3 Libros Para Conocer Literatura Irlandesa - Sheridan Le Fanu - E-Book

3 Libros Para Conocer Literatura Irlandesa E-Book

Sheridan Le Fanu

0,0

Beschreibung

Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Irlandesa. • Carmilla por Sheridan Le Fanu. • El retrato de Dorian Gray por Oscar Wilde. • Los viajes de Gulliver por Jonathan Swift. Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 1025

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Introducción

 

Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Irlandesa.

Carmilla por Sheridan Le Fanu.

El retrato de Dorian Gray por Oscar Wilde.

Los viajes de Gulliver por Jonathan Swift.

Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

 

 

 

Los Autores

 

Joseph Thomas Sheridan Le Fanu (Dublín, 28 de agosto de 1814 - ibídem, 7 de febrero de 1873) fue un escritor irlandés de cuentos y novelas de misterio. Sus historias de fantasmas representan uno de los primeros ejemplos del género de terror en su forma moderna, en la cual, como en su relato Schalken el pintor, no siempre triunfa la virtud ni se ofrece una explicación sencilla de los fenómenos sobrenaturales.

 

Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde(Dublín, Irlanda, entonces perteneciente al Reino Unido, 16 de octubre de 1854-París, Francia, 30 de noviembre de 1900), conocido como Oscar Wilde, fue un escritor, poeta y dramaturgo de origen irlandés.

 

Jonathan Swift (Dublín, 30 de noviembre de 1667-ibíd., 19 de octubre de 1745) fue un escritor satírico irlandés. Su obra más conocida, Los viajes de Gulliver, es una crítica mordaz de la sociedad humana, en un estilo tan característico que ha sido denominado "swiftiano".

 

 

Carmilla

Sheridan Le Fanu

 

Prólogo

 

En un papel adjunto al relato que sigue, el doctor Hesselius ha escrito una nota bastante elaborada que acompaña con una referencia a su ensayo acerca del extraño tema sobre el que el manuscrito arroja luz.

Este misterioso tema lo trata, en ese ensayo, con su habitual erudición y agudeza, y de un modo notablemente directo y condensado. Constituirá un volumen en la publicación de los escritos completos de este hombre extraordinario.

Dado que en este volumen publico el caso tan sólo para interesar a los «legos», no voy a anticiparme en nada a la inteligente dama que lo relata; y, tras debida reflexión, me he decidido, consecuentemente, a abstenerme de presentar ningún précis del razonamiento del sabio doctor, o extracto alguno de su exposición sobre un tema que, según él describe, «no es improbable que tenga que ver con algunos de los más profundos secretos de nuestra existencia dual y sus intervenciones».

Me sentí ansioso, al descubrir ese papel, por volver a abrir la correspondencia iniciada por el doctor Hesselius, muchos años antes, con una persona tan inteligente y escrupulosa como parece haber sido su informante. Con gran sentimiento mío, sin embargo, averigüé que la dama había muerto en el intervalo.

Es probable que ella no hubiera podido añadir gran cosa al relato que da a conocer en las páginas siguientes de un modo, hasta donde puedo juzgar, tan concienzudamente circunstanciado.

 

 

 

El comienzo del horror

 

En Estiria, aunque no pertenecemos en absoluto a la grandeza, habitamos un castillo, o schloss. Una pequeña renta, en esa parte del mundo, da para mucho. Ochocientas o novecientas libras anuales hacen maravillas. Muy a duras penas nuestros ingresos nos hubieran colocado entre los ricos en la patria. Mi padre es inglés, y yo llevo un apellido inglés, aunque jamás he visto Inglaterra. Pero aquí, en este sitio solitario y primitivo, donde todo es tan asombrosamente barato, no veo de qué modo una cantidad de dinero mucho mayor podría añadir nada en absoluto a nuestras comodidades, o incluso lujos.

Mi padre perteneció al ejército austríaco, y se retiró con una pensión y su patrimonio, comprando esta residencia feudal y los pequeños dominios en los que se alza; una ganga.

Nada puede ser más pintoresco o solitario. Se yergue sobre una pequeña eminencia en un bosque. El camino, muy viejo y estrecho, pasa frente a su puente levadizo, jamás levantado en mi tiempo, y a su foso, provisto de percas y navegado por muchos cisnes; sobre su superficie flotan hojas de lirios de agua.

Sobre todo esto, el schloss muestra su fachada de innumerables ventanas, sus torres, y su capilla gótica.

El bosque se abre en un claro irregular y muy pintoresco frente a su puerta, y, a la derecha, un empinado puente gótico permite que la ruta cruce un riachuelo que serpentea en la sombra a través del bosque.

He dicho que es un sitio muy solitario. Juzga si digo verdad. Mirando desde la puerta de la sala hacia el camino, el bosque en el que se alza nuestro castillo se extiende quince millas hacia la derecha, y doce hacia la izquierda. El pueblo habitado más cercano se encuentra a unas siete de vuestras millas inglesas hacia la izquierda. El schloss habitado más cercano de alguna relevancia histórica es el del viejo general Spielsdorf, casi a veinte millas hacia la derecha.

He dicho «el pueblo habitado más cercano» porque, a tan sólo tres millas hacia el oeste, es decir, en dirección al schloss del general Spielsdorf, hay un pueblo en ruinas, con su curiosa y pequeña iglesia, ahora sin techo, en cuya nave están las tumbas esculpidas de la orgullosa familia de los Karnstein, ahora extinguida, que en otros tiempos poseyó el igualmente desolado château que, en lo más denso del bosque, domina las silenciosas ruinas de la ciudad.

Respecto a la causa del abandono de ese lugar sorprendente y melancólico existe una leyenda que te contaré en otro momento.

Contaré ahora hasta qué punto es minúsculo el grupo formado por los habitantes de nuestro castillo. No incluyo a los criados ni a esos subalternos que ocupan habitaciones en las edificaciones anexas al schloss. ¡Escucha, y asómbrate!

Mi padre, que es el hombre más amable del mundo, pero que está envejeciendo y yo, que, en la época de mi relato, tenía sólo diecinueve años. Ocho años han pasado desde entonces. Yo y mi padre constituíamos la familia en el schloss. Mi madre, una dama estiria, murió siendo yo niña, pero yo tenía un ama de excelente carácter que había estado conmigo casi diría que desde mi primera infancia. No puedo recordar la época en que su grueso rostro bondadoso no constituía una imagen familiar en mi memoria. Era Madame Perrodon, natural de Berna, cuyos cuidados y buen carácter suplieron en parte para mí la ausencia de mi madre, a la que perdí tan pronto que ni siquiera la recuerdo. Constituía el tercer comensal en nuestra mesa. Había un cuarto, Mademoiselle De Lafontaine, una de esas damas a las que vosotros llamáis, según creo, «institutrices de educación social». Hablaba francés y alemán, la señora Perrodon francés y un inglés imperfecto; a ello mi padre y yo añadíamos el inglés, que, en parte para evitar que se convirtiera en una lengua perdida entre nosotros, y en parte por motivos patrióticos, hablábamos diariamente. La consecuencia de todo ello era una Babel ante el que los forasteros solían reír y que no trataré en absoluto de reproducir en este relato. Y había, además, otras dos o tres damitas, amigas mías, más o menos de mi misma edad, que eran visitantes ocasionales durante períodos más o menos largos. A veces, yo devolvía esas visitas.

Éste era nuestro medio social habitual; pero, naturalmente, podían producirse visitas de «vecinos» que vivían a tan sólo cinco o seis leguas. Mi vida, pese a todo, era más bien solitaria, puedo asegurártelo.

Mis gouvernantes tenían sobre mí tanto control como es posible imaginarse que eran capaces de tener personas tan sensatas sobre una muchacha más bien consentida, a la que su padre permitía actuar a su voluntad prácticamente en todo.

