A merced de su enemigo - Heidi Rice - E-Book
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A merced de su enemigo E-Book

Heidi Rice

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Beschreibung

El hombre al que odiaba… ¡era el único hombre al que deseaba! Atrapada en Italia, Katie Whittaker se horrorizó cuando el sexy millonario del ámbito de la seguridad Jared Caine apareció al rescate. Después de haberla humillado rechazándola años atrás, parecía seguir siendo tan complicado y taciturno como siempre, y sugirió que, para poder protegerla, se quedara en su lujosa villa. Pero la tensión sexual comenzó a crecer entre ellos. ¿Sería esa tentación irresistible y acabarían sucumbiendo a ella?

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Heidi Rice

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A merced de su enemigo, n.º 2863 - julio 2021

Título original: Captive at Her Enemy’s Command

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-908-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Es tu momento. No lo estropees».

Katie Whittaker pegó la oreja a la puerta del salón, intentando entender lo que Jared Caine decía por teléfono. El corazón se le había subido a la garganta y latía con todas sus fuerzas.

–La audiencia preliminar de Lloyd Whittaker está prevista para mañana. Danners y Ramírez la van a llevar mañana a testificar. Lo lleva bastante bien. No se le da demasiado bien acatar órdenes, pero es bastante valiente para ser una cría que ha presenciado cómo su padre pegaba a su hermana delante de ella.

¿Una cría? ¡Tenía diecinueve años! Ya no era una cría. Y menos aún, después de lo ocurrido dos semanas atrás. El grito pidiendo ayuda de su hermana Megan resonó nítido en sus oídos y Katie se estremeció. «No pienses ahora en eso».

Megan estaba a salvo en Italia con su prometido Dario de Rossi, el millonario que la rescató la noche en que Lloyd Whittaker perdió la cabeza.

Intentó tragarse aquella bola de pánico y soledad. Megan se merecía ser feliz porque le había plantado cara a su padre y se había llevado su estallido de ira mientras ella, como siempre, se libraba. Porque, en lugar de dar un paso al frente y salvar a Megan, había salido corriendo en busca de Dario de Rossi para que hiciera el trabajo por ella.

¿Sería esa la razón de que Jared Caine, un amigo experto en seguridad que Dario había contratado para ella, la considerara aún una niña? ¿Sabría lo cobarde que había sido?

Desde que Dario se lo presentó, había querido gustarle, pero cuanto había hecho por atraer su atención, por conseguir que supiera de su existencia, le había salido mal. Si seguía sus instrucciones al pie de la letra, dejaba de ir y encargaba a sus hombres la vigilancia. Y si discutía sus órdenes, escuchaba sus quejas y las respondía con más instrucciones.

Pero estaba decidida y todo eso iba a cambiar aquella misma noche. Iba a mostrarle que ya no era la cría asustada que había dejado plantada a su propia hermana. Iba a mostrarle a la verdadera Katie. Le enseñaría que podía ser fuerte, lista y valiente como Megan.

El miedo le revolvió el estómago. «Lo único que tienes que hacer es demostrarle quién eres de verdad». Puso la mano en el pomo con intención de abrir. «¿Sabes una cosa, Katie? Eres igual que tu madre». El comentario que Lloyd Whittaker había repetido tantas veces se coló en su consciencia, insidioso y destructivo. «¡Eso no es cierto!» Ella no se parecía en nada a Alexis Whittaker, la mujer que había decepcionado a cuantos la querían. Era lo que le había dicho Megan un montón de veces a lo largo de los años, cada vez que Lloyd Whittaker la acusaba de ser alocada, estúpida y superficial. De todos modos, habían descubierto hacía dos semanas que él no era su padre biológico. Que llevaba años fingiendo serlo para quitarles dinero de su fideicomiso, así que, ¿qué sabría él?

Abrió la puerta y entró. Jared se volvió a mirarla, de inmediato en alerta. Estaba junto a la ventana, y la luz de las farolas de la calle dibujaba su silueta de hombros anchos.

–¿Katherine? ¿Ocurre algo? –preguntó, guardándose el móvil en el bolsillo trasero del pantalón.

Le encantaba cómo la miraba. Como si fuera la única persona a la que pudiera ver. La única que importara en aquel instante. Nadie la había mirado con tanta concentración. Ni siquiera Megan.

