The Breakup Tour - Emily Wibberley - E-Book

The Breakup Tour E-Book

Emily Wibberley

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Beschreibung

"Riley Wynn pasó de ser una cantautora prometedora a una superestrella de la noche a la mañana, gracias a su álbum conceptual de canciones de ruptura y su inolvidable sencillo principal. Cuando el exmarido de Riley afirma que la exitosa canción trata sobre él, ella hace algo que no ha hecho en diez años y llama a Max Harcourt, su novio de la universidad y la verdadera inspiración para la canción del verano, y le pide que se haga público como su musa compositora. Él acepta. Mientras actúan por todo el país, Max y Riley comienzan a darse cuenta de que, si bien tocaron algunas notas equivocadas en el pasado, su futuro podría deparar cosas increíbles. Y su relación reavivada durará para siempre o se arruinará."

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Riley Wynn pasó de ser una cantautora prometedora a una superestrella de la noche a la mañana gracias a su álbum de canciones de ruptura. Entonces, su exmarido empieza a aprovecharse de su éxito, pero Riley no piensa permitirlo. Así que decide llamar a Max Harcourt, su novio de la universidad y la verdadera inspiración detrás de la canción del verano.

Max, que hace años que vive alejado de la música, no espera que Riley se presente en su puerta y le pida hacer pública su historia. Al final, acepta con la condición de unirse a la gira como pianista. ¿Será capaz de perseguir el sueño que idearon juntos diez años atrás? ¿O Riley volverá a romperle el corazón sin piedad?

Mientras actúan por todo el país, comienzan a darse cuenta de que, si bien tocaron algunas notas equivocadas en el pasado, su futuro podría estar lleno de melodías increíbles.

Emily Wibberley y Austin Siegemund-Broka iban juntos a la escuela y terminaron enamorándose. Austin se licenció en Harvard; Emily, en Princeton. Hace años que escriben novelas juveniles a cuatro manos y, recientemente, se han adentrado en el mundo del romance contemporáneo con mucho éxito.

Emily y Austin están casados, viven en Los Ángeles y sacan inspiración diaria de su propia historia de amor.

Visita su web: www.emilyandaustinwrite.com

A todas las Swifties y a la señorita Swift, por su inspiración eterna.

PRÓLOGORiley

No hay nada como el sonido de un corazón roto.

Despego los labios del micrófono, agotada, y en mi cabeza zumba una melodía inquieta. Estas últimas semanas, me he sumergido en los peores recuerdos de mi vida, en las heridas más profundas, en busca de inspiración. Es donde encuentro lo que necesito. Solo debo seguir escuchando.

Si soy sincera, estoy frustrada. Después de quince horas en el estudio, la canción ya debería ser perfecta.

Sin embargo, es todo lo contrario. El estribillo es malo, sintéticamente triste. Los versos no alcanzan un punto cúlmine, carecen de urgencia. La instrumental está bastante bien, pero es mi voz la que no logro que suene como quiero. Se oye como si estuviera actuando. Estoy sola en esto, volviendo a grabar las voces. Cuanto más lucho con la canción, más me alejo de la música de mi corazón, que insiste en que la libere.

Ojalá pudiera. Se suponía que esta canción sería mi obra maestra. Tiene que ser mi obra maestra. Merece ser mi obra maestra.

Él merece ser mi obra maestra.

Suspiro, exasperada, e intento relajarme. En la sala insonorizada, es fácil olvidar que es la una de la madrugada. Nada cambia en esta sala improductiva y sin ventanas, llena de micrófonos y pocos muebles. Suelo agradecer la soledad, la falta de distracciones, la libertad de perseguir cualquier inspiración musical.

En este momento, sin embargo, solo me recuerda la falta de progreso en la canción que no consigo terminar.

Una parte de mí quiere dar por concluida la noche. Estoy desesperada por rendirme ante la impersonal y cómoda suite donde me hospedo, mi hogar durante los últimos meses. El Hotel Victory de San Vicente, cerca de Sunset, uno de los vecindarios más influyentes de la industria del entretenimiento de Los Ángeles, me alojó discretamente mientras evitaba buscar una casa y, en cambio, me sumergía de lleno en mi música.

No pude evitarlo. Después de mi divorcio, ¿qué otra cosa podía hacer?

El final de mi matrimonio fue una señal. Sabía que podía escribir sobre nosotros sin contenerme. Todo lo que anhelaba, todo lo que imaginé que sería. Fui detrás de la promesa de nuestra canción hasta que finalmente One Minute estuvo terminada.

Mientras guardaba mis cosas en las maletas para mudarme, escuché la demo una y otra vez. Una y otra vez, el recuerdo de la música que encontré en el dolor me impedía llorar. Mi ex no estaba en casa, dejó que me mudara con tranquilidad, una actitud sorprendentemente amable de su parte. Me lo tomé con calma hasta que, de repente, llegó.

La inspiración.

Estaba orgullosa de haber plasmado toda nuestra relación en una canción. Me dio el concepto del álbum. Le propuse la idea a mi discográfica, y les encantó. Comencé a escribir, y una vez que lo hice, no pude parar. Me consumió. De la escritura pasé a la grabación, y durante muchos días hice un poco de todo.

Prácticamente he vivido aquí, en el enorme estudio de grabación de Stereosonic, llenando las horas retocando detalles, y a menudo durmiendo en el sofá. Cuando busco inspiración, recostarme es lo más fácil. A decir verdad, es probable que sea la huésped favorita del Hotel Victory.

Las canciones surgieron solas, y cada una inmortaliza una relación. Trabajé hasta que quedaron exactamente como quería. El proceso no se parecía a ningún otro que hubiera experimentado antes. Podía escuchar todo lo que quería, y trabajé sin descanso hasta que ejecuté once canciones de manera impecable.

Todo era mágico. El sonido de un corazón roto. Y todo iba sorprendentemente bien.

Hasta ahora.

Al principio, ni siquiera sabía si quería escribir la canción con la que ahora lucho. Hace mucho tiempo que esta relación acabó, y lejos del ojo público, a diferencia de mis infames aventuras y mi matrimonio. Ni siquiera es un pie de página de las muchas, muchas historias con músicos y estrellas de cine que he amado y perdido.

Sin embargo, decidí que quería incluirlo por una razón innegable.

Sé, con certeza, que lo amé más que a nadie. Escuché cada armonía. Podía sentir la maravilla de cada repetición que se avecinaba. Estuve inolvidablemente enamorada de él.

Durante días, la canción que al final escribí para él me eludió. Una vez terminada, el álbum estaría completo. Desde que escribí la letra, la he grabado muchísimas veces, ninguna de forma satisfactoria. Cuando sentía que no le hacía mérito, procrastinaba y me concentraba en alguna de las otras canciones del álbum.

