Te lo daré todo - Arwen Grey - E-Book

Te lo daré todo E-Book

Arwen Grey

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Beschreibung

¿Qué significa tenerlo todo cuando has perdido tu corazón? Nueva York 1839 En una ciudad nueva como el amanecer, todos luchan por crearse un futuro, aunque sea a costa de los demás. Flynn y Alba han crecido juntos. Sus corazones laten al mismo ritmo y no dudan que también morirán juntos un día. Sin embargo, recién llegados a la joven Nueva York, se ven obligados a rehacer sus vidas en el mismísimo corazón del infierno, Hell's Kitchen. El hombre más cruel y despreciable de la ciudad se interpone entre ellos y les separa… hasta que el destino y la fuerza del amor les vuelven a unir y les dan la oportunidad de vengar un pasado que nunca podrán olvidar. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Arwen Grey

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Te lo daré todo, n.º 228 - mayo 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-900-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Primera parte La muerte de la inocencia

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Segunda parte La suerte del irlandés

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Tercera parte La Rosa negra

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Róisín Dubh

(canción tradicional irlandesa)

 

A Róisín ná bíodh brón ort fé’r éirigh dhuit:

Tá na bráithre ’teacht thar sáile ’s iad ag triall ar muir,

Tiocfaidh do phárdún ón bPápa is ón Róimh anoir

’S ní spárálfar fíon Spáinneach ar mo Róisín Dubh.

 

Is fada an réim a léig mé léi ó inné ’dtí inniu,

Trasna sléibhte go ndeachas léi, fé sheolta ar muir;

An éirne is chaith mé ’léim í, cé gur mór é an sruth;

’S bhí ceol téad ar gach taobh díom is mo Róisín Dubh.

 

Mhairbh tú mé, a bhrídeach, is nárbh fhearrde dhuit,

Is go bhfuil m’anam istigh i ngean ort ’s ní inné ná inniu;

D’fhág tú lag anbhfann mé i ngné is i gcruth-

Ná feall orm is mé i ngean ort, a Róisín Dubh.

 

Shiubhalfainn féin an drúcht leat is fásaigh ghuirt,

Mar shúil go bhfaighinn rún uait nó páirt dem thoil.

A chraoibhín chumhra, gheallais domhsa go raibh grá agat dom

-’S gurab í fíor-scoth na Mumhan í, mo Róisín Dubh.

 

Dá mbeadh seisreach agam threabhfainn in aghaidh na gcnoc,

is dhéanfainn soiscéal i lár an aifrinn do mo Róisín Dubh,

bhéarfainn póg don chailín óg a bhéarfadh a hóighe dhom,

is dhéanfainn cleas ar chúl an leasa le mo Róisín Dubh.

 

Beidh an Éirne ’na tuiltibh tréana is réabfar cnoic,

Beidh an fharraige ‘na tonntaibh dearga is doirtfear fuil,

Beidh gach gleann sléibhe ar fud éireann is móinte ar crith,

Lá éigin sul a n-éagfaidh mo Róisín Dubh.

Pequeña Rosa negra

 

Pequeña Rosa, no estés triste por todo lo que ocurrió:

Los monjes ya llegan a través del mar, ya marchan por las avenidas.

Del Papa vendrá tu perdón, de Roma y del Este,

¡Y no se escatimará el vino para mi Pequeña Rosa Negra!

 

Largo fue el camino que hicimos ella y yo desde ayer hasta hoy.

Sobre las montañas voy con ella, bajo las velas sobre el mar.

Pasé el Erne saltando, a través de la ancha corriente,

¡y había música de cuerdas en cada orilla para mí y mi Pequeña Rosa Negra!

 

Aunque me has matado, oh, mi novia, y puede que no te sirva,

te amo con toda el alma, no desde ayer ni desde hoy,

Aunque me hayas dejado débil y roto en apariencia y forma.

¡No traiciones a quien te ama, mi Pequeña Rosa Negra!

 

Caminaría contigo entre la niebla y por los prados abandonados,

Con la esperanza de conseguir tu amor, o parte de mi deseo,

Una rama fragante del amor que me prometiste.

¡Y aseguro que eres la flor de todo Munster, mi Pequeña Rosa Negra!

 

Si tuviera un yugo de caballos me lanzaría contra las colinas.

En medio de ellas lanzaría una oración a mi Pequeña Rosa Negra.

Le daría un beso a la joven que me ofreciera sus labios,

y detrás de los riscos yacería abrazado a mi Pequeña Rosa Negra.

 

El Erne se alzará en rudos torrentes, las colinas serán arrendadas,

el mar se agitará en olas rojas y la sangré se verterá.

Cada valle montañoso en Irlanda y los pantanos se estremecerán.

Y algún día pereceremos, mi Pequeña Rosa Negra…

Primera parte La muerte de la inocencia

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Nueva York, 1839

 

Ya no recordaba el olor de Irlanda.

Su madre le había dicho que jamás lo olvidaría, pero mentía.

Recordaba la risa de la tía Pol, la pelota de su vecino Ron, que siempre había envidiado, la casa de los señoritingos de los Rochester, que pasaban a su lado sin mirarle siquiera, montados en sus caballos enormes, llenando todo de mierda que tenían que recoger y, a veces, en invierno, usaban como combustible para el fuego.

Pero no, no recordaba el olor de su tierra, de la que había sido su hogar hasta hacía pocos meses.

Nueva York no olía igual, eso sí lo tenía claro.

Hell’s Kitchen, en concreto, olía peor que un establo. Su madre, Maria Connelly, no había logrado acostumbrarse a ese tufo. Decía que Dios no había criado a los hombres para que se comportasen y oliesen como cerdos, y que aquel agujero infernal, aquella cocina del infierno, merecía sin duda su nombre, porque el Creador parecía haberse olvidado de todos sus habitantes.

A Michael Flynn Connelly, a los catorce años recién cumplidos, las palabras de su madre le parecían exageraciones. Un poco de suciedad nunca le había hecho daño a nadie. Tampoco Dublín era un dechado de limpieza, por mucho que su madre no quisiera recordarlo.

—No pises ahí —dijo, tirando de Alba, obligándola a girar la cabeza para que no viera lo que parecía el cadáver de una puta, cruzado en la escalera.

