A fuerza de palabras - Vicente Leñero - E-Book

A fuerza de palabras E-Book

Vicente Leñero

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Beschreibung

La primera novela de Vicente Leñero (1933) es un cauce de voces que nos envuelve y nos arrastra al sinsentido; vértigo que se nos presenta en forma de lenguaje; mar de expresiones de dolor y de angustia, mar que ensordece, mar que envuelve; ruptura de la lógica que encuentra su propia voz, su coherencia propia. Leñero nos coloca frente a nosotros mismos y a nuestro lenguaje, sólo para demostrarnos nuestra fragilidad.

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letras mexicanas

136

A FUERZA DE PALABRAS

A fuerza de palabras

por VICENTE LEÑERO

letras mexicanas

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición del FCE, 2002 [Primera edición (Editorial Grijalbo, S. A.), 1976] Primera edición electrónica, 2014

D. R. © 1976, Vicente Leñero D. R. © 1976, Editorial Grijalbo, S. A. Calzada San Bartolo Naucalpan, 282; 11230 México, D. F.

D. R. © 2002, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1937-2 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Con el título de La voz adolorida esta primera novela fue publicada originalmente en 1961 en la colección Ficción de la Universidad Veracruzana, que entonces dirigía Sergio Galindo. Esta segunda versión, corregida por el autor y titulada ahora A fuerza de palabras, apareció en 1976 bajo el sello de la editorial Grijalbo, que la sacó de su catálogo al término de una segunda edición.