Ahora me he quedado sin canciones por terminar.

Estoy destrozada. Tengo la voz ronca y me duele la espalda de las horas que llevo sentada frente al micrófono del estudio. El Hotel Victory está a unas manzanas, en las calles desiertas de West Hollywood. Me imagino el frío suelo de mármol, las cortinas que dejan entrar un poco de luz, delineando los muebles con un suave tono blanco grisáceo. El edredón acolchado de mi cama y la independencia que me asegura esa soledad.

En lugar de eso, me arrastro hacia el sofá del estudio. Decido que no me permitiré las comodidades «de casa». No cuando he fracasado. Pasar la noche en el estudio es mi recordatorio del trabajo que me queda por delante.

En la oscuridad de mi mente acecha una posibilidad peligrosa. ¿Y si solo tengo once canciones de desamor en mi interior? Esta canción es muy importante. Pero ¿y si esa importancia no es suficiente? ¿Y si he agotado todos mis recursos en el divorcio y al escribir de forma incesante canciones de desamor?

Es increíblemente deprimente. Desestimo la idea. No obstante, necesito dormir. Lo que siento ahora no será de ayuda a la hora de grabar. Me siento infeliz, derrotada, frustrada y sin esperanza. Me siento como si…

Me enderezo.

¿Y si esta es la manera perfecta de grabar?

Mi cuerpo me exige que descanse, pero en lugar de eso, vuelvo a pararme frente al micrófono. El corazón me late con fuerza. Este álbum trata sobre las luchas y las heridas más profundas de mi vida. Las heridas del amor. Está dedicado a la devoción y a la derrota.

Es entonces cuando me doy cuenta: así es como debe sonar. Tiene que doler.

Comienzo la grabación. He invertido suficientes horas en este lugar como para saber cómo funciona todo sin la ayuda de mi técnico musical o productor, quienes, dada la hora, ya se encuentran en sus casas. El piano invade mis oídos.

Cuando el verso llega, canto. Canto como si fuera la última oportunidad que me doy a mí misma. Canto como si me rindiera. Canto como si me estuviera despidiendo.

Lo pongo todo en la música, casi como si supiera que ese todo no es suficiente. Como si supiera que no puedo ser lo que la canción necesita.

Y me duele. Me duele mucho.

Con la emoción que le dedico a cada nota, me sorprende lo rápido que pasan los tres versos, los tres estribillos y el puente. La música termina y todo se queda en silencio. Me alejo del micrófono y, con manos temblorosas, me seco los ojos. Ni siquiera sabía que estaba llorando.

En el silencio del estudio, dudo. Me quedo sin inspiración, sin defensas, sin nada más que una frágil esperanza. No sé lo que haré si esta canción me rompe el corazón como el hombre que la inspiró.

Pongo la grabación. La canción en la que he trabajado durante días, semanas y meses llena el estudio. Escucho con atención.

Es… perfecta. Es realmente perfecta.

Ha valido la pena, me recuerdo mientras camino con pasos pesados hacia el sofá, sabiendo que me quedaré dormida en el Uber si vuelvo al hotel. El dolor que he entregado ha valido la pena, y estoy segura de que esta canción me lo dará todo.

Es como un cambio en mi vida. Innegable. Parece éxito. Suena a legado.

Ha valido la pena, me repito a mí misma, como un mantra en esta habitación sin ventanas. Has hecho que valiera la pena.

CUATRO MESES DESPUÉS

UNOMax

Recuerdo con lujo de detalles qué canción sonaba cuando encendí el coche la noche que me rompieron el corazón.

Metí la llave y, casi al segundo, el interior del Toyota Carmy de segunda mano que compré cuando terminé la secundaria se vio invadido por The Same Situation de Joni Mitchell. Aun sabiendo que se entrelazaría con los recuerdos tristes del día, quise hacer de cuenta que estaba bien (muy estúpido de mi parte) y dejé que la canción sonara. Por medio de las silenciosas autopistas de Los Ángeles, conduje con una sensación extraña en el estómago, casi una premonición de que la voz de Joni me acecharía desde ese momento.

Y así, una década más tarde, mi dedo titubea sobre mi portátil sin poder presionar play.

En la oficina que comparto con mi hermana en Harcourt Homes, la residencia para ancianos que administramos, veo en Spotify el nuevo disco de Riley Wynn. Estoy solo e ignoro los papeles acumulados en mi escritorio. En el Valle de San Fernando, California, enero es el mes más frío. Y ese es el clima que me rodea, que invade mis dedos con expectativa y urgencia.

«Escúchala, Max. Solo escúchala».

Sé qué va a pasar cuando empiece la primera canción. Si la empiezo. De un modo que solo ella puede hacerlo, la voz de la nueva hechicera pop favorita del país se va a insertar en mi alma.

Sé que debo hacerlo, debo escucharla. Presiono play. Me dejo atrapar por la magia de la música de Riley. Y en especial por Until You, la canción del año. Mantenerme alejado hasta ahora ha sido un trabajo duro, ya que no dejan de ponerla en la radio.

No diría que lo he logrado con éxito, los fragmentos se cuelan mientras cambio de emisora o en el supermercado. Sin contar con el acecho de la imagen de Riley en los carteles publicitarios a lo largo de Sunset. En la portada del álbum lleva un vestido de novia prendido fuego. Hace una semana, recibí un correo electrónico de la entrevista destacada de la semana de The Rolling Stone.

De todos modos, he logrado resistir hasta hoy. He llegado a mi límite, es como si un agujero negro me estuviese absorbiendo. No puedo evitar pensar que no solo las estrellas tienen gravedad, sino también los agujeros negros. Como si fuesen el punto de gravedad, los ojos de Riley me observan desde la pantalla.

Sé que mi oscilación es patética, pero si soy justo, no muchas personas se encuentran en la disyuntiva que experimento yo ante el nuevo álbum de Riley Wynn.

Cuando una de las canciones habla de ti, ¿cómo eres capaz de escuchar The Breakup Record?

Pienso que las doce personas inmortalizadas en estas canciones deberíamos formar un grupo de apoyo. Este es el maravilloso concepto del álbum, cada canción es una ruptura amorosa de la vida de Riley.

Los nueves meses que salimos en la universidad están incluidos junto a relaciones que encabezaron titulares de Hollywood, romances pasajeros y su escandaloso divorcio. Nueve meses en los que, sin saberlo, salí con una mujer que se convertiría en una de las artistas más famosas del mundo. Nueve meses en los que sentí que había encontrado el coro de mis versos en Riley Winn, cuyos labios me hacían enardecer, cuya sonrisa era como las luces de un escenario, cuya risa tocaba los acordes más secretos de mi corazón.

