8 Hilos - Maximiliano Fratino - E-Book

8 Hilos E-Book

Maximiliano Fratino

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Beschreibung

Lucas lo tenía todo: fama, dinero y, sobre todo, futuro. Con 17 años recién cumplidos, es el capitán de polo más joven y talentoso de la historia. Es diciembre; se acerca un verano de playa, fiestas y nada de obligaciones; en eso piensa mientras disputa un partido de exhibición. Pero, de pronto, se marea, resbala del caballo y todo a su alrededor parece apagarse. Cuando abre los ojos, está en una clínica, a punto de oír un diagnóstico devastador. Trasladado a un hospital público bastante deprimente, único en el continente donde se trata su enfermedad, Lucas deberá atravesar experiencias que pondrán a prueba su valentía. Tiene un compañero de cuarto que parece un espectro, hay un enfermero que no lo deja dormir, los tratamientos lo agotan, tiene pesadillas y de noche pasan cosas muy extrañas en los pasillos del Hospital Gomero. Misteriosamente, sus recorridos nocturnos y cada persona que se cruce en el camino guiarán a Lucas en un aprendizaje para descubrir la trama secreta de su propia fuerza, el tejido sutil de su ser más auténtico. En 8 hilos. Desandando el camino, Maximiliano Fratino nos invita a mirar más allá de la adversidad y descubrir el poder transformador que todos llevamos dentro.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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“Todos somos parte de todo. Todos somos lo que nos rodea. Nos vemos, Lucas. Estás listo para volver solo.”

Lucas lo tenía todo: fama, dinero y, sobre todo, futuro. Con 17 años recién cumplidos, es el capitán de polo más joven y talentoso de la historia.

Es diciembre; se acerca un verano de playa, fiestas y nada de obligaciones; en eso piensa mientras disputa un partido de exhibición. Pero, de pronto, se marea, resbala del caballo y todo a su alrededor parece apagarse. Cuando abre los ojos, está en una clínica, a punto de oír un diagnóstico devastador.

Trasladado a un hospital público bastante deprimente, único en el continente donde se trata su enfermedad, Lucas deberá atravesar experiencias que pondrán a prueba su valentía. Tiene un compañero de cuarto que parece un espectro, hay un enfermero que no lo deja dormir, los tratamientos lo agotan, tiene pesadillas y de noche, pasan cosas muy extrañas en los pasillos del Hospital Gomero.

Misteriosamente, sus recorridos nocturnos y cada persona que se cruce en el camino guiarán a Lucas en un aprendizaje para descubrir la trama secreta de su propia fuerza, el tejido sutil de su ser más auténtico.

En 8 hilos. Desandando el camino, Maximiliano Fratino nos invita a mirar más allá de la adversidad y descubrir el poder transformador que todos llevamos dentro.

Maximiliano Fratino nació en Buenos Aires, en 1987. Es escritor y productor audiovisual.

Cuando tenía 15 años, le diagnosticaron leucemia linfoblástica aguda, por lo que estuvo varios meses internado en el Hospital Garrahan. Esa experiencia lo marcó profundamente y plantó en él la semilla de la escritura.

En 2019, fundó Setunum Producciones, compañía que se destaca a nivel internacional por la creación de historias y producciones audiovisuales.

8 hilos. Desandando el camino es su primera novela.

NOTA DEL AUTOR

 

Esta novela está inspirada en hechos reales. Cambié algunos nombres, modifiqué hechos, me sumergí en la ficción, pero la transformación del protagonista es muy parecida a la que viví.

M. F.

Because a vision softly creeping

Left its seeds while I was sleeping

 

The Sounds of Silence, Simon & Garfunkel

1

Sol a pleno, tribunas colmadas. Una de esas tardes calurosas de diciembre en Buenos Aires. Ni una nube.

Predominaban el blanco y el beige en las tribunas. Y los sombreros. Mucho panamá y gorros de pescador. Esa armonía se interrumpía por los gritos de aliento que retumbaban casi tanto como los cascos enloquecidos de los caballos.

Lucas no veía nada más que la bocha, el enredo de patas de los caballos, los tacos entreverados y, por supuesto, el arco rival, listo para caer otra vez gracias a él: Lucas Kalmus, el capitán de polo más joven del mundo y de la historia del deporte. Puro talento concentrado en su metro setenta y cinco –y subiendo–, el cuerpo fibroso, el pelo al viento, sonrisa perfecta y 17 años recién estrenados que hacían más increíble el magnetismo que irradiaba. Esa confianza, esa seguridad en sí mismo. Un purasangre. Como Trueno, su caballo, el bayo árabe que ya era leyenda.

