Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Un hermoso tributo a la mejor fantasía épica, bien mezclada con unas gotas de ciencia ficción y con unas gotas de una única sensibilidad. La historia nos presenta un mundo dividido por un muro inabarcable. De un lado, una raza de seres avanzados que emplean la tecnología hasta un grado que la hace indistinguible de la magia. Del otro lado del muro, tribus salvajes que viven de la caza e intentan sobrevivir a la intemperie. Entre estas tribus vive Lena, quien conoce las historias del mundo de antaño, antes de que levantasen el muro, por boca de su madre. Sin embargo, el destino de Lena está a punto de cambiar: algo la espera al otro lado del muro.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 803
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Mónica Pons
Saga
A vuestros ojos negros
Copyright © 2020, 2021 Mónica Pons and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726939897
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Tenéis que saber que hubo una razón para que reclamáramos lo que creíais vuestro. No me corresponde a mí decirlo, pero creo que es válida porque no la escogimos nosotros: estaba en el resplandor del agua que formaba el lago de los pinos, a medio día de camino de aquí. También en esos pinos podías verla, aunque como los árboles no hablan, entiendo que fuera difícil oírla. Las ardillas susurraban el rumor de esa razón, pero solo cuando se posaban con demasiada fuerza en una rama, agitando las hojas. En cambio, las grullas, las tórtolas, los mirlos, los cuervos y los grajos la cantaban a cualquier hora del día, mientras los búhos la repetían por la noche. En ese momento estabas obligado a escucharla: era una canción bonita.
Si seguís leyendo me atrevo a prometer que sabréis por qué no podíamos permitir que dejara de sonar.
A modo de comienzo, quisiera presentarme. Mi nombre es Lena, y no tengo apellido. Aunque lo tuviera, no sería relevante, pues al fin y al cabo, esta no es mi historia. Es la que desveló el mundo en que vivo, por tanto tiempo remoto y secreto, a vuestros ojos negros. A mí solo me corresponde contarla porque, sin pretenderlo, la viví.
Si tuviera que escoger un principio, de entre todos los posibles entre el día de mi nacimiento y hoy mismo, os diría que cuanto merece la pena ser contado empezó un día de otoño como cualquier otro, y ese día me encontró cazando.
Delante de mí, una liebre se agazapó en la hierba seca, consciente de que estaba en su elemento. Podía ver cómo movía su nariz olisqueando el aire, lo que me hizo comprobar por enésima vez la dirección del viento: si cambiaba, le llegaría mi olor, y mi madre y yo no tendríamos comida.
Sobre las liebres puede que os sea útil saber una cosa: tienen unas orejas grandes, y eso implica que oyen muy bien. Además, tienen un ojo a cada lado de la cara, con lo que os verán dondequiera que estéis. A no ser que os confundan con la hierba, o con un árbol. Por eso no podéis permitiros mover ni un músculo hasta el momento de disparar. Yo esperé a que agachara la cabeza una vez más para comer, me levanté para que la piedra pudiera tener recorrido y descargué el tirachinas. Justo en la sien.
No lo pensé al lanzar la piedra, pero la verdad es que no podía fallar. Llevábamos dos días comiendo bellotas, y aunque mi madre intentara disfrazar su sabor amargo con hierbas, me habría costado mucho volver a comérmelas. Recogí la liebre del suelo y fui a buscar a mi madre, pues no podía andar muy lejos.
La encontré sentada en una roca, con el fardo en el suelo y frotándose las piernas. Corrí hacia ella para darle la buena noticia:
—Mamá, hoy tenemos carne.
—¿De verdad? —preguntó con una sonrisa de alivio. A ella tampoco le gustaba la idea de comer lo mismo que los cerdos.
—Enciende un fuego mientras la preparo.
Saqué el cuchillo que llevaba atado a la pierna y empecé a despellejar al animal. Por lo que sé, esta es una parte desagradable para vosotros, así que me saltaré los detalles, de todas formas creo que no son necesarios.
Cuando la liebre estuvo limpia, fui en busca de una rama que me sirviera de estaca para asarla. El fuego crepitaba ansioso a la espera de su recompensa.
—Puede que sea nuestro banquete de despedida —solté.
—¿Por qué? Aún no hemos llegado a ninguna aldea —replicó ella.
—Sabes que llegaremos antes de la próxima luna, y ayer por la noche ya estaba bastante crecida.
—Sigo diciendo que aún podemos alargar más.
—¿Estás loca? Ya oíste a esa mujer, la de los burros. Nos dijo que los asentamientos están muy dispersos por esta zona, podríamos tener las nieves encima antes de encontrar otro.
No había una manera correcta de plantearle el asunto, porque para ella ninguna aldea era buena para pasar el invierno. Nunca anduvimos bastante, ni hubiéramos podido hacerlo, pues el mundo es demasiado grande cuando pretendes cubrir cada rincón a pie. Habíamos recorrido los caminos desde que mi madre me juzgó capaz de cubrir largas distancias de día y de dormir a la intemperie de noche. Permitidme aclarar que no lo hacíamos por deporte, en mi mundo nadie hace travesías por gusto. Teníamos un objetivo, o lo tenía ella, y era respetable, pero también una locura: buscábamos a mi padre. Comprenderéis que encontrar a una persona que desapareció en un mundo como el que he conocido es imposible. No tenemos vuestros aparatos. Lo único que podía ayudarnos era la suerte, y yo no creo en ella; así que estábamos a merced de los rumores, de las indicaciones de la gente que nos encontrábamos por el camino. Claro que cuando alguien te dice que ha visto a un hombre alto, rubio y con ojos azules está describiéndote a cualquiera, pero mi madre necesitaba esperanzas a las que agarrarse.
Para mí la historia era distinta. No lo había conocido. Bueno, mi madre me dijo que me tuvo en brazos el día de mi nacimiento, pero de eso no me acuerdo. No me malinterpretéis, no llevaba toda la vida andando por alguien que me era indiferente, yo también tenía curiosidad por saber quién era mi padre, y qué pasó, pero en realidad lo hacía por ella. Mi madre iba a buscarlo toda su vida, eso era un hecho. Otro, es que yo no iba a dejarla sola. Y la verdad es que entonces solo pensaba en encontrar una aldea en la que pasar el invierno: al menos una de las dos tenía que ser consciente de nuestros límites.
—Lena… No sé, me parece una exageración que las aldeas estén tan aisladas por aquí. Es un lugar bonito, no hay casas grises de esas que se caen a pedazos. No me extrañaría encontrar varios asentamientos separados por dos o tres días a pie.
—Creo que lo ves al revés. Precisamente porque no hay casas, no hay gente. Además, esta zona tiene pinta de complicarse en invierno. Apuesto a que nieva.
A vosotros las casas abandonadas os deben de parecer horribles, y de hecho lo son. Pertenecen a una época que ya no existe; se levantaron cuando todavía circulaba el dinero y por lo tanto están fuera de lugar. Algunas hasta se caen a pedazos porque nadie sabe cómo arreglarlas. Sin embargo, el cemento protege de la lluvia y el viento mejor que la paja, lo cual ha conseguido que algunos de nosotros sigan usándolas como vivienda. Pero mi madre nunca fue partidaria:
—Yo no viviría allí por nada del mundo. Es deprimente.
—¿Sabes? No es nada práctico que te moleste tanto todo lo que tenga que ver con el dinero. No sé qué tiene que ver contigo.
—Lena, no empieces.