El primer acontecimiento de mi existencia, que produjo en mi mente una impresión terrible que, de hecho, jamás se ha borrado, fue uno de los primerísimos incidentes de mi vida que puedo recordar. Habrá gente que lo considere tan trivial que no merece la pena consignarlo aquí. Ya verán ustedes, sin embargo, en su momento, por qué lo menciono. El cuarto de los niños, como lo llamaban, aunque lo tenía entero para mí sola, era una amplia habitación en el piso superior del castillo, con un alto techo de roble. No debía tener más de seis años cuando, cierta noche, me desperté, y, mirando la habitación a mi alrededor desde la cama, no vi a la doncella encargada de aquel cuarto. Tampoco estaba allí mi niñera; y me creí sola. No me asusté, porque era una de esas felices criaturas a las que deliberadamente se mantiene en la ignorancia de las historias de fantasmas, y los cuentos fantásticos, y todos esos conocimientos que hacen que nos tapemos la cabeza cuando la puerta cruje súbitamente o el aleteo de una vela a punto de extinguirse hace bailar sobre la pared, cerca de nosotros, la sombra de uno de los pilares de la cama. Me sentí molesta y ofendida al encontrarme, según entendí, desatendida, y me puse a gemir, como preparación de un robusto estallido de bramidos; entonces, ante mi sorpresa, vi un rostro solemne, pero hermoso, mirándome al lado de la cama. Era el rostro de una joven dama arrodillada que tenía las manos bajo la colcha. La miré con una especie de asombro complacido y dejé de gemir. Me acarició con sus manos, y se tendió a mi lado en la cama, y me atrajo hacia sí, sonriendo; me sentí de inmediato deliciosamente confortada, y volví a quedarme dormida. Me desperté con una sensación como de si dos agujas se me hundieran profundamente en el pecho simultáneamente, y grité muy fuerte. La dama retrocedió, con sus ojos fijos en mí, y luego se deslizó al suelo, y, según creí, se escondió debajo de la cama.

Estaba ahora asustada por primera vez, y aullé con todas mis fuerzas. La niñera, la doncella, el ama de llaves, todas acudieron corriendo, y, al oír mi historia, se la tomaron a la ligera, confortándome entretanto como podían. Pero, aun siendo niña, pude darme cuenta de que sus rostros habían palidecido con una insólita expresión de ansiedad, y vi que miraban debajo de las mesas y que abrían los armarios; y el ama de llaves susurró a la niñera: «Ponga la mano en ese hoyo de la cama; sí; se ha tendido alguien aquí, con tanta seguridad como que no ha sido usted; el sitio está todavía caliente».

Recuerdo que la doncella me acarició, y que las tres me examinaron el pecho, donde les dije que había sentido el pinchazo, y manifestaron que no había ninguna señal visible de que tal cosa me hubiera sucedido.

El ama de llaves y las otras dos sirvientas que tenían a su cargo el cuarto de los niños se quedaron de vela toda la noche; y, desde aquel tiempo, alguna sirvienta veló invariablemente en el cuarto de los niños hasta que tuve como catorce años.

Estuve muy nerviosa durante largo tiempo después de aquello. Llamaron a un médico, que era pálido y muy mayor. ¡Qué bien recuerdo su largo rostro saturnino, ligeramente punteado de viruela, y su peluca castaña! Durante una buena temporada, en días alternados, venía a administrarme mi medicina, que, naturalmente, yo odiaba.

La mañana después de haber visto esa aparición me encontraba en un estado de terror; no pude soportar que me dejaran sola, pese a ser de día, ni un solo momento.

Recuerdo que mi padre subió y, de pies junto a la cama, me habló alegremente, haciéndome un buen número de preguntas y riéndose de todo corazón ante una de las respuestas; me dio golpecitos en el hombro, me besó, y me dijo que no me asustara, que no era más que un sueño y que no podía hacerme daño.

Pero no me sentí tranquilizada, porque yo sabía que la visita de la extraña mujer no había sido un sueño; y estaba terriblemente asustada.

Me consoló un poco el que la doncella del cuarto de los niños me asegurara haber sido ella la que había venido a verme, y que se había tendido a mi lado en la cama, y que yo debía estar medio soñando para no haber reconocido su rostro. Pero esto, aunque afirmado por la doncella, no me satisfizo totalmente.

Recuerdo que, en el curso de aquel día, un venerable anciano, con sotana negra, vino a mi habitación con la niñera y el ama de llaves, y que habló un poco con ellas, y conmigo muy amablemente; tenía una cara muy dulce y afable, y me contó que iban a rezar, y me unió las manos y quiso que yo dijera, mientras ellos rezaban: «Señor, escucha todas las buenas plegarias por nosotros, en el nombre de Jesús». Creo que eran ésas las palabras precisas, ya que a menudo las repetí para mí, y mi niñera, durante años, me las hizo decir en mis rezos.

Recuerdo perfectamente el dulce rostro pensativo de aquel anciano de cabello blanco, con su sotana negra, de pie en aquella tosca habitación marrón, de techo alto, rodeado por el basto mobiliario de la moda de trescientos años atrás, y la escasa luz que entraba en aquella atmósfera sombría a través de la pequeña celosía. Se arrodilló, y las tres mujeres con él, y rezó en voz alta, con una voz vehemente y temblorosa, durante lo que me pareció un largo rato. He olvidado toda mi vida anterior a aquel acontecimiento, y algún tiempo posterior me resulta también oscuro; pero las escenas que acabo de describir permanecen vívidas como las imágenes aisladas de la fantasmagoría rodeada de tinieblas.

 

 

 

La invitada

 

Voy a contarles ahora algo tan extraño que será precisa toda su fe en mi veracidad para que crean mi historia. Sin embargo, no tan sólo es cierta, sino que es una verdad de la que yo he sido testigo ocular.

Era un hermoso atardecer de verano, y mi padre me invitó, como hacía a veces, a un pequeño paseo con él por aquel hermoso mirador del bosque que, como he dicho, había frente al schloss.

—El general Spielsdorf no puede venir a visitarnos tan pronto como yo esperaba —dijo mi padre, mientras paseábamos.

El general iba a hacernos una visita de algunas semanas, y esperábamos su llegada el día siguiente. Iba a traer consigo a una joven dama, sobrina y pupila suya, Mademoiselle Rheinfeldt, a la que yo jamás había visto, pero a la que había oído describir como una muchacha realmente encantadora, y con cuyo trato me prometía yo muchos días felices. Me sentí más decepcionada de lo que una joven dama que viva en una ciudad o en un vecindario animado puede siquiera imaginar. Esa visita, y la nueva amistad que prometía, me habían hecho soñar despierta durante varias semanas.

—¿Y cuándo vendrá? —pregunté.

—No podrá hasta el otoño. No antes de dos meses, diría yo —respondió él—. Y ahora estoy realmente encantado, querida, de que no hayas conocido a Mademoiselle Rheinfeldt.

—¿Y eso por qué? —pregunté, a un tiempo mortificada y curiosa.

—Porque la pobre damita ha muerto —me repuso—. Me había olvidado por completo de que no te lo había dicho, pero no estabas en la sala cuando recibí la carta del general, esta tarde.

Aquello me afectó mucho. El general Spielsdorf había mencionado, en su primera carta, cinco o seis semanas antes, que la muchacha no se encontraba todo lo bien que él desearía; pero nada sugería ni la más remota sospecha de un peligro.

—Aquí está la carta del general —me dijo mi padre, tendiéndomela—. Me temo que está muy apenado; la carta me parece haber sido escrita en un estado muy parecido al desvarío.

