Adam Bede - George Eliot - E-Book

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George Eliot

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Beschreibung

"Adam Bede" fue la más vendida y leída de las novelas de George Eliot, pseudónimo de la escritora Mary Ann Evans. Sus relatos y novelas figuran entre lo más escogido de la literatura victoriana. En esta novela, la autora quiso trasladar fielmente a sus lectores una realidad histórica que combinaba el ambiente shakesperiano de la Inglaterra rural con la épica miltoniana reavivada por la fe metodista.

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Seitenzahl: 1141

Veröffentlichungsjahr: 2020

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GEORGE ELIOT

Adam Bede

Edición de Lucy Leite y Javier Alcoriza

Traducción de Lucy Leite y Javier Alcoriza

Índice

INTRODUCCIÓN

I. Una aproximación al contexto y la creación de Adam Bede

1. El mundo de Mary Ann Evans

2. Realismo o tragedia

3. Lengua y clase

4. El ángel encadenado

II. Adam Bede: una visión genérica

1. Escritura antes que escritora

2. La novela como género

3. Leer la Biblia

4. La prioridad de las influencias

5. Una tensión literaria

6. El genio mediador

7. La textura de las relaciones humanas

8. Una especie de revelación

ESTA EDICIÓN

BIBLIOGRAFÍA

ADAM BEDE

Libro primero

Capítulo I. El taller

Capítulo II. El sermón

Capítulo III. Después del sermón

Capítulo IV. El hogar y sus penas

Capítulo V. El rector

Capítulo VI. La Granja Noble

Capítulo VII. La lechería

Capítulo VIII. Una vocación

Capítulo IX. El mundo de Hetty

Capítulo X. Dinah visita a Lisbeth

Capítulo XI. En la choza

Capítulo XII. En el bosque

Capítulo XIII. Atardecer en el bosque

Capítulo XIV. El regreso a casa

Capítulo XV. Los dos dormitorios

Capítulo XVI. Eslabones

Libro segundo

Capítulo XVII. En el cual la historia se detiene un poco

Capítulo XVIII. La iglesia

Capítulo XIX. Adam en un día de trabajo

Capítulo XX. La visita de Adam a la Granja Noble

Capítulo XXI. La escuela nocturna y el maestro

Libro tercero

Capítulo XXII. De camino a la fiesta de cumpleaños

Capítulo XXIII. La comida

Capítulo XXIV. Los brindis

Capítulo XXV. Los juegos

Capítulo XXVI. El baile

Libro cuarto

Capítulo XXVII. Una crisis

Capítulo XXVIII. Un dilema

Capítulo XXIX. La mañana siguiente

Capítulo XXX. La entrega de la carta

Capítulo XXXI. En el dormitorio de Hetty

Capítulo XXXII. La señora Poyser «dice lo que piensa»

Capítulo XXXIII. Más eslabones

Capítulo XXXIV. El compromiso

Capítulo XXXV. El temor oculto

Libro quinto

Capítulo XXXVI. El viaje de la esperanza

Capítulo XXXVII. El viaje de la desesperación

Capítulo XXXVIII. La búsqueda

Capítulo XXXIX. Las noticias

Capítulo XL. Las aguas amargas se extienden

Capítulo XLI. La víspera del juicio

Capítulo XLII. La mañana del juicio

Capítulo XLIII. El veredicto

Capítulo XLIV. El regreso de Arthur

Capítulo XLV. En la cárcel

Capítulo XLVI. Las horas de suspense

Capítulo XLVII. El último momento

Capítulo XLVIII. Otro encuentro en el bosque

Libro sexto

Capítulo XLIX. En la Granja Noble

Capítulo L. En la choza

Capítulo LI. La mañana del domingo

Capítulo LII. Adam y Dinah

Capítulo LIII. La cena de la cosecha

Capítulo LIV. El encuentro en la colina

CapítuloLV. Campanas de boda

EPÍLOGO

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

 

Retrato de George Eliot por Samuel Lawrence (c. 1860)

I. UNA APROXIMACIÓN AL CONTEXTO Y LA CREACIÓN DE ADAM BEDE1

1. EL MUNDO DE MARY ANN EVANS

EL conocimiento de las circunstancias de creación de una obra enriquece nuestra capacidad para disfrutarla y acceder a los vericuetos que el paso del tiempo ha ido oscureciendo. Adam Bede fue, en la época de su lanzamiento (1859) y en los años siguientes, un verdadero best seller y la novela más exitosa de Eliot (junto a Middlemarch), pero hoy nos cuesta imaginar la sociedad que apreciaba una obra como esa: repleta de «aliento de vacas y olor a heno» (como la describió la autora en sus cartas), de contenido profundamente moral y religioso, con referencias tan variadas como eruditas. Si hoy leemos con la mirada hacia el siglo XIX en el que Mary Ann Evans la escribió (bajo el pseudónimo de George Eliot), sus primeros lectores en 1859 también miraban unos sesenta años hacia atrás, cuando se desarrolla la trama. Por eso, podemos decir que lo que tenemos entre manos es una novela histórica.

El período que vino a denominarse «era victoriana» no empieza exactamente con el ascenso de la reina Victoria al trono, en 1837; tampoco termina con su muerte en 1901. A menudo se lo define por la rigidez moral traída por la renovación evangélica de la Iglesia Anglicana a mediados del siglo XVIII y perdura hasta la Batalla de Somme, en 19162. Pero si, por un lado, la sociedad inglesa de esa época vive un progreso económico y social pujante, que va a cambiar la cara no solo de un país, sino de todo el mundo, por otro, padecía de una terrible ansiedad con respecto a la convivencia entre pares, con códigos éticos y morales estrictos, propugnados incluso por la misma reina. Tanto es así que, en una sociedad tan estratificada, llega a ser difícil pensar en «pares».

Que Adam Bede haya sido un verdadero éxito es aún más sorprendente si pensamos que se publica en plena revolución industrial, cuando Inglaterra ya estaba tomada por las fábricas y esa vida de campo de la novela, de estrechas relaciones comunales, se hacía cada vez más difícil frente a la emigración rural y la industrialización progresiva. Había un verdadero mesianismo del capital que, de la mano de la política imperialista, tenía fe en el progreso tecnológico que extendía a lo largo y ancho del globo. Aunque quizás el éxito de la novela se debiera exactamente a eso. Ambientada en una zona plenamente rural, en 1799, Adam Bede juega con la ventaja de la mirada sabia hacia el pasado, capaz de llevar los lectores de su época a la generación de sus padres o abuelos, para contrastar lo que veían en el presente. En esos sesenta años desde el tiempo narrativo hasta el de la escritura, Inglaterra había dejado de ser un campo abierto, por donde los campesinos circulaban libremente, y había quedado recortada por grandes latifundios de agricultura avanzada, con un desarrollo industrial imparable; había trenes que cruzaban el país de norte a sur y de este a oeste; canales navegables, verdaderas hazañas de la ingeniería que permitieron unificar el mercado, y hombres, mujeres y niños expulsados masivamente hacia las ciudades en busca de vivienda y trabajo en las fábricas o las minas.

El contexto político, cultural y social de la época en la que se desarrolla la novela no es, como en otras obras del período, un personaje más de la historia. La deshumanización perpetrada por el capitalismo, denunciada ya por William Blake a fines del siglo XVIII y novelada por Dickens en el XIX, es un contrapunto que en Adam Bede ocupa unas pocas pinceladas en el fondo del cuadro. En el primer plano, la autora rescata la nostalgia típica de fin de siglo, de un mundo en el que ella vivió en su infancia en Nuneaton, cuando acompañaba a su padre a recorrer las tierras para administrar la finca de los Newdigate y se relacionaba con los campesinos y trabajadores de toda clase.

