Historia de un Pepe - José Milla y Vidaurre - E-Book

Historia de un Pepe E-Book

José Milla y Vidaurre

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Historia de un Pepe es la novela en donde José Milla y Vidaurre se aleja del pasado colonial y se sitúa plenamente en el tiempo que le tocó vivir, para incursionar, como en sus Cuadros de costumbres, en las realidades, íntimas y sociales, de una ciudad de Guatemala que marca profundamente el destino de un personaje siempre en la búsqueda de sus orígenes. "Dramas de medianoche en una ciudad oscura y desierta", dice de esta novela Ramón A. Salazar. Ciudad en donde cuchilleros y bandidos se reúnen de madrugada en el cementerio, rodeados de fantasmas y zozobras. Novela en donde Milla se desprende del romanticismo que marca sus primeras obras, para incursionar en un realismo espectral que desata pasiones encontradas en los personajes. Como en el caso de Gabriel, un niño abandonado y acogido por una importante familia, más tarde joven cadete envuelto en historias sentimentales que lo atormentan, que debe cumplir la misión de perseguir a su verdadero padre: el legendario bandolero "Pie de Lana". Luis Aceituno

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Ähnliche


historiade un pepe

José Milla

(Salomé Jil)

Segunda edición 2022

ISBN: 978-9929-562-99-8

Colección José Milla

Director de colección

Luis Aceituno

Cuidado de la edición

Luisa Fernanda Bran Alegría

Ilustración de portada

Oscar Soacha

Diseño de interiores

Humberto Maravilla

Coordinación de diseño

Manolo E. Recinos

Gerente de producción editorial

Daniel Caciá

Directora

Irene Piedrasanta

© 2022 Editorial Piedrasanta

Gare de Creación, S. A.

5.ª calle 7-55 zona 1 Guatemala Ciudad.

PBX: (502) 2422-7676

5966-1372

www.piedrasanta.com

Prohibida la reproducción parcial o total de este libro por cualquier método digital, fotográfico y fotomecánico sin la autorización de Editorial Piedrasanta.

Prólogo

Luisa Fernanda Bran Alegría

Las novelas de Milla son capaces, aún ahora, de presentarnos escenarios interesantes, personajes misteriosos e historias llenas de aventura, intriga y romance. José Milla se nos presenta comúnmente como un autor de libros demasiado alejados en el tiempo, pero lo cierto es que sus historias logran trascender los años que nos dividen. Seguramente, sus lectores se sorprenderían al ver lo vigentes que siguen siendo muchos de los acontecimientos narrados, el parecido de la sociedad del siglo XIX con la nuestra en el siglo XXI y la habilidad de Milla, como contador de historias, para mantener vivo nuestro interés, hasta el final.

José Milla y Vidaurre

José Milla, también conocido como «Pepe Milla», nació en Guatemala el 4 de agosto de 1822 y falleció el 30 de septiembre de 1882. Desde muy joven se dio a conocer como escritor e historiador. Presenció mucho del dilema político que causó la reciente independencia de Guatemala, por aquella época, y sin pertenecer por completo a un bando, adquirió fama de conservador.

Luego de sus primeros estudios ingresó a la facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos, sin embargo, abandonó la carrera para dedicarse a lo que era su verdadera vocación: la literatura. A medida que esto sucedía Milla también comenzó a darse a conocer en la política, pues ocupó varios puestos en el gobierno conservador de Rafael Carrera. Al caer el gobierno conservador e iniciar el liberal, Milla decidió viajar por Europa y Estados Unidos, pues el nuevo régimen lo veía con desconfianza.

Milla es conocido por sus novelas históricas, la mayoría de ellas ambientadas en la Guatemala colonial. El autor también destacó por sus obras de carácter costumbrista, sobre todo por sus cuadros de costumbres publicados en el periódico y firmados con el pseudónimo «Salomé Jil». Estas historias le valieron para ser reconocido como el primer escritor de novela histórica en Centroamérica durante el siglo XIX y un excelente redactor de cuadros de costumbres.

Corrientes literarias de la época

El siglo XIX fue una época de cambios constantes en el ámbito literario. Las corrientes literarias que proliferaron fueron: romanticismo, naturalismo, realismo y modernismo. La obra literaria de Milla se vio altamente influenciada por algunas de estas corrientes y esto ayudó a que adquiriera características únicas.

El romanticismo fue una corriente literaria que surgió a finales del siglo XVIII y abarcó hasta mediados del siglo XIX, se trata de un movimiento importante para la proliferación de la novela en sus tres clases: histórica, sentimental y social. Algunas de sus características más importantes son:

• Exaltación del yo

• Subjetivismo (sentimientos sobre la razón)

• Idealización de personajes y ambientes

• Escenarios misteriosos y lúgubres

• La naturaleza como recurso

• Hechos mortuorios

• Situaciones extremas que crean un tono melodramático

• Amores imposibles o frustrados

Muchas de estas características podemos encontrarlas en las novelas de Milla. En cuanto a la novela histórica, principal subgénero literario adoptado por el escritor, es importante recalcar que se trata de una narración de hechos reales, que sucedieron en un pasado no tan próximo al autor. La característica principal de este subgénero es que debe ser capaz de combinar realidad y ficción, pero sin alterar significativamente los hechos. Para esto Milla utiliza el recurso romántico, pues narra los hechos tal y como sucedieron, pero dota a los personajes de misterio y melodrama para despertar el interés de los lectores.

La segunda mitad del siglo XIX es una época confusa para la literatura. En este momento surgen varias corrientes literarias de forma simultánea, dos de ellas son: naturalismo y realismo. La diferencia entre una y otra puede resultar difusa para ciertos lectores y esto se debe a que muchos escritores combinaron las características de ambas corrientes en una misma obra.

Con el naturalismo y el realismo alcanza su punto máximo la novela costumbrista y los cuadros de costumbres, los cuales buscaban retratar la realidad de forma objetiva. Con estas corrientes surge la doctrina positivista (se basa en la experimentación y los hallazgos verdaderos y comprobables) y la determinista (propone que la realidad está condicionada por el estatus sociocultural de cada individuo, por lo que no es posible cambiarla), presentes, también, en muchas obras de Milla:

Si en vez de apasionarte —continuó doña Catalina—, de una mujer llena de cualidades, si quieres, pero altiva y desdeñosa, hubieses entregado tu corazón a otra, modesta, sencilla, buena que no buscara en ti el brillo de un apellido ilustre, sino tus prendas personales, hoy que has perdido todo aquello que era en ti ajenoy prestado, te querría lo mismo que antes, o más que antes tal vez… (Cap. XXXII)

Historia de un pepe

Historia de un pepe es la última novela de Milla en publicarse. De todas sus novelas históricas (La hija del adelantado, El visitador, Los nazarenos, Memorias de un abogado) esta es la que se ambienta en una época más cercana a la que vivió el autor, pues se sitúa entre los años de 1792 a 1840.

La historia principal de la novela se centra en la vida de Gabriel Fernández, protagonista al que hace alusión el título del libro. Sin embargo, Milla mezcla y entreteje subtramas que dotan a la historia de realismo, por la construcción de los personajes secundarios; e intriga, por la interacción de estos personajes entre sí y sobre todo con el protagonista.

A medida que se avanza en la lectura se van descubriendo pequeñas historias que ayudan a comprender la historia principal. El autor utiliza las relaciones de anacronía en su relato colocando saltos de tiempo al pasado (flashbacks) para ir desenredando la intriga.

