18 historias de golf y misterio - Marino J. Marcos - E-Book

18 historias de golf y misterio E-Book

Marino J. Marcos

0,0

Beschreibung

Cualquiera que juegue en un campo de golf sabe que está en un recinto seguro. Pero, de acuerdo con las experiencias de los dos protagonistas, no hay afirmación más atrevida. El lector va a encontrar en estas dieciocho historias que los lances del juego, en principio aparentemente normales, constituyen la llave de sucesos tan impensables y escalofriantes como jamás pudiera imaginar. Gran parte de lo que tienen de turbador es que son, en principio, posibles, y le pueden suceder a cualquiera que juegue un confiado y tranquilo partido. Sin saber en realidad con quién o dónde lo está jugando, que puede ser muy distinto de lo que cree.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 627

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


18 Historias de Golf y Misterio

Marino J. Marcos

ISBN: 978-84-18337-85-7

1ª edición, octubre de 2020.

Editorial Autografía

Carrer d’Aragó, 472, 5º — 08013 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Las tramas, personajes y nombres que aparecen en este libro pertenecen exclusivamente a la imaginación del Autor. Ciertos lugares reales han sido tomados como mero escenario, y algunos personajes históricos aparecen sin que su presencia tenga otra importancia que la de fijar una fecha o un paisaje humano concreto en la mente de los lectores. De todos modos, el Autor quiere hacer constar que cualquier parecido con la realidad será solamente pura coincidencia.

N.R.P.I: SA-170-19

A mi hermana María Luisa

EN LA CALLE DEL HOYO CUATRO

Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio, de lo que sueña tu filosofía

Hamlet, Act. I, Esc. V

— No la busque, joven — me dijo el doctor Duarte —. Ha caído por ese lado. Más vale que la olvide y juegue otra bola desde ahí mismo.

En el fresco y ya lejano día del mes de agosto de mil novecientos cincuenta y seis al que ahora me refiero, se extendía ante nosotros la larga calle que forma el cuarto hoyo del Club de Golf de E*, y me esforzaba yo por penetrar la persistente bruma donde se había perdido de vista la que acababa de golpear, cuando me sorprendió la advertencia de mi compañero de juego. Yo estaba, como siempre, haciendo el papel de secretario y de acompañante de golf; papel que era, en realidad, el de vigilante de su salud, porque no obstante la envidiable vitalidad de mi viejo amigo, su familia temía que debido a su avanzada edad le ocurriese algo y le sorprendiera solo. Este arreglo me venía muy bien, porque como pintor acuarelista recién estrenado que soy no puedo decir que me gane fácilmente la vida; más bien voy tirando a temporadas, y además las actividades del doctor Duarte son demasiado interesantes como para renunciar a vivirlas desde cerca. En aquella ocasión él hacía las veces de cicerone en aquel campo, nuevo para mí, y me estaba señalando, a lo lejos y con el brazo extendido, un oscuro y cerrado matorral. Desde mi posición se divisaba como un desdibujado borrón a poco más de cien pasos, y por sus señas comprendí que allí había ido a caer el objeto de mis deportivos trabajos.

Estábamos solos en la zona que se encuentra junto a la playa, separados de las arenosas dunas por la teórica línea divisoria que corre sobre el mediano terraplén, sembrado de hierba, que paralelamente al mar se extiende a su izquierda. Desde allí arriba puede contemplarse una magnífica panorámica del Atlántico, batiendo con furia sobre la restinga. Escribo esto porque pocos serán los golfistas que piensen siquiera en encaramarse hasta ahí para echar una ojeada al horizonte (tan poseídos estamos todos por las urgencias del juego), pero es algo que compensa ciertamente el pequeño esfuerzo de trepar por una pendiente como esta. El pintoresco paisaje que se domina, bravío y suave, a la vez, semejante a una exquisita acuarela; las ondulantes y verdes calles, pacientemente modeladas por el tiempo y el clima; las manchas oscuras de los matorrales; el bramar, en fin, del oleaje, continuo, profundo y cercano, que se puede escuchar desde cualquier punto de este lado, y todo ello junto, confirman la inimitable personalidad de este campo que durante toda mi vida he considerado imprescindible frecuentar.

En esos momentos me estaba dejando atrapar por semejante entorno, cuya apacibilidad me había ganado por completo en aquella primera visita. Sin duda, la concentración que ponía en el golf participaba de esa laxitud, pues el tanteo del partido se estaba inclinando decididamente a favor del frágil pero impecable juego de mi compañero. Sin embargo, en lugar de tomar medidas respecto a la debilidad del mío, las palabras de Duarte despertaron mi curiosidad. Mirando de lejos, reparé que en el matorral había algo extraño que de momento no podía precisar; algo fuera de su sitio que no encajaba con el resto del paisaje. Así que hice caso omiso a la petición del doctor y, dejando mi bolsa de palos sobre la hierba, me acerqué andando hasta el arbusto.

Resultó ser un endiablado baluarte vegetal, uno más de los que en este campo tienen confiada la defensa de los hoyos. Según iba avanzando a través de la niebla, comprobé que respondía a ese temible tipo de junquera salpicada de fuertes plantas de laurel que tan bien conocemos los malos jugadores, cuya extensión no suele sobrepasar los veinte o veinticinco metros cuadrados, pero que resulta decisiva a la hora de perder un partido; sobre todo si, como parecía ocurrir en este caso, se encuentra tapizada con cierta alfombra de tallos espinosos que por aquí suelen llamarse “garras de león”, seguramente porque defienden su presa con la misma fiereza. Bien conocía yo las dificultades que presentaría sacar mi bola de tal sitio, y ya me iba preparando para hacer frente a las penalidades que tal cosa supondría, cuando llegué hasta el matorral y, sin dar crédito a mis ojos, pude observarlo de cerca.

Asombrado hasta un punto imposible de describir, contemplé en el interior del enmarañado seto la mayor cantidad de bolas de golf que he visto juntas jamás. Estaban aparentemente abandonadas y pasarían sin duda del medio millar, o quién sabe si su número no fuese mucho mayor. Las había de todos los tipos y todos los colores, apagadas y brillantes, nuevas y usadas, modernas y antiguas; incluso pude reconocer varias de las fabricadas con gutapercha, casi en los albores del golf, y otras, indudablemente piezas únicas, de tan venerable condición que su solo escrutinio hubiera entusiasmado a un anticuario. A juzgar por el aspecto que presentaban y el modo en que muchas de tales bolas se podían contemplar, semienterradas entre las raíces de las plantas, era por demás evidente que habían ido a parar allí desde mucho tiempo atrás. Debió de ser por la influencia que la sorpresa de semejante visión causó en mi ánimo, pero me pareció que todas ellas reposaban en sagrado, como si hubiesen venido a este lugar en busca de asilo quién sabe por qué motivo inquietante.

Atónito ante el insospechado túmulo donde efectivamente había ido a caer la mía — que por estar a mis pies tuve la suerte de poder identificar —, opté por seguir la advertencia de Duarte, y no sólo no intenté recuperarla, sino que mi voluntad se mantuvo muy lejos de hacerlo. Cautelosamente lejos, podría decir.

Mientras tanto, mi amigo y patrón se había acercado hasta donde yo estaba, y me dirigió una enigmática mirada. Sacando de un bolsillo de su gruesa chaqueta la pipa y el tabaco, en seguida cargó una cazoleta y comenzó a fumar parsimoniosamente.

