La sociedad del miedo - Heinz Bude - E-Book

La sociedad del miedo E-Book

Heinz Bude

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Beschreibung

El miedo marca una época en la que están avanzando los populismos de derecha, aumentan los casos de depresión y se experimenta el capitalismo como una coyuntura crítica. El miedo es síntoma de una situación social de incertidumbre, en la que el individuo se siente arrojado a un mundo en el que ya no se siente resguardado ni representado. Pero no se trata solo del miedo a una sociedad en la que cada vez nos cuesta más reconocernos, sino también del miedo a las posibilidades y los riesgos del desarrollo personal, que resultan prácticamente infinitos. Frente al angustioso cuadro de la hegemonía de unos sistemas tecnocráticos autonomizados, en muchas partes del mundo surge un nuevo tipo de político que se presenta como semejante a nosotros y se proclama valedor de nuestras identidades. Sin embargo, por muy familiar que nos resulte, suscita en nosotros tanto recelo y desconfianza como aquellos órdenes globales en los que ya no nos reconocemos.

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Heinz Bude

La sociedad del miedo

Traducción de ALBERTO CIRIA

Herder

La traducción de este texto fue financiada por Geisteswissenschaften International-Translation Funding for Work in the Humanities and Social Sciences de Alemania, una iniciativa conjunta con la Fritz Thyssen Foundation, el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania, la sociedad de gestión colectiva VG WORT y la Börsenverein des Deutschen Buchhandels (Asociación Alemana de Editores y Libreros).

Título original:Gesellschaft der Angst

Traducción: Alberto Ciria

Diseño de la cubierta: Dani Sanchis

Edición digital: Pablo Barrio

© 2014, Hamburger Edition HIS Verlagsges. mbH, Hamburgo

© 2017 , Herder Editorial, S.L., Barcelona

1ª edición digital, 2017

ISBN: 978-84-254-3842-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Observación preliminar

El miedo como principio

La nostalgia de una relación irrescindible

El malestar con el tipo social en el que uno se siente encuadrado

Cuando el ganador se lo lleva todo

El pánico por el estatus en la clase media

Luchas cotidianas en la planta baja

El yo frágil

El dominio de nadie

El poder de las emociones

El miedo de los demás

Las ciencias del comportamiento de las generaciones

Agradecimientos

Bibliografía

Información adicional

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Epígrafe

Prólogo

Comenzar a leer

Agradecimientos

Bibliografía

Notas

I will show you fear in a handful of dust.

Te haré ver el miedo en un puñado de polvo.

T. S. Eliot

Observación preliminar

Quien quiera comprender una situación social tendrá que hacer que las experiencias de los hombres lleguen a decirnos algo. Hoy, a la opinión pública la informan con datos de todo tipo sobre índices de riesgo de pobreza, sobre la disolución de la clase media, sobre el aumento del número de personas que padecen estados depresivos o sobre el descenso de la participación electoral entre quienes por primera vez están autorizados para votar. Pero no queda claro qué es lo que estos diagnósticos significan ni con qué guardan relación.

Queda fuera de toda duda que aquí se están revelando alteraciones en la relación de amoldamiento entre estructuras sociales y actitudes individuales. Por eso, la psicología cognitiva, la economía de la conducta y la fisiología cerebral se ocupan de la «caja negra del yo», la cual tiene la función de establecer mediaciones sin poder atenerse a modelos tradicionales ni a patrones de conducta convencionales. La literatura de asesoramiento, que se acoge a los resultados de investigaciones correspondientes, se publicita anunciando tanto programas de activación intelectual como ejercicios de relajación corporal.

La sociología puede jugar su baza aquí si se toma en serio a sí misma como ciencia basada en la experiencia. La experiencia es la fuente de evidencia tanto de la ciencia empírica como de la praxis vital personal. La experiencia se expresa en discursos y se basa en construcciones. Pero el punto de referencia para el análisis de entradas en «blogs», de artículos de periódicos, de boletines médicos o de informes demoscópicos tienen que ser las experiencias que se expresan en ellos.

