13 Relatos - Edgar Allan Poe - E-Book

13 Relatos E-Book

Edgar Allan Poe

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Beschreibung

En esta recopilación de 13 Relatos de Edgar Allan Poe nos encontramos con historias de terror o detectivescas, de quien ha sido llamado un genio de la literatura, pues aunque su vida fue corta, ya que falleció a los cuarenta años, fue él, quien dio un vuelco a la historia de la literatura estadounidense. Fue primero en muchos aspectos: fue un maestro del cuento, inventó el relato detectivesco, incursionó en el género de la ciencia ficción y dominó magistralmente la escritura de historias de terror. La importancia de su obra y estilo es reconocida nacional e internacionalmente, ya que influyó en grandes escritores como Baudelaire, Dostoyevski, Faulkner, Kafka, Guy de Maupassant, Borges, Cortázar y Darío.

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Traducción: Isabela Cantos Vallecilla

Primera edición en esta colección: febrero de 2023

Selección de relatos de Edgar Allan Poe

© Sin Fronteras Grupo Editorial

ISBN: 978-628-7544-88-8

Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano

Edición: Juana Restrepo Díaz

Diseño de colección y diagramación: Paula Andrea Gutiérrez Roldán

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado: impresión, fotocopia, etc, sin el permiso previo del editor.

Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección de copyright.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

ÍNDICE

UN DESCENSO AL MAELSTRÖM

EL ESCARABAJO DE ORO

LOS ASESINATOS DE LA RUE MORGUE

LA CAÍDA DE LA CASA USHER

EL POZO Y EL PÉNDULO

EL GATO NEGRO

LIGEIA

LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA

EL BARRIL DE AMONTILLADO

EL CORAZÓN DELATOR

EL ENTIERRO PREMATURO

BERENICE

EL RETRATO OVAL

NOTAS AL PIE

UN DESCENSO AL MAELSTRÖM

«El proceder de Dios en la Naturaleza, como en la Providencia, no es como los nuestros; los modelos que enmarcamos no son, tampoco, adecuados para la inmensidad, la profundidad y la inescrutabilidad de Sus obras, las cuales son incluso más hondas que el pozo de Demócrito».

Joseph Glanville.

Habíamos alcanzado ya la cima del peñasco más alto. Durante algunos minutos, el anciano pareció demasiado exhausto como para hablar.

—No hace mucho tiempo —dijo al fin— podría haberlos guiado en esta ruta tan bien como uno de mis hijos más jóvenes, pero hace alrededor de unos tres años, me ocurrió algo que nunca le había sucedido a un hombre mortal… o al menos algo que un mortal nunca había sobrevivido para contar. Las seis horas de terror mortal que soporté entonces me han roto en cuerpo y espíritu. Usted supone que yo soy un hombre muy viejo, pero no lo soy. Bastó menos de un día para que estos cabellos cambiaran de un negro ébano a blanco, para que mis extremidades se debilitaran, para que se trastornaran mis nervios hasta el punto de que tiemblo ante el menor esfuerzo y me sobresalto con una sombra. ¿Sabe que apenas puedo mirar hacia ese pequeño acantilado sin sentirme ansioso?

El «pequeño acantilado» sobre cuyo borde se había echado descuidadamente a descansar, de manera que la porción más pesada de su cuerpo colgaba de él y solo lo salvaba de caerse el apoyo de su codo sobre el filo extremo y resbaloso… ese «pequeño acantilado» se alzaba como un precipicio puro y sin obstrucciones, de rocas negras brillantes, unos cuatrocientos cincuenta o quinientos metros del mundo de riscos que teníamos debajo. Nada me habría tentado a acercarme a menos de seis metros del borde. De hecho, me sentía tan conmocionado por la peligrosa posición de mi compañero que me desplomé cuan largo era sobre el suelo, me aferré a los arbustos a mi alrededor y ni siquiera me atreví a echarle un vistazo al cielo, todo mientras luchaba en vano para despojarme de la idea de que los cimientos de la montaña peligraban ante la furia de los vientos. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera razonar y obtener el coraje suficiente como para sentarme de nuevo y mirar hacia el horizonte.

—Debe superar esas fantasías —dijo el guía—, pues lo he traído aquí para que tenga la mejor vista posible del suceso que le mencioné y para contarle la historia completa con el escenario justo bajo sus ojos.

»Estamos ahora… —continuó con esa forma particular que lo distinguía—. Estamos ahora cerca de la costa noruega, en el grado sesenta y ocho de latitud, en la gran provincia de Nordland y en el monótono distrito de Lofoden. La montaña sobre cuya cima estamos sentados es Helseggen, la Nubosa. Ahora incorpórese un poco más, agárrese al césped si se siente ansioso, así, y mire lejos, más allá del cinturón de vapor que tenemos debajo, hacia el mar.

Lo observé, mareado, y vi una amplia extensión de océano, cuyas aguas tenían un matiz tan entintado como para llevar de inmediato a mi mente el recuento del geógrafo nubio acerca del Mare Tenebrarum. Un panorama tan deplorablemente desolado que ninguna imaginación humana podía concebirlo. A la derecha y a la izquierda, tan lejos como los ojos podían ver, yacían extendidas, como murallas del mundo, las líneas de un acantilado horriblemente negro y sobresaliente, cuyo carácter penumbroso se ilustraba incluso con más fuerza gracias al oleaje que se estrellaba contra sus crestas blancas y fantasmales, aullando y chillando en la eternidad. Justo frente al promontorio sobre cuya cima nos encontrábamos, y a una distancia de unos ocho o diez kilómetros en el mar, una isla pequeña y desolada era visible; o, más exactamente, su posición era discernible a través del oleaje salvaje con el que estaba rodeada. A unos tres kilómetros más cerca de la tierra firme, se alzaba otra de un tamaño más pequeño, horriblemente peñascosa y desierta, rodeada a intervalos por un grupo de rocas oscuras.