Nos sentamos en un tosco banco, a la sombra de unos magníficos tilos. El sol se ponía, con todo su melancólico esplendor, tras el selvático horizonte, y el riachuelo que fluye junto a nuestra casa y pasa bajo el empinado puente viejo que he mencionado serpenteaba a través de muchos grupos de nobles árboles, reflejando en su corriente, casi a nuestros pies, el escarlata desvaneciente del cielo. La carta del general Spielsdorf era tan extraordinaria, tan vehemente, y, en algunos puntos, tan contradictoria consigo misma, que la leí dos veces (la segunda de ellas en voz alta a mi padre) y seguí viéndome incapaz de comprenderla, como no fuera suponiendo que el dolor le había trastornado la mente. Decía:

«He perdido a mi amada hija, porque como tal la quería. Durante los últimos días de la enfermedad de mi querida Bertha no pude escribirle. Antes no tenía yo idea de su peligro. La he perdido, y ahora lo sé todo, pero demasiado tarde. Murió en la paz de la inocencia, y con la gloriosa esperanza de una eternidad de bendición. El diablo que traicionó nuestra ciega hospitalidad lo ha hecho todo. Pensé que recibía en mi casa a la inocencia, la alegría, a una compañera encantadora para mi perdida Bertha. ¡Cielo santo! ¡Qué loco he sido! Doy gracias a Dios de que mi niña muriera sin la menor sospecha de la causa de sus sufrimientos. Se ha ido sin ni siquiera conjeturar la naturaleza de su mal y la maldita pasión del agente de toda esta desgracia. Dedicaré lo que me quede de vida a perseguir y aniquilar a un monstruo. Me dicen que puedo esperar el cumplir mi legítimo y piadoso propósito. En este momento, apenas tengo un leve destello de luz para guiarme. Maldigo mi arrogante incredulidad, mi despreciable actitud de superioridad, mi ceguera, mi obstinación… Todo… demasiado tarde. Ahora no puedo escribir o hablar concentradamente. Desvarío. En cuanto esté un poco recobrado, pienso dedicarme durante un tiempo a investigar, y eso posiblemente me lleve a Viena. En algún momento, en otoño, dentro de dos meses, o antes si vivo, le veré… Es decir, si usted me lo permite. Entonces le contaré todo lo que apenas me atrevo ahora a poner por escrito. Adiós. Rece por mí, querido amigo».

De este modo terminaba aquella extraña carta. Aunque yo jamás había visto a Bertha Rheinfeldt, los ojos se me llenaron de lágrimas ante la súbita noticia; me sentí muy afectada, y también profundamente desilusionada.

El sol se había puesto ahora, y era el crepúsculo en el momento en que le devolví a mi padre la carta del general.

Era un anochecer dulce y claro, y nos demoramos, especulando sobre los posibles significados de las frases violentas e incoherentes que yo acababa de leer. Teníamos que caminar casi una milla para llegar al camino que pasa por delante del schloss, y, por entonces, la luna brillaba espléndidamente. En el puente levadizo nos encontramos a Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine, que habían salido, con la cabeza descubierta, a disfrutar de la exquisita luz lunar.

Oímos sus voces parloteando en animado diálogo mientras nos acercábamos. Nos unimos a ellas en el puente levadizo, y nos volvimos para admirar con ellas el hermoso panorama.

El claro por el que acabábamos de pasar se abría delante de nosotros. A nuestra izquierda, el estrecho camino serpeaba debajo de grupos de árboles soberbios, y se perdía de vista dentro del bosque allí donde se espesaba. A la derecha, el mismo camino cruza el empinado y pintoresco puente, cerca del cual se yergue una torre en ruinas que, en otro tiempo, guardó aquel paso; y, al otro lado del puente, se alza una abrupta eminencia cubierta de árboles entre cuyas sombras asoman algunas rocas cubiertas de apiñada hiedra gris.

Sobre el césped y la tierra baja, una delgada película de bruma se deslizaba como humo, marcando las distancias con un velo transparente; y, aquí y allí, podíamos ver el río relumbrar débilmente a la luz de la luna.

No es posible imaginarse una escena más suave y dulce. Las noticias que acababa de recibir la hacían melancólica; pero nada podía turbar su carácter de profunda serenidad y la hechizada gloria y vaguedad del panorama.

Mi padre, que apreciaba lo pintoresco, y yo, mirábamos en silencio la extensión frente a nosotros. Las dos buenas institutrices, un poco detrás de nosotros, charlaban sobre la escena, y eran elocuentes respecto a la luna.

Madame Perrodon era gorda, de mediana edad, y romántica, y hablaba y suspiraba poéticamente. Mademoiselle De Lafontaine, como digna hija de su padre, que era un alemán supuestamente psicólogo, metafísico y un tanto místico, declaró al poco que, cuando la luna brillaba con una luz tan intensa, ello indicaba una especial actividad espiritual. El efecto de la luna llena sobre aquella situación de resplandor era múltiple. Actuaba sobre los sueños, actuaba sobre la locura intermitente, actuaba sobre la gente nerviosa; tenía maravillosas influencias físicas relacionadas con la vida. Mademoiselle narró que su primo, que era piloto de un buque mercante, tras descabezar un sueñecito en cubierta, tendido boca arriba, dándole de lleno en la cara la luz de la luna en una noche como aquélla, se había despertado, después de soñar en una vieja que le arañaba la mejilla, con las facciones horriblemente distorsionadas hacia un lado; y su fisonomía no había jamás recobrado enteramente su equilibrio.

—La luna, esta noche —dijo—, está llena de influencias astrales y magnéticas… Y vean, si miran hacia atrás, hacia la fachada del schloss, cómo todas sus ventanas brillan y titilan con el esplendor plateado, como si manos invisibles hubieran iluminado las habitaciones para recibir a invitados fantásticos.

Existen estados de espíritu indolentes en los que, poco inclinados nosotros mismos a hablar, la charla de otros resulta agradable para nuestros oídos desatentos; y yo miraba, complacida por el retiñir de la conversación de aquellas damas.

—Esta noche he entrado en uno de mis humores de adormilamiento —dijo mi padre, tras un silencio; y, citando a Shakespeare, al que, en aras a la conservación de nuestro inglés, solía leer en voz alta, dijo—: «En verdad no sé por qué estoy tan triste. Esto me cansa; tú dices que te cansa; mas el cómo me ha dado… ha venido, tan sólo…» He olvidado el resto. Pero siento como si alguna gran desventura pendiera sobre nosotros. Supongo que la afligida carta del pobre general tiene algo que ver con esto.

En aquel momento llamó nuestra atención el inusual sonido de las ruedas de un carruaje y muchos cascos de caballo.

Parecía acercarse por la elevación de terreno que domina el puente, y pronto el cortejo emergió de aquel punto. Primero cruzaron el puente dos jinetes; luego vino un carruaje tirado por cuatro caballos, y, detrás, cabalgaban dos hombres.

Parecía tratarse del tren de viaje de alguna persona de rango; y quedamos todos absortos, inmediatamente, contemplando aquel espectáculo infrecuente. Se hizo, en unos pocos momentos, muchísimo más interesante, ya que, justo cuando el carruaje había llegado al punto más alto del empinado puente, uno de los caballos que iban delante, cobrando miedo, comunicó su pánico a los demás, y, tras una o dos embestidas, todo el tiro rompió en un salvaje galope, y, abalanzándose por entre los jinetes que iban delante, se lanzaron con un ruido atronador por el camino, en dirección nuestra, a la velocidad del huracán.

La excitación de aquella escena era todavía más penosa por los nítidos y largos chillidos de una voz femenina a través de la ventana del carruaje. Avanzamos todos, llenos de curiosidad y horror; mi padre en silencio, nosotras con distintas exclamaciones de terror.

Nuestra ansiedad no duró mucho. Justo antes de alcanzar el puente levadizo del castillo, en el camino por el que venían, se alza, junto a la calzada, un magnífico tilo; al otro lado se yergue una vieja cruz de piedra, a cuya vista los caballos, que iban ahora a un paso realmente aterrador, se desviaron de tal modo que llevaron la rueda hacia las raíces salientes del árbol.

Yo sabía lo que iba a ocurrir. Me tapé los ojos, sin poder mirar, y aparté la cara; en el mismo instante oí un grito de mis dos amigas, que habían avanzado un poco más.

