Marco Polo - Víktor Shklovski - E-Book

Marco Polo E-Book

Viktor Shklovski

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Beschreibung

Víktor Shklovski —hoy ya considerado un clásico de la literatura rusa— reconstruye en la presente obra las extraordinarias aventuras de Marco Polo. Nacido en el seno de una familia de ricos mercaderes de la todopoderosa Venecia del siglo xiii, Marco Polo se embarcó a los diecisiete años en un viaje que le llevó hasta Pekín. Su nombre pasaría a la historia por sus viajes, por no tener miedo a nada y por su memoria, pero sobre todo porque se dejó entusiasmar por el mundo y sus gentes. También por la forma en que lo hizo: aprendió hasta cinco lenguas, conversó y escuchó hasta ganarse la confianza de todo tipo de personas de tierras lejanas, incluso de reyes y emperadores. Shklovski recrea con maestría el épico relato que Marco Polo hizo sobre sus viajes cuando fue hecho prisionero de los genoveses. Durante su cautiverio, dictó a uno de sus compañeros de celda las aventuras vividas durante más de veinte años, una de las primeras crónicas occidentales sobre el Asia medieval de las que se tiene noticia. Shklovski toma nota de este testimonio y nos presenta de manera certera y sin exceso de artificios el incisivo retrato del mercader veneciano, sus legendarias andanzas y los contextos y ambientes de la época. Sus páginas transmiten la curiosidad insaciable, el hambre de conocimiento y la necesidad de traspasar los límites de los que hizo gala el gran Marco Polo. Publicado originalmente hace casi un siglo, esta nueva edición cuenta con la traducción del experto en literatura rusa Ricardo San Vicente, e incluye un posfacio del periodista y escritor Xavier Aldekoa, que nos invita a su lectura y en el que reflexiona sobre la influencia de los grandes viajeros en la historia de la humanidad.

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MARCO POLO

 

 

Título original: Марко Поло

© del texto: Víktor Shklovski, 1936, 1982

© del posfacio: Xavier Aldekoa, 2024

© de la traducción: Ricardo San Vicente, 1982, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: mayo de 2024

ISBN: 978-84-19558-85-5

Diseño de colección: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

ÍNDICE

PRÓLOGO DEL AUTOR A LA EDICIÓN ESPAÑOLA (1982)

INTRODUCCIÓN DEL TRADUCTOR.DE VICTORIAS Y DERROTAS

La ciudad de San Marcos

El león de San Marcos se alza sobre la Adriática

Los tártaros

La casa en la isla de Rialto y otras casas de los mercaderes Polo

Cae la desgracia sobre los mercaderes

Derbent-Kaluga

En su camino, los mercaderes recogen noticias de un país llamado Siberia y de otro llamado Kazajstán

Hacia la corte del Gran Kan

Los mercaderes cambian de dueño

Marco Polo el menor, hijo del mercader Niccolò Polo, inicia su viaje de veintiséis años

El camino a través de Persia Meridional

La casa comercial de los Polo pasa el invierno junto al Pamir

El país de la piedra nefrítica y de las arenas

Los palacios del kan Kubilai

Los venecianos llegan a la capital de China y Marco Polo la describe

El kan Kubilai va de caza y el señor Marco Polo lo acompaña

Marco Polo conoce la diversidad del mundo

Los hermanos Polo y el señor Marco Polo el menor rinden al kan un gran servicio

Marco Polo cuenta sobre una gran ciudad

Marco Polo habla con un viejo chino

Sobre el intento de sublevar la ciudad de Kanbaluc

Marco Polo, gobernador

Marco Polo da nombre a un país y este nombre permanece por los siglos

El señor gobernador Marco Polo se aburre y también se aburre el Gran Kubilai

La tierra arde en China y la casa comercial de los Polo piensa en la partida

Sobre la partida y los grandes barcos

El país de los árboles preciosos

Ante Ceilán y la costa de la India

Los barcos se pierden

Los asuntos y las guerras persas

Los mercaderes hacen entrega de las princesas a Kazán

Los botines rojos y el anillo

«¡Quítate el gorro!»

La batalla de la isla de Curzola

Un modelo del infierno

Marco Polo vuelve a la patria

Marco Polo se encuentra consigo mismo

El «señor Milione» comercia por última vez

Final

POSFACIO. LA LOCURA DE VIAJAR (Y CONTARLO)

PRÓLOGO DEL AUTORA LA EDICIÓN ESPAÑOLA (1982)

He sabido con enorme satisfacción que una obra que escribí hace cuarenta años —editada ya en varios idiomas— se va a publicar ahora en España. Mi libro trata de un hombre que, en tiempos lejanos, se dedicó a descubrir el mundo y ayudó a los demás a conocerlo. Marco Polo era un mercader veneciano. Hijo y sobrino de mercaderes y ciudadano de Venecia. Hablaba en varias lenguas. Conocía diversas escrituras.