— Sí, muchacho; este es un lugar especial — me advirtió, entre dos aromáticas bocanadas de humo azul —. Un lugar muy especial. Me llama la atención el que usted no supiera de su existencia. Le diré, por mi parte, que aquí tienen una regla local que prohíbe absolutamente recoger la bola que viene a parar a este seto. No; no se extrañe. Es una regla muy antigua... y muy respetada, como ve. Pero temo que la niebla tarde aún algún tiempo en levantarse en este lado del campo y como no podemos continuar así, haremos una pausa y le contaré las razones de todo esto. ¿Le parece bien?

En aquellos momentos nada podía interesarme más, y como las heridas con que me había condecorado la guerra empezaban a dolerme y el paseo me cansaba con facilidad, di por muy bienvenido el descanso que se me ofrecía. De manera que me mostré encantado con su propuesta y así se lo dije. Entonces el doctor se ensimismó unos instantes y comenzó su asombroso relato.

— Tengo la certeza de la fecha, un veintidós de marzo — dijo —, porque los sucesos que voy a contarle tuvieron lugar el primer día de primavera, que desde los inicios de la fundación del club, en el siglo diecinueve, aquí se ha celebrado siempre.

Creo que ocurrió en mil novecientos cinco, o seis, o quizá en el siguiente, no lo recuerdo con precisión, pero desde luego en los tiempos del gran Trifón Ulloa, nuestro segundo presidente. De este dato puedo responder con total garantía porque era muy amigo de mi padre y a través de él llegó hasta mí la verdadera historia que le relataré. Por supuesto, me propongo hacerlo tal y como sucedió, sin ocultar nada de lo que, en aquella época, y por razones obvias que luego comprenderá, fue silenciado cuidadosamente.

Figúrese usted que aquellos eran tiempos sin sorpresas y, no obstante, este es uno de los asuntos más extraordinarios del que haya tenido noticia. Yo era, por entonces, poco más que un mozalbete, pero aún recuerdo el alboroto que se produjo a raíz de los hechos que tuvieron lugar ahí mismo, a cuatro pasos de donde está usted.

Le diré que por aquellos días éramos un grupo de jugadores relativamente pequeño y cerrado. Todos vivíamos desperdigados por los alrededores, pero sin lugar a dudas ya podía asegurarse que teníamos aquí, en el campo de golf, nuestro lugar de reunión, y la mayoría esperábamos con impaciencia la llegada del fin de semana para volver a vernos y jugar unos hoyos. Se hará usted cargo de que nuestras fiestas y los amistosos torneos que por entonces nos convocaban eran todavía poca cosa, pero los fundadores habían tenido la previsión de construir como sede del club un edificio espacioso, aprovechando el hermoso pabellón de aguas termales que, en un estado de completo abandono, se encontraba dentro de la propia finca que se adquirió. Así que estas diversiones, en cierto modo, llegaban a participar de la decadente esplendidez de su arquitectura y resultaban realmente de lo mejor que se podía ver por aquí en esos años. Le digo esto para que se pueda hacer una idea de lo que se perdió con la construcción del nuevo chalet sobre los escombros de aquél. En fin; qué le vamos a hacer...

Mi amigo hizo en este punto de su relato una pausa para descansar, y pude considerar con detenimiento lo que me decía. Por motivos pictóricos había visitado yo alguno de tales edificios, que aún subsistían en balnearios y fincas privadas, ciertamente espléndidos, y lamenté la pérdida del único de ellos que se había transformado en pabellón de golf. Por supuesto, andando el tiempo, pude contemplar en alguna fatigada fotografía el destartalado palacete, muy belle èpoque, eso sí, que tanto había ponderado el doctor Duarte, pero no me pareció, sinceramente, ni tan grande ni tan espléndido como suponía. Sólo mucho tiempo después de esta conversación, uno de los jardineros que trabajaba en los alrededores del aparcamiento encontró enterrada la retorcida estructura de una enorme lámpara de donde colgaba, grotesca y fuera del tiempo, una solitaria pero asombrosa lágrima de cristal de roca. Fue entonces cuando advertí la elegancia que debió de tener la primera sede del club en los días a los que Duarte se remontaba. Pero nada conocía yo entonces de todo esto, y en los momentos en que estaba escuchando su relato hube de imaginarlo como mejor pude.

— Precisamente — continuó —, quiero referirme a una de esas fiestas de fin de semana. El día que le digo no cabía un alfiler, como dicen ustedes, en todo el club. Era una reunión necesariamente brillante, puesto que nos habíamos dado cita los socios y casi la totalidad de nuestros amigos por un motivo especial: Queríamos invitar a un pequeño pero selecto grupo de jóvenes oficiales, recién salidos de la Academia militar, que regresaban de no sé que curso en Inglaterra y, lo que era mucho más importante, declaradamente devotos del golf, que habían practicado allí por primera vez en su vida.

Al parecer, el vapor en que volvían había sufrido serias dificultades en la singladura, y se había visto en la necesidad no prevista de atracar en este puerto para reparar averías. Ya no recuerdo el nombre del buque pero lo importante era que sus bizarros pasajeros se iban a quedar unos días en tierra y, naturalmente, no podían faltar a nuestra reunión.

Sucedía, además, que uno de ellos era el único sobrino de don Lucano Blackburne, el miembro más reputado, quizá, de nuestro círculo. ¿No le dice nada ese nombre? Bien; hace tiempo que su corpachón contribuye discretamente a fertilizar el suelo que le enriqueció, lo admito; pero usted debería conocer su firma, al menos, por haber vaciado conmigo unas cuantas botellas del excelente vino que la ostentan en el gollete. Luego en el bar tendré mucho gusto en ilustrar a usted sobre este punto.

Ya me entiende usted…

¡Qué bienvenida extraordinaria se les ofreció! Yo, que todavía era casi un niño, poco pude disfrutarla, bien es cierto, pero aun así recuerdo que el pabellón semejaba un ascua de luz, adornado con sus mejores galas. Aunque no puedo estar seguro, juraría que la organización de aquel sarao fue estratégicamente planeada en alguno de los cenáculos de la ciudad. El programa era tan sencillo como eficaz: primero, el partido de golf. Y luego, una fiesta por todo lo alto, incluso con orquesta. Pero juzgaría usted en poco la capacidad de nuestra sociedad si no le dijera que, con la disculpa de hacer la competición más interesante y, sobre todo, más moderna, se determinó que se jugase por parejas.

Bueno; a primeros de siglo esa idea era decididamente atrevida, casi un escándalo, pero como convenía al doble juego que querían sostener las golfistas, finalmente se aceptó. Por supuesto, las encendidas protestas de los miembros más tradicionalistas llenaron las bóvedas del bar, pero las damas — y aquí mi amigo se permitió una risita de conejo —, acabaron por ganar la partida, y presumo que más de uno de esos caballeros debió de recibir después su merecido en casa por ejercer tal oposición, por supuesto vencida.

De modo que al comenzar la jornada, se dispusieron en la mesa de control dos cestos de papeletas, uno para cada sexo y, acto seguido, en ceremonia no exenta de emoción, fueron emparejados los nombres inscritos en ellas, marcando tanto el turno de juego como los dos compañeros que formarían cada equipo. Y quiso la mala suerte que al sobrino de Blackburne le tocase no solamente el último lugar de salida, sino también jugar con una dama que era, sin duda, buena deportista, pero ¡ay! casada y fatalmente incluida en la respetable tablilla de las que se encuentran en la definitiva madurez. Puedo dar fe de ello porque esa distinguida señora era Beatriz Ardés, una antigua amiga de mi familia, y la traté muy a menudo.

