A cada rato lunes - Ulalume González de León - E-Book

A cada rato lunes E-Book

Ulalume González de León

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Beschreibung

Reconocida como una de las principales poetas contemporáneas, Ulalume González de León comenzó su trayectoria literaria como narradora, con esta serie de relatos de tintes autobiográficos que dan cuenta de su poética narrativa.

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A CADA RATO LUNES

Reconocida como una de las principales poetas contemporáneas de las letras mexicanas, Ulalume González de León comenzó su trayectoria literaria como narradora, con la serie de cuentos A cada rato lunes, publicada en 1970 y que ahora presenta el FCE. Mediante una narrativa de búsqueda y de insaciable curiosidad experimental, González de León engarza una serie de relatos de tintes autobiográficos que dan cuenta de su poética narrativa. En esta edición se han excluido tres de los cuentos originales de la primera editada por Joaquín Mortiz: El trono, E:S:V:M y un miriápodo, arácnido o insecto e Intercambios.

ULALUME GONZÁLEZ DE LEÓN nació en Montevideo, Uruguay, en 1932, y adoptó la nacionalidad mexicana en 1949. Ha colaborado en Plural (primera época), Vuelta, la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México y otras publicaciones literarias nacionales y extranjeras. Entre su obra se encuentra, además del presente volumen, sus cuentos Las tres manzanas de naranja (1982), los libros de poesía Plagio (1973), Ciel entier (1978) y Plagio II (1980), y sus ensayos y traducciones El riesgo del placer (1979), sobre Lewis Carroll, y El uno y el innumerable quien (1979), sobre e.e. cummings. Se le deben también versiones en español de textos de autores franceses, italianos, ingleses y portugueses. El Fondo de Cultura Económica ha publicado Plagios (2001), que reúne los siete libros breves de poemas que González de León produjo de 1968 a 1979.

ULALUME GONZÁLEZ DE LEÓN

A CADA RATO LUNES

letras mexicanas

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 2003 Primera edición electrónica, 2014

Collage de la portada: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 1970, Joaquín Mortiz

D. R. © 2003, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2373-7 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

SUICIDIO

ESE OBJETO DELICADO, color de rosa, siempre alerta, en forma de caracol que es el oído, cubierto a veces por una mecha permeable a los mensajes, se descompone de pronto, no da señales de vida, en alguna parte se obstruyó el embudo, y ajeno al origen del cortocircuito el oído mantiene la impasibilidad de la inocencia.

También los ojos, en su doble mecanismo de espejos y linternas mágicas, se ponen a operar en un solo sentido, copiando imágenes que no devuelven en destellos de inteligencia.

Entonces los labios están perdidos, inútiles ya para el diálogo, y profieren inconexos monólogos simultáneos en una amenaza dadaísta, “Café Voltaire”, a la armonía que reina entre dos seres humanos.

Y cuando de pronto se restablecen los circuitos, suena una palabra fuera de todo contexto, se alarman los oídos, los ojos echan chispas, algo así como la descarga de un rayo metafísico se pierde por las infinitas ramificaciones que llevan mensajes bajo la piel, y ese mensaje se llama dolor.

*

Yo siempre árbol, tú viento. Escapas hacia no sé qué rincón de la ciudad, y yo me inmovilizo en un cuarto de la casa.

La última vez pensé: quiero morir. Y me pareció que la postura más adecuada a tán grave determinación era sentarme en una silla pequeña con los pies juntos y la cabeza entre las manos y los codos apoyados en las rodillas. Por un momento me distrajo de mi dolor el intento de averiguar qué me dolía. Si el alma o las mandíbulas, el corazón o las muñecas. Y me pregunté si desaparecería todo tormento de quedarme yo dormida. Pero la certidumbre de mi dolor me llegaba del contraste entre mi condición y un pasado inmediato que provisionalmente llamaré felicidad.

No sé qué es mi dolor, me dije, sino sobre el fondo radiante de la felicidad, y no sé qué era mi felicidad, pero sé que la he perdido. No sé qué cosa es qué cosa. Pero sé que son cosas diferentes y que quiero morir.

Entonces, sin ton ni son, mis labios cambiaron de curva: estaban así, O, a lo Greta Garbo, y se pusieron así, O, porque algo tiró hacia arriba de las comisuras en una de esas malas pasadas de mi vitalidad, y pensé en mis foreplay contigo durante los “comerciales” cuando vemos algún programa de televisión desde la cama. El pasado que viene con máscara risueña, me dije, bello como los paisajes pintados en las cajas de galletas finas.

