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Adalbert Stifter

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Beschreibung

Con la publicación de Abdías queremos dar a conocer al lector español a uno de los más importantes escritores en lengua alemana, pero hasta ahora prácticamente desconocido entre nosotros. La obra que presentamos es una novela corta, género en el que destacó el escritor austríaco. El libro nos cuenta, con el carácter y la forma de las narraciones bíblicas proféticas, las desventuras del judío Abdías. Increíbles saltos en el tiempo de la historia generan lo lapidario y lo lacónico de esta narración en torno a un personaje que inequívocamente reproduce la figura bíblica de Job. A pesar de ello, Abdías no es ningún Job moderno. Es una persona que sufre, que aguanta y soporta, y no porque sea un pecador, sino precisamente por lo contrario, porque es un hombre piadoso y honesto. Esta nouvelle ha sido considerada una de las más hermosas de la literatura en lengua alemana y Thomas Mann llegó a decir que su autor era "uno de los narradores más singulares, más enigmáticos, más discretamente osados, más curiosos y más seductores de la literatura mundial".

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Adalbert Stifter

ABDÍAS

Rembrandt van Rijn, Jeremías prevé la destrucciónde Jerusalén, 1630, Rijksmuseum

1.

Existen seres humanos cuya vida es una su-cesión tal de adversidades caídas de un cielo encapotado que, finalmente, parecen anestesiados frente a ellas; pero hay otros, por el contrario, que gozan de tal inmerecida dicha y son tan obstinadamente favorecidos que parece como si, en un momento dado, las leyes de la Naturaleza se hubiesen dado la vuelta para que la fortuna les sonriese solamente a ellos. Por esta senda llegaron nuestros antepasados al concepto de hado, al que incluso están sometidos los dioses, mientras que nosotros hemos aceptado el de destino, algo más dulcificado. En realidad, este se vincula también a la ino-cencia original perdida —en la que actúan las leyes de la Naturaleza— y a algo estremecedor que, con el mismo gesto noble con el que dispensa bendiciones, se muestra al mismo tiempo terrible y amenazador, sin que nadie pueda librarse de la idea de que somos atacados por un brazo invisible. Ese brazo parece surgir de una trágica nube y realizar así, ante nuestros ojos, lo incomprensible, para recaer luego en un todo tranquilo e ingenuo como antes. Así sería, por ejemplo, en el caso de un torrente que se precipitara con estrépito en el espejo plateado del agua y en el que un niño cayese: el agua se arremolinaría luego dulcemente en torno a él sobre sus rubios rizos; el niño desaparecería y, de nuevo, reaparecería el tranquilo espejo del agua en la naturaleza. O, también, en el caso de un beduino que cabalgase bajo las oscuras nubes de su cielo y sobre la dorada arena de su desierto y le cayese un rayo luminoso sobre su cabeza, sintiendo en su cuerpo una sacudida eléctrica y escuchando todavía —ya casi inconsciente— los truenos y, luego, nada más.

En primera instancia, estos son hechos fatídicos y terribles, el último eslabón de lo que puede acontecer. Para nosotros, se trata del destino y, por tanto, de algo que se nos impone; ante todo esto, la persona noble se somete con actitud resignada, mientras que la plebe se deja arrastrar cuando sucede lo más trágico, o lo toma en vano y entonces comete una suerte de delito. Pero, en realidad, lo que se produce no es ni el hado ni el destino, sino más bien una alegre y florida cadena que circunda todo el Universo: una cadena de causas y efectos. En el cerebro del ser humano ha sido arrojada la más bella de estas flores, que es la razón. Este «ojo del espíritu» nos permite ver aquella cadena y contemplar, flor a flor y eslabón a eslabón, hasta alcanzar aquella mano última que sostiene la totalidad de la cadena. Si entonces llegamos a entender y distinguir correctamente, veremos que ya no se trata de ninguna casualidad, sino de una consecuencia; no de infortunio, sino de culpa; nos daremos cuenta de que la apatía genera lo inesperado; y el abuso, lo abominable.

El género humano, ciertamente, tiene su papel también en el devenir de los siglos, pero solo se nos han hecho presentes algunas hojas sueltas de aquellas flores que hacen que el acontecer siga fluyendo como un misterioso enigma y que siga haciendo latir el dolor en el corazón de los hombres. ¿Y no será el propio dolor una de esas flores en aquella cadena? ¿Quién podrá descifrarlo?

