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Novela ganadora del Concurso de Literatura Policial "Aniversario de la Revolución" en el año 2001. La obra recoge la labor de contrainteligencia que desarrolla el protagonista para desenmascarar las acciones enemigas contra Cuba: sabotajes a puntos económicos, infiltraciones desde La Florida y acciones de extrema violencia. La utilización de un lenguaje claro y sencillo, así como el planteamiento de una estructura novedosa, son elementos que se unen para entregar al lector una obra sumamente atractiva.
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.
Premio en el Concurso
“Aniversario del Triunfo de la Revolución”
del MININT, 2001.
Jurado:
Lucía Sardiñas
Marta Rojas
Eduardo Heras
Edición:
Norma Padilla Ceballos
Diseño de la coleción:
María Elena Cicard Quintana
Cubierta:
Francisco Masvidal
© Joaquín G. Santana, 2023
© Sobre la presente edición:
Editorial Capitán San Luis, 2023
ISBN: 9789592116511
Editorial Capitán San Luis, calle 38 No. 4717, entre 40 y 47, Kohly, Playa, Ciudad de La Habana, Cuba.
Sin la autorización previa de esta editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio.
El pequeño aerotaxi se elevó al cielo azul y abandonó Bridgetown. Barbados, abajo, mostraba sensualmente los pechos arenosos de sus playas. No se veían nubes, el sol ganaba altura y las quillas de los yates de recreo dibujaban finos ríos de espuma en las proximidades de la costa. Un pasajero comenzó a cantar, indiferente al resto, y a Javier le fue fácil adivinar que era un calypso aquella melodía.
El hombre iba a su lado, enfundado en un blanco ensemble caribeño, con el pelo duro batido a la moda, y un rostro que guardaba un parecido extraordinario al de Harry Belafonte. De pronto interrumpió su canto, mirando en torno como si hubiera despertado de un letargo, y Javier le sonrió.
Detrás, imperturbables, viajaban un anciano de apariencia hindú y un pasajero de guayabera blanca, rabiosamente bordada en color carmelita, con el pelo lacio y entrecano. Tenía el porte impecable de un inglés, pero sus movimientos rápidos le daban el aspecto de un latino que había recibido educación sajona.
El piloto, entretanto, ya liberado de los auriculares, tenía la vista fija en la resplandeciente línea del horizonte.
—¿Viaja a Santa Lucía? —preguntó el mulato.
—No. Voy a La Guadalupe —respondió Javier.
—¿Puertorriqueño?
—Venezolano.
El hombre comentó que nunca había estado en Venezuela. Era jamaicano, tenía treinta y cinco años y representaba en el Caribe una firma norteamericana de hojas de afeitar. Le iba bien en su gestión de venta, ganaba buen dinero, pero estaba harto de tanto aeropuerto y tanto hotel.
—Si pudiera —dijo— montaría un negocio que me permitiese residir más tiempo en mi casa de Kingston.
Allá tenía una mujer bonita, dos hijas y una madre anciana. Se quejó, además, de vivir volando de Saint John’s (en Antigua) a Codrigton (en Barbuda); de Roseau (en Dominica) a Saint Georges (en Granada). De Fort France (en Martinica) a la pequeña Plymouth (en Montserrat). Estaba cansado de dar vueltas y más vueltas en torno a estas islas.
—Yo debiera hablar perfectamente el español —concluyó—. Mi madre es cubana.
—¿Cómo dijo?
—Mi padre cortaba caña en Cuba. Doce años estuvo por allá. ¿Ha estado en Cuba?
—La visité dos veces. Hace mucho tiempo —respondió el cubano.
—¿Antes de Castro?
—Antes y después.
El pasajero de la guayabera bordada estaba atento a laconversación. Javier lo había advertido y lo venía observando, de reojo, desde el instante en que el hombre orientó el oído izquierdo hacia ellos, tratando de escucharlo todo con mayor precisión. El hindú, sin embargo, permanecía absorto.