Una vocecita, con esperanza, me susurra: Existe la posibilidad de que no me haya incluido. ¿Puede que nuestra relación no haya sido tan relevante como para entrar en este álbum?

Pero, si lo pienso bien, creo que eso sería peor.

Riley es famosa por sus canciones de desamor y, según la fuente que la juzgaba, era una genialidad o una broma de mal gusto. Cuando era popular pero aún no estaba dentro de la lista de predilectas de la industria de la música contemporánea, las canciones de desamor fueron los grandes éxitos de su primer álbum y sus EP.

No hacía falta preguntar por qué. Cuando las escuchaba una o dos veces, ya sea por nostalgia, masoquismo o una mezcla de ambas, la obsesión con el dolor o el placer se evidenciaba en la fuerza de su voz y en la agudeza y perspicacia de sus letras y su música.

Así se creó su reputación. La prensa la llama «La reina de las rupturas».

The Breakup Record es la metamanifestación de su propia reputación, autocrítica y autorrealización en un mismo combo. El ingenio de Riley logra convertir en obras maestras las desventuras, mientras les otorga ironía y relevancia a fracasos amorosos suficientemente memorables como para convertirlos en canciones. Aunque admito mi reticencia a la fama, aun así prefiero la punzante pluma de Riley Wynn a la deshonra de ser un ex olvidado.

Si nos escribió una canción, solo hay una forma de averiguarlo. Pero ¿cómo me preparo para caminar sobre el fuego del mismo modo que lo hace ella en la portada del álbum? Todas las melodías guardan recuerdos. No existe nada más efectivo para evocar sentimientos, lugares, momentos; es como la púa del tocadiscos del alma. Puedo recordar qué canción sonaba cuando me dieron mi primer beso, cuál elegí para cenar la primera noche en mi primer apartamento, qué sonaba en la radio cuando mi padre me dijo que si deseaba que Harcourt Homes siguiera abierto debía hacerme cargo del negocio.

Vuelvo a esos momentos cuando las escucho.

E incluso diez años después, sé que pasará lo mismo cuando reproduzca lo que sea que Riley escribió para nosotros, estaré reviviendo algo que no estoy del todo seguro de haber superado.

–¿Ya lo has escuchado?

Cierro el portátil de golpe ante el sonido de la voz de Jess, y me avergüenzo del acto casi de inmediato; no es que estuviera mirando porno o algo así.

Mi hermana sonríe con seguridad, apenas ha abierto la puerta de la oficina para asomar la cabeza. El brillo en sus ojos verdes confirma que sabe con exactitud en qué clase de infierno me encuentro. Somos muy parecidos físicamente, lo que nos vuelve el dúo perfecto para la sección «Acerca de nosotros» de las páginas web de residencias para ancianos.

–Lo he escuchado –digo de manera neutral.

–Mentiroso –responde Jess, y agrega con un tono de ligera desesperación–: Vamos. Necesito que lo escuches y me digas si alguna es sobre ti.

–No podemos dar por hecho que ha escrito sobre mí. –Mi propia falta de convicción se evidencia en mi cara.

Jess pone los ojos en blanco.

–Riley y tú estaban obsesionados el uno con el otro. Estoy más que segura de que hay una canción sobre ti… –Luego se encoge de hombros, simulando en sus palabras una especulación casual–. Si tuviera que elegir diría que Until You.

Frunzo el ceño porque creo que Jess me está tomando el pelo. Es probable que haya una canción que hable de mí, pero no LA canción del álbum, el single. Es imposible, y estoy seguro de que será la penúltima canción o algo así, una de relleno que podría haberse quedado fuera perfectamente.

–Seguro que Until You es sobre ese tonto –digo.

Jess me mira incrédula.

–¿Wesley Jameson? ¿Su exmarido? Es un actor nominado a los premios Emmy, y el crush de todo internet. No es ningún tonto –responde fulminante.

–Lo que tú digas –digo mientras el calor se expande por mi cara, ya que sé con exactitud quién es el exmarido de Riley–. La canción es sobre él. ¿No es eso lo que dice todo el mundo?

No es que invierta mi tiempo en leer chismes, sin embargo, cuando se trata de Riley, es difícil pasarlos por alto. Alcanzó la clase de estrellato que convierte su vida amorosa en un pasatiempo nacional. Y en internet, todos dicen que el mayor éxito del álbum es Wesley, el matrimonio que le duró tres meses.

¿Me sorprendí cuando se casó con una de las estrellas más atractivas del momento? Para nada. Ella lo es todo. Es preciosa, inteligente, ingeniosa e implacable. Quería alguien a su misma altura para complementarla, alguien que pudiera seguir el ritmo de su inagotable incandescencia.

Jameson cumplía con todo eso. Atractivo a un nivel casi perfecto, muestra en cada sesión de fotos sus varoniles rasgos afilados y ojos entrecerrados de manera natural. Y tal como dijo Jess, es irresistible: él, su cabellera ondulada y oscura y su mirada sombría. Cautiva en la pantalla grande con roles que van desde un criminal conflictivo en HBO al protagonista de todas las fantasías de los fanáticos.

Su relación captó el ojo público casi al momento. Se filtraron todo tipo de imágenes juntos, él susurrándole al oído, acudiendo de la mano a eventos benéficos y fiestas… Pero, hasta ese momento, no eran noticias con impacto mundial, el famoso en la relación era él. Y la prensa y los rumores destacaban su combinación de popularidad y prestigio para potenciales futuros roles, así como también otras mujeres en su vida.

Fueron las fotos de ellos juntos las que captaron la atención de los fanáticos: el resplandor de Riley emparejado con el destello en los ojos de Jameson. Este príncipe oscuro había atrapado a la estrella musical, que generó cada vez más tuits y comentarios, hasta que se convirtieron en las estrellas de la escena pública.

Se casaron tan solo dos meses después. Y a los tres, ya estaban divorciados.

Era casi un perfecto reflejo de las diferencias en las elecciones de nuestras vidas. He tenido relaciones después de ella, incluso algunas serias, pero la finitud de estos pasajes de mi vida es algo inquietante, desaparecieron de tal forma que apenas las recuerdo de forma detallada. Kendra era diseñadora gráfica y trabajaba para la campaña política de un nuevo alcalde progresista; le encantaba el té y adoraba a su hermana. Elizabeth, la nieta de uno de nuestros residentes, era abogada laboral y odiaba Los Ángeles, soñaba con vivir en Francia.

Durante el año que pasé con cada una de esas mujeres, las quise profundamente, pero nunca llegó a funcionar del todo, algo no encajaba.

