La reina de las bandidas - Parini Shroff - E-Book

La reina de las bandidas E-Book

Parini Shroff

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Beschreibung

UNA COMEDIA NEGRA SOBRE SOBRE MUJERES QUE QUIEREN DESHACERSE DE SUS MARIDOS  «Una historia reconfortante sobre un elenco de mujeres con la idea de asesinar a sus indeseables maridos. Una historia que demuestra que el antídoto contra cualquier circunstancia sombrías es la amistad femenina». The New York Times Book Review Una irreverente comedia negra repleta de mujeres irónicas e ingeniosas.Cinco años atrás, el marido de Geeta desapareció sin dejar rastro. Sin embargo, en su remota aldea de la India corre el rumor de que ella lo mató, algo que no se ha molestado en desmentir, pues esa mala reputación puede mantener a salvo a una mujer soltera en la India rural: nadie se mete con ella, ni la acosa, ni intenta controlarla de nuevo. Pero su libertad no pasa desapercibida para sus vecinas, y cuando una de ellas le pide ayuda para deshacerse de un esposo borracho y abusivo, se pone en marcha una sucesión de acontecimientos incontrolados que cambiarán para siempre la vida de Geeta y de todas las mujeres de la aldea. Perspicaz, irreverente y conmovedora, La reina de las bandidas es una novela inolvidable repleta de humor negro sobre un grupo de mujeres que anhelan una segunda oportunidad para sus vidas. *Finalista al debut del año según Goodreads* «Shroff considera con inteligencia una forma en que las mujeres de la India rural podrían lograr autonomía». The Washington Post

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La reina de las bandidas

Parini Shroff

Traducción de Victoria Marcé

Título original inglés:: The Bandit Queens.

© del texto: Parini Shroff, 2023.

© de la traducción: Victoria Marcé, 2024.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: mayo de 2024.

ref.: obdo328

isbn: 978-84-1132-871-5

aura digit • composición digital

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

ÍNDICE

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Epílogo

Nota de la autora

Agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Dedicatoria

Comenzar a leer

Agradecimientos

Colofón

para arthur, mi guía: nevada-1-2-1-papa-papa

1

Las mujeres estaban discutiendo, pues el prestamista llegaría en pocas horas y aún faltaban doscientas rupias. Mejor dicho, faltaban Farah y sus doscientas rupias. Las otras cuatro mujeres del grupo de crédito se habían reunido, como cada martes, para aportar sus respectivos fondos.

—¿Dónde está? —preguntó Geeta.

En lugar de responder, las demás comenzaron a cotillear sobre cuándo y dónde habían visto a Farah con el objetivo de establecer una secuencia de hechos que, a oídos de Geeta, no coincidían. Saloni, una mujer cuya capacidad para comer solo era superada por su malicia, echaba cada vez más leña al fuego.

—Esta no es la primera vez que sucede —dijo Priya.

—Y sabéis que no será la última —añadió Saloni.

Cuando Preity mencionó que estaba casi segura de haber visto a Farah comprando hachís, Geeta pensó que era mejor empujarlas hacia asuntos más prosaicos.

—A Varun no le gustará esto.

—Bueno, ahora sabemos dónde va a parar su dinero —comentó Priya.

—¡Qué musulmana más devota! —Saloni resopló de forma sutil para una mujer de su tamaño. Últimamente había estado tratando de aumentar de peso como prueba de su estatus en la comunidad y eso, sumado a su increíble talento para hostigar, le daba una apariencia que le iba bien. Sin embargo, Geeta conocía a Saloni y a su familia desde pequeña —cuando reinaba en el patio de la escuela en vez de en el grupo de crédito— y sabía bien que esa corpulencia se debía más a la traición de la genética al llegar a los treinta que a una elegante marca de riqueza; algo irónico considerando que había vivido sus primeros diecinueve años desnutrida y delgada como una hoja de papel, e igual de cortante. De todas maneras, había logrado casarse bien y se había transformado en una mujer deslumbrante que había recuperado la figura esbelta después de tener al primer hijo, pero que no había conseguido lo mismo tras el segundo.

Geeta, con interés clínico, las escuchó mientras cotilleaban y observó cómo cada una contribuía con sus comentarios, y luego se puso a pensar en que esa era la manera en que debían haber murmurado sobre ella tras la desaparición de Ramesh —una mujer deshonrada y «manchada»—, para luego callarse cuando ella se acercaba y esbozar unas sonrisas compasivas tan sinceras como las promesas de los políticos. No obstante, en ese momento, cinco años después de que su marido se hubiera ido, y gracias a la ausencia de Farah, vio que, en lugar de ser rechazada, estaba dentro del redil. Era un honor algo dudoso.

Comenzó a tocarse la oreja. Cuando todavía usaba pendientes, solía comprobar que la rosca estuviera en su lugar; además, el pinchazo agudo pero inocuo del palillo le resultaba reconfortante. Ese hábito persistió incluso después de que su marido se hubiera esfumado y ella dejara de usar joyas por completo: ya no llevaba arete en la nariz, brazaletes ni pendientes.

Geeta, cansada del cotilleo y de las conjeturas sobre la deserción de Farah, las interrumpió:

—Si cada una pone cincuenta más, podremos darle a Varun la suma completa.

Eso captó la atención de las allí presentes y la habitación quedó en silencio. Geeta oyó el débil zumbido del ventilador removiendo el aire, cuyo motor, que se movía en círculos cerrados, parecía un pequeño aro de hula-hoop. Las aspas eran puramente decorativas, ya que el calor seguía siendo denso e implacable. El aparato colgaba de un fuerte cable que Ramesh había colocado en su antigua casa en los primeros tiempos de su matrimonio, por lo que, cuando él se había tambaleado en la escalera, no había habido problemas en que ella se riera de ello; él incluso había reído también. La ira no se había apoderado de su marido hasta el segundo año juntos, después de que los padres de ella fallecieran. Cuando se vio obligada a mudarse a esa casa más pequeña, ella misma colgó el cable.

Una lagartija subió en diagonal por la pared a toda velocidad y se escondió a la sombra del dintel. Su madre solía decirle que no debía tenerles miedo, ya que traían buena suerte. Geeta deseó que cayera encima de alguna de las mujeres, preferiblemente encima de Saloni, quien temía a todos los animales excepto, de forma inexplicable, a las arañas. Las otras dos —las hermanas Priya y Preity— no eran amables ni crueles, pero sí obedecían a su líder. Ella las comprendía, porque alguna vez también había seguido las órdenes de la mujer.

—De ninguna manera. Es problema de Farah —contestó Saloni.

Geeta se quedó mirando hacia la pared oscura, anhelando que la lagartija hiciera lo que ella esperaba, pero no ocurrió nada.

—No, es problema de todas —objetó—. Si no pagamos, el próximo año Varun no nos dará otro préstamo.

Los rostros de las mujeres se volvieron sombríos, pues era sabido que el centro otorgaba préstamos a grupos, no a individuos. Entonces se produjo una metamorfosis colectiva: de deslenguadas a mártires, todas comenzaron a dar excusas y a competir sin un juez que indicara quién era la parte más perjudicada.

—Yo debo comprar los libros escolares, que cada vez son más costosos. —Saloni apretó los labios—. ¡Pero es una bendición tan grande ser madre!

—Nosotros acabamos de comprar otro búfalo. ¡Mis hijos beben tanta leche! Siempre les digo: «Si tenéis sed, bebed agua». —Preity tosió—. Aun así, me dan mucha felicidad.

—Mi niño necesita medicamentos para la infección en el oído. ¡Se pasa el día llorando! —exclamó Priya, quien luego se apresuró a añadir—: Pero no hay mayor alegría que un hijo.

