Otra mujer - Florencia Alvarez - E-Book

Otra mujer E-Book

Florencia Alvarez

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Beschreibung

"Después de una sobredosis que casi la mata, Emilia despierta en un centro de rehabilitación. Tiene veinticinco años, se lleva mal con la madre, ahuyentó al amor de su vida y está enojada con el mundo. Belén se dedica en cuerpo y alma a su profesión. Es psicóloga, tiene treinta y ocho años, carga con un divorcio que todavía lamenta y se encierra en sí misma para no sufrir. Cuando se encuentren, algo cambiará para siempre en la vida de estas dos mujeres, a las que las une un lazo misterioso. El primer encuentro es algo áspero. Emilia no colabora en la terapia grupal que reúne a varios jóvenes en rehabilitación. Pero Belén no se da por vencida y le hace un regalo: un cuaderno donde pueda contar su historia y sus pensamientos, hasta que venza la resistencia de hablar en sesión. Cada una, a partir de las conversaciones que mantienen, irá repensando su propia historia, la relación con los padres y, sobre todo, el amor. Gracias a ese lazo que las une, Belén y Emilia se abren, se animan a expresar los sentimientos y a mostrarlos. Cada una a su tiempo retomará el contacto con el amor que perdieron: Emilia con Thiago, el joven adorable que nunca dejó de amarla y ocuparse de ella, y Belén con Sergio, su exmarido, que está a punto de ser padre con Otra mujer, pero nunca la olvidó. El destino juega sus cartas y todo se acomoda. Emilia no solo se recupera de su adicción y Belén sana su historia, sino que las dos tienen una segunda oportunidad en el amor, forman una red de amistad y familia y se transforman en las mejores versiones de sí mismas."

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Ahí están tus miedos, míralos.

Anímate a verlos de frente, para que pierdan poder.

Los vencerás.

Eres valiente

Y no estás sola.

Activa tu fuerza interior,

Ese fuego secreto que solo tú conoces.

Y ponte en movimiento.

Resplandece.

Es tu momento.

Soy

vera.romantica

vera.romantica

A Claudia y Sergio, porque los busco en todos los libros que leo y no encuentro un amor tan grande como el suyo.

Enamórate de ti, de la vida. Y luego, de quien tú quieras.

Frida Kahlo

Capítulo 1

Nuevo comienzo

El tiempo sigue su curso. Los días se suceden sin inmutarse. La luna reemplaza al sol y viceversa, incluso cuando algunas personas no logran seguirlos, aquellas con el corazón roto, aquellas que sufren un duelo o, quizás, las que se encuentran dormidas bajo el efecto de un sedante en una camilla. Este es el caso de Emilia, que mezcla el padecimiento de estos tres motivos.

Su cuerpo reposa en la camilla, mientras su mente se encuentra en algún lugar perdido, que no puede identificar. A Emilia la habían llevado al centro de rehabilitación la noche anterior. Estaba dormida. Un muchacho desesperado la cargaba en brazos.

Belén Martínez recorría los pasillos, perdida en sus pensamientos, cuando le anunciaron que tenía una nueva paciente. Ya la habían puesto al tanto de las condiciones: 25 años. Primera sobredosis. Demasiadas sesiones de terapia infructuosas. Según su historial médico, era una chica difícil de domar.

Era una psicóloga de renombre. Había dedicado su vida a la atención de sus pacientes, quizás demasiado. Cargaba un divorcio a cuestas y una culpa que no le permitía dormir en paz. Había cambiado la vida tranquila en su hogar, con su esposo, para vivir encerrada entre las paredes del centro de rehabilitación. La mente de las personas siempre será un enigma y Belén se creía invencible cuando de esta clase de acertijos se trataba. Sabía leer a las personas, era un don. Eso fue lo que la impulsó a comenzar sus estudios en la universidad.

Entró en la sala de enfermería en el momento en que su nueva paciente ya había despertado.

Emilia Riera se había encontrado con la muerte y le había hecho frente la noche anterior. La vida le ofrecía una segunda oportunidad. ¿La tomaría? También se preguntaba si sería capaz de hacerlo. Ordenar el caos que había ocasionado era la tarea más difícil.

Observaba la ventana con vistas al jardín, con la mirada perdida. Laura, la enfermera, señaló a Belén la camilla correspondiente a la paciente. Con un gesto le dio a entender que Emilia aún no había hablado con nadie; se negaba a hacerlo.

La mente de Emilia divagaba por lugares insólitos. Las caras de sus padres se le presentaban para infundirle la culpa que sentía, y la última imagen que había visto al caer rendida, sobre el frío suelo de su apartamento en la Recoleta, la perseguía. La cara de Thiago se veía desdibujada en la pantalla de su celular; había intentado llamarlo cuando se percató de que probablemente no despertaría jamás, pero sus dedos no se movían a la orden de su cerebro; al contrario, se mantenían estáticos. Emilia había asumido que iba a morir, por eso la sorprendía estar despierta, viendo el primer sol de la mañana que se colaba por esa ventana y la molestaba con su resplandor.

La licenciada Martínez se acercó lentamente hacia la camilla, no quería hacer ningún ruido que interrumpiera el letargo en el que estaba sumida su paciente. Cuando se sentó a su lado, la mirada de Emilia la obnubiló. Se destacaban sus ojos de un azul cielo bajo la espesa capa de pestañas que parecían enmarcarlos. Esa mirada le recordó a Sergio y la garganta le jugó una mala pasada.