Lo único que enturbió, mediado el día, todo aquel esplendor, fue el cambio de tiempo, que cubrió el horizonte de plomizos nubarrones y desató súbitamente sobre el litoral una violentísima tempestad. Al cielo azul de la mañana había seguido, sin el menor indicio de semejante vuelco, un furioso vendaval que llegó tan inesperadamente como ocurre en estas costas, y los jugadores que no tuvieron la fortuna de su parte cuando se sortearon los turnos, saliendo después de comer, pasaron, en verdad, considerables dificultades para acabar su vuelta. Y fue por la tarde, en pleno diluvio ya, cuando ocurrió un incidente trivial en sí, pero que desencadenaría la tragedia que vino después. Porque lo que usted contempla aquí, entre la maleza, es en cierto modo el sufragio por una tragedia.

No pude por menos que dirigir una nerviosa mirada a la confusión de bolas que había a tres pasos de mis pies, en el interior del matorral. Cuando me disponía a dirigir una pregunta al doctor Duarte que aclarase todo aquello, alzó levemente una mano “ — Sólo un instante, se lo ruego — ”, y prosiguió:

— Con la suerte echada, los equipos se fueron formando y tanto si estaban a punto de salir al campo como si no, el propósito de la jornada se iba convirtiendo en un éxito. Sin embargo, algunos no compartían esta opinión. Ignoro si al teniente Blackburne la fastidió su suerte, habiendo como había tantas muchachas encantadoras con quienes jugar mucho más a su gusto, sin duda, pero aceptó galantemente y con una sonrisa el resultado del sorteo. Unas más y otras menos, las chicas vieron con tristeza como se escapaba de sus manos la posibilidad de iniciar una relación con él, y se dedicaron a sus respectivos compañeros con la simpatía que era de esperar. Y los oficiales cabe decir que hicieron, a su vez, lo imposible por agradarlas y estar a la altura de lo que convenía en tal situación. Pero una de ellas, Ernestina Salaverri, no estaba dispuesta a que las cosas quedasen así.

Según el testimonio de sus amigas que se tomó en los días siguientes, la chica había puesto sus preciosos ojos aztecas en el teniente, y procuró por todos los medios que el sorteo se repitiese, argumentando, con las más peregrinas razones, que era ella quien debía jugar a su lado. Bueno; ahora he de decirle a usted que Ernestina Salaverri era hija única de una madre multimillonaria, absurdamente rica, que no había hecho nada para procurar a su hija el más mínimo sentido común. Ambas habían venido de América y llevaban viviendo aquí varios meses por motivos de salud, aunque nunca se dijeron cuáles. De un modo u otro, ambas, madre e hija, ya se habían dado a conocer por su modo intolerable de comportarse, y consideraron oportuno incluirse por sí mismas en la fiesta, sin que nadie hubiera podido hacer nada para evitarlo.

Figúrese; en el invierno anterior, la niña se había encaprichado con un caballo que se hizo traer desde Méjico, y se empeñó en poner de moda aquí una especie de híbrido entre la hípica y el golf. No bajaba del animal en todo el día, cabalgando de acá para allá, y hubo de ser seriamente advertida de expulsión si continuaba destruyendo el campo de juego con sus delirantes galopadas. Todo esto le duró menos de tres semanas, hasta que se aburrió de su invento y del caballo. ¡Pobre animal! Conociendo a su dueña, sólo Dios sabe lo que sería de él... Y así se comportaba en todo lo demás. Recuerdo que por aquellos días su antojo había recaído en una extraordinaria motocicleta de color rojo que nos volvía locos a mí y a mis amigos, una Clément francesa de cuatro cilindros, que debió de ser la primera que hubo por aquí. Si es que todavía queda algún ejemplar, el museo que la exhiba la guardará como una joya, pero entonces solo era el juguete favorito de Ernestina... hasta que conoció a Víctor Blackburne.

Como le decía, la muchacha, adoptando una actitud estrepitosa, no cesó en su empeño de intentar sustituir a la compañera del oficial, intrigando por todo el club y colocando, realmente, a la directiva y al resto de sus compañeros en las enojosas situaciones que fácilmente cabe imaginar. Con todo, no lo pudo conseguir, y al fin llegó el momento en que el teniente Blackburne y su pareja hubieron de salir del tee del uno; y fue en ese momento cuando la Salaverri perdió los papeles del modo más lamentable... Sí señor; del modo más lamentable. Asómbrese usted: Hubo que arrancar a la chica de la mesa de control (materialmente así; no exagero nada), y llevársela de allí en medio de una borrascosa crisis de histeria, pataleando y jurando como un leñador, mientras clamaba y gritaba que, de una forma u otra, Blackburne sería suyo. Un divertido escándalo, tengo entendido. No sé qué cuidados le prodigaron, pero alguien consiguió que recuperase la calma y la apartaron de allí, llevándosela a otro lugar del pabellón, donde la dejaremos por el momento en manos de sus amigas.

En todo esto se tardó bastante tiempo y sólo una vez solucionado el aparatoso incidente pudieron ambos jugadores acercarse a la salida y comenzar su partido de golf. Pero lo cierto es que a los cinco minutos de dar su primer golpe, sea por la lluvia o porque la violenta escena anterior hubiese alterado sus nervios, Beatriz Ardés anunció que, por su parte, abandonaba el partido y, calada hasta los huesos, se dio la vuelta y regresó al club.

Parece ser que ante esto, Blackburne dudó entre la posibilidad que se le presentaba de abandonar él también, o la de aceptar el relativo compromiso de jugar por el honor de ambos. Bien es verdad que en el pabellón del club le esperaba la Salaverri y su espectáculo, digámoslo así, y el oficial no tenía la menor intención de sumarse a él. De modo que a pesar de la catarata de agua que estaba cayendo sobre el campo y del peligroso parpadeo de la tormenta que se le venía encima, tomó la única decisión posible para un caballero en su situación y continuó jugando solo. Fue una decisión desdichada, porque no regresaría jamás.

El doctor Duarte hizo una pausa para encender de nuevo su pipa que la humedad de la neblina había apagado mientras hablaba, y yo no interrumpí tan delicada operación. Se había levantado una suave brisa y pensé que muy pronto se llevaría la cortina de nubes bajas y podríamos continuar el partido. Sin embargo, mentiría si dijera que no me había interesado la historia que me contaba, y nada comenté, esperando que mi amigo retomara el hilo de sus palabras donde lo había dejado.

— Una hora después — siguió diciendo —, la tormenta entraba ¡y de qué modo! en su salvaje apogeo. En contraste con la oscuridad exterior el palacete del club parecía una radiante luminaria y la cena se hallaba en la cumbre de su animación. Como siempre sucede en estas situaciones, unos y otras se repartieron en grupos un poco por todas partes y si ciertas mesas habían sido ocupadas por los solemnes jugadores de más edad, en otras tintineaba la risa y se prodigaban las bromas que son indicio seguro de una alegre presencia juvenil.

Pero los dioses — también ellos —, envidian a los campeones de golf, y en un determinado momento de la noche lanzaron con horrísono estruendo un rayo tal, que habiendo caído muy cerca del edificio, abrió de par en par sus ventanas, apagó las luces de gas y les dejó a todos completamente a oscuras. Es bien cierto que los camareros sacaron enseguida cajas enteras de velas que fueron repartidas por las mesas y contribuyeron a crear lo que hoy llamaríamos un ambiente prometedor. Lo es; pero no lo fue menos que, a partir de ese momento el típico sentimiento de inquietud que precede a un desastre se hizo notar, y la amenazadora posibilidad de que los dioses acertasen con su objetivo la próxima vez planeó funestamente sobre cuantos allí estaban.