Ella fingió que no veía lo que ocultaba y caminó tras él, callada como siempre desde que habían llegado a América. Todavía la recordaba cuando era parlanchina y alegre, en el barco, atosigándolo con preguntas y planes de futuro. Aún durante las primeras semanas en Nueva York seguía siendo la niña inquieta que parecía incapaz de estar sin hacer nada, pero luego su voz se había ido apagando poco a poco. La realidad había acabado con su entusiasmo.

En todo caso, no era el primer cadáver que veían, ni sería el último.

Paddy, un primo de su padre, les había buscado alojamiento en una antigua fábrica de cerveza reconvertida en edificio de apartamentos donde vivían hacinadas centenares de personas en minúsculos habitáculos. Ladrones, putas, asesinos… Familias enteras vivían y morían sin ver apenas la luz, de hambre, de enfermedades y de cosas peores.

Desde que vivían allí, los niños habían aprendido que era mejor no ver, no escuchar… o fingir que no veían ni escuchaban.

Y Flynn juraba cada día que sacaría a su madre y a Alba de allí.

No había que ser muy listo para ver cómo se prosperaba en Five Points. Y Flynn siempre decía que su madre no había criado a ningún tonto.

—Parece que mi madre todavía no ha llegado —dijo Flynn, echando una mirada a su alrededor, sin fijarse, al parecer, en la pobreza que le rodeaba—. Buscaré algo de comer.

Un grito agudo procedente del apartamento adyacente al suyo le hizo callar e hizo que Alba se encogiese sobre sí misma. Aunque se suponía que en la todavía joven América el sol siempre brillaba y el clima era mejor, la niña estaba todavía más pálida que cuando vivían en una habitación compartida con otras dos familias en un suburbio de Dublín. Y también estaba más delgada.

El cuartucho era minúsculo. Bastaban unos pasos para cruzarlo de lado a lado, pero al menos lo tenían para ellos tres y no tenían que compartirlo con nadie más, y por ello podían considerarse afortunados. Su madre y Alba dormían juntas en un camastro estrecho y él en el suelo. Había bichos, que aprovechaban la oscuridad para caminar sobre él, pero le daba igual. También los había en Dublín.

La niña… bueno, no tan niña ya… se sentó en una esquina de la cama. Clavó su mirada clara en él, como si no hubiera nada más allí que le interesara.

¿Cuántos años tenía ya? Diez… tal vez alguno más… Era difícil llevar la cuenta cuando se conocía a alguien casi desde su nacimiento, aunque no fuera de su familia.

Claro que Alba McIntyre era de su familia, aunque no compartieran la misma sangre. Su madre era su madrina, que equivalía a… seguro que equivalía a algún tipo de parentesco. De hecho, su segundo nombre era Maria, como el de la madre de Flynn.

—¿Cuánto tiempo hace que no cantas? —le preguntó, mientras trasteaba en busca de algo que comer, tratando de distraerla de los ruidos infames que se escuchaban alrededor—. Tú siempre cantabas, había que hacerte callar a palos.

Alba estuvo a punto de sonreír. Habría sonreído en otro tiempo, pero ahora no lo hizo.

—No me apetece cantar.

—Vale —concedió él, rindiéndose a lo evidente: no había nada comestible en aquel tugurio. De modo que se sentó junto a ella y le pasó un brazo sobre los hombros—, pues cuéntame otra vez por qué tu padre te puso ese nombre.

Esta vez sí sonrió. Ocultó su rostro sonrojado entre las guedejas rojizas y sonrió. Y Flynn se sintió satisfecho de su truco.

—Ya lo has oído mil veces —protestó ella, pero seguía sonriendo, así que no parecía molesta.

—Sí, pero quiero oírlo otra vez. Es divertido.

No había dicho tantas palabras juntas en semanas. Habló y habló. Habló del marinero escocés que había enamorado a su madre y se había empeñado en llamar a su hija Alba, como su tierra.

—Dijo que, ya que no podía ver su tierra, tendría lo más parecido a su hogar en la cosa más cercana a su corazón, así que me puso el nombre de su país. Y mamá lo odiaba, prefería llamarme Maria, pero siempre me llamaba Alba cuando él estaba delante…

Calló. Apoyó la cabeza en su hombro. Mientras hablaba, jugueteaba con la cadena de la que colgaba san Patricio. Había pertenecido a su madre y Maria tenía una igual. Solo se diferenciaban en que la de Maria tenía un pequeño defecto: el brazo izquierdo de san Patricio era mucho más corto, como si el molde se hubiera estropeado, de modo que parecía manco. Eso hacía reír a Michael, su padre, que decía que por eso sus milagros para con ellos se quedaban cortos. Había sido el regalo de boda del padre de Flynn a su madre. Los dos amigos habían comprado los colgantes juntos, sin darse cuenta de que uno estaba defectuoso.

Tal vez Michael había tenido razón después de todo, aunque era un hecho cierto que el colgante que tenía el brazo intacto tampoco era mucho más milagroso que el otro. El marinero escocés y su adorada esposa habían muerto hacía dos años a causa de unas fiebres, con poco tiempo de diferencia. Maria, viuda ya y con Flynn a su cargo, la acogió en su pequeño alojamiento. Era su madrina, le había dicho al niño, le había prometido a la madre de Alba que la cuidaría si ocurría algo. Se había comprometido ante Dios.

—Yo tampoco recuerdo la cara de mi padre —dijo Flynn de pronto, sabiendo lo que estaba pensando.

Les ocurría a veces. Uno completaba la frase que el otro iniciaba. Sus miradas se cruzaban y asentían, como si leyesen la mente del otro.

—Dios debería haberme llevado también con ellos, Flynn. Esto es el infierno.

No debería reírse. Su madre también lo creía, y su propio nombre lo indicaba, aquello era la cocina del infierno, pero Flynn, a pesar del olor a podrido, de los gritos, del ruido incesante, de la suciedad, no podía evitar sentir la excitación que corría por sus venas al pasear por su nueva tierra.

—Sí, es el infierno, pero hasta en el infierno se puede ser feliz. Es algo que dijo mi padre una vez, y eso sí lo recuerdo.

 

 

Paddy Connelly olía a sangre.