La curiosidad me hizo abrir los ojos, y vi una escena de total confusión. Dos de los caballos estaban en el suelo, el carruaje se apoyaba sobre un costado, con dos ruedas girando en el aire; los hombres estaban ocupados desenganchando a los caballos, y una dama, de aire y figura dominadores, había salido del carruaje, y permanecía inmóvil, con las manos enlazadas, llevándose de vez en cuando a los ojos el pañuelo que sostenía en ellas. Por la puerta del carruaje, ahora abierta, izaban a una joven dama que parecía sin vida. Mi viejo y querido padre se encontraba ya al lado de la dama de más edad, sombrero en mano, indudablemente ofreciéndole su ayuda y el amparo del schloss. La dama parecía no oírle ni tener ojos más que para la delgada muchacha que estaba siendo tendida sobre la pendiente de la ribera.

Me acerqué; la joven dama estaba, aparentemente, conmocionada, pero, indudablemente, no muerta. Mi padre, que se jactaba un poco de tener algo de médico, le había puesto los dedos en la muñeca y aseguraba a la dama que declaraba ser su madre que su pulso, aunque débil e irregular, era todavía, indudablemente, percibible. La dama juntó las manos y miró hacia arriba, como en un momentáneo transporte de gratitud; pero al instante recayó en esa actitud teatral que, según pienso, es la natural en algunas personas.

Era lo que se llama una mujer de buena presencia para sus años, y debía haber sido hermosa; era alta, pero no delgada, iba vestida de terciopelo negro, y se veía un tanto pálida, pero con un rostro de expresión imperiosa, aunque ahora extrañamente agitado.

—¿Hubo jamás un ser nacido de este modo para la desgracia? —le oí decir, con las manos juntas, mientras me acercaba—. Aquí estoy, en un viaje de vida o muerte, en cuyo curso la pérdida de una hora puede significar la pérdida de todo. Mi hija no se habrá recobrado lo suficiente para proseguir viaje en quién sabe cuánto tiempo. Debo dejarla; no puedo demorarme, no me atrevo. ¿A qué distancia, caballero, si puede decírmelo, se encuentra el pueblo más cercano? Debo dejarla allí; y no veré a mi niña, ni siquiera sabré de ella, hasta mi regreso, dentro de tres meses.

Me así a la chaqueta de mi padre, y le susurré vehemente al oído:

—¡Oh, papá! Dile que la deje con nosotros… Sería delicioso. Hazlo, por favor.

—Si Madame acepta confiar a su hija al cuidado de mi hija y de su buena gouvernante, Madame Perrodon, y le permite quedarse como huésped nuestra, bajo mi responsabilidad, hasta su regreso, nos estaría otorgando con ello una distinción y una obligación, y la trataríamos con todo el cuidado y la devoción que merece tan sagrada confianza.

—Yo no puedo hacer esto, caballero; sería abusar demasiado cruelmente de su amabilidad y caballerosidad —dijo la dama, aturulladamente.

—Sería, por el contrario, concedernos un gran favor en el momento en que más lo necesitamos. Mi hija acaba de sufrir la contrariedad de una cruel desgracia en relación a una visita de la que, desde hacía tiempo, esperaba obtener una gran felicidad. Si confía a esta joven dama a nuestro cuidado, será su mejor consuelo. El pueblo más cercano en su ruta está lejos, y no posee ningún hospedaje donde usted pueda pensar en dejar a su hija; no puede dejar que prosiga su viaje durante un largo trayecto sin ponerla en peligro. Si, como dice, no puede suspender su viaje, debe usted separarse de ella esta noche, y en ningún sitio podrá hacerlo con mayores y más honestas garantías de cuidados y ternura que aquí.

Había algo tan distinguido en el aire y apariencia de aquella dama, algo incluso tan imponente, y, en sus modales, tan fascinante, como para impresionar a cualquiera, dejando totalmente de lado la suntuosidad de su tren, con la convicción de que era una persona de importancia.

Por entonces, el carruaje había sido vuelto a colocar en su posición correcta, y los caballos, ya completamente calmados, estaban de nuevo enganchados.

La dama arrojó sobre su hija una mirada que me pareció no ser todo lo afectuosa que hubiera podido preverse en base al comienzo de la escena; luego le hizo a mi padre una breve seña con la cabeza, y se apartó con él algunos pasos, donde no pudieran ser oídos; y le habló con expresión rígida y severa, en nada semejante a aquélla con la que había hablado hasta entonces.

Yo estaba llena de asombro de que mi padre pareciera no percibir el cambio, y también tenía una indecible curiosidad por averiguar qué podía estar diciéndole, casi al oído, con tanta vehemencia y velocidad.

Dos o tres minutos como mucho, según creo, se mantuvo en aquella ocupación; luego se volvió, y en unos pocos pasos llegó donde yacía su hija, asistida por Madame Perrodon. Se arrodilló un momento junto a ella y le susurró al oído, según supuso Madame, una breve bendición; luego, tras besarla apresuradamente, volvió a subir al carruaje, se cerró la puerta, los lacayos, con espléndidas libreas, se subieron detrás de un salto, los jinetes delanteros espolearon a sus bestias, los postillones hicieron chasquear sus látigos, los caballos rompieron súbitamente en un brioso trote que amenazaba con no tardar en volver a convertirse en un galope, y el carruaje avanzó velozmente, seguido, al mismo ritmo rápido, por los dos jinetes de retaguardia.

 

 

 

Comparando observaciones

 

Seguimos el cortège con la mirada hasta que se perdió ligero en el bosque brumoso; y el mismo sonido de los cascos y las ruedas se extinguió en el silencioso aire nocturno.

No quedaba, para asegurarnos de que la aventura no había sido la ilusión de un momento, más que la joven dama, que, precisamente en aquel momento, abría los ojos. Yo no pude verlo, porque tenía el rostro apartado de mí, pero levantó la cabeza, mirando, evidentemente, a su alrededor, y oí una voz muy dulce preguntar, quejumbrosamente:

—¿Dónde está mamá?

Nuestra buena Madame Perrodon le respondió con ternura, y añadió algunas afirmaciones confortadoras.

Luego la oí preguntar:

—¿Dónde estoy? ¿Cuál es este sitio? —y, después, dijo—: No veo el carruaje; ¿y Matska? ¿Dónde está?

Madame le respondió todas las preguntas en la medida en que las entendía; y gradualmente, la joven dama fue recordando cómo se había producido el percance, y le encantó saber que nadie, ni dentro del carruaje ni entre la servidumbre, estaba herido; y, al enterarse de que su madre la había dejado allí, hasta su regreso al cabo de unos tres meses, se echó a llorar.

Yo iba a añadir mis consuelos a los de Madame Perrodon cuando Mademoiselle De Lafontaine me puso la mano sobre el brazo, diciendo:

—No se acerque, una sola persona a un tiempo es el máximo de con quien puede conversar; la más mínima excitación podría ahora abrumarla.

En cuanto estuviera confortablemente instalada en la cama, pensé, correría a su habitación a verla. Mi padre, entretanto, había enviado a un sirviente a caballo a buscar al médico, que vivía a unas dos leguas; y estaba siendo preparado un dormitorio para acoger a la joven dama.

Ahora la forastera se puso en pie, y, apoyándose en el brazo de Madame, caminó lentamente sobre el puente levadizo y cruzó la puerta del castillo.

La servidumbre esperaba en el vestíbulo para recibirla, y fue conducida inmediatamente a su habitación.

La sala en la que habitualmente nos instalábamos, usándola de saloncito, tenía cuatro ventanas que, por encima del foso y del puente levadizo, miraban al panorama boscoso que antes he descrito.

Tiene un viejo mobiliario de roble, con grandes piezas de mobiliario talladas, y las sillas están tapizadas con terciopelo de Utrecht de color escarlata. Las paredes están cubiertas por tapicerías y enmarcadas por grandes franjas doradas; las figuras son de tamaño natural, llevan atuendos antiguos y muy curiosos, y los temas representados son de caza, cetrería, y generalmente festivos. No es demasiado imponente para que se esté sumamente cómodo. Allí tomábamos el té, porque, con su habitual inclinación patriótica, mi padre insistía en que el brebaje nacional hiciera regularmente su aparición junto con el café y el chocolate.

Allí nos instalamos aquella noche, y, con las velas encendidas, hablamos de la aventura de la noche.

Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine formaban parte de nuestro grupo. La joven forastera no había acabado de caer en la cama cuando se quedó sumida en un profundo sueño; y aquellas damas la habían dejado al cuidado de una criada.

—¿Qué le parece nuestra huésped? —pregunté, en cuanto entró Madame—. Cuéntemelo todo de ella.

—Me gusta muchísimo —respondió Madame—. Casi diría que es la criatura más bonita que jamás he visto; como de su edad, y muy gentil y afable.

—Es increíblemente hermosa —incidió Mademoiselle, que se había asomado un momento en la habitación de la forastera.

—¡Y qué voz tan dulce! —añadió Madame Perrodon.

—¿No observaron a una mujer, dentro del carruaje, cuando volvió a ponerse en marcha —inquirió Mademoiselle—, que no había salido, y que tan sólo miraba por la ventana?

—No, no la habíamos visto.

Entonces describió a una horrenda mujer negruzca, con una especie de turbante de colores en la cabeza, que miraba todo el tiempo por la ventana del carruaje, haciendo gestos y muecas de irrisión hacia las damas, con ojos brillantes y los globos oculares grandes y blancos, y los dientes apretados como si estuviera enfurecida.

—¿No observaron qué grupo de hombres de mal aspecto eran los sirvientes? —preguntó Madame.

—Sí —dijo mi padre, que acababa de entrar—. Unos tipos tan feos y de aspecto tan vil como no había visto en mi vida. Espero que no roben a la pobre dama en el bosque. Son tipos listos, sin embargo; lo pusieron todo en orden en un minuto.

—Yo diría que están cansados por exceso de trayecto —dijo Madame—. Además de tener un aire maligno, sus caras estaban delgadas, y sombrías, y hoscas. Soy muy curiosa, lo confieso; pero diría que la joven dama nos lo contará todo mañana, si se ha recobrado lo suficiente.

—No creo que lo haga —dijo mi padre, con una misteriosa sonrisa y un pequeño signo de cabeza, como si supiera más de lo que deseaba decirnos.

Esto me produjo todavía más curiosidad acerca de lo que había ocurrido entre él y la dama de terciopelo negro en la breve, pero intensa entrevista que había precedido la inmediata partida de la dama.

Apenas estuvimos solos, le supliqué que me lo contara todo. Mi padre no necesitaba que le apremiaran demasiado.

—No hay ninguna razón especial por la que no debiera contártelo. Me expresó su resistencia a molestarnos con el cuidado de su hija, diciendo que era de salud delicada, y nerviosa, aunque no sujeta a ninguna clase de ataque (dijo esto por propia iniciativa), ni a ilusiones, ya que, de hecho, está perfectamente cuerda.

—¡Es realmente curioso decir todo esto! —incidí—. Era realmente innecesario.

—De cualquier modo, fue dicho —dijo él, riendo—, y, puesto que deseas saber todo lo que ocurrió, que, a decir verdad, fue muy poco, voy a contártelo. Dijo, entonces: «Estoy haciendo un largo viaje de importancia vital» (subrayó la palabra) «rápido y secreto; volveré a por mi hija dentro de tres meses; entretanto, ella guardará silencio acerca de quiénes somos, de dónde venimos, y por qué viajamos». Eso fue todo lo que dijo. Hablaba un francés muy puro. Cuando dijo la palabra «secreto», se detuvo unos segundos, y me miró severamente, con sus ojos fijos en los míos. Imagino que le da mucha importancia a eso. Ya viste lo aprisa que se fue. Espero no haber hecho una auténtica estupidez al asumir la responsabilidad de esa joven dama.

En cuanto a mí, estaba encantada. Anhelaba verla y hablarle, y esperaba tan sólo a que el médico me diera permiso para ello. Vosotros, los que vivís en ciudades, no podéis tener ni idea de hasta qué punto era un gran acontecimiento la aparición de una nueva amistad, en una soledad como la que nos rodeaba.

El médico no llegó hasta cerca de la una; pero me hubiera sido tan imposible haberme ido a la cama como alcanzar a pie el carruaje en el que la princesa de terciopelo negro se había marchado.

Cuando el médico bajó al saloncito, fue para dar un informe muy favorable de su paciente. Estaba en aquel momento despierta, su pulso era absolutamente normal, y se encontraba, en apariencia, perfectamente. No había sufrido ninguna herida, y la pequeña conmoción nerviosa había desaparecido casi sin dejar huella. Desde luego, no podía causar ningún daño el que yo la viera, si ambas lo deseábamos; y, con esta autorización, envié de inmediato a alguien a averiguar si me permitiría hacerle una visita de unos pocos minutos en su habitación.

La criada volvió inmediatamente para comunicar que nada le gustaría más. Pueden estar seguros de que no tardé mucho tiempo en valerme de este permiso.

Nuestra visitante estaba en una de las habitaciones más hermosas del schloss. Era, quizá, un punto excesivamente imponente. Había una sombría obra de tapicería frente al pie de la cama, que representaba a Cleopatra con el áspid junto a su pecho; y otras escenas clásicas se extendían, un poco diluidas, por las demás paredes. Pero había tallas doradas, y ricos y variados coloridos en las demás decoraciones de la habitación, para redimir más que sobradamente la lobreguez de la vieja tapicería.

Había velas junto al lecho. Ella estaba incorporada; su bonita figura delgada estaba envuelta en un suave camisón de seda, bordado con flores, y forrado con un grueso estofado de seda, que su madre le había arrojado sobre los pies mientras yacía sobre el suelo.

¿Qué fue lo que, al llegar junto al lecho, y habiendo apenas iniciado mi breve saludo, me enmudeció en un instante, y me hizo retroceder uno o dos pasos ante ella? Voy a contártelo.

Vi el mismo rostro que me había visitado nocturnamente en mi infancia, que se mantenía fijo en mi memoria y sobre el que durante tantos años había cavilado con horror tan a menudo, cuando nadie sospechaba en lo que estaba pensando.

Era un rostro bonito, incluso hermoso; y, en el primer momento en que lo vi, tenía la misma expresión melancólica.

Pero esa expresión se iluminó casi al instante en una extraña sonrisa fija de identificación.

Hubo silencio durante un largo minuto, y, finalmente, ella habló, yo no podía.

—¡Es maravilloso! —exclamó—. Hace doce años, vi su rostro en un sueño, y me ha obsesionado desde entonces.

—¡Maravilloso, realmente! —repetí yo, superando con esfuerzo el horror que, durante un rato, me había cortado el habla—. Hace doce años, en visión o realidad, yo ciertamente la vi. No puedo olvidar su rostro. Ha permanecido en mi visión desde entonces.

Su sonrisa se había dulcificado. Fuera lo que fuera que viera yo de extraño en ella, había desaparecido, y sus mejillas con hoyuelos eran ahora deliciosamente lindas e inteligentes.

Me sentí tranquilizada, y proseguí más en la vena de lo que la hospitalidad aconsejaba, dándole la bienvenida y contándole cuánto placer nos había proporcionado su accidental llegada, y, especialmente, la bendición que era para mí.

Le tomé la mano mientras hablaba. Yo era un poco tímida, como lo es la gente solitaria, pero la situación me hizo elocuente, e incluso audaz. Ella me apretó la mano, me la apretó entre las suyas, y sus ojos brillaban mientras, mirando vivamente a los míos, volvía a sonreír, y se sonrojaba.

