3 Libros para Conocer Literatura Guatemalteca - José Milla y Vidaurre - E-Book

3 Libros para Conocer Literatura Guatemalteca E-Book

José Milla y Vidaurre

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Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Guatemalteca. • La hija del Adelantado por José Milla y Vidaurre. • Popol Vuh por Anónimo. • El problema por Máximo Soto Hall. Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

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Introducción

 

Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Guatemalteca.

La hija del Adelantado por José Milla y Vidaurre.

Popol Vuh por Anónimo.

El problema por Máximo Soto Hall.

Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

 

 

 

Los Autores

 

José Milla y Vidaurre (Nueva Guatemala de la Asunción, Primer Imperio Mexicano, 4 de agosto de 1822 - Nueva Guatemala de la Asunción, República de Guatemala, 30 de septiembre de 1882) fue un escritor guatemalteco del siglo xix, considerado uno de los fundadores de la novela en la literatura de su país natal; en especial, él destacó en la narrativa histórica. También fue ministro de relaciones exteriores y embajador de Guatemala ante los Estados Unidos durante el Gobierno del general Rafael Carrera (1851-1865), siendo uno de los firmantes en 1859 del decreto en donde se cede Belice a la Gran Bretaña para explotar madera, a cambio de la construcción de una vía de comunicación entre la capital de Belice y la de Guatemala —carretera que Inglaterra jamás construyó—. Estuvo entre el grupo de periodistas que fundó el Diario de Centro América en 1880.

 

Máximo Soto Hall (Antigua Guatemala, Guatemala, 5 de julio de 1871-Santa Fe, Argentina, 31 de diciembre de 1943) fue un escritor y diplomático guatemalteco graduado en el Instituto Nacional Central para Varones en Guatemala. Proveniente de familias con gran influencia económica y política en Guatemala y en Honduras,a fue uno de los escritores de más renombre en Guatemala a finales del siglo xix y uno de los personajes políticos y diplomáticos más influyentes durante el gobierno de licenciado Manuel Estrada Cabrera.

 

El Popol Vuh, también conocido como “Libro del Consejo” es un libro que atesora gran parte de la sabiduría y muchas de las tradiciones de la cultura maya, establecida principalmente en lo que hoy en día es Guatemala. Es un completo compendio de aspectos de gran importancia como religión, astrología, mitología, costumbres, historia y leyendas que relatan el origen del mundo y de la civilización así como de los muchos fenómenos que suceden en la naturaleza.

 

 

La hija del Adelantado

José Milla y Vidaurre

(bajo el seudónimo Salomé Jil)

 

 

 

Advertencia

 

Al escribir esta novelita, ha sido mi objeto principal dar a conocer algunos personajes y ciertos acontecimientos históricos, de los cuales no tiene sino muy escasa noticia la generalidad de los lectores a quienes están destinadas estas líneas. Me he sujetado a la verdad, hasta donde lo ha permitido la necesidad de dar algún interés dramático a la novela; procurando conciliar los hechos que efectivamente tuvieron lugar, con los que he debido añadir para adornar una obra de imaginación.

En nuestras antiguas crónicas apenas se encuentran delineados los caracteres de los personajes y referidos los acontecimientos más someros. Respetando unos y otros cuanto ha sido posible, he dejado correr la pluma libremente en todo aquello que no podía envolver anacronismos (que considero imperdonables, aun en obras de esta clase), y en lo que no fuese directamente opuesto a la verdad histórica. Así, los personajes que figuran en esta relación existieron todos realmente; pero el carácter y los hechos que se atribuyen a algunos de ellos, corresponden a la parte novelesca de la obra. Las fechas están citadas con la posible escrupulosidad. Por no hacer demasiado difuso el escrito, o distraer la atención del lector con notas, no he citado los pasajes de nuestras antiguas crónicas impresas o inéditas, que podrían servir para probar la exactitud de muchos de los sucesos referidos.

Si estas desaliñadas páginas sirvieren para llamar la atención de los lectores hacia los documentos en que puede estudiarse con provecho la historia del país, en la época interesante que siguió a la conquista, y si ellas son aceptadas con la misma benévola indulgencia con que lo han sido otras producciones literarias del autor anteriormente publicadas, quedarán satisfechas sus aspiraciones.

 

 

 

I

 

Inusitada animación y extraordinario movimiento se advertían, al caer la tarde del día 15 de setiembre del año de gracia 1539, en la Ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala. Personas de todas clases y condiciones iban y venían por calles y plazas, reuníanse en corrillos y agolpábanse, en mayor número, delante de un edificio grande, de dos pisos y de buena apariencia, que se levantaba en el extremo de la población más inmediato a la falda del Volcán de agua, a cuyo pie estaba situada la primitiva capital del Reino, en el mismo sitio en que hoy vemos el pobre y miserable villorrio llamado Ciudad-vieja. Ese edificio, cuyas ruinas se conservaban aún a fines del siglo XVII, según leemos en la obra inédita del cronista Fuentes y Guzmán, era el Palacio del Adelantado, Gobernador, Capitán General de estas provincias y fundador de la ciudad, Don Pedro de Alvarado. Abríanse las puertas y las ventanas de las habitaciones, limpiábanse tapices, alfombras y muebles; mayordomos, maestresalas y pajes daban apresuradamente la última mano al arreglo de aquella espléndida morada, que por algunos años había permanecido al cuidado poco diligente de criados subalternos. El pueblo seguía con interés y curiosidad aquellos preparativos, que confirmaban plenamente el rumor, esparcido pocos días antes de la próxima llegada del Adelantado.

Y era así, en efecto. Don Pedro había anunciado al Ayuntamiento su arribo a Puerto-Caballos, en carta de 4 de abril de aquel año; participando además a los Magníficos  Señores del Concejo, su nuevo matrimonio. «Sabréis, dice, como vengo casado, y doña Beatriz está muy buena y trae veinte doncellas muy gentiles mujeres, hijas de caballeros y de muy buenos linajes. Bien creo que es mercadería que no me quedará en la tienda nada, pagándomelo bien, que de otra manera excusado es hablar en ello». El Adelantado había venido de España con una escolta de trescientos arcabuceros y otra mucha gente, en tres navíos grandes de su propiedad. Con todo aquel aparato de damas de honor, caballeros y soldados, se encaminaba a la ciudad que había fundado quince años antes, y que, merced al oro y la plata arrancados a los naturales, aparecía ya por aquel tiempo, si no muy abundante en población, aventajada en el lujo, hijo legítimo de la riqueza fácilmente adquirida.