—La dicha de ser madres —murmuraron.

—Qué privilegio, ¿no?

Preity y Priya eran gemelas y en otros tiempos habían sido idénticas; sin embargo, en la actualidad las cicatrices en el rostro y el cuello de Preity brillaban mientras asentía con la cabeza.

—¿Qué dices tú, Geeta? —preguntó Saloni. Los brazos de la mujer eran anchos y rollizos en la parte superior, lo que hacía que las mangas del sari se vieran tensas, pero luego estos recuperaban la juventud de forma abrupta en los codos y antebrazos. Las dos partes podrían perfectamente pertenecer a personas distintas.

—Bueno, yo no tengo el privilegio de ser madre —respondió Geeta cuando las mujeres se quedaron sin excusas. Su voz sonaba paciente, pero tenía una sonrisa despiadada—. Por otro lado, sí tengo la dicha de poder dormir y disfrutar el dinero. —Ninguna rio, sino que se pusieron a observar el techo, el ventilador y la puerta e, incluso, a mirarse unas a otras; es decir, cualquier cosa excepto a Geeta. Hacía tiempo que ella había abandonado la idea de que se necesitaba el contacto visual para ser vista y se había acostumbrado a que los demás se sintieran incómodos a su alrededor, más que nada porque no les gustaba que les recordaran que daban por sentado aquello que ella había perdido, a pesar de que Geeta ya no sintiera que Ramesh le hubiera quitado nada al irse. Había momentos en que deseaba decirles a esas mujeres que podían quedarse con sus maridos chupasangres, que no las envidiaba para nada y que no deseaba ni la más mínima parte de sus complicadas y miserables vidas. Si bien era verdad que no tenía amigas, sí disfrutaba de libertad. En ese instante, otra lagartija pasó a toda velocidad por la pared. Geeta apreciaba la suerte como cualquier otro, pero no quería dos lagartijas en su hogar, pues se decía que, si uno las veía aparearse, se encontraría con un viejo amigo; en cambio, si se peleaban, también pasaría eso con alguien querido.

»Yo pagaré —les dijo mientras iba a buscar la escoba de paja que estaba en un rincón—. No tengo hijos, marido ni búfalo. —Una vez allí, pasó las cerdas endurecidas de la escoba por el techo, pero, como eso no logró ahuyentar a las lagartijas, dio dos golpes en la pared. Alguien dio un grito ahogado al oírlos, y Geeta vio que Priya se escondió detrás del cuerpo robusto de Saloni, como si ella fuera una amenaza, algo que coincidía con lo que muchos asumían que era: una churel que, según quién cotilleara, devoraba niños, provocaba la esterilidad en las mujeres o volvía impotentes a los hombres. Que una mujer tuviera que morir para poder regresar como churel poco importaba para detener los rumores del pueblo.

Saloni se secó el labio superior con el dorso de la muñeca, pero el sudor volvió a aparecer enseguida. Acto seguido, miró a Geeta, y esta pudo recordarla con facilidad a los catorce años: esbelta y altiva, montada en la bicicleta con la cadera que sobresalía del asiento, lo que provocaba suspiros en los muchachos.

La lagartija finalmente cayó —no en el rostro desdeñoso de Saloni, por desgracia— y trató de orientarse. Un instante después, Geeta golpeó el suelo con la escoba para que se dirigiera hacia la puerta abierta.

—Entonces estamos de acuerdo —dijo Saloni—. Tú, Geeta, pondrás el dinero que falta. Y después arreglarás las cuentas con Farah. —Era una afirmación, no una pregunta.

Con el opresivo sello de aprobación de Saloni, las otras no osaron protestar. El peso de esa mujer en la sociedad hacía juego con el de su físico. Su suegro era el jefe del panchayat, el consejo de la aldea, y, por eso, cuando cinco años atrás el gobierno les había exigido que revisaran el sistema de reservas y eligieran a una mujer para ocupar uno de los cinco puestos del consejo, ella fue la opción obvia. De hecho, lo habitual era que esas reuniones por el préstamo se llevaran a cabo en su casa, pero esa semana habían elegido la casa vacía de Geeta por razones que nadie se había molestado en explicarle.

Las gemelas miraron a Geeta con recelo, como si fuese Kali, la diosa de la muerte, y la escoba fuese una hoz. Geeta sabía que estaban pensando en Ramesh y en qué habría sido de él a manos de ella. De repente, dejó de formar parte de la manada; las mujeres evitaron mirarla y tocarla mientras le entregaban el dinero antes de marcharse. Saloni fue la única que la miró a los ojos y Geeta pensó que era una forma de reconocimiento, a pesar del desdén con que lo había hecho. Aunque negativa, al menos era una respuesta al espacio que ella ocupaba en el mundo, en la aldea, en esa comunidad.

Cuando las tres salieron, Geeta cerró dando un portazo.

—No, no. Gracias a vosotras —murmuró para sí misma de manera efusiva.

Farah apareció esa noche, asustada y muy desanimada. Llevaba un calabacín a modo de regalo y tenía el ojo izquierdo tan hinchado que no podía abrirlo; parecía un pistilo apretado en medio de una flor púrpura. Geeta se propuso no mirarla fijamente mientras le extendía el brazo para ofrecerle la hortaliza larga y verde.

—¿Qué es esto?

Farah agitó el calabacín hasta que Geeta lo tomó y respondió:

—No es correcto aparecer en la casa de alguien con las manos vacías; todo el mundo lo sabe. Saloni fue a verme y me comentó que tú habías pagado mi parte, así que deseaba agradecértelo. También me explicó que debería acordar contigo algún tipo de interés por…

—Saloni es una perra —dijo Geeta, y Farah pestañeó varias veces sorprendida por esas palabras—. Solo tengo una pregunta.

Aunque era consciente de que lo indicado era invitar a la mujer a entrar, se apoyó en el marco de la puerta y comenzó a golpear un extremo del calabacín contra la palma como si fuese una porra.

—Te pagaré tan pronto como… —comenzó a decir Farah moviéndose con nerviosismo.

—Navratri fue hace poco, así que habrás tenido varios pedidos de vestidos nuevos —apuntó Geeta, y la otra, con la cabeza gacha, asintió—. Y las dos sabemos quién le hizo eso a tu rostro.

—No me estás haciendo ninguna pregunta. —Farah se llevó las manos a los codos opuestos, lo que hizo que su espalda se encorvara aún más.

—¿Qué harás cuando él vuelva a quitarte el dinero?

La mujer cerró los ojos y respondió:

—No lo sé.

—¿Para qué lo usará él?

—Karem —suspiró Farah.

Geeta conocía a Karem, y su marido también. Ese hombre se dedicaba a vender la bisutería increíblemente fea de su esposa muerta en una pequeña tienda, algo que no dejaba muchas ganancias. No obstante, lo que obtenía de la venta de licor ilegal alcanzaba para alimentar a toda la camada de hijos.

—Si algunas de las otras mujeres se quejaran a sus maridos, tal vez ellos se podrían enfrentar al tuyo.

—¡No! —Las cejas gruesas de Farah se elevaron y el ojo sano se abrió aún más por el miedo, lo que hizo que el otro, hinchado, pareciera todavía más pequeño. La imagen era tan perturbadora que Geeta decidió enfocar la mirada en las clavículas de la mujer—. No, por favor —repitió—. Se enfadará mucho. De todos modos, no creo que puedas convencer a las demás; no les gusto mucho.

Eso sorprendió a Geeta, que pensaba que ella era la única marginada del grupo de crédito. Tras dar un suspiro, preguntó:

—¿No puedes esconder un poco de dinero fuera de casa? ¿O mentirle sobre lo que estás haciendo?

