Mientras dure la ficción - Karen Delorbe - E-Book

Mientras dure la ficción E-Book

Karen Delorbe

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"¿Es posible que un beso apasionado lo arruine todo? Alexa siempre soñó con ser actriz, pero durante el casting más importante de su vida, el galán del momento le dice lo que ella ni en sueños hubiera deseado escuchar: "Eres mala actriz". Por su culpa, no la contratan, así que decide odiarlo para siempre. Sin embargo, el destino vuelve a juntarlos para protagonizar una nueva telenovela. Y aunque ella lo odie en la vida real, se verá obligada a amarlo Mientras dure la ficción. ¿Podrá el amor traspasar la pantalla?"

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¿Es posible que un beso apasionado lo arruine todo?

Alexa siempre soñó con ser actriz, pero durante el casting más importante de su vida, el galán del momento le dice lo que ella ni en sueños hubiera deseado escuchar: “Eres mala actriz”.

Por su culpa, no la contratan, así que decide odiarlo para siempre.

Sin embargo, el destino vuelve a juntarlos para protagonizar una nueva telenovela.

Y aunque ella lo odie en la vida real, se verá obligada a amarlo mientras dure la ficción.

¿Podrá el amor traspasar la pantalla?

Hoy decido

seguir mis sueños.

Hoy me atrevo a

superar mis miedos.

Me permito

olvidar el rencor,

perdonar el pasado,

volver a sentir.

Hoy elijo

ser feliz.

Elijo ser yo.

Soy

Karen Delorbe nació en Buenos Aires, en 1979. En su adolescencia, comenzó a escribir relatos de terror. A los veintiocho escribió su primera novela, de fantasía juvenil. Llevó a Wattpad su segundo libro, El ángel de la oscuridad, un romance paranormal que fue publicado en el 2013. Luego, escribió una trilogía juvenil de vampiros: Dhampyr (2017). Le siguieron Savage & Blue (2018), Almas de agua y fuego (2018), Un minuto antes del amanecer, un romance paranormal que fue publicado en papel en el 2019; No soy un gatito salvaje (2020) y Aunque siga la tormenta (2021). También publicó un cuento en una antología: “Bailando entre las nubes”.

Las novelas de Karen pertenecen a diferentes géneros: paranormal, comedia romántica, ciencia ficción, fantasía… Escribir solo uno es imposible para ella.

Argentina:

 

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México:

 

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A mi abuela.

· Primera parte ·

Tiempo de castings

Ese maldito me estaba dando un beso de verdad.

Un beso que dejaba en vergüenza a todoslos demás besos que me hubieran dado,ese beso con el que deseaban soñar todas las chicas

solitarias que estaban a punto de quedarse dormidas, ese que anhelaban quienes jamás habían besado.

Temía abrir los ojos y que todo acabara.

Capítulo 1. Las lágrimas del amor

Miami, agosto de 2015.

Esperaba en una sala atestada de gente desde las ocho de la mañana. Me latía la cabeza, la espalda me mataba y seguro que se me habían atrofiado las nalgas de tanto estar sentada. Esa noche, necesitaría un baño caliente y una botella de vino para descontracturar mi alma.

Me levanté y todos los huesos de mi cuerpo crujieron. Emití un quejido.

–Pareces la abuela –bromeó Tabi.

Con una mueca de disgusto, estiré la espalda cual gato montés para demostrarle que aún podía moverme como cuando tenía veinte. Necesitaría dos botellas de vino, no una. Volví a tomar asiento al lado de mi hermana. En su lugar, yo me habría vuelto a casa después de la primera hora.

Una mujer vestida con un sobrio traje del color de la brea salió de una habitación portando una lista. Crucé los dedos. Tabi también los cruzó. Era hora de que mi momento llegara. Era hora de que se cumpliera el destino para el que había nacido. La doña leyó un nombre en voz alta. No era el mío. La afortunada ganadora del turno saltó de la silla y acudió a su encuentro.

Ojalá que se equivoque, pensé. Según mi abuela, “no debes desearle el mal al prójimo”. Pero cuando te beneficiaba que a los demás les fuese peor que a ti, la cosa se percibía con otros ojos. Todas las mujeres en esa sala eran mi competencia. Ellas pensarían lo mismo de mí.

Al cabo de veinte minutos, la mujer del traje volvió a salir y la misma escena se repitió. La sala de espera se fue vaciando. ¿Cuánto más tendría que esperar a que pronunciara mi nombre? Mis piernas se sacudían sin control. Después de varias horas, se acababan las formas de pasar el tiempo y las ganas de seguir esperando.

No podía morderme las uñas porque mi prima Dalia (mi manicura) se enojaría conmigo, así que decidí jugar con un papel de caramelo que encontré en un bolsillo. Me negaba a extraer el teléfono y meterme en las redes sociales. En mi mente solo existía sitio para las líneas que había aprendido y repetía como loro a modo de mantra, una y otra vez.

–Relájate, me estás volviendo loca –exclamó Tábatha–. Sabes el libreto de memoria. Lo ensayaste un millón de veces. Hasta yo me lo sé y ni siquiera lo leí. Quédate tranquila, Alexa. Lo harás bien.

Traté de tranquilizarme y visualicé, como siempre, el escenario de mis fantasías telenovelescas, en el cual soñaba con actuar algún día: el muelle de una islita paradisíaca en el que mi galán ficticio perfecto me proponía matrimonio. Cubrí mi boca al descubrir un temor que no había tenido en cuenta: si conseguía el papel, tendría que besuquearme con un desconocido e, incluso, hacer escenas no aptas para niños delante de muchas personas. ¡¿Y si me pedían que hiciera un desnudo?!

No te adelantes, Alexa, me dije en un tono maternal. Cuando llegue el momento, estarás preparada. Primero, pasa la audición. Enfócate en una cosa a la vez. Ommm.

Intentar meditar me ponía más nerviosa, así que lo dejé.

–¿Y si me piden ahora que bese a alguien? –pregunté, al borde de un ataque de nervios–. ¿Qué hago, Tabi? Nunca besé a nadie en una actuación. ¿Y si me sale mal? ¿Si muerdo al actor sin querer?

–¿Por qué lo morderías? –Mi hermana rio.

–No sé, ¿porque tengo hambre? Ayúdame.

–No te pedirán un beso hoy –me tranquilizó–. Oí a un par de chicas hablando en el baño. Solo tendrás que decir lo que aprendiste y seguir alguna indicación del director.

Volví a respirar y agradecí que estuviera a mi lado. La próxima vez, le pediría que trajera unas bolsitas de papel, por si me daban ganas de vomitar. Sin su compañía, no hubiera sido capaz de soportar el nudo en mi estómago o las palpitaciones. Tal vez, ni siquiera hubiera tolerado la primera hora de espera. Era la única persona en el mundo que me tranquilizaba, la única que no quería asesinarme cuando me ponía histérica. ¿Quién más, sobre la faz de la Tierra, me hubiera sonreído después de pasar horas sentada conmigo?

No había estudiado actuación desde niña, como la mayoría de mis compañeros de teatro, sino desde los dieciocho, después de la repentina muerte de mis padres. Sin embargo, cuando comencé a actuar, invertí todo mi esfuerzo y dedicación para, algún día, vivir de ello. Había descubierto mi vocación hacía trece años, cuando me aficioné a las telenovelas gracias a mi abuela. Ella profesaba gran admiración hacia la actriz Cassandra James: una “diva” de la pantalla chica. En cuanto la vi en El largo beso del adiós, supe que ese era mi camino.

Nadie pegaba cachetadas como esa mujer, con tanto ruido. Dejaba rojas las mejillas de los actores. Y no podían llorar, pero en sus ojos se notaba que les había dolido. Además, lanzaba miradas furibundas como ninguna: parecía que se le iban a saltar los ojos para afuera o que, en cualquier momento, su cabeza reventaría. Y cuando besaba, su fogosidad me hacía creer, muchas veces, que terminaría devorando a su pareja. Actuaba como si no le temiera a nada ni a nadie; por eso, la admiraba. Quería ser ella.