Se obligó a acercarse a él. Iba descalza y sus pasos no hacían ruido sobre la alfombra.

–Podría ser –contestó, con los pulmones hechos un nudo.

–¿Qué ocurre?

La necesidad le aceleró el pulso hasta el punto de que oía el latido de su propio corazón. A Jared le importaba, detrás de ese muro de distanciamiento profesional.

No se detuvo hasta llegar frente a él y poder absorber la belleza de sus facciones duras, la cicatriz que le partía en labio superior en dos, el pelo tan corto como el de un marine, capaz de derribar a un talibán con una sola mano, la boca tan sensual en la que nunca se dibujaba una sonrisa completa, los músculos de los brazos y de los hombros, que ponían a prueba las costuras de la camisa blanca de vestir.

Su metro setenta y cinco siempre le habían hecho sentirse demasiado alta, pero Jared Caine tenía que bajar la cabeza para mirarla.

–¿Por qué nunca me llamas Katie?

El azul de sus iris era tan profundo, tan honesto que sintió que se ahogaba en ellos. Cada centímetro de piel se le erizó.

Vio temblar un músculo en su mentón y notó que bajaba la mirada. Un calor la abrasó por dentro, provocado por los quinientos voltios que sintió la única vez que había podido tocarlo, al estrechar su mano. Pero no se estaban tocando. El algodón del pijama se volvió papel de lija al rozarle los pezones, endureciéndoselos, y cruzó los brazos. ¿Cómo no se habría puesto sujetador? ¿Se estaría dando cuenta del efecto que surtía en ella?

Jared suspiró.

–Vete a la cama, Katherine –dijo al fin con voz ronca.

–No quiero irme a la cama. Quiero quedarme aquí contigo –respondió, la mirada puesta en la cicatriz que le partía el labio. ¿Cómo sería besarlo? Bastó con imaginárselo para que se mareara.

–No es buena idea.

Su voz era tan ronca que la sintió entre las piernas, justo en el lugar en que se acariciaba por las noches pensando en él.

–¿Por qué?

–Creo que sabes por qué.

Fue cuanto necesitó. Ya no la miraba como si fuera una cría. «Hazlo. Bésalo».

Se puso de puntillas para pasarle los brazos por el cuello y sus senos se aplastaron contra su pecho. Su aliento olía a yerbabuena y notó que se le aceleraba la respiración. Queriendo más, lamió la cicatriz y pasó las uñas por el pelo tan corto de su nuca. Abrió los labios y ella se lanzó al fondo de su boca, buscando su sabor como una hambrienta.

Sintió sus manos grandes en la cintura agarrando un puñado de la camiseta, y una intensa alegría floreció en su interior mientras sus lenguas se encontraban. El calor se volvió pálpito, inflamando el centro de su ser.

Pero antes de que hubiera tenido ocasión de controlar la euforia, antes de que pudiera disfrutar de aquel momento, él dio un paso atrás y se separó de ella.

–¡Maldita sea, Katherine, basta! –exclamó, sujetándola por las muñecas y apartándola. Sus ojos se volvieron lascas de hielo–. ¿Se puede saber qué juego te traes entre manos?

Aquellas palabras cortaron su euforia como un machete.

–Lo siento. Creía que…

–¿Qué? ¿Que yo quería que me besaras? Pues te equivocas.

De un tirón se soltó de sus manos y se abrazó la cintura, intentando contener la agonía que le estaba provocando su rechazo. ¿Por qué todo el mundo acababa rechazándola al final? ¿Por qué era tan poco merecedora de amor? Ojalá pudiera desaparecer, hacerse tan pequeña que nadie pudiera volver a verla, sobre todo cuando la única pregunta que nunca había sido capaz de hacer escapó de sus labios.

–¿Por qué no?

–Porque eres una cría –contestó, pasándose la mano por el pelo–. Y yo no voy por ahí besando niñas.

La humillación era insoportable, y la histeria hizo que una risa aguda se escapase de su boca.

Quería una reacción de Jared Caine, ¿no? Pues ya la tenía.

–¿Te parece divertido? –preguntó, áspero.

No lo era. De hecho estaba siendo uno de los peores momentos de su vida, pero no iba a dejar que lo supiera.

–Para morirse de risa –mintió, irguiéndose, adoptando la postura insolente que tantas veces adoptaba con Lloyd Whittaker cuando quería disimular el dolor de su rechazo.

