1984 - George Orwell - E-Book

1984 E-Book

George Orwell

0,0

Beschreibung

Contrario al imperialismo británico, las guerras que sacudieron el mundo en la primera mitad del siglo XX y el auge de las corrientes totalitarias en el continente europeo, en esta distopia inspirada en los regímenes fascistas y el el comunismo soviético, Orwell vaticinó con casi 40 años de antelación un futuro tétrico, regido por un Estado absoluto en el que las personas han perdido su individualidad y su derecho a la intimidad, y la sociedad ya carece de la más mínima capacidad para gobernarse a sí misma. Última y más perdurable obra de George Orwell, por su magnífico análisis de los mecanismos internos del poder y de las relaciones y dependencias que crea en las personas, 1984 es una de las novelas más inquietantes y atractivas del siglo XX.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 501

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Sobre este libro

Última y más perdurable obra de George Orwell, por su magnífico análisis de los mecanismos internos del poder y de las relaciones y dependencias que crea en las personas, 1984 es una de las novelas más inquietantes y atractivas del siglo XX.

Índice

Sobre este libro

1984

Parte 1

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

Parte 2

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

Parte 3

I

II

III

IV

V

VI

Apéndice

Sobre el autor

Orwell, George

1984 / George Orwell.–1a ed.–Gualeguaychú : Tolemia, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-3776-22-9

1. Narrativa Inglesa. 2. Novelas Fantásticas. I. Título.

CDD 823

Fecha de catalogación: Abril de 2021

© 2021 by Ediciones Tolemia

ISBN 978-987-3776-22-9

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Impreso en Argentina. Printed in Argentina

Reservados todos los derechos, incluso el de reproducción en todo o en parte, en cualquier forma.

1984

George Orwell

Parte 1

I

Era un frío y luminoso día de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la mandíbula clavada en el pecho en su esfuerzo por evitar el muy molesto viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez como para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.

El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a alfombras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para encontrarse en un interior, se encontraba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de ancho: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años, con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. Solía estar fuera de servicio y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día, una de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Debía llegar al séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y várices ulceradas por encima del tobillo derecho, subió lentamente, deteniéndose varias veces. En cada descanso, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos lo siguen a uno dondequiera se encuentre. el gran hermano te vigila, decían las palabras al pie.

Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver con la producción de lingotes de hierro. La voz salía de una oblonga placa de metal, una suerte de espejo empañado, que formaba parte de la superficie de la pared situada a la derecha. Winston hizo funcionar su regulador y el volumen de la voz disminuyó, aunque las palabras seguían distinguiéndose. El instrumento (llamado Telepantalla)podía ser amortiguado, pero no había manera de apagarlo. Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña y frágil cuya delgadez resultaba realzada por el mono azul, uniforme del Partido. Tenía el cabello muy rubio, una cara sanguínea y la piel pulida por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío de un invierno que acababa de terminar.

Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se formaban pequeños torbellinos de polvo y viento. Los pedazos de papel subían en espirales y, aunque el sol brillaba y el cielo se veía intensamente azul, nada parecía tener color a no ser los carteles pegados por doquier. La cara de los bigotes negros miraba desde todas las esquinas que dominaban la circulación. En la casa de enfrente había uno de estos cartelones. el gran hermano te vigila, decían las grandes letras, mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en línea recta con aquél, había otro cartel roto por un pico, que flameaba espasmódicamente azotado por el viento, alternativamente cubriendo y descubriendo una sola palabra: ingsoc. A lo lejos, un helicóptero pasaba entre los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego volvía a lanzarse en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía del Pensamiento.

Detrás de Winston, la voz de la telepantalla continuaba anunciando datos sobre el hierro y el cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido de Winston más alto que un susurro era captado por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro del radio de visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de saber si lo observaban a uno en un momento dado. Lo único posible era imaginar la frecuencia y el plan que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar un hilo privado. Era incluso concebible que todos fueran vigilados a la vez. Pero, desde luego, podían intervenir su línea cada vez que se les antojara. Uno debía vivir –y en esto el hábito se convertía en un instinto– con la seguridad de que cualquier sonido que emitiera sería registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos serían observados.

Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro; aunque, como sabía muy bien, incluso una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston, se elevaba inmenso y blanco sobre el sombrío paisaje. “Esto es Londres”, pensó con una vaga sensación de disgusto. Londres, principal ciudad de la Franja Aérea 1, que era a su vez la tercera de las provincias más pobladas de Oceanía. Trató de exprimir de su memoria algún recuerdo infantil que le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Existieron siempre estas vistas de decrépitas casas decimonónicas, con los lados revestidos de madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos remendados con planchas de cinc acanalado y trozos sueltos de tapias de antiguos jardines? ¿Y los lugares bombardeados, cuyos restos de yeso y cemento revoloteaban pulverizados en el aire, y el césped amontonado, y los lugares donde las bombas habían abierto claros de mayor extensión y surgido en ellos sórdidas colonias de chozas de madera que parecían gallineros? Era inútil, no podía recordar: nada le quedaba de su infancia excepto una serie de cuadros brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban ininteligibles.

El Ministerio de la Verdad –que en neolengua(la lengua oficial de Oceanía) era conocido como el Miniver– era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Se trataba de una enorme estructura piramidal de cemento armado, blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, hasta unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres consignas del Partido:

LA GUERRA ES LA PAZ

LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del suelo y las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había otros tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Aplastaban de tal manera la arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria se podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban instalados los cuatro ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniver, Minipax, Minimor y Minindantia.