Aquella era una vieja discusión de las que no arreglan nada y ambas estábamos demasiado cansadas para darle cuerda, de modo que perdió todo el interés tan pronto como la comida estuvo lista. Olisqueé el aire: el olor de la carne asada despertó el hambre que con tanto cuidado había intentado controlar durante los últimos días. Por fin podía permitirme la licencia de darle rienda suelta.
Comimos en silencio, porque abrir la boca para hablar era demasiado pedir teniendo en cuenta las circunstancias. Era consciente de que un atracón como aquel no era lo mejor si pensábamos andar toda la tarde, pero no estaba dispuesta a atender a razones y, por lo que estaba viendo, mi madre tampoco. Solo dejamos dos patas para la cena, por si acaso. Cazar dos veces en el mismo día era una suerte que no me acompañaba a menudo.
Mi madre apagó el fuego tirando arena para ahogarlo mientras yo recogía lo poco que habíamos usado para comer. En el último momento decidí atar la piel de la liebre a mi fardo. Si el líder dudaba de mi destreza para la caza, cosa que seguramente haría en cuanto viera el arma que usaba, solo me hacía falta enseñarla.
Con el estómago lleno y por lo tanto de mejor humor, seguimos andando. Teníamos por delante un puerto de montaña: pasarlo seguramente nos iba a llevar toda la tarde. No sabía lo que había al otro lado, pero estaba casi segura de que tenía que ser un valle amplio, por lo menos, para justificar el esfuerzo que suponía llegar hasta él. Lo que me habría atrevido a asegurar es que escondía un río; y eso era una bendición, porque íbamos justas de agua.
Teníamos que subir por un camino estrecho, de numerosos recovecos, que al principio estaba rodeado de árboles, aunque enseguida dejó paso a las piedras desnudas. Procurábamos movernos a un ritmo constante, pues el movimiento del sol apremiaba nuestros pasos; bastará con decir que era una imprudencia pasar la noche allí.
Al llegar al cambio de aguas de la montaña, avisté por primera vez el valle. Desde luego, valía la pena la ascensión solo para verlo. Era una hermosa pradera rodeada de montañas por todas partes, algunas más altas que otras. Un abundante río serpenteaba en medio del terreno: recogía el agua de los diferentes arroyos que bajaban desde las cumbres. Aunque eso no era lo único: también albergaba preciosas, providenciales y cálidas hileras de humo. Habíamos llegado, no podía creerlo. Esa es la parte que me gusta de estar siempre andando hacia lugares nuevos, nunca sé lo que me voy a encontrar. La mala es que no descansas nunca, pero ya me había acostumbrado a eso: no conocía otra vida que aquella.
—¡Mamá, la aldea está ahí abajo!
No se molestó en contestar para usar las fuerzas en lo que le quedaba por subir. Mientras la esperaba, eché un vistazo: empecé a valorar la situación. Era una aldea grande, al menos había unas treinta cabañas. Eso sin contar los cultivos y los cercados para animales. Pero lo que más me gustaba era su emplazamiento: un valle entre montañas que la protegían del viento, y con la Sierra Norte a lo lejos.
—¿Estás segura? —dijo mi madre en cuanto me tuvo a la vista.
—¡Sube!
—Ya la veo. Me refiero a si estás segura de que tenemos que parar —terminó, una vez arriba.
—Mamá, por favor, tienes que haberte dado cuenta de que las noches se han vuelto frías y de que las aves han dejado sus nidos.
—Muy bien. Hasta aquí este año.
Hay algo más que deberíais saber sobre ella: era sanadora, su profesión consistía en tratar las dolencias de la gente. Por eso no insistió más, al final siempre llegaba un punto en el que sabía que la situación no dependía de ella. Había hecho un diagnóstico y había visto que aquel era un lugar apropiado al que acudir para pedir alojamiento en la estación fría. Si había considerado ese año un éxito o un fracaso, si creía que habíamos avanzado en el objetivo de encontrar a mi padre, solo lo sabía ella. Yo perdí el valor necesario para preguntárselo.
Empezamos el descenso. Tenía ganas de echar a correr ladera abajo, pero acompasé mi paso a la prudencia de mi madre, no iba a servirme de nada torcerme un tobillo antes de llegar. Cuando el sol empezaba a ponerse a nuestras espaldas, estábamos a las puertas.
Lo primero que vi al levantar la vista después de tropezar con la última piedra de la ladera, fue una comitiva esperándonos. Seguramente nos habían visto bajar y por eso habían tenido tiempo de prepararse. Nos quedamos quietas antes de pisar el terreno que forma parte de la aldea. Si alguna vez os encontráis en la misma situación, hacedlo así, indica que esperáis a ser invitados, cosa que todos aprueban, en vez de parecer una invasión. Mi madre levantó una mano con la palma abierta y yo la imité. Para nosotros, eso significa que venimos a ofrecer algo. A cambio de otra cosa, claro. El líder salió a recibirnos, acompañado de tres hombres y una mujer. Dejamos que él hablara primero:
—Me llamo Roy, estoy al mando de esta aldea ¿Qué ofrecéis?
Era un hombre alto, corpulento hasta el punto de contar con unos brazos de más o menos las dimensiones de mis piernas, y las espaldas de un buey. Con el pelo negro salpicado de alguna cana, las cejas juntas encima de una nariz de tamaño proporcional a todo lo demás, y una barba que le tapaba el cuello hasta la clavícula, ofrecía un aspecto que imponía el silencio. No pude pasar por alto que llevaba un hacha en la mano derecha, la cogía como si fuera una extensión de su brazo, sin hacer fuerza. Parecía colgar de sus dedos en precario equilibrio antes de caerse, pero yo sabía que eso no iba a pasar. A pesar de la impresión, mi madre contestó como si no hubiera reparado en ello:
—Yo soy Julieta y esta es mi hija, Lena. Soy sanadora y ella caza, os ofrecemos nuestras habilidades a cambio de cobijo durante las estaciones frías.
—¿Sanadora? Hace mucho que no pasaba ninguno por aquí.
—Conozco las hierbas y sé tratar las dolencias del cuerpo. Supongo que eso bastará.
Roy asintió y se giró hacia mí:
—¿Cuál es tu arma?
—Un tirachinas.
La carcajada fue general. Un tendón atado a un palo es un juguete de niños. Sirve para cazar presas menores y para molestar al maestro, pero es inútil contra las presas grandes. Lo que muchos no saben es que cuando te pasas la vida andando, cargar con un jabalí no es una opción. Tienes que matar algo que quepa en un fardo, y para eso solo necesitas un tirachinas y algo de habilidad. Estuve callada hasta que cesaron las risas y entonces hablé:
—Soy buena rastreadora, si no me creéis, aquí está la piel de mi caza esta mañana.
Al ver la liebre empezaron a murmurar. Una mujer se acercó al líder y le dijo algo al oído. Él asintió y se dirigió a nosotras frunciendo el ceño:
—Muy bien, remedios y caza a cambio de dos estaciones de hospedaje. Os advierto que esta aldea es la última antes de la Sierra Norte así que, o lo hacéis bien, o la tendréis que atravesar en invierno.
—Oh, vamos, Roy, has aceptado a otros por menos —empezó la mujer—. Venid, os mostraré la cabaña de paso, será vuestro alojamiento mientras estéis aquí.
—Un momento Hera, que estos tiempos no son los de antes —la detuvo él, para dirigirse a mi madre—. No lleváis dinero, ¿verdad?