No vamos a seguir cavilando sobre lo que sucede con estas cosas, sino sencilla y llanamente empezaremos a narrar la historia de un hombre del que no se sabe a ciencia cierta si su destino fue un gran enigma o si más bien lo fue su corazón; en cualquier caso, es a través de los caminos de una vida como la suya por donde se llega a formular la pregunta: «¿por qué precisamente esto?»; y también a meditar, a través de sombrías cavilaciones, sobre la providencia, el destino y la última razón de todas las cosas.

Me refiero al judío Abdías, de quien quiero contaros su historia.

A quien tal vez haya oído hablar de él o haya visto algún día su encorvada figura de noventa años, sentada delante de su blanca casita, no le inspirará ningún sentimiento de amargura; pero tampoco de maldición o de bendición, aunque de ambas ha cosechado él en abundancia. En todo caso, lee atentamente, querido prójimo, las siguientes líneas, y luego juzga acerca del judío Abdías lo que tu corazón te sugiera.

En las profundidades del desierto del Atlas se halla una antigua y enigmática ciudad romana que fue destruida y que había perdido su nombre desde hacía siglos; una ciudad de la que ningún habitante europeo sabía de su existencia hasta los tiempos recientes. Los bereberes que galopaban ante ella en sus veloces corceles y que contemplaban sus enigmáticos muros ante sí, no pensaban de ninguna ma-nera en ella y en su misterio; o sencillamente despachaban la inquietud de su alma con un par de supersticiosos pensamientos hasta que dejaban de divisar el último trozo de muralla y dejaban de oír el último grito de los chacales que habitaban allí dentro; después continua-ban cabalgando alegremente, ya que lo que de nuevo les rodeaba no era más que la conocida y bella imagen del desierto, que había llegado a ser muy querida para ellos. Únicamente compartían con el chacal su destino y su suerte. Eran hijos de un linaje del que formaban parte desde hacía cuatro mil años: aquel linaje que, desde que su primer padre emigró, hizo que ellos tuvieran que emigrar también, y en cuyo peregrinar se mantuvieron de un modo similar a quienes permanecieron estables y sedentarios en cualquier otro lugar de la tierra. Afligidos, sombríos y mugrientos judíos caminaron como sombras algunas veces en torno a sus muros destrozados, entraron y salieron, y llegaron a convivir con el chacal, al que incluso algunas veces alimentaban. Traficaban con telas y artículos de lana infectados y, en ocasiones, llegaron a traer ellos mismos también la peste, muriendo a consecuencia de ella.

A pesar de ello, los hijos asumían después con la misma sumisión y paciencia la herencia de sus padres; y continuaban peregrinando tal y como ellos lo hicieron, aguardando lo que el destino les quisiera deparar. Si algún miembro de las cabilas era asesinado y robado, clamaba toda la tribu, desparramada por el amplio territorio desértico. Luego todo pasaba y era olvidado hasta que alguien de las cabilas, trans-currido un tiempo, volvía a ser asesinado.

Así era este pueblo. Y de él procedía Abdías.

A través de un arco de triunfo romano y después de pasar por dos troncos de secas palmeras, se llegaba a unos antiguos restos de muralla cuya finalidad era ya irreconocible, y que ahora era la morada de Aarón, el padre de Abdías. Por encima de esa morada se conservaban las ruinas de un acueducto; también había ruinas abajo, ante la entrada, sobre las que había que pasar para alcanzar las estrechas puertas de la vivienda. Pero aunque pareciera que la negra bandera de la pobreza y de la precariedad ondeaba sobre el montón de ruinas de la vivienda, su interior era, no obstante, muy diferente; tan es así que Esther, la mujer de Aarón, caminaba con su propio pie sobre tapices de Persia, tan bellos como no los tenía ni la propia sultana de Estambul. Su cuerpo descansaba sobre tejidos de seda de Damasco; sus mejillas y hombros resaltaban y quedaban favorecidos por las mayores delicadezas y brillos que quepa imaginar; en especial, las maravillosas telas tejidas en Cachemira. Una escondida entrada conducía a una serie de habitaciones, en las que se habían acumulado todas las cosas que los sentidos pudieran apetecer y lo que los pobres mortales podemos considerar como la felicidad de la vida; y ya que su poseedor diariamente las iba acumulando hasta el propio umbral de la muerte, así quería él —en justicia— disfrutar también de ellas, sintiendo en su interior una espantosa voluptuosidad y teniendo que alternar la más férrea miseria y dificultad con la más tierna dulzura y deleite de todos sus ya maltrechos miembros. Era el más rico en esta antigua ciudad romana; esto lo sabían los demás, en particular las consortes de sus amigos, así como él lo sabía todo de ellas.