El viaje de Marco Polo y los suyos duró veintisiete años. Viajaron por mar y tierra. Recorrieron anchos mares y grandes desiertos. Marco Polo estuvo en Bujará y en otros muchos lugares, en ciudades que más de una vez fueron pasto de las llamas y del humo, resucitadas con nuevos nombres, nuevas cúpulas, nuevos saberes, nuevos castigos, nuevas canciones… Conoció muchos países, distintas morales y diferentes organizaciones familiares. En todas partes vio cosas buenas y malas. Marco Polo no sabía escribir en su propia lengua. Los relatos que narró sobre lejanas tierras y lejanos amores podían haber sido fruto de su imaginación. Pero nuestro viajero amaba el mundo y no solo una nación determinada. Era valiente y nunca guardó rencor contra nadie.

Aprended de este viejo, de este hombre del que nos separan varios siglos. Aprended a asombraros. Aprended de los demás. Construid una vida para todos y no solo para vosotros. Los árboles soportan el invierno. Las aves huyen de él, pero vuelven a nosotros, porque saben lo que es tener patria. No os diré que aprendáis de ellas, aunque he visto cómo las aves enseñan a volar a sus polluelos dejándolos caer al vacío. Pero sí os diré algo: aprended a enseñar. Aprended a amar el mundo en su diversidad. Amad los peldaños por los que la humanidad asciende hacia un futuro aún inaccesible. No quedaros de Marco Polo con su amor a la riqueza, a las piedras preciosas y a los vestidos de vivos colores. Aprended a amar el camino. A no dejar de asombraros.

El saber del mundo está formado por centenares de miles y de millones de saberes de unos hombres que, de manera diferente, han contemplado asombrados el mundo. Un mundo humano vestido unas veces de hojas, otras cubierto de arena, y que, sin embargo, es en su conjunto el pequeño planeta que todos amamos.

A los viejos les gusta dar consejos. Y yo os voy a dar uno: aprended a no cansaros, sabed ver aquello que, a lo mejor, a otros les parece inútil o fatuo, la belleza y el orgullo de nuestro planeta.

Mapa esquemático de los viajes de Marco Polo en Asia

INTRODUCCIÓN DEL TRADUCTOR

DE VICTORIAS Y DERROTAS

«¡Hay que vivir muchos años!», decía Kornéi Chukovski al despedirse de algún colega desde el balcón de su dacha en Peredélkino. Con la expresión de este deseo —ilusión que, salvo raras excepciones, compartimos vivamente la mayoría de los mortales— lo que el escritor y crítico literario quería decir es que el éxito les llega a los creadores tarde (o nunca), y a los escritores rusos casi siempre demasiado tarde, cuando ya no pueden paladear las mieles de la fama.

No es el caso de Víktor Borísovich Shklovski (1893-1984), aunque también es cierto que, como algunos de sus familiares, colegas y amigos que vieron truncadas sus vidas con un tiro en la nuca en el Gulag, no pocas veces estuvo a punto de verse en el grupo de los creadores y revolucionarios de breve y trágica existencia. En este sentido, la luminosa novela sobre Marco Polo (1931) tiene algo que ver con la azarosa y larga vida de su autor.

Dejando al margen sus agitados años de juventud, recogidos en diversas obras, tal vez el aspecto más relevante de la contribución a la cultura rusa y universal de Shklovski sean sus reflexiones sobre el arte y sus teorías sobre la literatura. Es uno de los padres del formalismo en el arte, de la idea de que en la literatura lo aparente sobrevuela al contenido, si para los formalistas este concepto merece existir. Que en el arte —de hecho, en cualquier creación humana, sea una tostadora o una azada— el «cómo» privilegia el «qué». El elemento fundamental del arte es su aspecto formal. En la medida que percibimos el mundo como un montaje, el arte se convierte en un «procedimiento» para expresar y entender este mundo. No importa que hablemos de una escopeta colgada en la pared, del vuelo abortado de una gaviota o de un cenicero, lo destacado es cómo lo hacemos y si la composición (el montaje) de nuestra historia contribuye a la excelencia del relato y por lo mismo a la comprensión del mundo. Una idea muy probablemente recogida de la obra de Chéjov.

Pero volvamos a la URSS y al joven e inquieto Shklovski. Esta idea, la del formalismo —que está latente en el arte de su época—, es combatida por la marea soviética empapada de marxismo, según la cual en toda creación artística el autor ha de priorizar su contenido (revolucionario), es decir, su dimensión ideológica.

