Negociar con sabiduría - Sergio Kaplan - E-Book

Negociar con sabiduría E-Book

Sergio Kaplan

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Beschreibung

¿Cómo se mantiene un conflicto en su máxima efervescencia? ¿Qué se necesita para que sus participantes salgan cada vez más lastimados? ¡Nada! Sólo obedecer impulsos. Ahora, si la pregunta fuera "¿Cómo transformar ese ambiente belicoso en un escenario cordial y constructivo?", la respuesta cambia: se precisa alguien con la habilidad de un escultor cuya inspiración logra convertir un bloque de piedra macizo, inerte, en una obra que conmueve y emociona. El arte de negociar, semejante al del escultor, aspira a transformar una situación áspera y aparentemente sin salida en un encuentro donde las partes se retiran de la confrontación, se focalizan en las coincidencias, en las consecuencias futuras de sus actos y le dan un nuevo significado a esa relación que estaba próxima a extinguirse. ¿Cómo procurar que emerja el artista negociador que subyace en cada uno de nosotros? A lo largo de este libro hablaremos de las herramientas que permiten desarrollar ese don que todos tenemos.

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Sergio Kaplan

Negociar con sabiduría

Cómo optimizar los acuerdos que marcarán tu vida

© 2022. Senda florida

España

ISBN 978-84-19596-24-6

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en España / Printed in Spain

Índice

El arte de negociar | 6

Introducción | 8

Capítulo 1. La torre de Babel, origen de los desencuentros | 15

Capítulo 2. Por principios o por formas | 24

Capítulo 3. Barreras bajas | 30

Capítulo 4. Convicciones | 39

Capítulo 5. Conflictos del freezer | 47

Capítulo 6. Recriminación y amor | 52

Capítulo 7. Suposición limitante | 60

Capítulo 8. Patrón de comportamiento | 67

Capítulo 9. Detrás de la fachada | 71

Capítulo 10. Sin ley no hay negociación | 76

Capítulo 11. Visión distorsionada | 84

Capítulo 12. Divorcio de Lily y Pablo | 88

Capítulo 13. La carencia | 118

Capítulo 14. Negociación cotidiana | 125

Capítulo 15. Otra sencilla discordia | 130

Capítulo 16. . La más difícil, vérselas con uno mismo | 133

Capítulo 17. Negociación de amor. Sacrificio y frustración | 139

Capítulo 18. Esquema de Resolución de Conflictos de la. Universidad Tecnológica Nacional | 146

Capítulo 19. ¿Con quién negocio? | 156

Capítulo 20. De las negociaciones, lo primordial | 162

Capítulo 21. De la mirada sobre los demás | 171

Capítulo 22. ¿Dónde se esconde el disfrute? | 177

Capítulo 23. ¿Yo hice eso? | 182

Capítulo 24. La expectativa de negociar | 188

Capítulo 25. De compradores y vendedores | 193

Capítulo 26. Una experiencia aleccionadora | 210

Capítulo 27. ¿Hasta dónde ceder? | 213

Capítulo 28. Conciencia e inconsciente | 219

Capítulo 29. Los frutos y las alegrías de la comunicación | 227

Capítulo 30. Sobre las corporaciones | 230

Capítulo 31. Cambio comunicacional | 236

El arte de negociar

¿Cómo se mantiene un conflicto en su máxima efervescencia? ¿Qué se necesita para que los participantes de ese conflicto queden involucrados en una confrontación absoluta, las broncas y las pérdidas vayan in crescendo y todos salgan cada vez más lastimados?

¡No se precisa nada! Sólo obedecer impulsos. Tenemos un equipamiento estándar incorporado en nuestra mente, que nos permite continuar la confrontación, configurar relatos inverosímiles o patear un tablero.

Ahora, si la pregunta fuera ¿qué se precisa para transformar ese ambiente belicoso en un escenario cordial y constructivo?, deberíamos cambiar la respuesta: se precisa alguien capaz que sepa conducir por un camino diferente a fin de llevar ese hastío a una negociación provechosa; alguien con la habilidad de un artista. Por ejemplo, un escultor cuya inspiración logra convertir un bloque de piedra macizo, inerte, en una obra que conmueve y emociona.

En la mitología griega, Pigmalión, luego de haber esculpido la figura de una mujer a la que llamará Galatea, se enamora perdidamente de ella. Son tan intensos sus deseos por darle vida, que es escuchado por la diosa Afrodita, quien conmovida ante el penetrante amor del artista le concede vida a su enamorada diciéndole: “Mereces la felicidad, una felicidad que tú mismo has sabido plasmar. Aquí tienes con vida a la mujer que has creado. Cuídala por siempre”. Galatea cobra vida.