Pero jamás se oyó hablar de un suceso que le ocurriese a cualquier beduino de los que pasaban por allí, ni tampoco se trajo noticia alguna al harén de ningún príncipe: un lúgubre misterio se cernía silenciosamente sobre la muerta ciudad romana. Y cuando alguna vez a algunos de sus habitantes se les ocurría salir de la ciudad para conocer a otras gentes, unos eran afrentados y ridiculizados; y otros matados como chacales y arrojados a una fosa.

El mayor de los tesoros de Aarón, además de su mujer —Esther—, era su hijo: un muchacho que jugaba sobre las alfombras, un muchacho de redondos y negros ojos que estaba provisto de toda la belleza oriental de su estirpe. Este muchacho era Abdías, quien más tarde sería un hombre desdichado, pero que ahora era todavía una tierna y bella flor que había brotado del seno de Esther. Sobre estas dos riquezas acumulaba Aarón todo lo que pensaba que podría hacerles afortunados: bienes de los que él sabía que los poderosos de la tierra, los sultanes y los antiguos reyes de su pueblo, habían luchado por conseguir como los más preciados de la vida. Bien es verdad que algunas veces él vislumbraba, en horas de aislamiento, que podría haber otra dicha que se hallase en el espíritu y en el corazón; pero, no llegando a comprender su fugaz sentimiento, tuvo esto por una especie de dolor que había que alejar. El único provecho que sacó de semejantes pensamientos fue el propósito de coger un día a su hijo, cuando fuese mayor, y montarle en un camello para conducirle a Kahira a trabajar junto a un médico, para que así fuese más sabio —como en tiempos hicieron los antiguos profetas de su estirpe—. Pero fuera de eso nada más, porque ese sentimiento cayó de nuevo en el olvido; así que el muchacho no tenía nada en lo que su espíritu pudiera desarrollarse, salvo el ancho cielo sobre sí, que él tenía por el manto de Jehová: el Dios que había creado las montañas, las nubes y todo lo demás, y cuyos hijos se reunirían con él algún día para la gloria eterna. Vamos a pasar de largo su infancia y adolescencia, puesto que no hay otra cosa que decir que se crió en la opulencia del reino y que vivió bajo el excesivo amor de sus padres.

Pero por fin llegó el día en el que también Abdías tuvo que introducirse en su destino, lo mismo que ese destino, bueno o malo, había quedado dispuesto desde hacía siglos para su pueblo; ¡y sabe Dios el tiempo que todavía lo seguirá disponiendo! A partir de ese día, el padre, Aarón, le condujo fuera, haciéndole pasar de los más ricos aposentos de los que había gozado hasta entonces a los más pobres, ya que le puso un andrajoso caftán y le dijo: «Abdías, hijo, ve por el mundo y, dado que el hombre no posee nada sino lo que puede conseguir por sí mismo, y que a cada momento tiene que volver de nuevo a obtener, y dado que este no puede asegurarse nada sino solamente la aptitud para esta obtención, así marcha y apréndela tú; aquí te doy un camello y una moneda de oro porque hasta que no hayas logrado por ti mismo tanto como para que un solo hombre pueda subsistir en la vida, no te daré nada más; si fueses un haragán, entonces no recibirías nada tras mi muerte. Visítanos a tu madre y a mí con frecuencia, y regresa cuando tengas tanto como para que un ser humano pueda vivir. Te daré entonces tanto como para que pueda vivir una segunda persona contigo: puedes traerte una esposa; intentaremos alojaros y buscaros un lugar en nuestra choza para vivir allí dentro y gozar de la felicidad con la que Jehová os bendiga. Pero ahora, sin embargo, querido hijo Abdías, yo te bendigo. Tienes que marcharte y no seas desleal al nido en el que te has alimentado.»

Así habló Aarón y bendijo entonces a su hijo, palpando su cabeza con sus temblorosas manos. Lloró y sollozó intensamente mientras Esther, que se había quedado dentro de la vivienda, también lloró mucho. Abdías, no obstante, se sentó sumisamente en el camello que tenía delante, el cual, en cuanto sintió el peso, se irguió y levantó al joven por los aires; y como este percibió que, en cierto modo, se le despedía como si se tratase de un extraño, se volvió para contemplar de nuevo a su padre. Después continuó alejándose, obediente y con el corazón roto.