Bueno; ya sabe usted lo que sucede en tales situaciones. Poco a poco, las tertulias se fueron disolviendo y los socios y sus invitados acabaron reunidos en el bar del club, empujados sin duda por esa suerte de instinto disimulado, pero implacable, que nos ordena buscar la proximidad de nuestros semejantes ante un peligro inminente.

Muy pronto, con el cielo cada vez más embravecido y el viento percutiendo en los batientes de las grandes ventanas del pabellón, alguien propuso resolver rápidamente el cómputo de los partidos, entregar los premios a los ganadores y regresar cada uno a su casa. ¡Amigo mío! Pocas veces se habrá acogido una idea ajena con tanta facilidad. De pronto, hasta los más perezosos de los presentes se ofrecieron para ayudar, trasteando con las mesas para improvisar una panoplia donde fueron colocados los trofeos; y cuando bajo la atenta mirada del secretario se contabilizaban las tarjetas con los resultados de los partidos, éste cayó en la cuenta de que faltaba un jugador por entregar la suya. Como habrá adivinado, era Víctor Blackburne.

“ — ¿Blackburne?

“ — ¡Blackburne!

“ — ¡Víctor...! ¡Vamos!…

“ — ¡Despistado! ¡Entrega tu tarjeta!

“ — ¡Oh, Dios mío...!

“ — ¿Dónde está, Blackburne? ¿A qué espera?

“ — Pero... dice usted.... ¡Que todavía está en el campo!

“ — ¡No ha vuelto aún...! ¿Cómo es posible?

“ — Creo que salió el último... ya sabe, el sorteo...

“ — Bien: ¿Alguien le ha visto ahí fuera?

“ — ¡Por Júpiter!

“ — ¡Oh, Dios mío! ¡Hace horas que le dejé en el hoyo uno...!

“ — ¡Hay que salir a buscarle!

“ — ¡Sí!... ¡Vamos por él!

“ — ¡¡ Quietos!!

Una voz vidriosa pero de dramática resolución surgió entre las últimas filas del grupo, logrando al instante que todos callasen, sorprendidos por la vehemente advertencia.

“ — ¡Quietos! — repitió —. Y abriéndose camino violentamente entre todos ellos, Ernestina Salaverri salió al exterior y saltó en su motocicleta, perdiéndose en la noche.

Ninguno de los presentes pudo impedirlo, esto quedó bien claro. Apenas pudieron reaccionar ante semejante empuje. — El doctor Duarte parpadeó unos instantes y añadió: — Como sabe, Hamlet nos previene a todos sobre los extremos a los que puede llegar un amor desairado, pero evidentemente Ernestina no lo había leído.

Y ahora que la niebla va levantando — continuó —, observe el terreno que nos rodea por todas partes. Mucho antes de que se pensara en trazar las calles de un campo de golf; antes, incluso, de que a mediados del siglo diecinueve se construyese aquí un balneario, es decir, cuando todo esto era solamente una extensión de dunas y matorral dedicados al pastoreo, se encontraba en este lugar una peligrosa ciénaga no muy extensa, poco más que una charca legamosa, pero de profundidad aparentemente insondable. Tengo entendido que consistía en una poza de barro caliente donde muchas bestias se habían perdido para siempre, confundidas por la engañosa consistencia del terreno. Los lugareños, para evitar las pérdidas que les suponía en su cabaña, y quizá para prevenir otras más lamentables, habían conseguido cegarla acarreando arena desde la playa durante años enteros. Debieron de tener éxito en su empeño, porque mientras el balneario se mantuvo en esta finca, hay una total ausencia de noticias referentes al lugar en cuestión, que estaba en un apartado rincón de sus jardines, y, muy probablemente, sus gerentes ni siquiera sospecharon que un peligro así había existido bajo sus pies.

Pero por lo visto, la violenta furia del temporal o el efecto de algún fenómeno geológico (nada extraño, en realidad, pues el balneario fue construido aprovechando ciertos manantiales de agua sulfurosa), o por cualquier otra causa semejante que nunca se supo con certeza, en la noche de la fiesta el antiguo pantano volvió a abrir sus fauces silenciosamente, transformando un terreno hasta entonces seguro en una trampa mortal.

Vuelva conmigo a las escaleras del pabellón, donde un grupo de amigos trata de arrancar un antiguo automóvil, con los trajes de etiqueta empapados y una expresión de preocupado estupor en el rostro, mientras se apresuran para salir en busca de los dos jóvenes en medio del peor temporal que nunca hubieran conocido. Le ruego que imagine — ¡hágalo! —, cómo desde las ventanas los demás observan su partida, hasta que salen del mortecino círculo de luz que proyectan las velas sobre el barrizal, mientras los que quedan dentro piensan, francamente incómodos o quizá asustados, que deben buscar sus impermeables y retirarse cuanto antes, porque todavía no llegan a comprender perfectamente lo que ocurre, pero todos, ¡todos, fíjese bien!, intuyen que hay algo ahí fuera que va mal, muy mal... Aun así, cuantos prefirieron quedarse al triste broche de la fiesta pudieron considerarse afortunados, joven. Porque en tanto sucedían estas cosas en el pabellón, las mismas centellas que iluminaban el camino a los ansiosos perseguidores en el automóvil, dejaban ver aquí mismo, en la calle del hoyo cuatro, una escena verdaderamente atroz.

Para su edad, Duarte era un narrador de excepcional energía, pero en este punto de su relato su voz se apagó un poco, e hizo una pausa más larga que las demás. Pude observar, por el cambio de su expresión, que lo que iba a contarme todavía le afectaba en cierto grado, a pesar del tiempo que había transcurrido desde los sucesos que relataba, y aunque esta vez me concedió cuartel para preguntar, yo no quise romper el expectante silencio.

— Sí… Atroz; atroz es el único calificativo para describirlo... Con la mitad de su cuerpo atenazado por una llaga de lodo traicioneramente abierta en la tierra, un hombre en la flor de la juventud aparecía y desaparecía en el resplandor vivísimo de los relámpagos con los dientes manchados de hierba, igual que sus manos, igual que sus uñas, en el paroxismo del terror, buscando asirse desesperadamente a las matas de césped que a la distancia de su brazo constituían para él la única forma de evitar la muerte, la peor que cabe desear a un ser humano... La angustiosa contracción de sus labios, siempre dispuestos a una palabra de ánimo, mostraban en aquel instante la intensidad del incontrolable pánico que le dominaba, y aunque se debatía con desesperación, la voracidad del légamo parecía aprovechar el menor de sus movimientos para hundirle aún más en el abismo de fango sin nombre ni medida que, bien lo sabía él, le aguardaba con la más absoluta certeza.

Ese hombre era Víctor Blackburne y el viscoso lugar donde se hundía el insondable agujero de la ciénaga en el que había caído. Y cuando, perdida la esperanza, solamente le quedaban fuera del légamo los hombros y la cabeza; cuando sólo un milagro podía salvarle del final espantoso, oyó nítidamente el inconfundible petardeo de una motocicleta que se acercaba directamente hacia él.

