¡A la mierda la bicicleta! - Gonzalo Moure - E-Book

¡A la mierda la bicicleta! E-Book

Gonzalo Moure

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© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2017www.metaforic.es

© Gonzalo Moure

ISBN: 9788417156046

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Director editorial: Luis ArizaletaContacto:Metaforic Club de Lectura S.L C/ Monasterio de Irache 49, Bajo-Trasera. 31011 Pamplona (España) +34 644 34 66 [email protected] ¡Síguenos en las redes!

¡A LA MIERDA LA BICICLETA!

GONZALO MOURE

UNO

Erguido sobre el murete de piedra, Silvestre cerró los ojos con fuerza. Así el amanecer se transformó en noche de nuevo, y los dedos del frío sobre su cara en tinieblas. La respiración de Nyima, la joven yegua del color del sol, sonaba resignada: una honda espiración... silencio. Silvestre, sin abrir los ojos, se dejó caer hacia delante y apoyó las palmas de las manos en el costado de Nyima. Su piel estaba caliente y confortable, y los músculos respondían al contacto de los dedos con levísimos estremecimientos. Con suavidad deslizó las manos por encima de la espina dorsal, una plana y seca dureza, y atrajo a la yegua hacia sí. Los cascos resonaron en el suelo de piedra: uno, dos, uno, dos. La combadura del costado chocó contra el pecho de Silvestre y a través del grueso jersey sintió el calor, casi líquido. Entonces abrió los ojos y, sin pensarlo un instante, dio un pequeño salto desde el murete para pasar la pierna derecha por encima de la yegua. Sus manos quedaron apoyadas en la cruz, mientras el sentido del tacto se desplazaba de ellas a los muslos y a los pies; Nyima se movió ligeramente debajo de él y curvó el cuello para mirar hacia atrás. Para la yegua era una extraña novedad sentir al jinete sobre ella sin la coriácea armadura de la silla y sin la tiránica prolongación de las manos a través de las riendas y el bocado de acero. Sin embargo esperó paciente y atenta, hinchando los costillares al ritmo de su respiración.

A Silvestre le pareció oír un ruido que venía desde la casa, y se quedó inmóvil. ¿Se habría despertado su padre? Si era así y le sorprendía montando a Nyima sin silla ni bocado habría un auténtico lío, casi una tragedia. Para su padre la doma de un caballo era un rito, y Nyima, una hermosa potranca alazana dorada de treinta meses, estaba en lo más sagrado del rito: el momento en el que un caballo decide su futuro, si será dócil o rebelde, valiente o cobarde, rápido o lento, tranquilo o nervioso. Silvestre le había pedido a su padre que le dejara domar a Nyima a su manera, de igual modo que le había dejado bautizarla con un nombre que quiere decir «Sol» en tibetano. Pero su padre ni siquiera le había respondido. La doma era cosa de él, y una cosa particularmente dura, en la que no permitía la más mínima duda ni desviación.

Tras medio minuto de silencio, Silvestre presionó ligeramente con su pie izquierdo en el costado de Nyima. Esta volvió a inspirar profundamente, echó un instante las orejas hacia atrás, como si pudiera ver así a su jinete, y se separó del muro.

Ahora Silvestre sentía cada movimiento de la yegua debajo de sus muslos. Podía percibir cada vértebra, toda la columna, todavía muy recta y aguda, pasándole entre las piernas; el movimiento suave, al paso, le parecía completamente distinto al que podía advertir sentado en la montura.

–Buena chica –murmuró.

La potranca aún no estaba herrada, y el sonido de sus cascos era sordo, insuficiente para excitar a los perros de la finca; ni siquiera a Gengis, que debía dormir todavía en su estera de la cocina. A medida que se alejaban de las cuadras, Silvestre sentía más frío, porque la brisa que venía del nordeste empezaba a llegarle por la espalda. Sin embargo, cuanto más frío sentía en su cuerpo, con más intensidad le llegaba el calor de Nyima a través de las piernas. Desde ella ascendía un flujo vivo que le hizo sentirse parte del mismo animal, un centauro de catorce años en una mañana de invierno.

–¡Vamos!

Con una presión de los talones había invitado a Nyima al galope, y la yegua obedeció con un gruñido satisfecho. Silvestre apoyó la mano izquierda en su muslo y apenas sostuvo el ronzal en su mano derecha; la potranca galopaba más ágil y liviana que con montura y bocado, y Silvestre solo tenía que inclinar su cuerpo a derecha o izquierda, ayudando con el contacto de sus piernas y pies en los flancos, para que ella trazara las curvas. Se adentraron entre los alcornoques, subieron un pequeño promontorio y descendieron por la otra cara, sobre un lecho blando y rosado de hierba y pequeñas flores de invierno.