Las Enclosure Acts (Leyes de Cercados), que entre 1760 y 1830 pusieron límites a las tierras comunales y las convirtieron en arrendamientos privados y productivos, expulsaron a muchos granjeros de sus vidas tradicionales hacia el trabajo en las grandes urbes; si bien es cierto que nunca hubo un campesinado británico propiamente dicho, como el ruso o el francés, por ejemplo, sino «un puñado de terratenientes de mentalidad comercial (que) monopolizaba casi la tierra, que era cultivada por aparceros que a su vez empleaban gentes sin tierras o propietarios de pequeñísimas parcelas»3. Lo que se ve en Adam Bede es que las relaciones de vasallaje, heredadas del feudalismo, aún teñían la estructura de clases principalmente en el campo, donde los «habitantes son casi todos o campesinos o yeomanry (cuerpo de caballería voluntaria), el clero y la nobleza y la alta burguesía»4. Estas clases están representadas en la novela, con una clara distinción de lenguaje, según veremos más adelante. Entre los trabajadores y las clases pudientes hay una deferencia que el personaje de Adam lleva al extremo, pero que es también característica de la época que ponía a Dios en primer lugar y al terrateniente en segundo, por respeto. Tanto es así que Arthur Donnithorne es especialmente querido por los aparceros porque es capaz de ablandar esa rigidez de clase tratándolos con informalidad.

Arthur Donnithorne sueña con heredar las tierras para tornarlas más productivas, con las técnicas que había leído en el libro de Arthur Young sobre la modernización de la agricultura, al paso que su abuelo rehúsa hacer cambio alguno. El señor Irwine, el párroco de la región, con su prudencia característica, le advierte de que, a pesar de sus mejores intenciones, los aparceros pueden no quedar del todo satisfechos con esas innovaciones, como con los cercados del señor Gaiwaine (capítulo XVI). También Adam, con su destreza e inteligencia, habla de «los canales, los acueductos, los motores a carbón y las máquinas de hilado de Arkwright, en Cromford; un hombre tiene que aprender algo más que el Evangelio para poder hacer cosas» (capítulo I). Ve en las máquinas una evolución del intelecto humano, aun cuando sea incapaz de ver las consecuencias nefastas que las innovaciones traerán a los pobres.

Stonyshire, la región donde vive Dinah, sirve de contrapunto a Loamshire, esa «tierra de Gosén» (capítulo III), verde y abundante. La primera es una zona claramente obrera. Podemos ver sus páramos grisáceos y deprimidos, el hacinamiento, el cansancio de los trabajadores de las minas. Llevaban vidas desesperanzadas y, por ello, formaban el caldo de cultivo idóneo para el desarrollo de un movimiento religioso que consideraba la salvación una experiencia para ser vivida, antes que meramente leída y aprendida en los libros de la Iglesia Anglicana tradicional. De ahí que John Wesley y George Whitfield, fundadores del Metodismo, eligieran la zona minera de Bristol como base para sus predicaciones. Los efectos intrínsecamente deshumanizadores del capitalismo eran paliados con una práctica religiosa ascética, anclada en comunidades pequeñas de ayuda mutua, que exigía del creyente una inmersión total en la fe. No se rechazaban los ritos de la Iglesia, el servicio dominical, el bautismo, sino que resultaban insuficientes para la salvación. El metodismo, junto con otras denominaciones que surgen del puritanismo, no quería suplantar a la Iglesia Anglicana, sino llevar la fe en Cristo a las nuevas masas, al pueblo común que sufría los cambios sociales en la piel. Y lo lograron: «En 1790, los metodistas wesleyanos tenían solo 59.000 miembros en el Reino Unido; en 1850, ellos y sus diferentes retoños contaban con casi diez veces ese número»5.

Uno de los motivos del crecimiento de las sectas disidentes desde mediados del siglo XVIII hasta el XIX fue la ausencia de clérigos y parroquias que diesen cuenta de la creciente población. Para ser ordenado en la Iglesia Anglicana, el candidato debía pasar por una universidad, en una época en la que esos estudios estaban reservados a las clases más pudientes. Solo en áreas más remotas se ordenaban párrocos sin una educación formal o, como mínimo, con la carrera de teología. A menudo, los clérigos eran responsables de más de una parroquia (tal vez por recibir un sueldo doble) y no podían atenderlas igual de bien. Esa es una crítica que se hace con frecuencia al párroco de Hayslope y Broxton en Adam Bede. El mismo Wesley criticaba al clero por «la negligencia de los fieles y la ausencia de fervor evangélico»6. Las clases hacendadas de Inglaterra eran naturalmente anglicanas y criticaban a las denominaciones evangélicas por su exceso de fervor o entusiasmo religioso, por la inexperiencia de sus predicadores, pero también las motejaban de hipócritas y vulgares. Para colmo, las sectas disidentes permitían que las mujeres predicaran, como en el caso de Dinah Morris, en AdamBede, a pesar de que, en el momento en que Eliot escribe la novela, ya se les había advertido de que lo hicieran solo aquellas con una vocación intensa, hasta llegar a la prohibición en la mayoría de los casos. Dinah es, para Eliot, un ejemplo de por qué las mujeres podían predicar si lo deseaban.

La Iglesia Anglicana seguía siendo la institución donde se realizaban bodas y bautizos, pero la práctica religiosa, en especial la metodista, se hizo más ascética y menos ritual. En el relato «El arrepentimiento de Janet», que forma parte de Escenas de la vida parroquial, publicado justo antes de Adam Bede, la autora lo describe con su característica ironía:

El evangelismo ya no era algo molesto que solo existía en rincones perdidos, y que cualquier persona bien vestida podía evitar; estaba invadiendo los mismísimos salones, mezclándose con los placenteros efluvios del oporto y del brandy; y amenazaba con silenciar el esplendor de las plumas de avestruz con su tenebroso aliento, y ahogar la inocencia de Milby, sin pretender ofender a sus vecinos, con una nube de falsedad y de lúgubre hipocresía7.

South Farm, en Arbury Estate, Nuneaton, lugar de nacimiento de George Eliot, 1900

Mary Ann Evans nació en 1819 y creció empapada de esa efervescencia evangélica en su Warwickshire natal. Cuando se fue a Nuneaton para empezar a estudiar, encontró a un referente en su tutora Maria Lewis, de quien aprendió no solo una nueva forma de ver la religión, sino también un inglés y una forma de hablar más elevados. A los nueve años, Mary Ann practicaba, seguramente sin comprenderla demasiado, una versión más piadosa y ascética de la religión que sus padres, también porque recibía de Maria Lewis el amor y la benevolencia que no recibía de ellos. A los doce años fue a una de las mejores escuelas para niñas de los Midlands, en Coventry, bajo la dirección de las hermanas Franklin (Mary y Rebecca), quienes, a su vez, eran hijas de un pastor de la Iglesia Bautista. Rebecca, la más joven, había estudiado en París y era considerada una de las mujeres más inteligentes del distrito. Esas profesoras fueron una rica inspiración para ella, por ser mujeres independientes que se ganaban la vida con su propio trabajo. Así, Mary Ann pudo dar rienda suelta a sus intereses intelectuales y no solo mejoró su francés, sino que, una vez más, aprendió de su tutora una manera aún más elegante de hablar y, según su biógrafa Kathryn Hughes, «un tono de voz suave y melódico que, ya entrada en años, insinuaría el esfuerzo que había supuesto adquirirlo»8. Esa adquisición de madurez y dominio lingüísticos no serían menos importantes en Adam Bede, donde la autora pone en boca de sus personajes los registros propios de cada clase. Como veremos más adelante, el registro oral de los personajes los ubica no solo en una escala social, sino que, además, deja una impronta en su carácter.