La apariencia del océano, en el espacio entre la isla más lejana y la orilla, presentaba algo bastante inusual. Aunque en ese momento un viento tan fuerte estaba soplando hacia la tierra firme que un bergantín, en alta mar, se encontraba a la expectativa con una vela de doble rizo y constantemente se le hundía tanto el casco que se perdía de vista. A pesar de eso, aquí no teníamos nada como una marea regular, sino solo un cruce de agua iracundo en todas las direcciones, tanto de cara al viento como de otra manera. Había poca espuma excepto en la proximidad inmediata de las rocas.

—La isla en la distancia —continuó el anciano— la conocen los noruegos como Vurrgh. La que está a mitad de camino es Moskoe. Aquella casi dos kilómetros al norte es Ambaaren. Más allá están Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven y Buckholm. Un poco más lejos, entre Moskoe y Vurrgh, están Otterholm, Flimen, Sandflesen y Estocolmo. Estos son los nombres verdaderos de los lugares, pero la razón por la que se ha pensado necesario nombrarlos siquiera es algo que va más allá de lo que usted o yo podamos entender. ¿Escucha algo? ¿Ve algún cambio en el agua?

Habíamos pasado unos diez minutos sobre la cima de Helseggen, a la cual habíamos ascendido desde el interior de Lofoden, de modo que no captamos ningún vistazo del mar hasta que apareció ante nosotros desde la cima. Mientras el anciano hablaba, empecé a ser consciente de un sonido alto y que incrementaba gradualmente, como el gemir de una manada enorme de búfalos sobre una pradera americana; y al mismo tiempo percibí que lo que los hombres de mar definen como el carácter picado del océano bajo nosotros se estaba transformando con rapidez en una corriente que se dirigía al este. Incluso mientras la observaba, esta corriente adquirió una velocidad monstruosa. Cada momento la hacía más rápida, más impetuosa. En cinco minutos todo el océano, extendiéndose hasta Vurrgh, se vio azotado por una furia ingobernable, pero era entre Moskoe y la costa en donde el mayor escándalo estaba sucediendo. Allí la vasta cama de las aguas, veteada y rota en miles de canales que chocaban, estalló de repente en una convulsión frenética, agitándose, hirviendo, silbando, girando en una cantidad incontable de vórtices, todos dando vueltas y hundiéndose en el este con una rapidez que el agua no asume en ningún otro lugar, excepto en descensos precipitados.

Unos pocos minutos después, llegó una escena que representó otra alteración radical. La superficie general se hizo algo más plana y los remolinos, uno a uno, desaparecieron, mientras las vetas prodigiosas de espuma se hacían visibles en donde ninguna había estado antes. Estas vetas, al final, extendiéndose a una gran distancia y entrando en una combinación, adoptaron para ellas mismas el movimiento giratorio de los vórtices aplacados y parecieron formar el inicio de otro aún más grande. De repente, muy de repente, esto asumió una existencia clara y definitiva en un círculo de casi dos kilómetros de diámetro. El borde del remolino era representado por un ancho cinturón de una espuma brillante, pero ninguna partícula de aquella se deslizó a la boca de ese terrorífico túnel, cuyo interior, al menos según lo que podía discernir con los ojos, era una pared lisa, brillante y negra como el azabache de agua, inclinada hacia el horizonte en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, acelerando vertiginosamente en círculos con un movimiento balanceado y sofocante, y enviando hacia los vientos una voz aterradora, medio chillido, medio rugido, una como la que ni siquiera las poderosas cataratas del Niágara elevan en su agonía a los cielos.

La montaña tembló hasta los cimientos y las rocas se mecieron. Me lancé de rostro al suelo y me aferré a los escasos arbustos en un exceso de conmoción nerviosa.

—Esto —le dije al anciano al final—, esto no puede ser más que el gran remolino del Maelström.

—Así es como lo llaman algunas veces —dijo él—. Los noruegos lo llamamos el Moskoe-ström, por la isla de Moskoe a mitad de camino.

Los relatos ordinarios acerca de este vórtice no me habían preparado, de ninguna manera, para lo que vi. El recuento de Jonas Ramus, el cual es, quizás, el más circunstancial de todos, no pudo impartir ni la más mínima concepción de su magnificencia, del horror de la escena y tampoco del sentido enloquecedor de la novedad que confunde a quien lo observa. No estoy seguro desde qué punto de vista lo examinó el escritor en cuestión ni en qué momento, pero no pudo haber sido ni desde la cima de Helseggen ni durante una tormenta. Hay algunos pasajes de su descripción, no obstante, que pueden ser citados por sus detalles, aunque su efecto es bastante débil a la hora de representar la impresión del espectáculo.