En sesión celebrada por el Concejo en 25 de Mayo, se había leído otra carta del Adelantado, en la que proponía fuesen a avistarse con él un Alcalde y dos Regidores para haber de mostrarles los reales despachos que traía de la corte y arreglar algunos puntos conducentes al buen gobierno de la tierra. El Cabildo, dividido en dos bandos, favorable el uno y contrario el otro a don Pedro, decidió no acceder a aquella indicación, contestando al Adelantado no estar en obligación de salir al recibimiento; pero que manifestándose las reales provisiones, se conformaría con todo aquello que Su Majestad mandase. Los principales promotores de esa discordia eran el Veedor Gonzalo Ronquillo, el Tesorero Francisco de Castellanos, el Comendador Francisco de Zorrilla, Gonzalo de Ovalle y otros caballeros, que, a fuerza de intrigas, habían logrado crear cierta emulación y mala voluntad contra don Pedro, infundiendo en el ánimo pacífico y naturalmente bueno del Juez de residencia, Alonso de Maldonado, aspiraciones que no debían verse satisfechas. Los partidarios del Adelantado y el pueblo, que lo amaba por su denuedo, munificencia y porte noble y caballeresco, recibieron con júbilo la noticia inesperada de su aproximación a la capital, con el ostentoso séquito que antes hemos mencionado. Preparábanse, pues, a recibirlo con el honor y aplauso que merecía quien había sido recientemente colmado por el Rey, por su secretario Cobos y otros personajes de la corte, de favores y distinciones, justa recompensa de sus grandes y señalados servicios.

 

Pregoneros de los favores dispensados a su señor, de la gentileza de su esposa, del garbo de las damas que la acompañaban y del aparato con que se acercaba el Adelantado, habían sido ciertos mensajeros que don Pedro envió desde Puerto-Caballos, conductores de las cartas que escribía al Cabildo. Excitada así la pública curiosidad, no menos que la envidia de los émulos, poníanse en juego las intrigas para lograr que no se diese posesión del gobierno a Alvarado, cohonestando la desobediencia con la ambigüedad de la real cédula de nombramiento, que había circulado en copia. Los amigos del Adelantado, sin hacer cuenta de aquellos manejos, y como quien tuviese seguridad de que todo saldría a medida de su deseo, apresuraban, según hemos dicho, los preparativos del recibimiento. El pueblo adornaba espontáneamente las calles de la entrada, y reunido en corrillos, discurría sobre el grave acontecimiento que iba a verificarse. En un grupo que formaban varios caballeros delante de la puerta Palacio, un criado de Alvarado, llamado Pedro Rodríguez, el viejo, unos de los que había despachado el Gobernador desde la costa de Honduras con sus mensajes, respondía a diversas preguntas que lo dirigían los curiosos.

-Sí, señores, decía, doña Beatriz excede en gentileza, ingenio y garbo a su hermana doña Francisca, que santa gloria haya, la primera esposa de nuestro valiente Adelantado.

-¿Y cómo ha podido casarse, dijo uno de los del grupo, con su cuñada? Ese parentesco no lo dispensa nuestra santa madre iglesia con facilidad.

-Ciertamente que no, replicó Rodríguez, y en el presente caso, no lo había dispensado su Santidad, a no haberse interpuesto nada menos que nuestro invictísimo Emperador, así por hacer merced al Adelantado, como por mostrar buena voluntad al señor Duque de Alburquerque, tío carnal de ambas señoras, doña Francisca y doña Beatriz.

-Alto ha trepado don Pedro, dijo otro.

-No tanto como él merece, contestó el viejo; que los servicios hechos a Su Majestad por nuestro capitán, lo hacían acreedor a la mano de tan principal señora no menos que al título de Almirante de la mar del Sur y a la cruz de Comendador de Santiago con que lo ha recompensado el César.

 

-¡Comendador de Santiago!, dijo entonces un viejecillo jorobado, de cara entre osada y burlona, que estaba en el corrillo. ¡Comendador de Santiago! Ya no se lo llamarán de burlas, como en México, cuando vestía, por las Pascuas, un sayo viejo de terciopelo de su padre, el Comendador de Lobón, en el cual había quedado estampada la señal de la Cruz. Ja, ja, ja, ja; y rompió a reír con una risa casi diabólica.

Nadie contestó a aquella burla impertinente, no obstante la expresión de disgusto que se pintó en los semblantes de todos los demás caballeros.

-Habláis, continuó el burlón, de los méritos y servicios de don Pedro, y a fe que lleváis razón en vuestros encomios. El Adelantado es denodado cual ninguno en el campo de batalla; y cualquiera lo sería como él, si poseyese un amuleto que lo preserva contra todo riesgo.

-¿De qué amuleto habláis?, preguntó uno de los caballeros.

-¡Toma! de ese joyel que lleva siempre, al cuello, pendiente de una cadenilla de oro, y en que están trazados ciertos signos, caracteres arábigos, o no sé lo que son, que nadie hasta ahora ha podido descifrar.

-Y que algo hubierais dado vos por poseer en la batalla de Quezaltenango, señor Veedor Gonzalo Ronquillo, dijo a la sazón un caballero de noble porte y elevada estatura, embozado en una capa de paño oscuro, cubierta la cabeza con una gorra con pluma blanca, y que sin ser percibido de los del corrillo, se había acercado y puesto la mano derecha en el hombro del contrahecho viejecillo.

Al escuchar aquellas palabras, el burlón mudó de color; y visiblemente azorado, notando la satisfacción con que el nuevo interlocutor había sido escuchado, dijo:

-Os agradezco el recuerdo, señor don Pedro de Portocarrero, no podía ser más oportuno. No he olvidado que en aquella sangrienta refriega debí la vida a vuestro valor, y que sin el oportuno golpe de lanza con que atravesasteis por los pechos a aquel perro cacique Ros Vatit, yo no estaría hoy aquí, como lo estoy, pronto a serviros.

-No lo digo por tanto, don Gonzalo, replicó Portocarrero. Cualquiera habría hecho lo que yo hice en aquella jornada; únicamente he querido advertiros que el que ha huido cobardemente delante del enemigo, no es  el mejor juez de los hechos militares de un capitán como Alvarado.

