Agnes - Marisa Liliana Dalla Costa - E-Book

Beschreibung

Un diario personal de tapas negras revela la historia de Agnes, una joven italiana que huyó de la Segunda Guerra Mundial en un viaje en barco desde Génova hacia la Argentina. Extrañando a su familia, aún sacudida por los desastres de la guerra, aferrándose a la religión, ella tuvo que ganar fuerza para enfrentarse a los mandatos que pesaban sobre una mujer de su tiempo. No sabía que al hacerlo abría una brecha de libertad para las generaciones siguientes. Esta primera novela de Marisa Della Costa es un éxito de ventas y de crítica en Italia y en varios países hispanohablantes.

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Seitenzahl: 350

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Marisa Liliana Dalla Costa

Agnes

 

Saga

Agnes

 

Copyright © 2012, 2022 Marisa L. Dalla Costa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726987690

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

La brisa primaveral me golpeaba en la cara como con manos aterciopeladas. Profundamente absorta en mi paseo entre cerezos, no advertía que estos árboles me mostraban tímidamente sus primeros capullos blancos. Esperaban, tal vez, una orden suprema para explotar en abanicos blancos de gran pureza.

Mis perros correteaban divertidos tras una mariposa, y de repente una gran nostalgia me asaltó, un sentimiento de gran fuerza, una tristeza profunda. Me invadieron recuerdos de momentos pasados con los que me amaban de pequeña. Alejé estos pensamientos que raras veces me afectaban. Desde hacía años que vivía en el extranjero y había hecho parte mia esta sociedad en la que me identificaba.

 

Me acordé de golpe de mi tía Agnes, quien siempre me decía que vivir en el extranjero era como vivir dividida en dos partes, raíces viejas que te sostienen y otras nuevas que te nutren.

Solía decir —cuando estoy en Italia echo de menos Argentina, y cuando estoy allí siento que la nostalgia me derrota.

 

Pensaba, mientras caminaba, que, viviendo también esta experiencia, quizás, yo como ella, echamos de menos nuestra infancia, o el haber dejado de ser niños muy de prisa. Era probable que no tuviera nada que ver con el sitio o lugar geográfico, solamente con nuestro ser en relación con los demás.

 

Mientras seguía con mis reflexiones, llegando a casa, me encontré con la noticia de que tía Agnes había muerto, había partido durante el sueño, su corazón se había detenido.

Como no respondía al teléfono ni abría la puerta, rompieron una ventana y allí la encontraron en su cama, en el primer piso de su casa que tantos recuerdos aprisionaba.

 

Se había ido una presencia fundamental en nuestras vidas, nos había dejado a nuestros destinos.

 

Lo único que me inquietó fue que habían encontrado su diario donde custodiaba sus secretos de una vida, donde expresaba sus reflexiones. Esa historia personal pasó de mano en mano entre los primeros que acudieron, que arbitrariamente junto a no sé qué cura, decidieron quemarlo. ¿Por qué? ¿Qué encerraba? ¿Qué misterios ocultaba? ¿A quién perjudicaba?

 

Esta decisión me ofendió. Qué derecho tenían sobre sus cosas. Su historia era la nuestra y nos pertenecía, pero no contaban con la astucia de nuestra tía.

 

Una semana después, el cartero me entregó un paquete. Dentro, un cuaderno de tapas negras con infinitas hojas escritas a mano. Vi en el acto su letra. Una nota en italiano la acompañaba: “Condivido con te i miei pensieri, falli volare al vento”

 

No pude velarla, pero la soñé muchas veces y la sueño aún en momentos de dificultad, donde me acompaña y me protege como hacía cuando éramos pequeños.

1950 - ITALIA

En el puerto de Génova los emigrantes se acomodaban como podían, esperando que se les diera la orden de subir a bordo. Algunos, extremados por el largo viaje en ferrocarril, se sentaban en sus valijas de cartón. La espera era interminable. Aguardaban mudos, agotados, pero internamente inquietos.

Agnes, con sus 18 años apenas cumplidos, no se sentía cansada. Toda esta aventura la excitaba. Habían salido de su pueblo dos días antes y la despedida había sido bastante traumática. Su madre lloraba, no se resignaba a estos hijos que iba perdiendo poco a poco. Seis años antes había perdido a su querido hijo Giuseppe, el tétano lo había destruido y con él había partido su alegría. Luego fue el turno de María, la hermana mayor de Agnes, quien después de dar a luz a su hijo, murió a causa de una infección en los senos.

La guerra, las desgracias y la falta de trabajo habían hecho emigrar el año anterior a su hermano Rino. Su madre que adoraba a este hijo alegre, que le cantaba serenatas y bromeaba con ella todos los días, le había provocado un silencio interior, y ahora, ver partir a otros dos hijos más, la colmaba de obligada resignación. Según ella sus pecados eran la causa de tanto desgarro, así que los rosarios se volvían infinitos para cerrar una herida que no cicatrizaba. ¿Pero qué pecados podría tener tan dulce mujer? Luigia era amable y bella, sin embargo, el duro trabajo en el campo le había hecho perder su encanto, aunque en sus formas regordetas se adivinaba una hermosura sin igual.