—Entre Lofoden y Moskoe —dice él—, la profundidad del agua está alrededor de sesenta y cinco y setenta metros; pero hacia el otro lado, cerca de Ver (Vurrgh), esta profundidad se reduce tanto que no permite un paso seguro para los barcos sin que corran el riesgo de partirse en las rocas, lo cual sucede incluso con el clima más apacible. Cuando sube la marea, la corriente llega hasta lo que está comprendido entre Lofoden y Moskoe con una rapidez bulliciosa, pero el rugido de su flujo impetuoso al océano apenas se compara con las más ruidosas y terribles cataratas. Aquel sonido se escucha a muchas ligas de distancia y los vórtices o pozos son tan grandes y profundos que si un barco se acerca demasiado a su corriente, se ve absorbido y llevado al fondo inevitablemente, en donde se golpea contra las rocas y se hace pedazos. Cuando el agua se relaja, los fragmentos de lo que queda salen a la superficie. Pero estos intervalos de tranquilidad suceden solo en el cambio de las mareas, y en un clima apacible, y duran menos de quince minutos, después de los cuales la violencia regresa de manera gradual. Cuando la corriente es más tumultuosa, y su furia se ve incrementada por una tormenta, es peligroso acercarse a menos de una milla noruega de aquello. Botes, yates y barcos han sido arrastrados por no protegerse antes de caer dentro de su radio de atracción. También pasa con frecuencia que las ballenas se acercan demasiado a la corriente y se ven superadas por su violencia; entonces es imposible describir los aullidos y bramidos que profieren cuando se esfuerzan, inútilmente, en liberarse. Una vez un oso, intentando nadar desde Lofoden hasta Moskoe, se vio atrapado y hundido por la corriente; sus terribles rugidos se escucharon incluso en la costa. Unos grupos grandes de abetos y pinos, después de ser absorbidos por la corriente, se alzan de nuevo rotos y destrozados hasta tal punto que solo parecen astillas. Esto demuestra con simpleza que el fondo se compone de rocas escarpadas, entre las cuales giraron de un lado a otro. Esta corriente es regulada por el flujo y el reflujo del océano, siendo marea alta y baja cada seis horas. En el año de 1645, temprano por la mañana del domingo de Sexagésima, se enfureció con tanto ruido e ímpetu que todas las rocas de las casas de la costa se cayeron al suelo.

En cuanto a la profundidad del agua, no podía ver cómo eso podía haber sido comprobado de alguna manera en la proximidad inmediata del vórtice. Los «setenta metros» debían hacer referencia solo a algunas porciones del canal más cercanas a las orillas ya fuera de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-ström debía ser inconmensurablemente más grande. Y no hay una mejor prueba de este hecho que el echarle un vistazo al abismo del remolino desde el punto más alto de los riscos de Helseggen. Mirando había abajo desde esta cima hacia el aullante Flegetonte más abajo, no pude evitar sonreír ante la simplicidad con la que el honesto Jonas Ramus registra, como un asunto que a duras penas podría creerse, las anécdotas de las ballenas y los osos, pues me parecía a mí, de hecho, algo evidente, que el barco más grande que existiera, acercándose al radio de influencia de aquella atracción mortal, no podría resistirse en lo más mínimo, como una pluma contra un huracán, y terminaría hundiéndose de inmediato.

Los intentos de relatar el fenómeno (algunos de los cuales, lo recuerdo, me parecieron lo suficientemente plausibles cuando los leí a conciencia) ahora presentaban un aspecto muy diferente e insatisfactorio. La idea que se recibía generalmente era que esto, al igual que otros tres vórtices más pequeños en las islas Feroe, «no tenían más causas que la colisión de las olas alzándose y retrayéndose, en el flujo y reflujo, contra los riscos de rocas, lo cual confina el agua de manera que se precipita como una catarata; por lo tanto, cuanto más se eleva la marea, más profunda debe ser la caída, y el resultado natural de todo eso es un remolino o un vórtice, cuya prodigiosa succión se conoce por otros experimentos menores». Estas son las palabras de la Enciclopedia Británica. Kircher y otros se imaginan que en el centro del canal del Maelström hay un abismo que penetra el globo y que sobresale en algún lugar remoto… Una vez decidieron que ese lugar era el golfo de Botnia. Esta opinión, necia en sí misma, fue a la cual, mientras observaba, mi imaginación le dio más la razón y, mencionándosela al guía, me sorprendí al escucharlo decir que, aunque era la perspectiva más universalmente aceptada sobre el tema por los noruegos, no era la suya, no obstante. Sobre la noción anterior confesó su inhabilidad para comprenderla y allí estuve de acuerdo con él, pues, sin importar cuán concluyente fuera sobre el papel, se volvía al final ininteligible e incluso absurda bajo los truenos del abismo.

—Usted ha podido mirar bien el remolino ahora —dijo el anciano—. Y si se va alrededor del risco, a sotavento, para amortiguar el rugido del agua, le contaré una historia que lo convencerá de que algo sé acerca del Moskoe-ström.

Me ubiqué como lo deseaba y él prosiguió.

—Alguna vez mis hermanos y yo fuimos dueños de un barco de velas cangrejas de unas setenta toneladas, con el cual teníamos el hábito de pescar entre las islas más allá de Moskoe, cerca de Vurrgh. Hay una buena pesca en todos los violentos remolinos del océano, bajo las oportunidades propicias, si uno tiene el coraje de intentarlo, pero entre todos los hombres de la costa de Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que salíamos regularmente a las islas, como se lo cuento. Los lugares usuales están mucho más abajo, hacia el sur. Allí se puede pesar a todas horas, sin muchos riesgos, y por lo tanto la gente prefiere esos lugares. Los puntos escogidos aquí, entre las rocas, no obstante, no solo contienen las variedades más finas, sino que son mucho más abundantes; así pues, a menudo obteníamos en un solo día lo que los más tímidos de nuestro oficio pescaban a duras penas en una semana. De hecho, convertimos aquello en un asunto de especulación desesperada: el riesgo de la vida se intercambiaba por el trabajo y el coraje daba como resultado capital.