–Eres una mocosa malcriada. Como vuelvas a intentar algo así, te doy una azotaina como no te la han dado en tu vida, sin importarme un rábano de quién seas hermana.

–No te preocupes, que no lo voy a hacer. Ni siquiera eres bueno besando.

Por supuesto no era cierto, pero dio media vuelta y salió de la habitación dando un portazo.

Por mucho que corriera, no podía escapar de la tristeza que la acosaba, ni aun cuando se tiró sobre la cama y metió la cabeza bajo la almohada para ahogar los sollozos que la sacudían. Y con la angustia llegó el golpe del recuerdo: las palabras que su padre le gritaba a Megan mientras la pegaba con el cinturón.

«Sois como ella. ¡Las dos! No sabéis lo que es la lealtad, ni el respeto. ¡Zorras!»

Se encogió sobre sí misma intentando repeler las imágenes que llevaban dos semanas atormentándola. Pero se repetían en su recuerdo como una película de miedo: el cuerpo roto de Megan en el suelo, los brazos cubriéndole la cabeza, los verdugones en los hombros acompañados por los gritos de su padre y el sonido del cuero al golpear en la carne.

Los sollozos eran tan violentos que le sacudían el cuerpo entero, pero el punto sensible entre sus piernas seguía anhelando caricias, los labios aún le palpitaban y la piel le escocía del roce de la barba de Caine.

Y la vergonzante verdad seguía repitiéndose en su cabeza, una, y otra, y otra vez. Lloyd Whittaker se equivocaba con Megan, castigándola por algo que había hecho su madre, pero con ella siempre había estado en lo cierto.

Y ahora Jared Caine también lo sabía.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Cinco años más tarde.

Costa amalfitana, Italia

 

«Por favor, no te mueras. ¡Por favor!»

Katie rezó con todas sus fuerzas, pero el dios de las baterías de los teléfonos no la escuchó, y la pantalla se quedó en negro.

Gimiendo dejó de caminar o, mejor dicho, de cojear, y cayó en la cuenta de que el robo del que había sido víctima y que le había hecho perder la mayoría de sus posesiones terrenales no era lo peor que podía pasarle en aquel día. El sol se hundió un poco más en el horizonte, al final del camino de tierra por el que transitaba, y las sombras se alargaron en aquel paisaje de limoneros y naranjos encaramados en la colina.

La magia del paisaje la había dejado pasmada aquella mañana, cuando se había aventurado a meterse con su Vespa de segunda mano por aquel camino de cabras en busca de una cala escondida donde poder pintar. Pero la ansiedad empezó a ganarle la partida al cansancio en aquel momento. En una hora, dos a lo sumo, la oscuridad sería total, y se quedaría perdida a kilómetros del pueblo más cercano, sin medio de transporte, sin dinero, sin forma de comunicarse, sin equipaje… y sin zapatos.

Sintió unas ganas tremendas de estrellar el teléfono contra las rocas. Hacía horas que no tenía señal. Pero decidió guardárselo en el bolsillo.

Era una verdadera ironía que, tres meses atrás, cuando puso el pie por primera vez en el aeropuerto Charles de Gaulle proveniente de Nueva York, equipada tan solo con una mochila, la preciosa caja de caoba con sus utensilios de pintura que Megan le había regalado y el pasaporte, su objetivo fuera viajar ligera de equipaje, ganar el dinero necesario para sobrevivir y pasar un tiempo en soledad para demostrarse a sí misma y a todos los demás que podía ser algo más que un desastre, o una insignificante celebridad a la que buscar en Internet.

La primera noche en París, alojada en un pequeño hotel cerca de la Bastilla, había pasado mucho miedo, pero poco a poco, en las semanas y los meses transcurridos, había empezado a encontrar algo en Europa que nunca había tenido en Estados Unidos: anonimato y trabajo duro, cosas que, por fin, le habían dado el tiempo y el espacio que necesitaba para madurar.

Había hecho amigos nuevos sirviendo mesas en una brasserie del Marais, haciendo camas en un hotel cerca de la plaza de San Marcos y caminando más de sesenta kilómetros en el Camino Real pero, en el último mes, había empezado a apreciar su propia compañía. Incluso había comenzado a ganar un buen dinero pintando acuarelas de paisajes que enviaba cada semana a una galería en Florencia.