El arte de negociar, semejante al del escultor, aspira a transformar una situación áspera y aparentemente sin salida en un encuentro donde las partes se retiran de la confrontación, se entienden desde otro lugar, focalizan en las coincidencias, en sus comunes intereses, en las consecuencias futuras de sus actos a fin de alcanzar la solución de aquello que las distanciaba, dando vida y nuevo significado a esa relación próxima a extinguirse. De tal manera, esos negociadores reciben el beneplácito de Afrodita, que les repite a cada uno de ellos: “Mereces la felicidad, una felicidad que tú mismo has sabido plasmar”.

¿Cómo procurar que emerja el artista negociador que subyace en cada uno de nosotros? A lo largo de este libro hablaremos de las herramientas que permiten desarrollar ese don que todos tenemos.

Introducción

Una pareja muy preocupada consulta al médico:–Doctor, tenemos un problema, con mi mujer quisiéramos tener un hijo.El doctor intrigado pregunta:–¿Cuál es el problema?–¡Que ya tenemos tres!

Es muy común escuchar las siguientes palabras: “Todos me presionan, mi jefe, mi pareja, los clientes, mis hijos…”. Cuando escuchamos esa trillada frase, sería bueno preguntarles a esas personas quién las está presionando en realidad.

La opresión la producimos nosotros mismos, y una mente muy presionada, igual que los metales, se fatiga con más facilidad y se quiebra pronto. Los demás juegan el papel que les dejamos hacer.

Algunos se desalientan cuando suponen que sus posibilidades para negociar son escasas, porque atribuyen un enorme poder a la otra parte y no se dan un respiro para replantearse la situación. Simplemente sienten y actúan.

Las distorsiones de la realidad forman parte de los tropiezos que finalmente malogran nuestros objetivos. Tropezamos cuando perdemos el control, ante la imposibilidad de poner límites, al ser seducidos o sentirnos coaccionados. El listado es ilimitado.

¿Cómo podemos mejorar nuestras habilidades, con lo innato de cada uno, para que nuestras negociaciones nos permitan vivir con mayor plenitud? Tengamos en cuenta que encaramos cualquier negociación, cotidiana o sustancial, con menos preparación que la que sabemos que debemos tener para darnos una ducha. Dudo que nos metamos a la bañera sin tener a mano un jabón, una toalla, hasta una muda limpia, y si en algún momento entramos al agua sin alguno de esos elementos, la próxima vez, antes de mojarnos, seguramente estarán a nuestro alcance.

Cuando salimos mal parados de una negociación por no haber previsto las respuestas a un montón de interrogantes, no incorporamos la experiencia de la misma forma en que lo hacemos al preparar las cosas antes de ducharnos. Podemos comenzar un conflicto sin tener ni la menor idea de adónde nos estamos metiendo. Suponemos que tenemos claros nuestros intereses, que nuestras convicciones son las que valen, y si el otro nos contradice, lo calificamos de malintencionado o perverso. Frecuentemente, no sabemos con exactitud lo que queremos, y las suposiciones son el navegador que conduce nuestro accionar. Es más fácil reconocernos víctimas que ingenuos. Y sin embargo, es la ingenuidad lo que no nos deja:

•procurarnos los recursos necesarios;

•entender si lo que queremos realmente es lo que precisamos;

•comprender si lo que precisamos es sensato y posible;

•prever cómo le puede resultar a la otra parte mi petición;

•reflexionar acerca de desde dónde entiendo yo lo que el otro pretende;

•pensar cuáles son las formas que disparan lo peor de nosotros;

•juzgar con acierto cuáles son las formas que alientan el reconocimiento y la cooperación.

Nos guían las impresiones y no las constatamos, damos un enorme valor a lo que podemos escuchar mientras hacemos la fila para comprar el pan. Son infinitos los componentes que conforman nuestros sentimientos, vinculados con lo más oculto de nuestra personalidad, mezcla imprecisa de pasiones, miedos, experiencias, expectativas, frustraciones, fantasías e ilusiones.

Nuestros prejuicios1 y mandatos2 dan lugar a nuestras maneras de inferir y responder, se transforman en un corsé y aun con malos resultados nos aferramos a ellos. ¡Vale intentar un cambio en nuestra dinámica de sentir, evaluar y decidir!

Sin confianza no hay acuerdo

Hay algo que es seguro: estemos donde estemos, si sentimos desconfianza, es muy probable que queramos irnos. Por el contrario, cuando sentimos que nos reciben afectuosamente, lo que vemos y oímos nos parecerá coherente; sentiremos que podemos relajarnos y, como el contexto nos resulta grato, estaremos más reflexivos y menos rígidos. A eso llamamos generar confianza. Para conformar un ambiente de confianza, es necesario evitar la confrontación permanente, no mostrar todo el tiempo uñas y dientes.