»Mantuvimos el bote en una cueva a unos ocho kilómetros más allá de la costa de donde estamos. Era nuestra costumbre, cuando el clima era apacible, aprovecharnos de los quince minutos de descanso para atravesar el canal principal del Moskoe-ström, muy por encima de lo profundo, y entonces bajar el ancla en algún lugar cerca de Otterholm, o Sandflesen, en donde los remolinos no eran tan violentos como en otros lugares. Allí solíamos quedarnos hasta que llegaba el momento de las aguas tranquilas de nuevo, momento en el que levábamos anclas y volvíamos a casa. Nunca nos embarcamos en estas expediciones sin un viento lateral constante para ir y volver, uno que estuviéramos seguros de que no nos fallara antes de nuestro regreso, y muy pocas veces nos equivocamos en ese punto. Dos veces, durante seis años, nos vimos forzados a quedarnos toda la noche anclados por culpa de una calma mortal, lo cual es algo sumamente raro por estos lares. Y una vez tuvimos que quedarnos en tierra durante casi una semana, muriéndonos de hambre, debido a un vendaval que se alzó poco después de nuestra llegada e hizo que el canal fuera demasiado peligroso como para pensar en cruzarlo. En esa ocasión nos habríamos visto arrastrados al océano a pesar de todo (pues los remolinos nos tiraron de un lado a otro tan violentamente, que, al final, dañamos el ancla y la arrastramos) si no fuera que flotamos hasta una de las incontables corrientes cruzadas, que aparecen un día y se van al siguiente, la cual nos llevó a sotavento hacia Flimen, en donde, gracias a la buena suerte, arribamos.

»No podría contarle ni la veinteava parte de las dificultades que nos encontramos «en los lugares de pesca» (son malas áreas para estar, incluso cuando hace buen clima), pero siempre encontramos la manera de enfrentarnos al Moskoe-ström mismo sin incidentes; aunque algunas veces tuve el corazón en la garganta cuando nos atrasamos uno o dos minutos en llegar a las aguas tranquilas. El viendo, en ocasiones, no era tan fuerte como lo pensábamos al inicio y entonces avanzábamos menos de lo que deseábamos, todo mientras la corriente hacía que el bote fuera inmanejable. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años y yo tenía otros dos hijos robustos. Ellos habrían sido muy útiles en momentos así, remando al igual que pescando. Pero, de alguna manera, aunque corríamos el riesgo nosotros mismos, no teníamos el corazón para hacer que los más jóvenes se pusieran en peligro, pues, considerándolo todo, es un peligro terrible y esa es la verdad.

»Han pasado casi tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Fue en el décimo día de julio de 18… un día que las personas de esta parte del mundo nunca olvidarán, pues fue aquel en el que se desató el huracán más terrible que bajó alguna vez de los cielos. A pesar de eso, toda la mañana, e incluso hasta bien entrada la tarde, solo se sintió una brisa gentil y constante que venía del sudoeste, mientras el sol brillaba esplendoroso, de modo que ni el marinero más viejo entre nosotros podría haber previsto lo que siguió.

»Nosotros tres, mis dos hermanos y yo, habíamos cruzado hacia las islas sobre las dos de la tarde y pronto tuvimos casi lleno el bote con buenos pescados, los cuales, según notamos todos, eran más abundantes ese día que en otras ocasiones. Eran solo las siete, de acuerdo con mi reloj, cuando levamos anclas y nos dirigimos a casa, de manera que pudiéramos atravesar lo peor del Ström con aguas tranquilas, lo que sabíamos que sucedería a las ocho.

»Nos embarcamos con un viento fresco del lado de estribor y por un tiempo avanzamos a un buen ritmo, nunca pensando en peligro, pues de hecho no captamos ni la más mínima señal para esperarlo. De repente nos desconcertó una brisa que venía de Helseggen. Eso era muy inusual, algo que no nos había sucedido nunca, y empecé a sentirme ansioso sin saber exactamente por qué. Alineamos el bote con el viento, pero no podíamos avanzar en lo absoluto por los remolinos. Yo estaba a punto de proponer que nos devolviéramos para anclar cuando, viendo hacia la popa, notamos que el horizonte entero estaba cubierto por una singular nube cobriza que se alzaba con la velocidad más impresionante.

»Mientras tanto, la brisa que nos había impulsado desapareció y nos quedamos mortalmente quietos, flotando en cualquier dirección. Este estado de las cosas, no obstante, no duró lo suficiente como para que pensáramos en ello. En menos de un minuto la tormenta se cernió sobre nosotros, en menos de dos el cielo se había nublado por completo y, con eso y las olas, todo se volvió tan oscuro de repente que no nos podíamos ver unos a otros en el bote.

»Es una necedad intentar describir un huracán como el que se desató en ese momento. El marinero más viejo de todo Noruega nunca había experimentado nada como eso. Habíamos bajado las velas antes de que todo sucediera, pero, ante el primer embate, nuestros dos mástiles cayeron por la borda como si los hubieran aserrado. El mástil principal se llevó consigo a mi hermano menor, quien se había atado a él por seguridad.

»Nuestro bote parecía la pluma más ligera que alguna vez se hubiera posado sobre el agua. Tenía una cubierta completa al ras, solo con una pequeña escotilla cerca de la proa. Nuestra costumbre siempre había sido cerrar la escotilla cuando estábamos a punto de cruzar el Ström, como una precaución contra el mar picado. Pero para esta circunstancia debíamos habernos hundido de inmediato, pues yacíamos completamente enterrados por momentos. No puedo saber cómo escapó mi hermano mayor de la destrucción, pues nunca tuve la oportunidad de darme cuenta. Por mi parte, tan pronto como había cerrado la vela principal, me lancé cuan largo era sobre la cubierta, con los pies contra la estrecha borda de la proa y con las manos aferrando un cáncamo de argolla cerca del pie del mástil delantero. Fue solo el instinto el que me guio a hacer esto, que sin duda fue lo mejor que pude haber hecho, pues estaba demasiado agitado como para pensar.