El pensamiento llamémosle soviético —luego convertido en «realismo socialista» en el arte— extendió su manto a la ciencia y el conocimiento: a la biología, a la historia, a la antropología, a la psicología... Aplicó toda su autoridad y su poder a encumbrar a los adeptos y a los compañeros de viaje, pero aún en mayor medida aplicó su brutal capacidad a destruir a enemigos ideológicos y creadores.

Lo paradójico es que en el terreno del arte —la pintura, la arquitectura, pero sobre todo la literatura y el cine— el poder soviético se aprovechó de los logros formales de los artistas para alimentar su discurso ideológico. Esto explicaría la inestable preeminencia de los Eisenstein o Pudovkin en el cine, o de los Fadéyev o Shólojov en la literatura. Pero lo pavoroso es que estos sobrevivieron milagrosamente, y algunos hasta gozaron de una buena vida, pero los Mandelshtam, Bábel, Pilniak, Meyerhold, o los Shalámov o Solzhenitsyn, sumados a una lista tan dolorosa como interminable, sucumbieron: fueron exterminados o encerrados.

Shklovski, protagonista de la Revolución rusa y a la vez teórico revolucionario en el revuelto y fértil mundo del arte, se mantendrá un tiempo en la cuerda floja de la ambivalencia, hasta que se ve obligado a huir a Berlín. Huye por razones políticas, pero también estéticas. Allí, en una ciudad que, casi como ocurre hoy, acoge a gran parte de la emigración rusa contraria al régimen, Shklovski no dejará de crear, pero tal vez por fidelidad a la revolución o por amor al país, opta por regresar.

Lo consigue en parte gracias a la ayuda de Maksim Gorki, pero el precio será alto. El silencio impuesto a su discurso teórico le obliga a dedicarse a otros proyectos, obras alejadas de su talante teórico, pero que nos permiten descubrir una nueva dimensión del escritor. Es cierto que esta nueva dimensión se verá precedida de la abjuración de sus principios (Monumento a un error científico, 1930), pero lo compensará con obras donde los personajes y la fuerza creadora del hombre desempeñan un papel sobresaliente: héroes forjadores y transformadores de la historia. Es entonces cuando crea sus novelas sobre personajes notables e inicia sus reflexiones literarias sobre grandes autores rusos, como Dostoyevski o Tolstói. Nace lo que él mismo denominará «prosa histórica», de entre la que destaca nuestro Marco Polo (1931).

Así, el creador y forjador de ideas y fuente de conceptos literarios, Víktor Shklovski se ve obligado a lanzarse a la creación de sus propias obras literarias, a aquello que los escritores consideran que son incapaces de hacer los críticos y teóricos del arte. Pero nuestro autor nos demuestra que es capaz, muy capaz, de ello. Marco Polo no es la menor de estas pruebas.

Además de recomendar vivamente la lectura de esta novela por lo destacado y desconocido del personaje y de sus viajes y descubrimientos, cabe subrayar el imborrable estilo de Shklovski, que ni siquiera cuando —en apariencia al menos— abjura de sus entretelas formalistas, deja de ser un escritor diferente y atractivo. Shklovski, como un cuchillo bien afilado, de corte breve, preciso y profundo, nos introduce en realidades tan lejanas en el pasado como hoy próximas a nuestra cultura y a nuestro amor por lo maravilloso pero real.

La novela nos acerca a la aventura de un joven veneciano que viaja por el espacio de un mundo entonces prácticamente desconocido, pero como el autor se cuida de recordarnos se trata también de un viaje en el tiempo, en su tiempo.

Desde una cárcel, un cautivo, un narrador vital y fantasioso, Marco, se mueve en un espacio fantástico y para los allí presentes maravilloso; solo gracias a otro preso —Rustichello de Pisa— que sabe escuchar y escribir, al cabo de los años se descubrirá que ese espacio y ese tiempo eran reales, lejanos, fantásticos, tan maravillosos como fascinantes, pero al fin reales. Shklovski se propone y consigue trasladarnos esta doble idea: Marco es tan fantástico como real, tan del pasado como de un futuro soñado.

Desde la húmeda y fría realidad de las mazmorras de un penal, un hombre fantasioso, al que llamarán «Il Milione» por las imposibles cifras que maneja, cuenta fábulas que un escribidor recoge fielmente, fantasías que nos remiten a una realidad entonces tan increíble como ignorada.

