. Casi me parece oír cómo se le cortocircuita el cerebro de lo acojonado que está.

—¿Cuándo te vas? —pregunta Jameson.

—El sábado que viene.

—¿Tan pronto?

Asimilan la noticia en silencio.

—Pues… —Tristan me da una palmada en la espalda y dice—: Ha sido un placer conocerte.

Hayden

Distrito de Finger Lakes (condado de Orange, Estados Unidos)

Granja ganadera Harrington Angus

Regreso a la finca con el tractor. Sus enormes ruedas rebotan al pasar por el riachuelo que discurre entre los dos prados.

Sonrío a la luz del sol poniente y le doy una palmadita a Nev en la cabeza. Es uno de nuestros perros pastores de confianza y mi favorito. Se yergue con orgullo a mi lado mientras damos una última vuelta por la granja.

Como de costumbre, ha sido un día de locos. Tres vacas están preñadas, por lo que hemos estado de acá para allá. Al ser la única hija de una familia de granjeros, trabajo con tesón y ayudo con las tareas…, que no son pocas. Nuestra granja ocupa más de mil doscientas hectáreas y tiene más de quinientas reses angus. Por suerte, contamos con personal, pero la carga de trabajo no da tregua.

Doblo la esquina que da a la casa y veo a mamá saludándome. Paro el tractor a su lado y digo:

—Hola.

Se da unos golpecitos en el reloj y pregunta:

—¿Qué haces?

Frunzo el ceño.

—¿Eh?

—Tenemos mucho que hacer. Quedamos en que iríamos de compras.

Exhalo y bajo del tractor de un salto.

—Mamá…

—En serio, Hayden, te vas en dos días. Deja ya de preocuparte por la dichosa granja.

—He estado pensando… Ya no hace falta que vaya.

—Hayden. —Me agarra por los hombros y me dirige hacia la finca—. Reservaste el viaje hace dos años. —Me da un empujoncito y agrega—: Vas a ir.

—Ya, pero acababan de romperme el corazón cuando lo reservé. Ahora ya estoy bien. Llamaré a la agencia de viajes, a ver si me devuelven el dinero. Ahora no es el momento.

—Eso es que estás nerviosa —me dice—. Deja de negarlo.

Llevo días angustiadísima. Irme a la otra punta del mundo yo sola cuando apenas he salido de casa en dos años me parece una locura como un piano.

«Nerviosa» se queda corto.

Estoy aterrada.

—No quiero dejaros a papá y a ti en la estacada. Me necesitáis aquí. ¿Y si pasa algo mientras estoy fuera?

—Cariño. —Mamá me sonríe y dice—: Lo que papá y yo necesitamos es que seas feliz.

—Ya soy feliz.

—¿Conduciendo tractores? ¿Ayudando a las vacas a parir? —Me mira a los ojos—. Casi todas tus amigas se han ido del pueblo y se han casado.

—¿Y a mí qué?

—Y tú ya ni sales.

Se me forma un nudo en la garganta porque sé que tiene razón.

Lo cual no facilita las cosas.

—Hayden. —Sonríe—. Te espera mucha emoción ahí fuera.

Asiento.

—Y serás valiente y saldrás al largo y ancho mundo y harás nuevos amigos y reirás y vivirás y no te preocuparás por las dichosas vacas.

Se me humedecen los ojos. Me encojo de hombros y digo:

—Es que…

—Lo sé, tesoro, tienes miedo. —Me sonríe con ternura—. Pero más miedo me da a mí que pases aquí tu juventud sin saber lo que hay ahí fuera. —Me abraza—. Esta granja siempre te esperará, Hayden. Pero… él también.

—¿Quién? —pregunto, frunciendo el ceño.

—Tu futuro novio. Está por ahí, en algún sitio. Lo presiento.

Pongo los ojos en blanco.

—Mamá, no voy a conocer al amor de mi vida en un hostal para mochileros. Ya te lo digo yo.

—Nunca se sabe. Hay un montón de granjeros buenos e íntegros por ahí.