»Por algunos momentos estuvimos completamente inundados, como le dije, y todo el tiempo aguanté la respiración y me aferré a la argolla. Cuando no pude aguantarlo más, me puse de rodillas, aún aferrándome con las dos manos, y entonces se me aclaró la cabeza. En ese momento nuestro bote se estremeció, justo como un perro cuando sale del agua, y se deshizo así, de alguna manera, del océano. Entonces intenté sacudirme algo de ese estupor que se había apoderado de mí y recuperar mis sentidos para poder ver qué podía hacer, cuando sentí que alguien me agarraba el brazo. Era mi hermano mayor y mi corazón saltó de alegría, pues me había asegurado de que siguiera abordo, pero al momento siguiente esta alegría se convirtió en horror, pues acercó su boca a mi oído y me gritó la palabra «¡Moskoe-ström!».

»Nadie nunca sabrá lo que sentí en ese momento. Me estremecí de pies a cabeza como si hubiera tenido el ataque más violento de fiebre. Sabía bastante bien a lo que se refería solo con esa única palabra, sabía lo que deseaba hacerme entender. Con el viento que ahora nos impulsaba, ¡estábamos yendo hacia el remolino del Ström y nada podría salvarnos!

»Percibe que al cruzar el canal del Ström, siempre tomábamos un camino largo por uno de los lados del remolino, incluso durante el más apacible de los climas, y luego teníamos que esperar y observar pacientemente la llegada de las aguas tranquilas, pero en ese momento estábamos yendo directo al vórtice mismo, ¡y en medio de un huracán como ese! «Seguramente», pensé, «llegaremos allí justo cuando se calmen las aguas, aún hay algo de esperanza con eso». Pero al segundo siguiente me maldije por ser tan estúpido como para tener esperanzas. Sabía muy bien que estábamos condenados, incluso si hubiéramos sido diez veces más grandes que un barco de noventa cañones.

»Para ese entonces, la primera furia de la tempestad había amainado, o quizás no la sentimos tanto, pues íbamos por delante de ella, pero en todo caso el océano, que al principio se había mantenido bajo por el viento, y yacía plano y espumoso, ahora se elevó en montañas absolutas. También había acaecido un cambio singular en los cielos. Alrededor y en todas direcciones aún estaba completamente negro, pero justo por encima estalló, todo al mismo tiempo, una grieta circular de cielos despejados, tan despejados como nunca los había visto, y de un azul brillante y profundo. A través de ella, apareció resplandeciente una luna llena con un lustre que nunca le había conocido. Iluminó cada cosa ante nosotros con la más grande claridad, pero, oh, Dios, ¡vaya escena había iluminado!

»En ese momento hice uno o dos intentos de hablarle a mi hermano, pero, de alguna manera que no pude entender, el estruendo se había incrementado tanto que no pude hacerlo escuchar ni una sola palabra, a pesar de que grité tanto como me lo permitió la voz en su oído. Entonces él sacudió la cabeza, viéndose tan pálido como la muerte, y mantuvo en alto un solo dedo, como diciéndome: «¡Escucha!».

»Al principio no pude entender a qué se refería, pero pronto un pensamiento horroroso apareció ante mí. Saqué mi reloj de la faltriquera. No estaba avanzando. Vi sus manecillas a la luz de la luna y entonces estallé en lágrimas mientras lo lanzaba hacia el océano. ¡Se había detenido a las siete en punto! Estábamos por detrás del tiempo de las aguas calmas ¡y el remolino del Ström rugía con toda su furia!

»Cuando un bote está bien construido, apropiadamente aparejado y no cargado en exceso, las olas de un vendaval fuerte, cuando se está en altamar, parecen siempre pasar por debajo de ella, lo cual le parece extraño a un hombre de tierra, pero a esto se lo conoce como cabalgar, en lenguaje náutico. Bien, pues hasta ese momento habíamos cabalgado las olas de una manera astuta, pero entonces un mar gigantesco nos apresó por detrás y nos llevó con él mientras se alzaba, cada vez más alto, casi como elevándonos al cielo. No había creído que una ola pudiera alzarse tantísimo. Y entonces caímos precipitados, deslizados, inmersos, lo cual me hizo sentir enfermo y mareado, como si estuviera cayendo de la cima alta de una montaña en un sueño. Pero mientras estuvimos arriba le eché un vistazo a los alrededores… y ese solo vistazo me bastó. Vi nuestra posición exacta en un instante. El remolino del Moskoe-ström nos esperaba, mortal, a unos cuatrocientos metros más adelante, pero se parecía tan poco al Moskoe-ström de todos los días como ese remolino que ve usted se parece a un cauce de agua. Si no hubiera sabido en dónde estábamos y qué podíamos esperar, no habría reconocido el lugar en lo más mínimo. Así las cosas, cerré involuntariamente los ojos, preso del horror. Los párpados se apretaron juntos como si un espasmo los poseyera.