—Pensé en eso la semana pasada, cuando perdí los otros pagos. —Farah tragó, lo que hizo que la nuez de la garganta retrocediera y volviera a su lugar. Luego se señaló el labio partido—. Pero él se enteró. —Entonces se acercó un poco y preguntó—: ¿Puedo pasar?

—¿Para qué? —quiso saber Geeta mientras se hacía a un lado para dejarla entrar. Farah se quitó las sandalias y la dueña de la casa observó cómo los omóplatos de la mujer, que sobresalían de la delgada blusa, parecían alas a punto de desplegarse. No le ofreció asiento ni un vaso de agua, porque, si bien a un invitado había que tratarlo como a los dioses, no consideraba a Farah como tal. Además, pese a que iba al templo tres veces al año, Geeta no era tan devota como su madre.

Las dos mujeres quedaron de pie en medio de la única habitación de la casa. De pronto, Farah se acercó y Geeta, alarmada, dio un paso atrás, pues le molestó esa libertad de considerarla una especie de confidente. No eran amigas; ella había completado el pago por necesidad, no por amabilidad. No obstante, Farah se había aferrado a ese gesto con la desesperación de un perro abandonado.

En ese momento, Geeta quiso decirle que tuviera un poco de orgullo y se recompusiera, porque había muchas personas como su marido esperando para quitarle hasta lo más mínimo. No era típico de Geeta meterse en asuntos ajenos ni dar consejos, pues eso significaría que le importaba y, en realidad, la apatía era su mantra.

Pero, entonces, Farah dijo:

—Tú… Tú debes recordar lo duro que es. Ramesh iba todo el tiempo a lo de Karem antes de…

Eso hizo que cualquier deseo que Geeta tuviera de darle un consejo desapareciera. Luego, gracias a un poco de tacto tardío, Farah se calló, pero el daño ya estaba hecho, y evitar el tema le pareció cobarde. Los varios finales posibles a la oración inacabada quedaron dando vueltas por la tensa habitación; eran ecos de los cotilleos que habían invadido la aldea cuando Ramesh había desaparecido. «Antes de que le pusiera vidrio molido en la comida; antes de que le chupara toda la sangre con los colmillos; antes de que lo cortara en trocitos y se lo diera a los perros».

—Sí —contestó Geeta finalmente—. Antes.

Era hora de que Farah se marchara y Geeta no veía el momento de cerrar la puerta al ojo hinchado y juzgador y a la supuesta camaradería de la mujer, quien, sin embargo, continuó:

—Necesito tu ayuda. Un favor.

Fue un movimiento audaz que sorprendió a Geeta, pero que también, a regañadientes, le inspiró un poco de respeto.

—Quieres un poco más, ¿eh? Pues no tengo dinero para prestarte.

—No; es que creo que sé cómo detenerlo.

—Bueno, entonces hazlo, así puedes devolverme lo que me debes. —Geeta comenzó a empujar a la visita indeseada hacia la puerta, tal como había hecho antes con la lagartija, excepto que a la mujer no le golpeó los talones agrietados con una escoba.

—¡No, espera! —Farah la esquivó y entró aún más en la habitación. Geeta suspiró, y la otra mujer continuó—: Tú detuviste a Ramesh. Él bebía y te golpeaba, lo sé. Todos lo vimos.

—Todos lo vieron —repitió Geeta—. Pero nadie hizo nada.

—Era un asunto familiar —dijo Farah con la mirada baja, otra vez con timidez.

Geeta asintió con la cabeza.

—Sí, y esto también lo es. Buena suerte, Farahben. —El sufijo de respeto que significaba «hermana» no era necesario, ya que ella era mayor, pero se sintió cómoda con la distancia que creaba.

—¡Solo quiero que me enseñes! —estalló Farah cuando la otra cogió el pomo de la puerta de entrada. Estaba más alterada de lo que Geeta nunca la había visto y su ojo bueno se movía frenéticamente—. Puedo detener a Samir; solo necesito que me expliques cómo lo hiciste y lograste salirte con la tuya.

—Con «detenerlo» te refieres a…

—¡Asesinarlo! —exclamó Farah en voz demasiado alta mientras se daba un golpe en la palma de la mano con la otra como si fuese un cuchillo—. Deshacerme de él. Eliminarlo. Matarlo como a un perro. —Luego hizo un chasquido con la lengua mientras se pasaba el pulgar por el cuello simulando cortarlo.

Geeta la miró boquiabierta.

—¿Acaso tú también le has estado comprando a Karem?

—¡Claro que no! —Farah se mostró muy indignada, como si lo que le hubiera preguntado fuese moralmente repugnante. Respiraba muy deprisa y con dificultad, tanto que parecía tener hipo.

—Tranquilízate —le indicó Geeta cuando vio que la otra comenzaba a darse aire.

Farah asintió con la cabeza mientras hiperventilaba y luego, en un largo suspiro, murmuró:

—Kabaddi, kabaddi, kabaddi…

—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó Geeta mientras la observaba.

—Decir el nombre del juego de esta manera me ayuda a respirar mejor —respondió Farah ya estabilizada—. Me calma cuando estoy estresada o asustada. Es mi mantra.

—¿Tu mantra es kabaddi?

—Sé que es un poco raro, pero…

—No, tú eres un poco rara; lo otro es extraño. —Geeta dio un suspiro profundo. Ese encuentro, que debería haber sido para que Farah le diera las gracias y nada más, se había transformado en una insensatez, y que ella hubiera permitido que llegara hasta ahí indicaba una inusual pérdida de control. ¿De verdad estaba tan necesitada de compañía que permitía la locura de esa mujer? Se alisó los mechones de cabello rebeldes contra la coronilla y, con calma, continuó—: No tienes idea de lo que estás diciendo. ¿Acaso crees que eres la Reina de los Bandidos como para andar matando hombres a tu antojo? Vete a casa y piensa en otra cosa.

—¡Ya lo he pensado! —exclamó Farah con los puños cerrados y los pulgares metidos dentro, lo que los hacía parecer pequeñas tortugas. Era como una niña al borde de un berrinche, adorable pero desconectada de la realidad—. Si no me deshago de él, perderé el crédito y el negocio. O, que Alá no lo permita, podría acabar como Runi. —La mujer se estremeció, e incluso Geeta tragó saliva por instinto ante la mención de la desafortunada compañera que una vez había sido parte del grupo de crédito.

—¡Es el padre de tus hijos! Piensa en lo que sería para los niños.

—¡Lo hago por ellos! No sabes de lo que es capaz. Él… —Exhaló y siguió—. Creo que, si estuviese solo yo, podría aguantarlo. Pero no puedo estar en todas partes al mismo tiempo; ellos son tres, y yo a veces… No es que me esté quejando —explicó pestañeando varias veces.

—No, claro que no.

—Por supuesto que amo…

—Ser madre —completó Geeta.

—Es tan gratificante —afirmó Farah con los ojos cerrados, como si estuviera recibiendo una bendición—. Pero mira, todos estaremos mejor sin él: yo, los niños, nuestro grupo de crédito. Por favor —rogó con las palmas juntas—. Quítame el arete de la nariz.

A pesar de ser una metáfora que hacía años que Geeta no escuchaba, comprendió lo que Farah le estaba pidiendo: «conviérteme en viuda».

—El hecho de que dos hombres desaparezcan en una misma aldea no pasará desapercibido —dijo Geeta con los brazos cruzados—. ¿Qué le dirás a la policía?

Farah comenzó a dar saltitos. Parecía que iba a salir volando por la ilusión, y tanto entusiasmo resultaba patético.

—Dejaremos el cuerpo para que ellos lo encuentren. Parecerá un accidente. Además, lo de Ramesh pasó hace más o menos cinco años, ¿no?