-No olvidaré la lección, don Pedro, contestó Ronquillo, y será un favor más que pondré en la cuenta que os llevo desde lo de Quezaltenango; y dio la vuelta lanzando una mirada amenazadora al caballero, que permaneció imperturbable y sereno.

-¡Miserable envidioso! dijo uno de los presentes; y, dirigiéndose a Portocarrero, agregó: guardaos, don Pedro de su saña. Ese hombre es implacable; su odio ha causado ya graves disgustos al Adelantado, por las relaciones que mantiene con Gonzalo Mexía, sujeto poderoso en la corte.

-El que ni teme ni espera, contestó Portocarrero con cierta firmeza en la que había algo de profundamente melancólico, no tiene por qué guardarse. Cumplo mi deber, como cristiano y como caballero, defendiendo al compañero de armas y al amigo ausente; sigo el recto sendero y no curo de las serpientes que pueden atravesarse en mi camino.

En aquel momento cuatro indios tamemes salieron del Palacio, conduciendo una litera pintada exteriormente y cuya parte interior se veía ricamente tapizada, con tafetán de la China.

-Una litera, dijo uno de los presentes, ¿si será para la señora Adelantada?

-No, contestó el viejo Rodríguez, debe ser para doña Leonor, que viene mala.

Portocarrero se inmutó al oír aquella respuesta, pero dominando su emoción cuanto le fue posible, preguntó con fingida indiferencia:

-¿Y es grave, por ventura, la enfermedad de doña Leonor?

-Creo que no, dijo el viejo; calenturas de la costa, fatiga del camino y una poca de melancolía.

-Cosas que pasarán, replicó un caballero, tan luego como la noble hija de la princesa Jicotencal se aviste con su prometido, el Licenciado don Francisco de la Cueva, hermano político de su padre.

-¿Pero es cierto que se casan? dijo otro.

-¡Toma! Tan cierto como que se lo he oído al Alcalde Juan Pérez Dardon; sujeto, como sabéis, caballeros, tan verídico como el que más.

-Así es, dijo el otro; pero ¿qué tenéis don Pedro?,  añadió, volviéndose a Portocarrero; estáis pálido como la muerte. ¿Os sentís malo?

-Sí, contestó Portocarrero, procurando recobrar su serenidad; sabéis que desde la última expedición que hicimos en tierras de guerra, mi salud ha quedado alterada. El sol se ha puesto ya y tal vez el viento frío, que comienza a soplar me haya causado algún ligero pasmo. Buenas noches.

Diciendo esto, se retiró con la cabeza inclinada sobre el pecho, como quien se halla dominado por alguna grave preocupación.

-¡Cómo ha cambiado! dijo uno de los del grupo, cuando hubo desaparecido Portocarrero. Ya no es aquel gallardo y altivo mancebo, tan pronto para los juegos y para el galanteo como para la batalla.

-Es que, no olvida a Agustina, dijo otro, que lo tiene como hechizado.

-Os engañáis; la ha olvidado mucho tiempo ha, aunque según se dice, ella lo ama cada día más y lo persigue con sus exigentes solicitudes.

-Así me persiguiera a mí, que por cierto no fuera yo de mármol a sus ruegos, dijo otro. Agustina Córdova es una moza hechicera.

-¿En qué sentido lo decís? preguntó uno de tantos. Eso de hechicerías tratándose de Agustina, admite dos interpretaciones. Hay quien pretende haberla visto cabalgar por los aires montada en un mango de escoba.

-¡Ave María purísima! Interrumpió Rodríguez, santiguándose. Si es así, bien pudiera tomar cartas en ello la santa Inquisición de México. Yo creía que sólo los indios paganos de estas tierras eran dados a hechicerías y sortilegios.

-Aun los indios que han recibido las aguas del santo bautismo, dijo uno de los caballeros, suelen mantener relaciones con el espíritu maligno; y algunos españoles, contaminados con el trato de estos malos cristianos, tienen comercio con el demonio. Si no, oíd lo que yo mismo vi, trece años hace, cuando combatíamos a los sublevados de Sacatepequez.

-Decid, decid, que ya os escuchamos.

-Una noche, estábamos acampados frente a unos peñoles en que se habían hecho fuertes los indios rebeldes. Andaba yo de ronda, y habiéndome acercado a uno de los puestos avanzados más próximos al enemigo, en cuyo  punto estaba un centinela, fui a reconocer al soldado que montaba la guardia. Media hora antes había sido colocado en aquel puesto un Juan Gómez, de la compañía del capitán Luis Marín, a quien sus compañeros acusaban de tener trato con el demonio. A la luz de las fogatas encendidas en el real, vi por mis propios ojos al supuesto centinela, cuyo rostro tenía un no sé qué de horroroso y siniestro, que no acertaré a describiros. Dirigile la palabra y guardó silencio; puse mano a la espada y permaneció inmóvil. Enderecé la punta del acero hacia su pecho y lo atravesé con él de parte a parte, sin encontrar resistencia, como si fuese una fantasma impalpable.

Entonces, eché mano disimuladamente a la cruz de mi rosario, y mostrándola de improviso al fingido soldado, se oyó un espantoso bramido; una densa oscuridad nos envolvió instantáneamente, y cuando la tiniebla fue disipándose y haciéndose lugar de nuevo el tenue resplandor de las hogueras, encontramos a nuestros pies un arcabuz y una armadura, cuyo desagradable olor a azufre, manifestaba claramente haber servido de aquellos arreos al común enemigo de las almas. Esa misma noche, casi a la propia hora, otros de nuestros soldados aseguraron haber visto atravesar el real, en un punto muy distante, a Juan Gómez, acompañado de una mala mujer, a quien solía visitar. Al siguiente día fue puesto en estrecha prisión, en que permaneció dos meses, sin querer confesar su delito. Una noche, ayudado sin duda del espíritu familiar que lo asistía, quebró la prisión y se huyó, sin que se haya vuelto a saber de él.

Con atención, aunque sin asombro, oyeron las demás personas que formaban el corrillo la extraña aventura del soldado que encargó al diablo le hiciese el cuarto de centinela; y como advirtiesen que la noche se les había entrado ya, embebidos en aquellas pláticas, se despidieron unos de otros, apalabrándose para el siguiente día, con el objeto de presenciar la entrada del Adelantado y de su ilustre comitiva. La luna, en su cuarto creciente, alumbraba débilmente la ciudad, entregada al reposo y al silencio, y el volcán se alzaba majestuoso, escondiendo su descarnada cúspide bajo un cendal de espesas y blanquizcas nubes, más imponente aún a la dudosa claridad del astro de la noche, que cuando se ostenta en toda su grandeza bañado por los rayos del sol del mediodía.