—Supongo. —Y con una sonrisilla, digo—: Pues nos vendría de perlas un veterinario.

—¡Esa es la actitud! —Entrelaza el brazo con el mío y echamos a andar hacia la finca—. O un mecánico que entendiese de diésel. Lo que cuesta mantener los puñeteros tractores.

Me echo a reír.

—Ya ves.

—Un fabricante de vallas también estaría bien —agrega.

Río. Me imagino trayendo a casa a un pobre diablo y a mi padre obligándolo a construir vallas durante días.

—Vamos a comprarte vestidos para salir con chicos.

—¿Qué le pasa a mi ropa? —exclamo como si me hubiera ofendido.

Ambas miramos mis vaqueros ajustados, mi camisa a cuadros y mis botas con puntera de acero manchadas de estiércol.

—Soy la última moda personificada, mamá. —Pongo los brazos en jarras y me contoneo un poco.

Abre los ojos como platos y dice:

—No es muy española, ¿no?

Christopher

—Y esta es la Nómada Lobo Negro. —El dependiente sonríe ufano—. Lo más de lo más en mochilas.

Miro la mochila exageradamente grande.

—Gracias. Te llamaremos si necesitamos ayuda —repone Elliot.

El dependiente se marcha y yo abro la cremallera.

—La cremallera funciona.

—No me entra en la cabeza que haya gente que camine cargando con esto a la espalda —susurra Elliot—. ¿Cuánto pesará cuando la llenes? ¿Veinte kilos?

—Seguramente.

—¿Te busco alguna con ruedas?

—No quiero parecer un blandengue. Yo arrastrando mi mochila y los demás cargando la suya.

—Los demás son idiotas.

—No quiero destacar.

Elliot se ríe entre dientes mientras contempla la mochila.

—Te digo yo que destacarás más por otras cosas.

Me fijo en otra mochila y la cojo. Hurgo en todos los bolsillitos. En la parte de abajo hay una bandejita. La saco y la aguanto sin dejar de mirarla.

—¿Y esto para qué será?

—Mmm… —Elliot me la quita de las manos y la gira mientras la observa—. ¿Un plato?

—No es muy hondo para ser un plato. Aquí no se puede desayunar bien.

El dependiente vuelve y dice:

—Eso es el váter.

Lo miro, pero el cerebro no me carbura.

—¿El qué?

—Eso es la taza. —Se encoge de hombros—. Para cuando tengas que irte a cagar al bosque.

Elliot vuelve a guardar la taza en la mochila como si le quemase los dedos.

—¡Que se va de mochilero, no al bosque!

El dependiente se ríe y dice:

—Vosotros no os habéis ido de mochileros, ¿no?

Elliot y yo nos miramos, pero no decimos nada.

—Si estás atrapado en un sitio concurrido y no encuentras un baño, haz tus necesidades en esta taza de aquí y vacíala cuando puedas. Más fácil imposible.

Miro ceñudo a esa bestia salvaje y suelto:

—Nada de lo que me has dicho me parece «más fácil imposible».

—¿Cómo? ¿Crees que va a guardarla después de usarla? —le suelta Elliot, escandalizado.

El dependiente se encoge de hombros tan campante y dice:

—Es una opción.

—Que voy a descartar —mascullo en tono seco mientras me alejo de ese animal.

Madre mía, ¿adónde iremos a parar?

Necesito salir de aquí. Me está subiendo la presión por segundos.

—¿Cuál es tu mochila más popular?

—Esta. —El dependiente me la enseña y añade—: Sin duda.

—Me la llevo.

—¿Roja o negra?

Roja.

Entorno los ojos. ¿Este tío va en serio? Nadie quiere una mochila roja.

—Negra.

—¿Qué más necesitaría? —le pregunta Elliot.

—¿Cuánto tiempo te vas?

—Doce meses.

El empleado silba y dice:

—Arrestos.

«Arrestos». ¿A qué narices se refiere?