Confiado, superó sin mucho esfuerzo a sus rivales y anotó el último gol de la tarde con el arco libre. Victoria asegurada segundos antes de que la campana marcara el final del partido. Listo. El Abierto de Polo en el bolsillo. Y con eso, la Triple Corona. Por primera vez y en el primer intento. Y en su cumpleaños.

El capitán del Club de Polo Aurora rodeó la cancha en un trote corto, elegante, para prolongar el griterío de las tribunas y el festejo alocado de sus compañeros. El color castaño de su pelo parecía brillar en contraste con la camiseta rosa del equipo.

Lucas, número tres en la espalda, trotó confiado al centro del campo. Ahora sí, as en la manga, se detuvo a mirar a su alrededor. Allí estaba Florentino, su abuelo, bien visible, por supuesto. Seguramente estuvo todo el partido dando indicaciones que él nunca escuchó. Debió haber gritado como un loco, insultando al árbitro, al equipo contrario y hasta a los propios. Así era él. Presente, demasiado presente, obsesionado con el tiempo (el de Lucas), defensor de esa ideología del ganador, en que solo importa el primer lugar, la copa, el podio, ser el mejor y al enemigo, ni justicia, como decía siempre.

Junto a Florentino, Julia, su mamá. Eso era más raro. Casi nunca iba a verlo jugar, pero, claro, una final del torneo de polo más importante del mundo no se comparaba con nada.

Lucas sacudió la cabeza como para espantar esos pensamientos. Aflojó el casco y dejó que descansara en su espalda. Siguió rodeando la cancha, trote corto y lento, taco en alto y la sonrisa enorme, sobradora, que confirmaba todo lo que él ya sabía: que iban a ganar, que él iba a ser otra vez el MVP, que ya podía contar la Triple Corona entre sus logros –primer intento: palo y a la bolsa– y que él seguía batiendo récords.

–… que de la mano de Lucas Kalmus…

–Dale campeón, dale campeón…

–Oooo Lucas Kalmus es un sentimiento…

–Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz…

Le cantaban a él. Solo a él. Impresionante.

Sus compañeros de equipo se le acercaron, también al trote. El más joven de los tres le llevaba siete años. Era mucha la diferencia, pero todo desaparecía cuando estaban montados y jugando. No se veían mucho fuera de la cancha, ahí sí aparecían los mundos distintos. Cada cual con su vida. Pero la relación era buena, se entendían. Los cuatro llegaron al palenque felices, cantando, riéndose. Desensillaron y empezaron los abrazos entre todos los integrantes del equipo: jugadores, petiseros, amigos, familia. Pero tenía que ser un festejo corto, porque era el momento del podio.

Florentino no paraba de hablar. Parecía el dueño del Aurora. Todos lo saludaban y lo felicitaban también a él.

–Bueno, basta de tanto abrazo –dijo Florentino–. ¡Al podio, señores, que los están esperando!

–Relax, Florentino, que no van a empezar sin nosotros –lo tranquilizó Gonzalo que era el más cercano a Lucas entre los compañeros del equipo.

Lo querían. Florentino se comprometía al 100% y se sentía uno más del Aurora. Todos respetaban eso. Pertenecía, a su manera. No tenía un pasado de estancias, ni apellidos patricios, ni dinero viejo. Era un inmigrante italiano trabajador, perseverante; en cierto modo, un nuevo rico que construyó su fortuna a fuerza de trabajo, rigor y mucha fe. Era el padre de Julia y la única figura masculina en la familia de Lucas, porque su padre se había borrado hacía diez años. Sencillamente, su papá ya no era parte del clan. Lucas solo conservaba su apellido y ningún recuerdo.

A Florentino le debía casi todos los aprendizajes, el hambre de éxito y el amor por los caballos. También la disciplina. Su abuelo era el campeón de la última palabra, el rey del “esto es así porque yo lo digo”. Y era un hombre de acción, cualidad que Lucas respetaba. Si algo se rompía, lo arreglaba. Cuando faltaba una cosa, la conseguía. Era así. Y así se había ganado el respeto de su patrón, don Bermejo, un estanciero para el que trabajó como peón y que le enseñó todo sobre hacienda, tambos y caballos, especialmente caballos, desde la crianza hasta la venta. Y así también, con todo ese conocimiento, se convirtió en un referente en la cría y comercialización de purasangres.