—Me gustaría volver a La Habana. Se habla mucho de Castro, de sus atletas, de sus médicos. La batalla que libró por el niño balsero fue tensa y difícil —comentó Javier, alzando el tono deliberadamente, con el propósito de desinformar al supuesto sajón—. Quisiera saber cuánto hay de verdad o mentira en lo que se dice hoy por hoy. Voy perdiendo confianza en cierta prensa.
—Yo estuve en Cuba hace tres años —intervino el hombre de la guayabera, que hablaba español perfectamente—. Soy periodista y trabajo en la Associated Press. Fui a La Habana con un equipo de boxeadores norteamericanos.
—¿Cómo encontró aquello? —preguntó el mulato.
Javier, entonces, giró a la derecha y observó al hombre, que ahora sonreía.
—Creo que he cometido una indiscreción —dijo el desconocido—. Quisiera presentarme… Me llamo William Meredith.
—No se preocupe, Mr. Meredith —dijo Javier—. Hablábamos de Cuba y eso interesa a todo el que vive en el Caribe.
—Resido en Puerto Rico —respondió Meredith.
—Habla buen español. Casi no tiene acento —recalcó Javier—. Supongo que su lengua natal es el inglés.
—A mí me parece un español perfecto —intervino el mulato.
—Conservo algo de mi lengua natal. Soy neoyorquino —aclaró el pasajero—. Pero trabajo en San Juan por más de veinte años.
Javier, satisfecho, lo incitó a hablar de Cuba. El mulato le puso especial atención a la opinión del norteamericano. El hindú, recogidas las manos sobre el pecho, parecía dormir profundamente. Mr. Meredith le dio una larga chupada a su pipa y comenzó a contar sus ya distantes impresiones de Cuba.
—La Habana es bella, hay que admitirlo, pero es muy escasa su vida nocturna, salvo en las cercanías del antiguo Havana Hilton y el moderno Meliá Cohiba
—dijo—.El gobierno ha instaurado controles muy bien disimulados, es decir, posee un mecanismo, apenas perceptible, que está a cargo de lo que ellos llaman Comités de la Revolución. La vigilancia existe, uno la siente, pero no la observa a simple vista. Salvo en el llamado “Centro Histórico”, donde pululan los agentes. Incluso, con perros feroces.
—¿Qué piensan de Castro los cubanos? —preguntó Javier.
—No entiendo su pregunta —respondió el neoyorquino, observándolo ahora con mal disimulada curiosidad.
—El señor pregunta si lo quieren o no —aclaró el mulato, y Javier se sintió agradecido por la intervención.
—La respuesta no es fácil —comentó Mr. Meredith.
—¿Por qué no? —insistió el jamaicano.
—No es fácil para mí, quise decir. Trabajo para la Associated Press. Mi punto de vista está condicionado. No estoy preparado para responderles objetivamente. Javier reflexionó que en aquel hombre, a pesar de
todo, aún quedaba un resquicio de honestidad profesional. Pero, de inmediato, rectificó esa primera reflexión.
¿No estaría jugando un papel que le permitiera ganar su simpatía? El mulato insistió pero infructuosamente, y todo concluyó con un ronquido del hindú que, allá en la cabina, hizo al piloto volver la cabeza y arrancó una imprudente carcajada al elegante distribuidor de hojas de afeitar en el Caribe. El norteamericano, más sosegado, se reclinó en su asiento y fijó la mirada en las aguas azules que la aeronave sobre-volaba. Javier, por su parte, cerró los ojos y se dispuso a descansar. Y el mulato tarareó, por lo bajo, otro calypso, más triste y sensual que el anterior.
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.)
Aragón se perdió. No lo he visto en los últimos tiempos. La panameña que vivía con él me dijo que se habían separado. Dicen que se fue a New York o New Jersey. Yo no sé dónde está, pero sospecho que no anda en nada bueno. Se ha vuelto extraño.
Ingrávidamente, como un pajarito de papel, el pequeño aerotaxi giró en lo alto de Castries. Todavía en las casas de Santa Lucía se observaban las huellas del paso de un ciclón que había ocasionado cuantiosos daños meses antes. Algunos techos aguardaban por su restauración. La vegetación, bastante tupida al centro de la isla, permitía, sin embargo, caudalosos e innumerables saltos de agua cristalina. Era muy escasa la población del interior. Apenas se mostraban visibleslas aisladas viviendas rurales.