—Si quisiera tu opinión, te la habría pedido —le espeto.

Señala a Elliot con el pulgar y dice:

—Él me la ha pedido.

Pongo los ojos en blanco. Este tío me está poniendo de los nervios.

—¿Qué es lo básico?

—Calzado cómodo y minitoallas de calidad.

—¿Qué es una minitoalla?

Me enseña un lote del tamaño de un mazo de cartas.

—Aquí dentro hay una toalla.

—Anda. —Asiento—. Impresionante.

—¿Qué más cosas mini tienes? —le pregunta Elliot.

—Aparte de lo obvio —mascullo por lo bajo.

—Para —me regaña Elliot en voz baja.

—Una brújula —contesta, y va a por ella.

—¿Una brújula? —digo—. Que voy de mochilero, no a escalar el Everest.

Este tío es imbécil.

Elliot abre mucho los ojos para mandarme callar.

El tipo vuelve y me pasa una brújula. Se la doy a Elliot.

—Nos la quedamos —repone Elliot demasiado deprisa.

—Tenemos unas botellas de agua chulísimas —prosigue el dependiente mientras se dirige a la otra punta de la tienda.

—No nos quedamos la brújula —susurro.

—¿Y si te pierdes?

—Pues usaré Google Maps como cualquier persona del siglo xxi. —Pongo los ojos en blanco.

—Que te la quedas —musita con rabia.

—Que no —susurro. Se la quito y la dejo en un estante.

El dependiente regresa con una botella de agua la hostia de grande.

—Esto es la caña. Se mantiene fría o caliente durante veinticuatro horas, y se puede llevar al cuello gracias a esta cuerda tan larga. Y mira, se camufla.

—Si crees que voy a llevar una botella de agua que se camufla colgada del cuello, estás mal de la azotea.

Elliot se parte la caja mientras se aprieta el puente de la nariz.

—¿Tienes GoPro?

—¿Para qué necesito una GoPro? —pregunto, ceñudo.

—Para que te la ates a la cabeza y veamos en todo momento tu vida de locos.

Pongo los ojos en blanco.

—Daría para un buen reality. —Alza las cejas como si acabase de tener una revelación—. Debería llamar a alguien. Alguna cadena se interesará, estoy seguro.

—Calla, anda. —Abro los ojos como platos y agrego—: No vas a llamar a nadie.

—Saco de dormir —dice el empleado mientras se acerca—. Esto es fundamental.

—Dormiré en una cama.

—Pero te hace falta un saco. No siempre conseguirás alojamiento. Tendrás que apañártelas.

Lo miramos con suspicacia y Elliot dice:

—Define «apañártelas».

—Pues dormir en el bosque o en una estación de tren o algo así.

¿En una estación de tren? ¿En serio?

—¿No tienes minicolchones? ¿Algo que se doble como la toalla? —pregunto.

El dependiente echa la cabeza hacia atrás y se troncha de risa.

—Me meo, tío.

«No era broma».

—Nos llevamos un saco. Este de aquí —dice Elliot mientras le da golpecitos.

—¿Amarillo o negro?

—¿No distingues los colores o qué? —Lo miro serio—. ¿Qué coño te pasa? Nadie quiere dormir en un saco amarillo.

El empleado pasa nuestras cosas a caja. Amontona las compras en el mostrador y dice:

—¿Vais a querer algo más?

—No.

Las escanea.

Por cómo mira Elliot el montón del mostrador, sé que algo le ronda la cabeza.

—¿Qué pasa? —le pregunto.

—¿Cómo va a caber todo eso en esa bolsa de tres al cuarto?

Mmm… Bien visto.

—¿Dónde vas a meter la ropa?

—Muy buena pregunta —farfullo.

—Se viaja ligero de equipaje —dice el dependiente.

—¿Cómo de ligero? —pregunto, ceñudo.

—Con lo mínimo: uno o dos calzoncillos, dos pantalones cortos, tres camisetas y un jersey. Y los zapatos que lleves puestos.

Lo miro mientras me entra un cague de la hostia.