Entonces Blackburne gritó. Y lo hizo como jamás había gritado, sabiendo que de su grito dependía la vida entera y, fíjese, gritó sólo unos segundos antes de que el faro de la motocicleta, atravesando las oleadas de lluvia con la brillante luz del carburo, iluminase sus desencajadas facciones, escupiendo ya el barro que le anegaba la boca. Puedo asegurarle este extremo porque todo fue visto por los que iban en el coche siguiendo las roderas de Ernestina, y orientó su búsqueda en aquella dirección.

La tormenta se desgarraba con reventazones insospechadas sobre el campo de golf, y en esas circunstancias, cuando ella advirtió en el haz de luz de la motocicleta la presencia inverosímil de una cabeza que sobresalía del suelo era ya, por desgracia, demasiado tarde. Paralizados sin duda sus sentidos por esa visión, inesperada y espeluznante, ni siquiera intentó frenar, y se precipitó a la poza maldita a la misma velocidad con que había vivido.

¿Debo referirle a usted la terrible escena que siguió a todo esto? No amigo mío; pertenece ya a un doloroso recuerdo. Respetémosle. Sólo le diré que quienes la vieron sin poder hacer nada por evitarla tardaron muchas semanas en conciliar un sueño tranquilo, y alguno de ellos no volvió a pisar en años un campo de golf. Sea como fuere, es seguro que Ernestina Salaverri consumó su deseo y se unió a Víctor Manuel Blackburne para siempre.

Durante los días que siguieron, se vació y rastreó aquel abismo de todas las maneras imaginables; la madre de la infortunada chica no reparó en gasto alguno para encontrar a su hija, y se hizo venir a sus expensas a los mejores especialistas en este tipo de rescates. ¡Pobre mujer! Hubiera hecho venir a la maga de Tesalia, de haber podido... Pero sólo aparecieron los restos espectrales de la motocicleta y algunos palos de golf del oficial: ni él ni ella fueron encontrados.

Así pasaron, en los trabajos de búsqueda, cuatro largas semanas y cuando el juzgado decidió que ya era suficiente, y concedió el permiso para que se tapase la enorme excavación que se había realizado, montañas de tierra y cascotes volvieron a su lugar. La dirección del club se propuso que la grieta fuese condenada tan sólidamente como los conocimientos técnicos de la época permitían, y se volcaron docenas de camiones de cemento y escombros para conseguirlo. Después, los jardineros cambiaron la disposición del hoyo, sembraron de nuevo el césped que había sido levantado en una gran extensión, y se plantó un seto impenetrable en el lugar exacto donde se había abierto la ciénaga para que nadie, ni aun remotamente, pudiese pisar otra vez esa hierba maldita. Este seto, precisamente…

Y Duarte miró de un modo tan significativo al matorral junto al que nos encontrábamos que no pude por menos que exclamar:

— ¡No me diga que fue precisamente aquí donde ocurrió!

— Le aseguro que sí — contestó mi amigo —. Bajo esta maleza, aquí mismo, estaba la ciénaga. — El doctor hizo un vago gesto con la mano, y prosiguió: — Este es el lugar donde reposan los cuerpos de los dos muchachos. Aunque la palabra reposar no sea quizá la más adecuada...

— ¿Cómo dice usted? — exclamé —. ¿Qué quiere decir con eso? Vamos, doctor, no me diga que...

— Concédame un minuto y en seguida lo sabrá. Durante una larga, larga temporada — prosiguió —, el campo quedó abandonado, quiero decir, nadie volvió por aquí. Durante más o menos un año, el golf fue algo ajeno a este hermoso paisaje. Pero, como siempre, el clemente cometido del tiempo se encargó de que, poco a poco, las cosas fueran volviendo donde solían. Primero los más entusiastas, y luego el resto de los socios, regresaron paulatinamente a sus partidos de fin de semana, pero lo cierto es que la vida del club tardó en normalizarse. De hecho, no se ha normalizado nunca, porque fue en ese intervalo cuando comprendieron que aquí sucedía algo que no era nada cómodo de explicar.

Y ahora he de hacerle una advertencia. Lo que me dispongo a revelar lo conocemos hoy dos o tres personas, a lo sumo, y se puede asegurar que bajo ningún concepto ninguna de ellas dirá nada de esto a nadie. Si yo lo hago ahora es porque conozco sobradamente su discreción. Le ruego, por tanto, que guarde la más absoluta reserva sobre lo que voy a decir, y lo hago bajo la terminante condición de que no me hará usted pregunta alguna cuando termine. Y aun así, no estoy del todo seguro de mantener mi promesa en los mismos términos en que la pronuncié.

Por supuesto, me apresuré a manifestarle que haría tal y como deseaba, mientras interiormente estaba convencido de que iba a comunicarme alguna historia realmente extraordinaria, porque aquella actitud de mi amigo era del todo ajena a su forma de ser, por lo general expansiva y poco propensa a los juramentos. Así que, con la mayor de las expectaciones, escuché la increíble explicación cuyo registro guardo todavía en la memoria:

— La primera bola de las que usted ve — señaló con un vaivén de su pipa —, apareció poco después de que se cumpliera un año de la tragedia. Quienes entonces pasaron por aquí primero, jugando por la mañana, pensaron que era una bola olvidada más, pero el sitio especial donde se encontraba hizo que se abstuvieran de recogerla. Una suerte de respeto y, dicho sea de paso, también de oculto temor a la anterior ubicación del pozo infausto, hizo que la dejaran donde estaba. Hágase cargo: Quién más, quién menos, era la primera vez en mucho tiempo que volvía, y más de uno de los golfistas musitó una oración para sus adentros. Pero las bolas siguientes no tardaron en aparecer en el mismo sitio: una noche dos, al día siguiente otra, y en pocas semanas se habían reunido tantas que parecía imposible creer que fueran todas resultado del olvido o de la superstición de los jugadores, todavía muy pocos, como le digo, que volvían por el club.

¿De dónde habían salido aquellas bolas? Nadie lo sabía con seguridad, y el enigma llegó a obsesionarles de tal manera que llegó un momento en el cual se hizo imposible continuar disimulando más. La diezmada junta directiva tomó cartas en el asunto, y en una reunión convocada a este único efecto, los trece o catorce socios que por esos días se atrevían a salir al campo decidieron investigar la cuestión. De hecho, quisieron hacerlo del modo más discreto posible, porque temían que algo extraño surgiese de sus pesquisas. De lo contrario no hubiesen tomado tantas precauciones; y, desde luego, podemos concluir que les atemorizaba en sumo grado encontrar un suceso escandaloso. Tenga usted bien presente que la desgracia que tuvo lugar en sus terrenos había hipotecado seriamente el porvenir del club, y dos escándalos en un año decidirían su clausura sin remisión. De modo que determinaron llevar las investigaciones en secreto, y hacer turnos de guardia, día y noche, junto al incipiente matorral para comprobar cuál era el verdadero motivo de tan espectacular crecimiento de bolas.

Así lo hicieron, cumpliendo su cometido con escrupulosa dedicación. Y, al cabo de unas semanas, no hubo ya duda alguna de que las bolas salían de la misma tierra, sin que nada hiciese suponer que la vieja grieta estuviese volviendo a abrirse ni que el terreno dejase de mantener su compacta dureza. Esta asombrosa evidencia fue directamente comprobada por los más escépticos en una memorable noche, de forma que su certeza y su pánico alcanzaron, a la vez, cotas muy difíciles de igualar. Naturalmente, estas cosas produjeron diferentes opiniones que sería prolijo contar pero, finalmente, en un pacto de caballeros que ponía a salvo la reputación del club, aquellos hombres decidieron callar a toda costa lo que sabían, atribuyendo falsamente el fenómeno, fuera lo que fuese, a una especie de homenaje que se ofrecería para siempre a los dos desaparecidos. Y para ello redactaron la famosa regla local que impedía y todavía impide tocar las bolas que caen aquí.