—¿Un accidente? —preguntó Geeta—. ¿En qué estás pensando? ¿Qué parezca que se tropezó y cayó un par de veces sobre un cuchillo? ¿O que se disparó con un arma que no tiene?

—Bueno, tienes razón, aún no lo tengo todo bien planeado, y por eso te necesito a ti. Repetiremos lo que tú hiciste, pero haremos que parezca un accidente.

—¿Por qué hablas en plural? —Geeta levantó las manos con las palmas hacia delante y dio un paso atrás—. Yo no participaré en esto.

—Sí, sí que lo harás. —Una calma extraña se apoderó del rostro magullado de Farah, quien relajó los hombros y bajó la voz. La dignidad hizo que se irguiera más y que sus miembros parecieran más largos. Toda esa transformación inquietó a Geeta—. Las otras esperarán que tú cubras mi parte si Samir vuelve a robarme. Piénsalo. Eres la única que no tiene una familia a la que cuidar, pero, si perdemos el préstamo, también eres la única que no tiene a nadie que se haga cargo de ella. —Se acercó un poco y añadió—: Así que me ayudarás.

Su lógica no tenía fallas; solo había dicho la pura verdad. Sin embargo, ese coraje repentino y astuto provocó resentimiento en Geeta.

—Guárdate esos diálogos de película y lárgate de mi casa.

Entonces Farah, ya cansada, volvió a desanimarse y a ser la misma del principio.

—Por favor, Geeta.

—No.

Al final, Farah se fue tal como había llegado: con la cabeza gacha y la espalda encorvada, como si el aire vespertino fuese una carga demasiado pesada. Mientras la veía marcharse, Geeta sintió el impulso de llamarla, no para seguir hablando del alocado plan, sino para beber té y conversar sobre la aterradora soledad y el aborrecimiento que acompañaban los ojos amoratados y las costillas rotas. No obstante, enseguida recordó que Farah estaba volviendo a casa con su familia, y el impulso desapareció.

2

Aunque Geeta se consideraba una mujer artífice de su propio éxito, no lo era de su propia viudez. Al contrario de lo que se comentaba en el vecindario, ella no había logrado «quitarse el arete de la nariz» matando a Ramesh, pues jamás había tenido deseos de destruirlo a él, sino solo algunas partes: la que estaba siempre bebiendo; la que se enfadaba con rapidez, pero era lenta para perdonar; la que la culpaba por no haber tenido hijos, algo que bien podría haber sido un problema de él. Pero nada era blanco o negro en el matrimonio y tampoco en el abuso, puesto que había otras partes que ella había amado; partes que, cuando se descuidaba, aún le generaban una ternura involuntaria.

Sin embargo, extrañar a Ramesh era más hábito que compulsión, y los recuerdos que tenía de él parecían pertenecer a otra persona o haber sido sacados de una película; por ejemplo, aquella ocasión en que los padres de su marido habían ido por primera vez para comprobar su idoneidad como futura esposa y él le había salvado el pellejo al tostar el papadam por ella. O cómo, durante el primer año de casados, él solía dormir con una mano apoyada en el hombro, la cadera o el estómago de ella. También la vez que él había intentado enseñarle a silbar con los dedos y luego, al verla fallar, se había echado a reír con los ojos entrecerrados mientras a ella le brillaban las manos y el mentón llenos de saliva.

No obstante, había otras cosas que Geeta había aprendido de su marido: a no interrumpirlo, a no poner sal de más en la comida, a disculparse de la manera correcta cuando fallaba en lo antes mencionado («Tienes razón; yo me equivoqué; lo siento»), a no llorar cuando la golpeaba y a cocinar con la mitad del presupuesto porque él, a pesar de haberse gastado todo el dinero en lo de Karem, exigía una cena decente.

Geeta ya no necesitaba ese tipo de lecciones. Tras la partida de Ramesh, se había culpado a sí misma y luego a Karem, a quien asociaba con el olor a alcohol de contrabando que solía tener su marido: una fetidez dulce y repugnante que inundaba la cama, la casa e incluso a su propio ser hasta el hartazgo. Se preguntó si Farah también se sentiría sofocada por el hedor y si, como ella, habría aprendido a respirar por la boca. Volvió a surgir ese impulso molesto, el deseo de compartir y escuchar, de comparar las historias de sobrevivientes con Farah.

«Si está tan sola, que consiga un perro», se reprendió a sí misma.

Ramesh no había tenido la decencia de irse después de una gran discusión, sino que había huido una noche despejada de martes en la que Geeta no lo había interrumpido ni una vez, el undhiyu no estaba salado y ella se había dormido sonriendo como una idiota después de que él le llenara de besos el mentón. Y su golpe de gracia: escabullirse y dejarle solo deudas y el vientre polvoriento, de modo que todos se turnaran para cuchichear qué terrible vicio de ella lo habría alejado. Eso hicieron hasta que vieron que él no mandaba a buscar el resto de sus pertenencias ni reclamaba la casa. Ni siquiera el hermano mayor de su marido, que vivía en un bungalow en una ciudad cercana y cuidaba de sus padres, había podido contactarlo. Luego, los cuchicheos habían comenzado a hablar de asesinato. Para ellos, estaba claro que Ramesh estaba muerto; no había otra explicación.

La policía había aparecido con algunas preguntas e insinuaciones poco sutiles de que podían concentrarse en otro caso si se les pagaba, pero se habían desvanecido en cuanto se dieron cuenta de que Geeta tenía poco, tanto a nombre de casada como de soltera. Sin embargo, el pueblo seguía sin estar convencido de su inocencia y le daba la espalda como a cualquier paria de la sociedad. Corrían rumores de que era una churel: una bruja que caminaba con los pies al revés buscando a los hombres para vengarse y, con sus huellas torcidas, se aseguraba de que estos fueran hacia ella en lugar de alejarse.

Para el pueblo, ella se había convertido en una peste y su nombre, en un insulto. En resumen, la habían manchado. Sería mentira decir, después de cinco años en los que había logrado aclimatarse, que no había sido humillante. En una ocasión, cuando aún era lo bastante ingenua para creer que no todo había cambiado tras la huida de Ramesh, había ido a visitar a su tía segunda favorita, que era una solterona. Una vez allí, había tocado la puerta, cuya pintura verde se estaba desprendiendo poco a poco, y una lluvia de pieles de patatas podridas, trozos de tomate y cáscaras de huevo, entre otros desechos húmedos, había caído sobre ella. Al mirar hacia arriba, había visto las arrugas y la aversión de su tía Deepa enmarcadas por la ventana del segundo piso. La mujer, con un cubo vacío en las manos, le había indicado a Geeta que se fuera y se llevara su vergüenza con ella.

Geeta había obedecido y, mientras los vecinos se reían, se había marchado con el cabello lleno de restos de té. De camino a casa, para darse coraje, se había puesto a pensar en la Reina de los Bandidos y en la información que había recopilado de su vida a través de la radio y los periódicos, aunque los relatos a menudo se contradecían. Se llamaba Phoolan Mallah, había nacido en 1963 en un pueblo pequeño y era una dalit, es decir, pertenecía a la casta más pobre y discriminada de la India. A los once años había protestado con vehemencia contra el robo de las tierras de la familia por parte de su primo, quien, como respuesta, la había golpeado con un ladrillo hasta dejarla inconsciente. Con el fin de evitar problemas, sus padres la casaron con un hombre de treinta y tres años. Ella acabó huyendo debido a que este la golpeaba y la violaba, pero la gente del pueblo la envió de vuelta con él y su abusiva segunda esposa. Cuando tenía dieciséis años, el mismo primo diabólico hizo que la metieran en la cárcel por primera —pero no última— vez, y pasó allí tres días, en los que le dieron palizas y la violaron por orden de él. Había distintas versiones de lo que sucedió poco después: según algunos, ella se marchó con una banda de ladrones armados conocidos como dacoits y, según otros, ellos la raptaron. Si Phoolan había podido no solo sobrevivir, sino escapar y vengarse salvajemente de sus torturadores, entonces ella podía volver a casa caminando mientras la gente miraba las cáscaras rancias que le colgaban del cuello.