—TIENE QUE ENTENDERLO USTED, porque es muy importante. Eran como las cinco o las seis. Nos cayó e1 aguacero antes de que cruzáramos la desviación de Cuautla. Yo había dicho, poco antes, a Raúl: Mira, va a llover. Pero Raúl no respondió. Casi no había hablado desde que salimos de Puebla, desde que nos subimos al auto sin decir una sola palabra. No era necesario pronunciar palabras, aunque mucho me hubiera alegrado que Raúl conversara de lo que él acostumbra conversar cuando se reúne con sus amigos. En más de una ocasión, en tres o cuatro o cinco ocasiones Raúl me ha dicho que es cierto, que sí, que se pone a conversar con los amigos cuando se reúnen en el café para comentar lo que sucede en quién sabe cuántas partes que yo solamente conozco por lo que Raúl me dice que habla o comenta con sus amigos una de esas tardes en que se sientan alrededor de una mesa y empiezan a decir cosas que yo hubiera querido decir pero nunca he dicho porque sólo tres veces en mi vida me he sentado ante una mesa de café, precisamente en compañía de Raúl. Yo le dije, cuando íbamos en el auto: Mira, va a llover. No giró la cabeza para ver las nubes, como si fuera sordo o como si ya supiera que las nubes estaban muy grises, bien grises que estaban, casi negras, completamente negras estaban las nubes allá arriba en el cielo. Lo único que hizo fue darme un cigarro. Iba yo a sacar una caja de cerillos, pero no saqué nada porque en el bolsillo del pantalón tenía solamente dos o tres cacahuates y un pañuelo arrugado. Sin volver la cabeza, sin hablarme, como si yo no existiera, como si ya hubiera muerto o como si él, más bien como si él viajara solo, Raúl se inclinó sin dejar de mirar por el parabrisas del automóvil (un vidrio grande, transparente, limpio, recién lavado por el muchacho que nos atendió en la gasolinera antes de salir para México), sin dejar de mirar por el parabrisas del automóvil la carretera gris del color gris de las nubes que colgaban allá arriba, en el cielo. Se inclinó; es decir, extendió el brazo para oprimir ese curioso botoncillo del tablero que sólo parece un botoncillo y en realidad es un encendedor. Se oprime y unos segundos después, del uno al once, salta como saltó once segundos después de que Raúl oprimió el botoncillo. Lo extrajo con un ademán mecánico, y sin mirarme todavía (porque no me miró sino mucho más tarde) lo situó exactamente frente al cigarro que ya prensaba yo entre los labios, humedeciéndolo. Le dije: Mira, va a llover. Y efectivamente, a poco, empezó a llover. Primero unas gotas grandes que cayeron sobre el parabrisas del automóvil de Raúl. Después las mismas gotas grandes pero más rápidas, más continuas, más violentas: aprisa, aprisa, más aprisa de lo que nosotros devorábamos la carretera para llegar a México antes de que el aguacero nos cayera encima. Raúl sujetó el volante con las dos manos después de inclinarse un poco (ya le dije que no se inclinaba mucho, era nada más un ligero movimiento hacia adelante que yo advertía porque mis ojos estaban fijos en él en espera de oír una palabra), y accionó otro botoncillo: el botoncillo con que los limpiadores comenzaron a barrer de aquí para allá, de aquí para allá, de aquí para allá toda la lluvia con el fin de que yo pudiera darme cuenta de lo que ocurría. No, no digo que me interesaba la carretera como a algunas personas (para vencer su miedo cuando viajan) les interesa ir viendo la carretera. No, no. Digo que yo ansiaba ver claramente cosas que están más allá del final de todas las carreteras del mundo, y por ese motivo (entiéndame bien, es muy importante) me escapé del sanatorio de Puebla. Si usted quiere, todo es oscuro; admito que todo sea oscuro y que yo no entienda las ideas de los demás, que no logre razonar lógicamente, que a veces, muchas veces, no acierte al decir qué horas son, en qué mes estamos, quién es el presidente de la República, cuál es la capital de Venezuela, por qué a Juana de Arco la quemaron en la hoguera mientras cantaba con esa su voz tan bonita y mientras se convertía poco a poco en cenizas como las cenizas de mi cigarro o las del cigarro de usted. Tal vez sea cierto. Pero también es cierto que aunque yo no tenga voluntad o talento o como se diga para razonar y hacer un juicio lógico semejante al que realizan personas de prestigio como usted o como Raúl, mi amigo, buen amigo mío, el único, el amigo que me liberó del hospital de Puebla porque creyó en todo lo que ahora le explico a usted, y aunque yo esté convencido de que esta enfermedad me impide ver objetivamente las situaciones, he rescatado, he logrado rescatar de la catástrofe una razón para seguir viviendo. Raúl mantenía la velocidad. Por el chirrido de las llantas contra el pavimento húmedo daba la impresión de que íbamos más aprisa, pero en realidad no: la aguja del velocímetro apuntaba sin oscilaciones hacia