—No puedo…

—Sí puedes —dice.

Miro a Elliot, que se encoge de hombros y replica:

—A mí no me mires.

¿Cómo puñetas se vive con cinco cosas contadas?

Cinco horas después

—¿Y esta puta mierda qué es? —grito.

Elliot, sumamente perplejo, se rasca la cabeza y dice:

—No deberíamos haberlo sacado de la funda.

—Di que sí, Einstein —bramo—. Mucho mejor enterarse en un hostal a reventar.

—No lo entiendo. —Elliot da la vuelta a las instrucciones y las lee—. Aquí no pone que vaya a pasar esto. ¿Hay algún botón o algo que se apriete?

Miro y miro.

—Aquí no hay ningún botón. Madre mía, qué percal.

—Jameson ha ido de acampada. Él sabrá qué ha pasado.

Elliot llama a los chicos mientras yo batallo un poco más.

—Hola —saluda Jameson.

—Eh —dice Tristan.

—La hemos liado —replica Elliot mientras levanta el móvil para que nos vean—. El tío de la tienda nos ha timado.

—¿Qué pasa? —pregunta Jameson.

—¿Cómo se mete esto… —digo mientras enseño el saco la hostia de grande—… aquí? —añado mientras sostengo en alto su minifunda. Pruebo a meterlo de nuevo.

Jameson se desternilla y dice:

—Pero tonto, ¡que tienes que enrollarlo!

—No se puede —exclamo—. Es como si un elefante quisiera tirarse a una cucaracha. —Lo intento una vez más—. Es imposible que esto quepa en esto.

—¿Sabes que existe algo llamado lubricante? —dice Tristan entre risas.

—Está claro que no —contesta Jameson—. ¿Has visto cómo le gustan las mujeres?

—Que os den. No estoy de humor para aguantar vuestras estupideces —grito, frustrado—. Menudo desastre. Se supone que me voy de vacaciones. No me sobran nueve horas al día para pelearme con un saco desobediente.

—Extiéndelo.

—¿Cómo?

—Que lo extiendas —me espeta Jameson.

Le hago caso.

—Ahora dóblalo por la mitad dos veces y enróllalo.

—¿Que lo enrolle? —pregunta Elliot, ceñudo.

—Que lo enrolles, tonto.

—¿Por qué el imbécil ese no nos habrá dicho esto en la tienda? —gruño.

Elliot y yo nos ponemos a gatas y tratamos de seguir las instrucciones. Resollamos, gemimos y, tras veinte minutos empleando todas nuestras fuerzas y oyendo a Jameson y a Tristan reírse de fondo, conseguimos meterlo en la funda.

—A cascarla. —Cojo el saco enfundado y lo pateo lo más fuerte que puedo—. Después del trabajo que me has dado, te quedas. No quiero volver a verte en la vida.

—Tienes que llevártelo —salta Elliot.

—Paso. Se necesitan cuatro hombres para guardarlo, y no soy mago. Me congelaré con mucho gusto.

Cuatro días después

El avión aterriza en la pista y suspiro largamente y con esfuerzo.

Ya está.

En nada, abandonaré mi cómodo asiento en primera clase para subirme a un Uber y poner rumbo a lo desconocido sin un centavo en el bolsillo.

No sé qué esperar. Solo sé que mi alojamiento cuesta dieciocho euros por noche, ni por asomo llevo ropa suficiente y odio mi saco de dormir con toda mi alma.

***

Al cabo de cuarenta minutos, me dirijo a la parada de taxis pagado de mí mismo.

He recogido mi equipaje sin problemas y todo va como la seda.

—Hola —le digo al taxista.

—Hola —me dice con una sonrisa.

—¿Puede llevarme aquí? —Le enseño la dirección en el móvil.

—Claro.

—Perfecto.

Abre el maletero. Guardo la mochila y me acomodo en el asiento trasero.

El taxista sube y pone en marcha el vehículo. Miro por la ventanilla con alegría.