Con el tiempo, había aprendido a disfrutar las ventajas de la marginación, tal como imaginó que Phoolan hubiese hecho. Había varios aspectos positivos de ser una churel asesina sin hijos: los niños ruidosos nunca jugaban kabaddi cerca de su casa («¡Te devorará como a una banana pelada!»), los vendedores rara vez regateaban con ella («Puede llevarte a la bancarrota en un abrir y cerrar de ojos») e incluso algunos de los acreedores a los que Ramesh les debía dinero la habían dejado en paz («¡Echará una maldición sobre tu esposa para que solo dé a luz a bebés muertos!»). Luego habían aparecido las microfinancieras, que ofrecían préstamos con intereses bajos, pues los de la ciudad se empeñaban en ayudarlos —en realidad, solo a las mujeres— a conseguir independencia e ingresos.

«¡Por supuesto que sí!», había pensado Geeta mientras firmaba. Primero había vivido de su padre y más tarde de su marido; era hora de valerse por sí misma. Tras la partida de Ramesh, la necesidad de dinero de repente había comenzado a competir con la de oxígeno. Con el primer pago en mano, había caminado tres horas hasta Kohra para comprar una gran cantidad de cuentas, mostacillas e hilo. Al regresar a casa, había hurgado en un escritorio tambaleante hasta encontrar lo que buscaba: la fotografía borrosa de la Reina de los Bandidos, que luego había colgado sobre su lugar de trabajo para que le recordara que, a pesar de ser humillada, por lo menos estaba en buena compañía.

Al principio, no había obtenido ganancias. Resultaba ser que a las novias supersticiosas no les gustaba llevar collares de boda realizados con magia negra y maldecidos por una mujer que había provocado su propia viudez. Sin embargo, tras dos matrimonios efímeros en los que las novias fueron devueltas a sus hogares natales, las supersticiones del pueblo se decantaron a su favor. Si alguien no compraba un mangalsutra de Los Diseños de Geeta para su boda, el matrimonio duraría lo mismo que lo que tardaba en desaparecer la henna nupcial.

Allí no la respetaban, pero la temían, y el miedo le había servido de mucho. Las cosas iban bien y la libertad le parecía maravillosa; no obstante, Geeta era consciente de que la supervivencia dependía de dos reglas estrictas: 1) pedir solo un crédito y 2) invertirlo en el trabajo. Era fácil caer en la trampa de pedir varios microcréditos y comprarse una casa o un televisor. Runi, que además de pobre era corta de miras, había solicitado tres para un negocio de elaboración de cigarros puros, pero luego había usado esos préstamos para la educación de su hijo. Más adelante, cuando tanto el dinero como su hijo se fueron, Runi quedó en la quiebra.

La visita inesperada de Farah había hecho que Geeta se retrasara para hacer las compras y, cuando salió de su casa, ya estaba oscureciendo. Sin embargo, necesitaba algunas verduras y unos granos para moler. La bolsa de yute que llevaba, vacía excepto por restos de cebolla blancos y morados en el fondo, arañaba la parte de piel que quedaba expuesta entre la blusa del sari y la enagua. Mientras caminaba, la sacudió boca abajo, lo que hizo que las cáscaras crujientes comenzaran a caer tras ella y se unieran a lo que quedaba de la decoración del festival, ya convertida en basura sobre el polvo: oropel, palos de dandiya rotos de varios colores y envoltorios brillantes.

El festival de Navratri había terminado a finales de septiembre; durante nueve noches de baile, el pueblo había celebrado a varias diosas. Aunque nunca había asistido a ninguna fiesta de baile garba, la historia preferida de Geeta era la del triunfo de la diosa Durga sobre Majishásura, un demonio embriagado de poder con cabeza de búfalo que poseía el don de que ningún hombre, dios o animal pudiera matarlo. Varios dioses habían intentado derrotarlo en vano, por lo que, desesperados, habían combinado sus poderes para crear a Durga, quien había partido montada en su tigre para enfrentarse a Majishásura. El demonio, con arrogancia, le había ofrecido matrimonio, pero, después de quince días de lucha, la diosa había logrado decapitarlo. A Geeta le gustaba eso de que no se debía enviar a un dios a hacer el trabajo de una diosa.

Pasó caminando por la escuela local; cuando ella asistía allí, era de color naranja, pero el sol la había descolorado hasta ser de un amarillo pálido. También había manchas de tabaco que teñían las paredes de un color óxido, producto de los concursos de escupitajos que niños y hombres llevaban a cabo detrás del edificio. Varios eslóganes del gobierno que promovían una India limpia o incentivaban a tener solo dos niños por familia estaban pintados en pulcras letras de burbuja sobre los muros. A su vez, había otros menos oficiales: advertencias en letras rojas y descuidadas contra los seguidores de la yihad y de los inmigrantes biharíes que iban a robarles el trabajo. En una aldea con solo dos familias musulmanas y ningún trabajador inmigrante, Geeta consideraba que esas advertencias eran absurdas.

En ese momento, algunos niños estaban jugando kabaddi en el patio de tierra, lo que hizo que Geeta recordara a Farah otra vez. El atacante de uno de los equipos inspiró profundamente antes de invadir la otra mitad de la cancha improvisada cantando «Kabaddi, kabaddi, kabaddi». Se suponía que el atacante debía capturar a uno o varios defensores del otro equipo y regresar a su sector antes de que estos lo detuvieran, todo en el lapso de una sola respiración. Geeta iba con retraso, pero se paró cuando surgió una disputa.

—¡Has respirado! —le gritó una niña al atacante. Ella y los otros defensores estaban cogidos de la mano formando una uve doble. En ese pueblecito tan pequeño, Geeta debería haber sabido quiénes eran la niña y su madre, pero no lograba recordar los nombres. Si ella hubiese sido madre, una de esas que se ven arrastradas hacia esos tontos eventos deportivos y reuniones con maestros, habría memorizado qué retoño pertenecía a cada mujer.

—¡No!

—¡Que sí! —Acto seguido, la jovencita rompió la cadena que formaban y empujó al atacante, que cayó al suelo. La niña era más alta que el resto y, debido a su comportamiento, Geeta vio a una Saloni en potencia.

Como consecuencia de esa situación, en vez de seguir su camino para hacer las compras, Geeta gritó a través de la verja:

—¡Ey!

—¿Qué? —contestó la niña tras girar la cabeza. Los otros jugadores, bastante nerviosos, repartieron las miradas entre la churel y la matona.

—Déjalo en paz.

—¿O qué? ¿Usará mis huesos para hacer sopa? Me encantaría ver cómo lo intenta.

Geeta arqueó las cejas, ya que estaba acostumbrada a que los pequeños mostraran un miedo respetuoso frente a ella, no ese descaro. Como consecuencia, antes de irse, murmuró los nombres de algunas frutas en sánscrito, lo que sonó lo bastante aterrador como para provocar algunos gritos, aunque no de la matona.

Lejos de la escuela, la noche era inusualmente tranquila. No se encontró con ninguno de los cuatro niños Amin, quienes solían escapar de los calurosos confines de su chabola para jugar kabaddi o hacer repartos por unas pocas monedas. Geeta pasó frente a su casa, un cubo hecho de chapa, con tres ladrillos y una gran piedra sobre el techo para impedir que este se volara, y entonces recordó un rumor que había oído la semana anterior: que los Amin estaban construyendo una casa con cuatro habitaciones.