–Buen día, Emilia. Soy Belén Martínez, la psicóloga que va a ocuparse de tu caso –dijo Belén, con la voz modificada por la sorpresa ante esos ojos que la miraban expectantes.

–¿Qué día es? –preguntó Emilia, sin apartar la mirada del sol brillante que le daba la bienvenida a su segunda oportunidad de vivir.

–Cuatro de febrero. Has llegado la noche anterior. ¿Sabes lo que te ocurrió?

–Sí –respondió, mientras las imágenes se sucedían en su mente como una película–. Tuve una sobredosis. Pero no sé cómo llegué hasta aquí.

–Te trajeron luego del lavado gástrico que te hicieron en la clínica.

–¿Mi madre?

–No lo sé. Acabo de llegar –Belén lo decía sinceramente–. Me han dicho que no querías hablar con nadie.

–No podía –corrigió Emilia. Nuevamente su mirada se perdía en el amanecer.

–¿Por qué?

–No puedo ordenar lo sucedido en mi cabeza y eso me altera.

–Te altera perder el control –observó Belén.

–En realidad, no. Me altera sentirme desorientada, vulnerable. He perdido el control tantas veces que también perdí la cuenta –dijo, esbozando una sonrisa irónica.

–¿Y has logrado ordenar los hechos?

–Un poco. Recuerdo el momento en el que caí e intenté llamar a mi nov... –se corrigió antes de terminar la oración–. A mi exnovio, para que viniese a ayudarme.

–¿Lograste comunicarte?

–Perdí la conciencia antes. De todas formas, es lo mejor –dijo, pensando en voz alta–. No me gustaría involucrarlo en lo que me sucede. No es parte de mi mundo.

–Pero fue tu novio... –objetó Belén, intentando entender.

–Pero nunca lo comprendió. Es un chico normal.

–¿Tú no eres normal?

–Estoy rota. Con fallas de fábrica. –Emilia recuperaba el tono irónico que utilizaba para escapar de situaciones incómodas.

–Comprendo. Retomaremos la conversación en mi consultorio.

–Ansío ese momento.

–Se te da bien la ironía.

–Es un don.

Belén se levantó de su sitio y se acercó a Laura.

–Ubícala con De Luca cuando deba irse. Se me ocurre que podrá ayudarla –dijo, en un susurro en su oído.

–Había pensado lo mismo –Laura no se dedicaba a la atención mental de pacientes, pero luego de tantos años trabajando allí, había logrado entender algunas cosas.

Emilia disfrutaba del silencio. Llevaba una vida caótica, de demasiados excesos, y los ruidos eran parte de su vida. Su mente nunca se encontraba en paz, no podía apreciar el sonido mudo del silencio. Cuando la psicóloga abandonó la sala, Emilia deseó romper a llorar, anhelaba un abrazo, una voz que le dijera que todo iba a estar bien. Pero sabía que eso no iba a suceder, no había ninguna voz interesada en rescatarla de su propio abismo, ella se había ocupado de alejar de su vida a todas las personas que amaba.

–¿Cuánto tiempo más tendré que quedarme aquí? –le preguntó a la enfermera. No quería parecer desesperada, pero lo estaba. Perdía el tiempo en esa camilla.

–Ni siquiera comenzó tu tratamiento –le respondió Laura en tono conciliador.

Emilia volvió a su estado de mutismo. No quería hablar con nadie, simplemente quería volver a su hogar, que estaba plagado de recuerdos felices.

Belén se dirigía al despacho de María, la directora del centro, para informarle el estado de su nueva paciente.

–¿Cómo la has encontrado? –inquirió María.

–Como todas las personas recién ingresadas. Asustada, pero camuflándolo con una dosis de cinismo –respondió Belén–. Será difícil, pero no imposible. Lo oculta, pero sé que desea sanar.

–Belén, nos pagan una fortuna por la salud de esta chica. No me defraudes.

–Por supuesto que no lo haré –dijo Belén, hastiada con que todo lo que sucedía a su alrededor se resolviese con dinero.

Llevaba una vida tranquila. Amaba su trabajo y la libertad que le brindaba. Pero extrañaba su antigua vida. Deseaba con ansias tener un marido que la esperase con la cena lista, que le preguntara sobre su día y con quien compartir sus miedos. Anhelaba unos brazos que la cobijaran, que la hicieran sentir en casa.

Su vida había sido dura. Una niña que había visto demasiado: los ojos de su madre hinchados por el llanto, las aureolas violetas alrededor de esos ojos, los abusos, la violencia de su padre. Un padre que jamás le dio un abrazo, que nunca la tomó en brazos ni la llevó a jugar a la plaza. También vio demasiado de adolescente: tenía diecisiete cuando su padre abandonaba la casa, escoltado por la policía. Esa vez la golpiza había sido brutal y su madre pasó un mes completo internada, bailando entre la fina línea que forman la vida y la muerte.

Cuando Belén tuvo la edad suficiente, comenzó sus estudios de psicología en la Universidad de Buenos Aires. Allí conoció a Sergio Vitali, se enamoraron con la primera mirada, por muy irreal que eso le pareciera ahora. Se casaron y disfrutaron de quince años extremadamente felices. Pero un hecho por el cual le costaba conciliar el sueño había roto ese matrimonio que la hacía feliz. Quizás se podría decir que hoy esa felicidad se había esfumado completamente, se sentía desdichada, pero sabía ocultarlo muy bien. Tan bien que se convencía a sí misma de que no necesitaba de un hombre para ser feliz, con su independencia bastaba.