Después, el verde intenso cedió al azul costero y, al descender la nave, Javier descubrió a un pequeño grupo de turistas que corrían divertidos por la blanca arena, agitando pamelas y toallas. Entretanto, con suavidad de pluma, la pequeña aeronave tocó tierra, y se detuvo al final de la estrecha pista.
—Me quedo en Castries —dijo el mulato.
—Sigo a La Guadalupe —respondió Javier.
Se despidieron con un fuerte estrechón de manos. El hindú abrió un ojo. Bostezó. Volvió a sumirse en el silencio. Mr. Meredith pegó la frente al cristal de la pequeña ventanilla. El norteamericano despedía un fuerte olor a picadura rociada con miel.
Javier lanzó un vistazo al exterior y observó a un pequeño grupo de jóvenes negros que se disputaban el traslado del equipaje del mulato. En el interior de la chata instalación del aeropuerto, una casita pintada de verde con apariencia de reducida vivienda familiar, vio desaparecer al jamaicano. Consultó, entonces, su mapa de bolsillo. La próxima escala sería Fort de France, en Martinica.
Recostó la espalda al asiento de cuero y revisó mentalmente las últimas instrucciones recibidas.
“—En Guadalupe te estará esperando una mujer
—le había dicho Marcelo—.Esa mujer se sentará a
tu lado en la sala de emigración. No debes hablarle
ni mirarla. Ella pondrá un catálogo en el asiento y se levantará. Lo dejará olvidado. Se trata de una guía para turistas. Tómalo y busca, en ese catálogo, el nombre de un hotel que estará subrayado en rojo. Habrá otros nombres de hoteles subrayadosen colores diversos. El tuyo es el rojo y no otro.Allíte hospedarás”.
Castor en soliloquio
PRINCESITA DE LOS PIES DESCALZOS
Una noche a Gardenia se le ocurrió hablar como los pieles rojas de las películas norteamericanas. Lo hizo con mucha gracia, y se ató a la cabeza una pluma de gallo.
—Cara pálida —dijo—, ahora que luna colgar del cielo, yo querer tú invitarme.
Hablaba con gran solemnidad. Ni una sonrisa se asomaba a sus labios.
—Si no tener dinero —continuó—, Princesita de los
Pies Descalzos enseñar a ti a fabricarlo con cáscaras de huevo.
Gardenia entornaba los ojos al hablar. Y engolaba
la voz:
—Yo querer visitar casa de los sueños de los hombres blancos —confesó. Luego, hizo una reverencia muy graciosa.
Me dio un beso en el portal en sombras. Y nos fuimos al cine.
A ver Picnic.
En Martinica se quedó el hindú. Mr. Meredith seguía a Guadalupe. Javier lo vio consultar su agenda yhacer marcas al margen de una extensa relación de nombres. A ratos, el norteamericano se concentraba en el paisaje.
Parecía cansado, pero no dormía. Sus pupilas inquietas, detrás de los gruesos lentes, se movían incesantemente. Daba la impresión de vivir en un permanente estado de ansiedad. Javier, agotado, se aflojó el nudo de la corbata. Cerró los ojos. Recordó, sin quererlo, a la adorable Marie-Anne:
Tenía la magia y el encanto haitianos. La conocí en Moscú. Acompañaba a un grupo de comerciantes canadienses. Nos encontramos por primera vez en el restaurante del Hotel Budapest. Aquella noche me dijo cosas lindas. Comentábamos las virtudes del Planter’s Punch (ron, angostura, agua de soda, jugos de naranja o de limón y hielito frappé), un coctel caribeño casi desconocido para los europeos. De pronto, Marie-Anne me miró a los ojos y me rogó le permitiera leer mis manos. Y acepté.