Un importante concepto de experiencia de la sociedad actual es el concepto de miedo. Aquí, «miedo» es un concepto que recoge lo que la gente siente, lo que es importante para ella, lo que ella espera y lo que la lleva a la desesperación. En los conceptos de miedo se ve claramente hacia dónde se desarrolla la sociedad, en qué prenden los conflictos, cuándo ciertos grupos han claudicado en su interior y cómo se propagan de pronto ánimos generales apocalípticos y sentimientos de amargura. El miedo nos enseña qué es lo que nos está sucediendo. Hoy, una sociología que quiera comprender su sociedad tiene que dirigir su mirada a la sociedad del miedo.

El miedo como principio

En las sociedades modernas el miedo es un tema que incumbe a todos. El miedo no conoce barreras sociales: ante la pantalla de su ordenador, el negociador de alta frecuencia cae en estados de miedo tanto como el repartidor de paquetes cuando regresa al almacén de recogida; la anestesista al recoger a sus hijos de la guardería tanto como la modelo al mirarse al espejo. Los miedos son también innumerables en cuanto a sus motivos: miedos escolares, vértigo, miedo al empobrecimiento, cardiopatía, miedo a un atentado terrorista, miedo a descender, miedo a comprometerse, miedo a la inflación. Por último, se pueden desarrollar miedos en cada uno de los vectores del tiempo: se puede tener miedo al futuro, porque hasta ahora todo había funcionado tan bien; se puede tener miedo ahora, en estos momentos, del paso siguiente, porque la decisión a favor de una posibilidad representa siempre una decisión en contra de otra posibilidad; incluso se puede tener miedo del pasado, porque podría salir a la luz algo de uno que parecía olvidado ya hacía mucho tiempo.

Niklas Luhmann, quien con su teoría del sistema de los equivalentes funcionales ve siempre en realidad una vía de salida para todo, advierte en el miedo lo que quizá sea el único factor a priori de las sociedades modernas sobre el que se pueden poner de acuerdo todos los miembros de la sociedad: el miedo es el principio que tiene una validez absoluta una vez que todos los demás principios se han vuelto relativos.1 Sobre el miedo puede conversar la musulmana con la laica, el cínico liberal con el desesperado defensor de los derechos humanos.

Pero a nadie se lo puede convencer de que sus miedos son infundados. Al conversar acerca de ellos, lo más que se puede hacer es controlarlos y disiparlos. Desde luego que la condición previa para que eso funcione es asumir que los miedos de nuestro interlocutor son reales y no discutirlos. Esto lo hemos visto en las situaciones de terapia: tomar conciencia de que uno mismo comparte el miedo le permite a uno ser más abierto y dinámico, de modo que no tiene por qué reaccionar enseguida poniéndose a la defensiva y rechazando el miedo cuando este aparece en alguna parte.

A pesar de su evidente carácter difuso, los miedos de los que en estos momentos habla la opinión pública dicen algo sobre una determinada situación sociohistórica. Para entenderse acerca de su situación de convivencia, la sociedad se comunica empleando conceptos de miedo: quién sigue adelante y quién se queda atrás, dónde hay puntos críticos y dónde se abren agujeros negros, qué es lo que innegablemente transcurre y qué es lo que quizá todavía queda. Al utilizar conceptos de miedo, la sociedad se toma el pulso a sí misma.