Respondió muy gentilmente a mi bienvenida. Me senté a su lado, todavía sorprendida; y ella dijo:

—Debo contarle mi visión relativa a usted; ¡es tan extraño que tanto usted como yo hayamos tenido, cada cual de la otra, un sueño tan vivo, que cada cual haya visto, usted a mí y yo a usted, mirándonos tal como ahora nos miramos, cuando, claro está, éramos tan sólo niñas! Yo era una niña de unos seis años, y me desperté de un sueño confuso y perturbador, y me encontré en una habitación distinta a mi cuarto infantil, enmaderado toscamente con cierta madera oscura, y que tenía armarios, y sillas, y bancos todo alrededor. Los lechos, creo, estaban todos vacíos, y en toda la habitación no había nadie aparte de mí; y yo, después de mirar a mi alrededor durante algún rato, y tras admirar especialmente un candelabro de hierro con dos brazos que, indudablemente, reconocería ahora, me arrastré debajo de una de las dos camas para alcanzar la ventana; pero cuando me levanté de debajo de la cama, oí gritar a alguien; y, levantando la mirada, cuando estaba todavía de rodillas, la vi a usted, sin duda alguna a usted, tal como la veo ahora: una joven y hermosa dama, con cabellos de oro y grandes ojos azules, y unos labios… tus labios… tú, tal como estás ahora. Tus miradas me fascinaron; me encaramé a la cama y te rodeé con mis brazos, y creo que ambas nos quedamos dormidas. Me despertó un grito; tú estabas incorporada, gritando. Yo me asusté, y me deslicé al suelo, y me pareció perder el conocimiento durante unos momentos; y, cuando volví en mí, volvía a estar en mí cuarto, en casa. Jamás he vuelto a olvidar tu cara. No podría engañarme el parecido. Tú eres la dama que yo vi.

Era mi turno de relatar mi correspondiente visión, cosa que hice, ante el no disimulado asombro de mi nueva amiga.

—No sé cuál debería asustarse más de la otra —dijo, volviendo a sonreír—. Si fueras menos bonita, creo que tendría mucho miedo de ti, pero, siendo como eres, y siendo tanto tú como yo tan jóvenes, tan sólo tengo la sensación de haberte conocido hace doce años, y tener ya un derecho a tu intimidad; de cualquier modo, me parece como si hubiéramos estado destinadas, desde nuestra primera infancia, a ser amigas. Me pregunto si tú te sentiste tan extrañamente atraída hacia mí como yo hacia ti; yo nunca he tenido una amiga…, ¿encontraré ahora una? —suspiró; y sus hermosos ojos oscuros me miraron apasionadamente.

Ahora bien, lo cierto es que sentía una sensación extraña hacia la hermosa forastera. Me sentía, como ella decía, «atraída hacia ella», pero había también algo de repulsión. En ese sentimiento ambiguo, sin embargo, la atracción prevalecía inmensamente. Me interesaba y me fascinaba; ¡era tan hermosa y tan indescriptiblemente atractiva!

Me di cuenta de que cierta languidez y cansancio se deslizaban en ella, y me apresuré a desearle las buenas noches.

—El médico piensa —añadí— que deberías tener a una doncella atendiéndote esta noche; una de las nuestras está esperando, y verás que es una criatura útil y sosegada.

—Eres muy amable, pero no podría dormir. Jamás podría con una criada en la habitación. No necesitaré ninguna ayuda… Y, te voy a confesar mi debilidad, me atormenta el terror de los ladrones. Nuestra casa fue robada en una ocasión, y dos sirvientes fueron asesinados; de modo que cierro con llave mi habitación. Se ha convertido en una costumbre… y pareces tan amable que estoy segura de que me perdonarás. Veo que hay llave en la cerradura.

Me apretó fuertemente entre sus lindos brazos durante unos momentos, y me susurró al oído:

—Buenas noches, querida, es muy duro separarse de ti, pero buenas noches; mañana, aunque no temprano, volveré a verte.

Se dejó caer sobre la almohada con un suspiro, y sus bonitos ojos me siguieron con una mirada amorosa y melancólica; y volvió a murmurar:

—Buenas noches, querida amiga.

La gente joven siente simpatía, e incluso ama, por impulso. Yo me sentía halagada por la evidente, aunque todavía inmerecida, ternura que sentía por mí. Me gustaba la confianza con que me había acogido de inmediato. Ella estaba decidida a que fuéramos amigas muy íntimas.

Llegó el día siguiente, y volvimos a vernos. Yo estaba encantada con mi compañera; y lo estaba en muchos sentidos.

Su aspecto no perdía nada a la luz del día: era, indudablemente, la criatura más hermosa que yo hubiera visto jamás, y el desagradable recuerdo del rostro que se me presentó en mi sueño infantil había perdido el efecto de la primera e inesperada identificación.

Ella me confesó que había sufrido una impresión similar al verme, y precisamente la misma tenue antipatía que se había mezclado en mí con mi admiración por ella. Ahora reíamos juntas de nuestros momentáneos terrores.

 

 

 

Sus hábitos. Un paseo

 

Te he dicho que estaba encantada con ella en la mayoría de las cosas.

Había algunas que no me gustaban tanto.

Su estatura era un poco superior a la media entre las mujeres. Empezaré por describirla. Era delgada, y maravillosamente grácil. Sólo que sus movimientos eran lánguidos… muy lánguidos… Aunque no había nada en su apariencia que delatara a una inválida. Su tez era dulce y radiante; sus facciones, pequeñas y hermosamente formadas; sus ojos grandes, oscuros y lustrosos; su pelo era absolutamente maravilloso: jamás he visto cabellera tan magníficamente densa y larga, cuando se la dejaba caer sobre la espalda; a menudo le pasé la mano por debajo, y me reí, asombrada, de lo que pesaba. Era el suyo un cabello fino y suave, de un rico color castaño muy oscuro, levemente dorado. Me gustaba soltárselo, cediendo a su propio peso, y, cuando estaba en su habitación, tumbada sobre su silla, hablando con su dulce voz baja, solía yo recogérselo y trenzárselo, y extenderlo, y jugar con él. ¡Cielos! ¡Si lo hubiera sabido todo!

He dicho que había detalles que no me gustaban. Te he contado que su confianza me conquistó la primera noche que la vi; pero descubrí que, respecto a sí misma, su madre, su historia, de hecho, respecto a todo lo relacionado con su vida, ejercía una reserva siempre alerta. Casi diría que yo era poco razonable, y quizás estaba equivocada; diría que debería haber respetado el solemne precepto impuesto sobre mi padre por la soberbia dama de terciopelo negro. Pero la curiosidad es una pasión infatigable y sin escrúpulos, y no hay muchacha capaz de soportar pacientemente que la suya se vea frustrada por otra muchacha. ¿Qué daño podía hacerle a nadie el que ella me contara lo que yo deseaba tan ardientemente conocer? ¿Es que no confiaba en mi buen sentido o en mi honor? ¿Por qué no habría de creerme cuando le aseguraba, tan solemnemente, que no divulgaría ni una sola sílaba de lo que me contara ante ningún ser viviente?

Había, según mi impresión, una frialdad impropia de sus pocos años en su sonriente negativa, melancólica y persistente, a concederme ni el menor rayo de luz.

No puedo decir que nos peleáramos sobre este punto, porque ella no se peleaba por ninguno. Era, naturalmente, muy poco digno por mi parte el apremiarla; muy maleducado; pero lo cierto es que no podía evitarlo; y hubiera sido mejor que dejara la cosa en paz.

Lo que me contó venía a reducirse, según mi poco razonable estimación, a nada en absoluto.

Todo ello se resumía en tres vagas revelaciones.

Primera: se llamaba Carmilla. Segunda: su familia era muy antigua y noble. Tercera: su hogar estaba en dirección al oeste.

No me dijo ni el apellido de su familia, ni cuáles eran sus blasones, ni el nombre de sus dominios, ni siquiera el del país en que vivían.

No vayas a suponer que la importunaba incesantemente con estos temas. Vigilaba las oportunidades, y más bien insinuaba que no forzaba mis indagaciones. A decir verdad; una o dos veces la ataqué más directamente. Pero fuera cual fuera mi táctica, el resultado era invariablemente un fracaso total. Tanto los reproches como las caricias se perdían con ella. Pero debo añadir que su evasión era llevada a cabo con una melancolía y unas imploraciones tan gentiles, con tantas, e incluso tan apasionadas, declaraciones de su afecto por mí y de su confianza en mi honor, y con tantas promesas de que acabaría por saberlo todo, que no podía inclinar mi corazón a estar ofendida con ella por mucho tiempo.