Tal vez el problema era yo, ya que puedo asumir la culpa por el final de cada relación. Lo mismo sucedía ante la idea de convivir, siempre me retiré antes de efectuarlo. No de inmediato, pero sí de manera inequívoca. Fue así como las cenas se volvieron más silenciosas y el futuro se desvaneció en la incertidumbre. Podía sentir que algo faltaba, o me llegué a convencer de que era así. Me asustaba y salía huyendo.

–No me engañes, no la has escuchado, ¿no? –pregunta Jess con un asombro casi escéptico.

Me pongo de pie, como confirmación a su pregunta.

–Llego tarde –digo, en un intento de evitar el tono molesto en mi voz. El gran problema de trabajar con tu familia es que no puedes escaparte de ellos por mucho que lo desees–. Me necesitan en la sala de estar –le recrimino a Jess (que sigue en el umbral) con la esperanza de que se olvide el tema.

Pero, por supuesto, no lo hace.

–Una de esas canciones es sobre ti, Max –asegura.

Sin responder, me dirijo hacia el pasillo. La verdad es que la curiosidad de mi hermana no me sorprende. Todos los que me conocen en persona, cuatro gatos fuera de Harcourt Homes (donde los residentes no escuchan precisamente los éxitos musicales de SiriusXM), me han preguntado con entusiasmo qué canción es sobre mí.

Me refugio en responder que no tengo ni idea y que tampoco me interesa saberlo. Para superar a Riley Wynn diez años no han sido suficientes, tal vez veinte sí lo sean. ¿Qué cantaba Springsteen? Estoy seguro de que en veinte años esto me resultará gracioso.

Me dirijo hacia el vestíbulo e intento ignorar los parches de pintura descascarada cerca de la alfombra que se enrolla desde el suelo. Detalles que nuestros residentes no notan, o al menos eso espero, pero que a mí me sacan de quicio. Muestras de culpabilidad sobre sitios de la residencia en los que no pude cumplir con las demandas necesarias.

Harcourt Homes es una herencia que llevo con orgullo, a pesar de haber sido el negocio de mis padres, y ahora mi legado. En las llanuras del Valle y a solo unos minutos de la inconfundible ciudad de Los Ángeles, mantenemos las vidas de los residentes sin grandes cambios. Ese es el mayor propósito de lo que hacemos: conservar su salud, comodidad y consistencia. Es un negocio que trata de esperar y aferrarse.

Aguantando a pesar de lo que encontré en las hojas de cálculo, las finanzas mensuales que imprimí, no tan diferentes a las del mes pasado.

Las he revisado minuciosamente en búsqueda de recortes o deficiencias ocultas para aprovechar, en pos de hacer lo correcto por este lugar. Pero no hay nada, excepto la crueldad evidente de aumentar los precios a nuestros residentes, cosa que nunca haríamos. La planificación de la jubilación es casi imposible, ya que cuando alguien no calcula correctamente cuántos años necesita ahorrar, ajustamos las tarifas con su familia según lo que puedan pagar. Y como es de esperar, esto ha dejado a Harcourt Homes al borde de la quiebra.

Quería ayudar de algún modo, por eso dejé la carrera de Música y me metí a Dirección de Empresas. Incluso ayudé, durante los primeros años, con el funcionamiento. Fue más tarde cuando me di cuenta de que no podía encontrar las soluciones que necesitábamos, lo que nos dejó en esta posición precaria, donde a diario recorto gastos de donde se pueda.

Sé que la conversación final es inminente, aquella en la que nos enfrentamos a la realidad, donde los reúno a todos y admito que Harcourt Homes no puede continuar; pero ahora mismo no puedo pensar en eso.

No mientras el piano me espera.

En solo unos minutos, tocaré para todos nuestros residentes y sus familiares. No quiero que mi estrés por la economía de la residencia afecte a mi actuación de esta noche, cosa que pasaría si permitiera que la dura realidad me golpeara. Pero todo lo que siento encuentra su camino de salida por medio de mi música.

La música es el corazón de Harcourt Homes, la chispa que sostiene estas paredes. Ya sea con viejos discos que reproduzco desde el tocadiscos o tocando para los residentes durante la cena, la música nos ayuda a olvidar la pintura descascarada de nuestra vida. Desde la secundaria, casi nunca he faltado a mi interpretación de piano dominical.

Cuando entro desde el pasillo principal, la sala de estar está llena de caras familiares. Los cuatro octogenarios que siempre llevan gorras de la Marina ocupan una esquina. Keri come con Grant, la pareja que se volvió inseparable desde que se dieron cuenta de que sus nombres se combinaban como el nombre de una antigua estrella de Hollywood. Imelda deleita a su hija con cotilleos de los residentes, de los cuales, sin lugar a duda, hay muchos. Los saludo mientras cruzo la habitación.

Cuando me siento frente al antiguo piano vertical, siento que estoy en casa.

–Al fin, Maxwell. –Apenas sorprendido, sonrío ante la voz de Linda, quien es, por supuesto, mi residente favorita de Harcourt Homes–. Mis papas ya están frías –comenta con una leve molestia en su mirada.

–Lo siento –digo sinceramente–. ¿Qué te parece si toco algo de Sinatra para compensarlo?

Linda, triunfante, sonríe satisfecha, y entonces comienzo a tocar.

El piano vertical de la residencia es el piano en el que aprendí a tocar; no es el más bonito del mundo ni mucho menos, pero es mi favorito. El sonido es generoso y la sensación gastada de las teclas es perfecta. Nunca continué con la música, a pesar de haberme especializado en interpretación de piano, y eso es debido a las complicaciones logísticas de este maravilloso instrumento: no puedo llevármelo conmigo a los conciertos.

Coloco mis dedos en las cálidas teclas que me dan su bienvenida; este piano es parte de mí. Cuando mi pie encuentra el pedal, siento como si estirara mis isquiotibiales para correr. Cuando me desplazo hacia delante en el banco, es como inhalar profundamente.

Toco, y es como volver a la vida.

La canción me sale del alma, al igual que el viento sobre las colinas de Mulholland Drive, tan solo a diez minutos de aquí. Come Fly with Me es una de las favoritas de los residentes, alegre, rápida y con teclas animadamente enlazadas. Y al igual que su título, suena como el impulso de las ruedas de un avión que despega de la pista.

La mitad del comedor se calla para escuchar y la otra mitad continúa con sus conversaciones, aunque no me importa, ya que la música no tiene que exigir la atención de todos. Está ahí para quienes la necesiten, por eso no todas las canciones predican desde el púlpito; algunas te toman de la mano desde el asiento del pasajero.