El Ministerio del Amor era terrorífico. Carecía por completo de ventanas. Winston nunca había estado dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso había que pasar por un laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso, puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus salidas extremas, estaban muy vigiladas por guardias, con caras de gorila y uniformes negros, armados con porras.

Winston se volvió de pronto. Su rostro había adquirido instantáneamente la expresión de tranquilo optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla. Cruzó la habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido a esta hora del Ministerio tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida comprobó que no le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante una botella de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía: “Ginebra de la Victoria”. Olía a medicina, algo así como el vino de arroz chino. Winston se sirvió una tacita, preparó sus nervios para el choque, y se lo tragó de un golpe como si se lo hubieran recetado.

Su rostro enrojeció y los ojos empezaron a llorarle. Ese líquido era como ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que si le dieran a uno un golpe en la nuca con un garrote de goma. Sin embargo, unos segundos después, la incandescencia desaparecía del vientre y el mundo empezaba a parecer más alegre.

Winston sacó un cigarrillo de un paquete en el que se leía: “Cigarrillos de la Victoria”, y como, distraído, lo tenía tomado verticalmente, se le vació en el suelo. Con el siguiente tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al cuarto de estar y tomó asiento ante una mesita situada a la izquierda de la telepantalla. Del cajón sacó un portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de tamaño in-quarto, con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.

Por alguna razón la telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una posición insólita. En vez de estar colocada, como era normal, en la pared del fondo, desde donde podría dominar toda la habitación, estaba en la pared más larga, frente a la ventana. A su lado había una alcoba que apenas tenía fondo, en la que se había instalado ahora Winston. Era un hueco que, al ser construido el edificio, habría sido calculado seguramente para alacena o biblioteca. Sentado en aquel hueco y situándose lo más adentro posible, Winston podía mantenerse fuera del alcance visual de la telepantalla, aunque no podía evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la misma distribución insólita del cuarto lo que lo indujo a lo que ahora se disponía a hacer.

Pero también se lo había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón. Era un libro excepcionalmente bello. Su papel, suave y cremoso, un poco amarillento por el paso del tiempo, hacía por lo menos cuarenta años que no se fabricaba. Sin embargo, Winston suponía que el libro tenía muchos años más. Lo había visto en la vidriera de un negocio de compraventa en un barrio miserable de la ciudad (no recordaba exactamente en cuál) y no bien lo vio, sintió un irreprimible deseo de poseerlo. Los miembros del Partido no debían entrar en las tiendas corrientes (a esto se le llamaba, en tono de severa censura, “traficar en el mercado libre”), pero la prohibición no era rigurosamente acataba pues eran varios los objetos –como cordones para los zapatos y hojas de afeitar– que no se podían adquirir de otra manera.

Antes de entrar en la tienda Winston había mirado en ambas direcciones de la calle para asegurarse de que no venía nadie y, en pocos minutos, compró el libro por dos dólares cincuenta, sin saber exactamente para qué lo quería. Sintiéndose culpable se lo había llevado a su casa, metido en su cartera de mano. Aunque estuviera en blanco, era comprometido guardar aquel libro.

Lo que ahora se disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se consideraba ilegal (en realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían podía estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por lo menos a veinticinco años de trabajos forzados. Winston puso un plumín en el portaplumas y lo chupó primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar, pero se había procurado una, furtivamente y con mucha dificultad, simplemente porque tenía la sensación de que el bello papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado con una birome. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe,totalmente inadecuado para las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó unos instantes. En los intestinos se le había producido un ruido que podía delatarlo. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una letra pequeña e inhábil escribió: 4 de abril de 1984.

Se echó hacia atrás en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero que no sabía con certeza era si aquel era, de verdad, el año 1984. Desde luego, la fecha debía ser aproximadamente esa, puesto que él había nacido en 1944 o 1945, según creía; pero, “¡cualquiera va a saber hoy en qué año vive!”, se decía Winston.

Y se le ocurrió de pronto preguntarse ¿para qué escribía este diario? Para el futuro, para los que aún no habían nacido. Su mente se posó durante unos momentos en la fecha que había escrito en el encabezado y luego se le presentó, sobresaltándose terriblemente, la palabraneolingüísticadoblepensar. Por primera vez comprendió la magnitud de lo que se proponía hacer. ¿Cómo iba a comunicar con el futuro? Eso era imposible por su misma naturaleza. Una de dos: o el futuro se parecía al presente y entonces no le haría ningún caso, o sería una cosa distinta y, lo que él dijera, para ese futuro carecería del menor sentido.

Durante algún tiempo permaneció contemplando estúpidamente el papel. La telepantalla trasmitía ahora estridente música militar. Era curioso: Winston no sólo parecía haber perdido la facultad de expresarse, sino también haber olvidado de qué iba a ocuparse. Por espacio de varias semanas se había preparado para este momento y no se le había ocurrido pensar que para realizar esa tarea se necesitara algo más que atrevimiento. El hecho mismo de expresarse por escrito, creía él, le sería muy fácil. Sólo tenía que trasladar al papel el interminable e inquieto monólogo que desde hacia muchos años venía produciendose en su cabeza. Sin embargo, en este momento hasta el monólogo se le había secado. Además, sus varices habían empezado a picarle insoportablemente. No se atrevía a rascarse porque siempre que lo hacía se le inflamaban. Transcurrían los segundos y él sólo tenía conciencia de la blancura del papel ante sus ojos, el absoluto vacío de esta blancura, el escozor de la piel sobre el tobillo, el estruendo de la música militar, y una leve sensación de atontamiento producido por la ginebra.