el noventa que yo venía observando desde que abandonamos el tramo de curvas. Incluso yo hubiera querido, con todas las fuerzas del alma, es decir, digo, con toda el ansia de quien nace con la mente enferma, preso entre cuatro paredes y sin permiso de salir a jugar a la calle como la mayoría de los niños felices porque el agua de lluvia anegada contra la banqueta les llega hasta las rodillas y no hay gritos de tías que griten, o sí los hay, pero ellos no tienen por qué obedecer desde el momento en que con permiso o sin permiso ya lograron salir a la calle a jugar en los charcos formados por la lluvia caída precisamente del cielo; incluso me hubiera gustado, digo, que Raúl aumentara la velocidad para llegar a México lo más pronto posible y empezar a rescatarlo todo, desde el principio. No lo deseaba por mí, entiéndame. A mí ya nada me importa. Yo permito que los enemigos me inyecten y arrojen veneno en mi comida. Ya qué. Llega un momento en que no sólo se pierde el miedo a la muerte sino que se arroja uno dentro de ella como en un abismo en cuyas profundidades encontramos la paz, ascendemos sintiendo lo mismo que sienten los pasajeros de un avión cuando el avión de pronto se cae. No se cae hacia la tierra como dicen los periódicos o como usted puede decirme ahora. Se cae hacia arriba, se eleva hasta chocar con las nubes puestas bocabajo para recibir las vidas muertas de quienes el día menos pensado sufren un accidente así. Entiéndame, no es una tontería. Trato de explicarle con una imagen lo que en realidad ocurre. El cielo bocabajo, abierto e iluminado con la infinita luz de la gloria eterna. ¿Entiende? Raúl mantenía la velocidad. Pero no sé si fue la lluvia o mi nerviosismo o el hecho de que Raúl no me dirigiera la palabra lo que intempestivamente provocó, sin corazonadas ni presentimientos, digo, sin preverlo, la ponchadura de una llanta. Reventó. Raúl giró el volante, diagonó el cuerpo hacia su izquierda, todo el peso de su cuerpo grande, todos los gestos de su rostro, todo su valor, toda su habilidad para resolver los problemas con la misma calma exhibida por él cuando hace muchos años, en nuestra infancia, jugábamos en el jardín vigilados por mis tías. Esa calma salvó su niñez y salvó ahora su vida, porque en lugar de estrellarnos contra los automóviles que aunque no venían podían haber venido en sentido contrario, nos clavamos sobre la cuneta, muy cerca de un árbol. No chocamos contra el árbol, no se volcó el automóvil, solamente quedamos allí con la llanta reventada, bajo el aguacero. ¡Me lleva el diablo!, dijo Raúl. Dijo me lleva el diablo unos segundos después de que el auto se detuvo resollante. Lo miré con el fin de averiguar si tal exclamación era pronunciada para invitarme a responder con una exclamación semejante y, roto al fin nuestro silencio, dar curso a una conversación sobre todos los asuntos que necesitábamos aclarar desde que salimos de Puebla. Pero no. Era una simple exclamación. Yo repetí: ¡Me lleva el diablo! Y él dijo, de nuevo: ¡Me lleva el diablo! Me lleva el diablo, que es como decir me lleva el diablo con todo lo que se puede llevar de mí, mi locura y mi miedo interrumpidos por la desgracia que significa sufrir un accidente en la carretera precisamente el único día en que yo he tenido prisa desde que nací: ese maldito único día se le revienta una llanta al automóvil del maravilloso único amigo mío. Raúl se oprimió las narices con ambas manos, y por un momento pensé que se había lastimado durante el frenazo. Es decir, que en el momento del frenazo Raúl se había herido la nariz con la portezuela o con el volante. Sin embargo, no. No se oprimía la nariz por esa causa. El suyo era un gesto involuntario para expresar el fastidio molestia enojo que le producía sufrir un accidente en la carretera pocos minutos antes de llegar a México. Raúl abrió la portezuela. Llovía intensamente. Raúl abrió la portezuela y, aunque llovía intensamente, salió del auto. Yo no abrí mi portezuela. La abrió Raúl desde la lluvia como diciendo: Bájate. La lluvia empezó a caer sobre mi pantalón mientras él, con una mirada acusatoria, me hacía culpable del accidente que estuvo a punto de costarnos la vida. No descubrí entonces la significación de su gesto, la descubro ahora cuando recuerdo lo ocurrido y nuevamente observo los ojos de Raúl, el rictus de su rostro congestionado por una orden: Bájate; ayúdame a cambiar la llanta. Está lloviendo. Bájate; ayúdame a cambiar la llanta. Está lloviendo; ¿no ves que está lloviendo muy fuerte y nos puede hacer daño? Raúl, amigo. Al fin me dirigía la palabra. Ahora que ya no quería oír su voz, como siempre sucede, me dirigía la palabra. No me habló durante el viaje, no movió los labios cuando yo ansiaba escucharlo, tuvo que ocurrir un accidente para que él reaccionara. Maldito amigo mío, el único Raúl amigo con quien