Una negociación requiere además que las partes se muevan en un marco de incertidumbre sobre lo que puede llegar a hacer el otro. Si él tiene la única llave que abre el cofre que necesito, no le hará falta negociar las condiciones, sino que las impondrá. Por lo tanto, aunque dificultoso, es preciso construir alternativas que lo hagan dudar de que a pesar de poseer la única llave, de alguna forma podré abrir o sustituir el contenido de esa caja o llegar a prescindir de ella.

Construir un marco confiable, generar alternativas, manejar las expectativas, comunicar acertadamente, entender con claridad la situación son algunos de los recursos con los que el artista va construyendo una negociación. Para negociar no sirven mucho los consejos de otros, ni siquiera en ocasiones la propia experiencia; se requiere una constante revisión de los objetivos, de las posibilidades, del contexto –que suele ser distinto–, de las expectativas de las partes, de haber analizado las consecuencias, del tiempo que disponemos y sobre todo de cómo comprendemos y nos hacemos comprender.

Eso se alcanza si nuestra razón es la que nos guía, y no los impulsos; es decir, las partes deben dejar de verse como enemigas o competidoras. Es un proceso que no se improvisa, que requiere tiempo para su preparación. En síntesis, y formulando lo que reiteraré infinitas veces:

Solemos dejar las negociaciones en manos de la inspiración, en lugar de hacer que los objetivos sean los que la lideren y guíen. Las consecuencias son:

•se decide con escasa información;

•no se prevén las consecuencias;

•no se tiene claro el objetivo;

•no se comprende lo que el otro necesita;

•se sucumbe bajo los efectos de las manipulaciones, los prejuicios, la simple falta de información, la prepotencia, la compasión, las fantasías, los miedos, la inmediatez;

•se desconocen las posibilidades factibles de solución;

•se hacen demandas exageradas que luego son difíciles de corregir;

•se ignora quiénes resultarán afectados por las futuras decisiones.

Estamos formados en una cultura en que el éxito se mide sobre la base de sacar del otro lo máximo posible, donde una concesión se ve como ceder y se vive como una humillación. Esta conocida dinámica genera hastío y, como expresa la letra de un tango, provoca “ganas de no verte nunca más”.

Como dice Milan Kundera, “se atraviesa el presente con los ojos vendados, sólo podemos intuir lo que estamos viviendo; y después, cuando nos quitan la venda de los ojos, al mirar el pasado podremos darnos cuenta del sentido de lo vivido y cómo nos afectaron nuestras decisiones”.

Los que procuren encontrar fórmulas o consejos que les enseñen a negociar terminarán decepcionados, y no porque exista un secreto que no debe difundirse, sino porque los factores que determinan la toma de decisiones son impredecibles. Sí existen recursos que pueden posibilitar el cambio de una actitud de confrontación a otra de colaboración.

La cultura en que nos educamos estimula la pelea. Somos irritables, de boca y mano ligera, pero de lenta reflexión. Un artista negociador requiere de la capacidad de promover entre las partes la comprensión, la cooperación, la equidad, el respeto, el criterio de futuro, ya que el resultado de cualquier tratativa no suele verse en lo inmediato.

Importantes autores han escrito sobre la mejor forma de negociar. No dudaría acerca de sus resultados si el individuo obrara racionalmente y conforme a sus intereses, pero no siendo así, contar con la mejor técnica no asegura alcanzar un buen acuerdo.

La etimología de acordar proviene del latín accordare, donde a tiene que ver con la idea de aproximar, y cordis, con el corazón. Por lo tanto, acordar es “unir corazones”. Una orquesta primeramente debe “acordar”, afinar sus instrumentos. La discordia, en cambio, se refiere al distanciamiento de corazones. El prefijo dis señala negación, separación.

En la antigüedad, los sentimientos se ubicaban en el corazón, y no en la mente. De haberse mantenido ese principio, los más diestros en destrabar contrariedades serían los cardiólogos.

La capacitación se relaciona con procurar más herramientas y saber usarlas. “Si sólo tengo un martillo, todo lo que tenga para arreglar será a los golpes”. El material que exponemos aquí surge de haber trabajado en talleres con más de dos mil negociadores, compartiendo sus saberes y experiencias, comprendiendo y desarticulando dificultades. Eso me permite afirmar “que así como la habilidad de negociar y conformar una mejor vida no resulta patrimonio de todos, existe una inmensa posibilidad de mejorar notablemente si nos proponemos y procuramos capacitarnos para lograrlo”.