 

II

 

Sereno y despejado amaneció el siguiente día, 16 de setiembre, como si el tiempo quisiese contribuir por su parte a hacer más regocijada y festiva la recepción del Adelantado y de su séquito. Súpose desde muy temprano que se hallaba en las inmediaciones de la ciudad y muchos de los caballeros salieron a su encuentro. El Ayuntamiento, con el Juez de residencia, Maldonado, se reunió en las Casas consistoriales; aguardando aquel grave congreso la presentación de las reales provisiones.

A eso de las nueve de la mañana, hizo su entrada la ilustre comitiva, enmedio de la población alborozada, que victoreaba a su fundador, don Pedro de Alvarado tenía en aquella época cuarenta años de edad; era de mediana estatura; su aspecto noble y sus facciones fuertemente acentuadas, revelaban el ánimo varonil, la resolución incontrastable y aquella combinación extraña de valentía generosa, crueldad, astucia y franqueza que formaban el fondo del carácter del conquistador de Guatemala. Su rostro, un poco tostado por el sol del trópico, conservaba aún el color rojizo. Como también la barba y el cabello rubio que habían dado ocasión a que los indios mejicanos designasen al valeroso teniente de Cortés con el poético sobrenombre de «el sol», Tonatiuh. Montaba con gallardía un fogoso corcel andaluz, vestía una luciente armadura de acero, ostentando sobre el pecho la roja cruz de Santiago. Cubríale la cabeza la celada; ondeando al viento la garzota de plumas blancas y encarnadas, que coronaba el yelmo. Pintábase en su rostro la  emoción del ánimo, por las muestras de afecto con que lo acogía su bienamada Guatemala.

A su lado derecho se veía a doña Beatriz, que tendría unos veintiocho años, y cuyas facciones, perfectamente delineadas, revelaban desde luego todo lo que había de altivo y desdeñosos en el carácter de la noble dama, por cuyas venas corría la sangre de una de las más ilustres familias de España, la de los duques de Alburquerque. Doña Beatriz era hija de don Pedro de la Cueva, Comendador mayor de Alcántara y Almirante de Santo Domingo, hermano legítimo del Duque. En grupo animado y bullicioso, seguían las veinte señoras principales que traía1 don Pedro para las casar, como dicen candorosamente, nuestras viejas crónicas; siendo la más notable entre ellas, así por su linaje, como por su ingenio y gentileza, una cuyo nombre han conservado las historias, doña Juana de Artiaga. Con los caballeros de la ciudad, iba confundida la numerosa servidumbre del Adelantado y de su esposa; enseguida marchaban más de doscientos indios tamemes, o cargadores, que conducían los equipajes, y cerraban la comitiva los trescientos arcabuceros de don Pedro. Al lado izquierdo del Capitán General, veíase a don Pedro de Portocarrero, armado de todas armas y montando el magnífico caballo de que se apeó en la batalla de Quezaltenango, para pelear cuerpo a cuerpo con Ros Vatit, en cuyo encuentro hizo maravillas con la lanza, según el manuscrito Quiché citado por el cronista Fuentes.

Conversaban familiarmente los dos ilustres Capitanes, respondiendo Portocarrero a las preguntas que el Adelantado le dirigía sobre la situación de las cosas. Llegados a la plaza mayor, y habiendo pasado delante de la casa del Ayuntamiento, sobre la cual ondeaba el estandarte de Castilla, los caballeros y las damas se detuvieron a la puerta de la Catedral, en donde los recibió el venerable Obispo don Francisco Marroquín, que abrazó al Adelantado con el afecto profundo y sincero que siempre le profesó, y de que dio pruebas aún después de la vida del caudillo. Acompañaban al Prelado, el deán don Juan Godínez, el Arcediano don Francisco Gutiérrez de Peralta, y el Canónigo don Pedro Rodríguez, con los cuales se había organizado el primer Cabildo eclesiástico en 1537.

Después de la misa, que celebró el Deán Godínez, como lo había hecho quince años antes, siendo capellán del ejército, el día de la fundación de la ciudad, se retiraron  el Adelantado y su comitiva; y luego que don Pedro hubo cambiado de traje, vistiendo un jubón acuchillado de terciopelo color de cereza, gorguera de encaje de Malinas, greguescos, espada y estoque con empuñadura de brillantes, capa de igual tela y color del jubón, y sombrero adornado con plumas blancas, entró en la sala capitular y tomó asiento a la derecha del juez de residencia, Alonso de Maldonado.

Larga y acalorada fue la discusión sobre la inteligencia de la Real Cédula de 9 de Agosto de 1538, que presentó don Pedro. El juez, apoyado con tesón por el tesorero Castellanos, el Veedor Ronquillo, el Comendador Zorrilla, el Regidor Ovalle y otros, insistía en que, con arreglo al texto de la provisión, no se debía dar posesión del gobierno al Adelantado, en tanto estuviese pendiente la residencia de su anterior gobierno; y en efecto debe convenirse en que a los que esto sostenían, no les faltaba razón, visto el contenido del despacho real. El astuto don Pedro prolongó intencionadamente la discusión, para que sus enemigos se declarasen y poderlos conocer mejor. Así dio todo el rencor y miserable emulación que se encerraba en aquellos corazones, y logrado su objeto, sacó un pliego, que guardaba en el seno, cerrado y sellado con las armas reales. Era una sobrecédula, expedida en 22 de octubre de 1538, en la que el Rey prevenía a Maldonado pusiese inmediatamente en posesión del gobierno a don Pedro. Un rayo habría hecho menos efecto que la lectura de aquella carta, que pasó de mano en mano de unos a otros de los presentes, que examinaron el sello real, la firma de Su Majestad y la del Secretario, Juan de Samano. Cediendo a la evidencia de la voluntad soberana, Maldonado recibió juramento a don Pedro y puso en sus manos la vara mayor, símbolo de la autoridad. Numeroso concurso de pueblo, agolpado en las galerías del edificio y en la plaza, aguardaba impaciente el resultado de la sesión. Proclamose por el pregonero de Cabildo y la multitud rompió en aclamaciones entusiastas. Los cañones, situados en la plaza, y los arcabuceros de Alvarado, hicieron repetidas salvas y las campanas de las tres o cuatro iglesias que tenía la ciudad, saludaron con estrepitosos repiques el plausible suceso. Los enemigos del Gobernador, corridos y amilanados, procuraban ocultar su vergüenza, manteniéndose aparte, en un extremo del salón, en tanto que un lucido concurso de caballeros  rodeaba y felicitaba al Capitán General. Las miradas del Adelantado se dirigieron al grupo de los descontentos, y después de haberse fijado en ellos un momento, acercóseles con grave y digno continente, y dijo:

-Vuesas Mercedes han cumplido como buenos y leales vasallos, interpretando conforme a su conciencia y obedeciendo con pronta prestación las Órdenes de Su Majestad. Depositario de la confianza de mi Rey para gobernar estos pueblos en justicia, procuraré, como antes, proveer al bien común y recompensar en nombre de nuestra augusto César los servicios de todos y principalmente los de aquellos que, como Vuesas Mercedes, han derramado su sangre en la alta empresa de ganar estos reinos.