Por último, otra fantástica paradoja y otro sueño que nos ha permitido navegar entre la pesadilla y lo maravilloso: ¿No fueron los dorados y cegadores techos de Cipango narrados por Marco, las deslumbrantes e incontables riquezas de una China tan palpable como fascinante, las sedas delicadas de las princesas, las fantásticas y ocultas piedras preciosas traídas de Oriente, los «millones» de monturas, jinetes, escudos, lanzas, flechas y espadas, las millas y días de camino y fortuna, de sed, hambre, constancia y empeño, los que atrajeron e impulsaron a viajeros y aventureros como Cristóbal Colón, que, tras leer las «fábulas» de Il Milione, se propusieron arrancar de los techos dorados de Cipango su anhelado oro, a lanzarse a la aventura de alcanzar el Nuevo Mundo?

RICARDO SAN VICENTE URONDO

Barcelona, octubre de 2023

LA CIUDAD DE SAN MARCOS

Sobre Venecia se ha escrito mucho y casi en todos los idiomas del mundo. Las dos obras teatrales más famosas que tienen esta ciudad como escenario son del inglés Shakespeare. El mercader de Venecia, Shylock, era judío, y el general veneciano Otelo, moro.

Venecia es una ciudad internacional y su nombre proviene de un pueblo, el de los vénetos, un pueblo muy antiguo. Cuando los vénetos que poblaban la costa adriática oriental desaparecieron al disolverse en la multitud de pueblos del Imperio romano, en Europa —concretamente en las costas del Báltico— aún quedaban otros vénetos. Y ya entonces, hace más de dos mil años, los científicos discutían si los vénetos adriáticos y los vénetos bálticos estaban o no emparentados. Los vénetos del Báltico tenían su ciudad —Véneta— situada en unos bancos de arena cercanos a la actual Szczecin, la antigua ciudad eslava de Szczecin. Los vénetos del Báltico eran eslavos y el geógrafo griego Estrabón, que vivió al principio de nuestra era, estaba convencido de que los vénetos del norte y los vénetos del mar Adriático eran un mismo pueblo. En la antigüedad, los pueblos vecinos del sur y de Occidente llamaban a los eslavos vénetos, vendos, y también antos. Los historiadores actuales creen que, por su nombre báltico y probablemente por su origen, los vénetos estaban relacionados con la tribu de los viatichi. Los viatichi vivían en el centro de Rusia, en los bosques que riega el Oká, en las orillas de los ríos. Su emblema tribal —el tótem— era el castor.

Sin embargo, la relación entre los vénetos bálticos y los adriáticos no está probada. De las costas adriáticas los vénetos desaparecieron ya en la más remota antigüedad; su cultura se disolvió en la cultura del Imperio romano, y el latín absorbió su lengua. En sus orígenes, la cultura véneta no era más débil que la romana y de ello nos hablan las losas funerarias y las inscripciones vénetas descubiertas en las excavaciones cercanas a la ciudad de Este. El autor de la Historia de Roma, Mommsen, afirma que, después de la derrota de los romanos en Alia, quienes salvaron el Capitolio no fueron los gansos de la leyenda, sino los diestros y valerosos guerreros vénetos. El conocido historiador romano Tito Livio era originario de la ciudad véneta de Padua.

La modalidad de vida de la antigua Venecia tiene sus orígenes en las costumbres y usanzas vénetas. Era este un país que miraba al mar, tierra de barcas, y en Bizancio al color azul marino lo llamaban veneciano. Estrabón llegó a ver el antiguo país de los vénetos y decía de él: «Está cortado en canales y tierras de relleno... Algunas de aquellas ciudades se asemejan a islas». Acerca de la ciudad véneta de Rávena, Estrabón escribió: «Rávena es una ciudad entre pantanos, construida en madera. Allí se comunican por medio de puentes y barcas».

La ciudad de Venecia surgió hace unos mil quinientos años. En los tiempos de Estrabón, en el lugar donde ahora se levanta Venecia, solo había bancos de arena yermos. Los pescadores vivían en casas erigidas sobre pilones y para defenderse de las olas y la arena levantaban setos trenzados. La ciudad de Venecia se alzó sobre los bancos de arena porque temía los peligros de tierra firme.

Desde el Danubio hasta la lejana China se extiende la estepa. En ella vivían, ya en los tiempos más remotos, pueblos pastores trashumantes. En Europa ni siquiera se sabía quiénes eran, y hasta sus nombres llegaban cambiados. En cierto lugar, el mar Caspio corta la extensa franja de la estepa. El camino del sur sigue la costa y pasa a través de un estrecho desfiladero por Derbent; otro camino más largo, hacia Oriente, conduce a través de la estepa a las costas septentrionales del Caspio. En la estepa vivían los nómadas. En verano estos se marchaban a las montañas, y en invierno bajaban a los llanos. En invierno, el ganado comía la hierba seca cubierta por la nieve. Los itinerarios de los rebaños eran fijos y formaban círculos, cada uno de los cuales pertenecía a un clan distinto. En los círculos había pozos, a veces muy profundos, y las paredes de los pozos estaban reforzadas con ramas trenzadas o muros de piedra. El agua se extraía de ellos mediante largos pellejos de cuero que se vaciaban en los abrevaderos. Junto a ellos se apretujaban las ovejas. Una vez saciada la sed de los rebaños, los hombres se ponían en marcha. Tras el ganado marchaban los pastores y los camellos que llevaban las tiendas.