Se subió un poco más la caja que llevaba bajo el brazo, que había empezado a pesarle varias toneladas hacía ya un kilómetro y diez mil ampollas. Por lo menos tenía sus pinturas.

Pero aquel día había descubierto que tenía mucho que aprender sobre seguridad personal y sobre no ser una presa fácil. De no haber estado tan concentrada en su acuarela, igual habría podido impedir que Pin y Pon le hicieran el puente a su Vespa, agarraran su mochila y salieran corriendo en una nube de polvo lanzando gritos de victoria en el espacio de, aproximadamente, veinticinco segundos.

«¿Por qué será que siempre tengo que aprenderlo todo por la vía dura?»

Se obligó a seguir caminando, aunque los pies le dolían horrores por ir de puntillas y la cabeza le palpitaba como si le hubieran dado un golpe con su propia mochila. Algo que, seguramente, había ocurrido, a juzgar por el chichón que se le estaba formando en la frente.

Si alguna vez llegaba a encontrarse con Pin y Pon, los ensartaría por el corazón con un lápiz bien afilado y los pondría a asar.

El ruido de un motor cortó sus fantasías de barbacoa y un coche apareció frente a ella dando saltos sobre aquel firme desigual. El alivio fue descomunal. Igual conseguía que la llevaran a Sorrento. Era un descapotable nuevo y caro, y la desconfianza aplastó su optimismo. ¿Qué estaría haciendo allí aquel tío, destrozando la suspensión del coche en un camino como aquel?

Se tapó el chichón con el pelo y agarró la caja con las dos manos, dispuesta a utilizarla como arma letal si su rescatador resultaba tener la misma catadura moral que Pin y Pon.

El coche se detuvo a unos metros de ella y un hombre se bajó. Con el sol casi oculto era difícil distinguir algo más que una silueta, pero el corazón comenzó a darle patadas en las costillas cuando vio que avanzaba hacia ella. Su forma de caminar, su pose, le resultaban familiares. ¿Jared Caine? ¿Pero cómo demonios…?

«No puede ser. Debe tratarse de una alucinación. O de que tengo una conmoción cerebral. O ambas cosas».

–Hola, Katherine.

Su voz, profunda, cortante y seca, la transportó a uno de los momentos más bajos de su vida, incluso más que aquel.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó, con la esperanza de que fuera una ensoñación provocada por el golpe de calor.

Pero el sol, antes de ponerse por completo, eligió aquel momento para arrancar un destello de las ondas oscuras de su pelo, al que ya no martirizaba con aquel corte militar de hacía cinco años, e iluminó también sus facciones. Una descarga eléctrica la carbonizó por dentro como si le hubiese caído un rayo.

–Rescatarte –contestó, con un ápice de sarcasmo–. Vamos, sube al coche antes de que te caigas de bruces al suelo.

 

 

Jared vio cómo el horror crecía en los ojos verde esmeralda de Katherine Whittaker mientras él la miraba de arriba abajo buscando heridas en su cuerpo. Parecía sucia y cansada, pero nada más. Verlo a él parecía haberla alterado más que lo que le había ocurrido y que le había empujado a escribir a su hermana diciéndole que había tenido un pequeño percance.

Parecía algo más que un pequeño percance, y se obligó a respirar hondo.

«La has encontrado y está bien. Ahora, todo lo que tienes que hacer es meterla en un avión de vuelta a Nueva York y volver a olvidarte de ella».

La tensión que le había destrozado el estómago desde el mediodía y durante las largas horas de la tarde que sus hombres y él habían pasado peinando la zona que habían podido delimitar gracias a la triangulación de la señal de su teléfono, comenzó a ceder.

–No necesito que me rescaten –contestó ella, con la expresión más dura ya.

–Estás de broma, ¿no? –preguntó, mirándola con más atención. Vaqueros cortados y ceñidos, camiseta polvorienta, un top corto que mostraba la sutil curva de sus pechos, pies sucios que… ¿qué narices había hecho con los zapatos?

–No, no estoy de broma –contestó, agarrando con fuerza aquella caja que parecía pesar más que ella.

Intentaba plantarle cara, pero el pelo empapado de sudor se le había pegado al cráneo, algo que, desgraciadamente, no lograba ocultar la curva suave de sus pómulos, su boca jugosa o el rosa subido que el sol le había puesto en la nariz. O el agotamiento que nublaba sus ojos de sirena.