Capítulo 1. La torre de Babel, origen de los desencuentros

Muchos hombres le deben su éxito a su primera esposa,y su segunda esposa a su éxito.Tenía entonces toda la Tierra una sola lenguay unas mismas palabras. […].Y dijeron los hombres:“Edifiquemos una torre, cuya cúspide llegue al cielo”.Y dijo Jehová:“El pueblo es uno y tienen un mismo lenguaje; y han comenzadola obra y nada les hará desistir de lo que han pensado hacer. Ahora pues, confundiré allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero”.Al no poder entenderse dejaron de edificar la torre.Por eso fue llamada Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje y desde allí los esparció sobre la faz de toda la Tierra.

Génesis 11, 1-9.

¿Cuál habrá sido el objetivo del Rey del Universo al confundir el lenguaje de los hombres? Nuestros ancestros suponían que construyendo esa inmensa torre llegarían al corazón de su morada, y así podrían alcanzar la sabiduría. Pareciera que su Creador no compartía ese deseo. La torre que, según cuenta la Biblia, se elevaba aceleradamente gracias a que todos se entendían, cuando Dios decidió embarullarlos, colapsó. La obra se paralizó, los hombres se dispersaron y no volvieron a comprenderse. Eso se mantiene hasta hoy día.

En lo comercial, social o familiar, el mayor generador de altercados proviene de la desacertada forma que adoptamos al comunicar nuestros asuntos. Ya resulta difícil comprendernos a nosotros mismos, por lo tanto, entender a los demás es aún más complicado.

Algunos encuentros se transforman en una cruzada en la que intentamos convertir al otro en quien quisiéramos que sea en vez de aceptarlo como es. En ese intento por hacer al otro a nuestro gusto ponemos muchísimo empeño; aunque sabemos lo imposible de la tarea, igualmente insistimos y acabamos enfrascados en peleas interminables, o terriblemente frustrados.

Agotada la pretensión de transformar lo que nos molesta del otro, lo único que hasta ahora produce un resultado efectivo es el cambio que hacemos nosotros mismos, cuando alteramos nuestras posturas, respuestas y expectativas.

Frente a la discordia y la incomunicación, se reaviva el efecto de la destrucción de esa ilusoria torre de Babel que hasta hoy en día nos condena a vivir confundidos, pues no nos permite identificar en nuestras vidas las cosas que son realmente importantes de aquellas que no lo son:

•no nos preguntamos qué queremos y para qué;

•tardíamente nos damos cuenta de lo que se nos fue de las manos: tiempo, salud, afectos, recursos.

Joan Manuel Serrat, en una de sus canciones (“Lucía”), sintetiza el erróneo sendero de nuestra sinrazón: “No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, / nada más amado que lo que perdí”.

De lo que buscamos

Todos manifiestan querer tener una vida equilibrada y plena, pero los deseos de estas expresiones no se alcanzan sólo porque los declamemos: no son un objetivo, sino un resultado, un mérito que se logra con sabiduría sobre cada decisión que tomamos. Tales decisiones pueden vincularse con terminar un estudio o abandonarlo, buscar compañía o estar solo, cuidarse o desatenderse, permanecer en un lugar sin querer estar, no ponerle fin a una discusión, vivir aferrado a las cosas o mandatos.

No solemos pensar si los actos que emprendemos nos pueden guiar a esa vida equilibrada y plena; nuestro futuro depende de la inspiración del instante en que se nos cruzó algo por el camino. Pero sin una meta precisa, resulta difícil saber si vamos a donde queremos ir, ya que no sabemos adónde queremos llegar.

No fuimos formados con el hábito de cuestionar nuestros actos, sino de defenderlos. De ese modo dejamos de lado lo que Sócrates sostenía: “Un pensamiento crítico hacia uno mismo forma parte de una condición del saber”. Este filósofo consideraba que no se trata de que el hombre sea bueno, sino sabio; esa es la forma de discriminar los buenos de los malos placeres. Los falsos placeres surgen de necesidades erróneas, se forman de la opinión de los demás, de la mirada de los otros y, por lo tanto, nada tienen que ver con la verdadera felicidad del sujeto.

De lo que nos impresiona

Las impresiones están relacionadas con efectos, huellas de hechos pasados que influyen en nuestras sensaciones sobre acontecimientos actuales. Cuando vemos una persona manejando un auto lujoso, suponemos de primera intención que se trata de un personaje exitoso, aunque pueda suceder que para subirse a ese coche empeñara hasta el cinturón y su intención pasara por impresionarnos para obtener… vaya uno a saber qué.

