Un destino llamado Puerto - Magalí Escandell - E-Book

Un destino llamado Puerto E-Book

Magalí Escandell

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Beschreibung

"¿Crees en el destino? ¿Piensas que el amor puede ser magia? ¿Qué puerto te está esperando? Antonia y Manuel viven un amor inolvidable en una playa de la Patagonia que parecía estar esperándolos. Entre amigos de su edad, llenos de planes y entusiasmo, dejan que el destino marque el rumbo. Mientras tanto, disfrutan de la naturaleza, están juntos, se adoran. ¿Qué puede salir mal? UNA HISTORIA ESCRITA DE A DOS, UN RECUERDO IMBORRABLE Y UN GIRO INESPERADO."

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Saber que se puede volver a empezar.

Abrir la puerta a las segundas oportunidades.

Descubrir nuevos destinos.

Encontrar un puerto seguro.

Conocer nuevas personas.

Reconocer errores.

Creer en la magia.

Entregarse a la vida.

Amar.

Dejar una huella.

Soy

vera.romantica

vera.romantica

Para todas aquellas mujeres que sueñan con encontrar su destino.

Para mí, que tanto soñé con que este fuera el mío.

Para Pablo, Alfonsina y Genaro, que siguen siendo mi destino y mi puerto más seguro.

Sin ser consciente del tiempo, Antonia permaneció inmóvil, sentada sobre la arena, mientras la espuma del mar tocaba la punta de los dedos de sus pies. Solo un pensamiento se había vuelto recurrente, una y otra vez, al ritmo de las olas. ¿En qué momento lo permití, si juré no volver a enamorarme?, pensó, sin quitar la vista del océano que se presentaba más bravo que otras veces, más azul, más impenetrable.

El mar era su refugio. Ese lugar al que había ido cada vez que estaba triste, cuando solo había pensado en dejar de existir, las mañanas de sol que la volvieron plena, los momentos en que la alegría la inundó. El océano se había convertido en su confidente.

En la parte externa del antebrazo derecho, Antonia llevaba tatuada la frase: “Para todo mal, el mar. Para todo bien, también”. El día en que se hizo ese tatuaje, la acompañó Manuel. Y en cada ocasión que recordaba las palabras que llevaba grabadas en la piel lo recordaba a él.

–¡Hazte uno! –insistió Antonia ante la negativa del joven.

–Ya sabes que no voy a hacerlo –murmuró con la templanza que tanto lo caracterizaba.

Antonia no lo dijo nunca en voz alta, pero siempre esperó algo más de su parte. No algo más porque él no fuera suficiente, algo más porque ella era un espíritu insaciable.

El mar se convirtió en parte suya desde el momento en que lo vio por primera vez. La majestuosidad que se presentó ante sus ojos la cautivó de inmediato.

Y esa tarde, el sentimiento volvió a latir en ella como el primer día.

CAPÍTULO 1

Algo está por ocurrir

La primera vez que Manuel vio a Antonia supo que pasaría el resto de su vida junto a ella. Recién había llegado al pueblo, tras algunos días de recorrer la zona. Le habían recomendado no irse sin conocer ese lugar de la península. Cansado y con algo de tiempo por delante, decidió bajar un instante a la playa que había divisado desde la parte alta del pueblo y entonces la vio. Antonia estaba sentada sobre una piedra observando el océano como tantas otras veces, ignorando que ese día cambiaría todo para siempre.

Sin saber por qué, se detuvo algunos minutos a observarla. El viento que corría esa noche más el aroma del mar lo convertían en el ambiente perfecto. Su mirada estaba clavada en aquella mujer que miraba en la dirección contraria a donde estaba él. Solo logró ver su cabello rojizo y lacio, que tocaba sus hombros y marcaba el comienzo de una espalda menuda. Los brazos finos y largos, apoyados sobre los costados, confirmaban la delgadez de su figura. Manuel se desplazó un poco de su lugar con la intención de ver su rostro. ¿Qué imagen tendría aquella mujer que había captado su atención? Trató de cambiar de ángulo para observarla, pero, sin darse cuenta, pisó una botella de plástico que alguien había dejado en la playa.

El ruido alertó a Antonia, que giró la cabeza en busca del sonido que había interrumpido su pensamiento, y ante sus ojos apareció Manuel. Ambos se quedaron inmersos en la quietud, observándose, perdiéndose en esa mirada que sería la primera de tantas otras. Los grandes ojos verdes de ella completaron la imagen que Manuel estaba buscando, la pequeña y fina nariz se posaba sobre una sonrisa transparente. El rostro delgado y sereno de él cautivó de inmediato a Antonia, que no lograba apartar los ojos. ¿De dónde había salido aquel hombre que la miraba de lejos?

–¡Hola! –exclamó Manuel rompiendo el hielo–. Lamento interrumpir. No fue mi intención.

–¡Hola! No te preocupes –respondió ella, mientras se levantaba de la piedra con ayuda de las manos–. Solo miraba el horizonte.