Algo que se debe recalcar es que nos encontramos ante una narración en donde el narrador es omnisciente y va contándole al lector ciertas cosas que el protagonista aún no descubre e incrementa el interés por saber cómo resultará todo cuando él se entere de estos secretos. De esta forma, Milla interactúa con sus lectores, transmitiendo como en confidencia todo lo que sabe de la historia e incluso dando pistas de lo que podría suceder, despertando así la imaginación de quienes lo leen:

El que había dirigido la operación, pasó a la banda del frente, abrió la puerta de una casa, que, como nuestros lectores habrán sospechado quizá, era la contigua a la del escribano don Ramón Martínez de Pedrera, y entró. (Cap. XIX)

En Historia de un pepe Milla refleja una sociedad dividida por las clases sociales y las ideas de los colonizadores. Nos encontramos ante una narración que plantea y critica los problemas de una nación que está a punto de independizarse. Establece situaciones desfavorables como: la pobreza, enfermedades incurables, alcoholismo, venganza, materialismo, delincuencia, entre otras; pero al mismo tiempo da una luz de esperanza con personajes altruistas, honestos, sinceros y honorables.

La novela completa se embarca en una lucha entre el bien y el mal, e incluso el mismo protagonista vive esta lucha de manera interna. De esta forma los personajes de Milla se presentan como humanos capaces de cometer errores, pero también de protagonizar bondades. A diferencia de otras novelas de Milla, en Historia de un pepe si logran verse los matices característicos de la condición humana, por lo tanto, no encontramos personajes completamente buenos ni completamente malos:

Montejo vio crecer al joven pepe de la familia de Fernández, y poco a poco fue naciendo y desarrollándose en su alma insensible y fría un sentimiento de afecto que no había experimentado por nadie. El bandido era al fin un hombre y la voz de la naturaleza se hizo oír en aquel corazón empedernido. (Cap. XXV)

Al estar ambientada en la Guatemala del siglo XIX, Milla busca transportar al lector a la época a través del lenguaje y las costumbres. Por eso podemos decir que nos encontramos ante una novela histórico-costumbrista. En cuanto al lenguaje, el autor utiliza la jerga para marcar la diferencia entre clases sociales e incluye muchos guatemaltequismos que le dan a la historia mayor aceptación por la facilidad de entendimiento que propone. En cuanto a las costumbres, retrata personajes con las típicas características de un “chapín”, esto ayuda a que el lector se familiarice y se identifique con la lectura.

Se cree que Historia de un pepe se basa en un hecho que dio mucho de qué hablar en la nueva ciudad de Guatemala de finales del siglo XVIII. Un suceso que tuvo lugar en el año 1794, cuando fue dejada en el umbral de la puerta de calle de la familia Gálvez, una pequeña canasta en la cual se encontraba un bebé recién nacido. La casa en donde fue dejado aquel pequeño era la del matrimonio Goyena y Gálvez: el coronel del ejército, Manuel Fadrique y Goyena, y su esposa, Gertrudis Gálvez; pareja muy querida y respetada entonces y quienes de inmediato adoptaron al niño. Nunca se supo quiénes eran los progenitores de aquel “Pepe” que recibió el nombre de Mariano Gálvez. Con el tiempo, este niño resultó ser uno de los grandes hombres de la época y la historia lo señala como un auténtico patriota que llegó a ser jefe de estado en Guatemala. El gobierno de Mariano Gálvez finalizó justo en la fecha en la que se sitúa el final del último capítulo de esta novela.

Referencias bibliográficas

Se sugiere la lectura de la siguiente bibliografía para ampliar más los conocimientos de la novela histórica, los elementos de la narración y la escritura de Pepe Milla.

• Albizurez Palma, F. (1982). Vida y obra de José Milla. José de Pineda Ibarra.

• Lukács, G. (1966). La novela histórica (1.a ed.). Ediciones Era S.A.

• Spang, K., Arellano, I., & Mata, C. (1995). La novela histórica. Teoría y comentarios (1.a ed.). Ediciones Universidad de Navarra S.A. (EUNSA). https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/23642/1/1995_Mata_RetrospectivaEvolucionNovelaHistorica.pdf

Capítulo I Una desconocida a quien sigue un desconocido

Personas a quienes conocimos ancianas ya y que duermen hoy el sueño eterno debajo de la tierra, nos contaban que los últimos días de diciembre de 1792 fueron extraordinariamente fríos, y el 28 del mes aún más destemplado que los otros.

Como en aquellos tiempos no se hacían observaciones meteorológicas, nuestros lectores tienen que conformarse con el dicho de los viejos, de quienes tuvimos nosotros la noticia, y creer, sobre su palabra, que el día de los Inocentes de 1792 faltó muy poco para que se cubrieran de escarcha todos los tejados de esta capital.

Bien sabido es, además, que en aquella época la novísima ciudad de Guatemala no contaba por las noches con otro alumbrado que el que proporcionaban generosamente a la tierra las estrellas del cielo y el de la luz mortecina que despedían, en una u otra calle, las candilejas encerradas en algunos nada limpios faroles, colgados delante de los nichos de los santos.

La ciudad parecía, pues, un vasto panteón, donde no se veía criatura viviente, ni se oía otro rumor que el que formaba el cierzo helado que hacía retemblar los cristales de las ventanas.

En el centro mismo de aquel cementerio de vivos había otro de muertos, el de la parroquia del Sagrario, que ocupaba el sitio donde se levanta hoy el mercado central. ¡Extrañas vicisitudes las de las cosas de este mundo! Aún no hace cincuenta años la manzana que cae al oriente de la catedral era un lugar destinado a guardar los despojos de la muerte. Un día se notificó a los difuntos la orden de desocupar el campo y las blancas osamentas tomaron, en silencio, el camino de San Juan de Dios. Aún nos parece que vemos desfilar por las calles la fúnebre procesión.

Hoy ocupa el antiguo palacio de la muerte todo cuanto puede contribuir a mantener la vida. ¡Qué bullicio! ¡qué algazara! ¡qué animación! Cuando solemos atravesar el mercado, abriéndonos paso con dificultad a través de los promontorios de vendimias y entre la apilada muchedumbre de los expendedores, nos asalta la idea de que sería un espectáculo curioso el que se ofrecería a aquella multitud si se presentaran de repente los antiguos propietarios del local, reivindicando el sitio de que se les despojó sin oírlos.

Perdonad, lectores, la digresión, y volvamos al año 1792, en que no había, en la plazuela del Sagrario, mercado sino cementerio.

A las dos de la mañana del día 28 de diciembre se deslizaba una figura blanca pegada a la pared exterior del panteón. Avanzaba lentamente y como con temor, tanto que necesitó emplear más de un cuarto de hora para andar las cien varas que hay desde la esquina noroeste a la sureste de la plaza. Es decir, que aquella figura humana venía de la calle de Santa Teresa hacia la parte central de la población. No obstante la lentitud con que caminaba, podía advertirse que era joven, y el traje que vestía revelaba una mujer de lo que se llamaba entonces clase media. Cubríale la cabeza y la mitad del cuerpo un gran paño blanco (probablemente una colcha), y parecía llevar en los brazos algún objeto que le interesaba mucho resguardar del frío, pues procuraba cubrirlo con el mayor esmero.

Por desgracia no asomó en aquel momento, por la calle que seguía la desconocida, ni el mayor de plaza con su patrulla, ni un vecino cualquiera a quien alguna gravísima necesidad hiciese aventurarse, a aquella hora y con el frío intenso que hacía, por las inmediaciones del cementerio. Si alguno la hubiera visto, la habría tomado por alma de la otra vida y tendríamos hoy una leyenda poética que podríamos aprovechar, en vez de tener que limitarnos a ser fieles narradores de los hechos prosaicos de la vida real. Al llegar a la esquina sudeste del cementerio, la mujer se detuvo y fue a arrodillarse delante de una imagen de la Virgen de Dolores que ocupaba un nicho en el ángulo que hacían las paredes de una casa que enfrentaba con el panteón. La luz de la lámpara iluminó de lleno el rostro de la desconocida. Estaba pálida como si hubiese sido un cadáver escapado del vecino recinto.