Otra vez esa pregunta no, por favor. Solo nos la habían hecho un par de veces, pero en ambas tuvimos problemas:
—¿Qué insulto es este? —saltó ella—. ¿Es que nos tomas por civilizados?
—Mamá, por favor, no…
—Oye —cortó Roy en seco—, esta es mi aldea y pregunto lo que tengo que preguntar. Si tienes problemas con eso, tú y tu hija os iréis por donde habéis venido o hacia la Sierra Norte. Os deseo suerte.
—¡Roy! —nos defendió la mujer a la que él había llamado Hera.
Mi madre tenía problemas con el pasado del mundo y yo no alcanzaba a comprender entonces por qué dejaba que le afectaran incluso en situaciones como aquella.
Ignoro qué parte de la historia os habrán contado vuestros mayores, pero yo por entonces sabía la que me habían contado los míos:
El dinero tuvo un final tan traumático para nosotros que terminó por convertirse en una palabra prohibida, de las que imponen el silencio cuando alguien la pronuncia. A riesgo de deciros lo que ya sabéis, os aclararé el origen de nuestros recelos, por si acaso, porque deberíais saber que no hemos olvidado.
Todo empezó con la epidemia que asoló al mundo hace varias generaciones, no sé deciros exactamente cuántas, de todas maneras no creo que sea un dato importante. La cuestión fue que una enfermedad consiguió desafiar todos los avances de la medicina y se llevó por delante más vidas de las que nadie pudo contar. Fue una infección sin tratamiento, se propagaba a través del aire, del contacto físico, nunca supimos muy bien cuál fue el origen ni cómo tratarla, cuando quisimos entenderla fue demasiado tarde. Ante una situación como aquella, el mundo tal y como lo conocían las personas que lo vivieron, se vino abajo. La gente se recluyó en casa e hizo acopio de provisiones, pero en algún momento tuvieron que salir, asumiendo el riesgo a un contagio que se producía más pronto que tarde.
Sin embargo, hubo supervivientes, o de lo contrario yo no hubiera escrito, ni vosotros estaríais leyendo. Vosotros pudisteis comprar la salvación y a nosotros se nos concedió, por motivos que desconocemos y que, tal vez a estas alturas, vosotros hayáis tenido la posibilidad de entender. Me explico: levantasteis un muro, fortificasteis un país en medio del continente y lo hicisteis inexpugnable. Pero pusisteis un precio a la salvación, solo se ofreció a los que pudieron pagarla. Desconozco cuál fue ese precio, pero sé que se trataba de una suma de dinero tan desorbitada que solo una minoría pudo asumirla, después de todo levantar un sistema aislado era caro. Para nosotros la cuestión fue más simple: éramos inmunes. Algunos afortunados sobrevivieron a la infección y aunque esa proeza no bastó para concederles el pasaje hacia vuestra seguridad, por los menos permitió que la especie humana subsistiera más allá de vuestros muros.
Los supervivientes perdieron a sus familias, pero se encontraron unos a otros y volvieron a empezar. Se formaron las primeras comunidades y sin que nadie lo pretendiera surgió un nuevo mundo, basado en el intercambio. La única decisión colectiva fue rechazar el dinero: el instrumento que nos exilió de vuestra ciudad maravilla, la cual, por razones obvias, empezamos a odiar. Por lo demás, sucedió la vida: aprendimos a cazar, a alimentarnos de lo que producía la tierra si respetábamos los ciclos, y nos organizamos en aldeas.
Esta es la versión que conocía antes de tener la oportunidad de conocer la vuestra, creo que era necesario transmitírosla des del principio, no se me ocurre otra manera de que lleguemos a entendernos.
Quiero aclarar que no pretendo imponeros mi opinión, para mí, ha pasado demasiado tiempo desde que sucedió todo como para que algo así tenga sentido. Yo misma nunca permití que esta historia me afectara, porque nada la iba a cambiar. Además, a mí me gustaba mi vida, no quería otra. Sin embargo, no era ese el caso de mi madre. Ella se dejaba llevar por una rabia desconocida para mí cuando oía mencionar la palabra dinero. Y aunque por fortuna eso no sucedía a menudo, a veces a la gente le daba por preguntar si uno llevaba moneda encima, como Roy hizo aquella tarde. Yo no entendía por qué ella sentía ese odio, por qué se arriesgaba tanto: si Roy no nos permitía quedarnos lo único que teníamos por delante era la Sierra Norte y la desalentadora perspectiva de atravesarla en inverno. Era un panorama poco recomendable.
—Lo siento, no estoy acostumbrada a que me lo pregunten —se disculpó ella, al fin.
—Yo no estoy acostumbrado a que mi gente se muera de hambre en invierno, y hace cuatro años empezó a pasar. Eso me obliga a tomar mis precauciones. Si os vais a quedar, será porque me puedo fiar de vosotras.
—Y no te fías de nadie con dinero.
—Es uno de los requisitos.
—¿Has rechazado a alguien por esto? ¿Has visto a algún civilizado?
—Una nómada como tú debería saberlo mejor que yo mismo, pero los tiempos están cambiando. No sé por qué, pero parece que a esa… gente —esto último lo escupió más que lo dijo— les preocupa algo, después de tanto tiempo. Están tan desesperados que se dejaron ver por aquí, hace algunos años. Un error que les costó la vida.
No pretendo asustaros, no sé a qué se refería Roy cuando dijo que uno de los vuestros perdió la vida en aquella aldea. En ese momento, pensé que él mismo se había encargado del intruso con un golpe de su hacha. Ahora creo que quienquiera que fuese debió de perecer a causa de un ataque de apendicitis o algo parecido, eventualidades de ese tipo eran corrientes en nuestro mundo.
La reacción de mi madre a las palabras de Roy, sin embargo, no fue normal. Al oír que aquel civilizado había muerto, se estremeció, y si no la conociera bien hubiera dicho que temblaba. Ella era así: tenía preocupaciones que no compartía conmigo, recuerdos que nunca concretaba. Yo me limitaba a observar, y luchaba contra el impulso de hacer preguntas porque mi curiosidad era más débil que el miedo a perturbar el frágil pacto que mi madre mantenía con su pasado.
La mujer de antes, Hera, a la que identifiqué como esposa del líder por la manera en que le había hablado, también se dio cuenta del efecto que habían tenido las palabras de su marido y trató de aplacar la súbita indisposición de mi madre:
—Julieta, ¿verdad? Permíteme que te enseñe la cabaña de paso — esto lo dijo mirando a Roy, para evitar nuevas interrupciones por su parte—, así podéis instalaros. Después, si no te importa, quisiera que echaras un vistazo a algunas personas.
Mi madre aceptó en un esfuerzo por recuperar la compostura, y yo la seguí. Para amenizar el camino, hice la única pregunta que se me ocurrió:
—¿Dónde está la partida de caza?
—Salieron hace dos días. Les esperamos de vuelta mañana. No te preocupes, cariño, en cuanto estén aquí los conocerás. Creo que os llevaréis bien.
Una respuesta convencional como tantas otras, de modo que ni siquiera reparé en ella. Sin embargo, nunca unas palabras tan usadas tuvieron la tarea de anticipar un cambio de circunstancias tan grande como el que me esperaba al día siguiente. Esa frase fue el principio.
Mientras Hera nos llevaba hasta una de las cabañas que se hallaban en el límite de la aldea, nos contó que había una mujer embarazada, un anciano con dolores de espalda y un niño con fiebre. Al llegar a la cabaña que tenía que ser nuestra durante seis lunas, mi madre dejó sus cosas y se fue con Hera, dejándome las contemplaciones a mí.