Para Agnes, este viaje le significaba empezar una nueva vida. Por fin podría dejar las desilusiones y la pérdida del honor que le habrían significado quedarse en su pueblo. Cuando su hermano Rino les escribió a las hermanas para que viajaran, ella aprovechó la oportunidad que el destino le ponía.

Junto a su hermano Félix, esperaban su turno en el muelle, mientras a empujones llegaba gente de todas partes. Algunos no se comprendían ni siquiera, infinidad de dialectos se enredaban en tonalidades torcidas, incomprensibles. Mujeres, niños y algunos muchachos muy guapos le daban una ojeadita disimulada.

Ella había heredado el aspecto rubio de su madre, la cara redonda, como también aquel semblante austríaco que tenía su familia. Una apariencia elegante, como la de aquellas actrices americanas que había visto en el cine del pueblo. ¿Tal vez, lo habría heredado de su abuela crecida en un orfanato? Cuántas veces aquella anciana de ojos claros se habría preguntado quién seria su madre. No se resignaba a haber sido abandonada en una puertita giratoria, símbolo de un período que escondía identidades, donde mujeres jóvenes dejaban a su destino criaturas indefensas para no deshonrar a las familias. ¡Pobre abuela! –pensaba. Su historia moría en el orfanato de Vicenza.

Agnes contemplaba la nave. Rino, por carta, le había contado algo sobre su experiencia, pero ahora, verla allí, con su sirena aullante, le parecía imponente. Sus oboes como ojos, les vigilaban, les diminuía. Este enorme monstruo marino los comería como en aquellas historias que, en las tardes de invierno, su abuelo le contaba frente al fuego. Ella lo observaba todo, cada gesto, cada color, cada olor que emanaba de hombres con horas de viaje y con deudas de sueño.

De repente la rampa de la 1° clase descendió silenciosa y un desfile de colores, perfumes, aromas, gestos inundaron el aire. La gente que antes murmuraba, a veces a gritos, quedó callada. Mujeres elegantes subían con mucha gracia, zapatos de tacón de cuero de víbora, sombreros de alas pequeñas, medias de seda que desde antes de la guerra no se veían, cigarreras de plata y joyas por doquier... y qué decir de las maletas, maletillas, baules, sombrereras, un sinfín de objetos de lujo que hicieron abrir la boca y los ojos a más de un emigrante. Fue entonces, que supieron, que sus sueños se harían realidad. Esto encontrarían en América, este brillo los cegaba y les llenaba de esperanza.

Agnes se acomodó su vestido dominguero, se había puesto lo mejor que tenía, le dolían los pies. Las medias de seda que había conseguido en el mercado negro se le habían roto, pero sabía que con su destreza con la aguja podría arreglarlas sin que se notara. Tantos años de costura con las abuelas la habían preparado para cualquier eventualidad. Su sueño era el de poner un taller de prendas de punto y sabía que, Argentina, país generoso con los inmigrantes se lo permitiría.

Cesare, su hermano mayor, se había encargado de enviar su máquina de tejer, que encontraría al llegar a Buenos Aires. Una vez en el puerto, Rino la retiraría, tal vez pagando una coima, porque el peso era mayor del que se les exigía por inmigrante. Su máquina era su pequeña fortuna, sobre ella se depositaba su futuro. Viajar con un oficio era imprescindible para arraigarse en el nuevo mundo. Su familia lo sabía, de modo que, como buena usanza veneta, cada hermano, cada uno de los 4 integrantes que quedaba en patria, contribuyó con sus ahorros para comprar esta máquina de tejer alemana, que mucho les había costado, pero que le garantizaría a Agnes un trabajo seguro.

Mientras contemplaba las elegantes mujeres, se imaginaba los trajecitos que tejería para otras como ellas y trataba de adivinar las medidas. Con ayuda de su imaginación copiaba los modelos, para poder ofrecerles a sus futuras clientas.

Después de largas horas de espera, les tocó el turno a ellos. Todos subieron a la nave. La despedida de los que se quedaban era desesperada, algunos lloraban, otros reían y saludaban con promesas de cartas y de no olvidar momentos pasados.

La multitud abordaba con sentimientos encontrados, queriendo subir de prisa. Flotaban en el aire llantos, por no volver a ver a las personas queridas y esperanzas de reencuentros

Agnes y su hermano Félix estaban solos, nadie había podido ir a despedirlos. Ya había sido difícil conseguir el dinero para pagar el viaje en tren más el pasaje en la nave, por lo que esta despedida les fue ahorrada, si bien aún veía a su madre en un sollozo ahogado.

Presentaron todos los papeles necesarios, el pasaporte y el pasaje; un enorme papel madera, con sus datos escritos con una máquina de escribir con la e desperfecta.

Una vez en cubierta, se dirigieron cada uno al sector correspondiente, mujeres hacia una parte, hombres hacia otra.

Agnes entró en su camarote junto a otras mujeres con niños, era un compartimiento pequeño con 6 literas, donde lo único que daba privacidad era una cortinita de lona, donde podría, durante este largo viaje, dejar que su fantasía y sus recuerdos viajaran más veloces que el Santa Cruz. Acomodó sus cosas y volvió a cubierta, no quería perderse la salida del puerto. No comprendía cómo este monstruo marino, tan pesado, podría moverse y maniobrar. De modo que Agnes se acomodó donde pudo, un poco a empujones, encontró un sitio en la proa, hasta que la sirena rugió... y rugió por interminables minutos. Los abrazos fueron eternos, las despedidas dolorosas. El barco empezó a moverse. Las miradas se fueron alejando, tratando de divisar en la distancia el pueblo que los había cobijado, queriendo robarle aún otro poquito de calor hogareño, que a medida que la nave salía del puerto, se enfriaba. El desarraigo se iba apoderando del corazón.