»No pudieron haber pasado más de dos minutos hasta que, de repente, sentí que las olas cedían y nos veíamos envueltos en espuma. El bote dio un giro fuerte hacia babor y entonces se dirigió a su nueva dirección como un rayo. En ese mismo momento el sonido rugiente del agua se ahogó por completo en una especie de chillido estridente, un sonido como el que podría imaginarse por parte de las válvulas de escape de muchos miles de barcos a vapor, dejando salir ese humo juntos y al tiempo. Estábamos entonces en el cinturón de espuma que siempre rodeaba el remolino y pensé, por supuesto, que en un instante caeríamos al abismo, del que no podíamos ver nada gracias a la impresionante velocidad con la que se movía todo. El bote no pareció hundirse nada en el agua, sino flotar como una burbuja de aire sobre la superficie de la espuma. El lado de estribor estaba junto al remolino, mientras que por el lado de babor se alzaba todo el océano que habíamos dejado. Se presentaba como una enorme pared que se retorcía entre nosotros y el horizonte.

»Puede parecer extraño, pero entonces, cuando estábamos en medio de las fauces del golfo, me sentí más compuesto que cuando solo nos acercábamos a ellas. Habiendo decidido no tener más esperanzas, me deshice de muchísimo del terror que me poseyó al principio. Supongo que fue la desesperación la que acabó con mis nervios.

»Puede parecer un alarde, pero lo que le digo es la verdad. Empecé a reflexionar acerca de cuán magnífico era morir de una manera así y cuán necio era al pensar en algo tan miserable como mi propia vida individual, de cara a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que me sonrojé por la vergüenza cuando esta idea se me cruzó por la mente. Después de un tiempo me poseyó la curiosidad más pura acerca del remolino en sí mismo. Sin duda sentí el deseo de explorar sus profundidades, a pesar del sacrificio que iba a hacer; y mi pena principal era que nunca sería capaz de contarle a mis viejos compañeros en tierra firme acerca de los misterios que vería. Esas, con toda certeza, eran fantasías singulares para ocupar la mente de un hombre en esos extremos… y a menudo he pensado, desde entonces, que las revoluciones del bote alrededor del remolino me podrían haber dejado un poco mareado.

»Hubo otra circunstancia que tendió a restaurar mi cordura, la cual fue el cese del viento, el cual no podía alcanzarnos en nuestra situación actual, pues, como lo vio usted mismo, el cinturón de espuma está considerablemente más abajo que la cama general del océano, y esta última se alzaba, entonces, sobre nosotros, como una montaña alta, escarpada y negra. Si nunca ha estado en el océano durante un vendaval fuerte, no puede hacerse una idea de la confusión mental que ocasionan el viento y las olas juntas. Lo ciegan, lo ensordecen y lo ahogan, arrebatándole todo el poder de acción o reflexión. Pero estábamos entonces, en gran parte, libres de esas molestias. Solo a nosotros, los criminales condenados a muerte en prisión, se nos permiten estas mezquinas indulgencias, las cuales están prohibidas cuando el destino es aún incierto.

»Es imposible cuántas veces hicimos el circuito del cinturón. Nos movimos a su alrededor durante quizás una hora, volando más que flotando, yendo gradualmente cada vez más hacia el centro de la corriente, y entonces cada vez más cerca de su horrendo borde interno. En todo ese tiempo no me había soltado de la argolla. Mi hermano estaba en la popa, aferrándose a un pequeño barril de agua vacío, el cual había sido atado fuertemente bajo la bovedilla y que era la única cosa de la cubierta que no se había caído por la borda cuando el viento nos azotó por primera vez. A medida que nos acercábamos al borde del descenso, él se soltó de su agarre y fue hacia el anillo, el cual, en medio de la agonía de su terror, intentó liberar de mis manos, pues no era lo suficientemente grande como para permitirnos aferrarlo juntos. Nunca sentí una pena mayor a cuando lo vi intentar este acto, aunque supe que había perdido la cordura cuando lo hizo, como un maniático al que controla el más puro terror. No me importó, sin embargo, pelearme el lugar con él. Sabía que no haría una diferencia si alguno de los dos se sostenía de él, de manera que dejé que ganara la argolla y me fui hacia la popa para buscar el barril. Eso no fue muy difícil, pues el bote volaba alrededor con suficiente firmeza, recto sobre la quilla, tan solo balanceándose de un lado a otro, con las inmensas olas del remolino. Apenas me había asegurado en mi nueva posición cuando sentimos un bandazo salvaje a estribor y nos precipitamos de frente al abismo. Murmuré una plegaria acelerada para Dios y pensé que todo había acabado.

»Mientras sentía el mareo del descenso, había apretado instintivamente mi agarre sobre el barril y cerrado los ojos. Por algunos segundos no me atreví a abrirlos y me pregunté si no estaba ya dando mis últimos esfuerzos de lucha mortal en el agua. Pero pasó un momento y luego otro. Aún vivía. La sensación de caer había cesado y el movimiento del bote parecía el que había sido antes, mientras estuvimos en el cinturón de espuma, con la excepción de que ahora habíamos avanzado más. Reuní coraje y observé la escena de nuevo.

»Nunca olvidaré las sensaciones de temor, horror y admiración con las que examiné mi alrededor. El bote parecía colgando, como por magia, a medio camino hacia abajo, sobre la superficie interior de un túnel de vasta circunferencia, prodigioso en profundidad y cuyos laterales perfectamente lisos podrían haberse confundido con ébano, excepto por la salvaje rapidez con la que giraban y por la radiancia brillante y fantasmal que emitían, como rayos de luz de luna, desde aquella grieta circular entre las nubes que ya he descrito, que caían en una inundación de gloria entre los muros negros y más allá, abajo, dentro de los resquicios más interiores del abismo.