Vio potencial en su nieto. No es nada raro que una persona tan atenta a los ciclos de la vida, tan pendiente del ejemplar distinto, detecte la madera de un campeón, el talento del potrillo, el retoño maravilloso. Y Lucas, desde muy temprano, le había provocado una emoción que creía olvidada: asombro. El chico había superado con creces todos sus pronósticos. Era un número uno natural. Indiscutible. Y para intensificar ese fuego, Florentino se había ocupado de alimentar sus fortalezas y mantener a raya las debilidades.

Cuando era muy chico, le enseñó a jugar al ajedrez: inteligencia, concentración, calcular la movida del adversario, anticipar. Lucas era un número uno también en ese juego. En poco tiempo, le ganaba a Florentino. Y a todo el que se pusiera enfrente.

No quería que su nieto tuviera mentalidad de débil. Había una vida mejor ahí afuera, solo había que dar el salto. Y eso hizo Lucas, de la mano de Florentino, cuando se subió por primera vez a un caballo y se inició en el polo.

Ese fue su pasaporte a una clase de vida y de relaciones que ni siquiera la plata puede comprar. El polo sí. Y ese salto los benefició a todos. No eran muchos, la verdad. La mamá de Julia murió a los pocos días del nacimiento de Lucas. Y él siempre se preguntaba cómo habría sido tener una abuela. La imaginaba cariñosa, cómplice, menos dispersa que su madre, que siempre parecía preocupada por algo que estaba más allá de la comprensión del resto, algo abstracto, irreal.

Florentino no era irreal ni abstracto. Concreto, sólido, contundente. E irritable. Y precisamente, como no querían irritarlo, los cuatro campeones empezaron a caminar lentamente hacia el lugar donde les iban a entregar la copa.

Cuatro jinetes ya sin caballos, pero todavía elevados por el aura incomparable del triunfo. Con cada paso que daban, aumentaba el griterío de la hinchada.

Llegaron al podio sin apuro. Los subcampeones –Club de Polo La Baguala– los esperaban pacientes. Saludaron con toda compostura, tratando de ocultar la decepción por el segundo puesto.

Y entonces sí, la copa en alto, el champagne que empapó a todo el mundo, las carcajadas, los saltos, los cantitos victoriosos. Una fiesta que recién empezaba.

Lucas bajó del podio a contestar brevemente –y a desgano– las preguntas de los periodistas. Trató de sacárselos de encima lo antes posible. Le dolía un poco la cabeza. ¿Deshidratación, quizás? Mucho calor, demasiadas emociones. Quería descansar un rato antes del descontrol que habían planeado para la noche.

–¡Acá, Lucas! Para ESPN. Sin duda, hasta ahora este es el triunfo más impactante de tu carrera. Felicitaciones por la copa y muy feliz cumpleaños. ¿Te imaginabas algo así?

–La verdad que sí. Me lo imaginaba. Tenía toda la fe del mundo y estaba seguro de que lo íbamos a lograr.

–Para Fox Sports. La rompiste. ¿Cómo te sentís después de una performance casi sobrenatural?

Lucas buscó la mirada del periodista y después la cámara. Una sonrisa sobradora iluminó su cara y no lo dudó:

–No fue sobrenatural, fue otro día en la oficina.

Y se alejó riendo para sus adentros, consciente del impacto de su actitud. Amor y odio por partes iguales, admiración y rechazo. La marca del ídolo.

Era así, para qué negarlo. Empezó su carrera de polista profesional con 10 de hándicap a los 15. Un año después era el capitán del equipo. Nunca visto. Ser el mejor jugador de polo de la Argentina era lo mismo que ser el mejor del mundo. El chico récord, al que no le quedaba grande ningún desafío. Para qué fingir una humildad que no sentía.

El mundo lo sabía, él lo sabía. No tenía sentido simular gestos de modestia ni decir “la suerte estuvo de nuestro lado”, “el triunfo es del equipo”, “el grupo está por encima de cualquier logro individual”, “es un orgullo enfrentar a rivales así”. Estupideces. Frases hechas. Aurora era el mejor equipo del mundo porque lo tenían a él. Así de claro.

Una puntada dolorosa. Se llevó la mano a la frente para atenuar ese pinchazo traicionero. Tenía la boca seca, le dolía la garganta. No me voy a engripar justo ahora, pensó.

Se fue alejando lentamente mientras disfrutaba con los murmullos de admiración a su paso. Sus mejores amigos ya estaban en las caballerizas, ayudando a desensillar y despidiéndose entre abrazos de todo el equipo. Era el momento de hacer planes para el doble festejo de la noche. Fiestón en puerta, y en su casa. Somos locales otra vez. Nunca visitante.