Una de las galletas decía “Cómeme”, y me la comí. Entonces, Alicia-telescopio, comencé a estirarme hacia el techo, tristísima de no poder ya circular hacia el jardín encantado por una puerta siempre diminuta, y advertí en seguida que el techo era la muerte. Decidí por lo tanto, mientras pensaba, recorrer primero la mitad de la fatal distancia, luego la mitad de la mitad, luego la mitad de la mitad, etcétera, método que deja mucho tiempo libre para seguir pensando.

Así, mientras me suicidaba lentamente, estiré brazos y piernas, me ajusté el cinturón frente al espejo, lancé una mirada triste pero aprobatoria a mi pelo largo, mis tacones a la moda, mi envoltura de muselina tán perfecta... afin que vive ou morte ton corps ne soit que roses. Y luego bailé un rato y reconocí cada uno de mis músculos en ese alegre ejercicio. Ajenos a mi suicidio, a mi estatura, los niños me obligaron a hacer un deber de matemáticas y a solfear con ellos algunos compases de Schumann. Pero me negué en cambio a hablar por teléfono: la criada respondió, según mis instrucciones, que la señora estaba ocupada (recorriendo la mitad de la mitad).

*

Pasaron años. La casa calló, se fueron apagando todas las luces menos las de la habitación donde me encontraba, y cobré conciencia de un mundo de motores de automóvil que me hostigaban con decepciones demasiado frecuentes: vibraban a lo lejos, sus rumores crecían en dirección a mi puerta, a cierta altura de la calle su ruido me indicaba que no iban a detenerse, pasaban dándome un latigazo sonoro, y se iban haciendo sordos en el túnel de la noche. Porque tú llegarías tarde. O nunca. Tal vez tú también recorrías la mitad, y la mitad de la mitad, y la mitad de esa mitad del camino que antes nos unía, que ahora indudablemente nos separaba (vías de incomunicación, pensé, Secretaría de Incomunicaciones, el Sr. Secretario de Incomunicaciones inauguró...).

Estaba a punto de soltar un poema, aunque sé que así de emocionada se le acaba a una la autocrítica. Bueno, ni modo: ahí va aunque no pase de texto “terapéutico”. Pero antes, me prepararé un very long drink, con siete octavos de soda para disfrutar lúcida mi desesperación. Y te escribí desde tu futura difunta:

“Intenté la palabra, la última palabra que el viento podía llevarte sobre árboles y tejados,

”pájaro de ceniza, proyectil redondo como la boca que lo profirió”... (un “¡Oh!”, sin duda)... “que podía llegar a tu rincón de la ciudad como la luz de una estrella apagada hace miles de años.

”Viajó largo la palabra. Yo, bajo tierra, yacía resuelta en hierba; mi cuerpo hierba; las raicillas adheridas a los huesos no les quitaban su gran frío: ahora, en los huecos de mis ojos, ajenas lágrimas: las de la lluvia...

”Entonces oyó tu oído la palabra y corriste contra el viento, días atrás, años atrás, sin alcanzarme.”

“Oyó tu oído”... ¿Con qué otra cosa se oye?... Bueno, ya es demasiado tarde, pensé... E iba a dejar así las cosas, cuando me invadió mi otra yo.

*

Pero no; todavía no —me dije—: 1/2 + 1/4 + 1/8 + 1/16 + 1/32 + ..., me dan tiempo para fumarme un cigarrillo.

Y si quiero llorar, ¿qué? Tú no lo vas a ver, te lo prometo. Me pondré compresas de té y unas gotas de ese colirio que deja el ojo blanco como tacita de Wedgwood. Pero ¡qué tarde es! Tú vas a llegar, tienes que llegar. Y mi otra yo prosiguió:

Es mentira lo de Aquiles y la tortuga. Sabes perfectamente que una línea de un millonésimo de pulgada tiene tantos puntos como una línea entre la Tierra y Betelgeuse. “Los puntos del reducidísimo segmento de línea pueden ponerse en una correspondencia de uno-a-uno con los puntos de la línea más grande que puedas imaginar, porque no hay relación entre el número de puntos de una línea y su longitud.” ¿Comprendes, muy querido?, quiero que ya llegues a casa porque te amo. Olvida lo de la mitad de la mitad, olvida los semáforos y los motociclistas de tránsito. Yo sé que Aquiles debe ocupar tantas posiciones como la tortuga, y también que debe recorrer una distancia mayor que la tortuga en el mismo lapso. “La única proposición incorrecta”, añadí recordando por un instante mis lecturas matemáticas, “es la deducción de que, ya que debe ocupar el mismo número de posiciones que la tortuga, no puede ir más lejos mientras hace lo primero. Aun cuando las clases de puntos de cada línea, que corresponden a las varias posiciones tanto de Aquiles como de la tortuga, son equivalentes, la trayectoria de Aquiles es mucho más larga que la de la tortuga. Aquiles puede andar mucho más lejos que la tortuga sin tocar, sucesivamente, más puntos”. Llega ya, querido, ¡pronuncia la palabra del indulto!