–Recién llego y quise ver el mar. Desde arriba no se aprecia tanto su hermosura como desde aquí.

–Esta zona del pueblo es cautivadora. En temporada pueden verse las ballenas a lo lejos –afirmó señalando el océano–. Todos terminan enamorándose del paisaje. Es un pueblo encantador en todos sus rincones.

Manuel se acercó algunos pasos hasta quedar cerca de Antonia que se volteó nuevamente para mirar el mar. En pocos minutos el sol se ocultaría por completo y el paisaje sería en verdad deslumbrante. El agua calma, las amplias bardas y el cielo compusieron una imagen que los hechizó. Los atardeceres en Puerto Pirámides eran mágicos. Los colores del cielo se mezclaban entre amarillos y naranjas, y las últimas aves apuraban el vuelo en busca de refugio. A lo lejos podían verse los acantilados con forma de pirámides, motivo por el que el lugar recibió aquel nombre. Ya casi no quedaba nadie, los visitantes se habían ido hacía algunas horas y los lugareños no solían visitar mucho la playa durante la semana.

El mar, calmo, reflejaba el último brillo del sol. La luna había empezado a trazar su recorrido para dejarse ver poco a poco. Manuel no había visto antes una escena tan perfecta. Esa imagen se grabaría por siempre en sus retinas. Su mente se encontró colmada de belleza y le costó diferenciar si era por el paisaje o por la presencia de Antonia. Todo parecía perfecto. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que algo lo movilizaba internamente, a la vez que un profundo sentimiento de calma comenzaba a habitarlo. Sintió que vibraba con el lugar, como si fuera capaz de fundirse con el paisaje.

–¿Turista? –se animó a indagar ella al notar que él se había acercado un tanto más, pero permanecía en silencio.

–Algo así –murmuró aproximándose algunos pasos.

–¿Algo así?

Antonia quería saber más. Sus ojos negros, tan intensos como la noche que comenzaba a aparecer, su cara fina y alargada, y el cabello recogido en un rodete la atraparon. Manuel vestía bermudas de denim, una sudadera blanca y calzado deportivo de lona. En su hombro reposaba una mochila negra de cuero con una chaqueta del mismo color que colgaba de una de las correas. Su aspecto era relajado y distendido. Llevaba gafas recetadas que le daban un notable aire bohemio.

–Recién llegué, no tenía pensado venir a Puerto, pero algo en mi interior me dijo que no debía perderme este lugar –expresó con una leve sonrisa.

–Hiciste bien –afirmó ella–. Puerto es un lugar que todos deberían conocer.

–Debo admitir que no había escuchado hablar de este sitio. De haber sabido que encontraría tanta belleza junta, habría venido antes.

–Es que la mayoría de las personas solo conocen la Península Valdés como nombre general de la zona –explicó sin quitar sus ojos de los de él–. Pero pocos saben los nombres de los distintos lugares que la integran. Y Puerto, sin lugar a discusión, es de los más lindos.

–¿Tú? –indagó Manuel sin dejar de mirar cada centímetro de su rostro–. ¿Turista?

–En algún momento lo fui –señaló con serenidad y haciendo un ademán con los brazos–. Por cierto, soy Antonia.

–Un placer. Manuel.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de ambos mientras se estrechaban las manos. Los dos sintieron la energía del otro después de ese apretón. Algo que no habían esperado comenzaba a ocurrir y, sin saberlo, ese momento quedaría grabado en la memoria de los dos para siempre.

El anochecer terminó de nacer y los encontró sentados, compartiendo la piedra donde minutos antes Antonia había estado sentada en soledad, pero esa vez en una agradable charla en la que dos desconocidos comenzaron a conocerse.

Manuel no estaba seguro de cuánto quería contarle a Antonia sobre su pasado y se limitó a hablar sobre el viaje y algunas de sus pasiones. Había salido de Córdoba sin un itinerario preciso. Durante años había deseado recorrer la Argentina en moto, pero nunca terminaba de decidirse. El primer destino fue Potrero de los Funes; allí conoció a una pareja mayor que también viajaba en motocicleta y lo invitaron a seguir ruta con ellos. El Sosneado, en Mendoza, fue el destino siguiente. Manuel no había escuchado hablar de aquel pueblo antes, tal vez por eso, por ir sin expectativas, quedó totalmente deslumbrado. Agua turquesa cristalina, montañas con colores claros y mucha vegetación hicieron que cada rincón fuera inolvidable.

Le contó que continuó camino solo hasta Villa Pehuenia, un lugar situado a los pies de los andes patagónicos y que se había vuelto de sus favoritos. Manuel amaba la cordillera y todas las ciudades y pueblos que la rodeaban. En su viaje, continuó bajando, visitando distintos lugares hasta llegar a Trevelin; allí lo esperaba un viejo amigo que lo alojó por algunos días mientras recorrían la zona. “Si vieras la manera en que florecen los tulipanes”, dijo Manuel recordando la vista de aquellos campos. Un barilochense le había hablado de una localidad llamada Paso de los Indios, al parecer, algunas formaciones rocosas se ubicaban a los costados de la ruta y era un paisaje digno de admirar, sobre todo si viajaba en motocicleta, así que hacia allí se dirigió. Había pensado seguir viaje en dirección al sur, pero por algún motivo se desvió hacia el mar. Puerto Madryn fue su último destino antes de llegar a Puerto.