Todo está saliendo a pedir de boca. Esto está chupado.

El conductor pisa a fondo y, en cinco segundos, pasamos de cero a cien. Adelanta a otro coche y este le pita.

—¡Ah! —Me agarro al asiento de delante—. ¿Qué hace?

Cambia de carril y las ruedas chirrían. Asustado, abro mucho los ojos.

—No corra tanto —bramo.

Cruza cinco carriles a toda pastilla.

—Tranquilo. —Se ríe mientras hace aspavientos con los brazos—. No pasa nada, no se preocupe.

—¿Cómo no me voy a preocupar si conduce así? 

Se salta un semáforo a toda velocidad. Aprieto los ojos mientras me aferro al asiento de delante como si me fuera la vida en ello.

—Más despacio —le exijo.

Pasa sobre un bache tan deprisa que pego un bote y me golpeo la cabeza con el techo.

—¡Aaay! —grito.

Por la ventanilla de delante veo que los coches vienen hacia nosotros.

«Quitaos del medio. ¡Vamos a morir!».

Dobla una esquina tan rápido que siento que vamos a acabar dando vueltas de campana. Me planteo saltar del vehículo.

Por fin, tras los veinte minutos más aterradores de mi vida, se detiene.

—Ya hemos llegado.

Salgo y cierro de un portazo.

—No vuelva a recogerme nunca.

—Vale —dice con una sonrisa.

Idiota.

Recojo mi mochila y subo las escaleras del hostal. Es grande. Tiene pinta de hotel barato y sucio.

Cruzo las puertas delanteras y oigo a gente coreando.

—Bebe, bebe, bebe.

Me asomo a las puertas dobles y veo lo que parece un bar al aire libre.

Hay un montón de gente reunida alrededor de un tubo de cerveza gigante.

Un tío tumbado de espaldas está a punto de ahogarse mientras todos los demás gritan y se ríen.

El tufo a macarra me revuelve las tripas. Abro mucho los ojos, horrorizado.

¿Qué infierno alternativo es este?

Capítulo 3

Hayden

—¿Este? —Mamá me enseña una percha de la que cuelga un bikini.

Tuerzo el gesto y digo:

—¿Y lo demás?

Se ríe.

Estoy con mamá y mi mejor amiga, Monica, comprando ropa para el viaje.

—¿Y este? —Monica me enseña un bikini amarillo con topos blancos.

—It was a teeny-weeny, eenie-meanie yellow polka-dot bikini —canta mamá.

Pongo los ojos en blanco y sigo mirando.

—No me gusta nada de lo que venden aquí.

—Porque no soportas ir de compras —saltan las dos al unísono.

—¿Este? —Monica me enseña un bikini negro cuya parte de abajo es un tanga y cuya parte de arriba es casi inexistente.

Ahogo un grito y digo:

—No. Ese bikini envía el mensaje equivocado.

—¿Uno que dice: «Hola, soy Hayden. Estoy buenísima y quiero marcha»?

Mamá se echa a reír.

—Es verdad, nos lo llevamos. —Se lo quita a Monica y se lo cuelga del brazo.

—Escuchadme bien. —Sigo paseando por la tienda—. Si llevas prendas reveladoras, atraes a los hombres equivocados.

Mamá y Monica se miran y ponen los ojos en blanco.

—¿Y quiénes serían esos hombres equivocados? —Mamá suspira.

—Los mujeriegos —contesto—. No los aguanto.

—Esos son los que molan. —Monica abre los ojos como platos—. Tú diviértete mientras puedas. —Se acaricia su vientre de embarazada y añade—: Te lo digo yo, Haze. Parece que lleves años casada.

—Ni que lo jures. —Mamá suspira al fondo.

Monica me enseña un vestido blanco elástico.

Ahogo un grito y digo:

—No, que se me va a ver todo.

Mamá se lo quita y se lo cuelga del brazo.

—¿Y a qué clase de tío quieres atraer? —me pregunta Monica mientras ojea un conjunto de lencería de encaje—. Pero bueno, qué sexy.