Bien; parece difícil de aceptar, pero la nueva regla funcionó, y con singular éxito, entre quienes fueron incorporándose al club. Yo mismo estuve entre esos jugadores entusiastas de la segunda oleada. Con los años, hasta los más renuentes acabaron por contemplar el matorral y su extravagante contenido como algo cotidiano; muchos, incluso se sintieron orgullosos de este lugar, enseñándoselo a sus invitados de fin de semana. Y afortunadamente ninguno llegó a preguntarse nunca qué hacían aquí las más antiguas. Siempre me ha sorprendido la facilidad con que los seres humanos acogemos los mayores disparates si, acto seguido, alguien nos brinda una explicación que halaga nuestra vanidad... ¿Verdad? Celebro que esté de acuerdo conmigo… Bien; el tiempo fue transcurriendo, y el seto en cuestión arraigó hasta el punto que ahora puede comprobar, mientras la suma de bolas continuaba creciendo en el mismo sitio, unos años más y otros menos, pero con la misma cadencia misteriosa que gobierna desde el principio su fantasmal aparición, y cuyo número se ve aumentado con las que dejan aquí los jugadores, como le sucede a la suya.

Pero el misterio continúa. Yo mismo he pasado junto a este matorral muchas noches, esperando poder penetrar el enigma, pero apenas fui testigo, en una ocasión, del ruido de un ligero derrumbe en algún cerrado lugar de la pirámide de bolas, sin que pueda emitir en absoluto una opinión que no choque con la que, como científico, debería sostener. ¿Permitirá que cite de nuevo a Hamlet? No; pensándolo bien, creo que no lo haré: la filosofía de Horacio no incluía el golf entre sus dogmas. Pero veo que la niebla nos abandona y creo que me toca jugar a mí.

* * *

Ha pasado mucha agua bajo el puente desde que mantuve la conversación anterior con mi viejo amigo, sin que nunca quebrantase mi promesa. Fui fiel a su petición de silencio durante los muchos años en que por azares del destino le acompañé en incontables partidos de golf. Incluso en la época en que residí cerca del club, mis labios permanecieron sellados. Confieso ahora que los prosaicos derroteros de la vida acabaron por hacerme dudar de las misteriosas afirmaciones del doctor Duarte, y a fuerza de relegar su recuerdo a las ligeras reflexiones de los ratos de ocio, perdieron lentamente la tensión con que mi amigo me las había transmitido, y terminé por creer, si es que antes no lo había hecho ya, que todo esto no eran sino rarezas suyas o, si acaso, una leyenda que él, por alguna razón, gustaba de creer verdadera.

El lector querrá saber, sin duda, si durante tanto tiempo continuaron las apariciones de las bolas en el matorral del hoyo cuatro, y a esto he de contestar que lo ignoro. Nunca quise comprobarlo. La fuerza de la costumbre había apagado por completo el asombro que me produjeron la primera vez que las vi y, en ocasiones, me he sorprendido a mí mismo jugando en aquel mismo sitio ajeno a tal cuestión y con absoluta tranquilidad. Bastaron las que iban quedando allí como consecuencia de los errores en el juego para que su número siguiera creciendo, hasta que, realmente, todo el mundo estuvo de acuerdo en que era necesario tomar una determinación sobre ellas.

Tal decisión se fue demorando, pero la junta directiva que tomó posesión el trimestre pasado resolvió, por fin, como primera providencia de su mandato, limpiar de bolas aquel rincón del campo y suprimir el matorral que las contenía, sembrando de césped toda la extensión que ocupaba.

Siempre he sido un hombre de tradiciones arraigadas y me molesta sobremanera que las inevitables innovaciones sustituyan a situaciones tan consagradas, pero de nada me sirvió. A pesar de mis protestas — las únicas, debo decir, que en tal sentido se escucharon en el club —, la transformación se llevó a efecto rápidamente. Quizá tengan razón, bien miradas las cosas. Pero si he tomado la pluma esta tarde no ha sido para ofrecer un cauce a mi nostalgia, sino por un motivo bien distinto. Tan distinto, que he considerado necesario pasar por alto mi solemne promesa.

Ayer hacía dos meses que no me daba una vuelta por el campo de golf, y quiero pensar que si no lo hice antes fue porque mis obligaciones me lo impidieron, y no a causa del sordo resentimiento que me venía pesando por la pérdida de una tradición que siempre consideré única. El lector conoce ya mi opinión sobre esto, y puedo prescindir de volver sobre ello. Bien; pues ayer fue veintidós de marzo, el aniversario de la ominosa tragedia en que perdieron la vida Ernestina Salaverri y el teniente Blackburne y, a pesar de todo, mi visita anual al lugar donde ocurrió la remota fatalidad, que llevaba años cumpliendo, tampoco esta vez podía faltar. De manera que, muy temprano, prácticamente al romper el día, me dispuse a salir para jugar en solitario los nueve primeros hoyos.

Hacía una mañana espléndida cuando llegué a la calle del hoyo cuatro, justo a la altura donde estuvieron la ciénaga y el matorral, pero en su lugar pude ver los tiernos brotes de césped recién sembrado que ya verdeaban, brillando de rocío, y atravesé por allí para subir al terraplén. Una bandada de gaviotas se había adueñado de la desierta playa, picoteando entre las dunas. Detrás, más lejos de la punta de arena, el océano estaba como una balsa de aceite, y la suave brisa de tierra permitía disfrutar de un delicioso silencio. No había nadie a la vista y durante un minuto, quizá dos, me detuve para unirme desde mi atalaya con las maravillas que la naturaleza derramaba a mi alrededor. Luego respiré hondo y bajé al campo de golf en un estado cercano a la euforia. Había tenido suerte de que mi aproximación al hoyo fuese casi perfecta y como sólo restaba un ligero golpe para descolgar la bola junto a la bandera, mi espíritu estaba lejos de considerar las cosas con un sentido trágico. Ya me estaba concentrando para golpear cuando me sorprendió un tenue estampido, apenas audible, a mis espaldas, semejante al de una pompa de jabón. Volví la cabeza y advertí un pequeño objeto que se destacaba sobre la verde pelusa de hierba a tres o cuatro pasos de mi posición y que, estoy absolutamente seguro, no estaba allí cuando momentos antes pasé por el mismo sitio. Era una bola de golf, y supuse que se me habría caído del bolsillo. Extrañado, me aproximé para recogerla, pero el terrible sobresalto que experimenté paralizó la sangre de mi brazo y lo detuvo a medio camino. La bola tenía impresa una marca del fabricante W — M, Lon. Y una fecha: 1906.

UN RECUERDO DEL HOTEL ADLER

— ¿Esto se puede tirar? — preguntó la señora de la limpieza.

Se refería al sobre de papel amarillo que se había caído al suelo desde la mesa de mi estudio. Cuando miré pude darme cuenta de que se trataba del que yo tenía guardado en el libro que estuve leyendo la noche anterior. Tenía en su reverso un renglón escrito a lápiz de mi puño y letra: “Recuerdo del Hotel Adler”, y de ninguna manera quería perderlo.