Una vez les había llevado a su matadero, diciéndoles que sería divertido, pero Alba todavía recordaba los chillidos de los animales, la suciedad, el olor a porquería por todas partes, y la sangre. Sobre todo, aquel horrible y penetrante olor a sangre.

Y Paddy lo llevaba siempre sobre sí.

A veces se acercaba a ella, con la cara roja y redonda, el pelo rubio y grasiento, muy cerca, demasiado cerca, y le sonreía.

—¿Cómo está mi pajarillo hoy?

—Bien —respondía siempre, aunque sentía que la voz se le secaba en su presencia.

Sentía que debería quererle, pero no podía. Flynn y Maria decían que le debían mucho, que tenían aquel alojamiento gracias a él, que les traía comida… pero Alba solo podía oler a sangre en su presencia.

A pesar de que el ruido en el edificio era incesante, día o noche, siempre era capaz de distinguir sus pasos en las escaleras. Sus pesadas botas, adornadas con tachuelas, que eran más que meros adornos, parecían capaces de aplastar el mundo. Había visto el efecto que causaban en la carne humana, cuando vio a Paddy golpear a un tipo al que acusó de intentar estafarle. No podían aplastar el mundo, después de todo, pero sí cabezas. Aquel hombre había quedado tirado en un rincón, encogido sobre sí mismo, con el rostro bañado en sangre. Y solo, como si ya no existiese para todos los que le rodeaban.

—¿Qué ocurre? —preguntó Flynn al sentirla encogerse contra él.

—Viene Paddy.

Flynn no pareció notar que ella se volvía más pequeña, más silenciosa. Todo parecía desaparecer para él cuando Paddy estaba presente. E incluso cuando no lo estaba, Flynn hablaba pocas veces de algo que no fuera el exitoso primo de su padre.

—Es rico, y será más rico todavía algún día. Y me ha prometido que, si trabajo con él, yo lo seré también.

Flynn quería ser rico. Quería sacarlas de Five Points. Quería… su imaginación no llegaba más allá. Y Paddy le llenaba la cabeza de planes, de lo que harían juntos cuando fuera tan solo un poco más mayor.

Alba, en cambio, añoraba su casa. Sentía que Nueva York jamás sería su hogar. A veces soñaba que todavía estaba en Irlanda y se mantenía así, ya despierta, con los ojos cerrados, tratando de permanecer dentro de su sueño, con tal de no escuchar todo lo que la rodeaba. Si se concentraba, podía casi oler la hierba y ver su vivo tono esmeralda.

Pero lo peor era la terrible sensación de que, cada día que pasaba, estaba perdiendo un poco más a Flynn. Ya no quedaba apenas nada del niño con el que había jugado en la calle con una mísera pelota. Flynn era un desconocido cuando estaba con Paddy.

—¿Cómo está mi pajarillo hoy?

La voz de Paddy, grave y alegre, inundó el pequeño apartamento, y Alba sintió que robaba el poco aire que quedaba allí, por sucio que fuera. Por suerte, Paddy pareció olvidarse de ella al instante y se volcó en Flynn.

 

 

—¿Todavía no ha llegado tu madre, muchacho? No creo que a Maria le moleste si te llevo a dar una vuelta por ahí. Todavía es temprano.

Flynn adoraba salir con el primo de su padre. Paddy veía oportunidades en cada esquina, y negocios y dinero debajo de cada piedra. Según él, un día no muy lejano, sería el dueño de todo aquello, y él, como familiar directo, tendría una buena tajada.

—Porque la familia es importante, muchacho. Tu padre era un buen tipo y me echaba una mano si lo necesitaba. Por eso ayudo a tu madre y también a vosotros. Y un día vosotros me devolveréis el favor, ¿verdad?

Flynn asentía. Comprendía bien sus palabras. La familia lo era todo para él. En ese momento no tenía nada más que a su madre y a Alba, que, si bien no era de su sangre, para él significaba lo mismo que si lo fuera. Alba era más que su hermana. Era parte de su corazón y siempre estarían juntos. Estaba tan convencido de ello que ni siquiera se planteaba una vida sin ella. En sus ensoñaciones sobre su futuro, siempre aparecían juntos, gordos y felices, en una mansión, rodeados de criados que les regalaban los oídos y les acercaban a la boca todas las exquisiteces que jamás podrían degustar en aquel agujero.

A veces, cuando no podían dormir, le susurraba a Alba acerca de sus sueños.

—Dime todo lo que quieres tener, porque lo tendrás. Te juro que, a mi lado, siempre tendrás todo lo que desees. Te lo daré todo. Todo.

Alba reía, con aquella voz un poco grave, procurando no despertar a Maria. Su risa en aquel lugar sonaba como un hechizo, o al menos a él se lo parecía.

—No seas bobo. Salir de aquí ya sería un sueño. Y ahora duerme. No despiertes a tu madre.

Nunca pedía nada. Pero él sabía que tenía sueños. Todo el mundo los tenía, y él los alcanzaría para ella un día. También convertiría a su madre en una señora más grande y más poderosa que todos los lores del mundo. Y ya no tendría que lavar la ropa sucia de nadie. Paddy le ayudaría.

—No podemos dejar a Alba aquí. Es peligroso —dijo Flynn justo junto a la puerta, como si se hubiera acordado de la niña de pronto.

La sonrisa de Paddy se amplió al mirar a Alba.

Si Flynn le caía bien, a Alba la adoraba. Siempre quería que les acompañase a todas partes y la sentaba sobre su regazo, aunque ya no era una niña pequeña para nada, como ella insistía en decir una y otra vez para regocijo de todos.

—Claro, no podemos dejar aquí al hermoso pajarillo. Si le pasara algo malo, no podría dormir por la noche.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

—No quiero que te lleves a mis hijos por ahí sin mi permiso, ya te lo he dicho mil veces. No quiero…

Un ataque de tos hizo que la protesta de Maria Connelly perdiera fuerza y que Paddy la mirara con lástima.

Maria había sido hermosa en otro tiempo, lo recordaba bien. Todos habían envidiado a Michael, que se llevaba a una de las niñas más guapas de Dublín. Y ahora era solo una sombra grisácea de lo que había sido en otro tiempo. Parecía agotada, estaba demasiado delgada y había arrugas en su rostro. Sin embargo, todavía era atractiva, si la comparaba con la fauna de Five Points. Tenía el encanto de la novedad y de la necesidad.