Es fácil quedarse con las impresiones que las cosas, los sucesos o las personas nos producen. Estas impresiones condicionan con frecuencia nuestras decisiones, y no advertimos que están basadas en vaguedades y no en criterios objetivos. Generan respuestas inmediatas que responden a un automatismo intuitivo más que a un razonamiento profundo: nuestra cabeza está más preparada para responder al instante sin dar lugar a que la razón intervenga, salvo que las situaciones se nos presenten extrañas o contrariadas. En ese caso, convocaremos a la razón para que nos asista.

¿Te gusta más el chocolate o la crema? El trabajo de nuestra mente es tan rápido que nos parece que la respuesta ya existía, surge al instante. Pero tengamos en cuenta que la mente debió hurgar en las experiencias pasadas y comparar para rescatar las conclusiones con las que respondemos de inmediato.

¿Te gusta más el limón o la alméndola? Luego de un escaneo vertiginoso, no encontraremos con qué comparar, ya que nunca probamos alméndola (palabra inventada), y por lo tanto no dispondremos de respuesta. Esto lleva a entender que muchas de las respuestas no provienen de la intuición, sino de una exploración de experiencias.

Nuestro cerebro es un órgano que nos murmura constantemente, tiene la capacidad de distinguir diferencias en forma inmediata: ese palo es más largo que aquel otro; eso es más delgado que aquello; ese tipo es un pelmazo. De un vistazo calculamos la distancia y velocidad del auto que se aproxima y sabemos si podemos cruzar la calle. Por lo general, lo hacemos bien.

Procurar razonar no es un acto instantáneo, requiere que nos propongamos hacerlo. Cuando la máquina del banco nos avisa que tenemos que cambiar la contraseña y que esta nueva identificación debe ser alfanumérica, en ese caso no escribiremos el primer número que se nos ocurra, conviene convocar a la razón para que nos asista. Esta, luego de protestar por tener que trabajar, pasará lista de números, o calles, o fechas, o lugares que nos puedan resultar familiares y fáciles de asociar, para así escoger una clave con las características solicitadas y que sea localizable sin problema en la memoria para otra oportunidad. Cuando optamos por poner cualquier número azarosamente y de forma inmediata, la próxima vez que precisemos de la máquina bancaria lo vamos a padecer.

¿Subo al octavo piso por la escalera o espero el ascensor que está muy demorado? Esta no debiera ser una acción automática. Es preferible chequear antes las ganas que tengo de hacer esfuerzos o si prefiero tomar el ascensor aunque me atrase. Si harto de esperar me lanzo a subir los ocho pisos guiado sólo por el fastidio, puedo encontrarme en el cuarto piso, sofocado, sin fuerzas para mover un pie más, todo desalineado y transpirado.

Eso no es muy distinto a cuando contestamos ofensivamente sin pensar en el daño que puede acarrear. Somos obedientes al impulso de nuestro enojo. Si en un instante de lucidez, antes de lanzarnos, convocamos a la razón, seguro que nos va a proporcionar una respuesta más sabia que un improperio. Las decisiones que surgen de una consideración más intensa suelen aportar más valor, ser más confiables.

En lo cotidiano resolvemos infinidad de cuestiones sin pedir asistencia a la razón, y nuestra respuesta inmediata muchas veces resulta acertada. En su origen, el hombre basó su supervivencia en su instinto; cuando presentía que podía ser el almuerzo de alguna bestia de mayor envergadura, no dudaba en correr y protegerse. A medida que su cerebro tuvo un mayor desarrollo y contó no sólo con su instinto sino también con su razón, comenzó a evolucionar de forma diferente a los demás habitantes de la Tierra, a los que pudo ir conociendo y dominando. Quedó pendiente domar su temperamento y conocerse a sí mismo.

Tomemos el siguiente ejemplo de un buen uso de la respuesta instintiva o cuando, en su defecto, debemos dudar de ella e invocar a la razón…

Juan y Pedro formaron una sociedad. Juan tiene el 70% de las acciones, y Pedro, el 30%. Reparten ganancias, y Juan, con su 70%, se lleva 70.000 pesos. ¿Cuánto le corresponde retirar a Pedro por su 30%?

Antes de continuar, diga su respuesta…

Es muy posible que la cifra del lector no se aparte de la mayoría de los resultados que recibo en los talleres de Negociación donde realizo esta pregunta. Luego de una sencilla operación, nos damos cuenta de que si Juan, con su 70%, retira 70.000 pesos, Pedro, con el 30%, deberá retirar 21.000 pesos. Problema resuelto a través del pensamiento inmediato, lógica simple.