Lloraba y murmuraba palabras entrecortadas por los sollozos y que parecía se las arrancaba del fondo del alma. Aquella pobre joven debía estar abrumada bajo el peso de uno de esos dolores que se experimentan en la vida de tarde en tarde; pero que en pocas horas nos hacen avanzar años en el camino que conduce a la eternidad.

Se levantó con mucho trabajo, apoyando la mano izquierda en el guardacantón de la esquina y sosteniendo con el brazo derecho el objeto de su solícito cuidado. Continuó caminando lentamente, sin desviarse de las paredes de las casas, como buscando algún apoyo. Avanzó tres cuadras hacia el occidente y entrando en la parte habitada por las personas principales y más ricas de la ciudad, veía en las casas sin fijarse en ninguna, como si no las conociera. Se detuvo al fin delante de una de las más grandes y de mejor aspecto, y asió el pesado aldabón de bronce, que pendía de una máscara grotescamente cincelada. La mano de aquella pobre mujer estaba más fría que el metal.

Dominada, sin duda, por una sola idea, la desconocida no había advertido que iba siguiéndola, a unos cincuenta pasos de distancia, un hombre embozado en una gran capa que llevaba un sombrero de alas anchas que le cubría hasta los ojos. El embozado se detuvo mientras la mujer permaneció arrodillada frente a la imagen de la virgen; continuó siguiéndola y cuando ella se paró delante de la puerta de la casa, él apresuró el paso y procurando recatarse, se situó en el hueco de la puerta de una de las casas de enfrente.

Capítulo II Un regalo del Día de los Inocentes

La mujer sacudió el aldabón con toda la fuerza de que fue capaz y repitió otras dos veces los golpes, que resonaron en el interior de la casa. Los primeros que escucharon los aldabonazos fueron dos enormes perros que velaban en el corredor y cuyos aullidos penetrantes y prolongados, despertaron a la servidumbre y alborotaron a las mulas del coche que dormitaban en la caballeriza. El gato favorito de la señora que dormía en la cocina, al amor del rescoldo, se enderezó, erizó los pelos del espinazo y comenzó a maullar en tono lastimero, contemplando el concierto desapacible que formaron los ladridos de los perros, las coces de las bestias sobre el empedrado y los gritos de dependientes y criados que se levantaron y acudieron al zaguán, preguntando quién llamaba y qué se le ofrecía.

El caso era grave. Los aldabonazos redoblaban y nadie respondía a las voces de la servidumbre.

Después de una ligera discusión entre el amo de la casa, el señor don Fernando Fernández de Córdoba (según él aseguraba) y la señora su esposa, doña María Josefa de Alvarado y Guzmán, se resolvió que el caballero se levantara y fuera a ver lo que ocurría. Dícese, que pasó un cuarto de hora antes de que el señor Fernández atinara con el modo en que debía ponerse los calzones; pero él siempre sostuvo que no había sido por miedo, sino por la ira que le causó el que fueran a alborotarle la casa a semejantes horas. Buscó algún arma y no encontrando más que el espadín de parada que usaba cuando vestía el uniforme de regidor del Ayuntamiento, tuvo que conformarse con tan insignificante medio de defensa.

Luego que salió de su alcoba el que se decía descendiente del Gran Capitán, la señora saltó del lecho a medio vestir y echando mano a su devocionario, se arrodilló junto al candil que ardía en una ventanilla que comunicaba la pieza con la inmediata, y comenzó a rezar las letanías.

Sin saber bien por qué, doña María Josefa consideraba a su marido en un peligro más grave que el que había corrido su ilustre antepasado en la batalla de Ceriñola.

Don Fernando, que no las tenía todas consigo, hizo dos mil conjeturas, cada una de ellas a cuál más probable, sobre lo que podía motivar aquel extraordinario, inusitado y pavoroso acontecimiento. Lo único que no le pasó ni siquiera por la imaginación, fue lo que causaba en realidad el alboroto en que se puso la casa.

Don Fernando tenía dos dependientes españoles, dos criados criollos y un negro esclavo que manejaba el coche. Todos se armaron como pudieron antes de afrontar el peligro; siendo el más temible, en apariencia al menos, de los instrumentos bélicos de que echaron mano, una pistola de Eibar, medio descompuesta, que llevaba uno de los dependientes. Fernández de Córdoba, al frente de aquel improvisado pero decidido ejército, dio la orden de abrir y se colocó denodadamente... detrás de la puerta.

Quitó la llave el más viejo de los dos españoles, un vizcaíno mal encarado, que debía ser descendiente del que peleó con don Quijote. Sacó la cabeza, vio, escuchó; pero todo fue inútil. No se divisaba alma viviente, ni se oía más ruido que el del viento que silbaba en la desierta y silenciosa calle. Iban a retirarse todos, cuando uno de los criados observó que había alguna cosa delante de la puerta. Recogió el objeto, vio que era un cestillo cubierto con un lienzo blanco, y habiéndolo levantado por orden de Fernández, se ofreció a la vista de este y de los que lo acompañaban, un niño profundamente dormido.

El descendiente del Gran Capitán, que había recobrado su serenidad cuando se convenció de que no se presentaban enemigos con quienes combatir, experimentó, al ver el contenido del cestillo, un sentimiento mezclado de impaciencia, de asombro y de espanto, como nos sucede de ordinario, cuando sobreviene un acontecimiento que a lo imprevisto agrega lo desagradable.

—¿Cuántos tenemos? —preguntó con cólera al vizcaíno, que dilató desmesuradamente las pupilas al oír la extraña pregunta del patrón.

—Yo creer que ninguno —contestó en mal castellano el bueno del vascongado—. Hacer siete años que vos con doña Josefa casar y hasta ahora hijo no haber dado Dios.

—¡Animal! —gritó don Fernando, blandiendo el espadín sobre la cabeza del vizcaíno—; no es eso lo que pregunto sino cuántos del mes tenemos hoy.

—Eso ser según la hora —contestó el dependiente sin alterarse—. Si noche de miércoles ser todavía, a 27 estar, si madrugada del jueves, a 28.

—A 28, eso es; lo que pensaba —dijo don Fernando—. ¡Día de Inocentes! La broma es un poco pesada y no seré yo el majadero que la aguante. Pon ese canasto donde estaba —añadió, dirigiéndose al criado que lo tenía— y cierra la puerta.

Capítulo III Primeros años de la vida del pepe. Cambio completo en su situación

Los dos dependientes y los tres criados de Fernández se veían unos a otros, espantados y sin atreverse a ejecutar la orden cruel que acababa de darles su amo, de dejar a aquel pobre niño abandonado y a la intemperie. Después de un momento de silencio, el vizcaíno, tomó el cestillo de manos del criado y exclamó:

—Eso no; criatura desamparada no morir de frío donde hidalgo vizcaíno estar. Mañana mujer nodriza buscar y de mi sueldo pagar, si fuere menester.

Dicho esto, y sin atender a los votos y reniegos de don Fernando, se entró con el niño, que en aquel momento despertó y rompió a llorar. Lo oyó doña Josefa y tomando el candil, salió a ver lo que ocurría.

Informada del extraordinario acontecimiento, quiso ver al expósito, le pareció muy lindo y exclamó enternecida:

—Tiene razón Vericoechea (así se llamaba el vizcaíno), sería una iniquidad dejar en la calle a esta pobre criatura con el tiempo que hace. Que vayan Blas y Carlos (el negro cochero y un criado), a Jocotenango en busca de una chichigua. Ofrézcanle lo que pida, que venga ahora mismo y mañana se dispondrá lo que convenga.