Mientras regresaban hacia las cuadras, Silvestre acariciaba el cuello de Nyima y se estremecía, porque al hacerlo casi sentía la caricia en su propia piel. La luz grisácea de la mañana comenzaba a desperezarse con los primeros tonos rojizos del sol y la brisa cesó.

–¡So!

Nyima obedeció poco a poco: trotó unos trancos todavía y se detuvo. Silvestre miraba hacia las cuadras y, de golpe, todo el gozo se disolvió en un sabor a lejía que le subía por la garganta.

–¡Silvestre!

Su padre le esperaba en medio del camino. Llevaba un pantalón vaquero y una camisa blanca, por lo que el color púrpura de su enfado se distinguía en su piel a casi ciento cincuenta metros.

–Papá –murmuró Silvestre.

Nyima dio un ligero cabezazo hacia un lado y Silvestre vio sus ojos por un instante. La yegua expulsó el aire de sus pulmones con un violento resoplido, y obedeció la orden muda de Silvestre: adelante, hacia el olor de la fusta.

Homero Braña no tuvo ninguna intuición cuando le dijeron que la entrevista sería compartida con un niño. Sintió cierto alivio, porque llevaba ya un mes repitiendo las mismas respuestas en periódicos y emisoras de radio locales. Las preguntas eran muy parecidas, pero por su parte era aún peor; no encontraba la forma de hacer variar un ápice las contestaciones. Por la noche, en camas desconocidas de hoteles desconocidos, buscaba la cola del cometa fugaz de la inspiración, soñaba con un torrente de palabras capaz de conmover a la audiencia, una fuerza útil para el mundo, la naturaleza y, por qué no, también para él. Pero la primera luz del amanecer le traía, invariablemente, la decepción de quien se conoce a sí mismo de una manera definitiva. Presentaría su libro moderadamente, lo vendería moderadamente y sería olvidado con menos moderación en cuanto pasaran unos meses. La naturaleza de la Naturaleza tampoco sería la bomba definitiva con la que había soñado un año antes, mientras escribía a ritmo febril.

El chaval que le había presentado el periodista, a pesar de tener unos catorce años, no parecía más alto que uno de diez, pero Homero Braña sintió en su mano una energía sorprendente y le miró entonces con atención. No había oído su nombre, y el periodista hablaba ya de él tal vez ensayando lo que iba a decir más tarde ante el micrófono.

–... al acabar cada día sus estudios encuentra todavía un rato para ayudar a su padre en las últimas tareas de la yeguada: cepilla los caballos que se han revolcado en la tierra, llena cubos de agua, distribuye raciones de heno... Yo le he visto y aún no salgo de mi asombro: no sé de dónde saca la fuerza.

El pequeño no parecía oír al periodista. Miraba entre los brazos de los adultos hacia los aparatos, los magnetofones y las pilas de cintas y cartuchos que un técnico manejaba con sorprendente velocidad. Homero Braña miró hacia el cristal que separaba el estudio del locutorio y vio reflejado el rostro luminoso del chaval, con dos ojos brillantes e inquietos, en contraste con su silenciosa inmovilidad.

–Pero lo sorprendente –seguía el periodista– es la tarea que desarrolla los fines de semana. Él solo ha censado este año casi doscientas aves migratorias de paso, ha capturado una treintena de ellas, las ha anillado perfectamente y ha enviado sus datos a observatorios ornitológicos de los países más diversos: al norte y al sur de Alemania, Suecia, toda Escandinavia... y luego los de África. En Salvave le tratan como a uno más del equipo.

Al oír el nombre de Salvave, Homero Braña se agachó ligeramente hacia el chico, y este le devolvió la mirada. Salvave era una estación de seguimiento y cuidado de aves que había creado el ornitólogo Bosco Eleazar diez años antes. Hasta entonces Homero Braña y Bosco Eleazar habían sido amigos casi inseparables, aunque ahora se veían ya pocas veces.

–No he entendido tu nombre –le dijo al pequeño.

–Javier –contestó en voz baja.

–Pero le llaman Silvestre –se apresuró a aclarar el periodista–. Le va muy bien, ¿no?

Homero Braña estrechó de nuevo la mano de Silvestre dándose cuenta de que en realidad quería comprobar si la energía que había sentido antes en ella había sido casual. Sin embargo le pareció que, lejos de desaparecer, había crecido.

–Nos dicen que entremos ya.

El programa era un espacio local en el que se hablaba de sucesos, política local, inversiones públicas y todo lo que pudiera concernir a la audiencia de una pequeña capital de provincia y su comarca. La relativa lejanía de Madrid parecía proporcionar una paz especial al programa, logrando que los acontecimientos fueran más despacio allí que en la vida real de la que llegaba Homero. La frontera con Portugal no estaba lejos y aquella raya hacía las veces del mar, como si en ella acabara la urgencia de las cosas.