Así es como Theodor Geiger, en su obra clásica sobre análisis de la estructura social Die soziale Schichtung der deutschen Volkes[La estratificación social del pueblo alemán], publicada en 1932, en vísperas del triunfo del nacionalsocialismo, describió una sociedad dominada por los miedos represivos, las pérdidas de prestigio y las situaciones en las que los hombres se ponen a la defensiva. En esa obra aparecen todos los tipos de la época: los pequeños comerciantes, con su vivo odio hacia las asociaciones de consumidores organizadas social y democráticamente; los asalariados que trabajan en sus casas, que en cuanto se ven propietarios de un terreno, por pequeño que sea, se vuelven solitarios y excéntricos y que por haberse aislado en sus casas resultan extravagantes, con su predisposición a una rabiosa rebeldía, así como las jóvenes oficinistas de rostro infantil, amenazadas de despido y que sueñan con hombres apuestos; pero también los mineros, que escancian sus sentimientos de autoestima sublimando el riesgo profesional al hacerlo pasar por heroísmo, y que, con vistas a sus intereses colectivos sindicales, tienen más talante de gremio y de camaradería que conciencia de clase y de gran organización; o los pequeños funcionarios, que custodian tanto más celosamente su pequeña porción de poder y la exhiben tanto más afanosamente cuanto más oprimida resulta su posición en función del rango salarial y del cargo que desempeñan en el servicio interno; así como el ejército de jóvenes académicos, que experimentan que su formación se está devaluando, que su estamento se está desintegrando y que el mundo profesional se les está cerrando; y por último, las diversas figuras de la clase capitalista, que no se soportan entre ellos: los grandes campesinos, que no pueden asumir sin más ese pensamiento de la economía universal que es inherente al capitalismo; quienes viven de las rentas que les proporciona su capital, los cuales ejercen su influencia en todas partes y no están comprometidos con ningún origen social determinado que se les pueda atribuir; los grandes empresarios industriales, que a causa de la relativa inmovilidad de sus plantas industriales están vinculados desde hace varias generaciones a una determinada ubicación empresarial; así como los sagaces mayoristas, que con sus cadenas de grandes almacenes visten a la moda a la población urbana y la surten de delicias ultramarinas; por no olvidar a los parados afectados por la crisis económica mundial, los cuales constituyen una clase irregular, que no tienen nada que perder y a quienes, por eso, nada les parece que sea digno de perdurar.

Todos ellos unificados en una imagen social que Geiger traza con mano ágil pero con viva precisión: una sensación de que el orden del cual proceden se ha vuelto obsoleto. El mundo de empleados que ha surgido de múltiples reagrupamientos y reordenamientos de vidas laborales o, en aquella época, del círculo de los hombres que han recibido una formación, la «vieja clase media» que se aferra al modo de pensar en términos de propiedad y la burguesía del centro que se va desintegrando en los más dispares revoltillos de intereses: ninguno de ellos encuentra, ni para sí mismo ni para el conjunto, una forma de expresión social y política con la que pudiera identificarse. La democracia social da la impresión de haberse petrificado en sus barbas, resulta anquilosada y atrapada en un ideario que necesita ser superado; el centro, aunque parece que es más aglutinante y que abarca más, sin embargo tiene que preservar una filosofía social católico-tomista, mientras que los partidos favorables a la economía liberal o al nacionalismo liberal oscilan tanto como las capas y los medios sociales que buscan un asidero en medio de la confusión. En semejante situación, quien sea capaz de recoger y reagrupar el miedo a verse arrollado, a quedarse sin nada y a encontrarse marginado, y de redirigirlo hacia un nuevo objetivo, podrá poner en marcha una movilización de la sociedad en su conjunto. Un año antes de que el poder pasara a manos de Hitler, Theodor Geiger ve el significado vanguardista de una generación joven que se apea de la historia y se pone en escena como portadora de un activismo nacional, convirtiendo así el miedo desasosegante en motor de una nueva época. Hoy sabemos que de estas filas salieron los vanguardistas de la cosmovisión de la época totalitaria que, hasta los años setenta de la posguerra, actuaron, no solamente en Alemania, como élite dirigente de la sociedad industrial.2

Fue Franklin D. Roosevelt, a quien hoy se sigue admirando como estadista, quien puso en la agenda política del siglo XX el tema del miedo y la estrategia de la absorción del miedo. En su discurso de nombramiento como trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos de América, pronunciado el 3 de marzo de 1933, tras los terribles años de la «Gran Depresión», encontró las palabras que habrían de fundamentar una nueva política: «Lo único de lo que tenemos que tener miedo es del propio miedo».3

Los hombres libres no deben tener ningún miedo del miedo, porque eso puede costarles su autodeterminación. Quien es movido por el miedo evita lo desagradable, reniega de lo real y se pierde lo posible. El miedo vuelve a los hombres dependientes de seductores, de mentores y de jugadores. El miedo conduce a la tiranía de la mayoría, porque todos se suman por oportunismo a lo que hacen los demás. El miedo posibilita jugar con las masas que callan, porque nadie se atreve a alzar la voz, y puede acarrear una aterrorizada confusión de la sociedad entera una vez que salta la chispa. Por eso —así es como se debería entender a Roosevelt— la tarea primera y más noble de la política estatal es quitarles el miedo a los ciudadanos.