Emilia seguía en la camilla de la enfermería, perdida en recuerdos.

Su vida no había sido fácil. El mundo que la rodeaba creía que lo tenía todo, pero le faltaba lo más importante: amor. Su padre la amó, de ello no tenía dudas, pero la ausencia materna se volvió insoportable en su juventud. Fue una niña feliz durante doce años, hasta que sus padres decidieron divorciarse. No importaba que la pequeña Emilia tapase sus oídos con fuerza, los gritos de sus padres la perseguían por cada rincón de la enorme propiedad. Luego, su madre se convirtió en el monstruo que se escondía debajo de la cama, cuando era una niña. Una capa de superficialidad había cubierto el corazón de aquella bellísima mujer. No se preocupaba por su hija, discutían a menudo e, incluso, llegó a golpearla en varias ocasiones. Por supuesto que Emilia se sentía en la obligación de anestesiar tanto dolor. Y en el peor momento, apareció el hombre que terminó de destruirla, que le facilitó la droga que la había llevado al estado deplorable en el que se encontraba, que jugó con su corazón hasta romperlo y que le hizo las peores cosas que se le pueden hacer a un ser humano, sin importarle ni un poco. Pero luego llegó Thiago a su vida y Emilia se ocupó de destruirlo.

Al final, las dos mujeres que se habían conocido hacía unos escasos minutos no eran tan distintas. Ambas estaban en busca de un nuevo comienzo, aunque aún no fuera tan claro ante sus ojos.

Capítulo 2

¿Estás perdida?

Tenía doce años cuando sucedió. Habían transcurrido ya trece de esa fatídica noche, pero, de todas formas, seguía doliendo como el primer día. Especialmente ahora, que su padre se había ido.

Su madre salía hecha una furia de la habitación matrimonial. Cargaba una maleta a medio cerrar, con pertenencias que se desperdigaban por todo el suelo, creando una triste analogía de lo que pasaría en el futuro. La vida de cualquier persona se podía derrumbar en segundos, como lo estaba haciendo la ropa de su padre. Se caía y se convertía en algo arrugado, sobre un piso frío, que daba la sensación de completa soledad.

Emilia tenía doce recién cumplidos. Sus padres no podían pretender que entendiese a la perfección lo que sucedía, pero tampoco podían explicárselo. Era solo una niña. Entonces, esa niña vio proyectado su mayor miedo delante de sus ojos. El mundo dejaba de girar, al tiempo que su pequeña vida se desmoronaba.

Los días pasaban. Emilia extrañaba su antiguo hogar, la casa pequeña en donde se había criado. Que, sin importar su tamaño, albergaba amor. Ahora, las paredes irradiaban frío, el aire se sentía tan gélido que podía perforarle los pulmones. La tristeza se había instalado en su pecho, para montar guardia ahí, y parecía que no se iría jamás. Su madre era una incógnita. Estela se mantenía tan perfecta como siempre. No había derramado una sola lagrima, no se le había arruinado su impoluto maquillaje. Y Emilia seguía pensando en todo lo que había escuchado esa noche, sin entender cómo el castillo se podía caer tan fácilmente, con un simple grito.

De repente, tan rápido como en un parpadeo, había dejado de ser la niña alegre que todos conocían. Sus amigos ya no le importaban, incluso comenzó a aborrecer las reuniones numerosas. Se sentía atrapada entre tanta gente feliz, y no entendía por qué ella tenía que atravesar tanto dolor. La magnitud con la que sienten los niños es aún más imponente que la de los adultos. Y Emilia lo sentía todo como cuchillos en la piel. En el colegio comenzaron a alejarse de ella. Además, decidió dejar de practicar los deportes con los que llenaba su semana. Estela no se daba cuenta, su hija había sido desplazada, como para todo el resto del mundo. Su padre no podía llamarla, lo tenía prohibido. Estaba completamente sola y era extraño ver cómo, con tan solo doce años, se sentía cómoda en esa soledad, se regodeaba en ella.

Mientras una niña pequeña sufría en una mansión, una mujer adulta, al otro lado de la ciudad, era feliz. Belén Martínez había dejado atrás todo rastro de desdicha. Ya no veía las heridas de su madre, ya no se asustaba escuchando los pasos de su padre. Se refugiaba en un hombre que supo darle todo lo que ella no conocía. Le mostró un mundo donde la felicidad era posible y el amor era sano.

Sergio la observaba ir y venir alrededor de su nueva casa. Acomodando adornos, colgando nuevas fotos. Y, lo más importante, sonriendo. Él también era feliz. La vida les sonreía a ambos. Pero era la calma que precedía a la tormenta. Por supuesto que ellos no lo sabían. Y a veces no hay nada mejor que la ignorancia.

Al comienzo, sucedió como un simple hecho extraño. Sergio vio que Belén recibía un llamado y decidió atenderlo en la habitación. No le prestó demasiada atención, nadie lo hubiera hecho. El problema llegó después, cuando atravesó el living con el rostro bañado en lágrimas y el teléfono aún pegado a su oreja, a pesar de que la persona al otro lado ya había colgado.