El periodista trazó un rápido índice de noticias banales, dio paso a un par de cuñas publicitarias y, por arte de magia, aparcó la actualidad para presentar a sus dos invitados. El nombre de Homero Braña era conocido, tenía en el mercado un par de gruesos libros que luchaban con cierta dignidad, aunque a una enorme distancia, con el Seymour, la guía de la vida en la granja que todos los españoles con nostalgia del terruño acababan por comprar. «Los Braña», como se solían llamar, tenían la ventaja de estar escritos en España, con los ritmos estacionales propios, las herramientas adecuadas denominadas con el nombre adecuado, y un sentido crudamente realista que para algunos era su mejor baza mientras que para otros resultaba desmoralizador. En «los Braña» no se vendía una huerta idealizada, sino un trozo de tierra áspera y difícil, ingrata y propensa a heladas, plagas y fracasos de todo tipo. Homero pensaba en ello mientras escuchaba las palabras del periodista, una cortina sonora vagamente halagadora. Resultaba evidente que no había leído La naturaleza de la Naturaleza y cabía sospechar que creyera que se trataba de algo así como una guía de jardinería para ecologistas de fin de semana. Tendría que empezar desde cero, y la perspectiva le producía una mezcla de hastío y pereza. Sin salir de aquella sensación se escuchó a sí mismo diciendo lo que había venido repitiendo, palabra por palabra, el último mes.

–Mi libro no pretende hacer ecologistas, sino más bien ecófilos. Los ecófilos, para que me entiendan, somos todos los ciudadanos que nos sentimos estafados por los gobiernos ecófobos.

Otras veces, el hablar de aquellos términos que para él resultaban tan diferentes, tan esclarecedores de lo que quería decir en La naturaleza de la Naturaleza, había sentido impotencia y cansancio, porque se daba cuenta de que para el entrevistador y para la audiencia no era más que un embrollo de palabras: ecología, economía, ecosofía, ecofilia, ecofobia. Le daba la sensación de que le escuchaban como a un político, con cortés aburrimiento. Sin embargo, esta vez tenía un oyente diferente, que le miraba con ceñuda concentración. En efecto, Silvestre había dejado de interesarse por los cables y micrófonos, y seguía las palabras de Homero Braña sin perderse una.

–Pero ya he hablado demasiado –dijo por fin–. Aquí tenemos algo más que un «ecófilo», ¿no? Un verdadero ecologista.

El entrevistador pareció volver de lejos, donde seguramente estaba mientras Homero Braña disertaba, pero reaccionó con rapidez, asegurando que, tras la teoría, se guardaba la carta de la práctica.

–Homero Braña ya les ha dicho que con nosotros está otra persona. Nuestro segundo invitado es alguien verdaderamente especial, que conoce la naturaleza de una manera particular. A mí al menos me ha hecho pensar en los muchos años que llevo viviendo en este mundo sin conocerlo de verdad, mientras que él, con solo catorce años de vida, puede ufanarse de haber hecho mucho más por la naturaleza que yo, por supuesto, y que muchos de nuestros oyentes, seguramente.

Homero Braña miraba a Silvestre mientras el periodista seguía con la presentación. Ahora, oyendo hablar de sí mismo, parecía de nuevo un niño como tantos otros: sonreía, se tapaba la cara tímidamente, hacía gestos rápidos semejantes a los de un animalito observado en su jaula, y no se atrevía a mirar a quien le hablaba.

–...y Silvestre es para mí –seguía diciendo el periodista– la otra cara de la ecología, la real, la de cada mañana. Silvestre, buenos días.

Silvestre devolvió el saludo sin apenas voz y apoyó la barbilla en su mano derecha, tímido e inseguro. Homero Braña sospechaba que estaba al borde de quedarse en blanco. Decidió intervenir en su ayuda en cuanto tuviera algún problema, porque la introducción había sido demasiado solemne, capaz de turbar al más caradura de los habituales de la radio y la televisión.

–¿Nos puedes contar lo que haces en tu vida? Cuéntanos un día cualquiera de tu vida.

Silvestre se quedó en silencio, como Homero Braña esperaba, durante algunos largos segundos. Sus ojos se inmovilizaron en un punto indefinido, a media altura, pero por alguna razón a nadie le pareció que no fuera a contestar. Braña había percibido muy pocas veces un fenómeno semejante en las conferencias y charlas de gente a la que admiraba, un par de científicos capaces de electrizar a la audiencia no solo con sus palabras, sino también con sus silencios: silencios que, lejos de esconder el vacío, encerraban una promesa de algo importante. Silvestre, sin embargo, no parecía nadie importante. Llevaba el pelo muy corto y sus orejas parecían querer alejarse de su cabeza con vida propia, como antenas parabólicas girando sobre un rotor. El dibujo de su perfil era tenue, con una frente larga y abombada, una nariz recta y dos labios estirados, casi duros. La barbilla apenas se insinuaba entre la boca y el cuello. De pronto Silvestre emitió una especie de risa y miró furtivamente al entrevistador.