Pese a ser una novela rural, Adam Bede fue escrita para un público culto y urbano que quizás jamás había oído ese dialecto en el que hablan los personajes, lo que se añade al desconcierto de que Adam Bede fuese tan bien recibida. Al empezar remitiéndose al tema candente del momento, la egiptología, esa novela «pastoral» interpela a los lectores cultos, capaces de entender sus alusiones9; a su vez, el narrador delimita su papel, lo aclara, de modo que no hacen falta interpretaciones exóticas. Es lo que hace que determinados lectores sean capaces de disfrutar de la novela. Cada alusión es como una referencia a la carta de pertenencia a un club selecto10. ¿Qué novela pastoral hace referencias a Esquilo, a Milton, a la pintura flamenca, a la ópera, e incluye citas en griego y latín? Es una apuesta muy alta, sin duda, pero Eliot la gana.

Aún hay otro motivo por el que nos sorprende el éxito de la novela en su tiempo. Poco antes de empezar a dedicarse a la ficción, Mary Ann Evans se unió a George Henry Lewes, que ya estaba casado (con una mujer que, a su vez, tenía relación e hijos con otro hombre). Como Lewes ya había reconocido como suyos a los hijos de la otra pareja de su esposa, el divorcio era imposible. Mary Ann sabía que vivir con Lewes significaría el ostracismo para ella. Hubiera sido muy diferente si él hubiese mantenido una doble vida, viviendo al lado de su familia inicial con Mary Ann en un «segundo hogar». La sociedad victoriana, a pesar de sus restricciones, estaba dispuesta a aceptar algún que otro «pecadillo» de un hombre, pero no la audacia de una mujer. Después de la unión, la pareja no podía aparecer junta en sociedad. Aunque Lewes siguiera frecuentando las casas importantes, la ópera y el teatro, Mary Ann tenía que quedarse en casa. Ni siquiera su círculo de amigos más liberales de Coventry aceptó la unión. Su hermano Isaac, al que Mary Ann adoraba, cortó lazos con ella cuando supo de su relación «adúltera». Se conjetura que su preferencia por un pseudónimo masculino se debía a su relación con Lewes: sin duda era mejor que su propio nombre, ya conocido de manera escandalosa, no figurase en una revista tan respetable como la Blackwood’s Magazine, donde se publicó primero Escenas de la vida parroquial. Sin embargo, después de Adam Bede, los críticos y lectores empezaron a preguntarse quién estaba detrás del pseudónimo y no tardaron en descubrirlo. Las críticas a la vida personal de Mary Ann no impidieron que el libro se vendiera y que hasta la misma reina Victoria, con la severidad que la caracterizaba, se aficionara a las novelas de George Eliot. De hecho, después de leer Adam Bede, encargó dos cuadros a Edward Henry Corbould, que pintó Hetty Sorrel y el capitán Donnithorne en la lechería de la señora Poyser y Dinah Morris predicando en el ejido, ambos actualmente en la Royal Collection Trust.

Así, los lectores de mediados del siglo XIX quizás pensaran en cómo había cambiado el mundo en que vivían y se acordaran de días mejores o, simplemente, de cuando todo era diferente. Eliot, como otros escritores «rurales», idealizó la vida en una comunidad cerrada, con sus pequeñas riñas, pero con una moral común, acatada por todos, salvo por los descarriados. Cada cual conocía su lugar en esa sociedad cuasifeudal, con escasas posibilidades de ascenso social y cambios estructurales, algo que el pujante capitalismo decimonónico fue cambiando. Mary Ann conocía muy bien esa rigidez: cuando tenía doce años su madre falleció y tuvo que dejar sus estudios para encargarse de la casa y de la familia. Asumió su nuevo rol estoicamente, como se esperaba de una mujer: mantener la buena administración y el orden del hogar. Nunca dejó de estudiar por su cuenta, su padre le pagó tutores de idiomas (alemán e italiano) y, además, administraba la obra de caridad de la señora Newdigate, quien, a su vez, le abría su biblioteca en Arbury Hall, algo que fue fundamental para el desarrollo intelectual de la joven Mary Ann.

No obstante, cuando llegó a la edad de casarse, su padre decidió mudarse a Coventry, un pueblo más grande, consciente de que, ante la ambiciosa inteligencia y las facciones poco agraciadas de su hija, necesitaría relacionarse con otro tipo de gente para encontrar un pretendiente interesado en una mujer tan brillante como fea. Mientras su casa paterna era conservadora y religiosa, Mary Ann encontró en Coventry un círculo de amigos progresistas, librepensadores y poco ortodoxos, la casa de los Bray, un marco fundamental para su formación. Los Bray y su entorno fueron claves también para que la autora cuestionara su fe aún más profundamente, hasta su completo abandono. Caroline Bray fue la que sugirió que Mary Ann continuara con la traducción del alemán al inglés de La vida de Jesús, de David F. Strauss, que ella ya no podía hacer. A su vez, fue esa traducción (no firmada) la que llamó la atención de quienes se preguntaron por el autor de un trabajo tan primoroso. También fue en casa de los Bray donde Mary Ann conoció a Harriet Martineau, Herbert Spencer y John Chapman, que luego la invitaría a trabajar en Londres como editora de la Westminster Review, una de las revistas más importantes de la época. Allí se convertiría en una de las mayores intelectuales de su tiempo: publicaba artículos de fondo (anónimos), era la responsable de la alta calidad de los textos publicados y se movía en los círculos progresistas de científicos, filósofos y sociólogos, donde la consideraban unánimemente brillante.

Mary Ann Evans empezó a usar el pseudónimo de George Eliot cuando se dedicó a la ficción. Primero compuso tres relatos largos; con la ayuda de Lewes, envió sus manuscritos al reputado editor John Blackwood, el cual publicaría no solo las Escenas de la vida parroquial, sino casi toda su obra, y se convertiría en gran amigo de la pareja.

En Eliot también influyeron las ideas sociológicas de la época. Mantuvo una relación estrecha con Herbert Spencer, amigo íntimo de Lewes, quien no solo tradujo a Auguste Comte al inglés, sino que también escribió Comte’s Philosophy of the Sciences (La filosofía de las ciencias de Comte). Lo sociológico apunta en el título de la famosa Middlemarch: un estudio de la vida de provincias. Se trata de un estudio casi científico, en el que analiza los personajes y reconstruye, a través de sus vínculos, sus anhelos y desventuras, un cuadro de la vida social de aquella región. En Adam Bede, Eliot hace lo mismo, aunque de manera incipiente y menos refinada en términos formales. Sin embargo, lo que le interesa no es solo ese cuadro social en el que los personajes están inmersos, sino más bien las motivaciones para la acción desde un punto de vista moral.