Dichas estas palabras, el Adelantado, abrió los brazos a sus enemigos y estrechó uno en pos de otro a Maldonado, Castellanos, Ovalle, Zorrilla y aun al envidioso e implacable Ronquillo. Resonó el salón con las más entusiastas aclamaciones, y don Pedro se retiró a su Palacio, llevando consigo el amor y la admiración de nobles y plebeyos. La ciudad se ocupó desde aquel momento, en disponer los festejos con que debía celebrar el plausible acontecimiento, encargando de preparar las fiestas al Alcalde Dardon y a uno de los regidores. Previniéronse diversos regocijos públicos; cañas, encamisada, fuegos artificiales, estafermo, saraos y un torneo para el último día.

Mientras, tenía lugar aquella escena en las casas del Ayuntamiento, doña Beatriz, rodeada de sus damas, recibía en su Palacio los homenajes de las señoras principales de la ciudad, con atención cortesana, aunque con semblante visiblemente inquieto y alterado. Próxima a la Gobernadora, estaba una joven, como de diez y ocho años, de mediana estatura, y en cuyas facciones se combinaban los rasgos distintivos de las dos razas que por aquellos tiempos se encontraban en pugna en estos países: la española y la indígena. Su rostro era moreno y su cabello poblado y negro. Había en aquella frente serena, aunque no espaciosa, en aquellos ojos grandes y animados, en la nariz exactamente modelada, en la boca pequeña y ligeramente desdeñosa, en el conjunto todo de las facciones, un sello de majestad tranquila y un tanto melancólica, que arrebataba y al mismo tiempo imponía cierto respeto a cuantos la miraban. Tenía el perfil de aquella joven algo del tipo correcto y severo  y de las antiguas estatuas griegas, unido al ideal y sobrehumano de la virgen con que algunos años después, debía asombrar al mundo Bartolomé Murillo. Tal era doña Leonor de Alvarado, hija de don Pedro y de doña Luisa Jicotencal Tecubalsin, hija del Rey de Tlaxcala y Zempoala2.

Ojerosa y pálida, doña Leonor, que parecía sufrir física y moralmente, se apoyaba en el hombro de su fiel amiga, doña Juana de Artiaga. Las otras damas que habían venido en compañía de doña Beatriz, conversaban en corrillos alegremente, comunicándose las observaciones que les ocurrían sobre la ciudad que acababan de atravesar. Aprovechando la oportunidad que les ofrecía la conversación de las otras señoras, doña Leonor y doña Juana hablaban de manera que sus palabras no pudiesen ser escuchadas por las personas que se hallaban en el salón.

-¿Y pudiste verlo? preguntaba doña Leonor.

-Perfectamente, contestó doña Juana. Pedí a un caballero que cabalgaba junto a mí, que me lo mostrase; venía al lado del Gobernador tu padre y pude conocerlo. Es apuesto y bizarro como su primo el Conde de Medellín. Parece gozar de toda la confianza y amistad del Adelantado.

-Y nadie más acreedor que él a esa distinción, amiga mía, dijo doña Leonor. Pocos, si acaso alguno, le igualarán en lo ilustre del linaje, en lo despejado del ingenio, en el valor y en los servicios hechos al Rey.

-Con esas prendas que todos lo reconocen, no sé por qué tu padre, que te quiere bien, habría de rehusar...

-No, Juana, interrumpió doña Leonor; jamas saldrá de mis labios una palabra que pueda desagradar a doña Beatriz, que protege decididamente las pretensiones de su hermano don Francisco. He dicho ya a mi padre que mi único anhelo es volver a España y encerrarme para siempre en el retiro de mi claustro.

Una lágrima rodó por la descolorida mejilla de la joven hija de la princesa Jicotencal; y cuando doña Juana  se preparaba a dirigirle algunas palabras de consuelo, llegó a sus oídos el estampido de los cañones y el eco de las aclamaciones del pueblo, que saludaba con entusiasmo la proclamación hecha por el pregonero del Cabildo en la galería superior de las Casas consistoriales que daba a la plaza.

Inmediatamente entró en el salón un caballero que representaba unos cincuenta años, de noble y distinguido corte, vestido de terciopelo negro, y acercándose a doña Beatriz, estrechola en sus brazos, diciéndole:

-Albricias, hermana mía, albricias. Todo ha concluido felizmente. El Adelantado, tu esposo, ha vuelto a tomar la vara de la gobernación, quedando confundidos sus envidiosos adversarios.

-Supongo, don Francisco, contestó la orgullosa señora, que don Pedro pondrá, una vez por todas, coto a los desmanes de sus enemigos, que un severo castigo caerá sobre los que han querido dar tan pernicioso ejemplo de desobediencia a la augusta voluntad del Soberano.

No, doña Beatriz, dijo don Francisco de la Cueva, el Adelantado ha perdonado como cristiano y se ha vengado cual cumple a un caballero. En presencia de todos, ha tendido la mano a sus émulos y estrechado entre sus brazos a los mismos que un momento antes pretendían afrentarlo.

-Así sois los hombres, replicó la Gobernadora; siempre indulgentes cuando más justicieros debiérades de mostraros. Si yo gobernara, don Francisco, júroos por quien soy, que haría respetar mi autoridad, y que esos miserables expiarían su crimen en la más dura prisión.

-Habláis como quien no conoce lo que se llama razón de estado.

-Hablo como quien está acostumbrada, desde sus tiernos años a ver que a los vasallos corresponde únicamente callar y obedecer.