Recorro el repertorio de las canciones favoritas de los residentes: Sinatra, Elvis, Bobby Darin y Etta James. Cuando toco, olvido los minutos a la deriva del pasado en las ligeras corrientes de las melodías, y estoy feliz. Todo lo demás desaparece: las presiones financieras de Harcourt Homes, la idea de regresar a mi apartamento vacío, ver a mis amigos triunfar o renunciar a sus sueños por empleos estables y familias que encuentran igualmente satisfactorias.

Me olvido de la potencial canción famosa que pude haber inspirado. Me olvido de The Breakup Record. Me olvido de…

Bueno, no tanto. Nunca puedo olvidarme de Riley del todo.

El postre da la señal del final de mi actuación. Mientras el personal sirve tarta de lima (receta de mi padre y una de las formas de preservar su presencia, a pesar de que se jubilaron en Palm Springs), termino mi última canción, me levanto e inclino la cabeza ante los aplausos dispersos. No todas las mesas están ocupadas. Con cierto malestar en el pecho, noto que no estamos completos. Pero no puedo admitir a nadie nuevo, no sin dinero para más personal.

Es sorprendente lo rápido que el estrés me envuelve de nuevo y lo rápido que se desvanece en el pasado el respiro de la estimulante facilidad de esa música. Miro a los residentes disfrutar de sus comidas, pensar en todos a los que puedo fallarles me resulta abrumador.

–¡Una más!

El pedido resuena sobre los aplausos. La voz es joven, femenina y reclama de manera humorística.

Decir que me distrae sería el eufemismo del siglo, porque el corazón se me para.

Al echar un vistazo a la esquina trasera, miro dos veces para asegurarme de que no estoy alucinando. Veo el producto de mi imaginación manifestado, la imagen de los carteles que vi de camino esta mañana y la portada del álbum en Spotify que he observado durante horas.

Recuerdo el sonido de su pequeña inhalación antes de tocar el primer acorde de sus canciones en la universidad.

La figura sentada discretamente cerca de la entrada de la cocina es como un espejismo, y siento como mi corazón se acelera, junto a emociones que no puedo nombrar que aumentan en un armonioso crescendo prohibido.

Aunque lleva el pelo teñido del color del sol, sus raíces permanecen oscuras. Viste unos jeans negros, un top negro le cubre el pecho y revela, descuidada y temerariamente, la piel de la cintura. Por supuesto, sin sujetador, no tengo recuerdos de ella con uno puesto. Si se girara a la izquierda, podría ver la primera palabra del verso de la poesía que lleva tatuada bajo el pecho. Es de Mary Oliver, su favorita.

Who ever made music of a mild day?

Su preciosidad impresiona y me mira fijamente, con la cabeza inclinada hacia un lado. Su sonrisa confirma que sabe que ha salido de mis ensoñaciones.

Si soy sincero, «ensoñación» no es ni la mitad de la descripción del efecto que distorsiona mis sentidos. Ella es una sinfonía cuando esperas un solo. Ella te rompe el corazón y es mi primera canción favorita.

Desde una esquina de la habitación, Riley Wynn me saluda con la mano.

DOSRiley

No ha cambiado nada en la residencia para ancianos. Recuerdo la misma decoración, las baldosas del piso y el olor. Cada detalle del viaje hasta allí también me resulta familiar, las colinas secas y sinuosas que abren paso a la reconfortante extensión del Valle de San Francisco. Incluso reconozco algunos de los residentes de la última vez que estuve aquí, casi una década atrás. Harcourt Homes continúa igual. Pero no Max.

Durante nuestro tiempo juntos, solía prestar atención a cada faceta de su persona. Por eso los cambios producidos por los años me resultan tan evidentes. Tiene los hombros más anchos y la mandíbula, más afilada. Se le asoma una barba incipiente en el mentón, mientras que en la universidad siempre parecía recién afeitado, y ha aprendido a domarse los rizos.

Hands lined with veins like highways on a map to my favorite places. Granite-cut smile made for offering small graces.

Para sorpresa de nadie, ya lo convierto en una canción sin siquiera haberle hablado.

Su sentido del estilo también ha cambiado: cuando lo conocí solo llevaba camisetas y jeans; ahora su pantalón verde oliva complementa su camisa gris. Por último, lleva unas gafas redondas con un delicado marco de metal.

No cabe duda de lo apuesto que es y, aun así, cada cambio me recuerda que la última vez que hablamos éramos solo unos niños, estudiantes de segundo año en la universidad. La última década ha cambiado mis aspiraciones y mis miedos, y Max no ha estado a mi lado en este camino. Tengo la sensación de haber tocado sola en conciertos con entradas agotadas. Viví canciones de amor que él ni siquiera habrá escuchado.

No fingiré que estos años no han sido solitarios: una vida brillante en búsqueda de nuevos horizontes mientras perdía a las personas con las que quería compartirlo todo. Escapo del dolor o la duda al dejar que los días se me escurran entre los dedos. Los pequeños clubes y entrevistas en la radio del principio dieron paso a la vida que llevo ahora: visitas a las oficinas de Billboard o YouTube, paparazis fuera de la casa donde vivía cuando firmé mi primer contrato con una discográfica importante, y mi nombre siempre en la fuente característica de mi logotipo.

Nunca fui detrás de las relaciones que convertí en canciones por un vano intento de huir de la soledad. No estuve con Hawk, Kai o Wesley Jameson porque echara de menos a Max o necesitara compañía. Pensé que había encontrado el amor con cada uno de ellos. Y ese es mi don y mi maldición: la feroz convicción de que cualquier sueño está al alcance de mi mano, a la espera de que lo aproveche. Fama. Música. Amor. Todo gracias a un irrevocable motivo.

Maldita sea: yo soy Riley Wynn.

Riley Wynn, la que ama con intensidad. Riley Wynn, la que sufre con intensidad.

Riley Wynn, con miedo a tener que brillar para que la vean o sufrir para que la escuchen.

Y ese es el motivo por el cual todos creen conocer mi vida amorosa, o al menos los comentarios que he escuchado sobre The Breakup Record se basan en la suposición de que provoco estas rupturas para seguir escribiendo éxitos.

Me llaman «loca» por alejar a mis parejas de forma intencionada o por dejarlas con brusquedad solo para criticarlas frente al micrófono.

Es ridículo, ya que no hay planificación alguna en mi tumultuoso historial romántico, solo pasión genuina seguida de dolor genuino. Cuando las expreso en cada una de mis canciones, el dolor es real.

Hasta con Max. En especial con Max.

Ahora, veo cómo me estudia. Continúo el aplauso y mis gritos pidiendo otra canción atraen las miradas hacia mi mesa. Por suerte, la mujer de la primera fila se une a mi petición, que cobra cada vez más fuerza.