Otro hecho histórico que aparece en un segundo plano de la trama son las Guerras Napoleónicas que Inglaterra mantuvo con Francia. En Adam Bede, vemos que el protagonista gasta sus ahorros para pagarle un remplazo a su hermano Seth a fin de evitar su reclutamiento. La guerra encarece el precio del pan. Además, los personajes hablan siempre despectivamente de los franceses, ese «otro» que desconocen, y crean historias fantásticas en torno a ellos: están demasiado flacos, solo comen sopa, etc. Eliot construye ese relato para mostrar la ignorancia de una fantasía digna de compasión. Es imposible no pensar en su equivalente contemporáneo.

La riqueza de los personajes de Adam Bede reside en sus anhelos, incongruencias, dolores, todo cuanto los hace humanos. Así, incluso los más desabridos, como Bartle Masey o Hetty, pueden inspirar lástima, por resaltar precisamente aquello que iguala nuestra condición. La genialidad y exuberancia de Eliot es más apreciable en la descripción de la contradicción de las motivaciones humanas, de sus trampas y negaciones, como se ve en el capítulo XII. En una sencilla decisión, concurren variables tan dispares como la Providencia divina, el deseo de ser admirado y querido por otros y la disposición a agradar a los demás por mera vanidad, hasta el punto de que nuestras intenciones se tuerzan y se vuelvan contra las más profundas creencias. La novelista muestra que, en la práctica, nuestras creencias no resisten las pasiones más pedestres. Adam Bede, como otras obras suyas, es un despliegue de la complejidad de los motivos que nos hacen equivocarnos a pesar de nuestras mejores intenciones y obrar caritativamente por puro egoísmo. No sorprende que Harold Bloom haya dicho que Eliot trataba, sin remordimientos, de «la economía de las guerras civiles de la mente»11.

2. REALISMO O TRAGEDIA

Adam Bede remite a un pasado idílico respecto al tiempo del narrador, en el cual la vida rural en comunidad aún no había sido remplazada por la aridez de la vida urbana. Sin embargo, Raymond Williams señala con agudeza que, si miramos hacia el pasado rural inglés, jamás ha habido un período o lugar en Inglaterra con esas características, algo que sirviese de parámetro para contrastar los cambios ocurridos a lo largo de los siglos XVIII y XIX12. La construcción que Eliot hace de la «estructura de sentimiento» de la época no se basa tanto en un análisis de los procesos históricos como de la complejidad moral del ser humano, en una escala atemporal. El espejo que pone delante de nosotros no sirve para reflejarnos por fuera, sino hacia dentro.

De hecho, son muchos los espejos en Adam Bede. El narrador empieza con una invitación para que el lector mire un espejo sui generis: una gota de tinta de la pluma que servirá de pantalla en la que se proyectarán las escenas. Se mostrarán las cosas tal como son. Sin embargo, no se trata de un espejo límpido, transparente. Es imposible que la tinta no manche lo que muestra13. Del mismo modo, los espejos de Hetty no pueden mostrarla en su totalidad, en toda su belleza. La autora sabe y afirma que la ficción siempre es una construcción que mezcla sentimientos reales con hechos ficticios o viceversa. Adam Bede es la unión de dos historias reales e importantes en la vida de Mary Ann: la primera, una que le había contado su tía, fervorosa metodista, de cierta ocasión en que había pasado la noche en la celda de una pecadora, hasta que finalmente confesó su crimen; y la segunda, los relatos de su padre, Robert Evans, quien, antes de ser administrador de fincas, había sido carpintero en Nuneaton (un entorno similar a Hayslope), donde la autora vivió en su infancia. En la entrada de su diario que titula «La historia de Adam Bede», la autora aclara que, a pesar de las referencias a personas de su vida real, Adam no es su padre, como Dinah tampoco es su tía. Su realismo parte no de hechos reales, sino de un estudio profundo del alma humana, con todas sus contradicciones.

En Adam Bede nos encontramos con un narrador que es «una especie de ojo de la cámara»14, que nos hará ver una imagen o —como preferiría Mary Ann— una pintura flamenca, con sus personajes rudos, sus luces y sombras. Si estuviésemos en la época cinematográfica, habría una cámara, puesta por Eliot en manos del narrador, que se acerca con un zoom sobre un objeto, enfocando un techo, un suelo, una prenda de ropa, y luego se aleja para mostrarnos paisajes de su Inglaterra natal. La sensación de movimiento es constante. En el capítulo III, empezamos a mirar la escena desde fuera de la verja, luego entramos y miramos por una ventana dentro de la casa, nos fijamos en cada objeto abandonado en el suelo, escuchamos los sonidos de los animales a lo lejos, porque, además de movimiento, hay ruidos, olores, sensaciones que describen un paisaje lleno de vida. El mismo narrador compara el flujo de pensamiento de Adam con un diorama (capítulo IV), lo más similar al cine a principios del siglo XIX15.

Pero no hace falta conjeturar demasiado acerca de lo que era el realismo para Eliot. El capítulo XVI de Adam Bede es un verdadero tratado sobre el tema. En él se explica al lector que si lo que busca son personajes que transmitan ciertos ideales morales, coherentes con su propia clase, la novela lo defraudará: los de Adam Bede son personajes moralmente imperfectos, a veces sórdidos o necios, con dudosa capacidad de elegir y fácilmente dados a la violencia o la vulgaridad. No obstante, no se puede decir que solo se retrate al hombre común. La belleza de Hetty no tiene nada de corriente, como tampoco la bondad de Dinah, y Adam es un hombre bastante extraordinario (según se afirma en el capítulo XIX). Sin embargo, tampoco es un héroe cuyos actos transciendan su propio entorno. No le preocupa a Eliot abandonar los motivos de la literatura pastoral más tradicional: la bondad y la ignorancia o ingenuidad de los rústicos, la soberbia de los ricos. Es consciente de lo que tiene detrás, pero diverge de la tradición en el juicio moral: la muchacha bonita no siempre es buena, ni el rudo insensible, ni el clérigo piadoso, tal como razona en Las novelas tontas de ciertas damas novelistas. Eliot no juzga a sus personajes por su belleza o aspecto físico16, aunque sepa que la mujer fea está asociada tradicionalmente a la vileza, y la hermosa a la bondad, y que la bondad, a pesar de ser invisible, busca aliarse a la belleza, y la fealdad a la maldad17.

Asimismo, la estética de Eliot no busca remplazar la realidad por un ideal, por algo supuestamente más bello que podamos anhelar o admirar. Al contrario, muestra que la belleza reside en toda la existencia y que lo sublime, frente al ideal romántico, está en la experiencia cotidiana. Barbara Hardy afirma que Eliot usa la novela como tragedia, pero mientras que en la tragedia clásica el hombre simple no tiene su espacio, por no tener amplitud emocional, nuestra autora iguala a todos los seres humanos en un destino trágico, aunque en Adam Bede se acerca, más que en otras obras, a la creación de mitos18. Como explica el narrador en el capítulo XVI respecto al reverendo Irwine, el lector quisiera, quizá, verlo retratado como a un clérigo ejemplar: sin pecados, piadoso, pero su bondad estaba menos en el cumplimiento de la religión institucional que en una moral natural, casi instintiva, del ser humano, algo que Eliot comprobó al traducir La esencia del cristianismo, de Ludwig Feuerbach. En ella, Feuerbach parte del principio de que no hay distinción entre lo divino y lo humano y afirma que la «teología es antropología»19. Esa es también la visión del ser humano para Eliot, porque todos los atributos de la naturaleza divina son atributos de la naturaleza humana. Eliot parte de la tradición pastoral, pero en ella el alma humana despliega complejidades pocas veces retratadas en la literatura. Cabría señalar, asimismo, que su interés no se limitaba a la pintura flamenca del siglo XVII, evidente en el capítulo XVII.Hugh Witemeyer apunta que su pasión por la pintura barroca y por los retratos va a marcar toda su obra: basta ver el claroscuro con que pintaba sus escenas, como en los capítulos XV y XLV20.