La multitud agitada, fijaba con obstinación la ciudad, casi como para recoger con mayor nitidez la tierra que se alejaba, o tal vez, para divisar una cara amiga o la última sonrisa forzada o el llanto ahogado.

El Santa Cruz giró la proa hacia el suroeste. Iba buscando el sol, que desapareció en un atardecer de fuego. Con tintas degradé, de a poco envolvió Génova, disimulando los ariscos y abruptos perfiles de los montes de la ciudad.

Desde la colina, las campanas de la Basílica de Carignano, tañieron golpes lentos, como enviando un saludo más a cada emigrante, resumiendo en un metálico llanto un único adiós.

Génova se alejaba. El anochecer se empecinaba en ocultar la ciudad durmiente. A lo lejos, luces se iban encendiendo como ojos inquietos. El silencio ensordecedor incumbió a bordo.

Agnes se acomodó en su litera, tratando de vencer el miedo y la incertidumbre. Una mujer napolitana, reclamaba con insistencia su aposento y volaban acusas que el capitán hizo callar al instante. Agnes se acurrucó y de su bolsa sacó las cartas de su hermana, de su madre, de sus amigas que leyó una y otra vez, hasta que el calorcito de casa la acunó. El silencio reinó, las lámparas eléctricas se apagaron y el Santa Cruz navegó tranquilamente bajo un brillo de luna que lo acogía...

 

Agnes se levantó con las primeras luces del día. Se había despertado llena de optimismo y pretendía gustarse toda la aventura, se sentía libre. Se consideraba una mujer de mundo como muy pocas, y esta contingencia le pareció como la de aquellas narradas en las historias de “Las mil y una noche”.

Fue en busca de su hermano para desayunar juntos en el gran comedor, donde infinidad de camareros desfilaban con dulces recién sacados del horno. Agnes no había visto tantas bondades juntas, qué lejos habían quedado sus desayunos de pan seco mojado en leche recién ordeñada. Se sintió una princesa.

El Santa Cruz empezó a atravesar el Golfo del León, donde las olas empezaron a brincar y a levantarse con sus crestas llenas de espuma blanca. La nave les fue indiferente y los pasajeros respiraron aliviados. Se contaban historias de furias implacables y de vientos castigadores, pero esta vez el temido viento Maestral les ahorró el mal trago. De repente, una espesa niebla envolvió la embarcación y se navegó lentamente internándose en la blanca nube evanesciente.

El grito quejoso de la sirena, que advertía a los otros barcos que pasaban, creaba un clima tenebroso. Agnes sintió miedo, y se abrazó a su hermano que la protegió riéndosele un poco, aunque en su interior el susto lo había paralizado. La niebla no duró mucho, y el sol enseguida apareció e iluminó también los ánimos.

Los más expertos, empezaron a mostrar los Pirineos y a describir cabo Creus y San Sebastián. Ya en Cataluña, los genoveses empezaron a comparar sus costas con su amada Liguria —¡Menos colinas! —decían. Los Pirineos abrazaban en un arco gigantesco la ondulada provincia de Gerona, llena de pueblitos anidados entre viñedos y plantas de naranjas, olivares, la llamada costa de los Ángeles, bañada por un mar generalmente tranquilo.

La campanita sonó, invitando a todos al desayuno. Agnes y su hermano dejaron de contemplar el paisaje y disfrutaron del alegre movimiento hacia la sala.

Algunas señoras salían muy perfumadas de sus camarotes, los niños correteaban, los hombres se contaban los viajes anteriores o las hazañas en tierras extranjeras.

Agnes no dejaba de mirar cada rincón de la sala, sus grandes ventanales, mojados de vez en cuando por alguna ola caprichosa, los cortinados de seda a rayas azules amarillas y blancas. Espejos enmarcados en tintas doradas y sillones bordados en sedas azuladas haciendo juego. En su mesa, reinaba el silencio, sólo interrumpido por el tintinear de cubiertos y de vasos. Por suerte, la mujer napolitana estaba en otra mesa, por supuesto que ya discutía con el camarero. Un muchacho de ojos profundos la miraba desde el mostrador. Agnes retiró la vista y enrojeció. No quería saber nada de hombres, por el momento gozaría de su viaje y se prometió a sí misma, que ningún hombre más le quitaría ni el sueño ni la ropa. Con timidez y con rudos modales su hermano empezó a desayunar con voracidad, como queriendo quitarse el hambre de décadas. Agnes trató de calmarlo con algunos pellizcones debajo de la mesa. Un viejo señor friulano con bigotes como cepillos, se le sentó al lado. Enfrente suyo, un joven piamontés, alto, corpulento y de pocas palabras. Completaban la mesa un periodista de aspecto señoril y una mujer con su niño pequeño.