—Tú no quieres, no quieres, no quieres… —replicó Paddy, dejándose caer cuan largo era en el camastro, haciendo que chirriase bajo su peso—. A nadie le ha hecho mal un poco de aventura. Ven aquí, pareces cansada.

Maria lo miró, con los labios apretados. El vestido le caía, sin forma, intentando marcar unas curvas ya inexistentes. Eso no evitó que él la devorase con una mirada animal. Sus palabras, que en otro habrían parecido cariñosas, le resultaron interesadas. No, Paddy no era del tipo que se preocupaba por el bienestar de sus putas.

—Me prometiste que cuidarías de Flynn.

A Paddy no le gustaba que le recordasen sus promesas, sobre todo cuando consideraba que Maria no le había dado nada a cambio de su amabilidad. Uno no se hacía rico regalando pan sin recibir más que aire.

—Está con unos chicos de su edad, no te preocupes —rezongó—. Ven aquí.

Maria levantó la barbilla al sentir su mano hurgando bajo su falda. Siempre había sido demasiado orgullosa, pero el orgullo no llenaría las bocas de su hijo y de aquella niña que tenía arrimada al hígado.

No le importó que apartase la cara para que no la besara. Sus besos eran lo último que le importaba a Paddy.

Mientras él se aprovechaba de su hambre, Maria miraba a su alrededor. Aquel alojamiento no se diferenciaba del suyo, pero a la vez era tan distinto… al menos no apestaba a miseria. Y no se oían esos gritos a todas horas. Él prefería follarla en su propia cama. Y ella también lo prefería. No quería que los niños supieran lo que hacía. O que pudieran verla, oler la presencia animal de Paddy en su cama o en su piel. Cuando saliera de allí se restregaría fuerte hasta dejar la piel roja y como nueva, recién creada por el Señor.

Paddy acabó pronto, era algo que siempre agradecía a Dios. Cuando volviera a casa, sus hijos no notarían nada en ella. Solo más cansancio, más tos, menos palabras de lo habitual.

En ocasiones, Maria sentía que había muerto cuando había dejado su tierra atrás, como las plantas cuando pierden las raíces.

 

 

—Quiero irme a casa.

Billy el Pecas le dirigió a Alba una mirada llena de asco que hizo que la niña escondiera la cara en la camisa sucia de Flynn.

—Tu hermana es un engorro, ¿por qué no la mandas al infierno de una vez y nos divertimos? Tu tío nos ha dicho que eres un fulano estupendo.

Alba pudo sentir contra su cuerpo cómo Flynn se inflaba de orgullo. Que Paddy dijera eso por ahí debía de ser toda una recomendación, aunque ella no veía nada de bueno en Billy el Pecas y sus amigos.

Eran cinco en total, y ella no había sido capaz de retener los nombres de todos. Los había de varias edades y estaturas, vestidos con harapos, gorras, camisas sucias y pañoletas anudadas al cuello o a la cintura. Eran todos irlandeses, eso sí, y Billy el Pecas era el jefe.

Flynn ni siquiera les corrigió para decirles que Paddy no era su tío. Daba igual. Alba comprendía que Flynn quería ser uno más, o incluso su jefe. Tenía aptitudes para ello y lo sabía. En Dublín había sido el líder de una pandilla de pillos más grande que aquella. Era más alto que Billy y también más fuerte, pero no hacía nada para demostrarlo. No quería aparentar que le disputaba el liderazgo, al menos no todavía.

Además, ella estaba delante. Sabía que, si no estuviera presente, las cosas serían distintas. Se metería en problemas y olvidaría que su madre le esperaba en casa, como había ocurrido en Dublín miles de veces.

—Es pequeña, pero lista. No nos molestará.

Billy asintió. Era difícil hacer caso omiso a la autoridad de la voz de Flynn, más grave y potente que la suya. Además, por mucho que no lo demostrase, que mantuviera las manos en los bolsillos y los hombros encogidos, Flynn parecía listo para arrearle un mamporro a cualquiera que discutiese su derecho a estar allí. Y Billy no era idiota. Sabía que no tenía nada que hacer frente al poderío del recién llegado. Prefería parecer magnánimo a hacer el ridículo en una lucha cuerpo a cuerpo.

—Que venga, pero que se esté calladita o la dejaremos tirada. Yo no me hago responsable de los estorbos, ¿me entiendes? —Alba sintió la mirada de Billy el Pecas sobre ella. Tenía los ojos pequeños y oscuros como piedras del camino, llenos de barro. Las pecas que le daban el nombre parecían manchas sobre la piel lechosa, y su boca era una línea cruel y roja que atravesaba su cara de lado a lado. Al ver que no respondía, se volvió de nuevo hacia Flynn, que la sostenía contra sí—. Una vez conocí a alguien como tu hermana. Era idiota y le aliviaron de su sufrimiento de un golpe en la cabeza. Desde entonces canta con los angelitos.

Alba parpadeó y Billy rio a carcajadas, seguido a coro por sus camaradas.

—Será mejor que me enseñes ya ese sitio, se hace tarde.

A Billy no le gustaba que le dieran órdenes, pero había sido él el que había propuesto a Flynn llevarle a ver las peleas de perros contra ratas en los antros del puerto. Se suponía que estaba prohibida la entrada a niños, pero también era un negocio ilegal, así que las normas eran laxas. Se colaron por un agujero en la parte trasera de un callejón, lleno de basura y montones balbuceantes que Alba no miró, temiendo reconocer ojos que la mirasen.

Seguía a Flynn, con la mirada fija en la tela gris de su camisa. No quería ir a ese sitio, pero ya no sabía volver a casa desde allí, y suponía que ni Billy ni sus amigos la acompañarían. Si Flynn no tenía miedo de ir allí, ella tampoco lo tendría.

Nada más atravesar la pared de madera carcomida, el ruido y el olor a carne podrida y a sangre casi la tumbó. Los chicos no parecieron notarlo. Se quedó paralizada durante unos instantes, cegada por la oscuridad. No veía ni a Flynn ni a sus nuevos amigos. Una mano salida de la nada la tomó por el brazo.

—No te rezagues —le siseó Flynn, tirando de ella con menos suavidad de la acostumbrada.

De modo que él tampoco estaba tranquilo. Se había dado cuenta de que aquello no era un juego.