Para verificar que la respuesta es correcta, reformulamos la primera pregunta por esta otra: Pedro, con su 30%, retira 30.000 pesos. ¿Cuánto debe retirar Juan, que tiene el 70%?

Aplicando el mismo procedimiento, nos da que Juan, poseedor de la mayor parte, ¡retiraría 21.000 pesos! ¡A la vista salta el error! No es posible que el socio con menos acciones retire más plata que el otro con más acciones. Alguna falla tiene esta forma de pensamiento automático.

Volviendo a la pregunta primera, si repartimos según el primer resultado, Pedro saldría perjudicado en 9.000 pesos. Para tener la cantidad correcta, la inmediatez de nuestra mente no puede darnos el resultado si no nos asiste un pensamiento más profundo que nos permita ver que debemos aplicar una regla de tres simple para alcanzar la distribución acertada. Si a Juan le corresponden 70.000 pesos por su 70%, y Pedro debe cobrar el 30%, la cuenta sería: (30 x $70.000) / (70 x 100). El resultado correcto es 30.000 pesos.

En esa lucha entre la decisión más objetiva pero lenta y la que surge casi sin pensar, solemos dejar la reflexión para aquello que nos despierta alguna alerta o desconcierto. Si nada de eso ocurre, nos guiamos mayormente con las respuestas inmediatas.

La solución rápida asoma más atractiva; la otra toma tiempo, requiere más datos, pone en duda a veces nuestras convicciones. Daniel Kahneman, Premio Nobel de Economía, en su libro Pensar rápido, pensar despacio describe esta funcionalidad como Sistema 1 y Sistema 2, y los refiere del siguiente modo:

El Sistema 1 opera de manera rápida y automática, con poco o ningún esfuerzo y sin sensación de control voluntario. El Sistema 2 centra la atención en las actividades mentales esforzadas que lo demandan, incluidos los cálculos complejos. […] Como el Sistema 1 opera automáticamente y no puede ser desconectado a voluntad, los errores del pensamiento intuitivo son muchas veces difíciles de prevenir. Los sesgos no siempre pueden evitarse, porque el Sistema 2 aletargado no llega a tener indicio del error.3

Nuestra mente no para de pensar casi en ningún instante, todo el tiempo estamos elucubrando algo, viajemos en colectivo o estemos en la fila de la farmacia. Leemos todo cartel que se nos cruza, adjetivamos a quien nos pase delante (“qué flaco”, “qué buena está”, “qué petiso”, “se parece a mi tío Beto”), repasamos lo que nos sucedió o imaginamos lo que nos queda por hacer. Nuestra mente es una trabajadora incansable, no da tregua. Infinidad de escuelas intentan con poco éxito que el hombre pare de pensar, aunque sea unos pocos segundos, y recupere la vibración universal a través de mantras, pero nuestra cabeza es muy inquieta, con eso no se distrae, se calla sólo un instante y comienza su parloteo nuevamente.

Cuando escuchamos una plática seductora, nuestro estado de asentimiento aumenta, funciona el automático, salvo que de repente percibamos algo que nos resulte inverosímil, por ejemplo, que alguien caminó 800 kilómetros en un día; eso nos alerta y comenzamos a repensar todo lo escuchado, la confianza se desvanece.

Si percibimos coherencia en los actos o dichos de otro, nos relajamos; la incoherencia, en cambio, nos alerta. El timador no deja que su propuesta desentone, y lo hace a través de un discurso bien consolidado. De esa manera, nuestro sistema 1 se mantiene tranquilo y no huye desconfiado a pedir ayuda al sistema 2, el único capaz de cuestionar aquello discordante y dar por tierra con las intenciones del embustero.

Las decisiones razonadas que tomamos en la vida cotidiana, tales como hacer una dieta, muchas veces se frustran porque nuestro automatismo se las lleva por delante. La satisfacción inmediata de comerse ya un postre de chocolate sucumbe ante la pensada decisión de vernos con algunos kilos menos pero dentro de cuatro o cinco meses; tomar alguna copa extra es más tentador que abstenerse por razones de seguridad, igual que contestar inapropiadamente en una disputa sin reparar en lo dicho.

La mayor culpable es “la tentación”. Perturba a la razón para guiarnos, a menos que tomemos conciencia y tengamos la disposición de frenar esos primeros impulsos para que la sensatez tome las riendas.

Capítulo 2. Por principios o por formas

Juez:–Dígame, ¿por qué le pegó tres tiros a su suegra?Acusado:–Porque no tenía más balas, señor juez.