Su padre había muerto, solo, encerrado. En la cárcel. Belén había abandonado toda posibilidad de saber algo sobre su vida. Cambió su número para que nadie de su entorno pudiera contactarla y, en lo posible, fingió que nada sucedía, que su padre había muerto años atrás. Sin embargo, la sorpresa no dejó de conmocionarla cuando, a través de esa llamada, descubrió que él había salido de la cárcel, pero volvió al cabo de un año. Se lo acusaba de asesinar a su segunda esposa. Más vidas arruinadas, una culpa que no la dejaba respirar la invadía. Se planteaba si podía haber hecho más, si debería haber mantenido el contacto con los abogados, para que ese hombre nunca saliera de allí. Sergio intentaba consolarla, pero era en vano. Su esposa, la mujer que solía conocer, comenzó a cerrarse. Lo que él no sabía era que, tal vez, no volvería a abrirse.

Belén necesitaba aire. El apartamento se hacía minúsculo a su alrededor y la dejaba sin respiración. Sin pensarlo demasiado, tomó las llaves y abandonó su hogar, sin voltearse a ver a Sergio, que seguía sin entender del todo el motivo del llanto incesante de su esposa.

Llegó al parque más cercano que encontró. Ni siquiera se percataba del sitio a donde sus pies, que parecían tener vida propia, la llevaban. Caminaba sin rumbo fijo, observando la vida a su alrededor. Pensaba si alguna de las personas que caminaban sonrientes por el mismo camino que ella habían vivido una situación traumática, si alguna conocía a la mujer asesinada, si alguien era hijo de esa mujer y se sentiría tan mal como el día que tuvieron que llevar a su madre a la clínica.

Se sentó en una banca, completamente sola, escuchando el caos de sus pensamientos, los mismos que le decían que podría haber hecho más. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Si era una niña cuando descubrió al hombre que se ocultaba detrás de la máscara pacífica de su padre, si no entendía muy bien por qué su madre siempre aparecía lastimada. Cuando llegó la adultez, con la muerte de su madre, reparaba en el hecho de que las personas que la habían traído al mundo ya no estaban, eran solo un recuerdo.

Despertó de su ensimismamiento al ver que una chica se había sentado a su lado. Con un pulcro peinado y su uniforme de colegio, la miraba con unos ojos tan azules como el cielo.

–¿Por qué estás tan triste? –le preguntó.

–No lo estoy –dijo Belén, con una sonrisa fingida.

–Yo sí. –La muchacha había concentrado toda su atención en sus pequeños pies, que no dejaban de moverse en el aire.

–¿Dónde están tus padres?

–No lo sé. –No lo decía con miedo ni tristeza, solo indiferente.

–¿Estás perdida? –Belén comenzaba a preocuparse. De repente su tristeza se había desplazado.

–No. Vivo a unas cuadras.

–¿Y tus padres no están en casa? –Belén estaba confundida.

–Mi padre se fue y mi madre debe estar trabajando. –La chica se encogió de hombros–. Gritaban mucho.

–¿Por eso estás tan triste? –Belén comenzaba a entenderlo todo. El corazón se achicaba en su pecho, mientras se veía reflejada en la pequeña.

–No tanto. Estoy triste porque en mi casa hay mucho silencio. Me asusta.

–A veces es bueno –dijo Belén.

–Creo que no me gusta.

–Vamos. Te acompaño a tu casa.

–¿Y tú por qué estás triste? –replicó la niña.

–Mis padres también se fueron.

La niña no respondió y comenzó a caminar rumbo a su casa. Belén la seguía, le daba miedo que anduviera sola por las calles. La pequeña no dejaba de pensar. Ella podía sentirse triste por sus padres, tenía solo doce años. Pero se preguntaba si las personas con la edad de aquella mujer también deberían entristecerse por sus padres.

Lo que esa niña no sabía era que Belén tenía la misma edad que tendría ella cuando su primera sobredosis la dejara al borde del abismo, porque su padre se había ido, definitivamente.

Capítulo 3

¿Cuál es tu mayor miedo?

La terapia grupal no funcionaba con Emilia. Era evidente que no se sentía cómoda hablando con otros sobre las cosas que la aquejaban. Sentía que, a diferencia de las personas que con las que compartía la sala, ella no tenía ningún problema. No usaba las drogas para escapar de ninguna realidad, sino porque se sentía bien con el subidón de adrenalina. Y punto. Se mostraba arisca y ausente en las charlas grupales. No participaba, se limitaba a observar. Ni siquiera escuchaba con atención las fatídicas vidas que se relataban a su alrededor. Lo poco que oía le causaba una risa que no podía refrenar y, con el correr de la semana, eso provocó varias discusiones con sus compañeros de terapia. No le importaba. Pensaba irse rápido de ese lugar.

Belén presidía esas charlas, pero prefería que los pacientes tomaran de a poco el control y se atrevieran a hablar. Notaba que Emilia Riera no participaba, que se mostraba hiriente con los demás y se reía de muchas intervenciones. En menos de una semana, entendió que con ella debería hacer primero una terapia individual.

Ese día, Lucía De Luca tomó la iniciativa y empezó la reunión.

–¿Cuál es su mayor miedo? Y no me refiero a algo así como la oscuridad. Un miedo real. Por ejemplo, el mío es a salir de aquí.

–¿Quién tendría miedo de irse de aquí? –dijo Emilia, divirtiéndose con la intervención de su compañera–. Sería peor quedarnos demasiado tiempo.

–Fantástico –dijo Lucía, sonriendo–. Ese es tu mayor miedo. ¿Alguien más?