Para empezar, ya era tarde. Su madre ya debía de haber vuelto a casa y se preguntaría dónde estaban. Y por otra… ¿qué era ese ruido, esos gritos?

Muy pronto lo supo. Mientras caminaba, pisando algo blando que no se detuvo a mirar, mantuvo la vista fija en unas luces al fondo del pasillo. Al bajar unos escalones, el griterío y el tufo eran todavía más potentes. Ahora notó también el olor a alcohol y a suciedad humana. La excitación era palpable cuando Billy y sus amigos olvidaron la precaución y corrieron a acercarse a los espectadores, metiéndose entre sus piernas, sin temor a ser pateados.

Alba se vio arrastrada hacia un vallado de alrededor de un metro de altura, que rodeaba un foso. Circundándolo, una especie de circo formado por bancos de madera repleto de vociferantes figuras que clamaban por la sangre de nuevas víctimas.

La niña volvió la vista hacia el foso y vio los cuerpos de numerosos animales muertos o moribundos, ratas enormes y perros famélicos que se lanzaban sobre los restos de los roedores con saña, mientras el público clamaba por más.

Alba sintió que la bilis le llenaba la boca y retrocedió, sin mirar hacia dónde iba.

Caminó a ciegas, buscando la salida, chocando contra piernas, pies, voces que trataban de detenerla, manos que la buscaban.

Sin saber cómo, llegó a la calle, aunque no se trataba del mismo callejón por el que había entrado al local de apuestas. Miró a ambos lados, buscando una señal de hacia dónde dirigir sus pasos para volver a casa.

Durante un ridículo instante, se preguntó si sería complicado buscar un barco para regresar a su auténtico hogar, a Irlanda. Porque aquel lugar sucio y horrible no era su hogar, ni jamás lo sería. Estaba en el puerto, o cerca. No podía ser tan complicado encontrar a alguien que la ayudara a…

—¿Estás loca? ¿Sabes lo que puede ocurrirte si alguien te pilla sola aquí?

La voz tranquilizadora de Flynn la detuvo.

Por primera vez fue consciente de que estaba llorando. No recordaba haber llorado desde que había salido de Dublín, o incluso antes.

—Quiero irme a casa, a mi casa de verdad.

Él pareció triste, aunque también avergonzado. De pronto se dio cuenta de que no estaban solos, Billy el Pecas y sus amigos les habían seguido y escuchaban su conversación palabra por palabra.

—Buah, buahhhh, quiero irme a mi casaaaa. Dale una azotaina a esta niñata, Flynn. Por poco no nos cogen ahí dentro por su culpa. Y si nos llegan a pillar, te aseguro que no habría sido bonito.

Otra vez sus amigos imitaron la llantina fingida de Billy, que se había acercado a Flynn, retador. Ya no había ni un solo atisbo de aparente amistad en su mirada, aunque seguía sonriendo. Ahora estaban en un terreno en el que él, con sus amigos, podrían someter al muchacho sin problemas.

Alba supo entonces que lo de acudir al puerto había sido una trampa. Nerviosa, miró a su alrededor, buscando ayuda, aunque sabía bien que era muy probable que en aquel lugar nadie se inmiscuyera en una riña entre niños, a no ser que fuera para animarles a sacarse los ojos.

Flynn no parecía darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, sino que miraba a Alba. Su postura era relajada, con las manos colgando a los lados del cuerpo, los hombros un poco caídos, la sonrisa tranquila que tanto le gustaba…

Y entonces un puño cerrado calló la boca y las burlas de Billy el Pecas, que cayó, más sorprendido que dolorido, sobre su trasero.

A un gesto del muchacho, sus secuaces sin nombre se lanzaron contra Flynn, gruñendo para atemorizarle. Entre mordiscos, patadas y arañazos, Flynn luchó para deshacerse de ellos.

Alba se hizo con la pierna de Billy y mordió con ganas, hasta que él la apartó de una coz, aunque ella volvió con fuerza, con las garras por delante.

Tras unos minutos de lucha felina, sudorosos y jadeantes, los niños se detuvieron, con las miradas atentas a cualquier gesto de sus rivales.

—Esto no quedará aquí, Connelly. No entres en mi territorio o te mataré. A ti y a la tonta de tu hermana. Ni tu tío podrá protegerte, ¿me entiendes?

Flynn se apartó, lo justo para que su retirada resultase digna y no sonara a derrota. Tomó a Alba de la mano y se alejó con ella, caminando a paso tranquilo y tambaleante. En cuanto estuvieron a unos metros de distancia, sabiendo que nadie los miraba, se giró para comprobar que Billy el Pecas no les seguía y miró a Alba.

Ella estaba despeinada y lucía un rasponazo en la mejilla, pero se sentía más viva que en los últimos meses.

—Ni una palabra de esto a mi madre.

Alba asintió, aunque no sabía cómo podrían ocultarle las heridas y los ojos morados.

 

 

—No sabes el susto que me he llevado al ver que no estabas a mi lado. No vuelvas a hacerme eso otra vez.

Flynn no la miraba, sino que caminaba un paso por delante, ligero de piernas, obligándola a correr. Sabía que estaba asustada y que ya no se separaría de él. Hacía rato que había anochecido y no conocía esas calles tanto como le gustaría. A oscuras, la ciudad cambiaba. Las risas que de día parecían amables y juguetonas, de noche resultaban grotescas. A esas horas, su madre debía de estar preocupada y cabreada de veras. Le daría una zurra. Y sin duda se la merecía.

—No quería estar allí.

Flynn se detuvo y ella chocó contra su espalda.

—Yo tampoco quería estar allí, pero a veces un hombre debe hacer cosas que no quiere para poder triunfar. —Alba hizo un gesto con la boca. Vio cómo evitaba la risa con todas sus fuerzas, que incluso se mordía los labios, pero los ojos verdes la delataron—. No te atrevas a reírte, jovencita.

Ella no pudo contener más la risa.

En aquella callejuela sucia y apestosa, alumbrada por la luz procedente de las tabernas, sonó como la melodía más alegre que había escuchado en mucho tiempo. Se le escapó una sonrisa en respuesta, y entonces se dio cuenta de que le dolía la boca por los golpes de esa rata de Billy. Si volvía a encontrárselo sin que estuviera Alba delante, sabría lo que era un enfrentamiento justo.