Ella se concentró mentalmente. Se mantuvo mucho rato observando la palma de mi mano derecha. Lo que dijo después jamás lo he olvidado. Fue como si recitara un poema. A veces la voz se le quebraba, y trascendía un poco de tristeza muy antigua a sus labios de fino y limpio trazo. Entonces levantaba la mirada y parecía fijar sus grandes ojos negros en un punto neutro donde buscaba mi alma.
“—Has estado jugando con la vida —me dijo Marie-Anne—. Es como si morir no te importara. No veo claro por qué vives así. Se me confunden las líneas de tu mano. Pero sé que te mueve un gran amor; que estáscargado de ternura infantil. Eres como un niño grande.
Alguien capaz de amar con la fuerza de un dios. ¿Tú crees en Dios, cubano? No necesito que lo niegues. Lo veo aquí, lo veo en esta línea curva descendente. Tú no crees en Dios. Pero, crees en algo que llevas muy adentro. Algo que te calienta el corazón. Una pasión secreta. También dice tu mano que algún día, en algún sitio de este mundo, una mujer te mirará a los ojos y te confesará que tú le gustas. Te rozará la piel y sentirás que arde. Y va a quemar tu cuerpo con su cuerpo. Te va a hablar al oído, dulcemente. Te va a decir que ha conocido hombres y más hombres pero ninguno de ellos, a primera vista, le ha provocado fiebres y escalofríos como tú. Esa mujer, cubano, te va a pedir que la ames una noche, no dos ni tres ni cuatro, una sola noche y, después, nunca más. Luego te va a leer la mano sin preguntarte si la amas. Amar es otra cosa.
Y tú lo sabes”.
Dormimos juntos una sola noche. Tenía tersa la piel y sonreía, con los ojos cerrados, mientras yo le besaba el cuello de gacela, los pechos pequeños y redondos, el vientre duro que subía y bajaba agitado por la fuerza del deseo. Marie-Anne pronunciaba, entre dientes, frases amorosas en francés. Palabras que nunca alcancé a interpretar. Apenas sonidos, breves y suaves, que se transformaban en suspiros. Y una mirada en blanco. Un estremecimiento inusual.
Al día siguiente, cuando la luz entró por la ventana, ella estaba dormida. La sábana blanca le cubría la mitad del cuerpo. En la mitad visible descubrí una herida. Una profunda cicatriz encarnada. Y cuando despertó, sorprendida de verme observándola,secubrió la herida y me dijo:
“—Es una historia larga. Se la agradezco a Papá
Duvalier. Haití es un país maravilloso. Pero Papá no admitía oposición. Yo tenía veinte años, amor, ahora tengo treinta y llevo ocho viviendo en el exilio. Estoy marcada por dentro y por fuera”.
Cifrado
Castor llegó a Guadalupe
sin inconvenientes.
Gente amiga detectó en aeropuerto
de Pointe-à-Pitre a sospechoso,
presunto turista norteamericano.
No fue posible verificar si efectuaba chequeo.
Noticias de Miami. (Carta de Miriam.)
Sarita me escribió. Dice que a lo mejor ella y Pepín se dan su vueltecita por aquí. ¿Cómo siguió Angelita? De Aragón no sé nada. Alguien me dijo que se fue a Texas. Puede ser. Aquí la gente, de pronto, se esfuma. Van buscando un lugar donde plantar su tienda. Yo soy un caso raro: me quedé en Miami.
¿Adónde voy a ir?
Ya instalado en el segundo piso del Hotel Salako, Javier hizo un recuento de lo acontecido desde su llegada a Guadalupe, cuatro horas antes.
Mr. Meredith había abandonado el aeropuerto sin
demora, y le dijo adiós deseando que volvieran a encontrarse. En el salón de gran cristalería, mientras observaba el ir y venir de numerosos grupos de viajeros, una mujer se acercó y se sentó a su diestra. Era pequeña de estatura. Tenía el pelo duro y rubio. Vestía a la manera de los estudiantes: tenis azules y un pantalón vaquero ajado por el uso.
Javier no la miró de frente. La sintió trajinar en un bolso de cuero. Cuando ella se marchó, dejó abandonado en el asiento un pequeño catálogo turístico. El recién llegado extendió el brazo, lo tomó y lo hojeó indiferente.