–Estoy bien. No sé cómo me has encontrado, pero ya puedes volver a perderme, ¿vale?

–No, no vale. No voy a perderte, y tampoco voy a dejarte aquí. Dario quiere que tomes un vuelo a Nueva York de inmediato.

–No voy a volver a Nueva York –replicó, las cejas enarcadas y la voz firme, aunque parecía a punto de colapsarse. La caja que llevaba se le escurrió y, al intentar impedir que cayera, se golpeó un pie con una piedra y gritó.

–Esta conversación se ha terminado –cortó Jared y, acercándose, la tomó a ella y a su caja en brazos.

–¡Bájame!

–No.

El olor a limón, sal marina y sudor de mujer hizo crecer la tensión en su vientre mientras caminaba hacia el coche.

–¿Cómo que no? ¡Si yo… ay!

La soltó sin mucha ceremonia en el asiento del pasajero y cerró la puerta.

–No estamos negociando –dijo, ya sentado tras el volante y, poniendo el brazo derecho sobre el respaldo del asiento de ella, avanzó marcha atrás. Hizo una mueca cuando se escuchó el roce de otra piedra en los bajos del coche.

–Veo que sigue gustándote darle órdenes a las mujeres –lanzó, pero fue una pulla que no tuvo fuerza.

Él decidió no contestar. Ya sabía que, con ella, era mejor no entrar al trapo.

Katherine Whittaker siempre había sido una buena pieza, pero si había que creer lo que decía la prensa amarilla, su comportamiento había empeorado de lo lindo en los años transcurridos desde el juicio de su padre y su beso en el apartamento que su ama de llaves tenía en Brooklyn. Había desaparecido del radar en los últimos meses, pero según Dario, se debía a que los había pasado dando tumbos por Europa con la consiguiente angustia de su hermana. Es decir, que Katherine Whittaker se había pasado los últimos meses dando problemas, pero de incógnito.

Aquella mujer lo tenía todo: una casa maravillosa, una familia que la quería y el talento necesario para llegar a ser alguien, pero había decidido despreciarlo todo y comportarse durante años como una cría en una tienda de golosinas, seguramente a cargo de Dario.

–No sé dónde piensas que vas a llevarme –dijo cuando llegaron a la carretera de la costa–, pero no puedes obligarme a hacer nada. Ya no tengo diecinueve años y no recibo órdenes de nadie, y menos de ti.

–¿Quieres bajarte y caminar un poco más?

Ella lo miró frunciendo el ceño, pero se volvió a mirar por la ventanilla.

«Ya me parecía».

La vio respirar hondo y hundirse algo más en el asiento, lo que le recordó a la cría de diecinueve años encaprichada con él a la que le había costado bastante ignorar, hasta que ella se coló detrás de sus defensas por unos segundos.

La última luz del día hizo brillar el dorado de su pelo y las gotas de sudor que humedecían la curva que iniciaba sus pechos. La reacción en su vientre no se hizo esperar.

A lo largo de aquellos cinco años, el patito torpe, listo y de boca tentadora, se había convertido en un hermoso cisne de piernas largas aun debajo de aquella capa de suciedad, sudor y mala leche.

Pisó el acelerador para adelantar a un camión cargado de fruta. Cuanto antes se deshiciera de Katherine Whittaker, mejor.

–¿Por qué tienes que estar precisamente en Italia? –murmuró–. No me dirás que has venido hasta aquí solo para darme en los morros.

No contestó a sus palabras porque incluso aquel tono hostil que empleaba no podía disimular la resignación.

–Estaré en Capri hasta el lunes. El lunes se abre para la prensa el nuevo complejo Venus y estoy con la seguridad del recinto. Dario me llamó para que coordinase la búsqueda después de que escribieras a Megan esta mañana.

–Qué casualidad.

En realidad no era tan fortuito. El proyecto Venus era un contrato importante, pero él no tenía pensado asistir en persona al evento, a pesar del ruido que había hecho el departamento de relaciones públicas aduciendo que generaría un montón de publicidad en el mercado europeo que él estuviera presente en aquel lanzamiento de cuatro días de duración. Pero sus planes habían cambiado aquella mañana cuando Dario lo llamó desde Nueva York estando él en una reunión en Nápoles.