Me quedé para hacer habitable el lugar. La hoguera tenía polvo, no cenizas. Eso indicaba que hacía varias estaciones que nadie vivía allí. Fui a por leña a la despensa y una vez logré un fuego respetable, me puse con los arreglos más elementales: el techo tenía una gotera, podía ver el cielo rosado a través del hueco, y la piel de la puerta era demasiado corta. La mesa estaba sucia de cera y las camas tenían la paja del colchón llena de moho.
Cuando llevas meses durmiendo a la intemperie, no estás dispuesto a cederle más noches de sueño al viento ni a la lluvia, de modo que las prioridades eran el techo y la puerta. Por suerte, la gotera tenía fácil solución: solo había que añadir un poco más de cañizo, recoser las junturas y echar follaje por encima, conseguí acabar antes de que se hiciera de noche. Luego, entré en la cabaña, avivé la lumbre, y empecé a examinar la piel de la puerta. Tenía la parte de abajo recosida en un dobladillo, algo muy práctico para soportar el calor del verano, pero impensable en invierno. Descosí, ablandé la piel para que recuperara la forma y puse piedras en la parte que arrastraba por el suelo. De repente, el calor del fuego cundía más.
Me puse a quitar la cera de la mesa rascando con el cuchillo, como si eso me fuera a evitar un viaje a la despensa en busca de paja para las camas. No me apetecía abandonar el calor del fuego, pero en cuanto hice saltar el último resto de cera no pude demorarlo más. Salí y arreglé lo único que quedaba por hacer. Estaba estirando las pieles de dormir en las camas recién cambiadas cuando mi madre apareció con un cazo de sopa.
Dejé lo que estaba haciendo para observarla. Quería saber si su cara había recuperado el color: volvía a ser ella. Sus ojos, de color miel, brillaban por el placer de tener la mente ocupada en algo que se le daba bien. El gusto de saber que iba a tener éxito. Enseguida se puso a ordenar todos sus frascos de hierbas, especies y mejunjes sobre una única estantería, al tiempo que parloteaba diciendo que iba a tener que pedir más muebles a Roy. Hasta le dio tiempo de planificar una expedición por los alrededores en busca de hierbas. Cuando estuvo satisfecha con el orden de los frascos, clasificados escrupulosamente según alturas, formas, y orden de utilización, se puso el pelo detrás de las orejas y contempló el resultado con los brazos en jarras. Con un imperceptible movimiento de cabeza lo dio por bueno.
—A ver, no era tan grave. Tendremos un parto después de la fiesta del solsticio, hay un niño con fiebre y un anciano que seguirá con molestias hasta que le hagan efecto las hierbas, con suerte dentro de una luna, si hace lo que le he dicho. Si no se deja, no podré hacer nada por él.
Aunque trataba de esconderlo, mi madre volvía a estar en su elemento. Curaba a la gente, si era posible evitar los sufrimientos del cuerpo, ella lo conseguía. Yo estaba segura de que si algo había evitado que abandonara cuando se marchó mi padre, eso era sin duda la capacidad que tenía para aliviar a las personas. Por un momento se me ocurrió la posibilidad de preguntarle por qué se había puesto pálida al oír lo que Roy había dicho de los civilizados, pero la deseché. Habría estropeado la primera sonrisa que le había visto en siete lunas.
—¿Y el niño enfermo? —pregunté, para seguir con la conversación.
—Nada. Un constipado —se paró en seco, dejando la mesa a medio poner—. Pero hay algo que no te vas a creer: hay una niña albina.
—¿De verdad? —Aquello sí era una novedad, yo no había visto a ninguna persona albina, solo conocía su existencia por las extensas charlas de mi madre sobre las peculiaridades de la especie humana —¿Y es tan blanca como dices?
—Es casi azul, Lena ¿Sabes el color de la nieve en las noches de luna llena? Más o menos así.
—A ti te ha dado el mal de altura. A ver si la ascensión de esta tarde habrá sido demasiado…
—Más quisieras, me queda cuerda para rato. Y ahora a cenar. Saca el resto de la liebre, que la echaremos al caldo —dijo, mientras ponía el cazo de sopa al fuego.
Estábamos tan cansadas esa noche que nos acostamos directamente después de la cena. Noté el colchón mullido en mi espalda, hacía tanto tiempo que no gozaba de esa comodidad que me dolieron los huesos al estirarme sobre algo tan blando.
Volví a notar ese dolor de huesos que de un modo casi placentero sigue a una noche de verdadero descanso. Ya era de día, lo supe por la luz que se derramaba a través del hueco de la chimenea, tan tímida, que supuse estaba terminando de amanecer. Salí de la cabaña para ir a darme el baño de todas las mañanas. Era la manera de desperezarme en las estaciones cálidas, y no quedaba mucho para que tuviera que dejar de hacerlo. Podía oír el río entre el canto de los gallos y los balidos de las ovejas: el agua es muy escandalosa. Para llegar hasta él había que atravesar un pequeño bosque de hayas, castaños y otros árboles que empezaban a amarillear por la llegada del otoño. Al final, una hilera de olmos prometía la orilla.
El agua estaba fría, como me esperaba. Miré alrededor para asegurarme de que estaba sola y me desvestí. El río era lo bastante hondo para sumergirme del todo si me sentaba sobre mis talones. Me encanta el dolor del agua fría contra la piel, porque lo domina todo de una manera que te impide pensar. Tenéis que probarlo.
El bosque se estaba despertando. Un martín pescador se zambullía en el agua no muy lejos de mí. Es un pajarillo curioso, de color azul y naranja. Se lanzó en picado dos veces sin éxito, pero a la tercera llevaba un pez en el pico. Eso me dio la idea de apañar una caña de pescar en cuanto volviera a la aldea. Si la partida de caza se retrasaba, al menos tendría algo que hacer.
Salí del agua cuando empecé a tener frío y poco después de vestirme oí risas. Por un momento me asusté, no esperaba encontrarme con nadie. Venían desde el otro lado del bosque, en dirección opuesta a la aldea. Eran varias voces distintas, y pronto pude ver cómo se dibujaban cuatro figuras saliendo de entre los árboles. Entonces lo vi: llevaban arcos y jabalinas, eran sin duda la partida de caza.
Supongo que me confundió que fueran tan escandalosos, no es propio de un cazador despertar a todo el bosque a su paso, pero seguramente eso no les preocupaba: si estaban tan contentos era porque habían tenido éxito. Preferí no interrumpir tanta alegría y decidí volver corriendo a la aldea sin que me vieran, pero no lo conseguí:
—¡Eh, tú, para! —me gritó uno de ellos, el que llevaba un arco colgado a la espalda.
Sopesé la posibilidad de hacer ver que no lo había oído, pero hubiera sido una estupidez: iban armados. Además, habría sido ridículo. Y necesitaba una buena carta de presentación.
Los cazadores no suelen ser muy jóvenes, así que me llevé una buena sorpresa al ver que se trataba de dos chicas y dos chicos de mi edad. Ninguno debía de sobrepasar los veinte años, o acaso los acabaran de cumplir.
—¿Quién eres? —preguntó el mismo chico que me había gritado antes.
—Me llamo Lena, llegué ayer a vuestra aldea con mi madre para pasar las estaciones frías.