El ilustre vástago de los Fernández de Córdoba, a pesar de tener muy bien sentada y merecida reputación de testarudo y atrabiliario, no acostumbraba a replicar cuando “mi Pepa”, como él llamaba a la señora, expedía una orden categórica. Envainó el espadín, lanzó una mirada furiosa a don Martín de Vericoechea, a quien culpaba, y no sin razón, del engorro que se le venía encima, y dejando a la dama que hiciera su voluntad, como sucedía siempre, se metió en su aposento, murmurando entre dientes:

—Con razón dicen que a quien Dios no le dio hijos, el diablo le da cosijos.

El vizcaíno, sin hacer el menor caso a los refunfuños de su patrón, llamó al otro dependiente y a los criados, y colocándose en medio de ellos, sin decir una sola palabra, con un gesto expresivo, puso el índice de su mano izquierda sobre sus labios y dio con el pulgar y el del corazón de la derecha, ese ligero chasquido que sirve para expresar orden de marcha. Acostumbrados a la pantomima del cajero mayor, que sin duda por hábito de ahorrar economizaba hasta las palabras, dependiente y criados comprendieron que se les mandaba, bajo pena de expulsión, guardar profundo secreto sobre aquella extraña aventura.

Entretanto, la desdichada que acababa de abandonar a su hijo a la puerta de una casa que le era absolutamente desconocida, regresó por las mismas calles que había seguido a la ventura. Al pasar otra vez delante del cementerio del Sagrario, sintió como si el frío de la noche corriera por sus venas. La idea de que quizá al siguiente día el cadáver del que había llevado en su seno iría a dormir el sueño eterno en el sitio destinado a los párvulos en aquel panteón, la helaba de terror.

Aquella consideración hizo lugar pronto en el espíritu de la desventurada madre a otra reflexión no menos desgarradora.

—¿Y qué importa la muerte? —murmuró con voz entrecortada por los sollozos—. ¿Sé acaso dónde lo he dejado? Esa separación entre los dos, que comienza hoy para terminar más allá de este mundo, ¿no es, por ventura, lo mismo que la muerte?

No dijo más. Quiso apresurar el paso; pero le faltaron las fuerzas y cayó sin sentido. Entonces el embozado, que continuaba siguiéndola, se acercó a ella, se inclinó hasta pegar su rostro con el de la mujer y advirtiendo que aún respiraba, se levantó y dio un silbido agudo y prolongado, que repitió el eco lejano de las desiertas calles.

No tardaron en aparecer, como si hubiesen brotado de las paredes del cementerio, cuatro hombres embozados en grandes chamarras, que se colocaron en fila delante del desconocido, sin decir palabra. Les habló este en voz baja; entonces ellos tomaron en brazos a la mujer y, siguiendo la calle del costado de Santa Teresa, llegaron delante de una casa de pobre apariencia situada a media cuadra del Potrero de Corona, y llamando dos veces a la puerta, pusieron en la grada aquel cuerpo casi inanimado y se alejaron.

El secreto de lo sucedido, en la casa de Fernández la noche del 28 de diciembre de 1792, fue religiosamente guardado por los testigos del acontecimiento. Y, sin embargo, hubo un rumor, aunque muy vago y que no se generalizó, de que aquel niño no era hijo de don Fernando y de su esposa. Las imaginaciones fecundas dieron rienda suelta a las conjeturas, y el chico vino a ser para algunos de los vecinos el fruto clandestino de un desliz del amo de la casa. El despego que, según se sabía, le mostraba Fernández, no era más, decían, que artificio y disimulo, y todos convenían en que el muchacho era el vivo trasunto de su padre. Más aún. Cuando José Gabriel (ese fue el nombre que le dieron), iba avanzando en edad, se generalizó la opinión de que era idéntico al retrato del Gran Capitán que corría en un tomo de la Historia de Mariana. Digan lo que quieran, para eso de encontrar semejanzas nadie nos gana.

Preciso es confesar, sin embargo, que si aquel adolescente no descendía del héroe español, iba sacando facciones que sin formar un conjunto perfecto, constituían un rostro interesante, entre serio y grave, como suponemos debió de ser el del guerrero tan célebre por sus hazañas como por sus respuestas picantes e ingeniosas.

Un día, cuando contaba ya Gabriel ocho años de edad llegó a su casa, lloroso y amostazado, y arrojándose en brazos de su cariñosa madre le refirió que al salir de la escuela se había entablado una riña entre él y uno de sus compañeros; y que habiendo este quedado vencido, le gritó como burla: pepe, pepe.

—¿Por qué me habrá llamado así? —preguntó el niño candorosamente.

—Pues es muy claro —contestó la señora—. Porque uno de tus nombres es José, y a los que se llaman así les dicen Pepes.

Sin quedar enteramente satisfecho con la explicación, el niño no concibió la menor sospecha sobre el significado de la palabra que le habían arrojado como un insulto, y continuó considerándose, como era natural, hijo de los que pasaban en el mundo por padres suyos1.

Aquel día fue el último en que el hijo adoptivo de don Fernando Fernández y de su esposa, concurrió a la escuela pública. Informada del caso la señora, reunió un consejo de familia, compuesto de ella misma, de su marido y del vizcaíno Vericoechea. Don Fernando dijo con muestras visibles de mal humor, que a él le importaba muy poco que le llamaran al mozo como les diera la gana. Habló en seguida el vizcaíno que, en mal castellano, pero con muy buen sentido, opinó que Gabriel no volviera a la escuela, ofreciéndose a ser en adelante su único preceptor.

Doña María Josefa aceptó la propuesta de mil amores y como el programa de estudios de aquel futuro grande hombre se componía de lectura, escritura, doctrina cristiana y las cuatro primeras reglas de la aritmética, se consideró que estas materias no eran superiores a los conocimientos científicos del vizcaíno, que desde aquel día agregó a su oficio de primer cajero las funciones importantes de pedagogo de Gabriel.

Creció este y llegó a los catorce años siendo el ídolo de la que pasaba por ser su madre, cuyo entrañable amor le compensaba el desvío con que lo veía don Fernando; quien, como suele decirse, no tragaba al pobre pepe. Aquel hombre duro y atrabiliario, como no tenía hijos, rabiaba de que otros los tuvieran, y agriándosele cada día más el carácter con la edad, había acabado por odiar a los niños. Solo la costumbre inveterada, que tenía de no contrariar en nada la voluntad de su mujer, hacía que aguantara a aquel intruso en su casa.

Doña Josefa se veía en el pepe y lo amaba más tal vez que si hubiera sido su propio hijo. ¿Por qué la misma causa produce con frecuencia efectos enteramente contrarios en el hombre y en la mujer?

La buena de la señora hacía cuanto le era dable para echar a perder el carácter de aquel pobre muchacho, procurando que concibiera la más aventajada idea de sí mismo. Creció Gabrielito oyendo a su mamá, a los criados y a los amigos de la casa decir que era el niño más lindo, más gracioso y más vivo de la ciudad. Pero, sobre todo, en lo que más puso empeño la imprudente señora fue en urdirle la más elevada idea de la importancia de su familia y de la nobleza, casi augusta, de su origen. Y lo más curioso del caso es que acabó por decir eso con la mayor buena fe. El amor cegaba de tal modo a la pobre señora, que creía real y verdaderamente que aquel niño, en quien veía un conjunto de perfecciones, no podía ser hijo de un cualquiera.

Por fortuna estas preocupaciones entraron en el alma impresionable del pepe, acompañadas de algunos sentimientos enérgicos y varoniles que el vizcaíno, a pesar de sus pocos alcances, supo inspirar a su pupilo. Desgraciadamente, este hombre honrado no pudo contemplar su obra, pues cuando Gabriel cumplía los quince años, un violento tabardillo puso término a la vida útil y laboriosa de aquel buen español. La semilla quedaba, sin embargo, y debía fructificar, andando el tiempo.