El friulano rompió el silencio:

—¡Buenos días señorita! ¿Qué la lleva a Buenos Aires?

Tanta belleza creará encanto en los salones de Buenos

Aires —refirió

—No voy a Buenos Aires —dijo Agnes tímidamente. Me esperan en Córdoba —agregó.

—¿En la Docta? —inquirió riéndose, moviendo sus bigotazos.

—¡Ciudad de grandes oportunidades! —exclamó el periodista.

—Voy a poner un atelier —murmuró tímidamente Agnes.

—Veo finas manos obreras —dijo el viejo señor, tocándole las manos a Agnes, quien las retiró de inmediato devolviéndole una mirada de reproche.

El periodista interrumpió su protagonismo conduciendo al friulano hacia una conversación más personal.

—Y usted hombre de carácter ¿qué lo lleva a Buenos Aires?

—Trabajo allí, soy cazador de noticias y durante el tiempo libre vendedor de corbatas, dos ocupaciones, que créame usted caballero, a veces se llevan muy bien una con la otra. Si supiera usted de las cosas que me entero.

—Bueno, puedo decir que tenemos algo en común —dijo el periodista.

—Es que ¿es también vendedor de corbatas o el oficio de la pluma le ha conquistado a usted?

—Riéndose le dijo: ¿no ve acaso mis manos manchadas de tinta? ¡Qué va! En realidad, no me separo de mi pequeña máquina de escribir portátil. En este momento estoy yendo hacia Marruecos, en busca de noticias de las más extravagantes para un periódico romano. Los jaques árabes con sus escaramuzas y sus acuerdos no muy diplomáticos crean siempre noticia.

—¿Y usted jovencito? —se dirigió hacia el muchacho piamontés, rubio y de piel curtida, que acababa de llevarse a la boca, un pedazo de pan con mermelada. Este casi atragantado respondió:

—Soy Piamontés y me voy hacia Chubut, voy a trabajar a una estancia. Me encargaré de las ovejas. ¿Sabe? Soy bueno para esto, las conozco y sé conducir los perros.

—No tenemos duda de ello jovencito, se lo ve muy bien puesto. Sin embargo, ¿sabe que allí el clima es bastante rígido?, por lo que dicen.

—Bueno, donde hay ovejas generalmente lo es. La paga es buena, podré ayudar a mi familia que queda aquí — exclamó.

Félix, a quien el discurso le interesaba y que ya había satisfecho sus primeros instintos de hambre, se unió a la conversación. Él conocía de animales, hasta hacia unos días se había encargado de las vacas y comprendía perfectamente sus exigencias y su cuidado.

Por lo que venciendo su timidez dijo:

—Piense usted que el frío del invierno pasado no permitió que mis vacas produjeran leche —exclamó enrojecido por su astucia, no era un gran conversador.

—Sí, —dijo el friulano, el clima no ha ayudado en estos tiempos y qué decir de la política. El gobierno no ha tenido mejor idea que mandar a sus hijos al extranjero para dar respiro a una economía que no parte.

—Yo me voy porque aquí no hay trabajo —exclamó Agnes pensando que nadie la echaba de su pais.

—Eso es lo que nos hacen creer jovencita, para poder resurgir después de una guerra. En Roma han comprendido que la única manera es mandar a trabajar al extranjero para que las riquezas vuelvan al pais, y mire como han alquilado naves para enviar a la gente afuera. Ya ha visto usted que ésta, sobre la que estamos, es de bandera panameña. ¡Fijese, fíjese!

—Bueno, claro —salió en su defensa el periodista, acomodándose sus anteojitos pequeños—, es sabido también que, en 1946, la Delegación Argentina estipuló un acuerdo con el gobierno italiano para seleccionar emigrantes. Pero querían manos especializadas, profesionales, —prosiguió como queriendo justificar, no es solamente Italia.

—Sí claro, no querían que se repitiera lo de la otra emigración, como bien sabrá usted, pero pasó lo contrario. En 1947 hubo algunos casos de trabajadores, o que se hacían pasar por tales (muchos llevaban bastante capital), que aprovecharon de la situación para salir del país.

—Fíjese que la prensa en Buenos Aires señaló que muchos de los presuntos trabajadores eran fascistas y colaboracionistas, y que el gobierno argentino había aceptado de buen gusto porque formaban parte de los “elementos de orden”. Además, fíjese usted, el gobierno argentino pretendía establecer precedentes de los emigrantes a través de su consulado en Nápoles. Éste, a su vez, se basó en los informes de la Democracia Cristiana y del Movimiento Social.

—Claro que el gobierno peronista no quería “indeseables”, que eran los que pertenecían al partido comunista o a los que simpatizaban con lo partidos de izquierda, “anarquistas y subversivos” —exclamó moviendo los mostachos, apoyándose sobre la mesa.

—Y… ¿se habla de esto en Buenos Aires? pensé que la prensa recibía con entusiasmo a estos inmigrantes, a diferencia de otros países. En Marruecos hay infinidad de emigrantes, allí sí que es gente adinerada que por una razón u otra, generalmente de caracter político se refugia en esas tierras.