Gracias a la fortuna que había logrado Florentino, vivían en uno de los countries más codiciados de la Argentina, en Pilar. Tenía cancha de polo, lo que le había permitido a Lucas entrenar desde muy chiquito. Estaba lleno de famosos –deportistas, políticos, artistas– y también de no famosos con mucho dinero, mucho campo, muchos apellidos.

La casa era espectacular. Se habían mudado hacía no tanto, dentro del mismo country. Del típico chalet sin pretensiones, pero muy “decorado”, habían pasado a una casa moderna, minimalista, diseñada de punta a punta por un arquitecto famoso. Jardín a cargo de paisajistas, piscina enorme, cuartos en suite con vestidor. Florentino se había encargado de todo y Julia lo sufría: no le gustaba depender de su padre. Era contadora y trabajaba como loca, a toda hora, todos los días. Y por eso no tenía tiempo de seguir tan de cerca la carrera de su hijo. Pero cómo hacerle entender a un adolescente que se sentía el centro del mundo –y el mundo no colaboraba para que viera las cosas de otro modo– que ese sacrificio tenía un sentido. A fuerza de repetir frases como “cuando seas más grande vas a entender por qué es tan importante no deberle nada a nadie”, se había convertido en la aguafiestas de la familia. Esas noches trabajando hasta tarde, examinando números con rigor casi forense, solo provocaban fastidio y reacciones despectivas. Es que una sola publicidad que filmaba Lucas generaba más ingresos que tres meses de trabajo de Julia. Así que la frase “otro día en la oficina” tenía un significado completamente distinto para ella que cuando la decía su hijo. Matices.

Lo admiró de lejos, consciente de que cada día se le escapaba un poco más. Era más del abuelo que de ella. En un momento cruzaron miradas y Lucas la saludó, sonrisa gigante, pero enseguida Florentino entró en el campo visual y la complicidad madre-hijo se esfumó. Ella se estaba convirtiendo en una especie de amiga de la familia y perdía terreno mientras su padre ocupaba toda la escena.

Lucas pasó un brazo sobre los hombros de Florentino y caminaron juntos un trecho. Cada vez hacía más calor. El casco le pesaba sobre la espalda. La ropa le raspaba. Pero, contagiado del temple de su abuelo, decidió que un campeón de la Triple Corona no tenía espacio para las debilidades.

Diciembre. Qué buen mes. Después de Navidad y Año Nuevo, Punta del Este. Va a ser el mejor verano de mi vida, pensó. Hasta ahora. Todos los que vengan van a ser uno mejor que el otro. El mundo es mío.

¿Y el futuro también, Lucas?

Florentino fue a reunirse con Julia y Lucas caminó confiado hacia sus amigos, el gesto algo tenso por el dolor de cabeza persistente y un malestar que se acentuaba cada vez más.

–¡Ahí viene el winner! –gritó Martín, que también jugaba al polo en el Aurora y tenía grandes posibilidades de que lo subieran al primer equipo.

–Yes! –contestó–. A punto de juntarse con los losers.

–Sos infumable –le dijo Martín y simuló darle una trompada.

Siguieron así un rato, entre bromas, risas y planes para la noche.

***

La fiesta fue inolvidable. Un asado monumental, mesas en el jardín, descontrol total de música, alcohol, muchos invitados, y una euforia generalizada que no parecía atenuarse con el paso de las horas.

Julia estaba preocupada por los vecinos. No quería quejas ni miradas de desaprobación. Tenía la esperanza de mejorar su vida social, disfrutar de una buena reputación. Su padre y Lucas se burlaban de sus temores: era la madre del número 1 del polo. Mejor carta de presentación que esa, imposible. Y Lucas Kalmus tenía licencia para hacer lo que le diera la gana. Como decía siempre Florentino, “Es preferible pedir perdón antes que pedir permiso”.

Algo en esa actitud preocupaba a Julia, pero le costaba defender sus opiniones. Por eso no pudo hacer nada para oponerse a la decisión de Florentino de regalarle una camioneta de lujo a Lucas por su cumpleaños. Solo protestó con un débil “Me parece un disparate, es chico para tener una camioneta así”. Florentino ni siquiera se molestó en discutir. Se limitaba a observar la fiesta. No había reparado en gastos. Varias mesas cercanas esperaban a los invitados que en esos momentos previos a la comida preferían circular, copas de champagne en mano, entre la gente, riendo, charlando.

Era una noche cálida, estrellada, todo invitaba a disfrutar. La música era agradable, estimulante. Florentino buscó a su nieto entre la gente. Lo descubrió enseguida, rodeado de chicos entre los que estaban sus tres amigos inseparables: Martín Iraola, Kevin Aranguren y Felicitas Beltrán. Compartían colegio, el Union High School, las vacaciones, las salidas.