»Al principio estaba demasiado confundido como para observar nada con precisión. El estallido general de grandeza aterradora era todo lo que veía. Cuando me recuperé un poco, no obstante, mi mirada se dirigió instintivamente hacia abajo. En esa dirección pude obtener una vista sin obstrucciones, dada la manera en la que el bote colgaba de la superficie inclinada del agua. Estaba sobre una quilla bastante estable, es decir, su cubierta yacía en un plano paralelo con el agua, pero esta última se inclinaba en un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, de manera que parecíamos apoyados sobre los extremos de las vigas. No pude evitar observar, sin embargo, que apenas tenía más dificultad manteniendo mi agarre y el equilibrio en esta situación de la que habría tenido sobre una superficie nivelada. Y esto, supuse, se debía a la velocidad con la que girábamos.

»Los rayos de la luna parecían buscar el verdadero fondo del profundo abismo, pero aún así yo no podía reconocer nada con claridad, dada la densa niebla en la que todo estaba envuelto, y sobre la cual aparecía un magnífico arcoíris, como aquel puente angosto tambaleante que los hombres musulmanes dicen que es el único camino entre el Tiempo y la Eternidad. Esta niebla, o bruma, era ocasionada, sin duda, por el choque de los grandes muros del túnel, ya que todos se juntaban en el fondo, pero no me atrevería a describir el grito que se alzaba de esa niebla hacia el cielo.

»Nuestro primer deslizamiento hacia el abismo mismo, desde el cinturón de espuma por encima, nos había llevado una gran distancia hacia abajo por la inclinación, pero nuestro descenso después de aquello no fue proporcionado de ninguna manera. Girábamos una y otra vez alrededor, no con ningún movimiento uniforme, sino con giros y sacudidas que mareaban y que, en ocasiones, nos movían unos pocos cientos de metros o, en otras, a lo largo de todo el circuito del remolino. Nuestro progreso hacia abajo, con cada revolución, era lento, pero muy perceptible.

»Mirando a mi alrededor desde el ancho desperdicio de líquido de ébano sobre el que estábamos en ese momento, percibí que nuestro bote no era el único objeto que había caído en el abrazo del remolino. Tanto por encima como por debajo nuestro eran visibles unos fragmentos de buques, grandes masas de madera para construcciones y troncos de árboles, con muchos artículos pequeños, como piezas de muebles para las casas, cajas rotas, barriles y duelas. Ya he descrito la curiosidad antinatural que había reemplazado mis temores originales. Pareció crecer dentro de mí a medida que me acercaba cada vez más a mi condena horrorosa. Entonces empecé a observar, con un extraño interés, las numerosas cosas que flotaban en nuestra compañía. Debí haber estado delirando, pues incluso busqué entretenimiento en especular acerca de las velocidades relativas de sus numerosos descensos hacia la espuma de más abajo. «Este abeto», me descubrí diciendo una vez, «ciertamente será la siguiente cosa que sufra la terrible zambullida y desaparezca». Entonces me decepcionaba cuando veía que el naufragio de un barco mercante holandés lo sobrepasaba y se hundía antes. Al final, después de hacer muchas suposiciones de esta naturaleza y de ser engañado por todas, este hecho, el hecho de mis malos cálculos invariables, me llevó a un curso de reflexión que hizo que mis extremidades temblaran de nuevo y que mi corazón latiera con pesadez otra vez.

»No era un terror nuevo el que me afectó entonces, sino el amanecer de una esperanza más emocionante. Esta esperanza se alzó desde un recuerdo y, en parte, también de una observación de ese momento. Volví a traer a mi mente la gran cantidad de materia flotante que se esparcía por la costa de Lofoden, habiendo sido absorbida y luego expulsada por el Moskoe-ström. Por mucho, la mayoría de los artículos estaban destrozados de la manera más extraordinaria, tan rotos y abatidos como para tener la apariencia de ser solo astillas, pero entonces recordé con claridad que algunos de ellos no estaban desfigurados en lo absoluto. Ahora, no podría explicar esta diferencia, excepto suponiendo que los fragmentos abatidos eran los que habían sido absorbidos por completo y que los otros habían entrado al remolino en un momento tan tardío de la marea o que, por alguna razón, habían descendido tan lentamente después de entrar que no llegaron al fondo antes de que llegara el cambio de la marea, o de la corriente, como fuera el caso. Concebí que fuera posible, en cualquier instancia, que pudieran haber sido sacados por el remolino hacia arriba, de nuevo al nivel del océano, sin soportar el destino de aquellos que habían sido arrastrados más temprano o absorbidos con más rapidez. También hice tres observaciones importantes. La primera fue que, como regla general, cuanto más grandes eran los cuerpos, más rápido era su descenso. La segunda que, entre dos masas de un tamaño similar, una esférica y la otra de cualquier otra forma, la superioridad en la velocidad del descenso recaía con la esférica. La tercera que, entre dos masas de un tamaño igual, una cilíndrica y otra de cualquier otra forma, la cilíndrica era absorbida más despacio. Desde mi escape, he tenido varias conversaciones sobre este tema con un antiguo maestro de la escuela del distrito y fue de él de quien aprendí el uso de las palabras «cilindro» y «esfera». Me explicó, aunque he olvidado la explicación, cómo lo que observé era, de hecho, la consecuencia natural de las formas de los fragmentos flotantes, y me enseñó cómo sucedía que un cilindro, nadando en un vórtice, ofrecía más resistencia ante su succión, y era atraído con una mayor dificultad que un cuerpo igualmente robusto de cualquier otra forma.