—Yo soy una jovencita, y tú eres un hombre hecho y derecho, por lo visto —respondió la niña, tomándole de la mano y tirando de él—. Volvamos a casa, Flynn, tu madre nos espera. A estas alturas debe de estar desesperada.

Él clavó los talones en el suelo, impidiéndole avanzar.

—Prométeme otra vez que no le dirás dónde hemos estado. Y que no saldrás por ahí sin mí.

—Ni siquiera si fueras mi hermano mayor te preocuparías más por mí, Flynn Connelly —rezongó Alba—. Te juro que no soy un bebé. Soy casi una mujer. Ya tengo doce años y medio, por si no lo sabes.

Él puso los ojos en blanco y resopló.

—Cuando seas una mujer, yo seré un anciano, chiquilla. Hasta entonces, tendré que cuidar de ti, quieras o no.

En un impulso poco acostumbrado en él, se acercó y depositó en su mejilla sucia un beso rápido y sonoro. Se apartó tan rápido como se había acercado y la tomó de la mano para tirar de ella.

No volvió a dirigirle la palabra en todo el resto del camino hasta la vieja cervecería, aunque de vez en cuando rezongaba para sí acerca de las mujeres o Billy el Pecas.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Para sorpresa de ambos, Maria no dijo nada al verlos llegar tan tarde, sucios y con las ropas desgarradas. Ella, que los arengaba sobre el dinero que costaba cada prenda y sobre lo mucho que debían cuidarla, porque nunca se sabía cuándo podrían permitirse comprar una nueva, un lujo que en ese momento era impensable, o una de segunda mano en buenas condiciones.

Flynn se acercó a su madre para depositar un beso en su mejilla. Era su costumbre. Solo con ella solía mostrar ese tipo de gestos cariñosos. A veces permanecían abrazados durante minutos, muy quietos, mientras ella le hablaba de su padre, de cómo le había conocido, de cómo le había perdido, de cómo sentía que seguía a su lado cada vez que lo abrazaba contra sí de aquella manera.

Para su sorpresa, ella se apartó. Aunque luego le miró y sonrió, cansada.

—¿Tienes hambre, Michael Flynn?

Maria era la única que le llamaba por su nombre completo. Como decía siempre, era el cachito de su marido que todavía seguía con vida. Él siempre llamaba Michael a su hijo. Le gustaba que la gente dijera de ellos al verlos pasar: «Ahí van Michael padre y Michael hijo». Creía que era lo único bueno que había hecho en su vida, y Maria también estaba convencida de ello. Solo esperaba que Dios le diera más tiempo en la Tierra para conseguir que su niño no se torciese. Que tan solo no permitiese que Paddy le embrujase con su palabrería y con su oro.

Flynn asintió. Si le pareció extraño el gesto de su madre, no lo demostró.

Maria no era la misma desde que había llegado a América. Más cansada, más vieja. La sonrisa ya no le llegaba a los ojos. Trabajaba en una lavandería que hacía que sus manos estuvieran en carne viva y sus pulmones sonasen como viejos fuelles a causa de los productos cáusticos que se usaban para blanquear la ropa. Su madre era cada día más pequeña, como si la Maria que había conocido desde niño estuviera desapareciendo. O, como ella decía, lo que pasaba era que él era cada día más alto, como había sido su padre.

Sin una palabra más, sin mirar a Alba siquiera, colocó un plato de peltre frente a él con los restos de una carne requemada de sabor incierto.

Hambriento, la atacó sin miramientos, aunque de pronto recordó a la niña y le señaló el plato.

Alba miraba a Maria con temor, como si mirase a una desconocida.

—¿Tú no tienes hambre? —preguntó.

Maria Connelly no se inmutó. Se había acostado en el camastro y les daba la espalda. No dormía. Lo sabía porque su respiración era lenta, pero no tan pesada como era cuando dormía, con aquel silbido al final.

Alba lo miró. Sus enormes ojos verdes parecían asustados, pero no había nadie allí para consolarla.

Al final la niña alargó una mano y tomó un trozo de carne, aunque lo royó sin ganas, mirando a su madrina sin decir una sola palabra.

A Flynn le dio igual, eso significaba que tendría más para él. Últimamente siempre tenía hambre.

—Mujeres —murmuró para sí, sin estar seguro de si le escuchaban.

En todo caso, ninguna abrió la boca como no fuera para suspirar.

A su alrededor, en la vieja cervecería, para variar, parecía haber un silencio desacostumbrado, aunque pronto el ruido volvió, tranquilizador. Flynn no supo por qué, pero el silencio en aquel lugar daba más miedo que los gritos constantes.

 

 

—Tu madre trabaja demasiado, muchacho. Nosotros, como hombres de la familia que somos, tenemos el deber de ayudarla.

Paddy había bebido al menos tres pintas de cerveza, pero parecía igual de fresco que cuando habían entrado en aquella verdulería.

En los primeros tiempos de Flynn en Five Points, las cosas eran lo que parecían, y en una verdulería, al menos en lo que él creía que lo era, se vendían verduras y frutas. Pero no en Five Points. Allí, una verdulería no era más que una tapadera para un bar ilegal, y eso con suerte. En la mayoría se cruzaban apuestas, servían como burdel, taberna y se cometían todo tipo de tropelías.

Ahora, después de un año en América, cuando le hablaban, Flynn trataba de descifrar si lo que le decían era literal o había algún sentido oculto en las palabras. En general pensaba mal y acertaba. Era complicado equivocarse en un lugar como aquel.

—Todo sería más sencillo si tuviera un hombre a su lado.

—Tiene un hombre a su lado.

Paddy le escupió parte de la cerveza que tenía en la boca en la pechera de la camisa. Sin saber siquiera de qué se reía, los que le rodeaban rieron también. Paddy era carismático y tenía cierto poder. Sin ser alto, era fuerte y atractivo. Atraía tanto a hombres como a mujeres por su carácter y por su fuerza. Le temían y admiraban por igual. Y Flynn podía ver cómo ese poder les influía. Era como un aura a su alrededor, les atraía como la luz de un candil a las polillas.