Los anillos de los nómadas atravesaban las grandes rutas de las caravanas, caminos que llevaban a lejanos países que en Europa nadie conocía. Las rutas de las caravanas estaban gastadas por las patas callosas de los camellos, holladas por la poderosa pezuña del caballo y el estrecho casco del asno. Los caminos eran profundos y parecían zanjas; a ambos lados de ellos se encontraban las manchas negras de las hogueras y, cual rejas blancas, yacían allí huesos secos de camellos y caballos.

En los años de sequía o de guerra, o cuando una tribu derrotaba a otra y el jefe vencedor lograba reunir las hordas de la estepa, se rompían los círculos trashumantes y los nómadas, siguiendo las rutas de las caravanas, se encaminaban hacia China o hacia las ricas ciudades persas, o hacia la lejana Europa. La estepa se ponía en movimiento. Un círculo invadía a otro, se mezclaban los rebaños y se reunían los hombres. Los vencidos formaban la vanguardia de la horda. Esta seguía su avance; los rebaños se comían la hierba y los nómadas talaban los árboles para alimentar con sus ramas a las ovejas. Marchaban las tropas. Nubes de polvo se alzaban sobre ellas. Los guerreros rodeaban las ciudades, las tomaban por asalto y las convertían en cenizas. Pero a menudo, incluso entonces, los guerreros protegían las rutas de las caravanas y los mercaderes marchaban a través de estados en guerra.

En el siglo V pasaron por Europa los hunos. Su caudillo, Atila, conquistó todo el norte de Italia hasta el Po, y cuentan que fue tan grande el terror que causó, que las aves salvaban a sus crías llevándolas en sus picos hacia los pantanos salados del mar. En las orillas de aquel mar hervía sin cesar la blanca espuma y, al llegar al mar, los ríos dejaban lenguas de tierra. Las olas blancas y turbulentas del mar corrían al encuentro del agua dulce. El limo de los ríos se encontraba con la arena del mar, los bancos de limo y arena cerraban el paso a los ríos, y pequeñas islas y médanos rodeaban y atravesaban la laguna. Las gentes huían de los hunos y se dirigían a las islas, tras las lagunas, y allí fue donde los vénetos recibieron a los fugitivos. Los hunos no conquistaron las islas. Más tarde marchó sobre Venecia el ejército del emperador germano Carlomagno, pero los eslavos de la costa adriática derrotaron a sus tropas y las poblaciones de las lagunas de Venecia quedaron intactas. Los poblados crecían sobre los bancos de arena, que se unían mediante puentes.

En los primeros tiempos, las islas conservaron la antigua forma véneta de gobierno: los elegidos en cada barrio gobernaban la ciudad; las islas grandes se llamaban Mayores, las demás, Menores. La ciudad crecía, pero lo hacía sumida en la intranquilidad. No eran príncipes quienes la gobernaban, sino dux elegidos. De los primeros veintinueve dux, a cuatro les sacaron los ojos, otros cuatro marcharon al destierro, a tres los mataron, y cinco abandonaron el poder por propia voluntad. La intranquila ciudad prosperaba, se dedicaba al comercio de la sal. Con su sal los venecianos recorrían los mares y echaban en diversos puertos sus áncoras de dos puntas.

El mundo era grande y desconocido; los países estaban unidos por las rutas de las caravanas, pero las caravanas y el polvo ocultaban la lejanía. Venecia comerciaba con Grecia y rendía vasallaje a Bizancio. Había conquistado la costa dálmata; necesitaba sus robles para construir barcos y sus hombres para reclutar marineros entre ellos. Los barcos venecianos también llegaban a Egipto y hasta el gran mar cerrado al que llamaban Ruso o Negro. De allí se importaba trigo, pescado, cera, pieles finas, pieles de cordero y esclavos.

Venecia se buscó su propio santo y contrató a unos griegos para que construyeran el templo de San Marcos. Se estaba convirtiendo en una ciudad dedicada al transporte marítimo, ya que los venecianos se encargaban de transportar mercancías y se hacían cargo de los riesgos, cobrando por el flete el tres por ciento del valor de la carga. En las islas hicieron su aparición los artesanos, fundidores, tejedores de lana, joyeros, tintoreros, al tiempo que adquiría fama el vidrio veneciano.