Mamá se lo cuelga del brazo.

—No busco a ningún hombre.

—Deja ya de ser tan mojigata —me espeta mamá.

—Regi no va a volver, Haze.

—Ya lo sé —salto.

—¿Y por qué lo esperas?

—No lo espero —farfullo—. Es que no he conocido a ninguno que me guste. Punto.

—Vale. Me estás diciendo que si Regi entrase en tu casa esta noche y te pidiese matrimonio, ¿le dirías que no? —Monica coge un vestidito rojo y me lo enseña.

—Pues claro que le diría que no. —Se lo quito y lo devuelvo a su sitio.

Salí con Regi cinco años. Fue mi novio en el instituto. Se fue a la universidad y no volvió.

—Pues ¿a qué clase de hombre? —insiste mamá.

—Mmm… —Lo medito un instante—. Rubio, competente, trabajador y amante de los animales. —Sigo pasando perchas—. No estaría mal que fuese virgen.

Mamá ahoga un grito, horrorizada.

—¿Virgen? ¿No quieres que sepa lo que hace, al menos?

—Lo que quiero es a un hombre fiel que me ame con toda su alma.

—Un virgen no va a hacer eso. —Monica resopla y agrega—: Practicará contigo y luego se preguntará qué se está perdiendo por ahí.

—No me apetece ser el segundo plato —repongo tan pancha—. Por cierto, vosotras dos podéis dejar ya de maquinar. Lo tengo todo controlado. Lo sabré cuando lo vea.

—Claro, porque vas a ir a España y te vas a topar con un virgen rubio amante de los animales… —Mamá pone los ojos en blanco.

—Que sí —digo con una sonrisa de oreja a oreja—. Tengo un pálpito.

Christopher

—¿En qué puedo ayudarte? —dice una voz desde detrás del mostrador.

—Pues… —Miro a mi alrededor y me pregunto si debería huir mientras pueda—. He hecho una reserva.

—Hola —dice el tipo—. Soy Nelson.

—Hola, Nelson. Christo. —Los chicos han decidido que no debería usar mi verdadero nombre por si alguien lo reconoce. Eso sí, ni idea de cómo se les ha ocurrido lo de Christo. Parece de conde o algo así.

—A ver, deja que mire… —Se mete en su ordenador y contempla la pantalla—. Ah, sí, aquí estás. ¿Has reservado una estancia de diez días?

Asiento mientras miro de refilón la fiesta de universitarios que hay montada en el bar.

—¿Has pagado por adelantado? —me pregunta.

Asiento otra vez. Ni idea de por qué he hecho eso.

—Te enseño tu habitación. —Sale de detrás del mostrador y agrega—: Por aquí.

Lo sigo.

—Estás en la habitación de los fósiles. 

—¿La habitación de los fósiles?

—Es donde metemos a los vejestorios.

—Disto mucho de ser viejo —farfullo.

—Aquí los mayores de veinticinco son viejos.

—Ah… —Echo otro vistazo a mi alrededor. Tiene todo el sentido del mundo: nadie mayor de veinticinco es tan tonto como para alojarse en este tugurio.

—¡Tachán!

Cuando abre la puerta, me quedo lívido.

Literas. Tres pares de literas. En el mismo dormitorio.

—Debe de haber un error. Solicité una habitación individual.

—Ya, pero es que no hay disponibles. Solo se conceden en caso de que haya libres.

Miro al mamón este con recelo.

—Entonces… ¿de qué sirve reservar con antelación?

—No sé. —Se encoge de hombros y entra en el cuarto—. Te presento tu cama. —Le da palmaditas a una de las literas inferiores.

—¿Esperas que duerma debajo de alguien?

—Sí.

—¿Y si se rompe la cama y quien esté arriba me aplasta y me mata?

—No sé. —Se encoge de hombros tan campante.

—Tú no sabes mucho, ¿no?