Las lágrimas que derramó Gabriel sobre la tumba de su sencillo y bondadoso preceptor fueron las primeras que le arrancó un dolor moral; pero ¡ay! debían ser seguidas muy de cerca por otras aún más abundantes y amargas.

A los pocos meses tuvo lugar un acontecimiento que iba a influir de una manera decisiva en la vida del expósito. Una enfermedad repentina arrebató a doña Josefa, sin darle tiempo de asegurar, como tenía propósito de hacerlo, la suerte de su hijo adoptivo. Se había propuesto disponer en su favor de la mitad de los gananciales que le correspondía en el caudal de su marido, pero sintiéndose en buena salud y no de edad avanzada, fue aplazando de día en día el poner en obra aquella determinación.

Encontrose, pues, el expósito cuando iba a cumplir diecisiete años, solo y frente a frente con el hombre cuyo apellido llevaba, a quien creía su padre y cuyos sentimientos hacia él, no le eran desconocidos.

Pasados los días de riguroso duelo, don Fernando tomó la resolución de arreglar sus negocios y trasladarse a España. Estaba rico, no debía nada a nadie, y a él le debían muy poco; no tenía ya afección alguna que lo ligara al país; era, pues, natural que prefiriera volver a su tierra nativa donde le quedaban aún algunos deudos.

Comenzó a tomar disposiciones para llevar a cabo su propósito. Por fortuna se le facilitó la propuesta que le hizo la casa de Agüero y Urdaneche, una de las más importantes de la capital, de comprarle las existencias que tenía de la casa de habitación y hasta los muebles. Una sola conferencia entre Fernández y don Andrés de Urdaneche fue suficiente para que aquellos dos hombres prácticos y versados en los negocios arreglaran el contrato. El día que se firmó la escritura, luego que se retiraron el escribano y los testigos, don Fernando dijo a don Andrés que tenía que hablarle de un asunto grave, aunque nada tenía que hacer con los intereses.

Don Andrés frunció las cejas y contestó algo bruscamente a Fernández que en el escritorio de la casa comercial de Agüero y Urdaneche no debía pronunciarse una sola palabra que no fuese de negocios. Citó, pues, a Fernández para aquella misma noche, a las siete, en su casa de habitación, y sin decir más, abrió el libro Mayor y se puso a escribir como si nadie estuviera delante.

Fernández, que tenía sin duda que solicitar un servicio de aquel hombre extraño, cuyo carácter le era, por lo demás, bien conocido, no insistió y acudió a la cita a la hora señalada. Encerrándose en el gabinete de don Andrés, conferenciaron cerca de una hora y al despedirse, don Fernando puso en manos de Urdaneche un pliego cerrado y sellado con sus armas.

Gabriel veía con asombro en su casa preparativos de viaje; oía decir a los criados que el amo se marchaba y no acertaba a adivinar lo que dispondría hacer de él. Don Fernando no había dirigido la palabra al pobre niño más que unas tres o cuatro veces desde la muerte de doña María Josefa, y eso en términos bastante claros. Llamábalo holgazán, inútil y vanidoso, y moviendo la cabeza con misterio, le pronosticaba que había de acabar muy mal. Gabriel no había conocido más padre que el suyo y creía que todos eran como don Fernando, y las madres todas como doña Josefa. Aunque sensible, pues, a tanto desapego, no le extrañaba, mediante aquella candorosa convicción.

Llegó el día en que Fernández iba a salir de la ciudad con dirección a Trujillo, donde se embarcaría en un galeón que debía hacerse a la vela para Cádiz. Los arrieros cargaban las mulas; los criados y criadas presenciaban con indiferencia la partida de su amo, que no había sabido hacerse amar por ellos, y el infeliz Gabriel, apoyado en uno de los pilares del corredor, con un nudo en la garganta y los ojos medio inundados de lágrimas, seguía con inquietud aquellos preparativos. Veía a su padre próximo a partir sin él, y no sabía cuál sería su suerte.

Dadas las últimas disposiciones y luego que don Fernando hubo repetido a la servidumbre la orden de cerrar la casa y entregar las llaves a los nuevos propietarios, sacó una bolsa que parecía contener algún dinero y dándosela al criado más anciano, le dijo señalándole a Gabriel:

—Luego que yo me vaya, lleva a ese niño a donde pueda aprender algún oficio con que gane su vida como la ganamos todos. Ese dinero bastará para los primeros gastos. Pero ten entendido —añadió, dirigiéndose al joven—, que nada, absolutamente nada más, tienes ya que esperar de mí.

Dicho esto, montó en la mula y salió, seguido de dos mozos, también montados, que lo acompañarían hasta Trujillo.

Viendo alejarse al que creía su padre, Gabriel experimentó un sentimiento extraño, en que una cierta satisfacción se mezclaba con el más vivo dolor. La partida de aquel hombre duro y cruel aliviaba su alma de un gran peso, por una parte, y por la otra le desgarraba el corazón aquella indiferencia y la idea del abandono en que quedaba.

El anciano contó el dinero que contenía la bolsa.

—Son —dijo— cincuenta duros. Con esto habrá para algún tiempo. Dígame usted ¿qué oficio quiere aprender?

—Ninguno —contestó Gabriel—. Me moriré de hambre antes de hacer uso de ese dinero.

—Vea usted —replicó el criado—, que eso de dejarse morir de hambre, es más fácil decirlo que hacerlo. Si usted no recibe lo que le dejó el amo, no sé qué hará.

Sin aguardar contestación comenzó el sirviente a cerrar las puertas. Gabriel dirigió una mirada de despedida al cuarto donde había muerto su madre, y enjugó una lágrima que se desprendía de su párpado. Oyendo que el criado, después de haber cerrado, una tras otra todas las puertas, sonaba el manojo de llaves, como para indicarle que era tiempo de salir, dijo con entereza:

—Vamos —y se encaminó a la puerta.

Capítulo IVUn protector misterioso

Salió Gabriel de aquella casa donde había vivido desde la noche en que vino al mundo, y a la que no volvería jamás, y se paró en la esquina, sin saber a dónde ir ni qué partido tomar. Estando en aquella perplejidad, se le acercó un hombre que llegaba con paso apresurado, y preguntándole si era el niño Gabriel Fernández, a su respuesta afirmativa le entregó una esquela cerrada en forma de triángulo, como se acostumbraba a hacerlo entonces con las que se dirigían de un punto a otro de la ciudad, abriola Gabriel y leyó lo siguiente:

Venga usted a verme sin pérdida de momento. Tengo que comunicarle algo que le interesa.

Andrés de Urdaneche.

Gabriel había visto frecuentemente a aquel sujeto, que visitaba a su padre y sabía también dónde estaba situado el establecimiento comercial de Agüero y Urdaneche. Se dirigió allá inmediatamente. Pocos momentos después el joven atravesaba el patio de una casa grande y enclaustrada, donde se veía en el corredor del fondo entreabierta una puerta maciza, forrada de láminas de hierro con clavos de bronce. Era el almacén, pieza espaciosa y oscura, cuyas paredes desaparecían detrás de una gran estantería de cedro, ocupada con multitud de objetos de diferentes clases, la mayor parte inútiles. Aquellos rezagos, que no habían podido realizarse en la tienda de comercio, se amontonaban allí, por no saber qué hacer con ellos. Un tramo o dos estaban ocupados con los libros y papeles de la casa. Junto a la única ventana que tenía la pieza se veía una mesa de nogal, con pies labrados y cubierta con una carpeta verde. Un tintero grande y no muy limpio, compuesto de tres piezas de plata, colocadas en un plato ovalado, del mismo metal; cajas de obleas, plumas de ave, cartas abiertas, el Diario, libro voluminoso cubierto de cifras y apuntamientos en letra española, el calendario de Beteta y las ordenanzas de Bilbao estaban esparcidos sobre la mesa. En las dos cabeceras había dos sillas de brazo tapizadas de vaqueta de color oscuro, con flores medio borradas y a poca distancia un arca grande con un fuerte cerrojo y otras dos llaves. Casi todos esos muebles habían sido traídos de la Antigua cuando se verificó la traslación.