Los vénetos del Adriático ya no hablaban en latín; en las islas se oía la lengua italiana. Vivían en casas de madera con techados de paja y listones, y las casas se levantaban sobre pilones. Entre ellas pasaban los canales. Entre las edificaciones quedaban unos pasajes estrechos por los que no podían pasar tres personas juntas, pero en algunos lugares estas callejuelas se ensanchaban y formaban descampados, donde pacían vacas y cabras. La plaza de San Marcos estaba cubierta de hierba y rodeada de árboles. Crecían en el lugar más de diez árboles y por eso la llamaban jardín.

Por la ciudad corrían sueltos unos cerdos, propiedad del monasterio de San Antonio. El cerdo no es animal que guste a musulmanes y judíos, que no comen su carne; y por este motivo los cerdos parecían pertenecer a la religión verdadera. Se cuenta que un hombre quiso matar a un cerdo de San Antonio, pero el cerdo se lanzó sobre él, le dio un mordisco y, librándose de su acoso, se marchó.

Así vivían los venecianos en aquella estrecha ciudad levantada sobre los bajíos de la gran isla. Viajaban lejos, pero poco contaban acerca de lo que veían. Los caminos eran secretos, pues conducían a la riqueza.

EL LEÓN DE SAN MARCOS SE ALZA SOBRE LA ADRIÁTICA

Venecia tenía ciudades rivales. Una de ellas era Amalfi, pero la destruyeron los pisanos. Las lagunas protegían a Venecia. Los barcos venecianos ayudaban a Bizancio, y por ello Venecia obtuvo en el año 1085 nuevos privilegios y dominios, e incluso un barrio propio en la misma Constantinopla. En el Bósforo se encrespaban altas y cortas las olas. El puerto de Constantinopla estaba protegido del enemigo por una puerta enrejada, de madera, y en la costa se alzaba un titán, la estatua del emperador Justiniano, que, amenazante, señalaba con la mano hacia Oriente, lugar de procedencia de los sarracenos. Constantinopla comerciaba y barcos venecianos transportaban las mercancías.

En otros tiempos, la seda llegaba a Roma procedente de un pueblo desconocido al que llamaban los seros, y también de la India. Una libra de seda valía su peso en oro, y poco a poco este comercio pasó a manos de los venecianos. Venecia comerciaba con Oriente, con Egipto, con la lejana Persia y con Bujará. Pisa y Génova eran rivales de Venecia.

Cuando los cruzados iniciaron sus campañas hacia el rico Oriente, a la conquista de Egipto y Palestina, cuando comenzaron las Cruzadas y se instigó al pueblo para que fuese a liberar el Santo Sepulcro, en la costa los venecianos esperaban con sus naves a los cruzados y se ofrecían para transportar las tropas. Los cruzados no tenían con qué pagar el transporte, pero se estimó que entre cristianos no había lugar a echar cuentas. El dux de Venecia propuso a los cruzados que, como pago de sus servicios, pacificaran la ciudad croata de Zara, sublevada contra Venecia.

Zara se encontraba en las costas del mar Adriático, en Dalmacia. Era un lugar próspero. El mar bañaba la ciudad por tres costados; las aguas de un canal, por el cuarto. La ciudad estaba construida a la manera véneta. En Zara vivían croatas y había templos de mármol, fuentes y plazas. La ciudad era rival de Venecia. Los cruzados aceptaron conquistar Zara, pero durante el asedio descubrieron que resultaba más ventajoso atacar Constantinopla.

Los cruzados y los venecianos primero tomaron la ciudad como aliados del derrocado emperador bizantino Isaac. Sacaron al emperador de su mazmorra y lo reinstauraron en el trono, pero luego, al no saldar Isaac sus deudas, le quitaron la ciudad y Constantinopla fue saqueada. Los cuatro caballos de bronce dorado que adornaban el hipódromo de Constantinopla fueron llevados a Venecia y colocados en la fachada del templo de San Marcos. Allí siguen todavía. También fueron a parar a Venecia las puertas de bronce de la catedral de Constantinopla y los venecianos se llevaron además numerosas estatuas, columnas de mármol blanco, negro y de colores, y de serpentina. Las arcas venecianas se enriquecieron.

Venecia comerciaba con sal, hierro, vidrio, paños y con su ayuda a los contendientes. En las tumbas de los guerreros venecianos las inscripciones cuentan que aquellos hombres fueron «el terror de los griegos». El dux veneciano Dóndolo fue el primero en subir a la destruida muralla de Constantinopla y clavar en ella la bandera de San Marcos. Dóndolo tenía entonces noventa y cuatro años. Recibió el título de «dominador del cuarto y la mitad del Imperio romano» y llevaba botas rojas, signo distintivo de los emperadores bizantinos. Los caminos del mundo se hallaban bajo las zarpas del león de San Marcos. Incluso se llegó a pensar en trasladar el centro del estado a Constantinopla, pero las lagunas vénetas eran más seguras.