Todo el desarrollo del Estado de bienestar durante la segunda mitad del siglo XX se puede concebir como respuesta a la exhortación de Roosevelt: la eliminación del miedo a la incapacidad laboral, al paro y a la pobreza de los ancianos debe constituir el trasfondo para una ciudadanía que confíe en sí misma, también y justamente la que configuran los empleados por cuenta ajena, para que ellos mismos se organicen libremente para dar expresión a sus intereses, para que se tomen la libertad de conducir su vida en función de principios y preferencias que ellos mismos han escogido y para que, en caso de duda, se enfrenten a los poderosos con conciencia de su libertad. Con palabras de Franz Xaver Kaufmann se podría decir: con la política del miedo surge la «seguridad como problema sociológico y sociopolítico».4

Hay que levantar a quien se cae, hay que asesorar y apoyar a quien no sabe cómo seguir adelante, quien de entrada se ve desfavorecido debe experimentar una compensación. Por eso, el Estado de bienestar de hoy se propone como objetivo y proclama como programa la cualificación de los infracualificados, el asesoramiento de personas y economías sobreendeudadas y la educación compensatoria de hijos de familias infraprivilegiadas. No se trata únicamente de combatir la pobreza, la exclusión social y el desfavorecimiento social sistemático, sino de combatir el miedo a verse marginado, privado de derechos y discriminado.

Con ello entra en juego un determinado efecto reflejo. Al referirse al miedo como principio, el Estado de bienestar, con sus medidas de aseguramiento, de capacitación y de compensación, queda expuesto al mundo de los sentimientos. ¿La seguridad social, los ministerios de empleo reconfigurados en centros para proporcionar trabajo y las agencias de aseguramiento de calidad de cualquier cosa posible pueden conjurar el miedo al miedo? Para Roosevelt, abordar el miedo fue el criterio de juicio decisivo para la dicha pública y para la cohesión social. En la campaña electoral que lo condujo a su primera victoria proclamó que, habiendo mirado a miles de estadounidenses a la cara, vio esto: «Tenían el aspecto asustado de niños perdidos».5

Pero recordemos que, durante la segunda mitad del siglo XX, el desarrollo del Estado de bienestar se enmarcaba en una promesa de integración de las sociedades modernas tal como no la había habido hasta entonces: toda persona que se esfuerza, que invierte en la formación propia y que demuestra tener una cierta capacidad a la hora de aportar prestaciones puede hallar un puesto apropiado a ella en la sociedad. El emplazamiento social ya no queda determinado de entrada por la procedencia, el color de la piel, la ubicación geográfica o el género, sino que, gracias a la voluntad, la energía y la aplicación, se puede influir sobre él en el sentido de los deseos propios y las nociones propias. La circunstancia de que para la mayoría desempeñaba una función más importante la casualidad que los objetivos y las intenciones se la podía aceptar porque, pese a todo, se acababa arribando a una posición que, a la postre, se podía considerar como conseguida a base de esfuerzo y como merecida.

¿Quién sigue creyendo en realidad en eso hoy? Desde luego que vivimos en una sociedad moderna en la que lo que cuenta no son posiciones asignadas, sino posiciones conseguidas con esfuerzo. Las circunstancias de persistente desigualdad social que una y otra vez recalcan los análisis de las estructuras sociales no alteran nada este principio. La mayoría de la gente joven, que se muestra convencida de que nos hallamos en una sociedad de clases piramidal en la que resulta improbable pasarse de un nivel social inferior a otro superior, en su interior parte con toda seguridad del supuesto de que pueden llevar una vida que ellos se forjan por sí mismos.6

