Abuelita Opalina - María Puncel - E-Book

Abuelita Opalina E-Book

María Puncel

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Beschreibung

Una tarde, antes de acabar la clase, la señorita Laura encarga a sus alumnos que preparen un trabajo para el día siguiente: una redacción sobre su abuela. Isa no tiene y recurre a su imaginación para proporcionarse una. ¿Puede convertirse en realidad algo que se haya inventado como un juego? Una historia que narra con humor las relaciones familiares.

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Seitenzahl: 40

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Al abuelo de Isa,

con todo el cariño

E

L pueblo se llama Brincalapiedra.

Todo el mundo está de acuerdo en que Brincalapiedra es un nombre muy bonito y que suena muy bien: Brincalapiedra; pero que basta con eso, con que suene bien cuando se pronuncia. No tiene por qué hacerse verdad; ¿qué ocurriría si un día, de repente, una de las losas de la plaza, el pilón de la fuente o un sillar de la torre de la iglesia se pusiera a dar brincos? Seguro que la persona que viera una cosa así se quedaba... de piedra. A veces puede resultar un verdadero lío que se haga verdad lo que alguien se ha inventado como un puro juego... 

Eso es lo que le pasó a Isa. 

La cosa ocurrió en Brincalapiedra y sucedió así: 

¡Dong... dong... don... dong...! ¡Las cuatro! 

El reloj de la torre había dado las cuatro de la tarde. 

Isa, escribiendo en su pupitre de la escuela, oyó sonar las campanas y levantó la cabeza. Imaginó las campanadas como cuatro inmensas pompas de jabón, gordas, retumbantes, bien rellenas de sonido. 

Cuatro inmensas pompas de jabón que caían desde la torre del reloj flotando, resbalando, rodando, botando y rebotando sobre los tejados; que chocaban luego contra el alero del soportal de la plaza y se estrellaban sobre las losas del suelo. Al reventar, todo el sonido que llevaban dentro se esparcía por la plaza y se colaba por las ventanas entreabiertas de la clase. 

—¡Ya son las cuatro! —comentaron varios niños a media voz. 

Ya sólo quedaba otra media hora de clase. 

Algunos niños se removieron inquietos en sus asientos porque estaban cansados de estar tanto tiempo trabajando sobre los cuadernos. 

Otros niños apresuraron lo que estaban haciendo porque querían dejarlo terminado antes de que el reloj diese la campanada de la media hora. 

Isa releyó su lista de palabras esdrújulas:

Jícara, cántara, sábana, 

áncora, zíngara, cántabra,  

húngara, quíntuple, vértebra...

—Ya tengo nueve. Solamente me faltan otras dos y termino. Leídas así, todas seguidas, casi suenan a verso —se dijo. 

Pensando, pensando, para encontrar las dos esdrújulas que le faltaban dejó correr su mirada por encima de las cabezas de sus compañeros. Al otro lado de la ventana se veía la plaza llena de sol. Un enorme abejorro golpeó un par de veces contra el cristal y luego se coló en la clase. Revoloteó sobre los pupitres asustando a algunos niños, divirtiendo a otros y distrayéndolos a todos.

—Es una abeja —dijo Teresa. 

—Es más grande que una abeja —afirmó Juan. 

—Será un «abejo» —bromeó Matilde. 

La señorita Laura se levantó de su mesa y fue a abrir la ventana de par en par para facilitar la salida al insecto. 

Mirando al abejorro y escuchando los comentarios de sus compañeros, Isa encontró una nueva palabra esdrújula para su lista:

húngara, quíntuple, vértebra, zángano...

—Una más y termino —calculó. Y siguió rebuscando en su memoria. La verdad es que no hubiera necesitado pensar tanto. La señorita Laura había dicho que el que quisiera podía utilizar el diccionario; pero Isa había preferido no hacerlo. Le parecía mucho más divertido encontrar las palabras en su cabeza que buscarlas en el libro. Lo primero era como jugar un juego «yo contra mí», lo segundo era simplemente un trabajo de clase. 

—Seguiré pensando, tengo tiempo... Pero no le quedaba tanto tiempo como creía. 

La señorita Laura dio unos golpecitos con la regla sobre su mesa para llamar la atención de los alumnos: 

—Atendedme, que os quiero explicar una cosa. 

Tuvo que repetir los golpecitos en la mesa y esperar unos momentos hasta que consiguió que los más distraídos la mirasen con ojos de estarse enterando de lo que les decía: 

—Quiero que para mañana preparéis un trabajo. No que lo hagáis, ¿eh? Solamente que lo preparéis. Me gustaría que cada uno de vosotros pensase en su abuela, o en sus abuelas los que tengáis dos. Mañana, en cuanto entréis en clase, escribiréis un ejercicio de redacción en que explicaréis cómo es vuestra abuela, qué cosas le gustan y le disgustan, cómo se viste, en qué se ocupa, qué cosas hace ella por vosotros y qué cosas hacéis vosotros para que ella esté contenta... ¿entendido? 

—Sí, señorita —contestaron casi todos los niños. 

¡Dong! 

¡Las cuatro y media! ¡Hora de salir de la escuela! 

Todos los niños empezaron a charlar y a moverse al mismo tiempo. 

¡Por hoy se había terminado el tiempo de clase! 

Se armó un barullo terrible: 

—¡Hora de merendar! 

—¡Hora de ir a ordenar mi colección de sellos! 

—¡Hora de ir a patinar! 

—¡Hora de ir a saltar a la comba! 

—¡Hora de ir a leer mi libro nuevo! 

—¡Hora de ir a jugar a las canicas! 

Porque parece mentira que las cuatro y media, que es la misma hora para todo el mundo, sea, al mismo tiempo, una hora en la que casi todos quieren hacer cosas diferentes.