–Me resulta increíble que hayas hecho todo ese viaje solo –reconoció admirada Antonia.

–No lo hice totalmente solo, fue un viaje que te resumí en minutos, pero en cada lugar encontré a alguien con quien hacer algunos kilómetros de ruta –explicó acomodándose en el lugar–. Bueno, cuéntame algo sobre ti.

–Ufff… –suspiró Antonia–. ¿Qué puedo contarte?

–Lo que quieras –murmuró él para animarla.

Antonia no quería hablar de su pasado ni de su presente. Manuel la conocía justo en uno de los peores momentos de su vida, por lo que se limitó a hablar de sus sueños; cuando era adolescente soñaba con ser mochilera y recorrer el país como lo hacía él. Le contó sobre su amor por la literatura y coincidieron, inesperadamente, en su pasión por la poesía. Pasaron un buen rato hablando de autores.

La charla era fluida; nada parecía forzar la situación. Todo se daba de manera natural. Las miradas se encontraron en más de una oportunidad y el silencio los cubría. Ella estaba fascinada con todo lo que Manuel le había contado y él no podía creer la simpleza en lo que Antonia narraba. Sus sueños eran profundos y reales.

Una enorme luna llena iluminó la playa y sus rostros. Pasaron algunas horas antes de que se dieran cuenta del correr del tiempo. ¿En qué momento se esfumaron las horas?, pensó Antonia al notarlo.

–¡Uy! Debo irme, comienza mi turno –exclamó mientras se levantaba de un salto, acomodaba su ropa y sacudía la arena de sus manos.

–¿Tu turno?

–Sí. Debo ir a trabajar.

–¿Voy a volver a verte? –susurró Manuel.

Antonia lo miró con sus enormes ojos verdes, ahora más iluminados que antes, le regaló una sonrisa y caminó. Manuel la perdió con la mirada. ¡Deja de mirar, ya se alejó y no puedes verla!, se dijo a sí mismo mirando el camino por el que ella se había ido. Se quedó inmóvil sin comprender del todo lo que había sentido. Siempre había sido un sentimental, como decían sus más allegados, pero lo que le había pasado con Antonia era otra cosa. Tomó su mochila, que había dejado sobre la arena, la colgó de su hombro y salió en busca de la hostería donde había hecho la reserva.

Caminó calle arriba, por la misma senda por la que había llegado a la playa, hasta el lugar en donde había dejado su motocicleta. Cuando bajó, no había prestado atención a nada a su alrededor más que a la muchacha sentada en la piedra. A medida que avanzaba, se asombró al ver tantos comercios uno al lado del otro; restaurantes y bares de todas las formas y colores, hosterías, venta de objetos, cada comercio tenía su impronta. Aprovechó el momento y entró en uno para comprar algo para comer; además de cansado, estaba hambriento. Una vez montado en su moto, tomó el celular y dobló a la derecha como le indicaba el mapa. Solo faltaban quinientos metros y llegaría a su hospedaje.

CAPÍTULO 2

La Escondida

“La Escondida”, anunciaba un cartel al frente. Una hermosa y pequeña hostería apareció ante él en la dirección que marcó el GPS. Una construcción de madera, pintada de blanco por fuera y con techo de chapas, generaba una perfecta armonía con el resto del paisaje. Ventanas con cortinas finas y una puerta de metal vidriada le permitieron ver desde afuera el interior. Guardó el celular en el bolsillo, acomodó su moto en el aparcamiento y entró.

–¡Buenas noches! Soy Manuel Andrade, tengo una reserva a mi nombre.

–Bienvenido a La Escondida, Manuel. Mi nombre es Ciro y estoy para asistirte en lo que necesites –dijo un joven muy sonriente–. Sígueme, que te acompaño a tu habitación.

El muchacho que lo recibió sin duda no tenía más de veinticinco años. Una imagen desprolija y relajada iba perfecto con el estilo del lugar con el cual él también combinaba. Cruzaron un pequeño patio interno lleno de plantas y sillones, donde un grupo de jóvenes tomaba cerveza, mientras uno de ellos tocaba un cajón peruano de manera asombrosa. Pasaron por un corredor y Ciro se detuvo frente a una puerta de madera pintada con la escena de La última cena, de Da Vinci, pero protagonizada por mujeres de pueblos originarios. Abrió, le entregó la llave y se despidió.

La habitación era bastante chica, pero acogedora. La vista que regalaba la ventana daba al jardín trasero. Una cama simple, en el centro, con una mesa de noche al costado, unos estantes a modo de placar y un escritorio eran todo el mobiliario. El baño y la cocina eran compartidos.