—Bueno, sí, la prensa recibe con agrado a los emigrantes. Por ejemplo, recuerdo que se habló muy bien de un industrial boloñés, creo Carlo Borsari, que, por cuenta del Ministerio de la Marina Argentina, más o menos a finales del 48, se mudó a Tierra del Fuego. Se llevó allí casi a mil obreros, muchos técnicos, incluso todo tipo de herramientas y máquinas. En resumen, todo lo necesario para crear una ciudad. Pero si no recuerdo mal, la prensa denunciaba la presencia mayoritaria de fascistas, hasta se dijo que hubo un desfile de camisas negras por el centro de Ushuaia. Dicho desfile fue efectuado por los recién llegados. Según los italianos se había realizado con la camisa de trabajo. ¡Vaya a saber usted! Acuérdese que a los simpatizantes del difunto régimen fascista por “pasado político y falta de trabajo”, no les quedó otra que partir.

—Bueno, sé que el proyecto argentino era legado a la modernización y al desarrollo de la industria argentina, a través de la importación de técnicos y a transplantar empresas europeas con sus propios obreros especializados. Pero también tenían la voluntad de poblar un territorio desolado y casi desierto como la Patagonia —ironizó el intelectual.

—Qué decir de la política inmigratoria confusa y caótica del gobierno peronista. Claro, todo formaba parte de un esquema de colonización que confirmaba la conocida máxima alberdiana: “gobernar es poblar”. Y mire usted qué jovencita se están llevando —dijo el friulano mirando a Agnes sin disimulo.

La mujer con el niño que hasta ese momento no les había dignado de una palabra, interrumpió su tarea con el mocoso, que de por sí le daba mucho trabajo, y exclamó:

—Yo voy a Buenos Aires para casarme, ¿sabe?, soy viuda. Me espera mi futuro marido. Hace unos años que trabaja allí, y en sus cartas me dice que la capacidad italiana de trabajo es muy apreciada. Además, en mi pueblo escuchaba siempre la radio, y no se cansaban de repetir que como verdaderos italianos tenemos que llevar nuestras capacidades de Nación fundada en el trabajo y en la dedicación, —y mientras lo decía se enorgullecía, y sé que mi Giuseppe lo está haciendo.

—Este es el nudo del asunto, querida señora. Usted ha tocado el punto crucial —exclamó el friulano. Ve caballero como la sabiduría popular sin vueltas de palabras da en el clavo —dijo, mirando agradecido a la joven señora, que sin entender nada lo miraba. Con esa certidumbre de quienes creen tener la verdad, prosiguió, indiferente al resto de los comensales. En cualquier cine italiano, preciosas películas propagandistas, usando poderosas armas ideológicas y lo mejor en ciencia-ficción, mostraban a los pobres ingenuos espectadores que el italiano en el extranjero era el protagonista de la colonización. Era la misión a la que se estaba llamado. El joven trabajador debía demostrar al mundo el “genio italiano”. ¡Imagínese usted! Después de ver escenas de vida cómoda y de trabajo seguro, familias sonrientes, casas con comodidades por doquier, etc. Cada uno salía del cine con el deseo de formar parte de esta historia y de esta misión italiana a la que se les llamaba, y aquí nos tiene a todos. Usted jovencito se va a Chubut para acarrear ovejas. Nosotros sí que somos un buen rebaño —expresó emitiendo una rumorosa carcajada tirándose hacia atrás mientras se peinaba los bigotazos.

—Tiene razón usted, pero esta circunstancia fue muy bien aprovechada, sobre todo por aquellos que de cruzar el océano por misión no tenían ni la mínima intención.

—Pero ¿de quién habla usted? —murmuró curioso el viejo friulano.

—De los jerarcas fascistas, de quién iba a ser, y de sus amigos curas, claro está. ¿Sabe usted cuántos utilizaron la llamada “via del convento”? Jefes fascistas que contaban con la protección del Vaticano. Era muy conocido el trabajo del Instituto Salesiano en Génova, horneaban trabajadores y técnicos especializados sin vergüenza, entraban jerarcas y salían obreros.

—Ni me lo diga usted —exclamó, toda la prensa en Buenos Aires habló de este hecho; los antifascistas estaban que ardían. Imagínese encontrárselos de nuevo allí.

La discusión se había adensado, y Agnes empezaba a aburrirse, no le interesaba la política y menos estas discusiones sobre fascistas y no.

Ya en su casa se había tenido que usar el carnét fascista para mendigar por un pedazo de pan y estos recuerdos la entristecían.

Se disculpó y levantándose de la mesa se dirigió hacia cubierta, los demás la siguieron.

 

Felix hizo amistad con el pastor, encontraba en él las mismas pasiones. Se entendían mejor con los animales que con las personas, ellos sí que sabían ser agradecidos. Le contó de su hermano mayor que había muerto de tétano, por trasquilar unas ovejas, se había cortado con las tijeras y de este pequeño tajo le había entrado la muerte, dolorosa por cierto. De manera que pasaron el día hablando de animales, herramientas, vida al aire libre, sueños de aventura en tierras inóspitas.

Ya todos en cubierta, se fueron desparramando. Unas horas más tarde todos se fueron asomando hacia la costa, intentando reconocer los primeros perfiles de Barcelona, que se divisaba en el horizonte.