Algún día, me decía siempre.

Yo sí tenía miedos, a diferencia de la mujer a la que idolatraba. La posibilidad de interpretar una escena amorosa me provocaba pánico. Sin embargo, estaba dispuesta a conquistar mis temores con tal de que el director del casting volviese a llamarme. Si tenía que besar a un total desconocido delante de una cámara, lo haría con pasión real. Besaría al hombre como si se tratara de Caleb James, el hijo de Cassandra. Protagonizaba todas mis fantasías.

Me abaniqué. Había entrado en calor. No debía pensar en hombres hermosos, ni en nada que me quitara la concentración. Entraría a un importante casting; un casting del cual dependería mi futuro y mi vida entera. Los estudios de Telecursi buscaban una actriz desconocida que interpretara el papel protagónico femenino de su nueva telenovela. No podía dejar escapar la oportunidad de mis sueños por nada del mundo.

Había dejado de escuchar a mi hermana, pero ella seguía hablando con el objetivo de tranquilizarme. Solo capté lo último:

–… y no vas maquillada como Dalia, así que estarás bien.

Lo decía porque me había maquillado ella. Se levantó y alisó su vestido de seda pegado al cuerpo. Le quedaba bien. Tomó el teléfono de su bolso y se alejó de mí a paso rápido.

El pánico me invadió.

–¿A dónde vas?

–Me llama André. Ahora vuelvo –respondió, caminando a la salida. Los constantes murmullos de la sala no la dejarían escuchar la melodiosa voz de su novio.

André era el único ente por el cual me dejaba plantada en medio de una crisis. Se me estrujó el estómago. ¿Qué tal si la mujer de negro me nombraba? ¿Qué tal si, por culpa del zoquete, tenía que enfrentarme sola a la primera gran y aterradora oportunidad de mi existencia?

Comparándome con mis rivales, nada en mí resaltaba. Sin tacones, era un gnomo de jardín. Había llegado tarde al reparto de pechonalidad y tampoco llevaba ropa provocativa ni sabía lucirla por mi delgadez y escasa elegancia, así que, si alguien me elegía, sería únicamente por mi talento histriónico y natural carisma; que hubiera pasado los últimos días sin dormir, ensayando hasta en la ducha y preparándome para dar lo mejor de mí, también ayudaría un poco.

Calma, pensé después de cinco minutos. Eres una mujer adulta y capaz. Puedes lograr lo que te propongas. Eres una guerrera amazona.

El estómago se me estrujó otra vez. Inspiré hondo. Los nervios siempre me jugaban una mala pasada. Mis tripas gruñían, y temí lo peor cuando ese gruñido, en vez de calmarse, se intensificó. Ay, no. No, no, no, no, no, repetí para mí misma apretando los párpados, los labios y las benditas nalgas. Tenía que ir al baño. Intenté contenerme, pero mi control mental no estaba lo suficientemente desarrollado como para que detuviera los procesos fisiológicos de mi cuerpo. Me puse de pie y salí corriendo a los sanitarios.

Cuando salí, fresca y radiante cual flor del campo, descubrí que ya había pasado mi turno.

–¿Dónde te habías metido? –Tábatha estaba histérica, pensé que iba a pegarme un carterazo–. Te llamaron tres veces. ¡Tres!

–Estaba en el baño.

–¿Tenías que ir justo ahora?

–Me hacía, Tabi –expliqué con los ojos llorosos–. ¿Cuándo me llamaron?

–Hace veinte minutos. ¿Estuviste una hora ahí metida?

–Perdón por no haberme puesto un pañal –exclamé–. O un corcho.

Me dejé caer en una silla y pataleé con rabia hasta que se me salió un zapato. Según mi tío Emmanuel, “hay que extirpar las emociones negativas para que no lo envenenen a uno”. Él parecía un tipo feliz, así que yo le hacía caso. Su filosofía de vida no debía estar tan equivocada.

–¿Qué me ven? –pregunté a un par de entrometidas que se dieron vuelta cuando me oyeron desahogar mi frustración contra el suelo.

Tábatha me alcanzó el zapato y apoyó su mano en mi hombro.

–Espera aquí. Veré si puedes entrar.

Se fue de nuevo.

Déjame sola, pensé. Quería llorar. No volverás a encontrarme.

Fijé la mirada en la tira del sujetador desacomodado de una de las actrices y una lágrima solitaria hizo su aparición en uno de mis ojos. La limpié con el dorso de la mano y esbocé una sonrisa triunfal.

¡No sonrías!, me regañé. Se suponía que estaba triste y desolada. Triste y desolada. Triste y desolada. Triste y desolada, me repetí.

Entonces recité en voz baja, con toda la angustia que era capaz de evocar, de sentir e imaginar:

–¡Déjame sola, canalla insensato rompecorazones! No vuelvas a posar tu mirada lujuriosa sobre mí nunca más.

Me relajé después de mi tremenda actuación y cerré los ojos. Tres días atrás, ni siquiera sospechaba que me presentaría a una audición. Por lo general, mis compañeros de teatro me mantenían al tanto de los castings. Brenda, una amiga del grupo, y yo solíamos presentarnos juntas. Yo nunca salía seleccionada. Esta vez, había sido mi hermana la portadora de la noticia. Entró corriendo en la cocina mientras yo lavaba los platos, y me puso el teléfono a medio centímetro de los ojos.

–Hay una audición –anunció a viva voz–. ¡Para una telenovela de Telecursi! Tienes que participar.

Me sequé las manos con un trapo y tomé el aparato que me ofrecía.

–¿Las lágrimas del amor?

–Tienes que anotarte ya. ¡Es en tres días!

Así había empezado todo.

Y no avisé a nadie; ni siquiera a Brenda, porque no quería competir contra ella.

No habían transcurrido ni dos minutos en los que me había atrevido a cerrar los ojos para descansarlos, cuando sentí que alguien intentaba arrancarme la clavícula.

–¡Alexa, despierta! Te toca –exclamó Tabi.

–¡¿Me toca?! –grité y me levanté de un salto.

Caminé hacia la puerta donde la señora de negro me esperaba y, al traspasarla, saludé al director del casting con la más compradora de mis sonrisas. Enseguida me dio sus indicaciones, que trataría de seguir como una verdadera profesional:

–Preséntate ante la cámara y cuenta lo que has hecho hasta ahora. Luego di tus líneas. Intenta mostrarte angustiada, decepcionada, desesperada. El hombre que te engañó después de cinco años de matrimonio está ahí parado. –Señaló la nada–. Llora, grítale y, cuando termines, quiero que te sientes en el suelo como si la vida no tuviera sentido.

Recurriría al recuerdo de Hueverto para llorar. Era un truco sucio, pero siempre funcionaba. Le había tenido mucho cariño a esa mascota de mi infancia.

La cámara se encendió.

–Mi nombre es Alexa Ross –me presenté con seriedad–, y me gradué en Arte Dramático, en la Escuela de Artes Escénicas Lupita Castro. Mi primer trabajo fue como la occisa número cuatro en un capítulo de La ley y el desorden. Después, actué de psicópata homicida en una obra de teatro el verano pasado y trabajé como extra en la novela esa del paralítico. ¿Cómo se llamaba? Ay, no me acuerdo. Pero yo hacía de una prostituta a la que se llevaban presa por haber robado un anillo. Hicieron un primerísimo primer plano de mi dedo.

Mostré mi dedo famoso ante la cámara. Sonreí con esplendor y me acomodé el largo cabello rubio para lucir elegante y competente. Hice una pose sexy mirando la cámara y me preparé para repetir por última vez las líneas que me concederían un pase directo al infierno del anonimato eterno o me abrirían las puertas celestiales de la actuación profesional.