Manuel sacó de su mochila las mudas de ropa que formaban su equipaje y apoyó su notebook sobre el escritorio. Tomó el agua, la comida, y se sentó a comer. La imagen de Antonia no salía de su mente. En su memoria había quedado grabado el color de su cabello, la simpleza y profundidad de su mirada, la curva de su sonrisa. ¿Dónde voy a encontrarla?, se preguntó repetidas veces. Un golpeteo en la puerta lo sobresaltó. Se levantó, tomó un sorbo de agua y abrió.

–¡Hola! Soy Clara. No quiero molestarte, pero te vimos pasar por el patio. –Una joven de ojos negros profundos le regalaba una sonrisa–. ¿Te gustaría sumarte a nosotros?

–¡Hola! –respondió Manuel, desconcertado, mientras ella lo miraba expectante–. ¡Me encantaría!

No estaba tan seguro de que le encantara la idea, pero la invitación lo tomó por sorpresa y no pudo negarse. Maldita debilidad de no saber decir que no, pensó. Eso lo había llevado por caminos que prefería olvidar.

Tomó un paquete de cigarrillos, su chaqueta, y salió detrás de Clara. Llegaron al patio; la música continuaba sonando, la cerveza era la bebida elegida por todos y las miradas se volvieron hacia él. Por un instante, se quedó inmóvil sin saber si saludar o regresar a su dormitorio. Había tres mujeres y cinco varones, según el conteo que pudo hacer de manera rápida al observarlos. Todos tendrían alrededor de treinta años, quizás menos. La chica que cantaba era una morena de pelo rizado y curvas llamativas; su acento al cantar dejó ver que era extranjera. Pero ¿de dónde?, se cuestionó intentando adivinar. Siempre disfrutaba de hacer ese tipo de conjeturas. Le resultaba hasta divertido pensar en qué historias guardaría cada una de las personas que se le presentaban en el camino.

–Chicos, ¡lo traje! –dijo Clara entre risas–. Él es…

Diablos, maldijo. No se había presentado. Esa era su oportunidad de inventar ese alguien que tanto ansiaba ser. De dejar atrás a Manuel y convertirse en su mejor y renovada versión, Mauro o Leandro, meditó. Aunque cambiar de nombre no solucionaría nada, además de que Ciro, también parte del grupo, conocía su identidad. Tendrás que ser tu mejor versión de otra forma. No podrás cambiarte el nombre aquí, se consoló.

–Manuel, soy Manuel. –Y tímidamente alzó la mano para hacer un saludo general.

Todos le respondieron con simpatía y una calidez que no esperaba. Lo recibieron como si fuera uno más. Pero claramente no eran un montón, eran una tribu. Lo supo cuando lo invitaron a unirse de una manera particular y diferente a lo que estaba acostumbrado.

–Hola, Manu –dijo alguien ya usando un sobrenombre–. Soy Pedro, y tenemos una costumbre en la hostería para quienes quieren compartir momentos en comunidad.

–Sí, no te asustes, es como la iniciación para una secta –bromeó otro de los hombres.

–No hagas caso a Gael –agregó Clara, con una risa divertida y algunas muecas de reproche hacia su amigo.

–Nos tomamos unos minutos de a uno para conocer al nuevo integrante, a solas, porque se conoce más mirando a los ojos que pasando el tiempo. Aunque también hablamos y nos reímos.

En ese instante, Manuel supo que estaba en el lugar correcto, con las personas correctas. Tanto había buscado, meditado, que todo lo llevó a estar ahí en ese momento. La dinámica del grupo le pareció maravillosa y transparente, y la propuesta que le hicieron le resultó muy movilizadora. Era la primera vez que veía algo así y ese tipo de conexión era lo que buscaba.

Clara fue la primera en tomar la posta. Era tradición que quien llevaba al nuevo invitado fuera el primero en reunirse bajo las miradas del resto.

–¡Hola! Otra vez –rio Clara.

–¡Hola! –respondió Manuel devolviéndole la sonrisa.

–Extraño todo, ¿no?

–Debo admitir que sí, pero lo que tiene de extraño lo tiene de hermoso. Se siente una energía tan fuerte, tan sincera.

–Es cierto, me pasó lo mismo al llegar –recordó con nostalgia–. Cuando llegué me quedé mirándolos desde la puerta, hasta que Pedro me invitó a unirme a ellos.

–Todos son muy amables.

–La esencia de los habitantes de Puerto –respondió y una vez más le regaló una amplia y amistosa sonrisa.

Clara y Manuel pasaron varios minutos hablando hasta que todos chasquearon los dedos. Era el cambio de turno, le tocaba al siguiente. Luego de Clara, pasó Trinidad, una lugareña que resultó ser la hermana de Ciro; ambos eran dueños de la hostería. Al parecer, las mujeres iban primero, porque luego de los chasquidos se acercó la muchacha que dejó de cantar para tomar la posta. Manuel se quitó la intriga, Alana era venezolana. Terminando ya la ronda de las mujeres, comenzaron a acercarse los chicos. Ciro fue el primero. Alejandro, el más serio del grupo, le siguió. La charla fue breve también con él. Pedro sacó de su lugar a Ale para sentarse y charlar con Manuel.