-Sois altiva como una Reina.

-Y vos argumentador como buen letrado.

-Dejemos esto, dijo don Francisco, que no hay para que hablar más en ello; y volviéndose de improviso a doña Leonor, con blando y amoroso acento, le dijo:

-¿Cómo estáis doña Leonor? En vano he aguardado por ver si descubría la litera en que veníais.

-Hemos tardado en llegar, don Francisco, respondió la joven; me sentía fatigada y fue preciso caminar despacio.

 

Espero que os recobraréis pronto.

-Sí, a Dios gracias, ningún mal es eterno.

-A no ser aquellos que no quiere curar el que tiene el remedio en sus manos, dijo con tristeza el caballero.

Doña Leonor guarda silencio, excusándole una respuesta que habría sido embarazosa, la llegada de su padre con numeroso séquito de caballeros, entre los cuales descollaba por su apostura y garbo don Pedro de Portocarrero.

Después de estrechar en sus brazos a su esposa y a su hija, cuyas pálidas mejillas se habían cubierto de un ligero tinte de púrpura, el Adelantado tomó parte en la conversación de las damas, mostrándose ingenioso, festivo y decidor, como lo tenía de costumbre. Después de un rato de animada plática, despidiéronse los caballeros y las damas, y quedaron solos el Adelantado y su familia.

 

III

 

Los encargados de disponer las fiestas con que la ciudad había de obsequiar a sus Gobernadores, apresuráronse a cumplir la comisión, esforzándose en quedar airosos. Ocho días debían durar les regocijos, en los cuales alternarían el Volador, la Encamisada, juegos y representaciones que hemos alcanzado harto degenerados, los saraos; el Estafermo, etc. Algunos de los principales caciques indios sometidos a los españoles, tomaron parte en aquellas diversiones, contribuyendo así al solaz de sus dominadores.

Para formar alguna idea de la ostentación y el lujo con que se hicieron aquellas fiestas, es preciso ver en la Crónica de Remesal lo que refiere de la magnificencia de los caballeros de Guatemala en aquella época. Abundaban los metales preciosos, las pedrerías, el terciopelo, la seda y los ricos paños; y al carácter naturalmente ostentoso de los españoles, agregábase la circunstancia de la profusión de las riquezas en un país que aún no estaba esquilmado.

No haremos una minuciosa descripción de aquellas funciones; bastando decir respecto a la Encamisada, que fue lucidísima, componiéndola unas cincuenta personas, entre damas y caballeros de la ciudad, que representaban personajes de diferentes naciones. Los trajes de lamas de oro y plata, los rasos de diversos colores, las puntas de oro de Milán, los joyeles de esmeraldas, las piedras preciosas y las vistosas plumas, adornaban con profusión mantos, sayos, sombreros y cinturones. Cada caballero llevaba cinco o seis lacayos, con lujosas libreas, los cuales conducían gruesas hachas de cuatro pábilos. Los caballos y  sus jaeces correspondían al rico atavío de los amos. Precedía la brillante cabalgada multitud de indios vestidos con lujo, con cajas, clarines, atabales, trompetas, marimbas y otros instrumentos del país, y cerraban la marcha los mosqueteros y arcabuceros, con los cañones, o tiros como los llamaban entonces. Don Francisco de la Cueva vestía a la húngara, con peto dorado, mangas y calzón de encajes finos de celeste y plata sobre lama de oro, manto imperial de rengue verde con ramazón de oro sobre raso blanco y las vueltas de armiño con puntas volantes de plata. Montaba un magnífico overo de raza árabe, y la silla estaba bordada de oro sobre terciopelo carmesí.

Pero el que entre todos los caballeros llamaba particularmente la atención, más por su gallarda figura que por lo brillante del traje, era don Pedro de Portocarrero, que vestía de lama de plata y llevaba un sombrero de castor con penacho blanco y presilla de diamantes. Montaba un fogoso bridón azulejo y se hacía acompañar por ocho lacayos lujosamente ataviados.

La plaza estaba iluminada con teas, a cuya luz representó la Encamisada un coloquio de circunstancias, dispuesto por el canónigo Rodríguez, hombre de letras y de ingenio. El Adelantado, su esposa, su hija y las otras damas con el Obispo Marroquín, el juez Maldonado y los individuos del Ayuntamiento, vieron la representación desde la galería de las Casas consistoriales, en donde se había levantado un dosel de terciopelo carmesí con franjas de oro, ostentándose en la balaustrada el escudo de armas de la Ciudad, en medio de los del Adelantado y de su esposa. Los fuegos artificiales que se exhibieron en una de las noches, se componían de árboles, castillos y sierpes de pólvora.

Diremos ahora lo que era el juego del Estafermo, que tuvo lugar en una de las tardes destinadas a las fiestas. Llamábase Estafermo una figura de bastidor, representando un caballero armado, que llevaba en el brazo izquierdo un broquel y en el derecho, levantado y extendido, unas correas largas, cuyas puntas remataban en bolas de madera. La figura estaba colocada en un mástil, de modo que pudiese girar en torno. Los caballeros corrían y daban en el broquel con la lanza, lo cual hacía girar al Estafermo y sacudir las correas, que caían sobre el jinete, azotándolo con las bolas, si no excusaba  el golpe con la presteza de sus movimientos.

Luciéronse muchos de los caballeros en aquel entretenimiento, escapando ilesos de los golpes que sacudía el Estafermo. Portocarrero, entre otros, dio tan tremenda lanzada en el broquel de la figura, que a ser menos firme, habría dado con ella en tierra. El Estafermo sacudió sus disciplinas; mas cuando cayeron, ya el ligero don Pedro había evitado que su caballo apresurase la carrera. La multitud aplaudió el lance con gritos y palmadas, y el galante caballero saludó cortésmente, dirigiendo una mirada llena de expresión al balcón de las Casas consistoriales.

Después de la buena suerte ejecutada por tan diestro jinete, nadie se atrevía a correr un nuevo lance; cuando se desprendió del grupo de caballeros un hombre pequeño de cuerpo, agobiado con el peso de las armas. Era nuestro antiguo conocido el Veedor Gonzalo Ronquillo, que tuvo la desgraciada idea de rivalizar aquella tarde con Portocarrero. Enristró la lanza, afianzose bien en los estribos, y aguijando su tordo rodado, desde un extremo de la plaza, partió a todo escape, y llegando delante del Estafermo, hirió fuertemente el escudo con la lanza. La figura giró sobre su eje con velocidad, dando mil vueltas, las correas silbaron en el aire; Ronquillo quiso hacer volver ancas a su caballo con presteza; pero estuvo a punto de perder los estribos, y por afianzarse en el arzón, retardó su movimiento y sufrió una fuerte y repetida tunda de latigazos. Resonó la plaza con los silbidos, y el Veedor, bramando de coraje, saliose del palenque corrido y humillado. Desde aquel día, los burlones, que no querían bien al Veedor, lo bautizaron con el apodo de Estafermo.