Martín y Lucas eran compañeros de colegio y hacían todo juntos. Los Iraola tenían campo y su fortuna provenía de allí, como también la pasión por los caballos. Martín montaba con la naturalidad que dan las costumbres familiares: todos los Iraola aprendían a andar a caballo antes que a caminar, y el polo era el paso siguiente, eso no estaba en discusión. La aparición de Lucas Kalmus en escena, con su talento sobrenatural, solo había retrasado un poco las cosas, pero los Iraola sabían esperar; ya llegaría el día en que lo subieran al primer equipo.

La relación con Kevin era diferente. Muy cercanos, eso sí, pero a Kevin solo le interesaba el polo como evento social. El menor de la familia Aranguren –eran cuatro varones– era el mayor del grupo de amigos. Tenía un año más, ya había terminado el colegio y se dedicaba full time a las relaciones públicas, donde siempre había demostrado una destreza especial. Se movía en varios círculos: el del polo, el del arte, el de las finanzas, el de los apellidos. Era sofisticado, modales impecables, sabía siempre qué decir. Y era hábil para no mezclar esos mundos que, por otra parte, tenían un denominador común: el dinero, la buena vida. Kevin conocía a mucha gente y con cada persona de cierta influencia que se cruzaba en su vida mantenía el mismo tipo de relación: amable, pero superficial. Era el invitado ideal para una comida elegante, una fiesta, un evento. Y siempre decía que sí. Su cercanía con Lucas le dio todavía más lustre social y, por supuesto, Kevin sacaba rédito. Cuando conseguía llevar a Lucas a alguna fiesta, su reputación se iba por las nubes.

En cuanto a Felicitas, se conocían desde chicos. Eran vecinos del country, con todo lo que eso significaba: los dos aprendieron a nadar al mismo tiempo en la pileta del club, compartían picnics, campamentos, vacaciones. Y a medida que crecieron, la amistad se fue convirtiendo lentamente en una especie de noviazgo que los mayores veían con buenos ojos y también con cierta resignación anticipada: “Son demasiado jóvenes, no van a durar”, “Qué pena que son tan chicos, porque van a querer conocer a otras personas más adelante”. La madre de Felicitas era la que más lo lamentaba. Lucas era el yerno ideal: espléndido, exitoso, con un futuro prometedor. Junto a él, Felicitas podría tener la vida que merecía. Siempre le decía a su hija: “Marry your neighbor”,1 frase que, en este caso, además del sentido metafórico, reforzaba el significado literal. Lucas no solo compartía con Felicitas el círculo social, el buen colegio, un estilo de vida, sino que era precisamente su vecino. ¡Qué fácil, qué agradable sería todo si las familias se unían a través de un matrimonio! Y Felicitas estaba embobada con él. No le sacaba los ojos de encima, les marcaba el territorio a las otras chicas, colgándose de su brazo, sacándose selfies con él, abrazándolo, diciéndole “amor”.

Las cosas eran menos claras para Lucas. Le costaba definir sus sentimientos. ¿La quería? Bueno, por supuesto que la quería, pero quizás más como amiga que como novia. ¿Por qué estaba con ella? ¿Lo halagaba que la chica más popular de su núcleo social lo hubiera elegido a él? Porque para Felicitas las cosas sí estaban claras: él era su novio. Era bastante dominante y estaba acostumbrada a hacer su voluntad. La pregunta que Lucas no quería hacerse era si estaba con ella por lo difícil que era no ceder a sus caprichos. Pero se conocían de tan chicos… Eso también pesaba: la infancia compartida, los juegos, el colegio. Felicitas estaba en su vida desde siempre.

Y ahí estaban los cuatro, inseparables, en la fiesta del flamante campeón. Felicitas filmaba todo con su teléfono, Martín y Lucas brindaban y se reían, Kevin hablaba con todo el mundo como si fuera el anfitrión.

–¡Vengan, chicos, saquémonos una foto! –Las órdenes de Felicitas se cumplían en el acto–. Quiero un recuerdo de esta noche inolvidable.

Le pasó el teléfono a uno de los invitados y posaron los cuatro. Lucas con Martín a su izquierda, Felicitas a su derecha y Kevin, que era el más alto, un poco por detrás, para que Lucas quedara bien en el centro de la foto.

Cuatro sonrisas, cuatro copas en alto, la imagen del triunfo, del éxito, de la alegría. Y champagne, la bebida de los campeones.