—No te ofendas, chiquillo, pero no eres más que un crío —replicó su tío dándole una fuerte palmada en la espalda—. Todavía es bastante guapa y seguro que algo le queda debajo del vestido que pueda atraer a alg…

Algo en la mirada de Flynn le hizo callar, aunque fingió que bebía un nuevo sorbo de cerveza aguada. Si incluso Flynn podía tolerarla, eso significaba que apenas era un engrudo amargo y rebajado.

—Mi madre nunca olvidará a mi padre. Le amaba.

Mientras hablaba, Flynn sintió que las orejas le enrojecían. Vio además que el primo de su padre, aunque él insistía en que le llamara tío, esbozaba una sonrisa llena de desprecio.

—Michael era un buen tipo, y tu madre es una buena mujer. Aquí no hablamos de amor, sino de bienestar y todo lo bueno que tu querida madre se merece. Todo lo que digo es por vuestro bien, hijo. Lo entiendes, ¿verdad? Pensaremos en un buen hombre para tu madre, no te preocupes.

Se acercó tanto que Flynn sintió sobre sí el aroma a sangre que Alba odiaba. Incluso pudo ver lo que parecían restos de sangre en su camisa.

Al final asintió, aunque solo fuera para que se apartase. Y también para que todos dejasen de mirarle con ese aire condescendiente. No era ningún niño. Estaba a punto de cumplir quince años. Cuando decía que su madre no necesitaba a ningún otro hombre, lo decía en serio. Muy pronto, encontraría un empleo que los sacaría de ese barrio para siempre. Y tal vez un día podrían regresar a casa, su verdadera casa. O, mejor todavía, se construiría una, mejor que ninguna mansión de las que hubiera visto jamás en Dublín o en esas calles de ricos de Nueva York.

—Y ahora cambia esa cara, Flynn, y bebe otra cerveza con tu tío Paddy. Si tanto te ofende, olvidaremos lo de tu madre.

 

 

—Estás borracho.

Flynn no estaba seguro de dónde provenía la voz, pero supo que no era la de su madre. A esas horas, Maria todavía estaba trabajando, así que debía de ser Alba.

—No estoy borracho.

Pero sí lo estaba. Solo eso podía explicar que no la viera. ¿Dónde estaba la niña que se había criado a su lado? En su lugar solo veía a una jovencita de pechos incipientes y mirada afilada. Estaba vestida con la camisola interior y tenía gotas de sudor en el cuello. Hacía calor allí. Tanto, que la habitación parecía el corazón del fogón de la cocina del infierno.

—Claro que estás borracho. Si tu madre te ve así, te arreará una zurra, así que ya puedes ir a despejarte. Y ojalá no sepa que me has dejado sola aquí, o tendrás que darle explicaciones.

—He salido con Paddy.

Una sonrisa cruel se dibujó en aquellos labios que ya no eran los de una niña.

—¡Oh, sí, Paddy! Se nota que su compañía te sienta bien.

Flynn sintió que su mirada se enfocaba de pronto. Entonces sí reconoció a Alba. Ella odiaba a Paddy. No entendía que gracias a él podían vivir allí, que gracias a él podían comer cada día, un privilegio que otros no conocían, algo que no sabía cómo podría pagarle.

Trabajaba para él en el matadero desde hacía unos meses, un trabajo que había fortalecido su espalda y sus brazos de adolescente. Había intentado endurecer también su sensibilidad al sufrimiento de los animales, aunque a veces era complicado no notar que sus sentidos se saturaban de gritos y olores nauseabundos.

Paddy seguía hablando a veces de lo mucho que hacía por ellos. No exigía nada, pero a veces sugería que había cosas que podía hacer por él fuera de allí. Sabía que otros muchachos de los que trabajaban para él le hacían favores, pequeños recados no del todo legales, pero él le había prometido a su madre que no se metería en ninguna de las bandas que pululaban por las calles. Le pagaría a Paddy por todo lo que les había dado, pero no así.

Se acercó a Alba, dispuesto a hacerle entender que no tenía razón, que él no se había dejado influenciar por el primo de su padre, no tanto como ella pensaba. Y entonces vio la mancha de sangre en la camisa amarillenta, a la altura de su vientre.

—Estás herida… —gimió, asustado, sintiendo que la cerveza desaparecía de su cabeza al instante—. ¡Oh, Dios! Santísima Virgen de Dios… vas a morir…

Alba dio un paso atrás, tratando de escapar de sus manos, pero no había adonde escapar. Cayó sobre el camastro, y Flynn cayó sobre ella, gimiendo sin parar, buscando la herida y jurando al Señor que mataría al culpable.

—Flynn… ¡Flynn!

Él no supo si había surtido más efecto su grito o el tortazo que le dio, más sonoro que doloroso. A escasos centímetros de él, con esa cara que ya no era la de una niña pequeña, oliendo su sudor, no limpio, sino rancio, de persona que no se ha lavado en semanas, como él, Flynn se dio cuenta de que Alba había crecido al fin. Y que ni siquiera había sido consciente de ello.

—¿Qué? —preguntó, sintiéndose un idiota.

—No me estoy muriendo, imbécil. Es solo que ya soy una mujer, ¿entiendes? Te lo dije y no me creíste.

El joven sintió que enrojecía hasta la raíz del cabello. Claro que lo comprendía. No era ni tan joven ni tan inocente como para no saber a qué se refería. Alba ya no era una niña, a la vista estaba.

Asintió, muy serio, sin saber qué decir. ¿Qué podía decir, en todo caso? Alba era una mujer, y él sería un hombre muy pronto. De hecho, era el hombre de la familia desde que su padre había muerto. Solo quedaba una cosa que pudiera hacer.

—Me casaré contigo.

En esta ocasión, fue Alba la que enrojeció. Recorría su rostro con la mirada, esos ojos verdes tan bonitos, que eran la envidia de todo Five Points, y aquel cabello rojizo que, limpio, brillaba más que la luz del sol.

—¿Pero tú me quieres, Flynn? Porque la gente que se casa está enamorada.

A Flynn se le escapó una sonrisa.

—¿Cómo no voy a quererte, si hasta Paddy dice que eres la más guapa por aquí y tenerte será un premio?

La mención de Paddy oscureció un poco su semblante, pero Alba pareció olvidarlo cuando él le dio un beso torpe en la mejilla.