En aquel tiempo a Venecia solo le quedaba un rival: Génova.

En el asedio de Zara y en la toma de Constantinopla, los venecianos descubrieron una nueva ocupación: la construcción de máquinas de guerra. Un pueblo que sabía construir barcos no tuvo problemas para fabricar arietes, catapultas y ballestas. En los asaltos a las murallas de Dalmacia y el Bósforo junto a los cruzados participaron muchos venecianos. Probablemente, allí estuvieron los hermanos Polo, que más tarde pondrían sus conocimientos en el arte de asaltar ciudades al servicio del emperador de China, Kubilai. Pero de la vida de los hermanos Polo, que tenían una casa en Venecia y otra en Soldaia, se hablará más adelante.

LOS TÁRTAROS

Por la estepa, desde los confines del mundo, de allí de donde no llegaba noticia alguna, avanzaban los tártaros. Marchaban de las profundidades del continente hacia el mar. De los tártaros se decía que no se asemejaban a los demás seres humanos, ni por los pómulos, ni por los ojos, ni por las ropas; que no tenían leyes sobre la justicia o la injusticia de los actos y que no les estaba prohibido pecado alguno.

Solo consideraban pecado tocar el fuego con el cuchillo, sacar con el cuchillo carne del puchero, usar el hacha junto a la hoguera y herir así el fuego; y también era pecado para ellos apoyarse en el látigo, golpear el caballo con las riendas, orinar junto a la tienda de sus jefes, escupir la comida, lavar la ropa y recoger setas. Se decía que todo lo demás les tenía sin cuidado y podían hacer lo que quisieran.

Los tártaros marchaban hacia Occidente llevándose consigo pueblos enteros; el primer cuarto del siglo XIII está teñido del color del fuego. Todos los hombres se estremecían de pavor, y en Inglaterra los pescadores se quejaban de no tener a quién vender sus arenques, pues del continente no llegaban los mercaderes a comprar pescado. «Si había que morir, poco importaba estar hambriento», pensaban muchos.

Los tártaros seguían su camino. Comían todo lo que se pudiera masticar y mataban a todo aquel que se les resistiera. No conocían la fatiga y siempre llevaban consigo monturas de refresco. En sus marchas a caballo eran capaces de aguantar intensos fríos. A su cabeza marchaba un hombre al que llamaban Chinguiz (Gengis); este caudillo había conquistado el pueblo llamado kitai, los chinos. La tierra ardía y con el fuego de los incendios tártaros se empezaron a ver los confines del mundo.

Se cuenta que los tártaros quisieron pasar el mar Caspio por su costa derecha, pero oyeron hablar de la montaña de Imán y, ante el temor de que el monte atrajera sus armas, prefirieron atravesar el Cáucaso. De este modo, en los confusos relatos a la luz del incendio prendido por los tártaros, aparecieron por primera vez en la historia aquellos lugares que siete siglos más tarde serían escenario decisivo de guerras más terribles. La primera noticia sobre esta montaña nos ha llegado a través de los escritos del monje italiano Giovanni da Pian del Carpine, quien, para dar a conocer aquellas tierras, marchó al encuentro de las hordas tártaras.

Los tártaros seguían su camino. Al principio estaban lejos, allá en Asia, pero en el año 1224, a través de Persia del Norte y el Cáucaso, irrumpieron en Europa. Los príncipes rusos salieron a la estepa, al encuentro del enemigo, y se encontraron con él en el río Kalka. Los rusos lucharon con valor pero sin unión, compitiendo en honor. Los tártaros atacaron todos a una, derrotaron a los rusos, hicieron prisioneros a los príncipes y, colocando unos maderos sobre los cautivos, se sentaron sobre aquellas tablas para celebrar la victoria...

En su marcha hacia Occidente, los tártaros avanzaron en oleadas. Después de grandes batallas y considerables pérdidas, una vez devastadas las tierras invadidas, volvían atrás pero al cabo de unos años reaparecían, y una nueva oleada cubría nuevas tierras. Así sucedió también después de la batalla del Kalka. Aplastados los príncipes cautivos, los tártaros volvieron grupas y desaparecieron.

Los caudillos tártaros no pensaban solo en el botín que les esperaba a su paso; no olvidaban la estepa que habían dejado atrás, donde se luchaba por el mando supremo y donde la horda elegía al caudillo entre los kanes. El kan elegido era alzado a fuerza de brazos sobre las cabezas de los demás y nombrado nuevo caudillo. Sin embargo, para no perder la parte del botín común, también era importante conservar las tropas. Después de la batalla del Kalka, los tártaros volvieron a aparecer en el año 1237. Los mandaba Bati. En esta ocasión incendiaron las ciudades rusas, atravesaron Polonia y Silesia, llegando hasta Moravia, lucharon contra las tropas reunidas de los polacos y los checos, y arrasaron Pest, la capital de Hungría. Venecia solo confiaba en sus lagunas.