— ¡Oh, no!… — advertí. — Gracias por recogerlo. Contiene un querido souvenir de tiempos mejores. No, no… Déjelo sobre la mesa, por favor. Ha debido de traspapelarse esta mañana.

Las circunstancias en que me hice con tal recuerdo, completamente increíbles, hacen que su posesión me sea necesaria para poder afirmar como reales unos sucesos que ya entonces no lo parecían y que, sin el concurso de un objeto tan material y palpable como el concreto contenido del sobre — una pequeña etiqueta, digámoslo ya —, quizá no pudiera sostener como tales. Además, el recuerdo del doctor Duarte, presente en ese lance de golf (pues de eso se trata), me emociona siempre y es una razón más para conservarlo. En fin, ya que el sobre se ha salvado de una desaparición segura, voy a recordar aquellos sucesos aquí y ahora, un momento tan bueno como cualquier otro, porque habiendo pasado mucho más tiempo del que quisiera, puede que se olvide sin remedio cuando desaparezca yo.

* * *

Lo que quiero contar tuvo lugar en un verano de los primeros años sesenta, durante las vacaciones de golf que pasé con el doctor Duarte en Santander, en los campos de P*. Habíamos salido durante tres días consecutivos a jugar con dos amigos del doctor, un matrimonio de Madrid que nos había ofrecido hospitalidad en su casa; gente encantadora, de palabra tan oportuna y personalidad tan interesante que con ellos resultaba francamente difícil concentrarse en el juego. Luego, las tertulias en su jardín empezaban en pantalón corto después de la siesta y terminaban con jersey a las tantas de la noche, como debe ser. Pero el cuarto día, que era un lunes, amaneció nublado y nuestros amigos no quisieron salir a jugar. De manera que el doctor Duarte y yo tuvimos la oportunidad de disputar una vuelta en solitario; sin duda mucho más aburrida, pero como a él le gustaba jugar, es decir, concentrados y fieles a las reglas del golf.

La desconfianza sobre el tiempo tuvo que pesar sobre muchos más socios, porque aquella mañana el campo estaba prácticamente vacío: apenas estaríamos allí cinco o seis golfistas, y de ellos prácticamente todos, excepto nosotros, estaban concentrados en la cancha de prácticas, por lo visto probando unas bolas de reciente aparición en el mercado. Así que el doctor Duarte y yo jugaríamos los nueve primeros hoyos a placer.

El cielo estaba completamente cubierto con una capa de nubes bajas, muy bajas, que no estarían a más de treinta metros del suelo. Parecía que jugábamos entre dos láminas, una verde y ondulada de hierba y árboles, y otra gris y algodonosa de oscuros nubarrones que se nos echaba encima cada vez más cerca, apretándonos contra la tierra. Yo no había jugado nunca en condiciones semejantes y pude disfrutar entonces de uno de los efectos que más me han gustado de los que he visto en un campo de golf. Sucedía que cuando se golpeaba la bola con una madera o un palo largo para conseguir una buena distancia, y la bola subía a considerable altura, volaba los primeros sesenta o setenta metros a la vista, pero después se perdía sobre el techo de nubes, proporcionando al jugador unos instantes de placentero suspense. En seguida volvía a aparecer doscientos metros más allá, arrancando de la nube, en su caída, un levísimo jirón que se enroscaba sobre sí mismo y se diluía enseguida en el aire, mientras la pelota continuaba su trayectoria hacia la bandera. Aquella era la primera vez que lo veía, y recuerdo que me volví, maravillado, al doctor Duarte:

— ¡En mi vida he dado un golpe tan interesante! — exclamé —.

— Sí que lo ha sido, joven — contestó —. Vamos a ver si yo también soy capaz de jugar uno parecido. Por favor, colóquese usted detrás de mí para ver bien la bola. Ya sabe que levantar la cabeza demasiado pronto en este lance es arriesgarse a un desastre seguro…

Así lo hice, y mi viejo amigo conectó un magnífico golpe, que decía bien a las claras que su higiénica decrepitud todavía guardaba sorpresas de energía. La bola entró y surgió del techo gris y algodonoso de los nubarrones con parecidos efectos, si no iguales, que los de la mía, pero quedándose parada en la calle unos veinte metros antes.

— Bueno… No ha estado mal, considerando la diferencia de fuerzas, ¿verdad? — dijo, guardando su palo en la bolsa. — Vamos a por ellas, pues…

— ¿Repetimos?... — insinué, completamente fascinado —. La cosa merece la pena…

— Creo que será mejor dejarlo para el siguiente hoyo — aconsejó —. Este no ha podido salir mejor, y si ahora fallásemos el golpe, se perdería toda la magia del momento. Hágame caso: déjelo para el próximo golpe de salida.

Como siempre en golf el doctor Duarte tenía razón, y dejamos el ensayo para el hoyo siguiente, porque “las nubes no se van a ir de aquí en los próximos diez minutos, ni puede que en mucho más tiempo”. Así que acabamos el hoyo dos, y en el tee del siguiente nos dispusimos a repetir la misma escena con las bolas entrando y saliendo de las nubes. Había ganado el anterior y me tocaba salir a mí, de manera que coloqué mi bola en la hierba y me dispuse a golpear lo mejor que pude, esperando que su vuelo fuese tan espectacular como el primero. Así lo hice, tuve suerte y alcancé a ver cómo desaparecía entre las nubes pero, cuando esperaba verla salir allá lejos, cerca de la bandera, la vi caer de las nubes a plomo sobre la hierba, prácticamente desde el mismo sitio por donde había penetrado.

— ¡Atiza!... ¡Ha visto eso!...

— ¿Qué le ha pasado a esa bola?

Atónitos, dejamos las bolsas de palos apoyadas en un banco de madera que en el tee había, y nos apresuramos campo a través para recoger mi pelota, esperando encontrar en ella alguna huella del insospechado obstáculo que la había frenado tan en seco por encima del techo nuboso. Comprobamos que la bola no tenía marca ni señal alguna que pudiera haberle producido aquello con lo que había chocado, fuera lo que fuese. Yo esperaba ver rastros de sangre de algún pájaro, o cosa semejante, porque había visto varias veces patos decapitados por casuales bolazos, pero tampoco se veía por ninguna parte el plumoso pelotazo del animal al dar contra la tierra, ni mucho menos lo que quedara del ave.

— No sé lo que ha pasado: mi bola ha chocado contra algo, ahí arriba, por encima de las nubes, y no puedo imaginarme con qué… Un pato, o una cigüeña, quizá…

— Juraría que no, amigo mío — explicó Duarte, mirando hacia arriba. — Por aquí no vienen nunca. Y los patos están más al oeste, en la desembocadura del río. Quizá una gaviota… Pero, no… Tampoco, porque hoy no se las oye y además habría caído igual que la bola, muerta del todo. No, no… ¡Con estas nubes no hay manera de saberlo!…

— Pues ya me dirá usted… — dije, francamente admirado.

— Solo podemos hacer una cosa: probaré yo a dar el mismo golpe. Ya sé que no será posible repetirlo exactamente, ¡ni yo ni nadie!, pero lo intentaremos. Desde luego, usted no está en condiciones de hacerlo. Déjeme su palo y una de sus bolas; mejor aún, déjeme esa misma. A ver qué pasa…

Me pareció bien, dentro de lo poco que podía decir, y volvimos al tee para que el doctor Duarte pudiera repetir el golpe. Así lo hizo, y la primera parte del vuelo, hasta que la bola desapareció en las nubes, fue muy similar al mío. La enorme sorpresa surgió cuando del techo de nubarrones grises cayó de nuevo como si fuera de piedra y casi en el mismo sitio. Sorprendidos hasta un grado difícil de describir, no pudimos contener una exclamación. Pero esta vez yo había podido escuchar un ruido sordo que había sonado sobre las nubes un instante antes de que la bola cayese.