De repente, empezó a escribir con gran rapidez, como si lo impulsara el pánico, dándose apenas cuenta de lo que escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas torcidas y si primero empezó a “comerse” las mayúsculas, luego suprimió incluso los puntos:

4 de abril de 1984.

Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eran de guerra Había una muy buena de un barco lleno de refugiados que lo bombardeaban en no sé dónde del Mediterráneo. Al público lo divirtieron mucho los planos de un hombre muy gordo que intentaba escapar nadando de un helicóptero que lo perseguía, primero se lo veía en el agua chapoteando como una tortuga, luego se lo veía por los visores de las ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros y el agua a su alrededor que se ponía toda roja y el gordo se hundía como si el agua le entrara por los agujeros que le habían hecho las balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo en el agua, y también una lancha salvavidas llena de niños con un helicóptero que venga dar vueltas y más vueltas había una mujer de edad madura que bien podía ser una judía y estaba sentada la proa con un niño en los brazos que quizás tuviera unos tres años, el niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza entre los pechos de la mujer y parecía que se quería esconder ahí y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo consolaba como si ella no estuviese también aterrada y como si por tenerlo así en los brazos fuera a evitar que las balas mataran al niño. Entonces va el helicóptero y tira una bomba de veinte kilos sobre el barco y no queda ni una astilla de él, que fue una explosión pero que magnífica, y luego salía su primer plano maravilloso del brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con su cámara debe haberlo seguido así por el aire y la gente aplaudió muchísimo pero una mujer que estaba entre los proletarios empezó a armar un escándalo terrible chillando que no debían echar eso, no debían echarlo delante de los críos, que no debían, hasta que la policía la sacó de allí a rastras no creo que le pasara nada, a nadie le importa lo que dicen los proletarios, la reacción típica de los proletarios y no se hace caso nunca...

Dejó de escribir, en parte debido a que le daban calambres. No sabía por qué había soltado esta sarta de incongruencias. Pero lo curioso era que mientras lo hacía se le había aclarado otra faceta de su memoria hasta el punto de que ya se creía en condiciones de escribir lo que realmente había querido poner en su libro. Ahora se daba cuenta de que si había querido venir a casa a empezar su diario precisamente hoy era a causa de este otro incidente.

Había ocurrido aquella misma mañana en el Ministerio, si es que algo de tal vaguedad podía haber ocurrido.

Cerca de las once y ciento en el Departamento de Registro, donde trabajaba Winston, sacaban las sillas de las cabinas y las agrupaban en el centro del vestíbulo, frente a la gran telepantalla, preparándose para los Dos Minutos de Odio. Winston acababa de sentarse en su sitio, en una de las filas de en medio, cuando entraron dos personas a quienes conocía de vista, pero a las que nunca había hablado. Una de estas personas era una muchacha con la que se había encontrado frecuentemente en los pasillos. No sabía su nombre, pero sí que trabajaba en el Departamento de Novela. Probablemente –ya que la había visto algunas veces con las manos grasientas y llevando paquetes de composición de imprenta– tendría alguna labor mecánica en una de las máquinas de escribir novelas. Era una joven de aspecto audaz, de unos veintisiete años, con espeso cabello negro, cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Llevaba el mono ceñido por una estrecha faja roja que le daba varias vueltas a la cintura realzando así la atractiva forma de sus caderas. Ese cinturón era el emblema de la Liga Juvenil AntiSex.

A Winston le produjo una sensación desagradable desde el primer momento en que la vio. Y sabía la razón de este mal efecto: la atmósfera de los campos de hockey y duchas frías, de excursiones colectivas y el aire general de higiene mental que trascendía de ella. En realidad, a Winston le molestaban casi todas las mujeres y especialmente las jóvenes y bonitas porque eran siempre las mujeres, y sobre todo las jóvenes, las más fanáticas del Partido, las que se tragaban todos los slogans de propaganda y abundaban entre ellas las espías aficionadas y las que mostraban demasiada curiosidad por lo heterodoxo de los demás.

Pero esta muchacha en particular le había dado la impresión de ser más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor, la joven le dirigió una rápida mirada oblicua que por unos momentos lo dejó aterrado. Se le había ocurrido, incluso, que podía ser una agente de la Policía del Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin embargo, Winston siguió sintiendo una intranquilidad muy especial cada vez que la muchacha se encontraba cerca suyo, una mezcla de miedo y hostilidad.

La otra persona era un hombre llamado O’Brien, miembro del Partido Interior y titular de un cargo tan remoto e importante que Winston tenía una idea muy confusa de qué se trataba. Un rápido murmullo pasó por el grupo ya instalado en las sillas cuando vieron acercarse el mono negro de un miembro del Partido Interior. O’Brien era un hombre corpulento con un ancho cuello y un rostro basto, brutal, y sin embargo rebosante de buen humor. A pesar de su formidable aspecto, sus modales eran bastante agradables. Solía ajustarse las gafas con un gesto que tranquilizaba a sus interlocutores, un gesto que tenía algo de civilizado, y esto era sorprendente tratándose de algo tan leve. Ese gesto –si todavía alguien hubiera sido capaz de pensar así– podría haber recordado a un aristócrata del siglo XVI ofreciendo rapé en su cajita.

Winston había visto a O’Brien apenas una docena de veces en otros tantos años. Se sentía fuertemente atraído por él y no sólo porque le intrigaba el contraste entre los delicados modales de O’Brien y su aspecto de campeón de lucha libre, sino mucho más por una convicción secreta que quizás ni siquiera fuera una convicción, sino sólo una esperanza, de que la ortodoxia política de O’Brien no era perfecta. Algo había en su cara que lo impulsaba a sospecharlo irresistiblemente. Y quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia. Pero de todos modos su aspecto era el de una persona a la cual se le podría hablar si, de algún modo, fuera posible eludir la telepantalla y llevarlo aparte.