Florentino sonrió. El magnetismo de Lucas en su propia fiesta hacía pensar en muchas cosas, pero claramente no en un casamiento. Su nieto tenía que vivir, divertirse, triunfar, enamorarse, desenamorarse, sufrir por amor, hacer sufrir a alguien, volver a enamorarse, y mucho después, sentar cabeza. El mundo iba a hablar de él. Tenía que viajar. Ya lo veía en Inglaterra, con la realeza, tan fanática de los caballos y el polo, lo imaginaba yendo y viniendo por Europa, Estados Unidos, los países árabes… Su nieto iba a conquistar el mundo, estaba seguro. Y quiso retener en su memoria la imagen de ese Lucas de flamantes 17 que recién empezaba a mostrarle al universo entero de qué madera estaba hecho.

El cumpleaños 17 de Lucas quedaría en la memoria de todos por muchas cosas, sobre todo, por lo que pasó unos días después.

1 Casate con tu vecino.

2

No todo era fiesta, también había compromisos. Por contrato con varias marcas que esponsoreaban al equipo, el Aurora estaba obligado a jugar algunos amistosos. Esa era la parte que a Lucas no le hacía nada de gracia. Hubiera preferido festejar un poco más la Triple Corona, Navidad en familia, pasar Año Nuevo en Punta del Este y quedarse allá durante todo enero, pero así de dura era la vida del campeón: a mayor resultado, mayor recompensa; a mayor recompensa, mayor exigencia y, a mayor exigencia, menos tiempo libre.

El capitán del Aurora odiaba que los inversores fueran dueños de su tiempo, que le manejaran la agenda, que lo obligaran a ir y sonreír en una cantidad de eventos aburridos; sobre todo, odiaba tener que jugar con equipos de polo mediocres. Pero sí le gustaba que lo admiraran, que le pidieran autógrafos, que lo trataran como a un dios.

Una semana después de la Final del Abierto, llegó el partido de exhibición en donde Lucas era la atracción principal. Lo bueno era que Martín iba a jugar. Hacía rato que lo estaban probando en el Aurora; tenía futuro, no era un talento como Lucas, pero montaba bien, dominaba la técnica y era disciplinado para entrenar. Era una buena oportunidad para Martín y Lucas estaba contento.

Había puesto el despertador a las nueve a pesar de que se había acostado temprano, pero no lo oyó. Lo despertó un rayo de sol que le cayó directo a los ojos. Lucas se tapó la cabeza con la almohada. Estaba muy cansado. Demasiada fiesta, demasiados triunfos y todo eso pasaba factura.

Se levantó embotado, prácticamente se arrastró hasta el baño; el agua fría en la cara lo despabiló bastante. Se secó mirándose al espejo. Tanta azúcar te va a arruinar los dientes. ¿De dónde había salido esa frase? De la tribuna, en el campo de polo. Un señor se la decía a su hijo. Sí, de ahí salió.

Tomó el cepillo de dientes, como obedeciendo. Al abrir la boca, sintió una molestia. Se palpó el cuello y notó los ganglios inflamados. Ya le había pasado una vez, con una angina que lo dejó fuera de combate una semana entera. Bajó corriendo a decirle a Florentino, que ya estaba preparando la camioneta para salir.

–Lucas, no es nada. Venís de unos días de mucho esfuerzo físico y demasiados festejos. Tomate un ibuprofeno y vas a ver que se te pasa enseguida.

–Ok. ¿Mamá no viene?

–Sí, la lleva Clara, y va también otra amiga. Llegan sobre la hora, desde el centro.

Qué bueno, pensó Lucas. Quería que su madre se diera cuenta de todo lo que había logrado en tan poco tiempo.

Cuando llegaron al campo de polo, fue directo a los vestuarios. En cuanto abrió la puerta, un mareo repentino lo obligó a apoyarse contra la pared. Sentía náuseas, un sudor frío le recorría el cuerpo de punta a punta y le costaba respirar.

Así lo encontró Martín. Lo vio tan pálido que se asustó.

–¡Lucas! ¿Estás bien? ¿Qué te pasa? –le preguntó bastante alarmado.

–Hola… Nada, nada, estoy bien, un poco mareado. Es que me dormí y no desayuné.

–¡Pero sos tarado! Mirá si perdemos el partido de exhibición… Creo que tengo una barrita de cereal. Comela ya mismo y recuperá tu personalidad.

Aceptó la barrita sonriendo y la comió lentamente, tratando de aquietar la respiración. Empezaba a sentirse mejor.

–No vamos a perder –le dijo a Martín.