Lo primero era sacar la bandera blanca. Después, esperé a que contestaran y eché un vistazo a las presas. Las chicas llevaban una provisión envidiable de perdices y faisanes y entre los dos chicos colgaba un jabalí de una estaca. Con tamaña captura, dejé de preguntarme el motivo de su alegría. Ellos dejaron el jabalí en el suelo y el que había hablado antes se acercó a mí:
—Yo soy Chris, estoy al mando de la partida de caza —soltó.
Me fijé en él. Tenía la mandíbula ancha, pómulos marcados, cejas largas, arqueadas, y una nariz muy recta en armonía con el conjunto. Pero lo más curioso eran sus ojos. Nunca los había visto de ese color: eran grises. No un azul oscuro, sino el gris de la piedra reluciente al sol. Le caían mechones de pelo por delante de ellos, como si quisieran mitigar el efecto, pero no había nada que pudiera hacerlos pasar desapercibidos. Cuando conseguí dejar de mirarlos, contesté:
—Hola.
—Lance, un placer ¿Cómo se te ocurre salir corriendo? —se adelantó el otro, corpulento como un buey y dueño de una lanza que yo no habría podido levantar del suelo— por poco te confundimos con un ciervo.
—No quería interrumpiros.
—Qué tontería —se adelantó una de las chicas—. Estás empapada, ¿no te habrás bañado en el río, verdad?
—Sí, es mi costumbre —respondí, empezaban a agobiarme tantas preguntas.
—Eso es porque no has probado nuestros baños ¿Te han dicho que tenemos pozas calientes? Melara y yo íbamos a ir ahora —dijo la chica que faltaba mirando a la otra—, si quieres puedes venir. Yo me llamo Gaby, encantada—terminó con una sonrisa.
La primera chica era alta y rubia. Me fijé en su lanza: tenía dibujada una filigrana de lirios en la madera, era un trabajo tan delicado que solo podía ser obra de unos dedos muy pequeños, o muy hábiles. La que había hablado por último tenía el pelo negro, la piel muy clara y los ojos verde musgo. Llevaba un arco.
—No, no lo sabía. Gracias por avisarme, pero prefiero el agua fría.
Para empezar, aquello de las pozas despertó en mí la más prudente de las desconfianzas. En mi mundo, calentar tal cantidad de agua es un lujo que nadie puede permitirse. Además, toda mi atención estaba concentrada en aceptar que aquellos iban a ser mis compañeros de tareas. Supongo que mi mente rechazó cualquier otra ocupación posible de manera instintiva, aunque ésta fuera la agradable perspectiva de un baño.
—De todas formas, supongo que llegamos tarde —contestó ella, fijándose en mi pelo mojado.
—Mel, Gaby, id a las pozas, que casi no puedo respirar del olor a humanidad que desprendéis, Chris y yo nos ocupamos de la caza y después enseñaremos la aldea a Lena, ¿a esto no podrás decirnos que no, verdad?
—Cállate, Lance—le soltó Melara, antes de que yo pudiera decir nada—el único que huele a muerto aquí eres tú, que aún tengo pegado a la nariz el tufo de las tripas del jabalí.
—Tiene razón ¿Se puede saber qué has hecho para mancharte tanto? —dijo Chris, luchando por no reírse.
—Pues limpiarlo, eso es lo que he hecho, por si no lo habéis notado es un jabalí muy gordo, y estaba a punto de descomer cuando lo alcanzaste en el ojo ¿De verdad huelo tan mal? —terminó por preguntarme, mientras se acercaba la nariz al hombro.
—Yo… Creo que es el jabalí el que huele.
Aquello no me gustaba. Estaba acostumbrada a la camaradería entre los miembros de las partidas de caza. El problema era que no esperaba tener que unirme a ella. Antes, no habría sabido cómo. Los cazadores que había conocido tenían esposas, hijos, y al llegar a la aldea cada cual se iba a su cabaña. Podría haber sido hija de cualquiera de ellos, de hecho, solían tratarme como tal.
Yo había compartido cenas, fiestas de solsticio y tardes de lluvia con gente de mi edad, no creáis que ellos fueron los primeros que me encontré. En cualquier aldea hay gente de todas las generaciones. Pero yo no podía hacer amigos, intimar era una distracción que me estaba velada, por el bien de mi salud mental ¿Os imagináis tener que despediros de alguien cada primavera? ¿Os imagináis conocer a personas sabiendo que al cabo de seis lunas las dejaréis atrás para siempre? Yo sí. Por esa razón estaba tan bien poder mantener las distancias: es difícil crear lazos si desapareces durante días para cumplir con tu tarea. Y si tus compañeros de aventuras tienen la edad de tu madre es poco probable que hagas íntimas amistades con ellos. Por eso, lo único que ocupó mis pensamientos cuando conocí a Melara, Gaby, Lance y Chris, fue que aquel estado ideal de las cosas se acababa de romper. Había estallado como una piña arrojada al fuego, y no había forma de evitar las chispas. Lo único que me permitió conservar la calma fue pensar que iba a poder controlar el incendio. Eso, y que Chris se puso a organizar al personal.
—Pues tendrás que aguantar la peste —me dijo, para volverse después hacia Lance, el origen de todas las molestias—. Ahora todos a las cocinas. Hay que guardar todo esto en la fresquera. Aquí no se escaquea ni el gato.
Nadie le discutió. Me quedó claro que su manera de presentarse no había sido un farol. Era el líder del grupo a todos los efectos, cosa que me hizo preguntarme por qué. Pero tenía que ir resolviendo mis dudas una a una.
Les seguí hasta la cocina. Si eran la partida de caza, ese era mi trabajo. Pero eso ellos aún no lo sabían, así que me pareció normal que se quedaran mirándome cuando llegamos a las cocinas, como si fuera una intrusa. Chris materializó esa sensación en palabras:
—¿Qué haces aquí? —Preguntó con el tono de alguien acostumbrado a mandar—. Busca a Roy, él te pondrá al día de lo que te corresponde hacer.
—Ya lo ha hecho.
—¿Entonces?
—Soy cazadora.
—¡Os dije que hoy era nuestro día de suerte! —aquel era Lance.
—Eso está por ver ¿Cuál es tu arma?
Otra vez la maldita pregunta.
—Chris, relájate —interrumpió Lance otra vez, bajando el tono de voz para que solo pudiera oírle él, aunque era evidente que no lo iba a conseguir—, las mujeres son mayoría ahora, es una buena noticia.
Hice ver que no había oído ese comentario y contesté:
—El tirachinas. Pero me dedico a rastrear cuando voy en grupo.
—Pues espero que seas buena, porque el puesto está cubierto.
—Por ti, supongo.
—Sí.
Perfecto. Por un momento pensé en ir a buscar a Roy y comentarle que se me daban bien las setas y las hierbas, que podía ayudar a mi madre a preparar sus ungüentos o que estaba dispuesta a ayudar en las cocinas. Pero entonces Chris me miró de arriba abajo, como si me estuviera perdonando la vida con sus ojos helados. Después, cogió un cuchillo y empezó a despellejar al jabalí. Me quedé mirando cómo separaba la piel de la carne, con precisión de experto, y de pronto se me ocurrió que mi presencia allí se estaba convirtiendo en estorbo con cada corte, con cada movimiento él me estaba apartando de lo que mejor sabía hacer. Eso no podía permitirlo: cogí el primer cuchillo que vi y corté por donde estaba a punto de hacerlo él. Ni siquiera presté atención a su reacción, más allá de darme cuenta de que había dejado de cortar.