—Yo solo hago mi trabajo. —Sale del dormitorio—. Esta es tu taquilla. —Introduce el pin—. El código lo eliges tú. Deja tu mochila en el suelo y vendremos a guardártela. Cierra siempre con llave.

Dejo la mochila en el suelo y observo la cerradura. Espero que me enseñe cómo va, porque no tengo ni puta idea. Lo sigo mientras trato de concentrarme en lo que me dice.

—Te presento el lavadero. —Abre la tapa de una lavadora—. Un consejo: no dejes nada aquí fuera, hay muchos ladrones.

—Vale.

Me conduce a un patio exterior enorme.

—La cocina está al fondo. Servimos tres comidas al día, pero se come lo que hay. No se puede elegir.

—Vale. —Miro a mi alrededor. Cada pared es de un color llamativo distinto. Me da la sensación de que estoy en un parvulario o algo parecido.

Un parvulario infernal.

—Y en la otra punta está el bar. Es barato y mugriento, pero sirve. Cierra a las doce de la noche, así que no es algo que esté abierto a todas horas.

Miro de reojo la juerga universitaria que se están corriendo en el bar. El tubo de cerveza está a tope, y los salvajes beben como si fuera la primera vez que están sin sus padres.

—Entiendo.

—Ven, que te enseño el baño —dice mientras cruza el vestíbulo. Abre una puerta del pasillo principal y añade—: Es aquí.

Respiro hondo al ver semejante horror.

—Precioso.

Cubículo tras cubículo; ducha tras ducha.

—Nada de sexo —dice como si nada—. De tenerlo, los condones van a la papelera.

Frunzo el ceño, asqueado.

—¿Por qué me dices algo que ya sé?

—Te sorprendería.

«Qué asco».

—Pues ya estaría. —Pone los brazos en jarras como si estuviera orgulloso—. Eso es todo.

—Gracias.

—Avísame si necesitas algo. —Y se va tan pancho.

Me quedo mirándolo. «¿Piensas dejarme aquí solo?».

—Traga, traga, traga. —Las voces resuenan desde el bar. Se oyen gritos y carcajadas.

Miro a mi alrededor sin saber muy bien qué hacer.

Cruzo el pasillo y guardo la mochila. Entro en mi cuarto…, aunque no es mi cuarto. Me doy cuenta de que no he estado más incómodo en toda mi vida.

Me dispongo a sentarme en mi cama, pero ni siquiera puedo hacer eso, sino que tengo que tumbarme.

Manda huevos. Me voy a dar una vuelta.

No sin temor, me adentro en las calles de Barcelona. A ver, ¿y ahora qué narices hago yo en una ciudad sin dinero?

***

Al cabo de tres horas, regreso al hostal. No soportaba pensar que tendría que cenar aquí, así que he cenado en un restaurante.

Ahora me quedan mil ochocientos dólares. Estoy bastante seguro de que un bistec de cien pavos se sale de mi presupuesto.

Mañana me administraré mejor.

Mientras enfilo el pasillo en dirección al bar, una chica me toma del brazo y me dice:

—Eh, hola, ¿eres el nuevo de nuestro cuarto?

—Sí.

—Soy Bernadette.

—¿Qué hay? Yo Christo… —Me callo antes de decir «Christopher».

Joder, qué mal suena Christo.

—¿Te apetece salir?

—Pues… —Titubeo. ¿En plan cita?

Esta mujer no me pone nada.

—Somos un grupito. Nos vamos de copas. —Antes de que pueda contestar, entrelaza el brazo con el mío y dice—: Va, que nos lo pasaremos bien. No acepto un no por respuesta.

—Vale. —Me encojo de hombros. Lo que sea con tal de no quedarme aquí—. Me ducho y me cambio.

—Te espero en el bar.

***

Una hora después, vamos por la calle.

Leo el cartel que hay encima de la entrada mientras subo las escaleras.

SANTOS

—Este sitio es una pasada —exclama Bernadette mientras sube las escaleras de dos en dos.

—¿Y eso? —pregunto.