Gabriel no estaba en situación de fijarse en aquellos objetos. Profundamente impresionado cuando vio que su padre se iba dejándolo en la calle, luego que recibió el billete de Urdaneche, por una evolución de su espíritu, de esas que son naturales en jóvenes de su edad, concibió la idea de que don Fernando lo había recomendado a aquellos señores, y que la dureza de su despedida era más aparente que real y efecto de su carácter adusto y concentrado. ¿Cómo habría podido imaginar que hubiera quién se interesara por él si no era aquél a quien reconocía por padre?

Don Andrés de Urdaneche era originario de Navarra. Había venido a Guatemala pocos años antes de la ruina de 1773 y se asoció con don Francisco de Agüero, sevillano rico que, conociendo la probidad y talento comercial de don Andrés, no vaciló en entregarle su caudal que, según decían, había este doblado en poco tiempo.

La casa tenía negocios en España, el Perú y México y aunque no faltaban algunos que no parecían tener la opinión más favorable del que la manejaba, casi en absoluto, lo cierto es que, la confianza que inspiraba a la generalidad era grande. Todo aquel que deseaba colocar sus fondos con seguridad, acudía a aquella casa, cuya solidez se había hecho proverbial. Sus relaciones en todo el reino eran muy extensas y casi toda la cosecha de añil y cacao pasaba por sus manos. Debían ser, pues, efecto de envidia o de maledicencia los rumores que circulaban muy por lo bajo respecto a aquel establecimiento comercial, uno de los más importantes del país.

Don Andrés era alto de cuerpo, enjuto de carnes, de fisonomía grave, que indicaba un carácter frío y reservado. Aunque no contaba setenta años, parecía mucho más anciano. Tal vez ocultos pesares habían minado la existencia de aquel hombre tan insensible y duro al parecer. Quizás tenía, como cualquiera otro, una historia que conoceremos algún día, debiendo con­tentarnos por ahora con estas indicaciones generales.

Sus ojos, de un azul oscuro, lanzaban de vez en cuando miradas penetrantes, que obligaban a los que hablaban con él a bajar los suyos o a dirigirlos a otro lado. Su rostro, cubierto de una palidez enfermiza, presentaba un conjunto más bien desagradable que no simpático, y su sonrisa era tan violenta y tan forzada que hacía aún más desapacible la expresión habitual de su fisonomía. Había personas que, buscando siempre parecimientos, decían que la cara de don Andrés era la de Felipe II, afeitado.

Vestía calzón de paño negro, medias de algodón, zapato con hebilla de acero, chaleco y chaqueta muy largos, de lienzo blanco, y en la cabeza atado un pañuelo cuyas puntas le caían hacia atrás, costumbre muy general en aquel tiempo.

Cuando entró Gabriel, don Andrés dejó la pluma con que escribía, se puso en pie y durante unos pocos segundos estuvo examinando al joven, en quien probablemente no se había fijado en casa de Fernández.

—Puede ser —murmuró entre dientes Urdaneche, después de haber hecho aquel rápido examen de la fisonomía de Gabriel; y sin ofrecerle asiento, permaneciendo él mismo en pie, le dijo—: ¿A qué carrera quiere usted dedicarse? ¿Al comercio, a la abogacía, a la medicina, a la iglesia o a las armas?

Gabriel, que hasta entonces no había pensado en elegir profesión, no sabía cómo responder a aquella pregunta inesperada. Después de un momento de silencio, contestó:

—Creo, señor don Andrés, que antes de decidirme por alguna carrera, debo saber si cuento con los medios para seguirla.

—Usted puede contar con cuanto necesite.

Estas palabras, pronunciadas en tono seco y breve, afirmaron al candoroso adolescente en la idea de que su padre lo había recomendado a aquellos señores, quienes por encargo suyo debían cuidar de su educación. Este pensamiento lo enterneció, y exclamó, con los ojos llenos de lágrimas:

—¡Ah! Mi buen padre ha cuidado, antes de partir, de asegurar mi suerte, sin duda mientras vuelve, o me lleva a su lado.

—Este no es lugar para hablar de esa manera —replicó Urdaneche—. La casa ha recibido orden, de una persona con quien tiene negocios, de proporcionar a usted cuanto haya menester. Es asunto de cuenta corriente y nada más. No perdamos el tiempo —añadió consultando el reloj—, ¿a qué profesión desea usted dedicarse?

—Pues ya que debo decidirme ahora mismo —respondió Gabriel, medio ofendido por la aspereza del viejo negociante—, a la de las armas. Pero yo no sé si debo admitir auxilios de una persona desconocida, ignorando lo que motiva esa protección.

—Si usted rehúsa —dijo don Andrés—, no hablemos más.

—No rehúso; pero quisiera saber...

—Usted no tiene nada qué saber. ¿Acepta lo que tengo orden de ofrecerle, o no?

Gabriel, más y más convencido de que debía ser su propio padre el que proveía a su educación, y que solo por capricho, o por rareza de carácter procedía de aquella manera, contestó, después de reflexionar un momento:

—Acepto.

—Hoy mismo —dijo Urdaneche—, se solicitará para usted un despacho de cadete del Fijo.

Tomó una pluma, trazó unas diez o doce líneas en una foja de papel, la cerró en forma de carta y entregándola al joven, añadió:

—Aquí tiene usted esta esquela para un caballero en cuya casa vivirá, si le acomoda. Puede usted disponer de todo el dinero que guste; poco o mucho, no importa. Tiene usted letra abierta en la casa.

Dicho esto, hizo una ligera inclinación de cabeza, como para indicar a Gabriel que la entrevista debía terminar y comenzó a abrir la voluminosa correspondencia que tenía sobre la mesa.

—Agradezco a usted en mi alma —dijo el joven—, el interés que se sirve tomar por mí; y en cuanto a ese protector oculto que usted no quiere darme a conocer...

—¡Plazaola! —dijo Urdaneche, esforzando la voz y como llamando. Presentose inmediatamente un individuo que llevaba una pluma detrás de la oreja y que salió de una pieza contigua, cuya puerta había permanecido cerrada.

—Vea usted —continuó diciendo don Andrés—, en las cartas de los corresponsales de Cádiz, para cuándo estaba anunciada la salida del “Neptuno”. Creo que es tiempo ya de que ese bergantín hubiera llegado a Trujillo.

Gabriel se retiró mordiéndose los labios, y cuando salió de la casa, vio el sobrescrito de la carta. Estaba dirigido a un don Ramón Martínez de Pedrera, y como el joven no conocía a aquel sujeto, se acercó a un caballero que pasaba, y le suplicó le indicara, si lo sabía, dónde habitaba la persona a quien iba dirigida aquella esquela.

—Lo conozco —dijo el sujeto—. Don Ramón Martínez de Pedrera, escribano real, vive en la cuadra del cuartel de Artillería, segunda casa, a la derecha, pegada a una tienda de maritales.

Gabriel agradeció la indicación y fue inmediatamente en busca de la casa del escribano.

Le abrió un viejo negro que vestía un traje de amarillo y verde, con pretensiones de librea; pero tan descolorido y remendado, que no habría sido temerario suponer que había servido al criado de la familia durante tres o cuatro generaciones.

Preguntado por don Ramón, contestó que en aquel momento estaba el barbero acabando de afeitarlo, y añadió que el niño podía, si gustaba, aguardar al amo en el escritorio.