–Más te vale. Para vos este partido no significa nada, pero para mí es todo. Si hago las cosas bien, a lo mejor me suben al equipo.

–Olvidate. La vamos a romper.

Salieron juntos de los vestuarios. El calor era insoportable. Última vez que acepto jugar un partido de estos al mediodía, pensó Lucas. Llegaron a los palenques. Allá estaba Florentino, dando consejos y mirando el reloj. Los caballos estaban listos. Solo con ver a Trueno a Lucas le cambió el humor. La mirada serena del caballo le transmitió tranquilidad, paz. Lo montó de un salto y trotó hacia la cancha con decisión, seguido por el resto del equipo. Como siempre, el capitán marcando el ritmo.

Las tribunas estaban llenas. Lucas paseó la mirada por la multitud buscando a Julia. La encontró enseguida, en primera fila, con dos amigas. En cuanto lo vio, le hizo señas con la mano. Sonreía orgullosa.

Sonó el silbato y empezó el partido. Todo va a estar bien, pensó Lucas. En la cancha era él como en ningún otro lado: totalmente concentrado, casi un solo cuerpo con Trueno, recorriendo el campo como un rayo, sin miedo, confiado, el torso inclinado en una postura imposible para adueñarse de la bocha. En esos momentos, desaparecía todo. Solo él y Trueno, el ruido de cascos, los tacos, la bocha. Y el galope furioso hacia el arco rival. Y enseguida el tanto, los aplausos, el trote corto, los festejos. La felicidad de estar haciendo lo que más le gustaba. Tanta azúcar te va a arruinar los dientes. De nuevo esa frase.

Por fin, el último chukker; faltaban minutos para el cierre del partido. Cero nervios, por supuesto; el otro equipo sencillamente no era rival, tan solo un sparring para que Lucas rompiera sus propios récords. Había que buscar motivación como fuera. Como siempre, ponía todo; Lucas no se guardaba nada en la competencia. Otra vez llevaba la bocha solo a toda velocidad. La respiración de Trueno se aceleraba y la de Lucas también. De pronto se sintió ahogado. Veía mal, una especie de nube le tapaba los ojos. Se pasó el brazo por la frente para secarse la transpiración. El casco voló, dio vueltas en el aire y aterrizó en el medio de la cancha, levantando polvo y murmullos. A lo mejor fue eso lo que rompió la armonía entre jinete y caballo, porque el cuerpo de Lucas empezó a rebotar sobre el animal, hasta que se deslizó, cayó y quedó bajo las patas de Trueno. El caballo, para no aplastarlo, hizo un movimiento brusco, pisó mal y se oyó un crac estremecedor: su pata derecha se dobló como un papel y Trueno se desplomó al lado de Lucas. Hubo un silencio total que se rompió enseguida con los gritos de la gente.

Trató de abrir los ojos, necesitaba ver a su mamá. La divisó entre una especie de niebla, bajando de las tribunas y corriendo a su lado con cara de desesperación. El capitán quería hablarle, pero no podía: un zumbido penetrante lo aturdía. Quería mirarla, pero se le hacía difícil. Las imágenes parecían alejarse cada vez más; con cada pestañeo, todo se apagaba. Apenas veía a Julia, la cara aparecía distorsionada, como detrás de un vidrio opaco. Y después nada. Se desmayó.

Blackout.

***

Lo despertó un ruido molesto, continuo, desagradable, como a estática, a desperfecto eléctrico. Abrió los ojos, pero tuvo que cerrarlos enseguida por el resplandor que lo cegó. Tenía una especie de tubo fluorescente sobre la cabeza. Enseguida oyó la voz de Julia, que lo tranquilizaba.

–Hijo, te desmayaste en el partido. Ahora estamos en una clínica. Te trajimos para que te revisaran.

De a poco fue acostumbrándose a la luz. Allá estaban Florentino y su mamá. Y un desconocido. Médico, claro, con el guardapolvo inconfundible, el estetoscopio colgado al cuello y cara de circunstancia. Un clásico. Se incorporó en la cama.

–Despacio, despacio –dijo el doctor.

Lucas lo ignoró. Se sentó con la espalda bien recta, se pasó una mano por el pelo con un gesto que ya era como su marca personal y les sonrió a todos.

–Ok, sí. Me desmayé, ¿no? Me pasé un poco con los festejos del Abierto, el cumpleaños, el partido de exhibición, el final del año, la final del año… –Nadie reaccionó ante el chiste–. Pero, bueno, ya me siento bien. –Miró directo a Florentino–. ¿Cómo está Trueno? ¿Quién lo está cuidando?