Descubrió el nombre del hotel Salako, subrayado con un centropén número dos.
Salió a la calle y tomó un taxi. Ahora estaba en su cuarto (el número 246), esperando el contacto que Marcelo le había prometido, para marchar después al encuentro con el hombre de Pepín.
La habitación era fresca y amplia. Tenía una terraza que daba al mar. A seis kilómetros (según verificaciones realizadas en el camino) estaba el centro de la capital.
Y a siete, aproximadamente, el aeropuerto de Raizet, adonde había arribado esa mañana. Por la reducida pero moderna instalación aérea, en caso de emergencia, podía intentar la fuga hacia Les Saintes, María Galante o Saint Barthelemy, pequeñas islas situadas en las proximidades de La Guadalupe.
Para aliviar la tensión de la espera se sentó en la
terraza. Un pequeño sendero, entre las rocas, conducía a la playa. Cruzaban, a lo lejos, las lanchas que arrastraban parejas de turistas sobre esquís acuáticos.
En torno a la piscina, como lagartos expuestos al sol,tostándose la blanca y suave piel, un grupo de jóvenes francesas.
Se cubrían los ojos con toallas de mano de colores
oscuros. Algunas sólo conservaban una de las dos
piezas de sus brevísimos biquinis. Los pechos los
dejaban a merced del aire tibio que venía de la costa. En el horizonte, como el lomo de un paquidermo que dormita, se levantaban las elevaciones arboladas de María Galante.
Estaba absorto en la contemplación cuando escuchó ruido a sus espaldas. Se incorporó de un salto felino. Una joven negra, vestida de rosado suave, estaba entrando a la habitación. Llegaba con jabones, sábanas y fundas. Saludó en francés. Salió un momento. Volvió a entrar, esta vez con una pequeña aspiradora. Javier encendió un cigarro y regresó a la terraza.Apoyó los codos en la baranda de aluminio. Un dolor sutil, punzante y fugaz, le recorrió la espada. Se enderezó lamentándose del pésimo estado de su columna vertebral, sobre todo a la altura de la región sacrolumbar, que nunca había vuelto a ser la misma desde aquel día cuando en un violento partido de basquetbol intercolegial, sufrió una colisión fortísima con uno de los integrantes del equipo contrario que lo aventajaba en estatura y corpulencia.
La humedad y el cansancio natural del viaje le habían hecho resentirse de aquel padecimiento. Pero bastaron unas extensiones, a derecha e izquierda, para que la punzada desapareciera y volviera a respirar profunda, satisfactoriamente, el aire que la playa lanzaba hacia la tierra.
De pronto, el ruido de la aspiradora cesó y la doméstica se marchó sin despedirse. Llegaban a la arena los primeros anticipos de un aguacerito tropical. El aire, ahora más fuerte, batía los penachos de los cocoteros. En el horizonte, una cortina de agua cada vez más compacta avanzaba rumbo a la costa.
Los bañistas iniciaron el éxodo. Se dirigieron, apresuradamente, a las instalaciones bajo techo distribuidas en torno a la piscina. Un pájaro picoteaba aprisa, en un rincón de la terraza, una blanca migaja de pan.
Y Javier, de nuevo, entró a la habitación. Se dejó
caer sobre la cómoda butaca que le permitía tener al alcance de su mano dos cosas importantes en esos momentos: un cenicero y un teléfono. Observó el reloj. Comprobó que marcaba las once y cincuenta y seis minutos. Exactamente cuatro minutos después, a las doce del día, resonaron dos timbrazos, pero el cubano no levantó el auricular.
Se hizo un silencio tenso. Después, tal y como estaba previsto, el timbre resonó de nuevo y volvió a silenciarse. Había llegado la hora de bajar y, entre los visitantes y los huéspedes de la instalación, contactar con alguien que traía instrucciones concretas del mando superior. Alguien queconocía perfectamente las circunstancias y los peligros de esta visita a Guadalupe. Alguien que esperaba por él, puntual y oportunamente, para confirmarle que todo marchaba según las previsiones trazadas en La Habana. Alguien, en fin, que venía a recordarle que no estaba solo ni desamparado, muchos menos abandonado a los avatares de su suerte, en el otro extremo del Caribe.