Con discreción el Santa Cruz pasó lentamente bajo el fuerte amenazador del Monjuic. Echó el ancla en el puerto de Barcelona y enseguida se vió rodeado de barquitos, que parecían de papel, desde donde gritaban los vendedores de fruta, de sandías, de gaseosas, de vino, ofreciendo todo tipo de mercancía a los emigrantes. Izaban los productos a bordo en cestos bien acomodados, agarrados en largos palos. Otros, vendedores de postales, zapatillas de tela, peinetas y peinetones, invadieron la nave en un estruendoso jaleo. Entre gritos y confusión los guardias de la aduana española se gustaron sus cervezas indiferentes al barullo.

 

Mientras atardecía, la estatua de Colón dejaba de mostrar el inicio de la característica Rambla de Barcelona. Algunos pasajeros descendieron; un frayle dominicano, unas guapísimas andaluzas saludadas por algunos hombres, que babosos, las acompañaron hasta la escalerilla.

—¡Adiós!

—Arrivederci cara! Buon viaggio!

 

El periodista que iba a Marruecos se acercó a Agnes y le dijo:

—¿Ve usted señorita a aquellos muchachos con andar sospechoso? les llaman polizones.

—¿Cómo? —exclamó Agnes sorprendida.

—Polizones es el nombre que se les da a los viajeros clandestinos. Suben a bordo, aprovechando de la confusión de los puertos y se esconden en las carboneras, en las bodegas, en cualquier lado. Cuando la tripulación les descubre, se los pone al servicio y si falta personal y tienen ganas de trabajar, se los lleva hasta destinación. En caso contrario se los deposita en el próximo puerto. Ellos esperan otro buque y así viajan. Son capaces de realizar largos trayectos sin pagar una lira, como polizones claro está.

—Yo les llamaría vagabundos del mar —dijo Agnes

—Si supiera usted qué conocimientos del mar tienen y a veces, hasta prefieren una nave u otra, un capitán a otro. Son grandes conocedores de humores y de vida a bordo.

El día después Agnes, ya en cubierta, se acercó a su compañera de mesa. Esta mujer silenciosa escondía grandes pasiones, por lo que se aproximó a ella.

Echaba de menos a sus amigas, sus charlas y aquí el tiempo no pasaba más. Mientras el niño jugaba con su caballito de madera, las dos mujeres abrieron sus corazones.

Agnes sonriente le dijo:

—¡Usted va a casarse! Eso es muy bueno para una mujer, sobre todo para su niño que tendrá un padre.

—Sí claro, —respondió la mujer, pero la vida no ha sido gentil conmigo.

—Bueno, todos estamos preocupados por lo que nos espera, pero ¿ya conoce usted a su futuro marido verdad?

—Claro que sí, es que... antes... bueno... sabe usted... el padre de mi hijo era un hombre bueno, trabajador, por lo menos eso creía, hasta que se enfermó y no pudo trabajar más. Empezamos a pasar hambre, con el carnét del partido me daban solamente para la leche del niño, pero los medicamentos no me los pasaban. Así fue que mi marido me mandó a darme a la mala vida, a prostituirme. ¡Piense usted! Me decía: vamos… eres bella, deseable, te darán dinero por tu cuerpo. Los jovenzuelos ricos se desesperan por una cinturita de avispa como la tuya, por esos senos provocantes. Yo lo haría en tu lugar.

—No puedo creerlo. ¿Su propio marido? y ¿por qué no lo dijo a su familia?

—¡Jesús, María y José! ¡Qué hubiera sido de mí! Sabe usted, estas cosas no se dicen, los trapos sucios se lavan en casa. Mi madre me habría dicho que hiciera caso a mi marido, como ella había hecho caso al suyo. No tendría ni que contárselo a usted. ¡Oh, por Dios! ¿Qué estoy haciendo? —mientras hablaba se persignaba con desesperación.

Agnes intentó tranquilizarla.

—Verá usted que estamos yendo hacia un mundo nuevo, su marido ya ha muerto. Ahora podrá empezar una nueva vida.

—Es que... sabe usted... ésto también me preocupa. Conocí a Giuseppe en una peña del pueblo, me demostró buenas intenciones, hasta me dijo que volviendo a América se casaría conmigo, y todos me decían que yendo a esta nueva tierra habría vivido como una señora. Yo le creí y fui suya. Ahora estoy viajando porque me prometió que nos casaríamos. Mire, hasta le enseñé a mi hijo a llamarlo papá. Sin embargo, ahora me ahogan las dudas. Alguien me dijo que allí los emigrantes casados o comprometidos con mujer en patria, viven con otra compañera, que mi futuro marido es violento, y entonces ¿qué será de mi hijo?, ¿lo aceptará?.

Bueno, claro está que este hombre la necesita, ¿por qué la habría mandado a llamar si no fuera así? Tal vez sus sentimientos son sinceros. Pues, la verdad es que yo no creo mucho en las palabras de los hombres, pero tal vez sería mejor esperar a ver qué situación se presenta y luego reaccionar, con la ayuda de Dios, todo se resuelve. —Pues... creo que sí, que me apresuro demasiado, pero es que también recibí una carta antes de partir en la que me dice que trabaja como “peluquero”, que corta el pelo. ¿Se imagina usted, un hombre que corta el vello?, ¿dónde se ha visto?, ¿quién se corta el vello?, ni las mujeres lo hacen. Qué ejemplo le dará a mi hijo, aunque ha dicho que me espera para abrir juntos un almacén.