–Comparto tu miedo, Lucía –dijo Agustín, un chico extrovertido que siempre intentaba hacer reír al resto. Sin embargo, esta vez estaba demasiado serio–. Muchas veces me pregunto si lograré resistir allá afuera. Si podré reinsertarme en la sociedad, como un chico normal.

Emilia paseaba su mirada entre los rostros de sus compañeros, que miraban embelesados a Agustín, asintiendo lentamente con la cabeza. Podía entender lo que decía el chico y no lo juzgaba, pero le sorprendía esa increíble necesidad que tenían todos de convertirse en alguien que no existía, en una persona nueva. En su caso, no tendría sentido tratar de ser otra mujer. No podría presentársela a nadie, porque no había nadie que tuviese ganas de conocerla. Ya había hecho demasiado daño.

–Me llama la atención –Belén interrumpió la charla, con un tono de voz tranquilo y sin dirigirse a nadie en particular– el uso de la palabra “normal”. Todos hablan sobre ser personas normales, y me encantaría escuchar qué significado le da cada uno a la normalidad.

–Ir de traje a la oficina, tener una casa, un perro. Quizás, algún día, una familia. Tomar un trago con amigos de vez en cuando, sin necesitar nada más. Lo normal –dijo Agustín, con una sonrisa.

–Y no haber tenido una infancia horrenda –aportó Emilia, por lo bajo.

Todos la escucharon sorprendidos. Por fin la nueva compartía algo en las terapias grupales. Comenzaban a ver qué había debajo de todas las capas heladas que llevaba encima.

–Una infancia feliz –dijo Lucía, reflexionando en voz alta–. Todo hubiera sido muy distinto con una infancia feliz.

Todos asentían lentamente. Belén los miraba, mientras hacía anotaciones en su cuaderno. Anotaba los progresos, ciertas palabras que había dicho cada uno y que quedaban resonando en su mente, y toda clase de datos que pudiera usar en las terapias individuales.

El grupo cayó en un mutismo aplastante. Los sentimientos llenaban todo de ruido, algunas lágrimas caían solitarias por ciertos rostros, pero el de Emilia se mantenía impasible. Algunos pacientes comenzaban a levantarse de sus sitios y Belén entendió que era momento de finalizar la sesión por esa jornada. A veces, podían extenderse por horas, pero en situaciones como esa, era cuestión de minutos para que los pacientes se agotaran y quisieran finalizar. Belén también se retiró lentamente, mientras Emilia y Lucía permanecían sentadas, mirando un punto fijo a través de la ventana.

La vida de Belén se sucedía sin demasiadas aventuras. Iba de su casa al centro y del centro a su casa. Ya no salía con sus antiguas amistades: todos se habían puesto del lado de Sergio luego del divorcio. No los culpaba, incluso ella estaba del lado de su exmarido cuando analizaba objetivamente la situación. La debacle en su matrimonio había comenzado mucho tiempo antes del divorcio. Belén ya no le prestaba atención, solo pensaba en sus pacientes; ya no quería tener sexo con él, incluso su sola presencia en la cama a la hora de dormir la agobiaba. Comenzó a prestarles atención a detalles nimios exclusivamente para discutir. Pasaron más de un año peleando por todo, desde la falta de atención de ella hasta el desorden de él. La situación era insostenible.

Sergio era el marido ideal. La dejaba ser, no imponía reglas ni prohibiciones, jamás le hacía escenas de celos y no desconfiaba de ella. Por ese motivo, calló sus sentimientos demasiado tiempo. Quizás era un tonto, pero estaba perdidamente enamorado de esa chica que había conocido a los diecinueve años y que había puesto su vida patas arriba. No quería ser psicólogo, pero empezó la carrera porque, si no lo hacía, debería trabajar en la fábrica de su padre. Su madre siempre decía que ella “no iba a mantener vagos”, repetía esas palabras hasta el cansancio. Estudiar o trabajar; en su familia no existía otra alternativa.

Transcurría 2005 cuando Sergio ingresaba por primera vez a la Facultad de Psicología en la Universidad de Buenos Aires. Mismo año, exactamente mismo momento en que también lo hacía Belén. Sergio la observó al bajar del autobús y su corazón se aceleró cuando descubrió que se dirigían al mismo sitio, tenía que ser obra del destino que incluso coincidieran en el aula de la primera materia.

Ella nunca se percató de la presencia de ese morocho de ojos claros que hacía que más de una chica se diera vuelta al verlo pasar. Belén solamente pensaba en estudiar, quería ser psicóloga desde muy pequeña y, por primera vez en su vida, algo salía de acuerdo a lo planeado.

–Hola. Disculpa, ¿me podrás pasar tus apuntes? Es que estuve un poco perdido –le dijo aquel chico que se había sentado a su lado, y que ella observó de soslayo cuando comenzó a bostezar, gesto que le pareció completamente irrespetuoso.

–Deberías probar con prestar atención, en vez de estar a punto de quedarte dormido todo el tiempo. –Así era ella, no tenía ninguna clase de reparo al momento de decir lo que pensaba.

–Es que no pude dormir en toda la noche debido a la ansiedad. –¡Gran forma de empezar, Sergio, mintiendo!, se dijo a sí mismo. La muchacha se sonrojó y le pareció aún más linda que antes.

–Perdón, yo también estoy nerviosa. No sé por qué te hablé así –dijo, claramente avergonzada–. Puedes fotocopiar mis apuntes. Vamos, que mi siguiente clase comienza en una hora.