Casi podía ver sus ojos clavados en mis manos, esperando la mínima falta, la menor vacilación, para decirme que me estaba haciendo un favor echándome de allí. No le di el gusto, no necesitaba que me salvara de nada, porque cazar era mi trabajo, y si iba a decirme que no valía, por lo menos iba a hacerlo después de verme rastrear. Cuando acabé, dejé la piel sobre la mesa: demostrar que no le tienes miedo a la sangre es el primer paso.
Entonces Chris cogió un hacha y, sin decir nada, empezó a despedazar la pieza. Yo hice lo mismo, siguiendo por el costado opuesto al que él estaba trabajando. Con la ayuda de Lance en las partes de fuerza bruta, terminé con mi parte. Justo cuando estábamos colgando las piezas apareció Roy:
—Veo que ya os habéis encontrado. Muy bien, a esto le llamo yo empezar con buen pie.
—Hola papá —saludó Gaby, dejó de desplumar un faisán para darle un beso —. Sí, ya estamos presentados.
Eso último lo dijo sonriendo hacia mí. Que ella fuera su hija me hizo pensar que tal vez ella y Chris fueran hermanos, y por lo tanto todos los misterios de la partida de caza quedarían aclarados. Nada mejor que la progenie para llevar a cabo un trabajo como aquel. Pero me equivocaba:
—Roy —se le dirigió Chris, dejando claro que no les unía ninguna relación de parentesco—. Ella es rastreadora ¿lo sabes?
—Sí, y por eso creo que será muy útil aquí. Cuatro ojos ven mejor que dos, además, así podrás concentrarte solo en el arco. En cuanto a ti —me miró—, espero que seas tan buena como dices, esto no es el sur. El terreno es abrupto y los animales escurridizos. Si no puedes, servirás en las cocinas. La madre de Lance hace tiempo que me reclama una ayuda.
—¿Llueve? —pregunté, no iba a permitir que la piel de liebre que me valió el puesto pareciera un golpe de suerte— ¿Nieva?
—Todo lo que quieras.
—Entonces será más fácil que en el sur. Allí, la arena está tan seca que las huellas desaparecen con un soplo de aire.
Después de aquello, Gaby volvió a ofrecerme un baño y lo volví a rechazar alegando que no había desayunado aún. Roy nos dejó órdenes de trabajo en la fragua, al parecer las armas necesitaban reparaciones y había que hacer flechas nuevas. Gaby me dijo que me vendría a buscar a la cabaña de paso en cuanto terminaran de bañarse, de modo que me encaminé hacia allí para esperarles.
Cuando llegué me encontré con mi madre, que ya se había levantado y estaba preparando el desayuno: avena con peras de otoño.
—¿Dónde te has metido? Roy ha venido hace un momento para decirme que la partida de caza acababa de llegar y que tenías que ayudarles en algo.
—Estaba con ellos. Les he ayudado con las presas.
—¿Sí? ¿Y qué tal son? —me miró un momento. Sabía demasiado bien lo poco que me gustaba conocer gente nueva.
—Mamá, tienen mi edad. Es…raro.
Dejó una pera a medio partir y me miró de arriba abajo como si quisiera descubrir que estaba enferma.
—Bueno, no lo habíamos visto antes, pero no tiene por qué ser malo.
—No, malos no son, tendrías que haber visto lo que traían.
—¿Entonces?
—No lo sé. El que está al mando es rastreador también, y no parecía muy dispuesto a dejar de serlo.
—Si lo prefieres dile a Roy que te dedicarás a ordeñar vacas, después de todo no estaba convencido de que supieras cazar.
—No.
—Lo suponía —sonrió levantando una ceja.
Mi madre tramaba algo, lo sabía porque tenía una sonrisa para eso. Bueno, más bien era un intento por no sonreír, algo así como el acto de empujar las comisuras hacia abajo creyendo que yo no me daba cuenta.
—¿Qué pasa?
Se rindió:
—Bueno, resulta que Roy tiene una hija, Gaby o algo así me ha dicho que se llama. Y el caso es que tenía varios vestidos que ya no usa, y su madre me los ha dado para ti. Creo que pueden servirte.
Tenía que estar de broma.
—No.
—Lena, no seas así, es un regalo, sería muy feo por nuestra parte rechazarlo.
—No, mamá, no lo entiendes. Gaby es una de ellos, está en la partida de caza.
—¿Y qué más te da? Su madre me ha dicho que los iba a dar a quien pudiera aprovecharlos, la verdad es que están muy nuevos.
—Me da que no puedo ir con ellos llevando su ropa.
—Luego me dices que tengo reparos absurdos, pero los tuyos son peores. Te digo que te los probarás. Si no te valen, los devolveré a Hera, pero si no te los pondrás. Son prendas que yo no puedo coserte, y si tengo la oportunidad de verte vestida con otra cosa que no sean harapos, no pienso desaprovecharla.
Eché un vistazo a mis ropas. Llevaba pantalones de cuero desgastados, pero que me iban como un guante, una camisa ancha de algodón que en sus mejores días había sido blanca, y un chaleco de piel por encima. No sé qué problema tenía mi madre con eso, pero para caminar y cazar no había nada mejor. Había visto a las mujeres en las aldeas ir con faldas largas hasta el suelo, y no me imaginaba cómo algo así podía ser compatible con andar por el bosque sin hacer ruido.
Sin embargo, ella se puso tan pesada que no tuve otro remedio que probármelos. Primero me dio un vestido marrón que se ataba por la espalda con cordones de cuero. Por delante tenía un escote recto que daba forma al cuerpo, estrecho hasta las caderas y luego se abría con la falda. Llegaba justo un dedo por encima del suelo. Hasta yo sabía que esa era la medida correcta. El vuelo de la falda me hacía cosquillas en los tobillos, y lo creáis o no me sentía desnuda de cintura para abajo: los pantalones no dejan pasar el aire entre las piernas. Mi madre me dio la vuelta, me mandó andar y me miró con los ojos demasiado brillantes.
—¡Te has hecho mayor! Cualquier día de estos tendré que espantar a tus pretendientes, si te viera tu…
De repente se calló. Yo sabía tan bien como ella que aquella frase acababa con la palabra padre, pero era imposible que ninguna de las dos lo nombrara. Para distraerla, me probé los demás vestidos, que eran casi todos de la misma forma, aunque variaban en el color. Me gustó especialmente uno rojo burdeos muy bien acabado, con tela de mejor calidad. Debajo llevaba una camisola blanca para adornar el escote, pero algo no estaba bien con mis pechos dentro de él, así que lo descarté. Los demás eran bastante más prácticos y cuando me probé el cuarto casi pude decir que eran cómodos. Llevaba puesto el último, de color mostaza, cuando Gaby y Melara aparecieron por la puerta:
—¿Se puede?
—Sí, pasad —en el momento en que las vi entrar noté que todo el calor de mi cuerpo se concentraba en mis mejillas—. Mamá, estas son Gaby y Melara, las chicas de la partida de caza.
Ellas saludaron y mi madre se alegró de conocerlas. Yo casi no podía levantar la vista del suelo. Ya se habían bañado. Las dos habían dejado los pantalones y las blusas que llevaban para cazar. En su lugar, llevaban puestos vestidos que se parecían mucho al mío. Gaby se acercó a mí con una sonrisa en los labios:
—¡Cuánto me alegra que los tengas!
—Gaby, no sabía que eran tuyos, no puedo aceptarlos…
—Son para ti, no hay más que hablar. Es lo menos que podemos hacer por nuestra nueva compañera.