La conversación con Pedro fue bastante más larga que las anteriores. Era el mayor del grupo, el que vivía en el lugar desde hacía más tiempo y, hasta aquel momento, quien menos simpático le caía. Mucha charla y demasiada altanería. Manuel desconfiaba de aquellos que siempre buscaban sobresalir y caerles en gracia a todos.

Por un instante, Manuel se detuvo a observar al grupo, algo en su interior le decía que al fin había encontrado aquel lugar que tanto había buscado en su viaje. Una sensación de comodidad lo invadió. Podría hacer de este mi hogar, podría convivir con estas personas y aprender de ellas. Al final, no todo debe ser una eterna búsqueda.

Tras él llegó Gael, el de las manos mágicas que hacía sonar el cajón peruano. Quizás su historia contada en gotas hizo que se sintiera cercano a él. John fue el siguiente: un estadounidense que quería conocer la Patagonia argentina. En último lugar, se presentó Matías, que se había mantenido silencioso y alejado desde que Manuel llegó. Eran seis hombres, no había visto a ese último que estaba sentado en el piso al final de los sillones. Intercambiaron muy pocas palabras. Manuel pensó que tal vez le molestara su presencia o el hecho de haber interrumpido su reunión.

–No te preocupes por Mati –murmuró Clara cuando vio que su amigo se había alejado. Manuel había quedado solo y su rostro mostraba desconcierto–. Es muy tímido, le cuesta hablar con desconocidos, pero no lo tomes como algo personal.

–Pensé que tal vez el problema era yo, no a todos les gustan los nuevos.

La noche continuó entre cerveza y música. Manuel quiso preguntarles por Antonia, pero en el lugar se conocían todos y temió dar con la persona menos indicada para hacerlo. El cansancio del viaje y tantas conversaciones lo agotaron; quería ir a descansar. Insistieron en que se quedara un rato más, pero prefirió ir a su dormitorio.

Llegó a la habitación, se dio una ducha y se sentó frente al escritorio. Tomó el celular y vio que había mensajes nuevos. No lo había revisado desde que llegó y decidió no hacerlo en ese momento tampoco. Abrió la computadora y se dispuso a escribir. Tenía tanto para contar. Infinidad de imágenes, paisajes, personas. Antonia, recordó.

Si en algún momento pensé que la magia no existía, perdón a esta vida. Si pudiera volver sobre mis pasos, tus pupilas serían mi destino.

Palabras y palabras, una tras otra, brotaron de su mente para hablar de aquella muchacha que había conocido horas antes. Intentó descubrir, a medida que escribía sobre ella, qué era lo que tanto lo había atrapado. La muchacha desprendía una energía radiante que lo había cautivado de inmediato. Su mente no se despegaba de Antonia, pero el sueño se apoderó de él y decidió ir a dormir.

***

7:45 a.m. La alarma del celular empezó a sonar. La había programado porque tenía pensado hacer una excursión mar adentro, pero cuando se acercó a la ventana, solo se veía una lluvia torrencial que haría cambiar sus planes. ¿Y ahora?, se preguntó. Se levantó de la cama, se cambió y bajó al comedor.

Con la luz del día la hostería se veía diferente. Por todos los rincones ingresaban los rayos del sol, que le daban calidez y armonía al lugar; las pinturas, que por la noche le habían parecido oscuras, eran impactantes, brillantes y luminosas. Las paredes, que le habían parecido grises, eran de un blanco impoluto. Por la noche no había reparado en algunos detalles del jardín y la cantidad de flores en pleno nacimiento. Este lugar es hermoso, pensó sonriendo.

–¡Manuel! –La voz de Clara se escuchó a lo lejos y retumbaba fuerte en el vacío del lugar.

–Buen día –contestó por lo bajo.

–¡Qué día! –comentó y lo saludó con un beso en la mejilla.

–No me lo recuerdes, había pensado hacer una excursión y dudo que pueda.

–Al parecer no. Suelen suspender todas las actividades en días como hoy, que, a decir verdad, son poco comunes en Puerto –reconoció–. Voy a desayunar, ¿me acompañas?

–Poco común y justo ocurre cuando estoy de visita –bromeó.

Manuel no quería compañía, pero no le quedó otra opción que desayunar con Clara. Caminaron juntos por el corredor hasta llegar al salón donde todo estaba listo. Las mesas, al igual que la mayoría de las instalaciones, eran comunitarias, largas y con bancos de madera. Manuel tomó una taza y la cargó con café, en un plato puso frutas y unas rodajas de pan integral.

–Ciro y Trinidad se ocupan de todo. No entiendo en qué momento cocinan tanto.

–¿Ellos se encargan de todo?

–Sí. Incluso tienen un hostel a pocas cuadras. Pero es más pequeño y lo maneja Antonia, su hermana menor.

–¿Antonia? –exclamó–. ¿Una chica con cabello rojizo? –agregó sin pensar.

–¡Sí! ¿La conoces?