Desde esa primera conversación, a Sergio no le quedaron dudas de cuánto le gustaba esa chica.

Comenzaron a cursar las mismas clases. Belén pensaba que era pura casualidad, pero Sergio había modificado todo su horario para cruzarse con ella. Sin darse cuenta, comenzó a apasionarse por esa carrera, pero por los motivos equivocados. Le encantaba escucharla hablar a ella sobre las materias que más le gustaban y sobre el tema que abordaría en su tesis. Y así, poco a poco, comenzó la relación.

Eran muy jóvenes, demasiado, en opinión de sus respectivas familias. Pero no pudieron separarse desde ese primer encuentro. Pasaron juntos quince años de su vida, hasta que Sergio no soportó más las ausencias. Se sentía desplazado, ya no quería escuchar las historias que ella le contaba, siempre hablando sobre algo nuevo en su trabajo. Incluso, comenzó a aborrecer todo lo relacionado con su profesión, no toleraba levantarse e ir a trabajar, porque todas esas mañanas en las que despertase para hacer algo con lo que ya no se sentía pleno, su esposa no estaría a su lado, con una sonrisa que aligerara el día. Su vida había cambiado. Fue una decisión sabia proponerle el divorcio. Y notó lo acertada que fue en el momento en que ella no manifestó ninguna emoción, quizás solo alivio, y eso rompió su corazón.

–Belén, tenemos que hablar –dijo Sergio aquel día, luego de cenar.

–Lo sé. Sé lo que me vas a decir y lo único que tengo para responderte es que tienes razón. –Intuitiva, así era ella.

–Me siento completamente desplazado. Tengo la impresión de que ya no te importo.

–No es así, Sergio. Me importas, y mucho. Simplemente, ahora tengo otras prioridades y no puedo darle a nuestro matrimonio la atención y dedicación que merece.

–Quiero tener un hijo –afirmó él, mirándola a los ojos. Y en el momento en que vio la angustia en su mirada, no le quedaron dudas: Belén ya no lo quería.

–Es una locura y lo sabes. En este momento, donde estamos completamente desencontrados, sería un desatino traer un hijo nuestro al mundo.

–Cambiemos, Belén, volvamos a encontrarnos. –La súplica se sentía en el tono de voz y en la desesperación con que sostenía sus manos.

–No puedo, Sergio. Ya no.

Y así terminaba todo, de esa forma se iban más de quince años a la basura y él ya estaba harto de luchar. Durante muchos años había encontrado amor en esos ojos que ahora lo miraban con pena y eso era algo que no podía soportar. Provocarle lástima a la mujer que amaba era su límite.

–Belén, no voy a luchar más.

–Es que ya no quiero que luches. Perdón, sé que es duro, pero me duele verte pelear contra molinos de viento y yo me siento distinta. Me siento ajena a este matrimonio.

–Pero tu trabajo no es rutina –dijo Sergio, no de forma hiriente, sino más bien como una afirmación cargada de angustia.

–No, es lo único que me hace sentir viva.

Ya no podía escucharla más. Que no se sintiera viva a su lado lo lastimó aún más que el desinterés. Belén, en cambio, se sentía aliviada. Nada le dolía tanto como hacer sufrir a esa persona que le había dado tantos momentos dichosos, pero ella ya no era la niña que se había enamorado de él. Era una mujer que se sentía completa consigo misma y, al mismo tiempo, rota por todo lo que había sucedido entre ellos en el último tiempo. Ya no podía sostener la farsa, ya no podía mentirle.

Ese mismo día, Sergio guardó todas sus cosas y se fue. La dejó sola en una casa que en ese momento le parecía gigante. La habían comprado luego de mucho esfuerzo compartido y estaba plagada de recuerdos felices que ahora la agobiaban. Sentía que se ahogaba viendo las fotos de su casamiento expuestas en el living. Nunca fue una chica mentirosa, sin embargo, sostuvo la mentira en cada “te amo” durante más de dos años. Nadie la conocía tanto como su marido y ella confiaba en que se diera cuenta por sí solo, porque era una cobarde para plantearle que quería el divorcio. Y sucedió. Lo único que Belén sintió fue alivio.

Rememoraba las escenas del primer día de su nueva vida, mientras tomaba el café en su consultorio. Sergio le había enviado un mensaje para felicitarla por su cumpleaños y ella no tenía las agallas para responderle.

Feliz cumpleaños, Belu. Espero que seas muy feliz. Siempre te voy a querer.

Un simple renglón. Algo tan sencillo, pero que comunicaba tanto. Creía que él no había podido olvidarla, y no merecía el trato gélido que ella le destinaba, pero no quería confundir las cosas. En realidad, tenía miedo de afrontar la confusión que se desataba en ella misma.

Le daba vueltas al asunto sobre responder el mensaje o no, cuando tocaron la puerta. Era Emilia. La había llamado para conversar a solas con ella.

–Pasa, Emi.

La chica entró a su consultorio trastabillando. Empezaban a aparecer los síntomas de una abstinencia que estaban borrando por completo los signos de alegría y juventud que quedaban en ella. Su cuerpo temblaba, ya había sufrido convulsiones debido a la fiebre tan alta. Siempre era duro para Belén ver esos signos en sus pacientes, pero esa chica en particular le producía una angustia muy intensa, tanta que quería llorar a su lado. La veía tan pequeña.

–Hola, Belén. ¿Cómo está?

–Ay, Emi, por favor, tutéame. Yo estoy muy bien, ¿tú cómo estás?