Winston no había hecho nunca el menor esfuerzo para comprobar su sospecha y es que, en verdad, no había manera de hacerlo. En este momento, O’Brien miró su reloj de pulsera y, al ver que eran las once y ciento, seguramente decidió quedarse en el Departamento de Registro hasta que pasaran los Dos Minutos de Odio. Tomó asiento en la misma fila que Winston, separado de él por dos sillas. Una mujer bajita, de cabello color arena, que trabajaba en la cabina vecina a la de Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del cabello negro se sentó detrás de Winston.

Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio.

Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujercita del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre.

Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos Goldstein dejaba de ser el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían directamente de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando.

Quizás se encontrara en algún lugar enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros, e incluso era posible que, como se rumoreaba alguna vez, estuviera escondido en algún sitio de la propia Oceanía.

El diafragma de Winston se encogió. No podía ver la cara de Goldstein sin experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una cara inteligente que tenía sin embargo, algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su larga nariz, a cuyo extremo unas gafas se sostenían en difícil equilibrio. Parecía el rostro de una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el que atacaba venenosamente las doctrinas del Partido; un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que sus acusaciones no se sostenían, y sin embargo, lo bastante plausible para que uno pudiera alarmarse y algunas personas ignorantes no se dejaran influir por sus insidias. Insultaba al Gran Hermano, acusaba al Partido de ejercer una dictadura y pedía que se firmara inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad de reunión y la libertad de pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido traicionada. Y todo esto a una rapidez tan asombrosa que era una especie de parodia del estilo habitual de los oradores del Partido e incluso utilizando palabras de neolengua, quizás con más palabras neolingüísticas de las que solían emplear los miembros del Partido en la vida corriente. Y mientras gritaba, por detrás de él desfilaban interminables columnas del ejército de Eurasia, para que nadie interpretase como simple palabrería la oculta maldad de las frases de Goldstein. Aparecían en la pantalla filas y más filas de forzudos soldados, con impasibles rostros asiáticos; se acercaban al primer plano y desaparecían. El sordo y rítmico clap-clap de las botas militares formaba el contrapunto de la hiriente voz de Goldstein.

Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, era demasiado para que alguien pudiera resistirlo indiferente. Además, con sólo ver a Goldstein o pensar en él, el miedo y la ira surgían automáticamente. Era él un objeto de odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los odios y de que todos lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día –y cada día ocurría esto mil veces– sin que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las tribunas públicas, en los periódicos y en los libros... a pesar de todo ello, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores que trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el jefe supremo de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red de conspiradores que se proponían derribar al Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba que existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del cual era autor Goldstein y que circulaba clandestinamente. Era un libro sin título. La gente se refería a él llamándole sencillamente ellibro. Pero de estas cosas sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los miembros corrientes del Partido no hablaban jamás de la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.

En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O’Brien tenía la cara congestionada. Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho como si estuviera resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven morena sentada exactamente detrás de Winston había empezado a gritar: “¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!”, y, de pronto, tomando un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz continuó inexorable.

En un momento de lucidez Winston descubrió que estaba chillando histéricamente como los demás y dando fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque uno era arrastrado irremediablemente. A los treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndolo a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la rabia que se sentía era una emoción abstracta e indirecta que podía aplicarse a uno u otro objeto como la llama de una soldadora autógena. Así, en un momento determinado, el odio de Winston no se dirigía contra Goldstein, sino contra el propio Gran Hermano, contra el Partido y contra la Policía del Pensamiento; y entonces su corazón estaba de parte del solitario e insultado hereje de la pantalla, único guardián de la verdad y la cordura en un mundo de mentiras. Pero, al momento siguiente, se encontraba por completo identificado con quienes lo rodeaban y le parecía verdad todo lo que decían de Goldstein. Entonces, su odio contra el Gran Hermano se transformaba en adoración, y el Gran Hermano se elevaba como una invencible torre, como una valiente roca capaz de resistir los ataques de las hordas asiáticas, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su desamparo y de la duda que flotaba sobre su existencia misma, aparecía como un siniestro brujo capaz de acabar con la civilización entera tan sólo con el poder de su voz.

Incluso era posible, en ciertos momentos, desviar el odio en una u otra dirección mediante un acto de voluntad. De pronto, por un esfuerzo semejante al que nos permite separar de la almohada la cabeza para huir de una pesadilla, Winston conseguía trasladar su odio a la muchacha que se encontraba detrás suyo. Por su mente pasaban, como ráfagas, bellas y deslumbrantes alucinaciones. Le daría latigazos con un garrote de goma hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas como a san Sebastián. La violaría y en el momento del clímax le cortaría la garganta. Sin embargo se dio cuenta mejor que antes de por qué la odiaba. La odiaba porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la cama con ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y cimbreante cintura, que parecía pedir que la rodearan con el brazo, no había más que la odiosa banda roja, agresivo símbolo de castidad.