Manuel se quedó callado durante algunos segundos. Al final no iba a ser tan difícil encontrarla.

–La vi ayer en la playa, fue muy amable.

–No tengo duda; todos ellos son muy cordiales. Antonia vino hace poco tiempo a vivir a Puerto, sin embargo, logró acaparar el cariño de toda la comunidad. Si preguntas por ella, todos la conocen y te responderán con una sonrisa. La que primero llegó al pueblo fue Trini, hace ya diez años. Junto con Tamara, su novia, abrieron La Escondida. Al tiempo decidieron inaugurar Tambores, el hostel, y ese verano vino Ciro para ayudarlas en la temporada.

–Ciro es peculiarmente divertido –bromeó Manuel para que no se notara que estaba expectante por saber más de Antonia.

–Sí, en un principio él estaba en el hostel, pero la verdad es que se la pasaba de fiesta con los turistas. Allí suelen hospedarse chicos más jóvenes que aquí –explicó Clara–. En fin. Hace dos años, Antonia regresó de Europa para el velatorio de sus padres. Murieron en un accidente. Y lo que iba a ser una estadía temporal se volvió tiempo indefinido para ella.

Manuel y Clara fueron a la mesa y a los pocos minutos se sumaron Pedro y Matías. Los dos con los que menos afinidad había tenido la noche anterior se sentaron junto a él para compartir el desayuno. Manuel terminó presuroso su café y las frutas, no probó el pan y se despidió con la excusa de que iría a averiguar por la excursión que tenía reservada. Clara le ofreció un paraguas debido a la lluvia que seguía cayendo, pero él prefirió usar su piloto.

Antes de salir de la hostería, revisó los folletos de la recepción y encontró la dirección del hostel donde trabajaba Antonia. ¿Será descarado presentarme en su trabajo?, consideró mientras buscaba en el mapa dónde quedaba Tambores. Por un instante reflexionó y decidió buscar un lugar cercano donde pudiera sentarse. Quizás, el universo lo ayudaba y la cruzaba caminando por la calle.

Manuel se puso el piloto y comenzó a caminar bajo la lluvia que en ese momento había cesado un poco. Las calles hasta Tambores eran diferentes a las que había recorrido, de tierra y sin veredas, más vegetación, casas más dispersas. Al llegar a la dirección, vio que frente al lugar había un bar pequeño, más que un bar era una especie de almacén. El lugar era diminuto, pero le pareció acogedor. Entró, se sentó en una de las dos mesas contra la ventana y pidió un café, el segundo de la mañana. Esperaba ver pasar a Antonia. Con solo observarla de lejos le alcanzaría. Estás completamente loco, se repitió ladeando la cabeza. Quien lo hubiera observado habría pensado que no estaba en sus cabales y hablaba solo. La mesera le trajo su café. Bebió la taza completa y esperó. Pasaron más de cuarenta minutos y la espera se hacía tediosa. Ni siquiera había llevado su computadora portátil; tenía artículos atrasados y debía ponerse al día con algunos trabajos pendientes, por lo que decidió volver a la hostería.

Ya no llovía con tanta intensidad y de a poco, las nubes comenzaron a aclararse. Manuel anduvo las calles hasta La Escondida intentando no caerse y terminar todo embarrado. De camino, pasó por una farmacia a comprar hojas de afeitar, no se ocupaba de su barba desde hacía días.

Llegó al hospedaje y desde el comedor escuchó cantar a Alana. Su voz y el ritmo que tenía para cantar eran increíbles. Por un momento pensó en acercarse donde estaban todos, pero decidió seguir camino a su dormitorio.

CAPÍTULO 3

Antonia sabe lo que quiere

“¿Cuántas maneras de amar existen?”, escribió Antonia en su computadora mientras miraba por la ventana de su habitación la lluvia que caía. Tantas veces esa pregunta apareció en su cabeza durante las noches, los días y los sueños que le parecía digna de convertirse en texto. Mientras pensaba en una posible respuesta para su pregunta o alguna frase inspiradora, de manera sorpresiva la lluvia paró y pudo ver cómo se dibujaba un arcoíris que parecía salir del mar. No recordaba haber visto una imagen tan hermosa tras una tormenta como la que había caído sobre Puerto ese día. A pesar de que el viento había tirado algunas ramas de árboles viejos y hojas de todas las formas y colores se esparcían por las calles, el cielo, que en el pueblo era particularmente hermoso, aquel día lo era aún más, las nubes ya vacías se alejaban de la costa y nuevos colores comenzaban a aparecer.