Paralelamente a esa investigación de la moral y del alma humanas, Eliot era tan escrupulosa y exhaustiva con sus fuentes que, mientras escribía Adam Bede, se dedicó a estudiar los almanaques de meteorología para saber cómo fueron las cosechas y el tiempo en aquellos meses en que transcurre la novela. También aflora en la obra su lectura de The Book of the Farm (El libro de la granja), de Henry Stevens, como en la descripción de la lechería, cuya referencia es bastante clara. En la edición de enero de 1799 de Gentleman’s Magazine, Eliot encontró la descripción de la fiesta de mayoría de edad del duque de Rutland, bastante más fastuosa que la de Arthur Donnithorne, pero eso le sirvió de inspiración para la celebración del cumpleaños de este personaje.

Otra característica del realismo de Eliot es su forma de usar los objetos, que adquieren tal peso en la escena y la trama que dejan de ser parte del decorado para funcionar como metonimias. Es inevitable apreciar, tanto por el paso del tiempo como por todas las diferencias culturales que nos separan de la obra, que ha habido (incluso para los lectores de lengua inglesa) lo que Freedgood denominó «la destrucción social del sentido», porque «si las metáforas pierden su fuerza por un uso excesivo, las metonimias lo pierden por la falta de uso. Hemos perdido la conexión con una gran parte de la ficción del siglo XIX»21. Para los traductores, una de las dificultades de trabajar con esos objetos del siglo XVIII es que no solo han perdido el significado para nosotros, sino que algunos ni siquiera existieron en el contexto español. Ante el despliegue de una variedad de tipos de maderas, vestimentas, candelabros, que son elegidos por la autora no solo para enriquecer la escena, sino ora para resaltar ora para ocultar acciones o intereses de los personajes, nos centramos en la trama e, inevitablemente, perdemos ciertas referencias de la época. La minuciosidad con la que Eliot se documenta sobre cada aspecto de su novela muestra que, para ella, incluso los hechos y objetos aparentemente más baladíes pueden adquirir un significado sobresaliente. Asimismo, describe su espacio con exactitud, porque los lectores coetáneos eran ajenos a esa vida rural que ella conocía.

Si no hay palabras inocentes, como señala Pierre Bourdieu, la literatura realista victoriana delata el surgimiento de la manufactura industrial en páginas plagadas de todo tipo de objetos. El mejor ejemplo (aunque posterior a la época de Adam Bede) serían los cachivaches de Sherlock Holmes, tan ostensibles como su capacidad de sacar conclusiones a partir de un simple guante o sombrero. Llamaremos la atención sobre dos casos interesantes de menciones características de objetos a lo largo del texto: la contraposición entre «candle» (vela) y «rushlight» (vela de junco) y los diferentes tipos de madera. En el capítulo XIV, «El regreso a casa», la señora Poyser, cansada después de un día de trabajo, deberá atender a su hija febril por la noche, de modo que se sube a su habitación y le pide a Hetty que le lleve la vela de junco. Hasta bien entrado el siglo XIX en Inglaterra, ese era un tipo de vela usado por las familias más pobres para mantener una habitación iluminada sin tener que usar velas, que era un artículo de lujo para los campesinos de la época. La vela de junco se hacía torciendo la planta seca y mojándola en grasa o aceite, puesta en un soporte de hierro con punta en tenaza, también llamado «rushlight» en inglés (como la candilera, Phlomis Lychnitis, usada en el Mediterráneo Occidental). En el capítulo siguiente, «Los dos dormitorios», vemos a Hetty en su habitación, tan bien iluminada por la luz de la luna que se podía distinguir hasta las cabezas de los alfileres en el acerico. Aún así, la muchacha enciende unos trozos de vela que tenía escondidos en su cajón secreto. Su vanidad salta a la vista con más intensidad cuando se la compara con la frugalidad de la dueña de la casa. El efecto se consigue mediante el uso de dos objetos corrientes de aquella época, que Eliot maneja con destreza en su composición.

Respecto al peso cultural de la madera en la novela, recordemos antes esta cita ilustrativa de El capital:

La forma de la madera, por ejemplo, cambia al convertirla en una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo madera, sigue siendo un objeto físico, vulgar y corriente. Pero en cuanto empieza a comportarse como mercancía, la mesa se convierte en un objeto físicamente metafísico. No solo se incorpora sobre sus patas encima del suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías, y de su cabeza de madera empiezan a salir antojos mucho más peregrinos y extraños que si de pronto la mesa rompiese a bailar por su propio impulso.

Marx usa la madera para explicar el fetichismo de la mercancía, y leer una novela realista del XIX es entrar en la obsesión inglesa por los objetos y el dinero, el fetichismo de la mercancía en la literatura: las clases sociales se dividen en función del material y la calidad de sus bienes. En plena expansión del Imperio Británico, que traía de las colonias todo tipo de materias primas, la buena madera era sinónimo de dinero, de negocios en las Antillas o en otros países del mundo. Mientras el roble era la madera típica de las islas británicas, con la cual se fabricaba gran parte de los muebles, el nogal y la caoba fueron maderas típicamente asociadas a las clases altas y a las conquistas del siglo XVIII. Según Freedgood, «la caoba y la chilla eran, de hecho, las dos distinciones de clase en la ficción victoriana», siendo la chilla una tabla de madera fina de mala calidad. Ante el despliegue de objetos en la novela, lo que importa no es tanto conocerlos específicamente como apreciar el valor que se les otorga. A menudo Eliot logra transmitir ese valor mediante patrones de comparación, equivalencias y paralelismos. Las notas a pie de página añadidas por los traductores buscan allanar el camino para el lector en ese sentido.

3. LENGUA Y CLASE

La obsesión victoriana con el dinero y los objetos estaba asociada a la obsesión con la posición social. Habían heredado de su pasado feudal una rígida estructura de clases, aunque la rápida industrialización y expansión del Imperio les daban la sensación de cierta posibilidad (real o imaginaria) de movilidad social. En ningún lugar se ve esto con mayor claridad que en el lenguaje oral de Adam Bede. La opción de Eliot de que sus personajes hablen en diferentes registros según su clase, e incluso según su interlocutor, explicita quiénes han tenido el privilegio de acceder a la educación o anhelan un cambio de rango social. El registro oral en Adam Bede es paradigmático. La teoría del realismo de Eliot también da voces y tonalidades autóctonas a cada individuo, que puede usar el dialecto tanto para demarcar la clase social como el lugar donde se encuentra. Al recordar los dialectos de Staffordshire y Derbyshire, la autora tuvo que registrarlos con «una ortografía que representase el habla que ni ella ni sus lectores jamás habían visto por escrito y que gran parte de sus lectores desconocería también en la forma hablada»22. Así, no solo los personajes de clases bajas hablan en un dialecto propio de la zona rural de Warwickshire, que aprendió al acompañar a su padre en sus visitas a los aparceros de las fincas que administraba, sino que, además, entre los personajes el registro cambia a tal punto que captan, por ejemplo, en el señor Craig, algún deje del norte o de Escocia. La rigidez de las clases y las señales que definen el rango de cada uno en la obra vienen dadas por el registro oral, que era (y sigue siendo) el principal modo, como también el más sutil, de definir la posición social. Por desgracia, la traducción es incapaz de registrar todas esas voces sin impostar cierto un regionalismo español. Por otro lado, el texto tendría que pasar por un proceso como el denominado por Bourdieu «retraducción de un sistema de diferencias sociales»23, algo casi imposible, principalmente teniendo en cuenta que el nuestro es un trabajo de divulgación literaria, no de investigación lingüística. Sin embargo, nos interesa que el lector conozca al menos en teoría lo que el texto en español no logra reflejar del todo.