El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se había convertido en un auténtico balido ovejuno. Y su rostro, que había llegado a ser el de una oveja, se transformó en la cara de un soldado de Eurasia, que parecía avanzar sobre los espectadores, enorme y terrible, disparando atronadoramente su fusil ametralladora. Enteramente parecía salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos de los presentes se echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante, produciendo en todos un hondo suspiro de alivio, la amenazadora figura se fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano, con su negra cabellera y sus grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de misteriosa calma y tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo que el gran camarada estaba diciendo. Eran sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla, y que no es preciso entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de ser pronunciadas. Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran Hermano y en su lugar aparecieron los tres slogans del Partido en grandes letras:

LA GUERRA ES LA PAZ

LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Daba la impresión de que el rostro del Gran Hermano persistía en la pantalla durante algunos segundos, como si el “impacto” que había producido en las retinas de los espectadores fuera demasiado intenso para borrarse inmediatamente. La mujercita del cabello color arena se lanzó hacia delante, agarrándose a la silla de la fila anterior y luego, con un trémulo murmullo que sonaba algo así como “¡Mi salvador!”, extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la cara entre sus manos. Sin duda, estaba rezando a su manera.

Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y profundo: “¡Ge-Hache. Ge-Hache... Ge-Hache!”, dejando una gran pausa entre la G y la H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían oírse pisadas de pies desnudos y el batir de los tam-tam. Este canturreo duró unos treinta segundos. Era un estribillo que surgía en todas las ocasiones de gran emoción colectiva. En parte, era una especie de himno a la sabiduría y majestad del Gran Hermano, pero, más aún, constituía un procedimiento de autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la conciencia mediante un ruido rítmico.

A Winston parecían enfriársele las entrañas. En los Dos Minutos de Odio, no podía evitar ser arrastrado por la oleada emotiva, pero este infrahumano canturreo “¡Ge-Hache... Ge-Hace... Ge-Hache!” siempre lo llenaba de horror. Desde luego, se unía al coro; esto era obligatorio. Controlar los verdaderos sentimientos y hacer lo mismo que hicieran los demás era una reacción natural. Pero durante un par de segundos, sus ojos podían haberlo delatado. Y fue precisamente en esos instantes cuando ocurrió aquello que a él le había parecido significativo... si es que había ocurrido.

Momentáneamente, sorprendió la mirada de O’Brien. Éste se había levantado; se había quitado las gafas volviéndoselas a colocar con su delicado y característico gesto. Pero durante una fracción de segundo, sus ojos se encontraron con los de Winston y éste supo –sí, lo supo– que O’Brien pensaba lo mismo que él. Un inconfundible mensaje se había cruzado entre ellos. Era como si sus dos mentes se hubieran abierto y los pensamientos hubiesen volado de la una a la otra a través de los ojos. “Estoy contigo”, parecía estarle diciendo O’Brien. “Sé en qué estás pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto. Pero no te preocupes... ¡estoy contigo!” Y luego la fugacísima comunicación se había interrumpido y la expresión de O’Brien volvió a ser tan inescrutable como la de todos los demás.

Esto fue todo y ya no estaba seguro de si, efectivamente, eso había sucedido. Esos incidentes nunca tenían consecuencias para Winston. Lo único que hacían era mantener viva en él la creencia o la esperanza de que otros, además de él, eran enemigos del Partido. Quizá, después de todo, resultaran ciertos los rumores de extensas conspiraciones subterráneas; quizás realmente existiera la Hermandad. Era imposible, a pesar de los continuos arrestos y las constantes confesiones y ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no era sencillamente un mito. Algunos días Winston lo creía; otros, no. No había pruebas, sólo destellos que podían significar algo o no significar nada: retazos de conversaciones oídas al pasar, algunas palabras garrapateadas en las paredes de los lavabos, y, alguna vez, al encontrarse dos desconocidos, ciertos movimientos de las manos que podían parecer señales de reconocimiento. Pero todo ello eran suposiciones que podían resultar totalmente falsas.

Winston había vuelto a su cubículo sin mirar otra vez a O’Brien. Apenas cruzó por su mente la idea de continuar este momentáneo contacto. Hubiera sido extremadamente peligroso incluso si él hubiera sabido cómo entablar esa relación. Durante uno o dos segundos, se había cruzado entre ellos una mirada equívoca, y eso era todo. Pero incluso así, se trataba de un acontecimiento memorable en el aislamiento casi hermético en que uno tenía que vivir.

Winston se sacó de encima estos pensamientos y adoptó una posición más erguida en su silla. Se le escapó un eructo. La ginebra estaba haciendo su efecto.

Sus ojos volvieron a fijarse en la página. Descubrió entonces que durante todo el tiempo en que había estado recordando, no había dejado de escribir como por una acción automática. Y ya no era la inhábil escritura retorcida de antes. Su pluma se había deslizado voluptuosamente sobre el suave papel, imprimiendo en claras y grandes mayúsculas lo siguiente:

ABAJO EL GRAN HERMANO

ABAJO EL GRAN HERMANO

ABAJO EL GRAN HERMANO

ABAJO EL GRAN HERMANO

ABAJO EL GRAN HERMANO

Una vez y otra, hasta llenar media página.

No pudo evitar un escalofrío de pánico. Era absurdo, ya que escribir aquellas palabras no era más peligroso que el acto inicial de abrir un diario, pero, por un instante, estuvo tentado de romper las páginas ya escritas y abandonar su propósito.

Sin embargo, no lo hizo, porque sabía que era inútil. El hecho de escribir ABAJO EL GRAN HERMANO o no escribirlo, era completamente igual. Seguir con el diario o renunciar a escribirlo, venía a ser lo mismo. La Policía del Pensamiento lo descubriría de todas maneras. Winston había cometido –seguiría habiendo cometido aunque no hubiera llegado a posar la pluma sobre el papel– el crimen esencial que contenía en sí todos los demás. El crimental, el crimen mental, como lo llamaban. El crimentalno podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a tenerlo oculto años enteros, pero antes o después, uno era descubierto.

Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Se despertaba sobresaltado porque una mano le sacudía el hombro, una linterna le enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno al lecho. En la mayoría de los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficialmente de la detención. La gente sencillamente desaparecía y siempre durante la noche. El nombre del individuo en cuestión desaparecía de los registros, se borraba de todas partes toda referencia a lo que hubiera hecho y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra vaporizado.

Winston sintió una especie de histeria al pensar en estas cosas. Empezó a escribir rápidamente y con muy mala letra: me matarán no me importa me matarán me dispararán en la nuca me da lo mismo abajo el gran hermano siempre lo matan a uno por la nuca no me importa abajo el gran hermano...

Se echó hacia atrás en la silla, un poco avergonzado de sí mismo, y dejó la pluma sobre la mesa. De repente, se sobresaltó espantosamente. Habían llamado a la puerta.

¡Tan pronto! Siguió sentado inmóvil, como un ratón asustado, con la tonta esperanza de que quien fuese se marchara al ver que no le abrían. Pero no, la llamada se repitió. Lo peor que podía hacer Winston era tardar en abrir. El corazón le redoblaba como un tambor, pero es muy probable que sus facciones, a fuerza de la costumbre, resultaran inexpresivas. Se levantó y se acercó pesadamente a la puerta.

II

Al poner la mano en el pestillo Winston recordó que había dejado el Diario abierto sobre la mesa. En aquella página se podía leer desde lejos el ABAJO EL GRAN HERMANO repetido con letras enormes. Pero Winston sabía que incluso en su pánico no había querido estropear el cremoso papel cerrando el libro mientras la tinta no se hubiera secado.

Contuvo la respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, lo invadió una sensación de alivio. Una mujer insignificante, avejentada, con el cabello revuelto y la cara llena de arrugas, estaba a su lado.

–¡Oh, camarada! –empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y quejumbrosa–, te sentí llegar y he venido por si puedes echarle un ojo al desagüe del lavadero. Se nos ha atascado...

Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era una palabra desterrada por el Partido, ya que había que llamar a todos camaradas, pero con algunas mujeres se usaba todavía instintivamente). Era una mujer de unos treinta años que aparentaba mucha más edad. Se tenía la impresión de que había polvo reseco en las arrugas de su rostro. Winston la siguió por el pasillo. Estas reparaciones de aficionado constituían un fastidio casi diario. Las Casas de la Victoria eran unos antiguos pisos construidos aproximadamente hacia 1930 y se encontraban en estado ruinoso. Del techo y de la pared caían constantemente trozos de yeso, las tuberías se estropeaban con cada helada, había innumerables goteras y la calefacción funcionaba sólo a medias, cuando funcionaba, porque casi siempre la cerraban para economizar. Las reparaciones, excepto las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que ser autorizadas por remotos comités que solían retrasar dos años incluso la compostura de un cristal roto.

–Si lo he molestado es porque Tom no está en casa –dijo vagamente la señora Parsons.

El piso de los Parsons era mayor que el de Winston y mucho más descuidado. Todo parecía roto y daba la impresión de que allí acababa de agitarse un enorme y violento animal. Por el suelo estaban tirados diversos artículos para deportes: patines de hockey, guantes de boxeo, un balón de reglamento, unos pantalones vueltos del revés y sobre la mesa había un montón de platos sucios y cuadernos escolares muy usados. En las paredes, unos carteles rojos de la Liga Juvenil y de los Espías y un gran cartel con el retrato de tamaño natural del Gran Hermano. Por supuesto, se percibía el habitual olor a verduras cocidas, dominante en todo el edificio, pero en este piso era más fuerte el olor a sudor, que se notaba desde el primer momento, aunque no alcanzaba uno a decir por qué era el sudor de una mujer que no se hallaba presente entonces. En otra habitación, alguien con un peine y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la música militar que brotaba todavía de la telepantalla.

–Son los niños –dijo la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva hacia la puerta–. Hoy no han salido. Y, desde luego...

Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. La pileta de la cocina estaba llena casi hasta el borde con agua sucia y verdosa que olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y examinó el ángulo de la tubería de desagüe donde estaba el tornillo. Le molestaba emplear sus manos y también tener que arrodillarse, porque esa postura lo hacía toser. La señora Parsons lo miró desanimada:

–Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento. Le gustan esas cosas. Es muy hábil en cosas manuales. Sí, Tom es muy...

Parsons era el compañero de oficina de Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre muy grueso, pero activo y de una estupidez asombrosa, una masa de entusiasmos imbéciles, uno de esos idiotas de los cuales, todavía más que de la Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido. A sus treinta y cinco años acababa de salir de la Liga Juvenil, y antes de ser admitido en esa organización había conseguido permanecer en la de los Espías un año más de lo reglamentario. En el Ministerio estaba empleado en un puesto subordinado para el que no se requería inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura sobresaliente del Comité Deportivo y de todos los demás comités dedicados a organizar excursiones colectivas, manifestaciones espontáneas, las campañas pro ahorro y en general todas las actividades “voluntarias”. Informaba a quien quisiera oírlo, con tranquilo orgullo y entre chupadas a su pipa, que en los últimos cuatro años no había dejado de acudir ni un solo día al Centro de la Comunidad. Un fortísimo olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente de su continua actividad y energía, lo seguía a donde quiera que iba, y quedaba tras él cuando se hallaba lejos.

–¿Tiene usted un destornillador? –preguntó Winston tocando el tapón del desagüe.

–Un destornillador –dijo la señora Parsons, inmovilizándose de inmediato–. Pues, no sé. Es posible que los niños...

En la habitación de al lado se oían fuertes pisadas y más trompetazos con el peine. La señora Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el agua y quitó con asco el pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se limpió los dedos lo mejor que pudo en el agua fría de la canilla y volvió a la otra habitación.