jugué a todos los juegos infantiles de nuestra edad feliz: las escondidillas, las canicas, el beisbol, las quemadas (las quemadas fueron antes que el beisbol), el burro, el uno dos tres por mí. Pero también jugué los juegos de niños que jugaban las niñas visitas en nuestra casa de cuatro paredes donde nací, viví y sufro encerrado. Mi amigo Raúl, rescatándome primero y obligándome después a cambiar la llanta reventada de su automóvil. No me oponía a prestarle ayuda. Yo habría dado cualquier cosa con tal de ver feliz al gran amigo de mi infancia Raúl Zetina, hijo de don Raúl Zetina, el rico industrial don Raúl Zetina, que sanó gracias a su dinero y a su matrimonio con doña Margarita Fernández de León, nieta del general Fernández de León, pretendida por quienes ambicionaban un apellido y una gran residencia como la gran residencia de la familia de los Fernández de León y Domínguez, tapizada de álbumes y cuadros y genealogías en pergamino a la vista de quienes iban a cobrar las deudas del general borracho y el general borracho hablando siempre de cuando don Porfirio charlaba con él en un salón más grande que la más grande sala de mi casa donde yo escuché de niño toda la horrible historia del general. Tía Ofelia y tía Carmen me la contaron. Mis dos tías, Ofelia y Carmen: brujas, solteronas tías que me legó mi padre sin prever el momento en que se reventó la llanta del automóvil de Raúl, y Raúl me decía enérgico, terrible, dominante: ¡Bájate! Pero no salí. Tenía miedo de la lluvia. Como cuando niño. Sí, como cuando niño. Tenía miedo y al mismo tiempo deseaba socorrer a Raúl. Y además de miedo y deseos de socorrer a Raúl, tenía prisa, excitación, urgencia: prisa, excitación y urgencia por llegar a la casa de San Ángel. Entrar. Bajar al sótano. Abrir. Pero ya. En ese instante. No aplazar más el encuentro. No entretenerme ayudando a Raúl a cambiar una llanta, que no sé siquiera cómo se manipula el gato, cómo se destornillan las tuercas de la llanta rota. Urgencia, necesidad de irme. A pie. En otro automóvil. No esperar al pobre de Raúl que no me habló en todo el trayecto; me rescató del sanatorio de Puebla, pero no me habló en todo el trayecto; me hizo a un lado, se burló de mí. Raúl: el esposo de la mujer que se burló de mí. Raúl: el esposo de la mujer que se burló de mí y a quien Raúl Zetina no reprendió; guardó silencio mientras ella me llamaba loco, me dijo estúpido, me dijo imbécil, me dijo loco; me marcó con el nombre propio de quienes enferman por culpa de los hombres y las mujeres que luego los llaman locos. El amigo Raúl Zetina, el enemigo que me odiaba tanto como yo lo odio ahora, más que a tía Carmen y a tía Ofelia, brujas solteronas, mujeres horribles ocultas detrás de las cortinas después de oscurecer toda la casa para que yo tropiece y ellas tengan de quién reír, de quién burlarse, a quién arrojar todo el fracaso que se guardaron en sus úteros vacíos para siempre jamás amén. Odiado Raúl Zetina. Bendito y alabado sea Cristo por haber permitido el reventón de tu automóvil carísimo. Ojalá y todos los hijos que tienes y vas a tener de aquí a cuando tu mujer se enjute de tanto parir fetos, vengan al mundo con esta enfermedad mía. Entonces comprenderás lo que significa vivir como yo, sufrir lo que yo he sufrido en silencio desde el día, incluso antes del día en que los viejos blancos me fracturaron el brazo y me amordazaron para que mis gritos no despertaran a los vecinos de nuestra vieja casa de San Ángel. Entonces comprenderás lo que significa vivir al borde de la locura. He dicho al borde, Raúl Zetina, he dicho al borde porque yo no estoy loco todavía. Tú lo sabes muy bien, amigo querido, el único; porque si creyeras en las habladurías de la gente no habrías ido a salvarme del sanatorio de Puebla. Tú me ofreciste ayuda. Dijiste, ¿te acuerdas?, okey. Dijiste sí. Dijiste yo te llevo a México. Dijiste comprendo, mientras yo te prometía regresar voluntariamente sin gritos, sin gemidos, sin escándalos que luego pudieran perjudicarte a ti y a todos los hijos que tienes y vas a tener, Raúl Zetina. Dios te bendiga por haberme escuchado ese día, el más feliz de mi vida. A él se lo debo, usted lo sabe. Gracias a él me fue posible salir del blanco y gris sanatorio de Puebla. Gracias a él vine a México. Gracias a él volví a San Ángel. Gracias a él dormí nuevamente con sábanas limpias en mi cuarto. Gracias a él bajé al sótano. Gracias a él estuve en el sótano. Frente al sótano oscuro que tanto me acobardaba cuando niño y donde ellas escondieron a lo único que me queda de vida. Lo único que tengo, señor. A eso vine, nada más a eso. No a divertirme. No a visitar Chapultepec ni a subir a la columna de la Independencia para ver qué tan pequeños se ven los autos y las personas desde allá arriba. Tampoco vine a comer dulces de leche. Tampoco al cine. No, al cine no. Tampoco