–En mi mejor momento –dijo con una sonrisa, mientras alzaba la mano para mostrar cómo temblaba.

–Es la peor parte de la recuperación.

–La peor parte es saber que nunca me voy a recuperar.

Ahí estaba de nuevo, la necesidad de hablar de más con esa psicóloga que parecía leerle la mente. Emilia no tenía claro si eso la perturbaba o, simplemente, la aburría. Tenía claro que cuando saliera de allí nada cambiaría, no saldría convertida en alguien mejor. Por eso, quizás, la fastidiaba un poco sentirse en la obligación de hablar sobre lo que le pasaba. Ninguna de esas personas estaría con ella cuando decidiera abandonar ese lugar.

–¿Se puede saber por qué piensas eso?

–La gente como yo nunca se recupera del todo.

–Define qué significa “gente como tú” –pidió Belén.

Emilia se detuvo a pensar. Sabía lo que quería decir, pero no encontraba las palabras. Era algo que solía pasarle a menudo: su cabeza comenzaba a entremezclar ideas, una voz allí dentro le daba sugerencias sobre lo que debería decir, pero su boca se mantenía sellada. Era frustrante. Respiró hondo y se decidió por una simple pregunta.

–¿Eres exitosa en tu carrera? –Fue lo único que se le ocurrió.

–No lo sé. –Belén quería dejar que ella se expresara. No servía de nada contestar sus preguntas, ella debía encontrar la respuesta por sí sola.

–Pues, sí, probablemente lo seas. Yo no soy exitosa en nada. Tengo veinticinco años y cargo con una vida desperdiciada. –Sonaba resignada.

–Emilia, eres muy joven. La vida te está esperando.

–No lo veo de esa forma

–¿Cómo lo ves?

–Distinto.

–Lo distinto no es malo.

–Quizás, la mala sea yo.

Belén se sorprendió ante la respuesta, pero no lo demostró. Si se sorprendía, Emilia se amedrentaría; en cambio, la joven se mostraba tan impasible como siempre. Muchos pacientes movían las manos o una pierna cuando estaban nerviosos. Sin embargo, Emilia estaba quieta, con la mirada alzada, firme como muy pocas personas se mostraban. El temblor provenía de la abstinencia, junto con el color ceniciento de su piel. Pero el tono de voz decidido la hacía ver completamente sana. Era extraño.

–¿Por qué lo piensas?

–Hice mucho daño. Daño a todas las personas que están a mi lado, a todos los que amo. No lo controlo.

Su voz mantenía ese tono cínico característico de ella, pero empezaba a enredar el pelo alrededor de su dedo y Belén notó que estaban bordeando un tema delicado. Era su trabajo preguntar con cautela. Por tratarse de la primera sesión, Emilia estaba diciendo mucho de sí, aunque no se diera cuenta.

–¿A quién le has hecho tanto daño?

–A mi padre, a mi novio. Los traicioné a ambos. –Belén notó que Emilia decidía callar luego de esa afirmación y no la obligaría a seguir hablando. No estaba preparada.

–¿Y te disculpaste?

–No alcanza con disculparme. El daño está hecho. Es como aquel dicho sobre el plato roto, con un perdón no se arregla.

–Las personas no somos objetos. Muchas veces, sanamos con el perdón.

–No sé hacerlo.

A Belén le hubiera gustado percibir vulnerabilidad. Tal vez, incertidumbre. Pero, Emilia no era esa clase de persona. Entendía que esas eran sus limitaciones y no tenía pensado hacer nada por arreglarlas. Las aceptaba y convivía con ello, usando la misma capa de superficialidad que utilizaba su madre, incluso con la misma cuota de maldad que Estela. Qué irónico, se había convertido en todo aquello que odiaba años atrás.

–Deberías probar –replicó Belén.

–Tal vez, pero desde aquí dentro no hay mucho que pueda hacer –dijo, señalando con las manos el consultorio.

–No lo veo de ese modo. Te repito, queda mucha vida por delante.

–¿Y si se me acaba el tiempo? Podría haber muerto de sobredosis. –Emilia no lo decía con miedo, simplemente con resignación.

–Pero sigues aquí. La vida te está dando una nueva oportunidad.

–No sé aprovecharla. No tengo arreglo, estoy dañada. Y ahora, comienzo a creer que estoy loca.

La pregunta que Belén debería haber hecho a continuación era si realmente no sabía aprovecharla, o el problema era que no quería hacerlo, pero le pareció demasiado pronto y, quizás, demasiado duro. Ella, en el fondo, sabía que Emilia quería aferrarse con todas sus fuerzas a esa oportunidad, porque podía ver en su actitud que no era una persona que desease morir, al contrario, estaba llena de vida. Solamente tenía que aprender cómo llevarla.

–¿Por qué lo crees? –dijo Belén, guardando la pregunta que quería hacer para otro momento.

–A las personas se las encierra en lugares de este tipo por ese motivo –dijo Emilia con indiferencia.

–No es tu caso. Estás aquí para sanar.

–Perdiendo el tiempo –replicó ella, comenzando a hastiarse del rumbo que tomaba la conversación.

–Hablas mucho del tiempo, te aqueja –observó Belén.

–Siempre. El tiempo es mi eterno rival.

–Pues, depende de ti ganar la batalla.

–¿Es posible ganarle al tiempo?

–Encontrarás la respuesta. Hay batallas que no merecen la pena. Soldado que huye...