»Hubo una circunstancia sorprendente que logró reforzar en gran medida estas observaciones y, sintiéndome ansioso por revelarla en este relato, fue que, con cada revolución, pasábamos algo como un barril o la verga de un mástil; muchas de estas cosas, que habían estado a nuestro nivel cuando abrí los ojos ante las maravillas del remolino, ahora estaban muy por encima nuestro y parecían haberse movido poco de su lugar original.

»Entonces no dudé sobre lo que debía hacer. Resolví atarme con seguridad al barril de agua del que me sostenía en ese momento, cortar las cuerdas que lo unían a la cubierta y lanzarme con él al océano. Llamé la atención de mi hermano con señas, le indiqué los barriles flotantes que se acercaban a nosotros e hice todo en mi poder para que entendiera lo que estaba a punto de hacer. Pensé al final que había comprendido mi plan, pero ya fuera ese el caso o no, él sacudió su cabeza con desesperación y se rehusó a moverse de su posición junto a la argolla. Era imposible alcanzarlo; la emergencia no me permitía ningún retraso. Y así, con un esfuerzo amargo, lo dejé a su suerte, me amarré al barril con las cuerdas que antes lo habían atado a la cubierta y me precipité con él hacia el océano sin permitirme dudar ni por un momento.

»El resultado fue precisamente el que esperaba que fuera. Como soy yo quien ahora le cuenta este relato, como ve que en efecto escapé, y como ahora está en posesión del modo en el que el escape se efectuó y, por lo tanto, anticipa todo lo que diré a continuación, haré que mi historia llegue rápidamente a su conclusión. Puede haber pasado una hora, o algo así, después de que salté del bote, cuando, habiendo descendido una vasta distancia hacia abajo, vi que dio tres o cuatro giros salvajes en una rápida sucesión y, llevándose a mi amado hermano consigo, se zambulló por completo, en un instante y para siempre, en el caos de la espuma abismal. El barril al cual estaba atado se hundió poco más allá de la mitad de la distancia entre el fondo del abismo y el punto en el que había saltado por la borda antes de que un gran cambio tuviera lugar en el carácter del remolino. La pendiente de los lados del vasto túnel se hizo cada vez menos inclinada. Las revoluciones del remolino se hicieron, gradualmente, menos violentas. Con el tiempo, la espuma y el arcoíris desaparecieron y el fondo del abismo pareció emerger con lentitud. El cielo estaba despejado, los vientos habían bajado y la luna llena estaba brillando, radiante, en el oeste, cuando me encontré a mí mismo en la superficie del océano, con una vista plena de las orillas de Lofoden y sobre el punto en donde el Moskoe-ström había estado. Era la hora de las aguas calmas, pero el mar aún se alzaba con olas enormes por los efectos del huracán. Me vi arrastrado con violencia al canal del Ström y en unos pocos minutos llegué rápido a la costa y a los lugares de pesca de los pescadores. Un bote me rescató, exhausto por la fatiga y, dado que el peligro ya había pasado, incapaz de pronunciar una palabra ante el recuerdo del horror. Aquellos que me llevaron abordo eran mis antiguos compañeros y amigos, pero no me reconocieron más de lo que habrían reconocido a un viajero de la tierra de los espíritus. Mi cabello, el cual había sido negro ébano el día anterior, estaba tan blanco como lo ve ahora. Dijeron también que toda la expresión de mi semblante había cambiado. Les conté mi historia… y no la creyeron. Ahora se la cuento a usted… pero apenas tengo esperanzas de que usted la crea más fiel que los alegres pescadores de Lofoden.

EL ESCARABAJO DE ORO

«¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¡Este hombre está bailando como un loco! Lo ha picado la Tarántula. Todo al revés».

Hace muchos años, me convertí en un íntimo amigo del señor William Legrand. Era de una antigua familia de hugonotes y una vez había sido rico, pero una serie de infortunios lo habían reducido a la miseria. Para evitar la mortificación que le siguió a sus desastres, se fue de Nueva Orleans, la ciudad de sus antepasados y se asentó en su residencia de Sullivan’s Island, cerca de Charleston, Carolina del Sur.

Esta isla es una muy singular. Consiste en poco más que la arena del mar y se extiende a lo largo de unos cinco kilómetros. Su anchura no excede, en ningún punto, los cuatrocientos metros.

Está separada del continente por un arroyo apenas perceptible, el cual fluye a través de un terreno salvaje de cañas y limo, uno de los lugares favoritos de los patos del pantano. La vegetación, como puede suponerse, es escasa o, al menos, enana. No se ven árboles de ninguna magnitud. En el extremo oeste, en donde se alza Fort Moultrie, y en donde hay algunas construcciones miserables, las cuales son habitadas durante el verano por quienes huyen del polvo y de las fiebres de verano de Charleston, puede encontrarse, en efecto, el palmito erizado. Pero toda la isla, con la excepción de su extremo oeste y una dura línea de playa blanca en la costa, está cubierta por una densa maleza de mirto dulce, muy apreciado por los horticultores de Inglaterra. Los arbustos aquí a menudo alcanzan la altura de unos cuatro a seis metros y forman un matorral casi impenetrable, volviendo el aire agobiante por su fragancia.

En los lugares más interiores de estos matorrales, no muy lejos del punto más remoto u oriental de la isla, Legrand se había construido para sí mismo una pequeña cabaña, la cual ocupaba cuando yo, por primera vez y por accidente, lo conocí. Esto maduró pronto en una amistad, pues había mucho en ese hombre solitario que inspiraba interés y estima. Me di cuenta de que estaba bien educado y que tenía una mente muy aguda, pero estaba infectado por la misantropía y se veía sujeto a unos cambios de humor perversos que alternaban entre el entusiasmo y la melancolía.