Tienes que escribir algo, le exigió su mente. Pero hacía ya mucho tiempo que sus manos no podían plasmar lo que su corazón sentía. Solo la noche anterior, mientras estaba en el hostel, escribió algunas líneas sobre aquel chico al que había conocido en la playa. Mientras peleaba la batalla interna con su mente que le exigía escribir, su teléfono sonó con insistencia. Era un número desconocido desde España. Antonia no atendía números que no conocía. Tras la llamada, que no respondió, llegó un mensaje. Era Alfredo. Su corazón se aceleró y los ojos se llenaron de lágrimas. ¿Por qué la buscaba ahora? No quería hablar con él. Ya había pasado demasiado tiempo desde la última vez, demasiadas lágrimas… El teléfono volvió a sonar con la notificación de un mensaje. Antonia dudó un poco, no quería remover lo que tanto le había costado aplacar, pero al final decidió responder:

No sé qué quieres. Pero yo no deseo hablar contigo. Por favor, no vuelvas a llamarme. No insistas.

No podía creer que había enviado ese mensaje. Le tomó tanto tiempo dejar atrás a Alfredo, tantas terapias, tantos rituales, tantas horas mirando el mar y la luna… No deseaba involucrarse con él otra vez. Temió volver a caer en el tormento que significó su relación. La vida que conoció a su lado ya no existía. Y tampoco quería recordarla. Estaba a punto de estallar en lágrimas, cuando escuchó a Clara.

–¡Antonia! –gritó mientras golpeaba la puerta enérgicamente.

–¡Pasa! –respondió volviendo a la realidad.

–¡No vas a creerlo! –exclamó Clara, con efusivo énfasis. Se sentó junto a Antonia y le dijo–: Está Alfredo en La Escondida.

Antonia se paralizó. ¡No puede ser!, pensó entre sorpresa y enojo. Todo el gris que había desaparecido tras la tormenta inundó su pensamiento y sus ojos. No entendía qué hacía él en Puerto. Su cuerpo comenzó a temblar, deseó que todo fuera una pesadilla. Tras algunos minutos, volvió en sí al darse cuenta de que Clara seguía hablando y no la había escuchado.

–Perdón. No escuché nada de lo que dijiste –murmuró ladeando la cabeza.

–¡Antonia, reacciona! –se molestó y la zarandeó un poco del brazo–. ¿Qué le digo? No sabe que vine a buscarte y nadie le dijo dónde encontrarte. Ninguno de nosotros supo qué hacer. Se apareció allí y preguntó por ti. Ciro se fue porque, según dijo, si seguía insistiendo con verte, le daría una golpiza.

–Hiciste bien en venir a avisarme. Regresa a la hostería como si no me hubieses visto. Dile a mi hermano que no haga nada, si hay algo de lo que quiere hablar, no es de su incumbencia. Y él, si tanto dice conocerme, va a saber dónde encontrarme.

Antonia se tomó algunos minutos para llorar. Después de todo lo que había pasado entre ellos, Alfredo insistía. Sin duda, continuaba pensando que el error no había sido suyo. Era incapaz de reconocer que gran parte de la separación se debió a él, a sus desconsideraciones, a su falta de empatía. Como si hubiese olvidado la cantidad de veces que la había dejado sola, cada una de las ocasiones en que pensó solo en él, ese sinfín de momentos en que estuvo sin estar. Poner de excusa su infidelidad con la mejor amiga de su novia había sido la justificación perfecta, pero ese engaño era solo la gota que rebasó el vaso.

Antes de irse, se sentó nuevamente frente a la pantalla. Tenía una necesidad imperiosa de escribir y lo hizo pensando en Alfredo. Desde hacía mucho tiempo él había dejado de ser una inspiración para ella, pero ese momento era diferente, había regresado después de mucho tiempo. Aparecía después de tantas lágrimas que ella había tenido que derramar y no era justo.

en la agonía de tu recuerdo

logré dormir a mi alma

incansables noches

golpeé

estrellas fugaces en mi mente

nada aquietaba el dolor

nadie acurrucaba mi cuerpo

Antonia se dirigió a la playa. El viento soplaba fuerte esa mañana y la arena estaba aún mojada. Quería sentarse y relajar su cuerpo, pero iba a empapar la ropa más de lo habitual si tenía contacto con la playa húmeda, tras la lluvia que había caído. Si bien eso nunca le había importado, ahora era diferente; tenía frío, su cuerpo estaba tenso y la respiración, más lenta de lo normal. Se mantuvo de pie frente al mar sin darse vuelta. Pensó en ir hasta su piedra, pero no quiso cargarla con malos recuerdos. Aquella piedra era un lugar importante para ella, hermoso, tranquilo; si la encontraba allí, si hablaban en aquel lugar, no podría volver a sentarse en ella sin recordar a Alfredo. Observó el mar que se mostraba bravo, intranquilo. Las bardas estaban empapadas y desde lo alto aún caía agua con tierra que se mezclaba con el océano.

Los minutos pasaron rápidamente, hasta que ocurrió lo que había imaginado, lo que tanto temía.

–Anto. –La inconfundible voz de Alfredo interrumpió sus pensamientos de manera abrupta.

Antonia no quería voltear a verlo, pero lo hizo de todos modos. Allí estaba él, tan guapo como siempre. Sus ojos color almendra y su pelo revuelto por el viento le sentaban en verdad bien. ¿Cómo puede ser que aún me resultes tan atractivo?, se preguntó Antonia mientras lo veía acercarse. No había cambiado en nada, seguía luciendo atlético y elegante a la vez; su rostro varonil continuaba siendo perfecto y jovial; aquella mirada profunda e impenetrable estaba allí frente a ella.