Invoqué a mi dulce Hueverto. Las imágenes de él se sucedieron en mi cabeza: le gustaba meterse en la cama de mi hermana; siempre la hacía gritar. Una vez le mordió un glúteo a mi tío porque se sentó sobre él, y tuvieron que darle seis puntos. Yo solía ponerle sombreros de bebé y lo paseaba en un carrito por el vecindario. En ocasiones, se escapaba y aterrorizaba a los vecinos. El recuerdo de su graciosa carita de serpiente pitón bola, con la lengüita bífida afuera, y de sus ojos fríos y sin alma me provocó un nudo de emoción en la garganta. Estaba lista para actuar.

–Diego Alfonso, ¡¿quién es esa mujer?! –grité, señalando el punto hacia donde el director me había dicho que estaría parado el traicionero que me era infiel. Imaginé al sujeto: viril y atractivo como un futbolista noruego, con una sonrisa que derretía calzones. Abrazaba a una azafata mal vestida que había conocido en un viaje de negocios de su empresa. ¡Con razón había vuelto tan sonriente el infeliz!

No existía, pero lo odiaba por mujeriego y machista: la peor clase de hombres.

–Es tu amante. –Mi rostro se deformó por la ira. Y entonces grité como una mujer poseída por la locura–: ¡Tu amaaanteeee!

La mujer de negro se sobresaltó. También el camarógrafo. El director dejó caer el vasito con jugo de naranja que tenía en la mano. El líquido se derramó en sus pantalones, pero permaneció estoico y solemne, a pesar de que parecía que se había orinado encima.

–Acaso… ¿estás teniendo una aventura? –susurré intentando llorar. Me ardió un ojo–. ¿Me estás engañando a mí, tu compañera de toda la vida y la luz de tus entrañas? Déjame sola. ¡Déjame sola, canalla insensato rompecorazones!

Cerré los ojos con fuerza y las lágrimas por Hueverto cayeron. Me las limpié con la mano y seguí hablando, cada vez más metida en la piel de esa mujer engañada que un día había sido yo.

–No vuelvas a posar tu mirada lujuriosa sobre mí nunca más. ¿Entiendes? ¡Nunca más! Ni siquiera intentes buscarme, porque desapareceré. Olvídate de mi nombre: Perla Estrella del Mar Ramírez. Ella acaba de morir con tu traición. ¡Judas! Olvídate de mi rostro. Me haré una cirugía reconstructiva para que jamás me reconozcas. Olvídate de nuestros millones de dólares. Vaciaré la cuenta bancaria y te dejaré en la ruina como mereces. ¡En la ruina!

Solté una carcajada siniestra con expresión de loca. Me abracé a mí misma y caí de rodillas al suelo con la mirada perdida.

Hubo un minuto de silencio antes de que el director se atreviera a emitir sonido.

–Eh… gracias. Nos pondremos en contacto contigo.

–No me va a llamar –musité desanimada.

–Sí, te llamará. –Mi hermana conducía su Fiat 126 rojo a casa.

–No viste su rostro –dije cuando estacionó en la calle–. Debió pensar que estaba poseída.

Bajamos del coche, cerramos las puertas con fuerza para que quedasen trabadas y atravesamos el camino de piedra bordeado de césped amarillento hasta nuestro chalet de una planta. Lo primero que oímos fue la música dramática que resonaba en la sala. La abuela Marlene veía una de sus telenovelas sentada en el sofá. Como la base de madera se había roto hacía años y nadie la había reparado, nos acomodamos con cuidado de no hundirnos, una a cada lado de ella.

–Bésala, Esteban Romualdo –decía con tono de enfado–. ¡Bésala de una vez!

Deseaba contarle del casting, pero no quería desilusionarla si no me escogían. Esperaría a tener buenas noticias.

–No va a besarla hoy –comentó mi hermana.

–Seguro que alguien los interrumpe en el último segundo –agregué.

–No arruinen las ilusiones de una abuela. Estuve esperando un mes esta condenada escena romántica. –Se dirigió al televisor–. ¡Ya bésense!

Miraba las telenovelas por los besos.

–Mataría por ser yo –murmuré, contemplando cómo ese hermosísimo y maravilloso espécimen masculino llamado Caleb James se aproximaba a la actriz insulsa que le habían escogido de compañera. Se me aceleró el corazón de imaginarlo frente a mí–. ¿Cómo logró ese papel? ¿Qué tiene de especial?

Eran mis celos los que hablaban. Me resultaba imposible ocultarlos; en especial, cuando se trataba de la tal Astrid nosécuánto. Mi hermana lo sabía, Marlene lo sabía; incluso mi tío Emmanuel, que ni siquiera se encontraba presente, lo sabía.

–Química –dijo la abuela sin apartar los ojos de la pantalla.

–¿Qué?

–Tienen química. ¿Ves? –Señaló a la pareja que se miraba con deseo. Entre ellos parecían saltar chispas que, en cualquier momento, ocasionarían un incendio–. Debe ser porque son novios en la vida real. Esas cosas se notan. Hacen tan buena pareja.

Algo de aquella actriz no me convencía, no me cuadraba.

–Estás celosa porque te gusta ese actor –señaló Tabi.

–Claro que no.

Me fascinaba.

–Claro que sí. –Sonrió como si lo supiera todo acerca de mí, lo cual era cierto.

–Basta, niñas. A todas nos gusta Caleb –replicó Marlene–. Aunque es un poco joven para mí. A mis treinta años me hubiese encantado salir con él. Ojalá ustedes se consiguieran un novio así, en vez de los monigotes que traen.

Me miró de reojo y retrocedí.

–Tienes treinta –anunció como si no lo supiera.

–¿Y qué? ¿Acaso no puedo estar soltera? –respondí–. ¿Por qué tengo que salir con alguien? Estoy enfocada en mi carrera, abu. No en formar una pareja. Es más, ni siquiera pienso tener hijos. Sola estoy bien.

–Ese chico me gusta para ti. Mira esos hoyuelos. ¿No te dan ganas de pellizcarlos?

–Es el actor de una novela. No el vecino de enfrente. ¿Crees que alguien como él de repente aparecería en la puerta de casa para invitarme un café?

–También actúas.

Apreté los labios y preferí no dar explicaciones de por qué no salía con un galán famoso. Para ella, aunque trabajara barriendo pelos en su salón de belleza, yo era actriz. Soñaba con que un día encendiera el televisor y me viera en la pantalla. La emoción en sus ojos me haría la persona más feliz del mundo.

Pasé tres días sin tener noticias del casting. Empezaba a pensar que no recibiría ningún e-mail, ninguna llamada, hasta que vi un nuevo mensaje en la bandeja de entrada de mi correo electrónico: un pequeño número rojo que me quedé mirando sin reaccionar. Si era alguna publicidad de Viagra, lanzaría el teléfono por la ventana.

La cabeza de mi hermana se asomó por sobre mi hombro. Como siempre, había entrado en mi habitación sin tocar la puerta. Ambas teníamos la misma mala costumbre de no respetar nuestra privacidad.

–¿Eso es un e-mail? ¿Por qué no lo abriste? Puede ser sobre el casting.

–¿Y si no es?

–Dame. –Me quitó el teléfono de la mano.

–¿Y? –pregunté sin poder esperar.

–Dame un segundo, mujer.

Se me salía el corazón por la boca.

–¡¿Y?! –volví a preguntar. La ansiedad me mataba.

Mi hermana me miró seria. El estómago se me daba vuelta.

–Alexa… –comenzó a decir––, creo que deberías sentarte.

Tomé asiento en la cama, temiendo un rechazo rotundo. Me preparé para escucharlo. Ya me había acostumbrado a que no me eligieran.

–“Estimada señorita Ross –leyó con voz sombría–: nos… ¡complace anunciarle que ha sido seleccionada para el segundo casting de Las lágrimas del amor! ¡Por favor, preséntese el próximo martes a las diecisiete horas en los estudios de Telecursi!”.

Abrí la boca sin creer lo que acababa de oír.

–¿Me eligieron?

–Te eligieron –anunció con un asentimiento.