—Vale, dejad de competir por ver cuál de las dos está más agradecida y salgamos, Lance y Chris nos esperan para enseñarte la aldea, Lena —terminó Melara.
Como podréis imaginar, tuve que aceptar los vestidos y no solo eso, sino que también me tocó adaptarme rápido al cambio porque antes de que pudiera pensar en otra cosa estaba saliendo de la cabaña con uno de ellos puesto. Observé como se movían las faldas de Gaby a su paso, y en cómo Melara andaba con los hombros rectos, y confié en saber imitarlo más o menos bien. Nunca sabré si lo conseguí.
Por el camino Gaby me cogió del brazo y acercó su cabeza a la mía para susurrarme rápido al oído:
—Perdona a Chris, se acercan las estaciones frías y eso le pone de los nervios. Cuando le conozcas verás que no es tan insoportable.
—¿Qué le pasa?
—Los últimos cuatro años han sido duros para la aldea. Y para él. —y con eso se calló de golpe porque había visto al aludido andando hacia nosotras.
Pude notar el escrutinio del que ambos me hicieron objeto, ritual al que toda persona debe someterse si es la novedad. Será verdad que las faldas están hechas para resaltar las curvas de la mujer. Fueron lo bastante listos como para recordar que tenían que mirarme a los ojos en el último momento, aunque tengo que resaltar que Lance fue el más hábil de los dos, porque fue capaz de iniciar una conversación para aclarar que se había frotado hasta detrás de las orejas. Después, me enseñaron la aldea. No me había equivocado de mucho en mi predicción desde lo alto de la colina: contaba con treinta y dos cabañas, cocinas, comedor cerrado, mesas al aire libre, despensa, una escuela y una buena hoguera en el centro. Es una especie de tradición para nosotros ceder ese lugar privilegiado al fuego: hace que podamos comer, evita que muramos de frío y ahuyenta a los lobos. Si lo pensáis bien, no merece menos.
En cuanto a los cultivos, tenían todo lo necesario para subsistir, incluso más de lo habitual. Supongo que el esfuerzo por tener tanta variedad de cereales, verduras y frutas se debía a que estaban muy lejos de todas partes, y por tanto no podían dedicarse al intercambio con otras aldeas. Además, si lo que me había dicho Gaby era cierto, necesitaban reservas.
Chris me enseñó los cercados para animales y dejó muy claro que solo los pollos eran para la cazuela. Lo demás era para tener leche, huevos y lana, es decir, que vacas, cabras, gallinas y ovejas no eran la excusa para volver con las manos vacías después de una salida.
Íbamos de camino a los baños cuando apareció una niña que no debía de tener más de seis años, tan blanca como la leche. Vino corriendo y saltó a los brazos de Chris:
—¡Has vuelto!
Cuando la tuve cerca, me di cuenta de que no solo era muy rubia y de piel muy clara; era albina, y la vi tal y como mi madre dijo que era. Su pelo lucía plateado, los labios destacaban rojos en un rosto sin pecas, de piel casi transparente y cejas también color plata. Era tan exótica que no podías dejar de mirarla, por eso y porque daba la impresión de que se iba a romper si se caía.
Había algo en ella que yo había visto antes. Primero pensé que era la nariz, muy recta, pero no fue hasta que Chris le revolvió el pelo y le besó la mejilla que lo supe: eran los ojos. Tenía los mismos que él, lo cual, unido al recibimiento tan entusiasta, me hizo pensar que era su hermana.
—Jane, ¿qué llevas puesto? —preguntó Chris.
Iba vestida con una especie de saco, medias largas y unas botas que no podían ser suyas:
—Tus botas —dijo ella—. Tú no haces ruido si te las pones, pero conmigo no funciona.
—Normal, ahí caben dos pares de pies como los tuyos. Es un prodigio que puedas andar con ellas ¿Has ido todos los días a la escuela, verdad?
Como a ningún niño le gusta esa pregunta, ella miró a su alrededor y fue entonces cuando reparó en mí. Me miró de arriba abajo, cómo solo los niños demasiado pequeños para acomplejarse con vergüenzas pueden hacer, y me sonrió. Se dio cuenta de que su hermano esperaba una respuesta y dejó de examinarme para contestar:
—Claro, hermanito, pregúntale a Hans.
—Lo haré.
—¿Quién es ella? —dijo al fin, señalándome con el dedo.
—Se llama Lena, es cazadora.
—¿Estará con vosotros?
—De momento, sí.
—¿Puede peinarme ella hoy, por favor? —aquello me pilló desprevenida— Es que Gaby y Mel me hacen daño…
—Si ella quiere…
¿Por qué le había preguntado a su hermano si una desconocida podía peinarla? De pronto una sospecha se abrió paso en mis pensamientos: solo una niña que no tiene padres depende de su hermano para peinarse el pelo. Además, Chris le había preguntado si había ido a la escuela. Todos aquellos detalles iban en una sola dirección, encajando tan rápido que pude imaginarme la situación al completo con mayor claridad de la que me habría gustado. Aunque aquella sensación estaba por confirmar, tenía tan presente lo que era crecer en una familia rota, que sabía reconocer una cicatriz hecha por el mismo cuchillo. Me esforcé en desechar la posibilidad, pero no podía dejar de pensar que eran huérfanos.
Llegamos a los misteriosos baños al fin y yo necesité un momento para acostumbrarme a algo que no me esperaba: olor a huevos podridos. Mi instinto me decía que algo no iba bien ahí dentro, pero enseguida Lance me aclaró la situación.
Me dijo que esos baños habían determinado el emplazamiento de la aldea. Al parecer, los que la fundaron se encontraron con un pozo que borboteaba agua caliente desde las profundidades de la tierra. No me lo creí al principio, pero cuando me fijé bien y vi que de un agujero en el centro del techo salía vapor de agua me lo pensé dos veces antes de reírme de él.
Gaby y Mel me hicieron entrar por una puerta, mientras los chicos daban la vuelta a la cabaña para acceder por otra. Cuando entré el olor se hizo todavía más intenso y pronto me di cuenta de que provenía del agua: había una gran poza en el centro, dividida en dos por una valla de cañizo que iba de punta a punta de la habitación, supuse que para separar las zonas de hombres y mujeres. Observé que el cañizo no se hundía en la poza, de modo que las dos zonas comunicaban por debajo del agua. Me acostumbré a los huevos podridos, lo suficiente como para poder respirar sin marearme, y comprendí que en realidad aquel era el olor de la arena caliente. Una sutil diferencia que hizo soportable el aroma casi al momento de reparar en ella.
Mel me explicó cómo funcionaba el mecanismo: desviaban el agua de un agujero que la despedía hirviendo, hacia la poza, que recibía el agua caliente por arriba y devolvía la fría por debajo al agujero mediante unas canalizaciones para que se volviera a calentar. He de aclarar que todo esto implicaba tener agua caliente sin necesidad de calentarla, algo que no había visto en mi vida. Entendí por qué habían sido tan insistentes con el ofrecimiento del baño.
Al salir ya lo teníamos todo visto y ellos tenían órdenes de Roy para ir a trabajar la fragua. Había que renovar filos, tanto de las armas que portaban como de los cuchillos que se usaban en la cocina. En resumen, fundir lo que había y hacerlo de nuevo. Yo no tenía ni idea de por dónde empezar, nunca había tenido un arma que necesitara esa clase de reparaciones, así que me preparé para estorbar:
—¿Sabes hacer flechas? —me soltó Chris.