Desde ese momento fueron novios en secreto. Nadie lo sabía, ni siquiera Maria, que llegó cansada y no notó las manchas de sangre en la camisa interior.

 

 

Su hijo era, a la vez, el fantasma de Michael y un desconocido. Su aspecto era el de su marido, sí, con aquellos ojos oscuros, casi negros, alegres, vivos, llameantes de furia a veces, y ese cabello rebelde e ingobernable, de guedejas ásperas y onduladas, que no se doblegaban a su mano jamás…

Pero su voz no era la de Michael. Era ya grave, delatando que no era el niño que fue, que corría entre sus rodillas, amenazando con hacerla caer, que decía que la ayudaría, pero luego se distraía con cualquier nadería, o jugando con Alba.

No. Michael Flynn ya no era un niño. Y eso la aterraba. Porque veía las garras de Paddy cerniéndose sobre él y ella ya no podía defenderle. De hecho, nunca había podido. Paddy sabía bien que, al ayudarla, se cobraría en algún momento su tributo, y que esos revolcones sin alma no eran más que un aperitivo para él. Porque ella se abría de piernas, sí, pero también lo hacían otras dos decenas, como él bien le decía cada vez que acababa con ella.

Cuando ella no estuviera allí, ¿qué sería de su hijo y de la niña? O no tan niña. Porque Alba ya no era una niña. Sin que se diera cuenta, los dos se habían convertido en unos jovencitos que compartían miradas que no tenían nada de fraternales. Susurraban cuando creían que no les oía, rozaban sus cuerpos cuando pensaban que no les veía.

Y podía recordar que ella misma había hecho eso hacía no tantos años, cuando no era una vieja gastada por dentro, cuando los pulmones no silbaban como si fueran a reventar en cualquier momento.

Sentía, lo sabía, y Dios lo sabía también, que se estaba muriendo. Lo malo era que Paddy lo sabía también.

Cada vez la visitaba menos, como si temiera que se le pegara el olor a cadáver. En ocasiones ella misma se olisqueaba, tratando de encontrarlo. O buscaba su reflejo en alguna superficie brillante, rastreando el color de la muerte en su semblante. Y allí estaba, detrás de sus ojos, agazapado. Lo veía tan claro como la luz del día, como olía su tierra mientras dormía.

Le quedaba poco, sí, pero antes le debía a su hijo y a Alba el alejarlos de aquella alimaña carroñera. O intentarlo, al menos.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

—Creo que deberíamos decírselo a tu madre.

Flynn jugaba con uno de los mechones cobrizos de Alba. En ese momento, en lo último en lo que quería pensar era en su madre. No quería pensar en nada que no fuera esa chica adorable que tenía entre sus brazos, y en que a lo mejor le dejaría besarla. Por ese entonces, aunque había escuchado muchas cosas a otros muchachos, y aún había visto algunas más, algo imposible de eludir viviendo en un lugar como aquel, le parecía pecaminoso imaginarlas siquiera tratándose de Alba, que había sido poco menos que su hermana hasta hacía no tanto tiempo.

Emitió un sonido que ella tendría que identificar como quisiera. No era que no quisiera que su madre lo supiera. Era solo que quería tenerla para él. Temía que, cuando los demás supieran que eran novios, los mirarían distinto, no podrían estar juntos como en ese momento. Ya no podría acercarse para tomarle una mano, y ya no podría darle un beso en la mejilla sin motivo aparente. Ya no podría abrazarla en cualquier instante. Entonces todos se darían codazos entre sí y cuchichearían, y ya no sería lo mismo. Ahora Alba era solo para él. Tenían un secreto y le gustaba esa sensación de saber algo que nadie más podía imaginar siquiera.

¿Era eso estar enamorado?

Pensó en lo que Alba había dicho, aquello de que solo se casaba la gente que estaba enamorada. Que él supiera, así era también. Eso le había dicho su madre, y su madre jamás mentiría en algo semejante.

Nunca se había planteado aquello hasta ahora. Debía de ser cierto, si pensar en perder aquella sensación le hacía sentir dolor de tripa.

—Esperemos un poco. El día de tu cumpleaños. Cuando cumplas catorce se lo diremos a mi madre, ¿qué te parece?

Era un plan improvisado, pero le daba tiempo. Cuanto más lo pensaba, mejor le sonaba. Quedaban todavía meses para esa fecha. El verano y el otoño eran muy largos. El invierno lo era más aún. Y la primavera era una fecha ideal para hablar de amor, como decían las viejas canciones de su tierra. Estaba seguro de que lo había escuchado en alguna de las que cantaba Alba, bajito, justo a su oído, antes de que se durmiera.

Nunca cantaba canciones alegres, sino canciones tristes, de añoranza de su tierra, o canciones de amores perdidos. Muchas veces cantaba Róisín Dubh, que tenía el poder de remover algo extraño en él. Al cantarla, la voz de Alba se convertía en un quejido amargo y doloroso, como si ella misma estuviera viendo a Cu Chulain en su última batalla despidiéndose de su Rosa Negra, diciéndole que llegaría su momento, su tiempo de volver a brillar. Él no lo tenía tan claro, y era por eso que aquella canción le hacía sentir un agujero en el corazón. Odiaba que la cantase con aquel sentimiento, porque él no podía compartirlo. Irlanda había quedado atrás y América era el futuro.

—De acuerdo. En primavera —asintió ella, contenta, aflojándose contra él—. Para entonces habrás encontrado otro trabajo y estaremos lejos de aquí.

Flynn rio.

—Paddy paga bien. Dudo que encuentre un trabajo mejor.

—Pero tú dijiste que…

—Todavía es pronto. Hay tiempo. Quiero probar algunas cosas antes de…

—No podrás. Paddy no te dejará escapar.

Los dos comenzaron a hablar al mismo tiempo, incapaces de escuchar al otro. Poco a poco fueron enzarzándose, alzando el tono de voz, sin darse cuenta de que ya no estaban solos en la habitación.

—Qué bonito espectáculo —dijo Paddy con voz burlona—. Qué poca fe me tienes, pajarillo. Con lo que yo te aprecio.

Alba pareció quedarse paralizada durante unos segundos, como si no supiera qué hacer. Flynn la sintió temblar, aunque se calmó cuando le apretó la mano.

—Alba no te conoce bien, Paddy —dijo Flynn