Con esfuerzo. Max aparta la mirada, hace una señal de rendición ante la multitud y se sienta otra vez frente al piano.

Cuando empieza a tocar, mis rodillas se debilitan en un silencioso deleite. La canción que ha elegido es It’s Been a Long, Long Time, aunque es posible que sea la favorita de Eustace o Ethel, o simplemente una más en el impresionante repertorio de clásicos de Max, de todos modos, lo dudo: estoy bastante segura de que es su respuesta a mi entrada en el lenguaje que solíamos usar para hablarnos.

La alegría se apodera de mí cuando lo veo tocar. No se parece a nadie que haya escuchado, y eso que he tocado con algunos de los mejores músicos del país. Cuando presiona las teclas es como si él se volviera parte de la música. Max Harcourt deja de ser solo un recuerdo y se vuelve una forma de sonido resonante; él no toca canciones, las encarna.

Por eso me enamoré de él la noche que nos conocimos. Era la una de la madrugada y él llevó su teclado a la sala de la residencia universitaria que compartíamos, que siempre se encontraba vacía. Me explicó que su compañero de cuarto no podía conciliar el sueño con el tranquilo clic de las teclas mientras tocaba con los auriculares puestos. Así que, cada vez que sentía el impulso de practicar en medio de la noche, Max salía de su habitación con su teclado.

La excepción llegó una noche de septiembre, cuando encontré a mi compañera de cuarto acompañada de un chico en mi cama y decidí dormir en el sofá de la sala. El clic de las teclas me despertó y me encontré a un chico que tocaba con sus auriculares puestos, absorto por una melodía que solo él podía escuchar. Su sonrisa tímida, cuando se dio cuenta de que lo miraba, hizo que cancelara la cita que iba a tener la noche siguiente.

Asumo que esa es la única cosa que no ha cambiado de él.

Termina la canción y recibe un nuevo y entusiasta aplauso al cual me uno. El hombre que tengo al lado no lo hace y clava el tenedor en su tarta. Con una sonrisa, me inclino hacia él.

–¿Disfruta del postre? –le pregunto.

Levanta la vista con sorpresa ante la interrupción, pero no me reconoce. Sé que llamo la atención en casi todos los lugares a los que voy, especialmente en un sitio como este; sin embargo, podría apostar que aquí nadie me reconoce.

–Delicioso –responde mi compañero de mesa. Su impactante bigote, bajo sus grandes gafas, se mueve con expresividad en cada palabra que dice–. La tarta de lima de Hank es la razón por la que elegí esta residencia.

Imposto mi voz en un tono encantador:

–¿Puedo probar un bocado?

–No todos los días tengo la oportunidad de compartir mi tarta con una mujer hermosa. –Desliza su plato hacia mí.

Soy de las personas que creen que las canciones guardan recuerdos de manera única, pero es cierto que la tarta casera de lima es un buen adversario, ya que, con solo probar el relleno de crema del plato de mi compañero de mesa, me siento abrumada: me arrollan los recuerdos de cenas compartidas en esta misma habitación, con la dulzura de encontrarme con un lugar que fue como una segunda casa.

–No sea humilde, estoy segura de que ha compartido muchas tartas a lo largo de su vida –respondo, y me alejo de los reconfortantes brazos de la nostalgia. Me encanta tener conversaciones con desconocidos y, aunque soy famosa por mis canciones sobre rupturas, una de mis partes favoritas es descubrir la inspiración en todas partes. Componer canciones es contar historias, es intuitivo una vez que te das cuenta. Cada persona está justo en el centro de la historia de su vida, así que, de un modo u otro, todos tenemos canciones para compartir.

Solo hay que saber escuchar.

Endereza sus hombros con renovado orgullo.

–No lo voy a negar… –dice como si fuera a darme más detalles.

–Riley. –La voz de Max nos interrumpe.

El sonido bajo de mi nombre en sus labios me resulta sorprendentemente familiar. Envolvió una breve palabra en medio de muchas capas, que guardan un saludo entre resguardado e indiferente.

Los recuerdos no me han impactado tanto a mí como a él, ya que Max no tenía forma de saber que me presentaría aquí. Y aunque tendría sentido que él tuviera fácil acceso a mi voz, estoy casi segura de que hace mucho que no me escucha.

Nuestras miradas se encuentran cuando me giro, y no puedo leer qué ocultan sus perfectos ojos verdes.

–¿Conoces a esta jovencita, Max? –pregunta mi compañero de cena.

–Solía hacerlo –dice Max. En cambio, su respuesta no carece de emoción, es más, suena como si contuviera en él todas las emociones del mundo–. ¿Qué haces aquí?

Me repliego en el asiento y, con una sonrisa, me encojo de hombros. El hombre está cautivado con la escena y, para su fortuna, mi cuerpo es incapaz de convertir todo a mi alrededor en un espectáculo.

–He venido a probar la tarta –digo con dulzura mientras como otro bocado.

Por un momento, Max me sostiene la mirada y luego decide aceptar mi respuesta.

–Dime si hay algo más con lo que pueda ayudarte –responde listo para marcharse.

Frunzo el ceño, no debería sorprenderme que no me siga el juego.

–Con permiso –le digo al señor que me acompañaba en la mesa.

Me levanto y sigo a Max fuera del comedor. Aunque su paso es rápido, niego la idea de que huye de mí de forma deliberada. Solo ha acabado su función y tiene otras cosas que hacer.

–Max –digo para detenerlo casi en una súplica, lo que me hace sentir algo tonta por la urgencia de mi voz–. ¿Podemos hablar en privado? –pregunto con cautela.

Su mirada se posa en mí.

–Entonces no has venido a comer tarta –contesta, sin un ápice de complicidad.

–No –confirmo–. Por supuesto que no.

Por un segundo que parece eterno, me estudia. Reconozco esa mirada de cuando sus ojos recorrían las notas, las pausas, los detalles de nuevas piezas musicales. Él quiere… leerme.

Me pregunto qué canción escucha, si una encantadora y dulce, como nuestros recuerdos más entrañables; si alguna triste, o solo la melancólica melodía que recuerda de cuando era más joven. No me atrevo a pretender ser la canción que no puede sacarse de la cabeza.

–Sígueme –dice al fin. Me asustaba su frialdad cuando me viera, pero no lo percibo así. Tampoco parece feliz, pero si alguna vez me guardó rencor, creo que ya hace tiempo que lo liberó.