Geeta respetaba a la viuda Amin, quien, al igual que ella, era de esas mujeres que se dedicaban a trabajar. El marido de la señora Amin había sido granjero; cuando las lluvias empezaron a escasear, había acudido a unos usureros para comprar semillas y fertilizante. Sin embargo, la lluvia no había llegado el año siguiente ni el otro, así que una mañana había colocado pesticidas en el té con especias que su esposa le había preparado, pues creía, equivocadamente, que el gobierno le daría a ella una indemnización. Lo único que la mujer recibió fueron sus deudas; así que, tras quitarse el arete de la nariz, usó un microcrédito para comenzar a vender dulces caseros. Después de un tiempo, no llegaba a cocinar o freír con suficiente rapidez, y tuvo que hacer que su hija mayor dejara la escuela para ayudarla a cubrir la demanda.

Geeta hubiese preferido estar en el grupo de crédito de la señora Amin, con otras mujeres que se dedicaran más a mover las manos que las bocas y que fueran diferentes a Saloni, quien solo se había unido al suyo porque no soportaba no ser el núcleo de algo, aunque se tratara de un círculo de trabajo. Había sido ese mismo cóctel de ansiedad y arrogancia el que había impulsado a Saloni a darle la espalda cuando su familia arregló el matrimonio con la de Ramesh.

Se habría atrevido a apostar cinco meses de pago del préstamo a que Saloni, en realidad, nunca había querido a Ramesh. Desear ser deseada era simplemente su naturaleza. No obstante, el hombre —que no era demasiado guapo y tenía la piel marcada y los dientes apiñados— no la había querido a ella y, en cambio, se había casado con Geeta. Después de que él se hubiera marchado, Saloni no le había ofrecido ni siquiera una palabra o una comida de contención; al contrario, se había asegurado de que los rumores siguieran circulando: «Para Geeta debe de haber sido muy fácil poner un poco de veneno para ratas en el té de su marido, ¿no? ¿Qué más pudo haber sido? Estaban los dos solos en esa casa. Además, sé que ella miente muy bien, porque solía copiarme en los exámenes».

¿Por qué tanto veneno de parte de una muchacha que había sido como su hermana durante los primeros diecinueve años de su vida? Habían sido inseparables: compartían comida, ropa y secretos, se copiaban en las pruebas y mentían al unísono. Entonces, el padre de Geeta, con indiferencia, había dicho: «Nakal ko bhi akal ki zarurat hai» («Incluso para copiar se necesita un poco de inteligencia»). Saloni prefería estar en la pequeña casa de su amiga, cuyos padres siempre estaban cansados, antes que en su propia casa, también pequeña y con padres también cansados. Aun así, Geeta no era la que mandaba. La hermosa Saloni, cuyo atractivo enmascaraba su crueldad, era mucho más apta para los enredos infantiles; su capricho determinaba a qué niña marginarían y harían llorar esa semana, qué muchachos eran guapos, qué héroe de película estaba de moda y qué canción dejaba de estarlo. Geeta estaba feliz de seguirla y se conformaba en su papel secundario, seguro y poco demandante. Eso había sido así hasta que se había anunciado el compromiso con Ramesh, momento en el que Saloni, rápida como un rayo, había cambiado las reglas y apuntado el cañón de su arma de popularidad hacia la cabeza de su anonadada mejor amiga.

Geeta esquivó una vaca que estaba tumbada. La mandíbula del animal daba vueltas a un ritmo desganado y la cola imitaba el movimiento, aunque no alcanzaba para disuadir las moscas que se posaban en sus ancas. Cuando llegó a las tiendas, era demasiado tarde. Las entradas estaban cubiertas de chapa de varios colores y cerradas con candados cerca del suelo. «Maldita Farah», pensó mientras daba la vuelta.

De pronto, escuchó voces y se detuvo; luego cerró los ojos para oír mejor y se percató de que había dos hombres hablando dentro de la última tienda, el almacén de Karem. Se acercó un poco —por instinto, no demasiado— y notó que la entrada estaba abierta de par en par. A pesar de que soplaba una brisa, la ansiedad hizo que comenzara a sentir calor y pinchazos en las axilas.

Contuvo el aliento cuando escuchó a Karem; un momento después, pudo reconocer la segunda voz, baja, rasposa por el tabaco y enardecida: era la de Samir, el marido de Farah.

—No te daré más hasta que pagues la cuenta —dijo Karem con una impaciencia que se notaba desde afuera. Geeta apretó la espalda contra la pared de la tienda vecina, que vendía artículos varios—. Esto no es una boda donde se puede beber gratis. Además, tengo niños que alimentar.

La mujer no veía a ninguno de los dos, pero podía imaginarse a Karem, con el cabello grueso, la frente estrecha y el pendiente en la oreja derecha, y también a Samir, con la cabellera encrespada como la de un polluelo.

—¡Ayer te di cien!

—Sí, pero me debes quinientos.

—Los conseguiré pronto. Solo dame algo esta noche.

—No.

Samir maldijo y, acto seguido, se escuchó un ruido seco, lo que hizo que Geeta diera un salto y tropezara con el candado de la tienda. Supuso que el hombre había dado un golpe sobre la mesa. En ese instante, se le contrajo todo el cuerpo, desde la mandíbula hasta el ano, y esperó para ver si la habían oído.

—Conseguiré el dinero pronto —dijo Samir con más calma.

—Sí, claro.

—Lo digo en serio. Mi esposa tiene una amiga que la ha estado ayudando, y que me ayudará a mí también.

Un hilo de sudor recorrió la columna de Geeta.

—¿Por qué haría eso?

—Porque, si no, haré que lo lamente.

—Como sea. Paga la cuenta y entonces podrás tener tu alcohol.

—Asegúrate de contar con algo decente, pues tu tharra puede dejar bizco a un caballo.

Geeta, con el corazón latiendo a toda prisa, decidió marcharse. Tocándose el lóbulo de la oreja, caminó por el callejón lleno de basura de detrás de las tiendas, que, aunque no era la ruta más directa hasta su casa, era la más segura en esas circunstancias; de otra manera, si Samir salía de lo de Karem, la vería de inmediato. Ese pensamiento hizo que echara a correr, algo a lo que no estaba acostumbrada, y la bolsa vacía comenzó a rebotar contra ella como si fuese una extremidad entumecida. Con cada paso que daba, las amenazas de Samir resonaban en su mente. ¿Solo la golpearía y le robaría, o también la mataría? ¿Acaso iba a violarla? Cuando la conmoción dio paso a la ira cerca de la chabola de los Amin, hubo un cambio físico y mental en ella.

Ese chutiya borracho creía que el esfuerzo de Geeta, así como su vida de soledad cuidadosamente preservada, era un tesoro abierto que él podía usar para beneficio propio. La Reina de los Bandidos no lo hubiese aceptado; es más, ella había matado a los hombres que la habían maltratado, comenzando por su primer marido. Después de haberse unido a la banda, había vuelto a su pueblo y les había dado una paliza a él y a su segunda esposa, quienes antes la habían hostigado y humillado. Luego había arrastrado al hombre hacia fuera y, dependiendo de las diferentes historias que Geeta había escuchado, lo había apuñalado o le había roto manos y piernas. Por último, Phoolan había dejado el cuerpo con una nota en la que advertía a los hombres mayores que no se casaran con jovencitas. Eso último pudo no haber sido cierto, ya que Phoolan Mallah era analfabeta y solo sabía firmar, pero, como era una leyenda excelente, daba igual. El punto era: si la Reina de los Bandidos se hubiese enterado de una traición incipiente, no hubiese esperado a que le hicieran daño. Un gramo de prevención valía más que un kilo de venganza.