El mundo entero giró a una velocidad asombrosa y ellos parecieron suspenderse, inmóviles en el tiempo. Antonia deseó gritar, llorar, decirle todo aquello que la enojaba y le había dolido ese último año. Quería abofetearlo, aunque la violencia nunca había sido una opción para ella. Pero sin lugar a dudas, Alfredo sacaba siempre su lado más oscuro. Ella estaba sumergida en un torbellino de sentimientos que creía controlados. Había olvidado la ansiedad que le generaba tenerlo cerca, la manera en que su cuerpo respondía a su energía. Se había jurado, una y otra vez, no volver a verlo, no darle la posibilidad de que la hiriera de nuevo. Y, sin embargo, allí estaba, perdiéndose en sus ojos, deseando abrazarlo, esperando el estallido de sus cuerpos al tocarse.

–Hola… –murmuró Alfredo al detenerse frente a Antonia y ver sus ojos que lo observaban atónitos.

–Hola –respondió ella con la voz cortada. Sus manos se llenaron de un frío sudor y el cuerpo se tensaba.

–¿Cómo estás? –preguntó y se acercó aún más, quedando a solo un paso de distancia.

–¿Qué haces aquí, Alfredo?—preguntó retrocediendo y cruzando sus brazos al frente.

–Vine a verte, Anto. No volviste a responder mis mensajes, no me diste la oportunidad de defenderme, de explicarte…

–Después de un año te acuerdas de venir a verme –reclamó, acompañando sus palabras con una sonrisa un tanto burlona–. Además, fuiste tú quien dejó de escribirme.

–No me ataques de esa manera, estoy aquí ahora. Eso es lo que importa, ¿no? –Se aproximó para abrazarla–. Es lo que siempre decías, que importaban las acciones, no las palabras.

Antonia intentó resistirse, pero al sentir que los brazos de Alfredo la rodeaban, no pudo hacer más que quedarse quieta. Se permitió sentir y se entregó a vivir ese abrazo. Había esperado ese momento tantas veces, había soñado con que él aparecía, noche tras noche, durante mucho tiempo. Todo el enojo y el dolor se esfumaron por algunos minutos como si hubiese olvidado todo el daño que le había causado. El calor de su cuerpo la invadió por completo, volver a oler su aroma la llevó de viaje por muchos recuerdos. La última vez que había visto a Alfredo había sido un año atrás, cuando viajó a España a resolver cuestiones legales del trabajo. Luego de eso, él no volvió a comunicarse con ella, hasta esa mañana.

–Suficiente, Alfredo –balbuceó, mientras se despegaba de él y bajaba la mirada.

–No me dijiste cómo estás –preguntó arqueando las cejas

–Eso no importa. ¿Vas a decirme a qué viniste?

–Ya lo dije. Vine a verte, a que hablemos. –Alfredo acompañaba cada una de sus palabras con gestos, como era su costumbre. En verdad no había cambiado nada en todo ese tiempo–. A que podamos reflexionar sobre todo lo que ocurrió.

–¿Reflexionar? Ya tuvimos tiempo de hacerlo y no resultó –se cruzó de brazos y se alejó un paso hacia atrás para mantener distancia.

–Anto, déjame explicarte…

–Ya explicaste todo lo que pudiste –interrumpió Antonia con enojo.

–Ya no soy el mismo. Cambié mucho.

–Yo tampoco soy la misma, Alfredo.

Él intentó abrazarla nuevamente, pero Antonia no lo permitió. Eran tantos los sentimientos que la atravesaban, incontables las preguntas que le nacían. Deseó desaparecer, pidió por dentro que todo fuera un mal sueño. No lograba entender por qué Alfredo era tan egoísta, tan egocéntrico, tan falto de empatía. Sentía que él había olvidado todo el daño que le hizo, que se hicieron. Tampoco se iba a quitar culpas. Cada uno había aportado lo suyo para que la relación llegara a su fin.

–No sé por qué creíste que podías venir como si nada hubiera pasado e irrumpir en mi vida de esta manera. –El tono de voz de Antonia era bajo, pero con gran enfado–. ¿Con qué derecho?

–No seas cruel conmigo, hice muchos kilómetros para verte. Estoy aquí solo por ti.

–Y tendrás que hacer los mismos para regresar, no quiero volver a verte.

–Antonia…

–No hay nada que tú y yo debamos hablar, Alfredo –interrumpió elevando el tono de su voz–. Lamento que hayas hecho este viaje. Seguro que tenías algún tipo de expectativa, pero entre nosotros ya no hay nada que decir.

Por primera vez en mucho tiempo, Antonia sentía que podía respirar tranquila. Era libre. Frente a sus ojos estaba el motivo de noches enteras de llanto, de ataques de pánico incontrolables, de miles de preguntas sin respuestas y, sin embargo, se sentía libre. ¡Eso! Soy libre