Castor en soliloquio
AJUSTE DE CUENTAS
De pronto experimento la necesidad ineludible de recontar los pasos que me han conducido a este lugar. Comenzar por el día que Aurelio me habló, por vez primera, de su amigo Marcelo (Demonio) Quintana, condiscípulo de sus días del preuniversitario, cuando nadie se atrevería a predecir qué harían en la vida al llegar a la edad de las definiciones.
“—Marcelo es oficial del MINIT” —me comentó.
Días después hizo otro comentario, al parecer sin
intención alguna, haciéndome saber el interés de Marcelo por conocer detalles del trabajo de perfumería, pues estaba preparando una tesis que culminaría sus estudios elementales de Química, una asignatura de laboratorio esencial para su trabajo investigativo.
Dos semanas más tarde el oficial me visitó. Y fue
claro y preciso: debido a mi trayectoria revolucionaria se le había autorizado a informarme de una situación de peligro para el país. Desde el exterior se fraguaba un sabotaje terrorista contra una planta de glicerina. Viajaría a Cuba, clandestinamente, un enemigo experto en este tipo de misión. Mi participación consistiría en dejarme “reclutar” por una red ya constituida en La Habana que colaboraría en ese propósito. La red había sido infiltrada por los órganos de la Seguridad.
Ese mismo día acepté su proposición de convertirme en el agente Castor (J para los complotados) y juré acudir a cualquiera de los destinos que se me convocara para desarticular el plan enemigo.
Poco después se inició mi “carrera” como agente de la red establecida en La Habana por Pepín Torres, un ingeniero que desde el extranjero no cesaba de actuar contra instalaciones productivas del país. Mi primer contacto, nada casual, pues todo fue diseñado por Marcelo, se produjo con Álvaro Zenón, en la playa de Santa María, donde reside este viejo funcionario de numerosos regímenes gubernamentales anteriores. Sonia, su hija, había sostenido relaciones amorosas con Marcelo, pero todo se frustró a causa de la oposición de la madre, actualmente fuera del país.
El viaje a La Guadalupe fue también obra de Marcelo. Me soltó como carnada para que hombres de la red enemiga, establecidos en el exterior, me contactaran en Pointe-à-Pitre. Ahora, veremos cómo funciona todo. Estoy preocupado. Es mi primera misión como agente de la Seguridad cubana.
Tengo la impresión de que fui seleccionado para esto por mi condición de hombre soltero. Ofelia, por supuesto, nada sabe. Pero, en este instante de tensión, son muchas entre las mujeres que amé las que me vienen a la mente, sin desearlo, a veces negándome a ser centro de nostalgias y recuerdos ya lejanos.
Castor en soliloquio
EVOCACIÓN DE VALIA
Tomó un copo de nieve y lo deshizo, frotándolo en sus manos. Vi brillar, en el aire, sus intensas pupilas azules. Preguntó si quería patinar o esquiar. Sus ojos apuntaron a una pista cercana y a unvado rodeado
de abedules, donde la luz del sol parecía artificial. Moscú era una fiesta aquel día. Luego nos asomamos a una pequeña fuente. El agua se había congelado y observé su rostro reflejado en el hielo. Un rostro de ángel asomado a un espejo. Más azul la mirada que otras veces. Trigo tierno su pelo. Polvo de magia y oro en las mejillas. Y en el lírico otoño su sonrisa, eternamente moscovita…
El vestíbulo del Salako era un hormiguero. Entraban y salían grupos de veraneantes. En la carpeta coincidían los guías de diferentes excursiones europeas. Se hablaba en inglés, francés, holandés, alemán… Ni una sola palabra en español. Y había blancos, negros, asiáticos, mulatos. Javier, por su parte, buscó un sitio en el sofá situado al centro del salón, de cara a la puerta principal, y allí se sentó. Sacó un habano y le quebró el anillo de fino papel. Frente a él, impasible, una pelirroja, ya madura, leía una novela de John Updike.