vine para ir al box o para ver la televisión o para mirar a las mujeres que pasean su belleza frente a los escaparates, vestidas de colores con las piernas y los hombros y la mitad del pecho descubiertos, con los ojos sonrientes, con los labios húmedos de besos, con las manos, con las manos finas y suaves, manos de mujeres perfumadas. Solteras todas ellas; todas ellas vírgenes recién salidas de la fresca espuma del baño que les dibuja esos colores y esa alegría de saberse hermosas. Vine para verlas. No para tocarlas, para verlas, para formar parte de lo que ellas tocan con los ojos y sentir el regalo de su juventud abierta como una casa abierta a mí, llena de sol. A nada de eso vine a México. Desde que hablé con Raúl Zetina y le pedí que me llevara en su automóvil de sesenta mil pesos, Raúl Zetina comprendió por qué necesitaba yo regresar a la casa de San Ángel, al sótano. Raúl no tenía por qué odiarme. Su esposa no tenía por qué odiarme. Sus hijos no tenían por qué odiarme; amigo, amigo. Pero Raúl me odió al darse cuenta de que al salir del automóvil, en lugar de ayudarlo a cambiar la llanta reventada, eché a correr por la cuneta sin prestar oídos a sus gritos. Raúl gritaba: ¡Espérate! Y yo corría. Raúl seguía gritando: ¡Espérate! Y yo seguía corriendo. Él gritaba y yo corría. Él seguía gritando y yo seguía corriendo. Pero me alcanzó. Resbalé con el lodo de la cuneta y me alcanzó. No le pegué adrede. Él mismo se golpeó contra mi brazo cuando yo levanté el brazo para detener su golpe. Caímos. Él se levantó primero, y ahora sí lo golpeé con todas mis fuerzas porque se lo merecía. Raúl tuvo la culpa de que se le reventara la llanta y de que no llegáramos a la ciudad. Raúl tuvo la culpa por no revisar con tiempo su automóvil de sesenta mil pesos, comprado, robado desde un escritorio donde se acumulan cientos de cheques frutos del botín conquistado en su lucha contra el pueblo; dinero hecho con el hambre del pueblo y el dolor de los pobres dementes del manicomio compañeros míos durante aquella terrible semana en que mis tías quisieron deshacerse de mí y me llevaron al manicomio, exactamente durante una semana. Raúl Zetina tuvo la culpa y por eso le pegué con todas las fuerzas que yo había ido acumulando desde que salimos de Puebla y mientras viajaba humillado por su silencio en su automóvil nuevo y carísimo. Me dijo estúpido y le pegué, me dijo imbécil y le pegué, me dijo loco infeliz estate quieto y le pegué, le pegué y le seguí pegando hasta el momento en que cayó el rayo aquel, muy cerca de nosotros, mejor dicho sobre nosotros. ¿Usted nunca ha visto caer un rayo? Es horrible. Es una luz. Es todo lo que puede ser una luz que de tan luz hunde todo en la oscuridad. Y nos cayó encima. Cayó sobre Raúl Zetina a quien abandoné tendido en la cuneta, inmóvil, ajeno a todo el sufrimiento vivido por mí en la casa de San Ángel, en el manicomio durante una interminable semana y otra vez en la casa de San Ángel y en el sanatorio gris y blanco donde lo tratan a uno igual que a los pobrecitos enfermos encerrados allí y a quienes Dios tenga en su santa gloria. Dios se apiade de ellos porque perdieron la razón antes de perder la vida y porque llevan y porque traen y porque cargan otra vida que sólo ellos conocen y que tanto necesitan ustedes. Ellos tienen lo que a ustedes les falta. Ustedes ignoran lo que nosotros, lo que ellos, lo que solamente ellos saben. Una vez, cuando era niño, cayó un rayo en el árbol que crecía frente a la casa de San Ángel. Oí el trueno desde mi cuarto, donde encerrado como siempre escribía las líneas impuestas como castigo por tía Ofelia. No debo ser retobado. No debo ser retobado, escribía cien veces en un cuaderno lleno de frases escritas cincuenta, cien, doscientas veces como castigo. No debo hacer ruido con la boca mientras como. No debo gritar a tía Ofelia. No debo bajar al sótano. No debo entrar en la sala con los zapatos sucios. No debo entrar en la recámara con los zapatos sucios. No debo subir al cuarto con los zapatos sucios. No debo traer las rodillas sucias. No debo jugar con las manos sucias. No debo sentarme a la mesa con las manos sucias. Cien veces. Cincuenta veces. Doscientas veces escritas con la mano entumida, con los ojos pesados de sueño, con la súplica: Por favor, tía Ofelia, acabo mañana. No. Era preciso, indispensable, terminar esa misma noche con la casa a oscuras y las ratas corriendo por todos los cuartos. Cien veces no debo ser retobado. Cien veces y cien veces escrito mal, saliéndome del renglón, saltando una palabra, borrando, escribiendo en mi cabeza las primeras palabrotas que aprendí de Ricardo, el hijo de la criada, en el tiempo en que el maldito Ricardo vivió con nosotros en la espantosa casa de San Ángel. Llovía muy fuerte. La casa estaba a oscuras. Llovía muy fuerte y me espiaban desde la calle los robachicos,