Solía rodearme el cuello con sus lindos brazos, atraerme hacia ella y, mejilla contra mejilla, murmurar, con sus labios junto a mi oído:

—Querida mía, tu corazoncito está herido; no me creas cruel porque obedezca a la ley irresistible de mi fuerza y mi debilidad; si tu querido corazón está herido, mi corazón turbulento sangra junto al tuyo. En el éxtasis de mi enorme humillación, vivo en tu cálida vida, y tú morirás…; morirás, morirás dulcemente… en mi vida. Yo no puedo evitarlo así como yo me acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros, y conocerás el éxtasis de esa crueldad que, sin embargo, es amor; de modo que, durante un tiempo, no trates de saber nada más de mí y lo mío: confía en mí con todo tu espíritu amoroso.

Y, después de cantar esta rapsodia, me apretaba más estrechamente en su tembloroso abrazo, y sus labios encendían mis mejillas con dulces besos. Sus inquietudes y su lenguaje eran ininteligibles para mí. De esos disparatados abrazos, que no se producían demasiado a menudo, debo admitir que solía desear liberarme; pero parecían faltarme las energías para ello. Sus palabras murmuradas sonaban como un arrullo en mis oídos, y ablandaban mi resistencia en un trance del que tan sólo parecía recobrarme cuando ella apartaba sus brazos.

No me gustaba cuando estaba en esos humores misteriosos. Experimentaba una extraña excitación tumultuosa que, siempre y de inmediato, era placentera, pero se mezclaba con una vaga sensación de miedo y repugnancia. No tenía yo ideas precisas acerca de ella mientras duraban estas escenas, pero cobraba conciencia de un amor que se transformaba en adoración, y también de aborrecimiento. Sé que esto es paradójico, pero no puedo intentar explicar de otro modo aquel sentimiento.

Escribo ahora, tras un intervalo de más de diez años, con mano temblorosa, con un confuso y horrible recuerdo de ciertos acaecimientos y situaciones a través de cuya prueba estaba yo pasando inconscientemente; mas, pese a todo, con una vívida y muy aguda rememoración del curso general de mi historia. Pero sospecho que en todas las existencias se dan ciertas escenas emocionales, aquellas en las que nuestras pasiones se han despertado más salvaje y terriblemente, y que, entre todas las demás, son las que más vaga y difusamente recordamos.

A veces, después de una hora de apatía, mi extraña y hermosa compañera me tomaba la mano y la retenía apretándomela cariñosamente, mirándome al rostro con ojos lánguidos y ardientes, y respirando tan aprisa que su vestido subía y bajaba con la tumultuosa respiración. Era como el ardor de un enamorado; me turbaba; era una cosa, y, sin embargo, irresistible; y, con mirada ansiosa, me atraía hacia sí, y sus cálidos labios recorrían en besos mis mejillas; y susurraba, casi sollozando:

—Eres mía, serás mía, y tú y yo seremos una para siempre.

Luego se dejaba caer nuevamente hacia atrás en su silla, tapándose los ojos con sus pequeñas manos, y me dejaba temblando.

—¿Es que somos parientes? —solía yo preguntarle—. ¿Qué pretendes con todo esto? Quizá te recuerdo a alguien a quien amas; pero no debes hacerlo, lo detesto; no te conozco…, no me conozco a mí misma cuando me miras y me hablas de ese modo.

Ella solía suspirar ante mi vehemencia, y luego volvía el rostro y me soltaba la mano.

Respecto a esas manifestaciones realmente extraordinarias, yo me esforzaba en vano por formar alguna teoría satisfactoria. No podía reducirlas a fingimiento o burla. Se trataba, inconfundiblemente, del estallido momentáneo del instinto y la emoción contenidos. ¿No estaría, pese a la espontánea negativa de su madre, sujeta a breves accesos de demencia? ¿No se trataría acaso de un disfraz y un romance? Yo había leído de cosas semejantes en viejos libros de cuentos. ¿Y si un amante masculino hubiera logrado introducirse en la casa, y tratara de conseguir sus fines con la ayuda de una vieja e inteligente intrigante? Pero había muchas cosas en contra de esta hipótesis, pese a ser tan interesante para mi vanidad.

Yo podía jactarme de no pocas de las atenciones que la galantería masculina se complace en ofrecer. Entre esos momentos apasionados había largos intervalos de situaciones normales, de cavilosa melancolía, durante los cuales, salvo por el hecho de que observaba sus ojos llenos de fuego melancólico mientras me seguían, había momentos en que hubiera podido no ser nada para ella. Excepto en esos breves períodos de misteriosa excitación, sus maneras eran infantiles; y siempre había en ella una languidez absolutamente incompatible con un organismo masculino en estado sano.

En ciertos aspectos, sus costumbres eran extrañas. Quizá no tan singulares en la opinión de una persona de ciudad como tú como para nosotros, que éramos gente rústica. Solía bajar muy tarde, generalmente no antes de la una; se tomaba una taza de chocolate, pero no comía nada; luego íbamos a dar un paseo, que era un mero haraganeo, y, casi inmediatamente, parecía agotada, y o volvía al schloss o se sentaba en alguno de los bancos situados, aquí y allí, entre los árboles. Era ésa una languidez corporal con la que su mente no concordaba. Era invariablemente una animada conversadora, y muy inteligente.

A veces, aludía por un instante a su hogar, o mencionaba un incidente o una situación, o un recuerdo temprano, que señalaban a una gente de extrañas maneras, y describía costumbres de las que nosotros no sabíamos nada. Deduje, por estos ocasionales atisbos, que su país natal era mucho más remoto de lo que al comienzo había imaginado.

Cierta tarde, mientras estábamos sentadas bajo los árboles, pasó junto a nosotras un cortejo fúnebre. Era el de una linda muchachita a la que yo había visto a menudo, hija de uno de los guardas del bosque. El pobre hombre caminaba detrás del féretro de su niña; era su única hija, y se le veía con el corazón destrozado. Detrás caminaban los campesinos, de dos en dos, cantando un himno fúnebre.

Me levanté en signo de respeto mientras pasaban, y me uní a ellos en el himno que cantaban muy dulcemente.

Mi compañera me sacudió un tanto brutalmente, y me volví, sorprendida. Me dijo, con brusquedad:

—¿No te das cuenta de lo discordante que es?

—Al contrario, me parece muy dulce —respondí, molesta por la interrupción, y muy incómoda por si la gente que componía el pequeño cortejo observaba lo que ocurría y se ofendía.

Reanudé el canto, en consecuencia, instantáneamente, y de nuevo me vi interrumpida.

—Me rompes los oídos —dijo Carmilla, casi coléricamente y tapándose los oídos con sus delgados dedos—. Además, ¿por qué supones que tu religión y la mía sean la misma? Tus formas me hieren, y odio los funerales. ¡Menudo alboroto! ¡Bueno, tú morirás!… Todo el mundo morirá; y todos serán más felices cuando lo hagan. Vayámonos a casa.

—Mi padre se ha ido al cementerio con el sacerdote. Yo creía que ya sabías que iban a enterrarla hoy.

—¿A ella? No me molesto por campesinos. No sé quién es —respondió Carmilla, con un destello fugaz en sus hermosos ojos.

—Es la pobre niña que imaginó ver un fantasma hace un par de semanas, y que ha estado muriéndose desde entonces, hasta que ayer expiró.

—No me cuentes nada de fantasmas. No dormiré esta noche si lo haces.

—Espero que no esté viniendo alguna plaga o fiebre; todo esto tiene demasiado ese aspecto —proseguí—. La joven esposa del porquerizo murió hace tan sólo una semana, y se imaginó que algo la agarraba de la garganta mientras dormía en su cama y casi la estrangulaba. Papá dice que esas fantasías tan horribles acompañan a ciertas formas de fiebre. Estaba perfectamente el día anterior. Luego enfermó, y murió en menos de una semana.

—Bueno, su funeral habrá terminado, espero, y el canto de su himno; y nuestros oídos dejarán de verse torturados por esa discordia y jerigonza. Me han puesto nerviosa. Siéntate aquí, a mi lado; tómame la mano; apriétala fuerte…, fuerte…, más fuerte.