Estaban tomadas las disposiciones para el torneo, con cuya función debían terminar las fiestas. Dividiéronse los justadores en dos cuadrillas, acaudillada la una por don Jorge de Alvarado, hermano del Gobernador, y la otra por don Pedro de Portocarrero. Nombráronse jueces del campo al licenciado don Francisco de la Cueva y al Tesorero real don Francisco de Castellanos. Señalose por Reina del torneo a la que por su clase y su belleza tenía derecho a aquella distinción, doña Leonor, la hija del Adelantado. Levantáronse en la espaciosa plaza tiendas de campaña, adornadas con gallardetes, para los mantenedores del campo, y conforme al uso común en esos casos, despositáronse las armas de los combatientes la noche víspera  de la función en la Catedral.

Permítanos ahora el lector que lo conduzcamos al gabinete del Veedor Ronquillo, donde se tenía una conversación que conviene escuchar, para haber de seguir el hilo de esta historia. A eso de las nueve de la noche, dos hombres conversaban con animación, aunque en voz baja; el mismo Veedor y el Tesorero Castellanos, hombre de torcidas intenciones, enemigo acérrimo del Adelantado y de Portocarrero su favorito.

-Estáis ya inscrito, como lo deseabais, dijo Castellanos, entre los caballeros que han de justar mañana en la cuadrilla de don Francisco de la Cueva. Ahora, deseo saber, don Gonzalo, en qué puedo serviros, y con qué objeto me habéis citado a esta plática reservada.

-Don Francisco, respondió Ronquillo, no ignoráis el odio que tengo a ese Portocarrero, hombre que ha suscitado el espíritu de las tinieblas para tormento mío. La aparente generosidad con que me salvó la vida en lo de Quezaltenango, no ha hecho más que acrecentar mi encono contra ese miserable. He meditado una venganza tan satisfactoria para mí, como humillante para mi enemigo; pretendo justar con él mañana en el torneo, y requiero vuestra ayuda.

-Justo es vuestro enojo, don Gonzalo, replicó el Tesorero, y estoy pronto a ayudaros en lo que deseareis; pero advertid que Portocarrero es hombre a quien no es fácil vencer en la lucha. Medid vuestros pasos, no sea que proporcionéis una nueva ventaja a nuestro común enemigo. El lance de la otra tarde...

-¡Vive Dios! Don Francisco, interrumpió irritado el Veedor, que no me recordéis lo del condenado Estafermo, porque soy capaz de perder el juicio. Aquello fue originado únicamente por la torpeza de mi caballo, os juro que el proyecto que he meditado, acabará, si me ayudáis, con la soberbia de ese hombre.

-Decid, pues, y contad conmigo.

-¿No están esta misma noche las armas de los combatientes depositadas en la Catedral? dijo el Veedor, bajando la voz.

-Sí, ¿y qué os importa eso?

-Más de lo que imagináis. ¿No me habéis dicho otra vez que el sacristán Reynosa, os debe grandes obligaciones?

-Ciertamente, como que por mi influencia fue nombrado  para el cargo, con el salario de sesenta pesos de oro de minas. ¿Y qué?

-Siendo así, Reynosa, no podrá negaros el favor de permitirnos que visitemos esta noche las armas, dijo Ronquillo.

-Probablemente no, contestó Castellanos.

-Pues entonces, vamos allá, sin pérdida de tiempo, y luego sabréis todo mi plan.

Tomaron ambos hidalgos capas y sombreros, y encaminándose por calles excusadas a la parte de atrás de la catedral, donde estaba situada la habitación del sacristán Reynosa, llamaron a la puerta. Salió éste e hizo entrar a los dos caballeros, que le manifestaron el deseo de ver las armas, por pura curiosidad. Pareció sencilla la solicitud al sacristán y permitioles la entrada a la capilla de la Veracruz, en donde estaban suspendidas armaduras, espadas y lanzas de los que habían de justar al siguiente día. Ronquillo se detuvo delante de una armadura pintada de azul, cuyo escudo tenía por empresa un sol iluminando una rosa a medio abrir, sobre la cual revoloteaba una abeja, e hizo disimuladamente una seña a Castellanos. Este llevó aparte a Reynosa, entreteniéndolo con la conversación, en tanto que el Veedor tomó el yelmo perteneciente a aquella armadura, y con un instrumento de hierro que llevaba oculto, hizo cierta operación en aquella pieza, volviendo a colocarla en el sitio en que estaba. Enseguida retiráronse los dos amigos, y al despedirse de Reynosa en la puerta de la calle, le recomendaron no hablase de aquella visita, pues las leyes de caballería prohibían el que se acercase persona alguna a las armas de los combatientes, para evitar hechicerías y maleficios.

Después, separáronse los dos hidalgos, diciendo Ronquillo a Castellanos, tomándole afectuosamente de la mano:

-Adiós, don Francisco, y acordaos de que si se suscita alguna contienda en el torneo, decidiréis en mi favor, como juez del campo.

-Contad con ello, por lo que a mí toca, dijo el Tesorero y, se retiró a su casa.

Ronquillo entró en la suya, saboreando ya de antemano la rastrera venganza que meditaba.

Enteramente ocupados en el asunto que traían entre manos, los dos hidalgos no advirtieron que desde su salida de la casa de Ronquillo, los había seguido con cautela un hombre embozado, que los vio entrar a la Iglesia,  y que oculto a la sombra de las elevadas paredes, pudo verlos salir y escuchó la recomendación de guardar el secreto de aquella visita que, al despedirse, hicieron a Reynosa. Ese embozado misterioso era Pedro Rodríguez, quien después de haber sorprendido aquella escena, visto que se separaron Ronquillo y Castellanos, y oído sus últimas palabras, se retiró a su casa pensativo.