–Un día –murmuró. Luego aclaró la voz y habló con claridad–. Un día en la vida de una persona no es muy importante, me refiero a que mis días son más o menos iguales: hago cosas, voy al cole... Pero un día en la naturaleza, en una laguna... Vivo cerca del lago Sano, ¿sabe? Un día allí, para quienes viven allí, o para quienes pasan por allí, me refiero a peces y pájaros, y también a insectos, anfibios...

Volvió a quedarse en silencio y Homero Braña temió que en cualquier momento el periodista fuera a interrumpirle. Pero no fue así. El estudio se quedó en silencio y hasta ellos llegó el retumbar sordo del bajo de una canción que no podían oír: bum, bum... bum, bum.

–Cada día es... En la laguna, cada día es un día menos. He medido la distancia entre la orilla y la isla Simona, ¿saben cuál digo? Está en el centro, con unos pocos árboles. En 1960, según mi padre, la distancia era de cuatrocientos metros... Ahora no llega a doscientos. Eso, igual no, pero a mí me parece que quiere decir que tal vez dentro de otros treinta años la isla Simona ya no sea una isla...

¿Había acabado? Homero Braña sentía una corriente eléctrica en sus brazos. Aquella voz... no había nada especial en su timbre, ni siquiera en lo que había dicho Silvestre, las razones de la desecación de una laguna son tan diversas que incluso pueden ser razonablemente positivas: la tierra modifica su paisaje con un ritmo propio y toda depresión tiende a rellenarse; hubiera necesitado un análisis muy detenido. Pero en sus palabras había latido algo importante, algo realmente importante. Braña, el entrevistador, todos habían percibido una denuncia dramática; hubieran hecho algo por el lago Sano, por detener su desecación, se daban cuenta de que ellos mismos eran parte del problema.

El entrevistador entendió que, esta vez, el silencio de Silvestre no era una pausa.

–Tú has censado muchas aves de paso, ¿no? Aves migratorias, quiero decir. Cuéntanos qué haces con ellas.

Homero Braña sabía bastante de aves. No solo había leído mucho al respecto, sino que también había llegado a escribir algunos pequeños trabajos acerca de sus movimientos migratorios, en colaboración con Bosco Eleazar. Se daba cuenta por ello de que Silvestre no contestaba nada importante: en realidad se limitó a decir cómo atrapaba los pájaros con mallas finas, cómo los anillaba; habló de jóvenes machos, de hembras en primer viaje, de las anillas que había abierto para saber de dónde procedían. Sin embargo, en su voz todo resultaba nuevo, incluso para Braña. Había frescura, una sorprendente luminosidad en la descripción, vida.

Al acabar la entrevista, Homero Braña respiró como si lo hiciera por primera vez en media hora. Durante aquel tiempo había estado en tres planos distintos: en el primero había mantenido una especie de piloto automático para responder a las esporádicas preguntas del entrevistador; en el segundo había seguido en un estado próximo a la hipnosis las intervenciones de Silvestre; y en el tercero... El tercero era una idea cada vez más vigorosa. Era algo que arrancaba de trece años atrás, de un diecisiete de mayo, pero que jamás había querido reconocer. Como si el fondo de sus pensamientos fuera una zona de sombra, un cuarto de su casa en el que nunca se hubiera atrevido a entrar.

Ahora estrechaba manos, se despedía de Silvestre, del periodista, recogía sus notas, salía de la emisora, caminaba por una calle fría y provinciana, seguía con la vista el melancólico vuelo de una cigüeña sobre las agujas de la catedral. Pero la idea volvía, le envolvía, como el estribillo de una canción que no pudiera separar de su mente. De pronto se encontró ante la puerta de su hotel, dio la vuelta sobre sí mismo, se arrebujó dentro del anorak y se encaminó hacia un parque cuajado del color violáceo del invierno.

DOS

Silvestre bajó del autobús de un salto. Apenas pasaban unos minutos de las seis de la tarde, pero las sombras se iban apoderando ya de los llanos de La Retama y los alcornoques agrandaban sus siluetas bajo el cielo cárdeno. Más allá, las colinas que acunaban al lago Sano se habían convertido en suaves ondulaciones de un azul oscuro y difuso, coronadas por nubes de apariencia más sólida que ellas.