Agnes, se puso a reír, sabía lo que significaba peluquero, su hermano se lo había contado, y en su casa se habían reido muchísimo. Entonces, le explicó que cortaba el pelo, junto al barbero, que no cortaba vellos. Entonces ambas se rieron y se creó un lazo de estima entre las mujeres. Ella sería su compañera de charlas en este largo, largo viaje.

Aquella mañana, muy tempranito, los más madrugadores se fueron amontonando en las cercanías de las fuentes de agua para lavarse, costumbre que se iba adquiriendo siempre más a menudo, como una ceremonia contagiosa, que hacía pasar las horas que transcurrían sin prisa.

Agnes se quedó asombrada. Esa mañana, el sol, como enorme bola anaranjada, surgió de entre las aguas y rayos de fuego ardiente iluminaron la Sierra Nevada.

Caminaba por cubierta embelesada, esta magnífica montaña la conquistaba, observaba sus faldas cubiertas de viñedos, plantaciones de frutas por doquier, y descendiendo hacia las Alpujarras, enmarcaban su perfil palmeras, pinos y árboles de caucho. Mientras tanta belleza la conmovía, un grupo de emigrantes conversaba y discutía sobre la inminente llegada al Estrecho de Gibraltar.

—¿Y qué tormentas encontraremos?

—¡Qué Dios nos ayude!

—Es difícil pasar inobservados. Entre corrientes y vientos será arduo atravesarlo.

—¡Hombre! que no es para tanto

—¿Qué no? ¿Sabes cuántos naufragios se han visto allí?

—Y Marruecos tan cerca, con los líos que hay por esa zona no es para dormir sueños tranquilos.

 

Agnes empezó a sentir miedo, de esto su hermano no le había dicho nada, pero si él había pasado por allí, por qué no podría hacerlo ella también sin tantos temores. Estaba sumergida en sus pensamientos, cuando un hombrecito napolitano de aspecto robusto se acercó interrumpiendo la discusión, pidiendo a todos una ofrenda de dinero para “la Madonna di Pompei”, con la finalidad de que les protegiera durante la navegación del estrecho.

Agnes recordó, todas aquellas leyendas que le contaban sobre las columnas de Hércules sobre las que apoyaba el mundo, como también aquellas fábulas que hablaban de los monstruos que poblaban el océano y que destruían las naves que lo atravesaban, por supuesto que preferían a las jovencitas. Sintió que el frío le atravesaba su cuerpo y no lograba moverse.

 

Mientras el barco atravesaba el estrecho de aguas calmas y silenciosas, los pasajeros parecían serenarse y empezaban a gozar del paisaje. Agnes aún petrificada no confiaba en la serenidad de las olas, y se esperaba que en cualquier momento el monstruo surgiera. Se escondió detrás de un mástil esperando que, si así ocurriera, pasaría desapercibida.

El estrecho, cada vez más fino, daba la idea que África y Europa quisieran besarse. El viento soplaba favorable para los veleros que venían desde el océano, pero a veces, contaba alguno más experto, los veleros llegaban hasta Tarifa con viento a favor y una vez en medio del estrecho, el viento les cambiaba y los volvía a llevar hacia el océano. Agnes pensó que los marineros eran grandes conocedores de corrientes y vientos y agradeció a la Madonna que el capitán de su nave fuera tan experto.

El Santa Cruz se movía audaz. Desde una cuenca se excibía Ceuta, con sus dos enormes reflectores. Su faro les espiaba, iluminando la nave. Les encandilaba como queriendo robarles los secretos que cada uno, muy interiormente guardaba y conservaba como un tesoro.

Murmullos de guerra y escaramuzas viajaban de boca en boca. La costa africana se mostraba desnuda, blanca, envuelta en una tristeza que contagiaba. En las alturas se erigían torres amenazadoras.

—¡Tarifa a la vista! —gritó un pasajero.

Todos a la vez giraron la cabeza, tratando de penetrarla con la mirada, para arrancarle algún misterio. Pequeño pueblito de pocas casas, un rincón de España en costa marroquí, anidada en un peñasco blanco que a los veleros servía de guía durante la navegación en caso de niebla.

—¡Miren Trafalgar! —exclamó uno de la primera clase.

A Agnes le pareció ver a Nelson en su famosa batalla.

 

La tarde iba cayendo y la punta de Cabo Espartel les esperaba. Su faro avisaba que se estaban adentrando en el océano. Olas largas y corpulentas chocaron contra el Santa Cruz, eran restos de lejanos temporales que les advertían que el rumbo había quedado trazado, junto con sus destinos.

Después de 4 días de navegación la vida a bordo fue adquiriendo una propia fisonomía. Casi como la vida de una ciudad. Agnes con su amiga, la viuda de Génova, paseaban por cubierta, tratando de escapar a las miradas y propuestas indiscretas de aquellos hombres con cierto apetito, que viéndolas solas, jóvenes, les parecían fácil presa. Sin saber que una por desilusiones de juventud y otra por principios morales muy machacados, no tenían intención alguna de darse a la vida superficial. Agnes encontró un grupo de venetos que tocaban, por lo que se unió a ellos para entonar las canciones que amaba cantar. Se acordaba de su hermano, cuántas tardes pasadas en gran alegría con amigos, ejecutando y cantando canciones de amor.