–¡Arriba las manos! –chilló una voz salvaje.

Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años, había surgido por detrás de la mesa y amenazaba a Winston con una pistola automática de juguete mientras su hermanita, de unos dos años menos, hacía el mismo ademán con un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con pantalones cortos azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Era el uniforme de los Espías. Winston levantó las manos, pero a pesar de la broma sentía cierta inquietud por la expresión de maldad que veía en el niño.

–¡Eres un traidor! –gritó el chico–. ¡Eres un criminal mental ¡Eres un espía de Eurasia! ¡Te mataré, te vaporizaré! ¡Te mandaré a las minas de sal!

De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él gritando: “¡Traidor!” “¡Criminal mental!”, imitando la niña todos los movimientos de su hermano. Aquello daba un poco de miedo, algo así como los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se convertirán en devoradores de hombres. Había una suerte de ferocidad calculadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de darle un buen golpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser ya casi lo bastante hombre para hacerlo. “¡Qué suerte que no tenga más que una pistola de juguete!”, pensó Winston.

La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y de éste a los niños. Como en aquella habitación había mejor luz, Winston pudo notar que en las arrugas de la mujer había efectivamente polvo.

–Hacen tanto ruido... –dijo ella–. Están disgustados porque no pueden ir a ver ahorcar a esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no puedo llevarlos; tengo demasiado que hacer. Y Tom no volverá a tiempo de su trabajo.

–¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan? –gritó el pequeño con su tremenda voz, impropia de su edad.

–¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar! –canturreaba la chiquilla mientras saltaba.

Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían ahorcados en el parque aquella tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir una vez al mes y constituía un espectáculo popular. A los niños siempre les gustaba asistir a él. Winston se despidió de la señora Parsons y se dirigió hacia la puerta. Pero apenas había bajado seis escalones cuando algo le dio en el cuello por detrás produciéndole un terrible dolor. Era como si le hubieran aplicado un alambre incandescente. Se volvió a tiempo de ver cómo retiraba la señora Parsons a su hijo del descansillo. El chico se guardaba una gomera en el bolsillo.

–¡Goldstein! –gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta, pero lo que más asustó a Winston fue la mirada de terror y desamparo de la señora Parsons.

Nuevamente en su apartamento, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y volvió a sentarse ante la mesita sin dejar de pasarse la mano por su dolorido cuello. La música de la telepantalla se había detenido. Una voz militar leía, con una especie de brutal complacencia, una descripción de los armamentos de la nueva fortaleza flotante que acababa de ser anclada entre Islandia y las islas Feroe.

Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía llevar una vida terrorífica. Dentro de uno o dos años sus propios hijos podrían descubrir en ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces eran horribles. Lo peor era que esas organizaciones, como la de los Espías, los convertían sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables, y, sin embargo, este salvajismo no los impulsaba a rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a todo lo que se relacionaba con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los slogans gritados por doquier, la adoración del Gran Hermano... todo ello era para los niños un estupendo juego. Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales del pensamiento. Era casi normal que personas de más de treinta años les tuvieran un miedo visceral a sus hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una semana sin que el Times publicara unas líneas describiendo cómo alguna pequeña víbora –la denominación oficial era “heroico niño”– había denunciado a sus padres a la Policía del Pensamiento contándole lo que había oído en casa.

La molestia causada por el proyectil de la gomera se le había pasado. Winston volvió a tomar la pluma preguntándose si no tendría algo más que escribir. De pronto, empezó a pensar de nuevo en O’Brien.

Años atrás –¿cuánto tiempo hacía? ¿quizás siete años?– Winston había soñado que paseaba por una habitación oscura... Alguien sentado a su lado le había dicho al pasar: “Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad”. Se lo había dicho con toda calma, de una manera casual, más como una afirmación cualquiera que como una orden. Él había seguido andando. Y lo curioso era que al oírlas en el sueño, aquellas palabras no lo habían impresionado. Fue sólo más tarde y gradualmente cuando empezaron a tomar significado. Ahora no podía recordar si fue antes o después de tener el sueño cuando había visto a O’Brien por primera vez. Y tampoco podía recordar cuándo había identificado aquella voz como la de O’Brien. Pero, de todos modos, era indudablemente O’Brien quien le había hablado en la oscuridad.

Nunca había podido sentirse absolutamente seguro –incluso después del fugaz encuentro de sus miradas esta mañana– de si O’Brien era un amigo o un enemigo. Ni tampoco importaba mucho esto. Lo cierto era que existía entre ellos un vínculo de comprensión más fuerte y más importante que el afecto o el partidismo. “Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad”, le había dicho. Winston no sabía lo que podían significar estas palabras, pero sí sabía que se convertirían en realidad.

La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque de trompeta y la voz prosiguió en tono chirriante:

“Atención. ¡Atención, por favor! En este momento nos llega un notirrelámpago del frente malabar. Nuestras fuerzas han logrado una gloriosa victoria en el sur de la India. Estoy autorizado para decir que la batalla a que me refiero puede aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto del notirrelámpago ...”

Malas noticias, pensó Winston. Ahora seguirá la descripción, con un repugnante realismo, del aniquilamiento de todo un ejército eurásico, con fantásticas cifras de muertos y prisioneros... para decirnos luego que, desde la semana próxima, reducirán la ración de chocolate a veinte gramos en vez de los treinta de ahora.