Emilia la interrumpió.

–Sirve para otra batalla. Pero ¿contra quién lucho?

Emilia había abandonado un poco el cinismo. Estaba realmente interesada en lo que la psicóloga tuviera para decir. El problema era que nadie más que ella misma tenía la respuesta exacta a esa pregunta. Y, en todo caso, era esa clase de preguntas que es necesario hacer, más allá de que alguien las conteste o no.

–Es una buena pregunta. Creo que luchas contra ti misma. Todos lo hacemos.

–Lucho contra mi miedo. Pero no me siento en condiciones para ganar –confesó Emilia.

Esa frase bailaba en sus labios desde la conversación que tuvieron en la terapia grupal. Cuando Lucía preguntó cuál era el mayor miedo de cada uno, contestó para sus adentros: perder. Temía perder o perderse, dependiendo de quién la mirara. Perderse con el tiempo y sentía que eso mismo estaba próximo a suceder.

–¿Y cuáles son las condiciones?

–No soy fuerte

–Disiento contigo. Todo lo que dices en esta sesión habla de tu fortaleza.

–Estoy cansada.

Belén notaba que era cierto.

–Recupera las fuerzas, el tiempo está esperando para el siguiente round. –Emilia rio con sarcasmo–. Me gustaría hacerte una pregunta antes de que te retires.

–No sé si quiera responderla –avisó Emilia.

–Estarías en todo tu derecho. –Belén quería quitarle presión a la joven.

–Me gustaría saber por qué no participas en la terapia grupal y te ríes de tus compañeros.

–No me interesan. No quiero que ningún extraño indague sobre mi vida y se forme una opinión, no me importa lo que piensen de mí –dijo Emilia, sacudiendo los hombros.

–No lo parece. Si realmente no te importase lo que piensen tus compañeros de ti, no tendrías problema en participar de los encuentros. –Emilia la miraba como si estudiara sus palabras–. Creo que te importa, y demasiado. No te sientas perturbada, a todos nos importa la mirada ajena.

–No es mi caso.

–Te propongo que lo pienses mejor, y si te sientes segura al respecto, comiences a participar de las terapias grupales –dijo Belén, dando por finalizada la sesión.

¡Pobre chica! Cuánto sufrimiento oculta, pensó Belén, mientras Emilia abandonaba el consultorio. Era hipócrita de su parte opinar sobre las dolencias de su paciente cuando ella misma reprimía un sufrimiento que se le iba de las manos si se trataba de Sergio. Y el mensaje seguía esperando en su celular.

Capítulo 4

Día de visitas

La abstinencia sacaba lo peor de ella. Parecía un cadáver, una especie de zombi que deambulaba por un nuevo lugar, donde se sentía igual de perdida que en todos los anteriores.

Los “presos”, como ella les decía a los demás pacientes, estaban exultantes. Era día de visitas. Emilia se preguntaba cuál podía ser la felicidad de ver a la familia que los había abandonado allí, mientras ellos gozaban de una vida normal.

–Lo necesitamos. Estamos aquí para curarnos –le había dicho su compañera de habitación ese día al despertar.

Lucía se sentía atrapada por Emilia, sus ojos la encandilaban y sentía que podían leer su mente, de manera que conversaba con ella cuando se lo permitía.

–¿Tú por qué estás aquí? –le preguntó

–Por lo mismo que tú y que todos los que estamos aquí. Por una sobredosis junto a una familia que quiere barrer todos sus problemas debajo de la alfombra.

–Me refería a por qué consumes.

–Porque me divierte –contestó Emilia, sacudiendo los hombros en una actitud hastiada.

–Si tú lo dices... –acotó Lucía. Bien sabía que a nadie le divertía ser un adicto, pero al principio las corazas nos mantienen protegidos.

A Emilia le agradaba su compañera de cuarto. Era frontal e inteligente. La depresión por la muerte de su mejor amiga la había llevado a consumir. Emilia estaba harta de la historia que se inventaban todos, que habían comenzado a consumir para escapar de una realidad nefasta. Ella se iba de viaje para escapar de la realidad, no para perder la conciencia.

Todos corrían por el centro como niños en Navidad, menos Emilia que se mantenía calma, porque tenía la certeza de que nadie se iba a presentar a verla. Su madre había ido una vez durante los pocos días que la internó en un centro de salud mental, para comprender el comportamiento extraño de su única hija. Había fingido descaradamente que le daba mucha angustia verla en ese estado. Se fue inmediatamente, pero volvió al otro día día con la idea de sacarla de allí. Emilia aún no comprendía si realmente le había dado pena su situación o si, simplemente, le parecía demasiado caro para el escaso mobiliario y las paredes manchadas de humedad.

La charla del día anterior con la psicóloga la mantenía pensativa. Se preguntaba si la opinión de los demás realmente le interesaba tan poco como aseguraba. Por mucho que le pesara, la de su madre le importaba. Odiaba esperar siempre su visto bueno. Estela, la madre de Emilia, cuidaba mucho las apariencias y estaba cómoda en su rol de mujer acaudalada y prominente. Viajaba a París de forma casi religiosa. Equipaba su armario en las mejores tiendas del bulevar Faubourg Saint-Honoré, tenía un hermoso auto y un novio modelo. El padre de Emilia era la mayor vergüenza de Estela. Se separaron cuando su única hija tenía doce años y la dulce madre dio lugar a esa mujer frívola que la observaba con desprecio.