A pesar de eso, persiste la noción de una «generación de las prácticas» que, pese a tener los mejores certificados de todo tipo, tiene que ganarse la vida a cambio de sueldos bajos hasta recibir alguna vez una oferta interesante. Después ya no resulta tan difícil abrirse paso y asegurarse una posición, aunque sí es mucho más difícil de lo que le resultó a la generación de los padres nacidos en torno a 1965 hacerse una carrera marcada por una sucesiva consecución de estatus, pues hay muchas cosas que se pueden hacer mal: se puede escoger la escuela básica equivocada, el instituto equivocado, la universidad equivocada, la especialidad equivocada, las estancias en el extranjero equivocadas, las redes equivocadas, la pareja equivocada y el lugar equivocado. Eso significaría que en cada uno de estos puntos de paso se produce una competencia selectiva en la que algunos siguen adelante y otros quedan excluidos. Eso comienza muy temprano y parece no terminar nunca. Se necesita tener el olfato correcto, la habilidad necesaria a la hora de cooperar, sobriedad para entablar relaciones y una sensibilidad para la coordinación temporal. Porque los pasillos se vuelven cada vez más amplios por delante y más estrechos por detrás, porque el capital social de relaciones y contactos resulta para la mayoría cada vez más barato, pero para una minoría cada vez más caro, porque los mercados de relaciones cada vez se vuelven más homogéneos y por tanto cada vez más competitivos: por todo eso el destino individual es cada vez en mayor medida expresión de las buenas o malas elecciones a lo largo de la trayectoria vital.

Yendo al grano, se puede formular esta modificación diciendo que hoy estamos experimentando un cambio en el modo de integración social, pasando de la promesa de ascenso a la amenaza de exclusión.7 Lo que mueve a uno a seguir adelante ya no es el mensaje positivo, sino el negativo. Eso viene acompañado del miedo a si la voluntad basta, a si la destreza es la conveniente y a si la presencia y el porte resultan convincentes. Igual que han cambiado los premios, también ha cambiado el miedo: si en cada bifurcación lo que importa es no acabar entre aquellos que resultan sobrantes y que esperan una «segunda oportunidad» porque la trayectoria vital no prevé largas líneas sino solo segmentos cortos, entonces, como dice Kierkegaard, el miedo se ha convertido, en efecto, en «la realidad de la libertad como posibilidad antes de la posibilidad».8

El miedo viene de que todas las posibilidades están abiertas, pero nada carece de relevancia. Uno cree que se está jugando su vida entera a cada momento. Se pueden dar rodeos, hacer pausas y desplazar los puntos esenciales, pero todo eso debe tener un sentido y contribuir al perfeccionamiento del objetivo vital. Es difícil de soportar el miedo a seguir viviendo sin más. La angustia que provoca el miedo es una angustia a causa del sentido, de la que ningún Estado ni ninguna sociedad lo pueden salvar a uno.

Los libros de asesoramiento sobre disponibilidad, emociones y riesgos, que se basan en conocimientos de la psicología cognitiva, de la teoría de la evolución y de la fisiología cerebral, alcanzan unos asombrosos volúmenes de ventas. El mensaje es siempre el mismo: hay que reservarse opciones, pensar en escenarios y abordar las «ocasiones propicias». Uno debe guardarse de sobreestimarse a sí mismo, superando al mismo tiempo la debilidad a la hora de tomar decisiones. Y en general, la doctrina de una bipartición del espíritu debe quitarle a uno el miedo al miedo: hay un sistema intuitivo que se encarga del pensamiento rápido, y un sistema controlador que trabaja despacio, sucesiva y jerárquicamente. Con una alternancia orgánica entre ambos, en medio de una vida inabarcable, con salidas inciertas, uno se mantiene en forma y flexible.9

Pues quien se queda estancado, quien no se sigue formando y quien no encuentra su balance propio enseguida se convierte en un caso asistencial. Si incluso resulta que al final uno puede morir bien o morir mal10 —como asegura la bibliografía tanatológica a este respecto—, entonces el miedo al miedo pasa a ser el motivo oculto de las doctrinas populares de la «buena vida». Así es como nunca cesa la amenaza de exclusión, por muy amablemente que se la pueda explicar y por muy sabia que pueda sonar.