Winston volvió a eructar. La ginebra perdía ya su fuerza y lo dejaba desanimado. La telepantalla –no se sabe si para celebrar la victoria o para quitar el mal sabor del chocolate perdido– lanzó los acordes de “Oceanía, todo para ti”. Se suponía que todo el que escuchara el himno, aunque estuviera solo, tenía que escucharlo de pie. Sin embargo, Winston se aprovechó de que la telepantalla no lo veía y siguió sentado.

“Oceanía, todo para ti”terminó y empezó la música ligera. Winston se dirigió hacia la ventana, manteniéndose de espaldas a la pantalla El día era todavía frío y claro. Allá lejos estalló una bombacohete con un sonido sordo y prolongado. Ahora solían caer en Londres unas veinte o treinta bombas a la semana.

Abajo, en la calle, el viento seguía agitando el cartel donde la palabra Ingsocaparecía y desaparecía. Ingsoc. Los principios sagrados de Ingsoc. Neolengua, doblepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le parecía estar recorriendo las selvas submarinas, perdido en un mundo monstruoso cuyo monstruo era él mismo. Estaba solo. El pasado había muerto, el futuro era inimaginable. ¿Qué certidumbre podía tener él de que ni un solo ser humano estaba de su parte? Y ¿cómo iba a saber si el dominio del Partido no duraría siempre? Como respuesta, los tres slogans sobre la blanca fachada del Ministerio de la Verdad, le recordaron que:

LA GUERRA ES LA PAZ

LA LIIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

LA IGNORANCIA ES LA FUERZA

Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos. También en ella, en letras pequeñas, pero muy claras, aparecían las mismas frases y, en el reverso de la moneda, la cabeza del Gran Hermano. Sus ojos lo perseguían a uno hasta desde las monedas. Sí, en las monedas, en los sellos de correo, en pancartas, en las envolturas de los paquetes de los cigarrillos, en las portadas de los libros, en todas partes. Siempre los ojos que contemplaban y la voz que envolvía. Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.

El sol había seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la Verdad, en las que ya no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza. Winston sintió angustia ante aquella masa piramidal. Era demasiado fuerte para ser asaltada. Ni siquiera un millar de bombacohetes podrían abatirla. Volvió a preguntarse para quién escribía el Diario. ¿Para el pasado, para el futuro, para una época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino algo peor: el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y a él lo vaporizarían. Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera escrito antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo iba a apelar a la posteridad cuando ni una sola huella suya, ni siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?

En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía que marcharse dentro de diez minutos. Debía reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un fantasma solitario diciendo una verdad que nadie oiría nunca. De todos modos, mientras Winston pronunciara esa verdad, la continuidad no se rompería. La herencia humana no se continuaba porque uno se hiciera oír sino por el hecho de permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:

“Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar libremente, en que los hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitarios... Para cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho:

Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran Hermano, la época del doblepensar... ¡muchas felicidades!”

Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, que empezaba a poder formular sus pensamientos, era cuando había dado el paso definitivo. Las consecuencias de cada acto van incluidas en el acto mismo. Escribió:

“El crimental (elcrimen de la mente) no implica la muerte; el crimental es la muerte misma”.

Al reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo imprescindible vivir lo más posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente uno de esos detalles que lo podían delatar a uno. Cualquier entrometido del Ministerio (probablemente, una mujer: alguna como la del cabello color de arena o la muchacha morena del Departamento de Novela) podía preguntarse por qué habría usado una pluma anticuada y qué habría escrito... y luego dar el soplo a dónde correspondiera. Fue al cuarto de baño y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y rasposo jabón que le limaba la piel como un papel de lija y resultaba por tanto muy eficaz para su propósito.

Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil pretender esconderlo; pero, por lo menos, podía saber si lo habían descubierto o no. Un cabello sujeto entre las páginas sería demasiado evidente. Por eso, con la yema de un dedo recogió una partícula de polvo de posible identificación y la depositó sobre una esquina de la tapa, de donde tendría que caerse si tomaban el libro.

III

Winston estaba soñando con su madre. Debía de tener unos diez u once años cuando ella murió. Era una mujer alta, estatuaria y más bien silenciosa, de movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A su padre lo recordaba, más vagamente, como un hombre moreno y delgado, vestido siempre con impecables trajes oscuros (Winston recordaba, sobre todo, las suelas extremadamente finas de los zapatos de su padre) y usaba gafas. Seguramente, ambos debieron haber caído en una de las primeras grandes purgas de los años cincuenta.

En aquel momento, en el sueño, su madre estaba sentada en un sitio profundo junto a él y con su niña en brazos. De esta hermana Winston sólo recordaba que era una chiquilla débil e insignificante, siempre callada y con ojos grandes que se fijaban en todo. Se encontraban las dos en algún sitio subterráneo por ejemplo, el fondo de un pozo o en una cueva muy honda, pero era un lugar que, estando ya muy por debajo de él, se iba hundiendo sin cesar. Sí, era la cámara de un barco que se hundía y la madre y la hermana lo miraban a él desde las tenebrosas aguas que invadían el buque. Aún había aire en la cámara. Su madre y su hermanita podían verlo todavía y él a ellas, pero no dejaban de irse hundiendo ni un solo instante, de ir cayendo en las aguas, de un verde muy oscuro, que de un momento a otro las ocultarían para siempre. Winston, en cambio, se encontraba al aire libre y a plena luz mientras a ellas se las iba tragando la muerte, y ellas se hundían porque él estaba allí arriba. Winston lo sabía y también ellas lo sabían y él descubría en sus caras este conocimiento. Pero la expresión de las dos no le reprochaba nada, ni sus corazones tampoco –él lo sabía– y sólo se transparentaba la convicción de que ellas morían para que él pudiera seguir viviendo allá arriba y que esto formaba parte del orden inevitable de las cosas.