Yo nunca le guardé resentimiento, aunque sé que podría haberlo hecho. En gran medida, sus decisiones fueron las responsables de que nuestra relación terminara. Pero no… no lo hice, ni lo hago. De los cuadernos que llené sobre Max Harcourt, con palabras condensadas en un solo poema que parte el corazón, ninguna fue escrita con resentimiento. Él no es mi enemigo ni tampoco cualquier ex.

Él es mi enigma.

A lo largo de la última década, la pregunta sobre cómo me dejó permaneció en la periferia de mi mente. Comprendí perfectamente su decisión, pero no entendí por qué la tomó. Puedo ignorar el enigma o escribir versos sobre él en una canción, pero incluso ahora, no tengo una respuesta clara.

Mientras sigo sus pasos, puedo ver que la recepción, donde su madre, Ruth, solía darles la bienvenida a los visitantes, se encuentra vacía. La imagen me entristece y me doy cuenta de que no todo permanece igual; solo espero que ella se encuentre bien.

Continuamos el camino por las escaleras y, aunque Harcourt Homes sigue como lo recuerdo, lo que significa para mí ha cambiado drásticamente.

Por supuesto, es la razón por la que Max me dejó. Y no es solo el lugar donde trabaja, es la persona en la que se ha convertido. Al ver nuevas grietas en la pintura desgastada, siento que ingreso en partes de Max, como si caminara por los pasillos de su corazón.

Mientras subimos las escaleras no hace ningún intento por entablar conversación o mirarme, lo que desata una lucha interna para no permitir que su indiferencia hiera mi ego. Por supuesto, lo he buscado a lo largo de los años, pero las redes sociales no son lo suyo. Tal vez está casado y mi presencia lo incomoda, o quizá lo que tuvimos solo fue una aventura entre su infinita lista de romances.

Tal vez no significo lo mismo para él que él para mí.

Caminamos a lo largo del pasillo principal del segundo piso, y sé a dónde nos dirigimos. Como era de esperar, cuando llegamos al final, Max abre la puerta de la pequeña oficina que solía ser la de su padre.

Su hermana Jess grita cuando me ve.

–Ay, por Dios –dice.

Con su exclamación logra sacudir mi mente del sinfín de interrogantes, y no puedo evitar sonreír. Mis brazos se extienden para darle un abrazo.

–Me alegro de verte –digo con sinceridad–. Has crecido.

La última vez que vi a Jess era una adolescente insegura. Ahora, ya ha encontrado su estilo: clásico y discreto, los rizos le enmarcan el rostro como si tuvieran vida propia. Está estupenda. Pero, al igual que cuando vi a Max, no puedo evitar sentirme confundida. Me alegra que le esté yendo bien, y a la vez me entristece haberme perdido tantos años de su vida.

Su sonrisa se expande. En mis quince años de exparejas, descubrí que las hermanas son arduas y críticas o cómplices y amistosas. Jess Harcourt fue siempre parte del segundo grupo, tardó solo minutos en mostrarme videos de Max en sus recitales de piano cuando solo tenía cinco años.

–Ahora eres… famosa –señala Jess mientras se despega de mis brazos.

Cada vez que me recuerdan mi imagen pública no logro evitar la inseguridad, pero con los años he aprendido a reaccionar de manera casual.

–Es raro, ¿no? –digo en búsqueda de una confirmación.

La hermana de Max niega con la cabeza de manera exagerada.

–No, raro sería que no hubiera pasado.

Me siento conmovida por su aprobación y entusiasmo, sin embargo, Max corta el intercambio.

–Jess –dice con amabilidad–, ¿nos darías un momento?

–Sí, claro. –Jess camina hacia la puerta y añade–: Riley, antes de que te vayas, debemos hacernos una foto, y quiero un autógrafo. Dios mío –agrega como si lo escuchara por primera vez, y cuando me toca el hombro no puedo evitar sonreír–. El disco es increíble.

Mis ojos se desvían hacia Max, a quien encuentro con la mirada fija sobre mí. Su silencio es como un disco que gira sin la aguja. No repite ninguno de los elogios de su hermana y me pregunto si ha escuchado The Breakup Record.

–Te prometo que te buscaré antes de irme –le digo a Jess.

Jess me lanza una mirada que interpreto como un: «más te vale»; luego sale y cierra la puerta detrás de ella. Cuando Max se apoya en la pared, al instante soy consciente de lo pequeña que es la habitación. Hace mucho, compartimos momentos de pasión aquí, al igual que muchas noches en el Valle. Las manos hábiles de Max habían encontrado mi cabello, la curva de mi cuello y mis caderas, mientras yo me apoyaba sobre este mismo escritorio. Tocó cada centímetro de mi piel como una escala musical y sus labios eran dulces como la tarta de lima.

La mirada de Max y su aspecto no sugieren nada de su destreza natural y su avasalladora pasión en… otros aspectos. Me besaba con una devoción ferviente, sus manos me exploraban como si fuera su obsesión favorita y sus dedos poseían habilidades que ni siquiera el piano conoce.

Los detalles me invaden. A pesar de que todo esto está fuera de contexto, aún más teniendo en cuenta su rigidez, no me castigo por el caluroso recuerdo. Aprendí a defenderme contra la vergüenza o el arrepentimiento, no me sirven de nada cuando vivo a través de canciones.

«Recuerda y siente sin miedo»: es lo que siempre me digo a mí misma.

–Me alegro de volver a verte –dice.

No puedo evitar levantar una ceja.

–¿En serio?

–Siempre me alegro de verte, Riley. –Sus gestos se suavizan levemente–. Eso no ha cambiado.

Sus palabras sinceras me reconfortan de una manera que ninguna reseña elogiosa o perfil de Pitchfork podría hacerlo.

–Yo también –digo con humildad–. Tienes buen aspecto, y sigues teniendo habilidad con el piano.

Sentado en la silla de su escritorio, me hace señas para que ocupe el asiento que Jess ha dejado vacío. Es sorprendente cómo llena el espacio de manera natural. Puedo ver cómo él también ha crecido.

–El piano está algo desafinado –se excusa.

Me encojo de hombros.

–Algunas canciones suenan mejor así.

–Eso no es cierto –responde un tanto escandalizado.

–Yo creo que sí, en esta era de procesadores industriales –agrego–. Es como cuando ves a un artista en directo, quieres que se equivoque con la letra solo para confirmar que de verdad está cantando.

–Tú nunca te confundes.

Me pregunto si sabe cuánto significa para mí esa observación imprevista. La letra es lo más relevante de mis canciones, nunca me perdonaría estropearlas. Elijo cada palabra con cuidado, como hago en este momento, como si esta conversación, este encuentro, fuera una canción que escribo para un solo oyente.

Hago un esfuerzo para parecer casual, cruzo las piernas y lo miro con curiosidad.