–¡Me eligieron! –grité emocionada y trepé a la cama, sintiéndome igual que una adolescente a la que su amor platónico había invitado al baile de graduación.

Ella subió conmigo para abrazarme. Nos pusimos a saltar y gritar como desquiciadas hasta que nos caímos de cabeza.

Capítulo 2. Un beso improvisado

Mi hermana me acompañó a los siguientes castings y a una sesión de fotos profesional. Me fue bien. Solo quedaba la prueba de cámara con el misterioso actor principal. El insomnio me había atacado las últimas noches; no paraba de preguntarme quién sería él: ¿algún desconocido con quien me encontraría a la deriva en el mismo mar de incertidumbre?

Otra cuestión me preocupaba. Las palabras de mi abuela continuaban dándome vueltas en la cabeza: “Tienen química”. Podía simular morir de amor por un hombre, pero esa conexión que se generaba entre dos personas no se podía fingir. Se tenía o no y definiría el resultado final del casting. Si yo no le agradaba al actor, adiós Alexa.

Me pregunté si tendría que improvisar. No habían enviado líneas para que memorizara. Ya había llorado, gritado, me había tironeado de los pelos con otra actriz, había fingido un desmayo, me había hecho la amnésica…, solo faltaba que interpretara una escena de amor. ¿Y si el hombre con quien debía hacerla no me gustaba? ¿Si tenía mal aliento? ¿Si usaba dientes postizos y se le salía la dentadura mientras me besaba?

Es una novela romántica, no creo que hayan elegido un protagonista fe…

–Son cinco candidatas al papel principal. –Tábatha interrumpió mi diálogo interior.

–¿De dónde sacas los chismes?

Habíamos llegado temprano al estudio de Telecursi, así que nos sentamos en un sillón a tomar café mientras esperábamos. Apenas habíamos visto pasar a dos personas en el gran hall del edificio. Habían citado a cada actriz a una hora específica, así que no nos cruzaríamos entre nosotras.

–¿Recuerdas esa mujer que llamaba a las postulantes?

–¿Ella te dijo?

–No.

Bebió un sorbo de café y le dio una mordida a su sándwich tostado de jamón y queso.

–Querida Tábatha, ¿podrías dejar de tragar por un minuto? –dije entre dientes, intentando controlar mi temperamento.

Se limpió con la servilleta, que quedó toda violeta. Abrió su cartera, extrajo su labial y un espejito redondo, y volvió a pintarse los labios.

–Me enteré en el baño –respondió–. Yo estaba en uno de esos diminutos cubículos, intentando maniobrar… A propósito, no están diseñados para personas pulposas. ¿Sabes lo que me costó abrir la puerta para salir de ahí?

–¡Tabi!

–La oí sin querer –siguió–. Hablaba por teléfono. Al parecer, deslumbraste al director del casting.

–¿Yo? ¿Estás segura de que hablaba de mí?

–Dijo “la rubia flacucha”. Asumí que se refería a ti. Al parecer, tienes altas probabilidades de que te escojan. Lo único que necesitan comprobar es si hay química entre el actor principal y tú.

“Química”, otra vez esa palabra.

–¿Por casualidad, no sabes quién es el tipo?

–No, pero puedo averiguar. Espera aquí. –Levantó su dedo–. Y ni se te ocurra meterte en el baño.

Sacudí la cabeza. Sin embargo, en cuanto se fue, me dieron ganas de vaciar la vejiga. Tuve que salir corriendo.

Ella me esperaba en la mesita cuando regresé.

–Te llamarán en veinte minutos –dijo, bebiendo el café.

–¿Qué averiguaste? –Tomé asiento–. ¿No me vas a decir?

–Te costará, hermanita.

–¿Cuánto? –Abrí la billetera y conté mis dos billetes.

–Una foto autografiada.

–¿Para qué quieres una foto mía? –reí–. Vivimos en la misma casa.

–¿De verdad eres tan ingenua para creer que te pediría una fotografía tuya?

–¿Y de quién, entonces?

–Lo sabrás pronto. –Sonrió de forma misteriosa. Se acercó a mi oído y susurró–: ¿Sabes qué te pedirán que hagas con él?

Tres minutos después, Tabi acariciaba mi espalda mientras yo respirada adentro de una bolsita de papel.

–Sabías que este día llegaría.

–No tan pronto –respondí.

Durante la prueba me pedirían un beso improvisado con el protagonista masculino. Un beso falso, pero apasionado. Un beso que yo no estaba lista para dar, porque no había practicado con ninguno de mis compañeros de teatro. ¡Y había tenido semanas para prepararme!

–¿Así vas a reaccionar cada vez que tengas que besar a alguien? –exclamó–. Me haces pasar vergüenza. Si no te sientes preparada para actuar en una telenovela romántica, tal vez debiste quedarte trabajando en el salón. Es aburrido, pero no te estresarías.

–No es lo que quiero para mi vida. –Me quité la bolsita.

Seguro que se me había corrido el labial.

–¿Y qué quieres?

–Triunfar como actriz –dije con convicción, poniéndome de pie–. Vine a conseguir ese papel cueste lo que cueste. Así que cuando la mujer de negro pronuncie mi nombre, me voy a acomodar las pantimedias que se me enrollaron en la cintura, atravesar esa puerta como una Cassandra James y succionarle la boca a ese actor desconocido, con toda la pasión que soy capaz de fingir.

Tábatha aplaudió.

–Y voy a dejarlo sin aire y queriendo más de Alexa Ross.

–Eso quisiera verlo.

Me asomé por la ventana. Necesitaba oxígeno para afrontar mi destino.

Un vehículo color plata con vidrios polarizados que parecía costar más que mi casa se detuvo en el estacionamiento.

–¡Qué lindo coche!

Tabi corrió a mi lado para espiar.

–Me encantan los Maseratis. ¿Te conté que André quiere comprarse uno? Lleva ahorrando los diez años que llevamos juntos.

No la quise desilusionar, pero calculé que le faltarían otros diez. Para ese entonces, mi hermana ya estaría casada con otro tipo.

La puerta del Maserati se abrió y el conductor apoyó su inmaculado calzado deportivo en el suelo. Sus dedos pálidos se posaron en la parte de arriba de la puerta y salió del coche.

–Dame otra bolsita de papel –fue lo único que atiné a decir.

Caleb James acababa de estacionar su Maserati frente al estudio y se dirigía al casting de Las lágrimas del amor. ¡Ay, por Dios!, me encontraba en el mismo edificio que ese hombre y apenas conseguía respirar sin desmayarme. Necesitaba aire; estaba mareada. Me abaniqué. No funcionó. Iba a morirme antes de verlo en persona.

La puerta del edificio se abrió de golpe y el apuesto galán de telenovelas entró, vestido de blanco como un arcángel del Señor. Un aura divina rodeaba al semental de un metro noventa. Cada paso que daba lo acercaba más a nosotras…, a mí. Se me detuvo el corazón cuando me sumergí en sus oscuros ojos café, y sus labios apenas se curvaron, como si me conociera.

Los hoyuelos, me dije, aturdida por su presencia. No había forma de que me atreviera a besar esa boca sin que se me parase el corazón.

Tabi apretó mi mano. Tal vez se dio cuenta de que había dejado de respirar. No pudo retenerme: antes de que él estuviera a menos de siete metros, me solté y hui despavorida.

Me metí en el primer baño que encontré y trabé la puerta.

–Respira, Alexa, respira –me pedí, temblando frente al espejo–. Es un ser humano, como todos los demás. Un hombre hermoso, que debe tener algún defecto horrible oculto bajo la ropa. Seguro que usa maquillaje. Y ese cabello, esos dientes tan blancos y… ese bulto en sus pantalones… ¿Qué tal si es todo falso?

¿Viste esos labios carnosos? ¿Cuántas veces fantaseaste con mordisquearlos?

Cientos. Miles.