El otro piensa, actúa y siente de manera diferente a nosotros. A pesar de saberlo, nos frustramos cuando vemos que sus intereses y objetivos no coinciden con los nuestros, que no nos conforman ni satisfacen las mismas cosas. Por lo tanto, nos queda disgustarnos llevando al fracaso muchos emprendimientos. Nos olvidamos de que si el hombre subsistió en la naturaleza no fue porque hizo cambios en las inclemencias climáticas, sino porque se esmeró en adaptarse.

Esteban, participante en uno de los talleres de Negociación que dicto, relata que hasta el día de hoy se encuentra con media cocina y baño destruidos a causa de una reforma que quedó inconclusa. El albañil que contrató para hacerla, por tomar el trabajo, le pasó un precio mucho más bajo que el resto. Durante las primeras dos semanas, trabajó rápido y muy bien, cobraba los viernes por los avances realizados. El tercer lunes se presentó y le planteó a Esteban que a ese precio no podía continuar, que le habían ofrecido otro trabajo donde ganaría más y dejaría la obra a menos que le reconociera un aumento en los valores. Si no lo hacía, consideraba que entre lo hecho y lo pagado estaban a mano.

Esteban no podía creerlo, habían concertado un precio, era indecoroso lo que pretendía. La mujer de Esteban también se hizo eco de su cólera, lo sintió una estafa. No iban a ceder, tenían principios, este hombre se había comprometido y debía terminar su trabajo. Ante la negativa de aumento, el albañil no apareció más.

Es cierto que había dado su palabra, pero la realidad y las consecuencias se imponen a lo que debiera ser. De existir un contrato, tal vez podría haberse previsto alguna sanción por incumplimiento, si de la otra parte hubiese habido alguien solvente, pero no había nada.

El tiempo pasó y Esteban no consiguió a nadie que se hiciera cargo de la reforma por el valor que pretendía, ni tampoco pagando un poco más, y vivir con cocina y baño destruidos resulta un tanto incómodo.

La incógnita es si lo que generó este disparate a la familia fue un tema de principios o de formas. Le pregunté a Esteban:

–¿Qué hubiera hecho si el albañil le hubiese dicho que había aceptado ese precio porque estaba sin trabajo, pero con lo que ganaba no le alcanzaba para cubrir lo mínimo para su familia, y aunque sabía que era pésimo aumentar un presupuesto ya dado, precisaba hacerlo para continuar; que su obligación era con sus hijos y esa plata no le alcanzaba, por eso le pedía que lo comprendiera?

Esteban pensó unos instantes y me contestó:

–Bueno, seguramente si me lo hubiese planteado de esa manera yo lo habría considerado y no me hubiese sentido ultrajado; posiblemente hubiésemos llegado a algún arreglo.

–Y posiblemente hoy vos y tu familia estarían disfrutando de la cocina y el baño terminados, sin pasar por las angustias que tienen ahora –agregué.

–Seguramente –Fue su contestación.

–Deduzco entonces –repuse– que se trató de una cuestión de formas más que de principios. Si el albañil te lo hubiese planteado de una mejor manera, no estarías viviendo así.

–Bueno, no es tan así, quizá yo… –Se quedó pensativo.

Entonces continué:

–¡El tema es que te confrontó! Y en pocos instantes evaporó tu capacidad de reflexionar sobre las consecuencias de desprenderte de un hombre que te había destruido media casa, aunque si se iba tu familia viviría en condiciones muy desagradables, en una casa medio destruida.

Esteban, con enojo, dijo:

–¿Acaso él no es culpable de no tener palabra? ¿Acaso no merece saber que no puede hacer con otro lo que se le antoja?

–Reconozcamos que es culpable de no mantener su palabra, pero el que sufre las consecuencias ¿quién es? Te interesa en la vida tener un papel de educador universal para enseñar a cada uno cómo debe comportarse. Con esta experiencia a cuestas, viviendo sin baño ni cocina, si hubieras podido interrumpir en ese momento la charla, darte tiempo para reflexionar, decirte incluso lo que él con sus formas no pudo expresarte, de haber pensado en las consecuencias que hoy soportan todos los tuyos, ¿cuál hubiese sido tu respuesta?

Esteban me miró, miró al resto del grupo, respiró profundo y dijo:

–¡El trabajo estaría terminado! ¡Vivir como vivimos es un tormento!

Nuestra inconclusa Babel interior produce lo que la Biblia relata como el éxito de “que ninguno entienda el habla de su vecino”. Esa frustración estimula a agudizar o eternizar los conflictos más que a concluirlos.