–¿Fuiste a alguno de mis conciertos?

–No, pero te conozco –contesta. Empalidece cuando se da cuenta de lo que acaba de decir–. Quiero decir, no es que no esté interesado en ir –agrega de manera apresurada.

–Ey, no hay problema –digo para tranquilizarlo. Una parte muy pequeña y reservada de mí se siente herida. He tocado para cientos de miles de personas a lo largo de los años, mucho más si cuento la audiencia de Saturday Night Live el fin de semana pasado. ¿Max nunca fue uno de ellos?–. Nunca esperé que vinieras a mis conciertos. –Veo cómo traga saliva, no sabe qué decir. Ojalá pudiera leerlo como él me lee a mí. Elijo cambiar de tema–. ¿Cómo está tu familia?

Parece aliviado.

–Bien, todos se encuentran bien –dice con entusiasmo ante este tema de conversación menos arriesgado–. Jess probablemente se mudará a Nueva York pronto por el trabajo de su novia. Mis padres se jubilaron y viven en Palm Springs, pero nos visitan todos los meses. Les alegra que Jess dé el paso, pero no pueden evitar estar tristes.

–Su novia –repito–. Guau, ¿en serio?

–Así es.

–¿Y tú? –pregunto.

–Me alegro por ella, por supuesto.

–No, me refiero a… –tartamudeo al enunciar esas palabras de una manera que nunca lo haría frente al micrófono–. ¿Hay alguien importante en tu vida? –Siento vergüenza por la manera torpe en la que he enunciado la pregunta.

Max aparta la mirada. Es en su pausa que decido que odio el silencio. Este sentimiento no es solo la guerra que libro contra el silencio cada noche que lleno un escenario con sonido, es un profundo resentimiento hacia el silencio que me enferma el corazón y del que estoy desesperada por que Max me libere…

–No en este momento –responde.

Hago un esfuerzo increíble y me contengo de realizar más preguntas. Indagar en cada detalle de su vida amorosa no es el motivo por el que estoy aquí.

–Es raro –dice–. Podría preguntarte lo mismo, pero…

Mi sonrisa ahora no muestra ningún signo de alegría.

–Pero ya has visto las noticias.

–Es difícil no hacerlo –contesta. Aunque el comentario podría ser superficial, no lo es. No de la manera en que lo dice–. Lamento lo de tu divorcio. ¿Cómo estás? –Sus palabras suenan como si no supiera cómo tener esta conversación, lo cual es comprensible.

Me encojo de hombros.

–Solo estuvimos juntos cinco meses. –De manera instintiva, esa observación es mi respuesta automática cuando se trata de hablar de Wesley. No es falsa y a la vez no revela nada, le da al oyente la libertad para inferir lo que quiera, cualquier suposición lo suficientemente satisfactoria como para que la conversación no continúe–. Tú y yo… –comienzo a decir, pero me detengo en seco.

–… duramos más que eso –acaba por mí. Aunque lo que ha dicho es simple, está lleno de interrogantes que no puedo entender del todo. Es capaz, como nadie que haya conocido, de convertir afirmaciones en preguntas, aunque desearía saber cuáles son.

–Es cierto. De todos modos, estoy bien.

Max empieza a sonreír hasta que algo nuevo cruza su expresión, cambiando las notas de la atmósfera a un tono menor.

–¿Qué haces aquí, Riley? –pregunta.

Por supuesto, él comprende que no he aparecido de repente solo para ponernos al día. Respiro hondo y siento como si estuviera en el escenario, a punto de cantar las primeras notas, y si soy sincera, no estoy segura de cuál situación me resulta más arriesgada: el comienzo de cada espectáculo, donde el más mínimo fallo podría dañar mi carrera, o aquí, en este viaje al pasado con el hombre que solía amar.

–Necesito pedirte un favor –digo.

TRESMax

Me inclino en mi silla. ¿Riley Wynn tiene que pedirme un favor? Ahora está de pie, dando vueltas en el pequeño espacio como si quedarse quieta fuese imposible. Observo su nerviosismo con creciente confusión, discordante con su apasionada y renegada confianza.

No me creo que esté aquí.

Cuando se acerca a la ventana, veo que el top que lleva puesto no tiene tela en la espalda, solo su piel hasta la cintura de sus tejanos. La vista es impactante en maneras en que escuchar su voz o tenerla frente a mí no lo es, es el recordatorio de los lugares donde posé las manos cuando la podía sostener.

Me siento sobre los dedos para contener cualquier movimiento. Sé cómo se sentiría en cada versión, dulcemente suave, o sudorosa si acaba de salir del escenario o después de nuestra primera ronda y con intención de desafiarme para la siguiente. La promesa de cómo me sentiría envuelto en ella es embriagadora y su aroma me besa incluso cuando sus labios no me tocan.

Riley.

La magia que emana es despiadada. Lucho en contra y miro para otro lado.

La verdad es que nunca imaginé que volvería a verla, excepto en ángulos cuidadosamente orquestados por cámaras y sesiones de fotos. Y sin embargo ahora siento que estamos viviendo otra vez la canción versionada de nuestras vidas. La letra, el movimiento de la melodía, es el mismo, pero el ritmo ha cambiado, la instrumentación se ha reducido a notas solitarias, la energía que fluye debajo de ellas es algo que nunca he escuchado, y titilan en mis dedos de una manera en que solo lo hacen las canciones inolvidables.

Las que quiero escuchar una y otra vez.

–Has escuchado el disco, ¿verdad? –pregunta frente a la mitad de su reflejo en la ventana.

–Aún no he tenido la oportunidad –confieso.

Se gira y la incredulidad reemplaza por completo su nerviosismo. Es sorprendente cómo por un momento la emoción la ilumina, es casi como mirar directo al flash de una cámara.

–No vas a mis conciertos ni escuchas mi música. No eres mi fan. –Asiente para sí misma y asimila la información–. Necesitaba un toque de humildad, y quien mejor que tu exnovio de la universidad para dártela. La fama muchas veces juega con tu cabeza.

–Ey –contesto a la defensiva–. Quieres que tu ex siga siendo parte de… ti.

Riley se ríe, y no puedo evitar sentir una descarga ante el sonido de alegría que emana.

–Max, he salido con, digamos, tres músicos relativamente populares.

–¿Y escuchas su música?

–Por supuesto que sí –exclama–. Uno de ellos escribió una canción sobre mí con muy mala fe, y me encanta.

Ahora me río.

–Eso es mentira –digo, pero sé que me equivoco. Riley trabaja para encontrar inspiración para sus canciones, pero vive como si quisiera inspirarlas.

–De verdad –insiste–. La escucho cuando hago ejercicio.