No era el momento de acobardarme, sino de salir y luchar por lo que quería. Mis labios serían el arma letal con la que noquearía a Caleb James en su propio juego; un juego de ilusionismo y alquimia en el que la fusión de nuestras actuaciones crearía oro puro para la pantalla. Haría que ese beso funcionara. Quizá él fuera una estrella, pero yo poseía algo que él no: desesperación.

Me llevé la mano a la boca para sentir mi aliento y me comí una mentita que llevaba en el bolsillo de la cartera. Comprobé mis axilas y me eché desodorante. Estaba bien. Todo saldría bien. Tendríamos la química requerida para ser pareja de ficción y me elegirían para el papel. Me pasaría el próximo año besuqueándome con el actor más bello que había dado a luz la madre Tierra, y todas mis amigas se pondrían celosas. En especial Brenda, a la que también le gustaba él. Incluso mi abuela y mi tío Emmanuel me envidiarían. Podía hacerlo.

Mi teléfono sonó:

–¿Dónde carajos te has metido? Acaban de llamarte –dijo Tabi.

–Voy.

Corté la llamada y me miré en el espejo.

–Puedo hacerlo. Puedo hacerlo. No puedo hacerlo. Auxilio.

Golpearon la puerta.

–¿Está ocupado? –preguntó una voz masculina.

–Ya salgo.

No pensé que él me esperaría afuera. Ni se me cruzó por la cabeza que el actor con el que debía hacer el casting y mi único amor platónico iría a buscarme. En cuanto salí lo vi ahí, sonriéndome como un amistoso vecino que había tocado mi puerta para pedirme prestada una tacita de azúcar.

–Hola. ¿Eres Alexa Ross?

Asentí sin poder articular palabra. Una cosa era admirarlo en la tele; otra, tenerlo a medio metro de distancia. No era capaz de pensar.

–¿Sabes que tienes una audición? –inquirió.

Volví a asentir como estúpida.

Di algo, Alexa, o te creerá tontita.

–Ajá –solté sin pensar.

Tomó mi mano y fue como si una ola gigante me arrastrara a lo profundo del mar.

–Pues vamos, linda. Yo también estoy llegando tarde.

Linda. Caleb James me había llamado “linda”. ¿Estaba soñando?

Pasamos corriendo junto a mi hermana; se nos quedó viendo con la boca abierta mientras yo la saludaba con la mano y esbozaba una sonrisa imborrable, porque James había ido al sanitario por mí. Sin duda, sería una anécdota para contarles a mis nietos, si es que alguna vez los tenía. Lo miraba embelesada mientras me conducía por las enceradas baldosas del corredor principal.

Se detuvo delante de una puerta. Yo seguí de largo. Me detuve al estamparme contra su macizo cuerpo de dios griego. No me atontó la colisión, sino su perfume francés: Sacrebleu.

–¿Estás bien? –Me sostuvo contra él.

–S… sí, gracias. –Di un paso atrás, muerta de vergüenza.

Se sacudió el cabello para lanzarme sus feromonas.

–Lo siento, olvidé presentarme. Soy Caleb James. –Sonrió y me ofreció su mano.

–Encantada. –Se la tomé con torpeza–. Soy Alexa Ross, pero eso ya lo sabías.

Pensé que me la estrecharía, pero la levantó y, sin dejar de mirarme a los ojos, la llevó directo a su boca para depositar un beso en mis nudillos. Mis rodillas se convirtieron en gelatina.

–Es un placer. ¿Estás lista para audicionar?

Mi cabeza se movió despacio de derecha a izquierda y, cuando me di cuenta, cambié la dirección de arriba hacia abajo.

–No te preocupes, también estoy nervioso. Es normal. –Su voz relajaba como la música de un arpa–. ¿Sabes lo que van a pedirte?

–Un beso –susurré.

Debió haberse dado cuenta de mi falta de experiencia.

–¿Te gustaría que rompamos la tensión antes de entrar? –preguntó.

–Romper… ¿qué? ¿Cómo?

Lo que tengo ganas de romperte es la boca, no la tensión.

–Podemos ensayar –sugirió–. Te mostraré cómo hacerlo para que quede bien en cámara. Por supuesto, no será un beso real.

Qué lástima.

–De acuerdo –dije por inercia.

No podía pensar. No podía moverme. No podía siquiera entender una sola palabra de lo que decía: “debes pararte así, ponerte asá…”. Mi corazón colapsó cuando posó su mano en mi mejilla, se inclinó hacia delante y torció ligeramente la cabeza. Mencionó algo sobre un truco del dedo, pero el cerebro dejó de funcionarme. Él hacía interferencia con mis neuronas.

Apoyó los labios sobre los míos y tuve la sensación de estar chupando un bombón de licor al que me hubiera olvidado de quitarle el envoltorio. ¡Qué desperdicio! No se me movía un pelo; a él tampoco parecía movérsele nada. Me enseñaba una coreografía que carecía de pasión. ¿Dónde estaba el romanticismo? ¿Dónde estaba su lengua?

Se negó a abrazarme y yo, debido a los nervios, olvidé rodearle el cuello con los brazos o, aunque sea, toquetearlo un poco para darle verosimilitud al asunto. ¿Así pretendía que ganara el papel? ¿Con esa mímica barata? No convencería a nadie de que estábamos enamorados. Ni siquiera parecía que nos gustábamos. Me prometí hacerlo mejor ante el director del casting, quien tendría que aplaudir de pie nuestra actuación.

–Necesitas relajarte –observó después de ese beso insulso, que terminó muy pronto. ¿Acaso insinuaba que nos habíamos besado de forma horrible por culpa de mi exagerado nerviosismo? No, señor. Así no era.

En cuanto entramos a la sala, el director nos recibió con una sonrisa. Nos tomaron un par de fotos en las cuales tuvimos que posar abrazados y, luego, el hombre procedió con las indicaciones: bésalo y bla, bla, bla. Mientras hablaba, yo me convencía de que estaba enamorada de Caleb James. Solo amándolo podría fingir un beso apasionado en el que dejaría mi alma y corazón.

No sabía que, cuando probara el verdadero sabor de los labios de Caleb, me olvidaría del mundo. El problema había sido provocado por ese divino hijo de la tentación que, una vez que se encendió la cámara, me dijo con ojos llenos de lujuria prohibida y una voz aterciopelada y seductora: “Bésame, Alexa”. ¿Cómo se le ocurría hablarme así?

Lo único que resonaba en mi cabeza en ese instante era el potente vozarrón de mi abuela gritando a los cuatro vientos: “Bésalo, Alexa. ¿Qué estás esperando? ¡Bésalo ya!”. Así que no tuve mejor idea que hacerle caso a la vieja: me colgué del cuello de ese muñecote y le comí la boca sin anestesia ni coreografías, y sin que me importara un bledo quién me estuviera viendo.

Tal vez debí haberme detenido a reflexionar un segundo y recordar que me encontraba en un casting de televisión, pero la tentación de la carne era demasiado fuerte para esta hija del pecado. Lo besé y, de paso, le sujeté las nalgas en nombre de todas aquellas mujeres que desde sus casas fantaseaban con tocarlo, sin tener la posibilidad de hacerlo nunca.

Cualquiera hubiera pensado que él frenaría mi impulso de comérmelo vivo delante de las cámaras, porque era un tipo centrado y profesional. No fue así. El actor que me había dado el beso más insulso que había recibido en la vida se dejó llevar por mi entusiasmo y arremetió contra mi boca insaciable. Apoyó las manos en mi espalda y las bajó con lentitud hasta mis caderas, presionándome cada vez más contra su cuerpo duro. Había química; no podíamos negarlo. Tal vez, demasiada.

–Disculpen –dijo alguien a quien ignoramos.

Continuamos besándonos, saboreándonos, mordisqueándonos como si no hubiera un mañana. En lo que a las escenas de romance se refería, me resultaba imposible fingir. Por eso les tenía tanto miedo. Con respecto a Caleb, no me sentía especial, ni deseada por él. Debía ser realista. Lo más probable era que se tratara de un calenturiento.