Entró Gabriel en un cuarto bastante espacioso, situado a la izquierda del zaguán y en el que no veía cosa alguna que indicara el destino que, según el viejo negro, tenía aquella pieza.

En una de las cabeceras estaba un armario enorme, de aquellos de tres rostros que se usaban antes y que suelen verse todavía, pintado de celeste claro y con molduras que se conocían haber sido doradas. En una mesa redonda y grande cubierta con una carpeta verde y que ocupaba el medio de la pieza, no había objeto alguno, y en derredor estaban colocadas hasta doce sillas, tapizadas de vaqueta azul. No había en aquella sala un solo libro, ni recado de escribir, ni papeles, ni nada que pudiera justificar el título de escritorio que le daba el criado.

Comenzaba Gabriel a sospechar si aquel cuarto sería más bien el comedor de la casa, y partiendo de esta idea, infirió del tamaño de la mesa y número de las sillas que debía ser grande la familia del escribano real.

La aparición de este personaje vino a interrumpir las conjeturas del joven.

Entró don Ramón, peinado con polvos, acicalado, envuelto en una capa de paño de grana con galón de oro en el cuello y con el sombrero de castor en la cabeza, como si se dispusiese a salir. Correspondió al saludo de Gabriel en los términos usuales, pero acompañando sus palabras con una risa muy extraña. Tomó el billete que le presentó el joven y se retiró al extremo de la pieza para leerlo. A cada frase que leía echaba una mirada de soslayo al muchacho, y cuando concluyó, guardó la esquela en el bolsillo del chaleco y murmuró entre dientes, de modo que Gabriel no pudo percibir lo que decía:

—Hijo de Fernández, va a ser cadete del Fijo, diecisiete años, cuarenta pesos mensuales por habitación, alimentos y lavado de ropa, gastos extraordinarios aparte; ¡diablo! no es malo para los tiempos que corren. La casa paga todo... aquí hay gato encerrado; —y volvió a reírse como cuando saludó a Gabriel—. Queda usted admitido —añadió en voz alta, dirigiéndose al joven, y llamando al viejo negro, le dijo—: El niño, en el cuarto del ahorcado; arréglalo y ve que le den de almorzar. —Dicho esto, se rio por tercera vez y se marchó a la calle.

Mientras el negro iba a preparar el almuerzo, se quedó Gabriel rumiando aquello de “cuarto del ahorcado”, que acababa de oír a su huésped. Notó, además, que aquel escritorio, o lo que fuese, donde por el momento se encontraba, tenía dos ventanas que daban a la calle, cerradas y cubiertas las junturas de las tablas con tiras de paño negro. ¿Qué había, pues, en aquella habitación que así se procuraba sustraer a las miradas de los curiosos? Nada, absolutamente nada, más que un armario muy grande, una mesa y dos sillas.

—¿Cómo se llama usted, buen hombre? —preguntó el joven al anciano sirviente.

—Benito —contestó el negro.

—Dígame usted —continuó Gabriel—, ¿don Ramón es casado? ¿Tiene familia?

—No.

—¿Viviremos aquí solos los dos?

—Quizás.

Gabriel comprendió que aquel no quería seguir la conversación y se abstuvo de dirigirle la palabra durante un rato. Pero, muchacho y curioso, quiso hacer una nueva tentativa y dijo al negro:

—¿Podría usted darme razón por qué se llama la pieza donde voy a habitar el “cuarto del ahorcado”?

Al oír esta pregunta, el negro abrió desmesuradamente los ojos, y poniéndose un dedo en los labios, contestó, bajando la voz:

—No hable usted de eso. Si quiere vivir tranquilo en esta casa, vea, oiga y calle.

Todo esto excitó más y más la curiosidad del futuro cadete, que comenzó a sospechar que en aquella casa debía de haber algo extraordinario, que él no acertaba a explicarse.

Concluido el almuerzo, Benito le arregló el cuarto que estaba en el corredor del fondo, frente a la puerta de calle. Lo único que llamó la atención de Gabriel en aquella pieza fue una pintura antigua que pendía de la pared, copia fiel del célebre cuadro de los “Jugadores” de Miguel Ángel de Caravachio. De las tres figuras que contiene, la que ocupa el medio y que representa a un hombre de más edad que los otros dos jugadores, ofrecía la particularidad de tener un agujero en el ojo izquierdo, lo que podía ser: porque hubiesen roto el lienzo de propósito, o efecto natural del abandono en que estaba el cuadro.

No dio Gabriel atención alguna a aquella circunstancia, y luego que estuvo solo, se puso a reflexionar sobre el giro extraño que iba tomando su vida, y a formar conjeturas vagas respecto a lo futuro. Ignorando su verdadera condición y firme en la idea de que su padre lo había dejado bajo la vigilancia de Urdaneche, a quien consideraba ya como una especie de tutor, dejó de afligirse por encontrarse solo y con la ligereza propia de sus pocos años, acabó por sentirse satisfecho de la resolución tomada por don Fernando.

Capítulo V Misterios de la casa del escribano. Un capitán retirado

Considerándose ya como un huésped de don Ramón, Gabriel quiso conocer la posada y salió de su cuarto. Encontrose luego con el negro y habiéndole preguntado si haría mal en recorrer un poco la casa, le contestó Benito moviendo la mano en derredor, como trazando un círculo, y señaló en seguida a una puerta grande que se veía en el extremo del corredor del fondo, a la izquierda.

Comprendió Gabriel que debía limitar sus paseos al patio exterior de la casa y a la parte interior de la izquierda. Y así debía ser, pues en el extremo de la derecha del corredor no había puerta, sino una que parecía ventana, como de vara y media de alto y dos tercias de ancho y que en aquel momento estaba cerrada.

Aquella ventana excitó la curiosidad de Gabriel y no sin razón, pues no es costumbre que las haya en ese lugar, donde regularmente está la puerta del pasadizo que conduce al segundo patio y a las oficinas interiores de la casa.

El joven comenzó a pasearse por el corredor, mientras el negro, sentado en una butaca vieja, bajo el arco del zaguán, parecía luchar con el sueño y cabeceaba a cada momento. A poco llamaron a la puerta. Benito acudió a abrir, pues a la cuenta con ese objeto se había colocado en aquel sitio. Habló con el que llamaba, que sin duda buscaba al amo, e informado de que no estaba en casa, se marchó. El negro volvió a dormitar en su butaca.

No pasaron cinco minutos sin que llamaran de nuevo y se repitiera la escena. Volvió a resonar tres veces el aldabón casi de seguida y tornó el negro a la operación de abrir y cerrar y a la de dormitar en su sillón.

Visto esto, se puso Gabriel a calcular si no podría, sin que lo advirtiera el negro, que solía detenerse a hablar con los que llamaban, ver lo que fuese aquello que parecía ventana, y si en efecto lo era, echar por ella una ojeada hacia el interior de la casa. Como lo pensó lo hizo. Resonó un sexto o séptimo aldabonazo y luego que se hubo levantado Benito, se precipitó Gabriel a la ventana y probó abrirla. Al principio encontró resistencia, como si tiraran por dentro de la puerta; pero, haciendo un ligero esfuerzo abrió. ¡Cuál sería su sorpresa al advertir que lo que oponía resistencia era una cadena de hierro, clavada por un extremo a la hoja de la ventana por la parte interior y que pasaba por encima de un torno como los que había en las porterías de los conventos de monjas! Al tirar Gabriel de la puerta, resonó una campanilla, y a poco oyó pasos que se acercaban por la parte de adentro y una voz de mujer que le dijo:

—¿Qué hay, Benito? ¿Ese hombre ha imaginado algún nuevo martirio para atormentarme? ¿No le basta la prisión en que me tiene y lo que me hace sufrir hace ya doce años?