En la novela, Adam Bede y los Poyser, y otros trabajadores en contacto con los terratenientes, hablan con incorrecciones, pero menos que Seth u otros carpinteros. La señora Poyser, además de no faltarle jamás las palabras cuando las necesita (capítulo XXV) y de inventarse proverbios y ocurrencias de lo más graciosas, no habla tan mal como Lisbeth, la única que todavía usa el antiguo «thee/thy» en vez de «you», incluso con sus hijos.

Entre los obreros, Adam es el único que se preocupa por seguir estudiando, lo que se nota en su forma de hablar algo más elevada que los de su clase. A su madre la trata de «thee» y usa un lenguaje más cercano al suyo, mientras que cuando habla con Arthur puede adecuar su registro con escasas apócopes. Su plasticidad lingüística es un ejemplo de su inteligencia social y, por ello, es querido tanto por los ricos como por los pobres (aunque para estos sea un poco estirado), y es el personaje con más posibilidades de ascenso social.

La manera de dirigirse unos a otros es lo que más caracteriza el lenguaje de la sociedad victoriana, siempre tan rígido y ávido por demarcar espacio y rango mediante el trato formal. Según Phillipps, las clases medias de provincia raramente usaban solo el nombre de pila sin el apellido, y menos aún entre interlocutores de géneros o edades diferentes. Tenemos aquí el ejemplo del trato entre Adam y la señora Poyser. Le llamará «señor Bede», aunque sea mucho más joven que ella y, a su vez, Adam tratará a Arthur Donnithorne de «sir», también señor, pero de una clase pudiente, aunque Arthur sea más joven que Adam y no esté próximo a la nobleza. Para esas deferencias hemos mantenido el trato de «usted» entre diferentes rangos sociales o de género.

Asimismo, nos gustaría señalar algunas marcas de clase que pasan inevitablemente desapercibidas para el lector en castellano. Phillipps señala que usar los vocativos «padre» y «madre» (como hacen Adam y Seth) era considerado vulgar, puesto que las clases más altas dirían papa y mamma. Del mismo modo, también nos puede pasar inadvertido el hecho de que usar proverbios, aforismos o dichos populares era considerado vulgar. Eliot quizás no compartía esa idea cuando creó un personaje como la señora Poyser, tan prolífica y perspicaz para inventarse dichos, símiles y frases hechas; sin duda, no la denigraría, pero sabría que, para sus lectores del ámbito urbano, ella sería un personaje sin refinamiento. Otro caso sería el de la palabra democratic, que, a pesar de aparecer solo una vez en la novela, es sintomática de la diferencia entre aquella sociedad y la nuestra: está claro que en una estructura de clases casi feudal, lo democrático carece de connotación positiva y, al contrario que hoy, en el siglo XIX se refería más bien a algo controlado por la chusma.

Podemos suponer que la misma Mary Ann Evans habría sufrido en su piel cierta ansiedad lingüística al llegar a Londres con su acento de provincias, y que ello le había hecho más sensible a esa «economía de los intercambios lingüísticos». Si osó escribir una novela repleta de la oralidad de los Midlands, nunca quiso que su escritura fuese localista hasta el extremo de no hacerse entender, de modo que, en las sucesivas ediciones, hasta la de 1867, cambió partes del registro oral, principalmente los parlamentos de Lisbeth, la madre de Adam, para facilitar la lectura.

4. EL ÁNGEL ENCADENADO

El período victoriano, entendido en su sentido amplio como lo hemos mencionado, fue de severo sometimiento para la mujer en Inglaterra. Cuando Coventry Patmore publica su famoso e innoble poema «The Angel in the House» (El ángel en el hogar), no tuvo éxito inmediato, pero su influencia se fue acentuando hasta entrado el siglo XX, cuando Virginia Woolf invitó a matar al ángel del hogar. Inspirado en su mujer, Patmore hablaba de una mujer abnegada, sin necesidades propias, totalmente volcada en su casa, su marido y sus hijos, lo que se vino a conocer como «la mujer ideal»: bella, recluida y callada. A lo largo de su vida, la mujer pasaba del hogar y yugo del padre al del marido o, si no se casaba, del hermano; no podía heredar propiedades ni tomar decisiones sobre su dinero, tampoco se veía bien que una mujer trabajase fuera de casa, principalmente las de clase media. Entre las mujeres más pobres, siempre ocupadas, la perspectiva de abandonar el trabajo en su propia casa para ejercer de sirvienta de otra familia era lo más bajo a lo que se podía llegar. En ese sentido, el destino de las mujeres «no es simplemente la resignación ordinaria al trabajo o el aburrimiento o la pérdida de la juventud; no es el realismo, sino la tragedia»24.

Mary Ann cumplió su papel cuando tuvo que encargarse de su familia, ante la muerte de su madre, pero su pasión por el saber, el estudio y una verdadera voluntad de ingresar en el «coro invisible» la mantuvieron siempre cerca de los libros25. Sin duda, era del todo improbable que una muchacha de clase media-baja rural llegase a ser la gran intelectual que fue en su época. Se mire por donde se mire, Mary Ann fue un personaje extraordinario e intrigante, y más aún con la perspectiva de la mujer en la sociedad. Con su inteligencia y cultura, nunca quiso unirse a las filas del feminismo. Es más, defendía el estilo de vida y la familia tradicional victoriana, cuando ella misma vivía en sus antípodas. Viajó sola por Europa, se unió a un hombre casado, trabajó para ganarse su propio sostén y se mantuvo no solo a sí misma, sino también a la familia (mujer e hijos) de su compañero, George Henry Lewes, con la que este ya no vivía. De hecho, llegó a hacerse relativamente rica con su escritura. En otras palabras, fue una mujer independiente y brillante, dos adjetivos incompatibles con las expectativas de aquella época. Por otro lado, pese a su labor en la revista de John Chapman y a las traducciones que hizo de Strauss y Feuerbach, no le importó que su nombre nunca figurase; del mismo modo que, a la hora de firmar su obra de ficción, eligió un nombre masculino antes que el suyo.