Cuando Geeta llegó a la casa de Farah, tenía la garganta seca y necesitaba una ducha fría con urgencia. No obstante, estaba segura de que había llegado allí antes que Samir, así que golpeó la puerta. Mientras esperaba, se colocó las manos en las rodillas y respiró entrecortadamente. Los grillos cantaban, y su pulso latía al ritmo del irritante kabaddi, kabaddi, kabaddi.

—¿Geeta?

—Te ayudaré —respondió ella tras tomar dos bocanadas de aire.

3

Ya eran más de las diez cuando Geeta oyó que alguien se acercaba. Con la linterna solar en mano, abrió la puerta antes de que Farah pudiera llamar. Sin esa linterna estaba tan oscuro dentro como fuera, ya que se encontraban en medio de uno de los cortes de electricidad programados —llamados «vacaciones de energía», como si fuesen unas fiestas divertidas para andar a tientas en la oscuridad y golpearse las rodillas con los muebles—, que cada vez eran más extensos y menos programados. Todos ellos habían crecido con lámparas de queroseno y velas, pero, tras varios incendios, las ONG llegaron al pueblo llenas de preocupación y regalos, como linternas y lámparas solares que instalaron en los lugares más transitados de la aldea.

Farah estaba quieta en la oscuridad, con el codo en ángulo recto y la mano todavía levantada.

—¡Hola! —dijo en tono alegre como si se hubiesen encontrado por casualidad en el mercado. Geeta notó que la mujer tenía un hábito poco agradable de encontrar diversión en todo, incluso en el asesinato premeditado. Farah se frotó las manos y un sonido áspero llenó la habitación—. Bueno, ¿cuál es el plan?

Esa era la misma pregunta que había ocupado la mente de Geeta durante las últimas horas. Farah confiaba en la supuesta experiencia que ella tenía en el asunto del asesinato, pues hacía tiempo que Geeta había dejado de proclamar su inocencia: decirle la verdad a alguien era pedirle que la creyera, y ella ya se había hartado de pedirle cosas a la gente de ese pueblo. Como no veía razón para revelar la verdad en ese momento —¿qué difícil podía ser, en realidad?—, contestó con voz segura:

—Tendría que ser de noche y parecer que hubiese muerto mientras duerme. Pero sin derramar sangre; es muy engorroso.

Farah se sentó en el suelo frente a Geeta, quien estaba ubicada en su catre.

—¿Cómo lo hiciste antes? Con Ramesh.

—No es de tu incumbencia.

—Está bien —suspiró Farah—. Entonces, ¿vendrás tú a mi casa o…?

Geeta entrecerró los ojos y respondió:

—Dije que te ayudaría, no que lo llevaría a cabo por ti.

—Pero tú eres más lista que yo y sé que lo harás bien. Yo lo arruinaría.

—Si endulzaras así las comidas, no serías tan escuálida —se burló la dueña de casa.

—Ay, no me refiero a eso, sino a que, como ya has matado a uno, otro no habrá ninguna diferencia.

—Tu marido de mierda, tu crimen.

Farah volvió a sentirse avergonzada frente al lenguaje que utilizaba Geeta, pero la siguió y se adentró en la noche junto a ella y su linterna. Evitando los canales de aguas abiertas, caminaron a los lados de los caminos comunes, donde la basura se había ido acumulando. Farah se cubrió la nariz y la boca con la punta libre del sari y, con voz amortiguada y abatida, preguntó:

—¿Qué estamos haciendo aquí?

Geeta se inclinó, acercó la cabeza al suelo y entrecerró los ojos.

—Buscando una bolsa de plástico.

—¿Por qué?

—Le atarás las manos y los pies mientras duerme y luego le pondrás la bolsa en la cabeza para asfixiarlo. —La mujer había cambiado el tono de voz para indicar algo que era obvio—. Una vez muerto, tú podrás quitarte el arete de la nariz y yo, mantener mi dinero. Todas quedamos contentas.

—Muy inteligente.

La forma en que Farah la miraba era algo dulce, como si sus ideas fuesen brillantes y lo hiciera todo bien. Muy a su pesar, esa adoración hizo que deseara probar que merecía esa fe que ponía en ella y hacer las cosas lo mejor posible. Imaginó que eso era lo que se sentía al tener un hijo.

—Lo sé.

—Y… ¿así es como lo hiciste tú?

—Si quieres mi ayuda, debes dejar de hacerme esas preguntas —respondió Geeta, que se había puesto rígida y había enderezado los hombros para parecer más imponente—. Lo que hiciera no es asunto tuyo.

Farah reaccionó como si la hubiesen regañado y, tras chasquear la lengua, dijo con tono de queja:

—Bueno, está bien. Y después de eso, ¿qué le digo a la gente?

—Que fue un paro cardíaco o que bebió hasta morir. Lo que se te ocurra. Pero no dejes que le hagan una autopsia.

—De acuerdo —pronunció despacio—. Pero, cuando asfixiaste a Ramesh, ¿por qué no usaste una almohada? Hacerlo con una bolsa de plástico parece mucho más difícil, ¿no?

Geeta parpadeó y maldijo para sí misma, pues eso no se le había ocurrido. Decidió cubrir su ignorancia con ira y respondió:

—Yo no dije que hubiera asfixiado a mi marido.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué no hacer lo que sabemos que funciona? —preguntó Farah alzando las manos.

—¡Ey! «Incluso para copiar se necesita un poco de inteligencia». ¿Quieres mi ayuda o no?

—Lo que quiero es tu experiencia, no un experimento —explicó Farah enfurruñada.

—Olvídalo. ¿Por qué tengo que romperme yo la cabeza para resolver tus problemas?

—¡No! Perdóname. —La mujer se tocó los lóbulos de las orejas, un gesto típico para mostrar arrepentimiento—. Sigamos buscando, ¿vale?

Las mujeres caminaron por las áreas más transitadas, donde el compost y la basura era más abundante; allí, Geeta fue moviendo con el pie paquetes rotos de mukhwas y de obleas. A unos metros se encontraban los baños públicos que el gobierno había instalado hacía poco; eran dos y estaban diferenciados por unos dibujos amarillos y azules de un rey y una reina de una baraja de cartas. Aunque ella usaba las letrinas todos los días, hasta ese momento no se había dado cuenta de lo tontos que eran esos dibujos.

Geeta no tenía letrina de pozo. Ella veía que los hombres seguían yendo a hacer sus necesidades a los campos, algo que, a pesar de todo el clamor de los últimos tiempos sobre la defecación al aire libre y los problemas de saneamiento, a ella no le molestaba, ya que, como todos los demás, había crecido haciendo eso. Incluso aquellos que sí tenían letrinas se negaban a usarlas, porque, después de todo, alguien tendría que vaciarlas, y los hindúes eran bastante susceptibles de contaminarse a la hora de manipular sus propios desechos. Algunos trataban de obligar a los dalits locales a llevar a cabo esa tarea; aunque era una opresión técnicamente ilegal, las autoridades no solían ir por esos lugares a aplicar la ley.

Para las mujeres, en cambio, las nuevas instalaciones, ya fueran públicas o privadas, eran muy bienvenidas. Mientras que los hombres podían ir a los campos a su antojo —Geeta había oído que, en el oeste, donde había instalaciones limpias en abundancia, ellos igualmente hacían sus necesidades en cualquier lado por su naturaleza salvaje o porque sí—, las mujeres solo podían ir al amanecer o al atardecer, pues, de otra manera, corrían el riesgo de ser violadas. Por lo tanto, aguantaban; era mejor enfrentarse a los escorpiones que a los granjeros excitados.