El 4 Octubre de 1539, tuvo efecto el torneo, cuyo recuerdo se conservó aún algunos años después de la después de la primitiva ciudad de Guatemala. La plaza, vistosamente adornada, estaba llena de espectadores. Las familias principales ocupaban sitios preferentes bajo toldos de lienzo, adornados con colgaduras de damasco y el pueblo al aire libre, se apiñaba en confuso tropel: para presentar un ejercicio tan propio de aquellos tiempos, en que el valor y la destreza en el manejo de las armas eran el orgullo de los nobles y la admiración de las otras clases sociales.

Bajo el dosel de la galería del Cabildo, tomaron asiento el Adelantado y su familia, ocupando un sitio preferente doña Leonor, que vestía un traje de tela de plata, con manto de terciopelo encarnado, todo sembrado de pequeños carcaxes de oro; ceñida la frente con una diadema de brillantes. Colocaron a sus pies un taburete con un cojín de terciopelo, sobre el cual estaba la corona de oro, figurando dos ramas de laurel, destinada al vencedor. Al presentarse la hija del Adelantado, un murmullo de admiración se levantó en torno del palenque, sincero y expresivo homenaje rendido a la belleza de la Reina del torneo. Los jueces, armados de punta en blanco, recorrieron el campo, y dictaron sus últimas disposiciones. Los mantenedores aguardaban firmes en sus respectivos puestos. Descollaba la elevada estatura de Portocarrero, sobre cuya cimera ondeaba un penacho encarnado y blanco, y cuyo brazo izquierdo ceñía una banda de seda de iguales colores que eran los mismos del traje de doña Leonor, y los de la casa de Jicotencal, según el cronista Bernal Díaz. Cuando el escudero presentó el broquel a don Pedro, pudo verse la empresa, que consistía en una rosa mejicana medio abierta, bañada por los rayos del sol en su cenit, y una abeja revoloteando, como tímida y respetuosa, en torno de la flor. Leíanse en derredor de aquella alegoría, estos cuatro versos:

 

 

   Yo soy, la abeja,

 

 

 

vos sois la flor,

 

 

 

rosa temprana

 

 

 

que se abre al sol.

 

 

 

La profunda pasión de Portocarrero era un secreto para todos; así es que la generalidad no comprendió el verdadero significado de la empresa. Solamente la penetrante intuición del odio alcanzó, entre sombras, el sentido oculto de aquella pintura. Así fue que momentos después de haberse presentado en la liza Portocarrero, acercose Gonzalo Ronquillo a don Francisco de la Cueva, y le dijo al oído:

-Alto pica la abeja de Portocarrero.

-No, contestó don Francisco, procura libar una humilde rosa del campo, don Gonzalo.

-Rosa que brotó, replicó el maligno Veedor, en los jardines del Rey de Tlaxcala, bajo los poderosos rayos de Tonatiuh.

Aquellas palabras fueron una revelación para don Francisco, que mudó de color al escucharlas. La alegoría del sol, sobrenombre dado a su hermano político, y la de la rosa mejicana, le parecieron tan claras y atrevidas como antes las había creído sencillas e inocentes. Mantuvose un breve rato pensativo, y después, dominando su emoción cuanto le fue posible, se ocupó en los arreglos que tenía que hacer, siendo, como hemos dicho, de los jueces del campo.

Dispuesto ya todo, los heraldos publicaron el reto en nombre de los mantenedores; presentáronse muchos caballeros, y habiendo hecho señal los clarines, comenzó el combate. Al principio, la cuadrilla que acaudillaba Jorge de Alvarado llevaba la mejor parte de la pelea. El valeroso hermano del Adelantado rompió seis lanzas y había desmontado ya cuatro paladines de los de Portocarrero. Muchos de los caballeros se lucieron en aquella justa, por su destreza y fuerza de su brazo. Pedro González Nájera, el valiente Capitán que años antes atravesó por enmedio de un numeroso ejército enemigo para llevar un mensaje a don Pedro, hizo aquel día prodigios con la lanza, combatiendo al lado de don Jorge. Juan de Alvarado, hermano de don Pedro, Gonzalo de Ovalle, Gaspar Arias Dávila, Antonio de Salazar, Hernando de Chaves, de quien descendía el cronista Fuentes, Sancho de Baraona,  Bartolomé Becerra, Gaspar de Polanco, Pedro de Cueto y otros muchos caballeros lidiaron en el torneo, ya con el uno ya con el otro de los dos caudillos. Portocarrero, que no había tomado al principio una parte muy activa en el combate, viendo a los suyos casi vencidos ya y descorazonados, adelantose enmedio de la plaza, y después de haber cambiado una mirada con doña Leonor, que no pasó desapercibida del celoso hermano de doña Beatriz, empeñose en reñido combate con los paladines del bando contrario. A poco rato, había roto seis lanzas y desmontado otros tantos campeones; con lo que ayudado de los suyos que cobraron nuevo brío, quedó al fin dueño del campo. Iba a proclamársele vencedor por los jueces, cuando se presentó un heraldo retando a singular combate a don Pedro de Portocarrero, en nombre de un caballero de la cuadrilla de don Jorge, que reservaba el dar su nombre para después de la pelea. Aceptó en el acto el buen caballero, y la atención general quedó suspensa, esperando a ver quien fuese el temerario que desafiaba a tan temible campeón. Creció el pasmo de la concurrencia cuando se presentó en la arena un paladín de pequeña estatura con la visera calada, y encorvado bajo la armadura.

-No sufrirá el primer bote de lanza de Portocarrero, decía uno.

-Vamos a verlo volar como una pluma por el aire, decía otro.

-A no ser que tenga pacto con el diablo, agregaba un tercero, ese hombrecillo va a caer maltrecho enmedio de la arena.

Mientras tanto el desconocido paladín tomaba sus disposiciones, y recibía de manos de sus escuderos la lanza y el escudo sin empresa alguna.

Los jueces midieron el campo, y dada la señal, partieron al mismo tiempo ambos jinetes, encontrándose a la mitad de la carrera. Don Pedro dirigió la punta de su lanza al peto de su rival, que vaciló sobre la silla y estuvo a punto de caer bajo tan formidable golpe. El desconocido enderezó el hierro al yelmo de don Pedro, y con el choque, hizo se desprendiese la visera, que cayó, dejando descubierto el rostro del caballero. Entonces, con un movimiento rápido como el relámpago, el desconocido arrojó su lanza con fuerza y la acerada punta hirió en la frente al noble Portocarrero, cuya sangre corrió a borbotones.  Un grito de