–No te preocupes por Trueno ahora y escuchá al doctor que te va a contar lo que te pasó.

Iba a contestar con un comentario cortante, no tenía ganas de escuchar ninguna explicación. Se quería ir, ver a Trueno, asegurarse de que estuviera bien, pero cuando vio la cara de Julia, se le pasaron las ganas de mostrarse desafiante. Miró a su alrededor. Un cuarto impecable, grande, moderno. Todo parecía nuevo: las sábanas, los muebles, los sillones para las visitas. La ventana, enorme, daba a un jardín; había flores, el pasto parecía recién cortado. Después buscó la mirada de su madre. Imposible. Julia agachaba la cabeza como para evitar sus ojos. ¿Lloraba? Recién entonces se dignó a mirar al médico.

–Hola, Lucas. Un placer conocerte. Soy el doctor Antonio Blaquier. Estás en la Clínica Del Valle. Entraste por la guardia después de esa caída que fue producto de un desmayo. El golpe no te provocó ninguna lesión.

–Perfecto. Qué bueno. Entonces ya nos podemos ir, ¿no?

–No, antes tenemos que hablar un poco.

Julia lloraba, definitivamente, esta vez sin disimular. Florentino estaba serio; no podía quedarse quieto en el asiento. Tenía un vaso de plástico en la mano y lo estrujaba sin parar. Lucas miró otra vez al médico.

–Lucas, no tenés fracturas, es cierto, pero quisimos saber por qué te desmayaste. Mientras estabas inconsciente, te sacamos sangre y el hemograma mostró una cantidad anormal de glóbulos blancos. Tu mamá autorizó una punción para descartar una serie de enfermedades y detectamos un problema serio.

–Bueno –dijo Lucas, ahora sí desafiante–, para eso están los médicos, ¿no? Para solucionar problemas. Decime qué tengo que tomar y listo.

–Ojalá fuera tan sencillo. Lo que tenés no se cura tomando un remedio. Vas a tener que hacer un tratamiento bastante largo. –Blaquier seguía con cara de pocos amigos.

–¿Qué tengo? ¿Anemia? ¿Cuál es el problema? Voy a empezar a comer mejor, a descansar más. Ahora empiezan las vacaciones y…

–No es anemia. Es una enfermedad más grave, que se origina en la médula, justamente la “fábrica” de la sangre.

Ah, bueh. Empezaron las metáforas infantiles. Lucas odiaba que le hablaran como si tuviera cinco años. Ese médico no parecía darse cuenta de que estaba ante el mejor polista del mundo. Ante un purasangre. Quería que la hiciera corta, que terminara con su clase magistral y le firmara el alta. Pero Blaquier tenía más cosas para decirle.

–La enfermedad que tenés se llama leucemia mieloide aguda y hay que tratarla cuanto antes.

–¿Leucemia? Suena bastante parecido a anemia, ¿no? Ok, tratémosla cuanto antes. Prometo que voy a hacer lo que me digan, pero en mi casa. Ya me siento bien, el dolor de cabeza se me pasó. No hagamos un drama. Entiendo que me quieran asustar, todos los médicos son así. Pero no hace falta. Abuelo, vamos a casa.

–Lucas, no entendés –dijo Julia. Ya no lloraba, pero estaba seria–. Tenés cáncer.

–¿Cáncer? ¡Qué delirio! –Lucas largó una risa burlona–. La que no entiende sos vos, ma. No es lo que dijo el doctor…

–Tu mamá tiene razón. La leucemia es un tipo de cáncer –dijo Blaquier.

Una trompada en el estómago. Eso fue lo que sintió Lucas, pero seguía tratando de controlar la situación.

–No, no puede ser. Seguro que hubo un error en los estudios. Tengo 17 años. No puedo tener cáncer.

Los tres adultos lo miraban en silencio. Y entonces sí, el miedo, el miedo que lo invadía todo.

–¿Me están diciendo que me voy a morir?

–No, te estamos diciendo que te espera un tratamiento largo para luchar contra la leucemia –contestó Blaquier.

Luchar. Combatir. Su especialidad. Pero esa metáfora tampoco le gustó.

Florentino le hizo una seña al médico y salieron de la habitación. Julia, que había vuelto a llorar, acercó una silla a la cama de Lucas, se sentó junto a él y le dio la mano. Él trataba de asimilar lo que había escuchado. No lo podía creer. Pero no dijo nada; pensaba en Trueno, en la final del Abierto, en sus amigos, en su fiesta de cumpleaños, en cualquier cosa que lo sacara de ese momento, de ese cuarto, de ese diagnóstico.

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