*

Alicia-telescopio: ¿aceptas entonces también la inminencia del techo-muerte?... Pero mira cómo has llorado hasta deshidratarte. Y tu very long drink sigue intacto. ¿No ves que dice “Bébeme”? Y tú te lo bebes y te haces pequeña, pequeña, y nadas por el estanque de tus lágrimas y aunque no hay ratón que te acompañe llegas a su orilla. Entonces ruge un motor, y aminora la marcha, y el ruido del portón de madera que alguien abre para entrar al jardín es tan real que pone fin al encantamiento. Ya no hay tiempo para colirio ni compresas de té. Coge un kleenex, suénate la nariz, ¡corre!

Prometo no volver a suicidarme. Al ver lo rojizo de mis ojos, entiendes lo que ha pasado, y tus ojos me recitan a Shakespeare:

 

If she be mad —as I believe no other—

Her madness hath the oddest frame of sense,

Such a dependency of thing on thing

As e’er I heard in madness.

DIFÍCIL CONQUISTA DE ARTURO

(Hoy, 1 p. m.)

 

Oigo a Clara pensar:

“Arturo, ¡socorro! Sé que es inútil y hasta contraproducente que me ponga melodramática. Sé que nada altera tu indiferencia, Arturo difícilmente conquistable. Pero necesito estar a solas contigo o voy a estallar, a desaparecer haciendo plop en pleno aire sin que nadie me oiga en el estruendo del mundo.”

Me divierte oír pensar a Clara. Hace tres horas que está sentada a su mesa de trabajo frente a una hoja en blanco. Yo, invisible y casi ingrávido, dos pulgadas de estatura y el peso de una araña mediana —lo suficiente para alojar algo más que los cinco sentidos humanos—, la miro desde la rosa más cómoda del florero, una rosa granate con el centro amarillo que ha recogido imperceptiblemente los pétalos para albergarme. Lo único que ha escrito Clara en tres horas es el nombre de Arturo en el ángulo superior izquierdo de la hoja en blanco. Yo, invisible y casi ingrávido, dos pulgadas de estatura y el peso de una araña mediana, pertenezco al grupo de los A-2, que no jugamos nunca con personas absolutamente trágicas como lo hacen los A-1. Si ahora acepto visitar a Clara, molestar a Clara, es porque ella es aprovechable. Aun al borde de las lágrimas, como en este instante, piensa siempre esas cosas absurdas que le valieron ser mi elegida de este año en la ciudad de México (entre un grupo de finalistas de ambos sexos; la verdad es que últimamente se ha vuelto alarmante el porcentaje de mujeres con duende).

Clara, decía, no es absolutamente trágica. Ahora, por ejemplo, siente de veras que está a punto de desintegrarse —y Clara no finge. Pero está pensando, al mismo tiempo, que es una gran burbuja como las que hacen con agua jabonosa los niños en sus pipas de juguete. Una gran burbuja cada vez más grande y delgada, irisada con los colores de su vestido y su piel y sus cabellos, casi irreconocibles en la superficie brillante y combada. Y de pronto la burbuja hace “¡plop!”, como dice ella —me gusta su lenguaje—, y caen sobre la mesa y la silla algunas gotas húmedas, algunas partículas casi inmateriales. Y a continuación Clara imagina a su marido preocupado con su desaparición, llamando a la policía, e imagina a un detective de novela policiaca inglesa que, después de examinar con una lupa los restos de la burbuja, comunica al recién llegado cónyuge: “Me consta que su esposa estalló. Y lo último que escribió fue Arturo en el ángulo superior izquierdo de su hoja en blanco. ¿Conoce usted a Arturo?” Por un momento veo en los labios de Clara una sonrisa imperceptible para los ojos humanos, lamentables como detectores. Luego ella se muerde cuatro uñas de la mano izquierda, suspira, y enciende otro cigarrillo.

Me fastidia el humo, especialmente en esta región que es “la más asfixiante del aire”. Pero mi trabajo supone ciertas incomodidades, en realidad insignificantes. En cambio los A-3 asisten a individuos solemnes, grandilocuentes... Los pobres quedan extenuados a fuerza de inflarse... ¿Y los A-4?... Deben tomar efedrina para resistir a ciertos autobiógrafos que se creen nuevos Proust(s)... Sin hablar de los A-1, que tratan con humanos trágicos, de esos que aprovechan la más mínima oportunidad para sufrir a fondo y, después de grandes aspavientos, no escriben más que unas cuantas líneas en verso, estilo mucho-ruido-y-pocasnueces (a veces estos últimos candidatos se desmayan y los A-1 también).

Clara consulta su reloj pulsera y pone los ojos en blanco. “¿Qué puedo hacer con este espacio de la casa que llaman