Asustado Gabriel al advertir el resultado de su imprudente curiosidad, y temiendo viera el negro que había abierto la puerta que ocultaba el torno, cerró precipitadamente y continuó paseándose, como si nada hubiese hecho.

Había en aquella voz de mujer algo de profundamente triste y simpático que impresionó vivamente al joven. Estaba seguro de no haberla oído antes y, sin embargo, parecía como si no le fuese enteramente desconocida. ¿Lo engañaría alguna semejanza casual? Probablemente.

Pasó el resto de la mañana preocupado con aquella idea. A la una volvió don Ramón, pidió la comida y se sentaron a la mesa él y Gabriel únicamente. El escribano parecía hombre comunicativo y de buen humor. Habló de diferentes cosas e hizo hablar a su joven huésped, preguntándole detalles sobre su infancia y vida en casa de sus padres y procurando inquirir con maña dónde había conocido a don Andrés de Urdaneche. Gabriel contestó con sencillez y franqueza a las preguntas de don Ramón, aunque contrariado por aquella risa indefinible que era como una monotonía de aquel hombre extraño.

Por la noche, como a las nueve, encerrado ya Gabriel en su habitación, oyó llamar a la puerta repetidas veces y pasos de personas que entraban y que parecían dirigirse a la pieza que llamaba el negro el escritorio. Contó hasta diez llamadas; pero vencido por el sueño, no supo ya cuántas fueron en realidad las visitas que recibió su huésped.

Al siguiente día le remitió Urdaneche, bajo cubierta, su despacho de cadete agregado a la segunda compañía del Fijo. La alegría que experimentó fue tan grande, como si le hubieran conferido el grado de capitán general. Soñaba despierto con el cuartel, el servicio, las expediciones militares y las batallas; figurándose que un día u otro repetirían los ingleses la invasión de las costas del norte, y como había sucedido pocos años antes (según oía contar a su padre), tendría que salir el batallón a campaña.

Hiciéronle el uniforme y cuando estuvo listo el equipo militar, que completó un sombrero apuntado y un espadín, poco faltó para que el mozo se considerara un héroe. La verdad es que Gabriel no parecía mal con su casaca de paño blanco con cuello y vueltas azules, calzón muy ajustado del mismo color y telas, y botas de cuero negro con campana amarilla. Estaba más crecido de lo que correspondía a su edad, era bien formado y sin ser lo que se llamaba un buen mozo, tenía una figura de esas que interesan y agradan a primera vista.

El nuevo cadete fue muy exacto en el cumplimiento de sus obligaciones. Pasaba la mayor parte del día en el cuartel, estudiaba por la noche la ordenanza militar y un libro de táctica de infantería que compró en una tienda del portal, donde lo puso en venta un capitán retirado. Gabriel olvidó la aventura de la mujer encerrada en el segundo patio de la casa, las visitas nocturnas que recibía don Ramón y hasta llegó a familiarizarse con la risa de este. Tal es el imperio del hábito, por una parte; y tal, por otra, la condición de nuestro espíritu, que no puede sentirse vivamente impresionado por una idea, sin que se debilite la acción que sobre él ejercen las demás.

Gabriel hizo amistad estrecha con un subteniente de su misma compañía, dos años mayor que él y que se llamaba don Luis de Hervias. Este joven y el cadete Fernández habían venido a ser casi inseparables, pasando juntos todas las horas que el servicio les dejaba libres.

—Deberías tú —dijo un día don Luis a Gabriel—, hablar al capitán Rompe y raja para que te enseñe a jugar la espada.

—No conozco —respondió Gabriel—, a ningún capitán de ese nombre.

—¿Cómo —replicó el subteniente— que no conoces a la flor, nata y espuma de los oficiales retirados; el maestro de armas de quien recibe lecciones toda la juventud del batallón y que, según él mismo dice, podía darlas a Pacheco y a Carranza? ¿No has oído hablar del capitán don Feliciano de Matamoros, retirado con goce de medio sueldo?

—Con ese nombre sí —dijo Gabriel—. Está escrito en una obra de táctica que fue suya y compré poco ha.

—Y que estuvo varias veces empeñada en la fonda de la esquina del cuartel —contestó Hervias—. Matamoros, más conocido con el apodo de capitán Rompe y raja, a la mitad del mes se lleva bebido todo el medio sueldo, y para concluir los quince días tiene que empeñar por acá y por acullá las pocas prendas que le quedan.

—¿Y lo que pagan los oficiales por las lecciones —preguntó Fernández—, qué se hace?

—¡Lo que pagamos! —dijo Hervias—, si no quiere recibir nada. Dice que él no vende el arte más sublime de todos los artes y nunca admite un cuarto. Es verdad que cuando se le agotan los recursos, no tiene escrúpulo en apelar al bolsillo de los discípulos, y como esto sucede a menudo, venimos a pagarle por vía de préstamo, algo más que si la pensión fuese regular y mensual. El pobre Matamoros dice que a su edad no hay más gusto que comer, fumar y echar algunos tragos, y eso es lo que él hace de la mañana a la noche. Mientras tanto, su hija mayor, Rosalía, muchacha muy guapa, trabaja para mantener la familia, pues además de ella, tiene el capitán dos niñas y un niño pequeño que le dejó su difunta esposa. Yo conozco a la Rosalinda (que así le llamamos todos) porque concurre con frecuencia a las lecciones que nos da su padre.

—¡Qué! —dijo Gabriel—. ¿También ella aprende a jugar la espada?

—No —replicó Hervias—, pero distribuye las caretas, las manoplas y las armas; recoge estos útiles cuando ya han servido, remienda algún guante que se rasga y adereza alguna máscara cuando un puntazo ha abollado el alambre. La verdad es que la muchacha es un ángel y que interesa ver cómo quiere al capitán y sufre sus impertinencias. ¿Conque, quieres o no, ser uno de los discípulos del primer maestro de armas de las islas y tierra firme del mar océano, como él se titula cuando está de mona?

—Iré —dijo Gabriel—; ese aprendizaje es útil y aun necesario a un oficial. Mañana, después del ejercicio, iremos a ver al capitán para que me cuente el número de los que aprenden el sublime arte.

En efecto, al siguiente día, Gabriel y su amigo en petiuniforme, llegaron a la casa del capitán don Feliciano de Matamoros, que perfecta­ mente afeitado y acicalado, estaba dando fin a un almuerzo opíparo, no tanto por la calidad, cuanto por la cantidad de manjares. Daba la casualidad que aquel día habían pagado generosamente a Rosalía la costura de una basquiña de terciopelo negro con guarnición de cuentas de azabache, obra de aguja laboriosa, y con esto había manteles largos en la casa del bueno del capitán.

Correspondió este al saludo de los jóvenes oficiales llevándose militarmente el revés de la mano derecha a la visera de la gorra y les señaló dos sillas medio desvencijadas, con asientos y respaldos de rejilla.

—¿Son ustedes servidos, caballeros? —dijo don Feliciano, mascando a dos carrillos—; lanza en ristre y a degüello; para todos hay.

—Buen provecho mi capitán —contestó el subteniente—; no creíamos que estuviera usted todavía a la mesa, pues es bastante tarde. Vengo con el objeto de presentar a usted un nuevo discípulo, mi amigo y compañero don Gabriel Fernández de Córdoba, cadete de la segunda compañía del Fijo.

—Servidor de usted, mi capitán —dijo Gabriel— poniéndose en pie y saludando al estilo militar.

—Para servir a Dios, al rey y a usted cadete —contestó Matamoros, devolviendo el saludo—. ¿Conque usted —continuó— desea aprender el sublime arte, que es lo primero entre todos los artes, como que sin él no tenemos seguros ni la honra ni la vida?

Diciendo así, el capitán se puso en la boca una pierna de gallina.