El hombre de tus fantasías se encuentra frente a ti y te pide que le des un beso falso, mientras te atraviesa con la mirada de un lobo hambriento. Tú:

A. No haces nada. Estás demasiado nerviosa como para reaccionar. (No consigues el papel).

B. Le das el beso casto e insípido que ensayaron. (Consigues el papel).

C. Te descontrolas y, contra todo sentido común, te lanzas hacia sus labios como si fueran el último chocolate del mundo. (¿Qué papel?).

–Disculpen, ya dejamos de grabar –intervino el director–. Estuvieron fantásticos.

Nos separamos sin saber qué día era. Mi labial rojo se tatuó en sus labios; no iba a poder quitárselo ni con solvente. La boca me hormigueaba. Me la tapé con espanto al darme cuenta de lo que había hecho. Caleb no se movía; se había quedado viéndome como si fuera el diablo. El director, en cambio, parecía complacido con nuestra actuación. Sin embargo, el actor le borró la sonrisa con una frase que ninguno de nosotros esperaba:

–Eres mala actriz.

Estuve a punto de morir por combustión espontánea debido a la ira que me invadió. Odié esas palabras y a ese hombre por pronunciarlas.

–¿Cómo pudiste besarlo así? –preguntó Tábatha con obvia indignación, cuando nos dirigíamos a la salida–. ¡¿Estás loca?!

–No sé. Es como si le preguntaras a un insecto por qué vuela hacia la luz. Él estaba ahí, Tabi. No pude evitarlo. Además, pensé que funcionaría. –Enseguida agregué, a modo de excusa–: Al director le gustó.

–A James no. Ya oíste lo que dijo.

–Maldito –murmuré–. Por su culpa, seguro que no me aceptan para el papel.

Cuando salimos no busqué el coche de Tabi, sino otro.

–¿A dónde vas? –Ella corrió tras de mí. Sabía que estaba a punto de cometer un acto vandálico–. ¡Alexa!

Me detuve ante el Maserati gris. Metí la mano en mi cartera y tomé las llaves de mi casa.

–Dame eso. –Intentó quitármelas.

–¡No! –La furia me daba fuerzas.

–Alexa, no –advirtió mientras yo me acercaba al vehículo–. Te meterás en problemas.

Eché una última mirada al edificio. Caleb me veía desde una de las ventanas de la segunda planta. Le hice un gesto con el dedo del medio. ¿Así que yo era mala actriz? ¿Por qué me había devuelto el beso en lugar de detenerme? Dibujé una línea con mi llave a lo largo de su hermoso coche. ¿Por qué había sido amable conmigo si luego pensaba reducir a cenizas mi esfuerzo con una frase lapidaria? Fui del otro lado y dibujé otra raya igual.

Tuve que pagar una multa, pero no me interesó. Lo que él había hecho conmigo era peor que lo que le había hecho a su auto. El director del casting había quedado encantado y James lo arruinó en un segundo, de un soplido. No pude evitar contarle a Marlene, porque había llegado a casa llorando a moco suelto. Su consejo fue que no volviera a ir a una audición por unos meses; que mejor me quedara trabajando en el salón de belleza. Con pesar, acepté mi destino como barredora de pelos y lavadora de cabezas ajenas, aunque ese no fuera mi sueño y siguiera fantaseando con algo distinto: convertirme en una gran actriz como Cassandra James.

¿Acaso podía el odio surgir después de un beso? ¿Era posible que una frase destruyera una carrera en ciernes? Un e-mail de Telecursi me llegó dos días después y confirmó la segunda pregunta:

Estimada señorita Ross:

Lamentamos comunicarle que no ha quedado seleccionada…

En cuanto al primer interrogante, yo poseía la respuesta:

–Te odio, Caleb James. Te odiaré hasta que muera.

Capítulo 3. Si algo está destinado a ser tuyo

Tres años después.

Me picaba la nariz, pero no podía rascarme. La arrugué para intentar calmar la comezón.

–No te muevas –pidió Tabi.

Hacía una hora que me tenía hecha una momia: sentada con los ojos cerrados, sin hablar y sin moverme. Le faltaba que me pidiera no respirar. Al menos, me permitía sacudir los pies al ritmo de la música de Bublé o, como lo llamaba mi abuela, Miguelito Burbuja. Oí a mi tío cantar:

–I’m your man, and I get to kiss you baby just because I can…

–Cinco minutos más. Faltan las pestañas –dijo Tabi para apaciguar mi impaciencia.

Suspiré. El resplandor de las luces blancas que adornaban su espejo me hacía sentir en Las Vegas.

–No sé por qué dejo que me hagas esto –refunfuñé.

–Necesito probar los nuevos productos.

–Yo me ofrecí como conejillo de indias y no quiso –dijo una voz grave.

–No te ofendas, tío –respondió mi hermana–, pero estás demasiado barbón para que te luzca este maquillaje. Tal vez si te afeitaras…

–Nadie toca mi barba, pichona. Ni siquiera a Lionel lo dejaba. Tal vez por eso me dejó por el tal Fernando Chen. Ese lampiño ridículo permitía que le hiciera cualquier cosa en el rostro.

Tábatha dejó las brochas a un lado cuando Em dejó de quejarse de su mal de amores. Ya nos había contado mil veces la historia de su ex. Lo había dejado hacía diez años y aún se lamentaba.

–Puedes abrir los ojos –indicó Tabi.

El espejo me devolvió un reflejo que no reconocí. Mi nuevo corte de cabello había refinado mis rasgos. El maquillaje de Tabi me confería una apariencia distinta a la habitual. No recordaba la última vez que había lucido bella. Con el esfumado, mis ojos parecían más verdes. Además, el labial rosado me engrosaba los labios.

–Ahora, posa como una estrella de cine –bromeó–. Quiero tomarte algunas fotos.

En lugar de sonreír, me quedé tiesa.

–Lo siento, no me di cuenta de lo que dije.

–Está bien. Tengo que superarlo –me resigné.

No había vuelto a pisar un escenario. Recordar el casting seguía entristeciéndome. Mi familia hacía lo posible para no mencionarlo, pero a veces se les escapaba. Sabía que no había sido el fin del mundo, pero había significado precisamente eso para mí, porque había renunciado a mis sueños.

–Tal vez esto te anime –dijo Emmanuel, alcanzándome una taza misteriosa.

–¿Qué es? –Olí el contenido e hice una mueca.

–Vodka.

–Ella no necesita esto, sino volver a montar ese caballo. –Tábatha me la arrebató y se la devolvió a mi tío, que bebió el contenido de un trago–. ¿Por qué no te presentas a otro casting?

–Olvídalo –dije, tomando la escoba.

–¿Por qué no?

–No soportaría otro rechazo.

Mi teléfono sonó. Había dejado el grupo de teatro, pero mis compañeros seguían avisándome cada vez que se abría una audición.

–¿No vas a atender la llamada? –preguntó la entrometida de mi hermana.

–Deja que suene –dije, juntando los pelos rojos de la señora Fletcher con la pala.

–¿Qué tal si es tu príncipe azul? –comentó mi tío, que seguramente ya estaba ebrio.

–Eso no existe.

–¿No te gustaría que te presentara a un buen candidato? –Se sentó sobre la mesita en la que preparaba las tinturas.

–Ya lo intenté yo, tío, pero está cerrada –explicó Tabi–. Traté de presentarle a uno de los amigos de André y lo dejó plantado.

¿Por qué todo el mundo quería conseguirme un novio? ¿Acaso un hombre me solucionaría la vida? Primero, necesitaba encontrar un nuevo sueño. Un sueño válido. Hasta que no me reencontrara conmigo misma, no quería dejar entrar a nadie a mi vida.

Si alguien llegaba a preguntarme quién era yo en ese momento, no hubiera sabido qué responder. Solo que era una mujer que seguía viviendo con su abuela a los treinta y tres años, porque todavía no había llegado a ahorrar lo suficiente para comprar una casa propia. Además, no quería dejarla sola; había sufrido una depresión muy grande y temía que recayera.