Oscar Wilde escribía: “Conocemos el precio de todas las cosas y el valor de ninguna”. Una vida de conflictos nos aleja de cualquier felicidad. A pesar de ello, podemos constatar que ese estilo forjó una adicción que algunos no pueden frenar. No conozco a nadie que conscientemente diga “me encanta vivir de forma complicada”, de seguro va a tener justificación de todo su accionar echándoles la culpa a su destino o a los que lo rodean.

Forzado a padecer

El mito de Sísifo narra el infortunio al que está condenado este personaje mitológico: arrastra durante toda la eternidad una enorme piedra hasta alcanzar la cima de una montaña, y una vez que llega, la piedra vuelve a rodar implacablemente hacia abajo y nuestro personaje debe comenzar su interminable peregrinar de llevarla hasta la cima otra vez.

Sísifo personifica al mito del hombre moderno que consume su vida en conflictos innecesarios por carecer de recursos para desligarse de esa condena y cambiar ese destino absurdo. Antes de finalizar un conflicto, ya comienza a darle vida a otro. Esa es la característica de la tragedia: cuando se sale de una, ahí nomás arranca otra.

Vivir implica pasar situaciones dramáticas, no hay alternativa. Pero lo distintivo está entre los que no permiten que sus dramas se transformen en tragedias, que no son consumidos por la dificultad que los asola, se esfuerzan por sobreponerse al trance que les toca para así seguir proyectando su energía en propósitos de buen vivir. Por el contrario, pegados a un discurso reiterativo de las penurias, transformamos nuestra vida en tragedia.

¿Qué caracteriza a las tragedias griegas? Sus protagonistas no encuentran un final a sus pesadillas. La lucha continúa contra una fuerza que pareciera sobrenatural, un destino marcado, monstruos, dioses, ellos mismos. El desenlace es fatídico y terminan en la muerte o con una vida miserable: Edipo Rey, Antígona...

Machacar con la queja nos conduce a otra historia mitológica que suele reflejar a los que tienen la lamentación como único discurso para no superar su circunstancia. Es el mito de la bella y joven Eco, una ninfa de los bosques, parlanchina y alegre. Su charla incesante entretenía a Hera, esposa de Zeus (padre de los dioses griegos). Este aprovechaba esos momentos en que Eco entretenía a Hera para mantener relaciones extraconyugales.

Cuando Hera se dio cuenta de los engaños de su marido, se desquitó con Eco y la condenó a que sólo repetiría el final de las frases que escuchara sin hilvanar ninguna otra conversación. Avergonzada, Eco abandonó los bosques que solía frecuentar, recluyéndose en una cueva cercana a un riachuelo. Repetía las mismas palabras una y otra vez, un discurso monótono y desgastante. Terminó consumida por sus penas.

Resulta imposible escuchar del eco otra cosa. Reitera, aburre, cansa. Igual que el personaje, el quejoso queda aislado en su sórdido mundo incapaz de romper ese hechizo.

Trocar dramas en comedias

Las comedias son obras dramáticas cuyos desenlaces intentan ser felices, en tanto que en las tragedias no hay finales felices. La vida, tal como la conocemos, es ese espacio que transcurre desde nuestro nacimiento hasta la muerte; atravesaremos sin duda dificultades que buscaremos superar para que nuestro balance en la vida esté compuesto por mayores momentos de plenitud que de desolación. Sin el recurso de colorear nuestras penurias, perpetuaremos la aflicción y el desconsuelo.

Las ciencias, igual que los oscurantistas, ofrecen soluciones para paliar nuestras penas. Podemos elegir la que más nos gusta. A veces alcanza tan sólo la palabra de un amigo que nos alienta a despegarnos de algo; en algunas ocasiones es el paso del tiempo; en otras, es un profesional el que nos guía, o alguna creencia en una espiritualidad la que nos dejará ver el otro lado del camino.

No confío en algo que ofrezca una solución universal para todo y para todos; sí estoy convencido de que hay una oportunidad de obtener una vida más fructífera. De todas formas, muchas son las veces en que no podremos evitar encontrarnos en medio de alguna situación complicada sin ver ninguna salida. Es en tales momentos cuando las mentes más o menos equilibradas toman conciencia de que eso no vino para quedarse, y como recomienda un amigo cuando está en un mal momento: “Hasta que pase esta desgracia, lo mejor es sentarme, esperar y no hacer nada”.

Capítulo 3. Barreras bajas

El capitán del Titanic está en su camarote cuando llega un marinero muy nervioso y le dice:–Mi capitán, tengo dos noticias, una buena y otra mala.–¿Cuál es la mala? –pregunta el capitán.–Que nos vamos a estrellar contra un iceberg.–¿Y la buena?–¡Nos van a dar nueve Oscars...!