—Las copas están tiradas de precio y hay tíos a mansalva.

—Vale. —Arqueo una ceja—. No me interesa mucho eso último, pero… —Mierda, me he expresado mal—. Olvida lo que te he dicho. No me interesa nada de nada.

—Deberías probarlo —dice tan pancha mientras sube las escaleras—. Un pene es mucho mejor que un bollo peludo.

¿Cómo?

«Bollo peludo»… ¿Por qué una mujer diría «bollo peludo»?

Esta tía es rara de cojones.

—Lo dudo mucho —mascullo mientras llegamos a lo alto de la escalera. Observo el deslumbrante espectáculo que tiene lugar ante mis ojos. Hay luces de neón por todas partes. Las cosas giran y los letreros centellean.

—¿Qué opinas? —me pregunta mientras sonríe maravillada.

—Está bien… como pesadilla epiléptica —farfullo. Miro las brillantes luces estroboscópicas. Hay una diana, mesas de billar y karaoke. Todo el local es de madera y está decorado para que parezca una cabaña o algo por el estilo.

La gente es más o menos de mi edad. Se oyen risotadas por todo el establecimiento. Desprende buen rollo.

Vale…, esto no está tan mal. Ya no me siento tan inestable mentalmente.

—Ha venido todo el mundo.

La chica saluda y me arrastra del brazo hacia la multitud.

O se toma demasiadas confianzas o es amistosa por naturaleza. A estas alturas, ya no sé nada. Es como si estuviera tan saturado que se me hubiera atrofiado el juicio.

Llegamos a la zona donde está la pandilla.

—¡Has venido! —dice un hombre sonriendo. Tiene acento australiano—. Lo sabía.

—Sí.

—¿Una birra? —pregunta.

—Sí, porfa.

El tipo vacila y yo frunzo el ceño.

—Son cinco euros. —Me mira como si fuera tonto, con los ojos muy abiertos.

Pues va a ser que sí que lo soy.

—Perdona. —Hurgo en mis vaqueros. Saco un billete y se lo doy. Me siento imbécil—. Gracias.

Asiente y se dirige a la barra.

—¿Y tú quién eres? —me pregunta un tío. Es alto, tiene rastas negras y largas y la tez olivácea.

Me estremezco. Joder, qué mal huele. El peor olor corporal que he olido en mi vida.

—A ver si nos duchamos —le espeto.

—¿Cómo? —Frunce el ceño. Levanta el brazo y se huele el sobaco—. No me hace falta.

—Anda que no. —Hago una mueca—. Apestas tanto que me lloran los ojos.

«Madre mía, aléjate de mí». Es insoportable.

—No me rayes. —Pone los ojos en blanco—. No me voy a poner productos químicos.

—¿Con «productos químicos» te refieres a desodorante?

—Es una conspiración del Gobierno. —Asiente como si se creyera a pies juntillas lo que dice—. Así huelen los humanos. Te han adoctrinado para que te guste el olor a veneno.

Lo miro ceñudo. ¿Qué se ha fumado este?

—¿Es la primera vez que viajas? —me pregunta.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque eres muy estirado y criticón.

—No soy criticón —replico.

—Anda que no. Fijo que miras todo y a todos y los comparas con tu dulce hogar. —Se ríe mientras le da un trago a la cerveza—. Más te vale relajarte, y rápido, o volverás a tu casa en el primer vuelo que salga.

Frunzo el ceño. Es como si me leyera la mente. Abro la boca para contestar, pero me llega de nuevo su hedor y tuerzo el gesto del asco.

—Hostia, qué mal hueles.

—¿Ves como sí eres un estirado de mierda? —Se encoge de hombros como si no me creyera—. Nadie me ha dicho eso nunca.

—No me lo creo. Imposible.

—Pues es la verdad —repone con una sonrisilla.

—Deduzco que no te comes una rosca.

Se le desencaja el semblante y dice:

—¿Cómo lo sabes?

—Pues porque a las mujeres les gustan los tíos que huelen bien, no a vertedero.