Mi tío encendió el televisor del local. Una cursi canción me puso la piel de gallina:

Lágrimas de amor derramadas por el mar, lágrimas de amor derramadas sin cesar…

Tomé el control remoto y apagué el aparato infame sin atreverme a mirar la pantalla en la que, seguramente, salía el idiota de James abrazando por la espalda a la fulana a la que le habían regalado mi papel.

–Lo siento, no sabía que estaba puesto ese canal –se disculpó Emmanuel–. Tu hermana debió haberlo dejado. Le bajaré el sueldo por descuidada.

Todos sabían que odiaba Las lágrimas del amor. Esa maldita novela había sido un éxito; que dieran una repetición a pedido del público lo demostraba. Cada vez que aparecía en escena Caleb James, me daban ganas de darle un puñetazo. Mientras me mantuviera fuera del mundo de la actuación, no tendría que ver al hombre que había destrozado mis ilusiones de convertirme en actriz. Sin embargo, alguna que otra vez lo mencionaban en las noticias, como cuando se descubrió que salía con Astrid Blair, su compañera de reparto en telenovelas anteriores. Al parecer, protagonizarían juntos una nueva tira, porque no podían permanecer separados el uno del otro. ¡Puaj!

Por suerte, mi abuela tenía la consideración de no mirarla delante de mí. La ponía a escondidas con Tábatha, creyendo que no me daba cuenta. ¡Como si esa horrible cancioncita en los títulos pasara inadvertida! Simbolizaba mi fracaso.

–¿Tienes idea de cuántos capítulos quedan para que termine esa tortura? –Señalé la tele.

–Unos diez. Luego darán una repetición de mi novela favorita –se emocionó mi tío.

–¿De nuevo? –pregunté con una mueca.

–Nunca me cansaré de Juan del Diablo. ¿No viste esa melena?, ¿esa mirada de jaguar asesino? Grrr.

La ponía en el salón para sus clientas. A ninguna le gustaba perderse el espectáculo de ver a Em repetir con pasión las líneas que había escuchado un millón de veces. Podía decirse que era el galán de la ciudad. No obstante, uno que prefería a otros galanes.

Después de limpiar y cerrar el salón, subí a su jeep. Sabía conducir, pero él o Tabi siempre me llevaban porque carecía de coche. Tal vez algún día pudiera comprarme uno.

–Mira esa cartera –dije al pasar por delante de una marroquinería.

–¿Cuál? –Em se detuvo. Los autos que venían detrás tocaron el claxon, porque el semáforo seguía en verde.

–Ninguna. Sigue adelante.

–¿No quieres que te la compre? –Volvió a arrancar.

–Me compraste un par de zapatos la semana pasada. Además, Tabi se pondrá celosa.

Le gustaba consentirme. Y yo lo dejaba. Después de todo, era el gemelo de mi padre. Así que estar con él era como si papá continuase a mi lado.

Estacionó en la puerta de casa, pero se negó a entrar. Tenía una cita. Le pedí que tuviera cuidado.

–¿Quién se atrevería a hacerme algo con estos músculos? –respondió, mostrándome uno de sus ejercitados bíceps.

Le toqué el pecho, a la altura del corazón:

–Esto es lo que quiero que cuides. No me gustaría que se aprovecharan de ti.

–¿Acaso eres mi madre, mocosa? Vete adentro o te bajo el sueldo.

Le di un abrazo y me fui. En cuanto metí la llave en la cerradura, oí la voz de mi hermana:

–¡Ya vino! ¡Cambia el canal, abu!

¿De veras pretendía que no la oyera con esa voz de cotorra? Esperé cinco segundos y entré, haciéndome la tonta. Las encontré en el sofá, delante del canal de noticias.

–¿Te trajo Em? –preguntó Marlene, mirando hacia la ventana.

–Sí, pero ya se fue. –Me quité los zapatos.

–¿Y no pasó a saludar a su madre? –se alarmó.

–Tenía cosas que hacer. –Dejé mi cartera y las llaves en la mesita.

–Ya se lamentará cuando yo muera. ¿Te quedarás a cenar, Tabi?

–Lo siento. André me espera. Le prometí prepararle ravioles. Está enviándome mensajes desde hace una hora.

–Podrías prepararlos aquí. Te ayudaré con la salsa.

–Abuela… otro día. –Le dio un beso en la frente–. Tengo que irme.

André prefería quedarse en su casa jugando videojuegos o salir a mostrar su horrendo auto tuneado a desconocidos, antes que comer con nosotras. Me rompía el corazón ver el rostro desilusionado de Marlene cada vez que rechazaban su invitación.

Arrastré los pies a la cocina por un vaso de jugo de naranja. La abuela estaba a punto de apagar la tele, pero el control se le cayó. Entonces oí:

–… Según los médicos, la actriz no podrá realizar ningún esfuerzo durante un tiempo, por lo que se vería impedida de participar en el próximo gran proyecto de Telecursi. Los productores aseguraron que pronto se abrirán audiciones para encontrar a la nueva protagonista femenina de la telenovela.

–¡Alexa! ¿Oíste? –gritó mi hermana desde la puerta. Ya se iba.

–Me gusta Astrid Blair. ¿Dónde encontrarán una actriz tan buena y hermosa como ella? –preguntó la abuela–. Tiene que llevarse bien con Caleb y, según dicen, él no acepta a cualquiera como partenaire. Es un hombre muy quisquilloso.

Salí de la cocina y Tábatha, de nuevo en la sala, me sonreía de manera extraña.

–No –respondí tajante, antes de que abriera la boca.

–¿Por qué no?

–Sabes por qué.

–¿Perderás la oportunidad de tu vida por un tonto incidente?

–Déjala, Tabi. –Marlene metió la mano en el bolsillo de su delantal y me dio un caramelo–. No estés triste, corazón.

El teléfono de Tábatha sonó y se puso a hablar, seguro que con André. No era capaz ni de hervirse un huevo.

–Te dije que estoy en lo de mi abuela… Ya sé que tienes hambre. Enseguida voy. –Colgó.

–Voy a preparar espaguetis con albóndigas. ¿De veras no quieres quedarte, Tabi? –La abuela se dirigió a la cocina.

–Lo siento, no puedo. –Se volvió hacia mí antes de irse–. Mañana hablamos.

–No vas a hacerme cambiar de opinión.

–Quiero que abras los ojos. La vida te está dando otra oportunidad. ¿No lo ves?

–Que alguien se accidente y haya dejado su puesto libre no me parece un llamado de Dios.

Apoyó las manos en mis hombros.

–Lo que es para ti no puede ser de nadie más. Llámalo suerte, destino o como quieras. Si algo está destinado a ser tuyo, te encontrará aunque intentes evitarlo.

Tábatha había considerado la noticia sobre Astrid Blair una especie de señal divina. Para ella, yo estaba destinada a interpretar el papel protagónico de la próxima telenovela de Telecursi. No podía estar más equivocada. Yo había abandonado el mundo de la actuación y no pensaba regresar.

–¿Tan pronto te rindes? –me discutió mi prima Dalia mientras me hacía las uñas.

Tabi había buscado refuerzos.

–Me rendí hace tres años –le comuniqué.

–¿Por qué dejaste que James se saliera con la suya? –Ya había quitado el esmalte. Elegí uno dorado que resaltaba el tono bronceado de mi piel.

–¿Qué querías, que me pusiera a discutir con los productores? Claramente, no me quería como compañera. No había nada que pudiera hacer. Dijo que era mala actriz por un estúpido beso y todo el mundo lo aceptó. ¿Qué te asegura que no va a pasar lo mismo de nuevo?

–Al menos volverías a besar a ese chocolate relleno –comentó, procediendo con el limado.

Miré a un costado. Mi tío le cortaba los rizos a una señora que no paraba de hablarle. Agradecí que no nos estuviera escuchando o se metería en la conversación.

–No sería un beso real –aclaré.

–Momento. Estoy confundida. –Dalia dejó la lima–. ¿No dijiste que lo habías besado en serio durante el casting?