No obstante, su rechazo a la bandera del feminismo no quería decir que no le interesara la cuestión de la mujer, sino que creía que el desarrollo humano se hacía a pasos lentos. A menudo se ha dicho que las mujeres de Eliot sufren las miserias de su sexo, a las que ella misma logró sobreponerse. No son personajes que se liberan de sus cadenas, sino que sucumben ante los roles que la sociedad les impone. Pero está claro que, si el interés de Eliot era retratar lo que veía, sin adornos, la mujer independiente que fue, con el coste emocional que le supuso, no era un modelo común en su época. Por ello, esa oposición entre vida y obra ha sido motivo de perplejidad tanto para sus contemporáneos como para nosotros. En el magistral ensayo La loca del desván: la escritora y la imaginación literaria del siglo XIX, Sandra M. Gilbert y Susan Gunbar hacen un análisis exhaustivo de los motivos y el desarrollo de la mujer en la literatura victoriana partiendo del supuesto de que la «ansiedad de la influencia» de la que hablaba Harold Bloom no se aplica a las escritoras, porque la historia de la literatura no contempla a las mujeres. Sus precursores, casi todos varones, las redujeron a estereotipos (si no eran ángeles, eran monstruos), de modo que su autoridad literaria sobre ellas no les permitía desarrollar su verdadera identidad como escritoras. George Eliot incorpora la visión que el patriarcado tiene de la mujer y, en tanto que autora, la retrata siempre como «el otro». Esa tensión entre su identidad como mujer y la de escritora de renombre es lo que caracterizará su vida intelectual. Jaquecas, depresión y crisis de ansiedad ante la crítica de sus obras harán de ella una figura siempre sensible a su entorno; para protegerse confiaba en Lewes, un mediador entre su vida y el mundo exterior.

Adam Bede nos invita a recorrer la campiña inglesa en un momento crucial de la historia del siglo XIX, pero los dramas de los personajes no están lejos de los nuestros en el siglo xxi. También es un primer paso para introducirnos en las grandes novelas de George Eliot y para conocer un poco de la mente de una de las mujeres más brillantes de su tiempo.

Cristo en casa de sus padres, de John Everett Millais (detalle)

1 Esta introducción se divide en dos partes: en la primera no se desvelan cuestiones esenciales de la trama ni de los personajes, sino que nos centramos en los aspectos culturales y creativos de la obra. Aconsejamos a los lectores que prefieran no conocer detalles del argumento leer la segunda parte de la introducción después de la novela.

2 Lawrence Poston, «1832», en A Companion to Victorian Literature and Culture, ed. de H. F. Tucker, Oxford, Blackwell, 2004, págs. 3-17.

3 Eric Hobsbawm, La era de la revolución (1789-1848), trad. de F. Ximénez de Sandoval, Barcelona, Crítica, 1997, pág. 38.

4 K. C. Phillipps, Language and class in Victorian England, Londres, Blackwell, 1984, pág, 5. (Si no se indica otra fuente, las traducciones de las citas son nuestras).

5 Eric Hobsbawm, La era de la revolución (1789-1848), pág. 230.

6 Christine L. Krueger, «Clerical», en A Companion to Victorian Literature and Culture, pág. 147.

7 George Eliot, Escenas de la vida parroquial, trad. de M. Salís, Barcelona, Alba, 2013, pág. 324.

8 Kathryn Hughes, George Eliot: the last Victorian, Nueva York, Farrar, Straus, and Giroux, 1999, pág. 33.

9 Recordemos que en el año en que se publica Adam Bede se encuentra la piedra de Rosetta.

10 Lo que Elaine Freedgood denominó «el fetichismo de la referencia», en The Ideas in Things: Fugitive Meaning in the Victorian Novel, Chicago, University of Chicago Press, 2010.

11The Victorian Novel, ed. de H. Bloom, Filadelfia, Chelsea House, 2004.

12 Raymond Williams, The Country and the City, Londres, Vintage, 2016.

13 Cfr. con este pasaje de Escenas de la vida parroquial, pág. 79: «¿Has volcado alguna vez el tintero y contemplado, con impotencia y horror, cuán rápidamente se extiende la negrura estigia sobre tu impecable manuscrito o tu inmaculado mantel?».

14 J. Hillis Miller, Reading for Our Time: Adam Bede and Middlemarch Revisited, Edimburgo, Edinburgh University Press, 2012, pág. 7.

15 El diorama fue inventado por Louis Daguerre y Charles Marie Buton hacia 1822.

16 Recordemos que Mary Ann sufrió ese tipo de juicio que la mantuvo siempre en la segunda fila del mercado matrimonial. Su biógrafa Kathryn Hughes insiste en este asunto.

17 Sandra M. Gilbert y Susan Dunbar, La loca del desván: la escritora y la imaginación literaria del siglo XIX, trad. de C. Martínez, Madrid, Cátedra, 1998.

18 Barbara Hardy, The novels of George Eliot: a study in form, Londres, Athlone Press, 1985.

19 Ludwig Feuerbach, The Essence of Christianity, trad. de G. Eliot, Nueva York, Harper & Bros., 1957, pág. 14.

20 Hugh Witemeyer, George Eliot and the visual arts, New Haven, Yale University Press, 1979.

21 Elaine Freedgood, The Ideas in Things: Fugitive Meaning in the Victorian Novel, pág. 68. Cfr. con esta observación de la propia Eliot en «The Ilfracombre Journal», en Selected Essays, Poems and Other Writings, ed. de A. S. Byatt y N. Warren, Londres, Penguin Books, 1990, págs. 228-229: «El mero hecho de nombrar un objeto tiende a dar sentido definido a la concepción que tenemos de él; tenemos entonces un signo que despierta en nuestra mente las cualidades distintivas que marcan ese objeto particular frente a otros».

22 Véase George Eliot, Adam Bede, ed. de C. Martin, Clarendon Press, Oxford, 2011, pág. cvii. María Fuencisla García Bermejo Giner trata específicamente esa cuestión en El dialecto en las primeras novelas de George Eliot: grafía y vocalismo, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1991.

23 Pierre Bourdieu, ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, trad. de F. Díaz del Corral, Madrid, Akal, 2001, pág. 28.

24 Cfr. Rachel Bowlby, «“Hetty had never read a novel”: Adam Bede and realism», en George Eliot Review, núm. 41, 2010, pág. 18, con Barbara Hardy, The novels of George Eliot: a study in form, Londres, Athlone Press, 1985.

25 Véase el poema «O May I Join the Choir Invisible» (Podría unirme al invisible coro) en Mary Ann Evans (George Eliot), La oscuridad radiante, trad. de J. P. Martín Villarreal, Madrid, Torremozas, 2018, págs. 52-55.

II. ADAM BEDE: UNA VISIÓN GENÉRICA

Las mejores mentes que han aceptado el cristianismo como un sistema de inspiración divina creen que el gran fin del Evangelio no es solo la salvación, sino la educación de las almas de los hombres, la creación en ellas de disposiciones sagradas, el sometimiento de las pretensiones egoístas y el aumento perpetuo del deseo de que la voluntad de Dios —una voluntad sinónima del bien y la verdad— pueda realizarse en la tierra.