El rey de los húngaros, Bela IV, derrotado por los tártaros, huyó hacia la Adriática, tierra de los croatas. Los croatas se levantaron en armas; primero se defendieron en sus fortalezas de la costa adriática, pero después pasaron al ataque y derrotaron a los tártaros cerca del castillo de Dubrovnik.Diezmados ante los croatas, los tártaros regresaron a Mongolia.

Ahora sabemos que Bati, al enterarse de la muerte del gran kan Uguedéi, se apresuró a volver con su ejército a Mongolia para poder participar en la elección del nuevo kan. El fin tan solo parecía haberse postergado. El mundo, sumido en el paroxismo del terror, descubrió su propia inmensidad.

Ni siquiera el papa de Roma fue ajeno al peligro. Inocencio IV, hombre de guerra despiadado y astuto diplomático, era un genovés que disponía a su voluntad de las coronas de todas las potencias europeas. El papa envió al encuentro de los tártaros a unos monjes, para que vieran y se enteraran de qué gente era aquella. Los embajadores partieron atemorizados. Entre ellos iba el monje Giovanni da Pian del Carpine, que a su regreso explicaría muchas cosas1, entre ellas cómo conquistaron los tártaros el norte de China y la resistencia que encontraron en el sur.

Carpine escribió sobre Chinguiz-kan: «Y después de haber vuelto a su tierra, tras un tiempo de reposo, y haber llamado a todos sus guerreros, partió hacia la guerra contra los kitai y, tras haber luchado largo tiempo con ellos, sometió la mayor parte de sus tierras. Encerrado su emperador en la ciudad principal, la asediaron durante tanto tiempo que a los mongoles les empezaron a faltar los víveres, y, como sea que no les quedó cosa alguna para comer, Chinguiz-kan ordenó que de cada diez hombres tomaran uno para comérselo.

»Pero los habitantes de la ciudad combatían valerosamente con máquinas y flechas, y cuando les empezaron a faltar las piedras, en lugar de estas lanzaban plata y, sobre todo, plata fundida, ya que la ciudad estaba llena de riquezas. Y como después de largos combates no pudieran vencer la ciudad mediante el asedio, construyeron un largo pasadizo subterráneo desde donde estaba el ejército hasta el centro de la ciudad, y habiendo perforado el suelo combatieron con los habitantes de esta ciudad, mientras que los que estaban fuera combatían igualmente contra los primeros, y tras haber derribado las puertas entraron en la ciudad.

»Después de matar al emperador y a muchos hombres, se apoderaron de la ciudad y se llevaron el oro, la plata y todas las demás riquezas. Y, dejando a algunos hombres en las tierras de los kitai, regresaron a su propio país. Fue entonces cuando, vencido así el emperador de los kitai, el citado Chinguiz-kan fue nombrado emperador. Sin embargo, una cierta parte del país de los kitai, que se halla junto al mar, no la dominaron en modo alguno hasta el momento».

Esto fue escrito en el año 1245.Y esto es lo que dice en el mismo libro Pian del Carpine sobre los chinos:

«No tienen barba y por la forma del rostro se asemejan bastante a los mongoles, pero no tienen la cara tan ancha. Tienen idioma propio. No existen en el mundo hombres más hábiles en todos los trabajos en que los hombres suelen ocuparse. Su tierra es muy rica en trigo, vino, oro, plata, sedas y en todas las cosas necesarias para la vida del hombre».

Pian del Carpine habla más adelante de los pueblos que habían caído bajo el yugo tártaro-mongol. El monje quería despertar entre los europeos la firme voluntad de resistir y contaba muchas historias. Terrible era la suerte de los vencidos:

«Una vez hecho esto, entraron en tierras de los turcos, que son paganos, y habiéndoles vencido, marcharon contra Rusia, donde hicieron grandes estragos. Destruyeron ciudades y castillos y dieron muerte a gran parte de la población. Sitiaron Kiev, que era la capital de Rusia, y, tras haberla asediado durante largo tiempo, la tomaron y asesinaron a sus habitantes. Por tanto, cuando nosotros atravesamos aquella región, vimos innumerables cráneos y huesos humanos esparcidos por el campo. Era una ciudad muy grande y muy poblada, de la que ahora no queda casi nada. Apenas se ven doscientas casas y su población se halla sometida a una tremenda esclavitud...