— ¡Por Júpiter!...

— Pero, ¿qué sucede ahí arriba?

— ¿No ha oído usted algo, doctor? — comenté —. Me ha parecido escuchar un ruido de choque detrás de las nubes, inmediatamente antes de que su bola viniera al suelo… Un ruido como muy amortiguado… que me recuerda a algo… conocido

— Pues… No. La verdad… No he oído nada...

Yo no podía quitarme aquel ruido de la cabeza, y creí poder identificarlo en la brumosa memoria de mi infancia:

— Pensará usted que estoy loco, pero creo que sé lo que es.

— ¿Qué?

— Bueno, puede que no venga a cuento, pero cuando yo era un chaval, siempre acudía el mismo circo a las fiestas de mi pueblo.

— ¿Un circo, dice usted? — preguntó Duarte enarcando las cejas.

— Sí… Uno grande, cuya carpa se sostenía en cinco altos mástiles, coronados cada uno con una figura de cartón piedra, bastante bien hecha, en forma de cabeza de payaso, a manera de grotesco capuchón. Y nosotros, mis amigos y yo, que rara vez teníamos dinero para entrar, nos divertíamos, supongo que como infantil venganza, tirando piedras a esas cabezas: Estaban altísimos, así que cada acierto suponía ganar un cigarrillo de un fondo que poníamos entre todos… La piel del diablo, éramos entonces… Bueno, como el resto de los muchachos, ni mejores ni peores…

— No me diga que este ruido que ha oído usted le recuerda a una pedrada de aquéllas haciendo blanco en la cabeza de cartón…

— No… — contesté, mirando fijamente hacia donde reposaba la pelota —. No exactamente… El ruido que hacía la piedra al acertar en la cabeza del bufón, no… Lo que me ha recordado es el ruido de los fallos…

— ¿El ruido de los fallos? — se extrañó Duarte —. ¿Cómo puede ser eso?

— No podría explicarlo, pero es así: Eso es lo primero que me ha venido a la memoria cuando he oído el choque de la bola. Vaya usted a saber de qué rincón de mi memoria proviene. Pero por un momento lo he recordado tan claramente…

— Qué quiere que le diga… Esto no me ha pasado nunca. Yo estoy tan atónito como usted. — El Doctor Duarte observaba el compacto techo de nubarrones como si pudiera penetrarlos. Luego cargó su pipa, encendiéndola con su viejo mechero de cuerda —. La verdad es que se me han quitado las ganas de seguir jugando. Mire: las nubes se nos echan encima sin remedio y pronto estaremos metidos en una niebla húmeda… El tiempo está cada vez peor. Creo que me vuelvo al chalet, joven. Allí, a buen recaudo del agua que se nos viene encima, buscaremos solución a este problema.

— Voy a por la bola. Vaya usted delante, porque tiene razón: está a punto de romper a llover. Ahora le alcanzo.

— De acuerdo, entonces — asintió mi amigo —. Iré pidiendo un par de cafés. No tarde, o acabará calado hasta los huesos.

El doctor Duarte se perdió de vista entre los arbustos y muy poco tiempo después, no llegaría a cinco minutos, recogí yo la pelota (que había quedado en el centro de la calle), mirando hacia arriba una y otra vez, con ánimo de resolver aquel extraordinario problema. Pronto empezó a pintear, de manera que echándome al hombro la bolsa de palos, me dispuse a regresar rápidamente al club. Lo hice atravesando por el campo, porque me pareció el camino más corto, más desde luego que coger el sendero que lo recorría. Cuando iba a cruzar la calle del hoyo ocho, a poca distancia ya del chalet, escuché un rumor de voces que surgía detrás de una pequeña colina de hierba. En pocas zancadas subí a la cima y lo que contemplé me dejó perplejo por segunda vez aquella tarde:

Un numeroso grupo de personas, dieciséis exactamente, se encontraban de pie, reunidas en dos grupos, en el centro de la ancha superficie de hierba. Eran más o menos mitad mujeres y mitad hombres, de mediana edad, acompañados también por un niño y una niña. Estaban todos en ropa de cama, pero aun así muchos de ellos vestían con gran estilo. Llevaban una larga bata por encima, de seda o terciopelo, de muy buen corte, y se cubrían con sombreros y gorras de viaje. Alguna de las damas tenía el cabello envuelto en una toalla, como si la reunión la hubiera sorprendido en plena toilette, y todos ellos hablaban entre sí en una lengua que desconocía. Casi todos los hombres fumaban con extraña avidez, y también lo hacía una de las señoras, con una larga pipa de nácar, por cierto. El otro grupo se mantenía algo apartado, y estaba compuesto por tres doncellas, perfectamente reconocibles por su ropa más sencilla, y un hombre, el único que no iba en pijama, uniformado con un impecable frac, que me pareció algún jefe de comedor, o algo parecido. Todos ellos tenían un toque de elegancia pasado de moda, igual que su ropa, que parecía de una época ya superada, que a mí me pareció como de los años veinte o treinta. El grupo estaba rodeado de una asombrosa cantidad de maletas de cuero de todos los tamaños y con muchos kilómetros encima, y también de usadas sombreras cilíndricas de lo mismo. Pude fijarme, eso sí, muy bien, en que ninguno tenía consigo una bolsa de palos de golf.

Me acerqué despacio, mientras intentaba identificar sin éxito su lengua, o reconocer a uno u otro de ellos, con intención de preguntar qué hacían y quiénes eran. Quizá (y esto no ha de extrañar a quien me conozca), yo no me había enterado de algún acontecimiento que tuviera lugar esa misma tarde en el club de golf, porque lo anticuado de la moda que tan bien les sentaba y el aspecto provisional de su reunión allí me hacía creer que se traba de alguna compañía de teatro. Sin embargo, cuando estaba a diez pasos de esa gente, todos ellos, a la vez, me dieron la espalda, unos torciendo altivamente la cabeza y otros dándose la vuelta sin disimulo alguno, y me di cuenta de que, por razones que desconocía, preferían ignorarme por completo. Bueno, si alguien no es un necio hay cosas que se notan enseguida, y la primera de ellas es darse cuenta de que no se es bienvenido cuando uno se acerca a un grupo de personas. ¡Qué diferencia con el trato cordial y abierto de nuestros anfitriones! Aquella gente no quería nada conmigo, y me lo hizo saber claramente. Así interpreté yo, al menos, aquel movimiento general, y mirándoles de hito en hito, francamente dolido, para qué voy a confesar otra cosa, desvié mi camino y me alejé del grupo hacia el chalet mascullando una opinión, irreproducible aquí, sobre todos ellos.

— ¿Y dice usted que están ahí mismo, en pijama, en la calle del ocho? — preguntó el doctor Duarte, bastante más escéptico de lo que yo hubiera deseado.

— Ahí mismo, doctor — contesté —. Parece mentira que usted no les haya visto desde la terraza. Contra el verde de la calle, destacan perfectamente…

— Curioso… Si le parece, vamos a mirar ahora mismo — dijo, levantándose de la mesa —. Espero que no le moleste dejar sin terminar el café. Coja un paraguas, por favor. Esto merece la pena…

— Sí. No se preocupe. Vamos allá…