Mi hermana, que se había sentado con nosotras, asintió.

–¿Y se suponía que debía ser un beso falso?

Mi hermana volvió a asentir. Se miraron entre ellas con complicidad.

–Ya sé, me equivoqué –dije–. Pero eso no significa que sea mala actriz. Solo que… no actúo bien los besos. Y quería hacerlo bien. Al director le gustó.

En el fondo, entendía por qué Caleb James había dicho que era mala, sin embargo, no lo aceptaba. Lo que le había molestado era que no hubiera seguido sus indicaciones.

Dalia se inclinó hacia delante. El olor de su spray para el cabello me llenó los ojos de lágrimas.

–¿Qué se siente? No te pregunté antes porque armabas una escena si alguien lo mencionaba, pero siempre quise saber cómo es besar a ese bombón.

–No recuerdo –mentí.

Ser incapaz de olvidarlo me hacía querer odiarlo más. A pesar de que en mi mente ya lo había descuartizado varias veces, mi cuerpo se estremecía cada vez que alguien pronunciaba su nombre. Lo último que quería era volver a verlo y que mi corazón se acelerara por él. Tábatha y Dalia se habían complotado en mi contra. Toda la semana habían estado bombardeándome con fotos, entrevistas y todo lo relacionado con la telenovela que ya empezaba a detestar más que Las lágrimas del amor.

El domingo, yo veía la tele y mi hermana me puso su celular delante de los ojos como era su costumbre.

–Quita eso si no quieres perder la mano.

–Lee la noticia.

–No. –Apagué el televisor y me levanté.

–“Durante las próximas semanas se espera encontrar a la nueva compañera de Caleb James. El actor participará en la selección y, según ha comentado, espera una actriz que lo cautive. ‘No será fácil que alguien esté a la altura de mis expectativas’, dijo sonriendo a la prensa”.

–Baboso –murmuré.

Dejé la habitación y fui a la cocina, donde la abuela preparaba un pastel. Tabi me siguió.

–Es genial. ¿No lo ves? Abuela, dile algo. Tu nieta está a punto de desperdiciar una gran oportunidad, porque no puede perdonar que alguien le haya dicho la verdad.

Ese golpe bajo había dolido. Tomé un puñado de harina de la mesa y se lo lancé encima.

–Por esto estás sola: tienes un carácter de mierda que nadie sería capaz de soportar. –Dio media vuelta y se marchó, dejando una estela blanca.

Me dejé caer en una silla. Una tacita de té recién servida fue empujada hacia mí con disimulo. Bebí un sorbo. Marlene le había puesto valeriana.

–¿Soy tan desagradable, abu?

–Ella no dijo que fueras desagradable. Necesitas controlar tu temperamento; es todo. Tábatha quiere ayudarte. Sabe que no eres feliz.

–¿Quién es feliz hoy en día? –sonreí sin convicción.

–Yo. ¿Sabes por qué?

Negué con la cabeza. No podía imaginar que fuera feliz viviendo con una nieta pendenciera, sin lujos, sin el abuelo y sin mis padres. Esa mujer lo había perdido todo.

–Así lo he decidido –respondió–. La felicidad no es algo que adquieres. No es algo que debes encontrar al final de un largo camino. Es una elección. Tú eres quien elige sonreír o no. Nadie más puede hacerlo por ti, corazón. Mi consejo es que, si deseas ser actriz, seas actriz. No desistas porque alguien te dijo que no eras lo suficientemente buena. Que sea un hombre hermoso no significa que tenga razón. Demuéstrale que se equivoca. Da todo de ti. Y, si al final no lo logras, al menos sabrás que lo intentaste; que nunca desististe de tu sueño.

Capítulo 4. Cuando huyes de algo

Brenda

¿Ya te enteraste del casting?

Otra que fastidiaba con eso. Brenda y yo nos habíamos hecho amigas porque compartíamos el mismo sueño. No le había dicho que había dejado de actuar, a pesar de que salíamos a beber algo cada dos o tres semanas.

Yo

Ya no actúo, Bren.

Brenda

¡¡¿¿Cómo que no actúas??!! ¿¿¿Por qué???

Yo

Larga historia. ¿Vas a participar?

Brenda

¿¿Quién no?? Ah, claro. TÚ. Deséame suerte.

No le respondí. No volvió a escribirme. La magia que nos había unido se había esfumado. Mejor así. Resultaba molesta a veces.

El mundo entero parecía haberse puesto de acuerdo para restregarme ese cochino casting por el rostro. Solo existía un lugar en el que nadie me molestaba: mi refugio secreto, la casita en el patio trasero. Mi papá la había construido para Tabi y para mí cuando éramos niñas. Se la había comido la maleza, pero seguía intacta. Era un cuadrado de madera de dos por dos, y un metro y medio de alto. Papá había puesto una ventanita de vidrio en la parte trasera por la que entraba la luz del atardecer.

Me senté en el suelo y disfruté ese momento de comunión con la naturaleza: aire fresco, olor a césped mojado, el canto de los pájaros. Todo muy lindo hasta que sentí un cosquilleo sospechoso en el brazo. Una araña del tamaño de un ratón caminaba alegremente sujetada de la tela de mi camiseta y subía hacia mi hombro.

–¡Araña! –vociferé, sacudiendo los brazos.

Salté. Me di un golpe en la cabeza. Desperté de noche. No veía nada. Salí a los trompicones. Entré en el baño, me quité la ropa y la revoleé por ahí. Me metí a la bañadera para quitarme la sensación de esas patitas recorriendo mi brazo, por mi cuerpo. Con un palo de escoba recogí el bollo de ropa que había quedado tirado en un rincón y lo metí en la lavadora. La hubiera prendido fuego, pero me pareció excesivo. No volvería a entrar a ese nido de insectos.

La experiencia en mi casita me hizo reflexionar: nuestras acciones estaban sujetas a nuestra percepción de la realidad. Y esa percepción podía cambiar de un momento a otro. Una araña me había alejado de la casita que tanto amaba, tres palabras dichas en el momento justo me habían apartado de mi vocación.

Otras tres me dieron nuevas esperanzas esa noche: “Estimada señorita Ross…”. Había recibido un e-mail de Telecursi, en el que me invitaban a participar de una prueba de cámara para la nueva telenovela protagonizada por Caleb James.

–¡¿Qué es esto?! –gemí con las tripas revueltas, sin apartar mis ojos del mensaje. Lo había escrito un productor apellidado Martino. Un productor.

Tal vez, se había equivocado de actriz. Sin embargo, decía “señorita Ross”. Esa era yo.

Mi teléfono vibró:

Brenda

¿Estás despierta?

Respondí que sí. Me quedé mirando la pantalla del celular, pero mi amiga ni siquiera leyó mi respuesta, así que procedí a enviarle un mensaje a mi hermana:

Yo

Tengo que mostrarte algo, pero, antes, prométeme que no armarás un escándalo.

Tabi

Ok.

Le reenvié el e-mail. Me citaban para dentro de unos días. Estaba segura de que pronto encontrarían a una actriz más idónea que yo para que interpretara el papel.

Yo

Dudo que me presente.

Tabi

¿¿¿Entonces para qué me mandaste ese e-mail???

Yo

Para que vieras que NO SOY TAN MALA ACTRIZ.

Apagué el teléfono. Enviarle ese mensaje a Tábatha me había quitado la molestia del estómago. Al día siguiente, se mostró distante. Se le notaban las ganas de hablar conmigo, pero se obligaba a mantener la boca cerrada en mi presencia. Mi tío hizo de intermediario entre nosotras todo el día. Dalia ni siquiera se inmiscuyó. “Yo no me meto”, dijo a Emmanuel cuando trató de convencerla para que hablara con nosotras.

–No estamos peleadas –dije para tranquilizarlo mientras barría los pelos de la última clienta–. Solo estamos enojadas. A propósito, ¿cómo te fue en tu cita el otro día? Olvidé preguntarte.