Habíamos retrocedido un poco, y habíamos llegado a otro banco.

Allí se sentó. Su rostro experimentó un cambio que me alarmó e incluso me aterró por unos momentos. Se hizo sombrío, y se puso horriblemente lívido; tenía el ceño y los labios fruncidos mientras miraba hacia el suelo a sus pies, y temblaba de pies a cabeza con un continuo estremecimiento tan irreprimible como el del paludismo. Todas sus energías parecían tensarse para evitar un ataque contra el que libraba, jadeante, un combate supremo; y, finalmente, surgió de ella un prolongado grito convulsivo de sufrimiento, y, gradualmente, la histeria fue remitiendo.

—¡Mira! ¡Éste es el resultado de estrangular a la gente con himnos! —dijo, finalmente—. Sostenme, sostenme todavía. Ya se me pasa.

Y eso fue lo que ocurrió gradualmente; y, quizá para disipar la siniestra impresión que el espectáculo me había producido, se puso inusualmente animada y parlanchina; y volvimos a casa.

Era la primera vez que yo le había visto mostrar síntomas definibles de esa fragilidad de salud a la que había aludido su madre. Era también la primera vez que la veía mostrar algo parecido a la ira.

Ambas cosas se desvanecieron como nube de verano; y posteriormente, tan sólo una vez presencié un momentáneo signo de furia por su parte. Te diré cómo sucedió.

Ella y yo estábamos mirando por una de las largas ventanas del saloncito cuando entró en el patio, tras cruzar el puente levadizo, la figura de un vagabundo al que yo conocía muy bien. Solía pasar por el castillo, generalmente, dos veces por año.

Era la figura de un jorobado, con los rasgos agudos y secos que generalmente acompañan esta deformidad. Llevaba una barba negra en punta, y sonreía de oreja a oreja, mostrando sus blancos colmillos. Iba vestido con cuero negro y escarlata, y guarnecido con más correas y cintos de los que yo podía contar, colgando de ellos toda clase de objetos. Traía a su lado una linterna mágica, y dos cajas que yo conocía bien, en una de las cuales había una salamandra, y en la otra un dragón. Esos monstruos solían hacer reír a mi padre. Estaban formados por trozos de mono, loro, ardilla, pescado y erizo, secados y pegados con gran esmero y con efectos sorprendentes. Tenía un violín, una caja de aparatos de hechicería, un par de hojas de metal y máscaras atadas al cinturón, varias otras cajitas misteriosas que se columpiaban a su alrededor, y llevaba en la mano un cayado negro con contera de cobre. Su compañero era un perro peludo y seco, que le seguía muy de cerca, pero que se detuvo bruscamente, suspicazmente, ante el puente levadizo, y al poco rato se puso a aullar lúgubremente.

Entretanto, el charlatán, en medio del patio, se quitó su grotesco sombrero y nos hizo una muy ceremoniosa reverencia, saludándonos muy volublemente en un francés execrable y en un alemán no mucho mejor. Luego, sacando su violín, empezó a rasgar una tonada muy viva, cantando a su aire con divertida discordancia y bailando con gestos y ademanes cómicos que me hacían reír, a pesar de los aullidos del perro.

Luego avanzó hacia la ventana con muchas sonrisas y saludos, y, con el sombrero en la mano izquierda, el violín debajo del brazo y una fluidez no interrumpida ni para tomar aire, cotorreó un largo anuncio de todos sus talentos, y de todos los recursos de las distintas artes que ponía a nuestro servicio, y de las curiosidades y entretenimientos que tenía en su poder, esperando nuestras órdenes para mostrárnoslos.

—¿No les gustaría a mis señoras comprar un amuleto contra el upiro1, que, según me han dicho, anda suelto por este bosque como un lobo? —dijo, dejando caer su sombrero en el suelo—. La gente muere de ello a derecha e izquierda, y aquí tengo un encantamiento que jamás falla; basta con prenderlo de la almohada, y podrán reírse en sus narices.

Esos encantamientos consistían en unos fragmentos oblongos de pergamino, con signos cabalísticos y diagramas trazados en ellos.

Carmilla compró uno inmediatamente, y yo otro.

Él miraba hacia arriba, y nosotros le mirábamos hacia abajo, divertidas; al menos, puedo responder por mí misma. Sus penetrantes ojos negros, mientras miraba nuestros rostros, parecieron detectar algo que por un momento fijó su curiosidad.

Al cabo de un instante había desenrollado un paquete de cuero, repleto de toda clase de pequeños instrumentos de acero.

—Vea, mi señora —dijo, exhibiendo aquello y dirigiéndose a mí—. Profeso, entre otras cosas menos útiles, el arte de la dentistería. ¡Maldito sea el perro! —interpoló—. ¡Cállate, bestia! Aúlla de tal modo que mis señoras apenas podrán oír ni una sola palabra. Su noble amiga, la joven dama a vuestra derecha, tiene dientes muy afilados… Largos, finos, puntiagudos, como una lanza, como una aguja; ¡ja, ja! Con mi vista aguda y certera, mirando hacia arriba, lo he visto claramente; pues bien, si resulta que esto molesta a mi joven señora, y pienso que sí, aquí estoy yo, aquí está mi lima, aquí mi punzón, aquí mis pinzas; los voy a redondear y a hacer romos, si mi señora lo desea; ¡no más dientes de pez, sino de hermosa joven que es! ¿Eh? ¿Se ha disgustado la joven dama? ¿He sido demasiado atrevido? ¿La he ofendido?

La joven dama, a decir verdad, parecía muy irritada cuando se apartó de la ventana.

—¿Cómo se atreve ese charlatán a insultarnos? ¿Dónde está tu padre? Le pediré que haga justicia. Mi padre lo hubiera atado a la bomba de agua y lo hubiera azotado con un látigo para caballos, y le hubiera quemado hasta los huesos con hierro al rojo con el blasón del castillo.

Se apartó uno o dos pasos de la ventana, y se sentó; y, apenas hubo perdido de vista al ofensor, su ira se disipó tan súbitamente como había surgido, y volvió gradualmente a su tono normal, pareciendo olvidarse del pequeño charlatán y de sus tonterías.

Mi padre estaba aquella noche de humor abatido. Al llegar nos contó que se había producido otro caso muy similar a los dos casos mortales que habían tenido lugar últimamente. La hermana de un joven campesino de sus dominios, a tan sólo una milla, estaba muy enferma; según la descripción de la propia enferma, había sido atacada casi del mismo modo, y estaba ahora empeorando lenta, pero constantemente.

—Todo esto —dijo mi padre— hay que referirlo estrictamente a causas naturales. Esa pobre gente se contagian unos a otros con sus supersticiones, y de este modo repiten, en su imaginación, las imágenes de terror que han atormentado a sus vecinos.

—Pero esa misma circunstancia la asusta a una horriblemente —dijo Carmilla.

—¿Cómo eso? —inquirió mi padre.

—Tengo mucho miedo de imaginarme que veo cosas como ésas; creo que sería eso tan malo como la realidad.

—Estamos en manos de Dios. Nada puede suceder sin su permiso, y todo terminará bien para los que le aman. Es nuestro justo creador; Él nos ha hecho a todos, y cuidará de nosotros.

—¡Creador! ¡Naturaleza! —dijo la joven dama, en respuesta a mi padre—. Y esta enfermedad que invade el país es natural. Naturaleza. Todas las cosas proceden de la Naturaleza… ¿No es cierto? Todas las cosas, en el cielo, en la tierra, y debajo de la tierra, actúan y viven tal como ordena la Naturaleza: esto es lo que creo.

—El médico dice que vendrá hoy —dijo mi padre, después de un silencio—. Quiero saber qué piensa de esto, y qué cree mejor que hagamos.

—Los médicos no me han hecho nunca bien —dijo Carmilla.

—Entonces, ¿has estado enferma? —pregunté.

—Más de lo que tú hayas estado nunca —respondió.

—¿Hace mucho?