—No.
¿De verdad esperaba que supiera hacerlas? Sabía cuál era mi arma, y los proyectiles que le corresponden son simples piedras, no podía ignorar eso. Entonces se estaba quedando conmigo.
—Gaby, enséñale a tallar la madera primero —suspiró, como si le costara un enorme esfuerzo aceptar que iban a tener que enseñarme.
—Mira, no estoy aquí para ser una carga. Mejor me encargo del fuego.
—Si vas a trabajar con nosotros, tendrás que aprender cómo.
Sin una palabra más, se fue a encender la fragua junto con Lance y Mel. Gaby se quedó conmigo y después de una sonrisa para suavizar el ambiente, empezó a explicarme con paciencia infinita el arte de cortar palos.
Me apliqué lo mejor que pude en atender las indicaciones de Gaby: aprendí a tallar una flecha recta y redondeada a partir de una rama, a sacarle punta y por último a endurecerla al fuego. Gaby me dijo que no todas las flechas tenían puntas de metal, solo las destinadas a la caza mayor. Para pequeñas presas las endurecían al fuego, y si hacía falta se podía añadir una punta de hueso. Tenía sentido, en primer lugar, porque la flecha pesa menos, y en segundo, porque es más fácil extraviarla apuntando a un pájaro que fallar el tiro destinado a un jabalí: para ellos era imperdonable perder una punta de hierro, no podían renovarlo tan fácilmente como el resto de materiales.
La parte más complicada era la de insertar las plumas. Como la fragua estaba ya encendida y Gaby declaró que esa parte la conocía mejor Chris que ella, se fue a buscarlo para pedirle que me enseñara. No me gustó la perspectiva.
Tenéis que saber que todavía no habían llegado los primeros fríos, y que la fragua desprendía mucho calor. Entenderéis que tanto Lance como Chris, que llevaban dándole al fuego el tiempo que yo había tardado en tallar cinco flechas, estuvieran sin camisa. Más fácil de entender aún es el hecho de que no pudiera evitar mirarles. Lance confirmaba mis sospechas de aquella misma mañana: definitivamente se había tragado una puerta, con dintel incluido. Me recordó a un toro: espaldas anchas, pecho abultado, cuello del ancho de un tronco. El ruido que hacía al martillear el hierro revelaba que sus brazos estaban a la altura el resto. Chris era radicalmente distinto. Más delgado, se le marcaban todas las fibras de los músculos por debajo de la piel. Habría podido contarlos. Era lo que mi madre llamaba un pura sangre. Equilibrio perfecto, proporciones exactas. Sin la fuerza explosiva de Lance, seguramente ese cuerpo escondía la resistencia de un caballo, el sigilo de un gato y la paciencia de un lince que espera el momento para atacar a su presa: todo lo que un arquero podía desear.
Se sentó en el suelo delante de mí y cogió una de mis cinco flechas. Con el antebrazo se apartó un mechón que le caía por delante de los ojos y sin siquiera mirarme empezó:
—El truco es la hendidura: tienes que hacerla de la anchura justa.
Si te pasas, las plumas se caerán, si la haces demasiado pequeña, se rompen. Es importante dónde haces el corte, porque es donde irá la pluma.
—Vale.
—Tres cortes, a la misma distancia unos de otros, así.
Con una habilidad que demostraba su práctica en esta tarea, midió tres cortes que dejaban entre ellos exactamente el mismo espacio. Lo hizo a ojo, mientras yo pensaba alguna forma alternativa de conseguirlo, para asegurarme de no estropear las flechas que tanto trabajo me habían costado. Después, ensartó tres medias plumas de faisán, dejando un poco de hueso al principio y al final para poder atarlas con un tendón. Cuando quedaron fijas, como si acabara de recordar que tenía que enseñarme, se giró hacia mí:
—Ahora falta el surco para la cuerda del arco. Ten cuidado para que no quede pequeño, o la flecha se quedaría enganchada a la cuerda.
Entonces se paró, por lo que sospeché que la explicación había acabado, y levantó la vista hacia mí. Entendí que esperaba una respuesta:
—Lo intentaré.
—Cuando termines, avísame —con eso se levantó y se fue.
Asentí, cogiendo una de las cuatro flechas que me quedaban, sin contar la que había hecho él. Miré la parte de las plumas y traté de medir con la uña: no me sirvió. Después conté las vetas de la madera, para ver si sugerían algún patrón, pero eran irregulares. Entonces empecé a verle defectos a mi flecha: no era recta del todo.
—Eso no vale —dijo Lance de pronto, mirándome desde la fragua—, tienes que hacerlo como él: a ojo.
—No quería estropearla.
—No lo harás —me animó Gaby.
Con el cuchillo de hueso que Chris había usado antes hice el corte en la madera como mejor supe. Até las plumas y terminé. Dos de ellas estaban ligeramente más juntas que la otra, pero no me pareció muy grave. Fui a buscar a Chris como me había pedido que hiciera:
—Ya está.
Cogió la flecha, le dio vueltas, la miró desde todos los ángulos posibles y cuando estaba empezando a pensar que me la estamparía en la cara, sacó una punta de hueso, que había estado tallando mientras yo me dedicaba a practicar, y empezó a atarla:
—Fíjate en el nudo.
Seguí sus dedos lo mejor que pude, pero los movía tan rápido que me costó toda mi capacidad de observación memorizar los pasos. Cuando terminó, no estaba segura de poder recordarlos.
Para mi asombro, sacó otras cuatro puntas, exactamente iguales que la que acababa de usar, y me las dio para que las atara. Las dejó caer en mi mano sin ningún tipo de contemplación, como si fueran guijarros de río. El tiempo que yo había tardado en atar tres plumas a él le había bastado para tallar cinco puntas de flecha perfectas. Si era igual de bueno rastreando, iba a tenerlo difícil con él.
Me puse a atar las puntas, primero bajo su atenta mirada, y después bajo su vigilancia, más inofensiva, desde la fragua. Como no hizo correcciones, me dediqué a tallar más flechas y antes de lo que esperaba llegó la hora del cenit: tiempo para comer.
Roy nos trajo la comida, que consistió en pan y queso, seguido de Jane. Me fijé que se había cubierto la cabeza y la cara con un pañuelo de color blanco, de manera que solo se le veían los ojos. Del mismo modo, llevaba los brazos y las manos tapadas, al igual que las piernas, pero no se había quitado las botas. Cuando se sentó con nosotros para comer se destapó la cara. Comimos rápido y en silencio, había faena pendiente.
Jane revoloteó entre nosotros el resto de la tarde, porque no tenía clases, y se ocupó de traernos todo lo que nos hacía falta de cualquier parte. Si había que ir a la cocina a por tendones, salía corriendo y volvía con ellos, si su hermano le pedía agua, aparecía de entre los árboles tambaleándose con un palo en los hombros y un cubo colgando de cada extremo. En ese último caso Lance salió a buscarla: con una mano cogió el invento y se lo puso sobre un hombro, mientras con la otra agarraba a Jane de la cintura para llevarla en volandas hacia donde estábamos los demás.
Para cuando llegó el atardecer, yo ya tenía los brazos agarrotados de tanto afilar troncos y los dedos enrojecidos de hacer nudos para fijar puntas y plumas. Cuando la luz se volvió insuficiente para ver lo que teníamos en las manos, dejamos de trabajar:
—Bueno… me voy directo a los baños ¿alguien viene? —preguntó Lance, secándose el sudor de la frente con un trapo.