Ese no es el miedo —que Roosevelt vio en los años treinta del siglo pasado— de los «niños perdidos» que tienen sus esperanzas puestas en el poder protector del Estado y que se encomiendan a un «buen pastor», sino que más bien es el miedo de «egotácticos» espabilados11 que desconfían del Estado y que hacen escarnio de una clase política que se comporta exactamente igual que ellos mismos. Justamente, no se trata de aquel miedo a verse humillado y olvidado como grupo o como colectivo, sino del miedo a resbalar como individuo aislado, a perder el equilibrio y a precipitarse en caída libre sin el paracaídas de un medio que los sostenga ni de una tradicional «cultura del perdedor»,12 desvaneciéndose en la nada social.

Con esto encaja esa universalización del atributo de precariedad que apareció en la primera década de nuestro siglo.13 De pronto ya no eran precarias únicamente aquellas situaciones de ocupación laboral más allá de la «situación normal de trabajo» de un puesto vitalicio, a tiempo completo y adecuado a la cualificación, sino que también eran precarias generaciones que no se sabía muy claramente cómo habían pasado del sistema educativo al sistema laboral, parejas con ideales amorosos románticos o situaciones familiares de padres o madres de familia monoparental que tenían que ocuparse ellos solos de la educación de los hijos, medios sociales de gente que había bajado de nivel social o que había quedado marginada, y en general era precario el carácter de los procesos de socialización. Es precaria aquella existencia social en la que las expectativas estandarizadas topan con realidades no estandarizadas. Eso resulta hoy lo normal, y por eso aumentan las exigencias en cuanto a distanciamiento respecto a los roles y tolerancia de la ambigüedad. Al parecer hoy se acepta más que antes un grado mayor de divergencia. Pero también por eso el corte entre inclusión y exclusión resulta más nítido. Mientras uno pueda dar a entender el modo como vive su diversidad en materia sexual, religiosa o moral, no hay ningún problema. Pero uno enseguida se queda fuera si resulta que la diversidad no representa para los demás ninguna diferencia en cuanto a alegría, colorido y creatividad. El miedo al miedo aflora enseguida si uno se queda con su diferencia poco espectacular, sin acogida ni enganche.

Aquí se muestra una transformación en la vivencia del miedo que guarda relación con un cambio epocal en la programación del comportamiento. En su fisionomía sociológica del mundo de la conducta del siglo XX, trabajo publicado ya en 1950, David Riesman, junto con Reuel Denney y Nathan Glazer,14 describieron la transformación del carácter norteamericano desde el hombre de conciencia guiado desde dentro hasta el hombre de contactos guiado desde fuera. Cuando crece la población, cuando los hombres de ámbitos rurales aspiran a mudarse a aglomeraciones urbanas y cuando la ciencia y la técnica pasan a ser fuerzas productivas sui generis, entonces se necesita un programa de control del comportamiento que se fundamente en la persona singular, que se oriente en función de principios que se extiendan a varios ámbitos y que otorgue estabilidad a la conducta en la alternancia de los mundos. Para ello, Riesman escoge la imagen del giroscopio interior, el cual posibilita orientarse en distintas direcciones y al mismo tiempo centrarse en torno a un equilibrio interior. Es natural sentir miedo cuando, en calidad de emigrante, de alguien que asciende socialmente o de pionero espacial, uno abandona la patria que representa su modelo de comportamiento para probar suerte en un mundo distinto y extraño. Es una expresión de coraje si, pese a ello, uno cree en el enriquecimiento de sus opiniones y en la firmeza de sus valores. En el lenguaje de la tradición europea existen para ello los fastuosos conceptos de formación y de conciencia. El carácter guiado desde dentro se esfuerza por ampliar sus perspectivas y por examinar su conciencia. Así es como se puede poner en consonancia la asimilación a lo extraño con la profundización de lo propio.