GEORGE ELIOT

1.ESCRITURA ANTES QUE ESCRITORA

UN punto de partida para la visión genérica que queremos presentar en este apartado puede ser no qué tipo de escritora fue Mary Ann Evans, sino qué tipo de escritura practicó George Eliot. No es que la primera pregunta carezca de interés, sino que ese interés sería de orden inferior al de la respuesta a la segunda pregunta26. ¿Por qué? Tal vez porque lo personal, según queda de manifiesto en la lectura más superficial de George Eliot, haya de quedar subordinado a lo que llamaríamos, con sus palabras, la «ley de los afectos». Vivimos, por así decirlo, encerrados en la personalidad. Desde el punto de vista material ese encierro sería fatal, pero la materialidad no agota los puntos de vista que pueden adoptarse respecto a esta cuestión: qué milagro, había escrito Thoreau en Walden —una obra reseñada por la autora—, sería ver el mundo a través de otros ojos27. El propósito parece insinuar que, por grande que sea el mundo en que nos ha tocado vivir, ese mundo nos atrapa si solo nos atenemos a las propias expectativas. El nuestro debería ser el escenario común de las esperanzas y decepciones humanas. Por lo general, el descubrimiento de que vivimos en un mundo compartido adopta la forma de una reacia transigencia ante las pretensiones de los demás. Así, incluso la amabilidad aparente puede resultar la expresión de cierta negatividad a la que nos hemos acostumbrado al identificar los términos de la convivencia. Por su «absoluta falta de emoción moral», esa visión no podría ser la última palabra de una experiencia que se viera expresada de manera libre o ideal en nuestra deliberada «búsqueda de la felicidad». Es conveniente advertir desde el principio que la visión del mundo del narrador en Adam Bede busca alienarse con la de sus personajes. La invención implica cierta distancia —la suficiente para permitirse los paréntesis reflexivos que hay ya en esta primera novela de Eliot—, pero la humanidad común es la premisa indispensable para asumir las lecciones derivadas de la historia de Adam Bede; lecciones, cabe añadir, susceptibles de ser aprendidas tanto por los lectores como por los personajes de la historia: esa sería la dimensión apropiada al término de la comunidad —lejos del ostracismo que la autora padeció— en la que pensamos tras leer sus novelas. Decimos que su concepto del mundo humano no deriva de las restricciones que aceptamos al convivir con los demás, sino que brota espontáneamente de la superación de los límites dictados por una «pobre» experiencia de lo que haya sido nuestra vida, una superación factible por la vía imaginativa:

Si el arte no aumenta las simpatías humanas, no logra nada moralmente. He tenido la cortante experiencia de que las opiniones son un pobre cemento entre las almas humanas, y el único efecto que deseo despertar ardientemente por mis escritos es que quienes los lean sean más capaces de imaginar y de sentir los dolores y alegrías de aquellos que difieren de ellos en todo salvo en el hecho general de ser criaturas humanas, que luchan y se equivocan28.

Leer una novela es ya una forma de suspender la incredulidad sobre el hecho de que sean insuperables los límites de nuestra vida, un gesto de aceptación del arte como medio para enriquecer la comprensión de los caminos que elegimos y del sentido que puedan tener, por ejemplo, una huida precipitada o un regreso previsto. (En Adam Bede son cruciales los episodios que involucran ese movimiento como una separación o un desarraigo.) La elección de George Eliot de escribir esta primera novela —un «experimento con la vida»— es la apuesta por una forma que conlleva un fin. La forma artística no es independiente de cierta idea de progreso que afecta estructuralmente a la propia vida. El género literario —lo que hemos llamado de entrada un tipo de escritura— resulta así prioritario frente a toda cuestión relativa al género o identidad de la autora.

2. LA NOVELA COMO GÉNERO

La novela, el género elegido aquí por George Eliot, a diferencia del teatro o la poesía, vinculados de manera especial con el presente o lo atemporal, ocurre en el pasado: cuenta una historia como si hubiera sucedido. La historia en una novela es falsa, pero el pasado es real29. Estas coordenadas son evidentes en Adam Bede. La historia de Hetty, aunque inspirada en un suceso auténtico, es pura recreación. Sin embargo, el pasado en que transcurría Adam Bede era real —lo sigue siendo— tanto para la autora como para los lectores de esta novela «histórica». ¿Puede ser indiferente la relación que mantenemos con las cosas pasadas cuando avanzamos en la creación o recreación del destino de los personajes que han habitado entre ellas? El tipo de relación que mantenemos con el pasado es esencial para captar el alcance de la novela, en general (como sabemos desde el Quijote), y de Adam Bede en particular. Lo real está menos en la historia que en el pasado. ¿Estamos dispuestos a aprender de él, dado que también nosotros, como el mundo de la novela, tenemos un pasado del que dar cuenta? Hasta ese punto nos afecta poderosamente lo que leemos en Adam Bede, no solo por las intensas emociones explícitas del drama de Adam, Hetty, Dinah y Arthur. La novela era el espacio idóneo para acreditar el paso del tiempo en la ficción. Insistimos en ello: ni el drama por la oralidad ni la lírica por su desapego espiritual favorecen esa reflexión sobre la experiencia que descubre un nuevo horizonte dentro del lugar donde nos encontramos, «una serie cuyos extremos no conocemos y no creemos que existan». Hay cierta concatenación de líneas maestras o «eslabones» que convierte la novela en un experimento con el tiempo que no traiciona la naturalidad de la experiencia literaria. Una novela, a diferencia de una tragedia o un poema, no suele ser objeto de un solo día de lectura. La extensión de la lectura no es menos real que el hecho de que nuestro pasado crece con nosotros a medida que seguimos leyendo: el dato no podía pasar inadvertido para George Eliot cuando trataba de armar la estructura de Adam Bede30. ¿Y no debía ocurrirles a sus personajes algo similar a lo que ya les habría ocurrido a sus lectores? ¿No debían someterse a los cambios provocados por la pretensión de ver cumplidos sus deseos una vez que se habían expuesto (como Adam Bede) a la «terrible» belleza de este mundo? Decimos que no se trata solo de asistir a las fuertes emociones de los personajes, sino también de asumir el modo en que piensan en ellas. El pensamiento, decía Wordsworth en el prefacio a las Baladas líricas (publicadas casi el mismo año en que da comienzo la historia de Adam Bede), es el representante del sentimiento31. No debería haber un corte neto entre pensar y sentir, como tampoco debería haberlo, se diría, entre cuerpo y alma: «Las ideas son a menudo pobres fantasmas... Pero algunas veces son corpóreas... y entonces su presencia es un poder». La naturaleza humana no está dividida, según demuestra el hecho de que podamos elaborar e integrar los sentimientos en nuestra memoria32. Otra manera de concebir la vida humana supondría una violación de esa idea de orden natural. Pero el orden natural, en el caso de los seres humanos, como sabemos, no está dado por completo desde su origen: debe ser el fruto de cierto cultivo o educación. Las fuentes de nuestra educación pueden multiplicarse. Una de esas fuentes ha mostrado su eficacia a lo largo del tiempo.

3. LEER LA BIBLIA

En El progreso del peregrino, el personaje de Cristiano emprende un viaje desde la Ciudad de la Destrucción hacia la vida eterna. En Adam Bede, Hetty Sorrel también emprende un viaje desde su hogar en Hayslope hasta Windsor, donde espera reencontrarse con su amante, Arthur Donnithorne. El narrador titula esos capítulos alegóricamente: son viajes por la esperanza y por la desesperación. Al final del viaje tendrán lugar el juicio, la condena y la confesión de Hetty. La ficción ha estado vinculada con la religión desde el comienzo mismo de la literatura inglesa moderna. La obra de John Bunyan será la lectura predilecta de Maggie Tulliver en El molino junto al Floss, la siguiente novela de Eliot, pero la resonancia religiosa en Adam Bede es evidente desde el título mismo. La religiosidad impregna la primera novela de Eliot33. En mayor o menor medida, el cristianismo está presente en la vida de todos los personajes de Adam Bede, así como de la autora y los primeros lectores de la novela. (Quedaría pendiente esclarecer lo que una novela como esta puede significar para el público de una sociedad poscristiana.) La confesión cristiana no puede dejar de constituir un elemento central en la concepción de la historia. Adam Bede