Allí, donde se encontraban las dos mujeres, el canto de los grillos se iba intensificando, lo que hacía que Geeta no lograra escuchar bien a Farah, quien deambulaba por otra fila de basura con poco entusiasmo. Después de recoger una bolsa de patatas fritas y soltarla de inmediato porque tenía hormigas carpinteras dentro, Farah preguntó con voz casual y despreocupada:

—¿Cómo es que nunca encontraron el cuerpo de Ramesh?

El aire nocturno estaba lleno de humo acre debido a que estaban quemando basura en toda la aldea, y el calor amplificaba el hedor.

—Estás empezando a sonar como esas zorras chismosas del grupo de crédito.

—¿Por qué hablas tan mal? —preguntó Farah después de sentir un escalofrío, no por la pestilencia.

—Porque preguntas demasiado.

—No está bien que una mujer diga tantas palabrotas y, además, no te sienta bien. —Un momento después continuó—: Tú y Ramesh… ¿os casasteis por amor o fue un matrimonio arreglado?

—¿Por qué lo preguntas?

—No hay necesidad de ser tan desconfiada. Estamos en el mismo bando. —Dio un suspiro y añadió—: No quieres hablar del final, así que pensé que tal vez el inicio era algo menos doloroso. En mi caso, fue por amor. Como mis padres no lo aprobaban, nos escapamos y nos mudamos aquí. —Acto seguido, mostró una sonrisa soñadora.

—Tal vez deberías haberles hecho caso —indicó Geeta, lo que hizo que la sonrisa de la mujer se borrara. En ese momento, aparecieron de golpe unos inoportunos recuerdos de su marido: el calor del brazo a su lado cuando ella había quemado el papadam y la forma amable en que la había hecho a un lado para reparar ese error—. El mío fue arreglado.

—Ah. —Farah se sorbió la nariz y luego se la limpió con el dorso de la mano, movimiento que elevó los orificios nasales y le permitió a Geeta ver la parte interna del arete que allí tenía—. Lo siento.

—No pasa nada. Al menos yo puedo culpar a mis padres; tu situación es culpa tuya.

—Supongo que sí. Mira, ¿qué tal esta? —La mujer había cogido una bolsa rosa con letras rojas a un lado, pero, cuando se la colocó en la cabeza, la nariz se asomó por una rotura.

Geeta gruñó por el disgusto y se dio una palmadita en la frente.

—¡Ay! En la India una ni siquiera puede contar con la basura.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó otra voz, que Geeta reconoció inmediatamente como la de Saloni.

Era lógico que la mujer hubiese aparecido allí, ya que su radar para rumores —y, por lo tanto, también para el poder— siempre estaba encendido. Geeta se dio la vuelta mientras inspiraba profundamente y le dio la espalda a Farah, quien estaba tirando de la bolsa para sacársela de la cabeza.

—Ah, ¡hola! —saludó Geeta con falso encanto.

—Kabaddi, kabaddi, kabaddi —comenzó a murmurar Farah con la respiración agitada y gimoteando; al verla, Geeta estuvo a punto de soltar un gemido.

—Hola. —Saloni se había parado a unos metros con su propia linterna solar en la mano—. ¿Y bien?

—Kabaddi, kabaddi, kabaddi.

—¡Ahora no, Farah! —exclamó Geeta ya furiosa.

—¿Qué…? —Saloni entornó los ojos—. ¿Está diciendo kabaddi? ¿Acaso están jugando?

—Eh… —comenzó Geeta, pero no encontraba ninguna excusa creíble.

En ese instante, Farah, a quien parecía haberle funcionado el mantra, dijo con voz calma:

—Estábamos buscando la bolsa de Geeta; cree que se le cayó por acá.

—¿Esa cosa? —preguntó Saloni mientras señalaba con la cabeza la bolsa rosada y rota que Farah sostenía en la mano.

Geeta se aclaró la garganta para luego coger la bolsa y presionarla contra el pecho.

—Sí. Eh… Tiene valor sentimental.

—Tan rara como siempre. —Saloni puso los ojos en blanco—. Que hayan ensuciado tu nombre no significa que literalmente tengas que estar entre la basura, ¿sabes?

Geeta sintió que la invadía la rabia; que la tildaran de «rara» a los treinta y cinco años ya no debería herirla, pero imaginó que Saloni no podía dejar pasar una oportunidad, no cuando eso significaba clavar más el cuchillo. Esa mujer se alimentaba del rencor; siempre lo había hecho. Acto seguido, Geeta, con voz acusadora, le preguntó:

—¿Y qué haces tú aquí tan tarde?

—No es de su incumbencia, pero mi hijo se dejó el cuaderno en la escuela —explicó Saloni después de trasladar su peso al otro pie—. Y, por supuesto, soy yo quien tiene que ir caminando de noche a buscarlo. —Parpadeó varias veces y continuó—: Pero estoy encantada de hacerlo; es un pequeño precio que hay que pagar.

—¡Es una bendición tan grande! —aseguró Farah asintiendo con la cabeza.

—La felicidad de ser madre —añadió Saloni de forma automática con los ojos hacia el cielo—. Soy afortunada, pero también es agotador. A veces pienso: «¿Cómo me las arreglo para criar a esos niños y además dirigir un negocio?».

—Sí, eres prácticamente una divinidad —la halagó Farah con entusiasmo.

—Ay, por favor —murmuró Geeta.

—Bah. —Saloni primero rechazó los elogios, pero luego asintió con solemnidad—. Sí, supongo que lo soy, pero vale la pena. Siempre digo: «Hasta que no has traído una vida al mundo, no estás completa». —Ante ese comentario, Geeta soltó una carcajada y luego, cuando vio que Saloni abría la boca al igual que una víbora venenosa, se preparó para recibir una mordida; sin embargo, la mujer miró a Farah con los ojos entrecerrados y dijo—: No sabía que erais amigas.

—Como hermanas —contestó Geeta—. Por eso, cuando menciono su nombre, añado el sufijo ben.

—Tú llamas ben a todas las mujeres —replicó la otra con el ceño fruncido.

—No a todas, Saloni.

La mujer la fulminó con la mirada ante la obvia ausencia del sufijo. Justo en ese instante, el viento llevó un envoltorio pequeño de galletas hasta sus pies y ella le dio una patada.

—Si fuese tú —le aconsejó a Farah—, pasaría menos tiempo rebuscando en la basura y más tratando de resolver cómo harás para pagar tu parte de esta semana, además de lo que le debes a Geetaben, por supuesto.

Farah bajó la mirada y Saloni, sintiendo que su trabajo estaba hecho, se marchó. Hasta ese momento, Geeta había estado muy ocupada con su propia condición de marginada como para notar la de Farah.

Aplastó la bolsa de plástico imaginando que era la gran cabeza de Saloni y, un segundo después, vio que Farah se había dado la vuelta con la mano en el corazón.

—¿Tú me consideras una hermana? —preguntó con los ojos y la voz llenos de esperanza.

Geeta soltó un gruñido.

—A quien tendríamos que matar es a ella —murmuró después—. Qué zorra entrometida. «¿Cómo me las arreglo para criar a esos niños y además dirigir un negocio?». Ay, no sé, tal vez gracias a tu adinerado marido.

—Pero ¿cuál es la situación?

—¿Qué quieres decir?

—Vosotras dos os odiáis.

—¿Y qué? Nadie quiere a Saloni; solo fingen que sí porque la temen.

—Yo no le tengo miedo.

—Bueno, es que tú tienes a un matón más grande con el que lidiar.

—No, tú no eres tan mala una vez que…

—No me refiero a mí, sino a tu marido —explicó Geeta de mala manera.