La superación del miedo se produce entonces de un modo que en cierta manera es vertical. El individuo singular conjura por sí mismo o, dado el caso, mediante su dios, los sentimientos atemorizantes de extrañamiento, expropiación y desarraigo. La literatura confesional burguesa está llena de relatos de confusas vías de formación y de atormentadores exámenes de conciencia. Pero se divisa el triunfo del proceso de constitución del yo: un proceso que convierte al individuo que procede de algún lugar y se amolda a todos los sitios en una persona capaz de actuar autónomamente, socialmente responsable de sus actos e idéntica consigo misma.15

Pero cuando el crecimiento de la población sufre un receso, cuando el campo se convierte en suburbio y cuando la conquista del mundo topa con barreras, entonces los entramados interpersonales se vuelven más densos e ineludibles, y el yo tiene que tratar de amoldarse a los demás y de organizarse con ellos en un «mundo encogido y agitado».16 Lo que entonces se premia ya no es la obsesión por demostrarse algo a sí mismo, sino la capacidad de asumir las perspectivas de otros, de mostrarse elástico y flexible en la alternancia de situaciones y de hacer concesiones y alcanzar acuerdos en el trabajo en equipo. El giroscopio anímico de la formación interior de equilibrio es reemplazado por el radar social del registro de las señales de otros. El yo pasa a ser un yo de los otros, encontrándose, no obstante, ante el problema de cómo obtener una imagen de sí mismo a partir de los miles de reflejos.

Aquí no se trata de la importancia del reconocimiento y del afecto hacia el prójimo, que forman parte de la naturaleza social del yo. Al carácter guiado desde fuera lo que lo caracteriza más bien es una acentuada sensibilidad para el contacto que convierte las expectativas y deseos de los demás en fuente de control para la conducta propia. Lo que regula sobre todo la conducta no son las formas de moralidad y decoro que imponen autoridades externas, ni las normas y valores interiorizados por vía de un proceso de formación personal conflictivo, sino esas expectativas y esas expectativas de expectativas entre quienes en ese momento participan de una situación, las cuales se negocian literalmente a cada instante. «Asumir un papel», se dirá más tarde en la sociología del interaccionismo simbólico, es «hacer un papel».17

Con la distinción entre ser guiado desde dentro y ser guiado desde fuera, Riesman quería hacer clara la extraordinaria «flexibilidad para adaptarse a requerimientos»18 por parte del hombre normal actual. Tras eso se esconde una constitución defensiva y reactiva. El carácter guiado desde fuera se siente dependiente del dictamen y de la sentencia de quienes tienen la misma edad, se asocia con las tendencias de moda y con las opiniones reinantes y, en caso de duda, prefiere callar antes que chocar con los demás y enfrentarse a ellos. Y en momentos de soledad y extenuación se siente oprimido y esclavizado por las supuestas necesidades y los supuestos deseos de sus semejantes.

Este es el terreno para eso que en las ciencias sociales se llama la sensación de «relativa deprivación».19 La comparación con otras personas que se encuentran en una situación similar decide sobre el ánimo que uno tiene en el mundo. Pueden ser amigos, gente de la misma edad o colegas. Por lo demás, y como recalca la psicología de la conservación de recursos,20 las pérdidas pesan comparativamente mucho más que las ganancias. ¿Qué es lo que el otro tiene y yo no? ¿Cómo quedo yo si los miro? Eso puede concretarse en el dinero, en conocidos símbolos de estatus o en el porte y la presencia radiantes. El yo se orienta en función de los demás y se vuelve inseguro cuando cree que no puede mantener el paso. Cuando nos sentimos abandonados nos volvemos temerosos y prudentes, y nos volvemos más enérgicos y confiados en la medida en que nos parece que caemos bien a los demás y que nos los podemos ganar.

De este modo, la noción de qué es lo que los demás piensan de uno y qué es lo que piensan que uno piensa de ellos pasa a ser una fuente de miedo social. Lo que agobia y destroza a la persona singular no es la situación objetiva, sino la sensación de desventaja en comparación con otros que resultan significativos. Al carácter guiado desde fuera le faltan las reservas interiores que podrían hacerlo relativamente inmune a comparaciones absurdas y a seducciones irracionales. Tras la envidia desenfrenada se esconde el miedo profundo a no poder mantener el ritmo, a quedarse fuera y a estar de más como el único burlado.21

En ocasiones, el carácter guiado desde fuera solo a duras penas puede confesarse a sí mismo este miedo y compartirlo con otros. Así es como se comporta Willy Loman, el personaje de Muerte de un viajante, de Arthur Miller, y así es como se comportan las mujeres de los suburbios en Mística de la feminidad, de Betty Friedan. Uno prefiere escabullirse con sus malas sensaciones, se toma un bourbon