Algunos argentinos jugaban a las cartas y, de vez en cuando, se escuchaba:

—¡Trinco!

—Mate para dos.

Algunas señoras argentinas junto a unas uruguayas se reunían en tertulias pasándose el mate, que a Agnes le pareció algo muy raro. Sería lo primero que le contaría a su madre. Tomaban una infusión con una bombilla de metal que se pasaban entre sí, costumbre que, sin saber, en un futuro no muy lejano adoptaría también ella.

Algunos se juntaban siempre para discutir de política y terminaban con gritos e insultos obligando a los tenientes de cubierta a intervenir para aquietar los ánimos. Discusiones que empezaban en cubierta y terminaban a la hora de la cena. Entre ellos el friulano, que dirigía la orquesta y cada vez que Agnes pasaba le guiñaba el ojo acariciándose sus bigotazos. Agnes le devolvía el saludo con un simple movimiento de cabeza, este viejo señor ya no la atemorizaba ni la intimidaba.

Félix pasaba largos ratos con el pastor piamontés, le deslumbraban sus anécdotas así que una tarde lo invadió de preguntas:

 

—¿Llevará usted una vida monótona allí en Chubut? debe de ser difícil para uno acostumbrado al pueblo, a la vida civil.

—Bueno, claro, —respondió el joven, no será siempre divertida y agradable, pero yo no sabría hacer otra cosa. Fíjese que, desde Buenos Aires con un trasbordador, tardaré 10 días para llegar hasta Puerto Pirámide, luego a través de las salinas, que se encuentran en la península de Valdés y por la pampa solitaria e infinita, tendré que viajar otros 5 días antes de llegar hasta mi estancia.

—Pero... ¿cómo lo hará? –exclamó Félix.

—Lamentablemente, por esa zona no hay ríos muy navegables y el tren me llevará solamente desde Trelew a Rawson, la capital de Chubut.

—Entonces, ¿tendrà que viajar en Galera? —inquirió Félix.

—¡No hombre! Eso era antes, pero veo que está bien informado del nombre del coche correo que atravesaba la Pampa…

—Bueno... es que se lo oí decir a usted cuando hablaba con el periodista de Marruecos, ¿se acuerda?

—¡Ah! sí, sí, pero no se imagina usted lo que era viajar con la galera a través de terrenos trazados de manera caprichosa en medio de la hierba. Un hombre muy entendedor de caballos la conducía, le llamaban gaucho, y con mucha destreza acarreaba estos animales por grandes lodazales o arroyos crecidos. Fíjese usted que se viajaba acomodados en estos carruajes. Desde luego que era una gran aventura y ponía a dura prueba cualquier resistencia.

—Bueno, pero usted ¿en qué viajará?

—Hay algunos camiones que van atravesando los pueblos y las estancias, llevando ganado o la misma lana —contó, si bien a veces aprovecho los sulquis de los capataces.

—Por supuesto que parará de vez en cuando para descansar o comer algo —exclamó Félix, pensando en lo bueno que sería tomar un tren que lo llevara a Córdoba. —Sí, voy parando en postas, precarios ranchos de barro, donde los viajeros duermen sobre catres tapados con cueros de oveja y donde pueden comer una comida caliente, generalmente un guiso de carne llamado “puchero” o un trozo de carne asada. Pero, después de atravesar caminos desastrosos, este sitio se vuelve un soñado castillo.

Félix se puso a reír.

—Ríase nomás, no le digo cuando sopla el Pampero seco del sur, se llena todo de polvo y el aire se hace irrespirable —agregó.

Félix se veía cada vez más atrapado por la historia. El joven pastor prosiguió.

—Entonces se viaja emponchado. Sombrero y pañuelo hasta los ojos. Luego se llega a la estancia, y allí tenemos de todo, por lo menos aquello que sirve.

—Pero… ¿es verdad que se lo pasa entre manadas de caballos y ovejas? —Preguntó Félix, insoportablemente curioso.

—Claro que sí, pero las ocupaciones son infinitas, así que uno no tiene tiempo para aburrirse. Por supuesto que algunas distracciones nunca faltan. La caza del guanaco, por ejemplo, es la más interesante. En la llanura de Chubut viven miles de estos animales, altos como nuestros burros, robustos y muy veloces. Nosotros, los criadores de ganado, los tratamos de exterminar, porque siendo animales que se enferman de sarna, dejan los gérmenes sobre el terreno y provocan grandes daños a nuestros animales.

—Pues... ¿y cómo se los caza? —preguntó siempre más entusiasmado.

—Se le lanzan las jaurías, entonces el guanaco corre en línea recta a una velocidad impresionante. Cuando los perros están a punto de alcanzarlo, gira a ángulo recto salvándose. —Es una lucha muy fascinante —comentó Félix.

—Claro está que, si logramos atraparlos, lo utilizamos todo. —Pero… ¿cómo? —inquirió Félix, curioso.

—Bueno, la carne del adulto la usamos para la alimentación de los perros pastores, mientras que con los cueros se fabrican tientos y lazos. Algunas estancias se dedican a la exportación del cuero de los chulengos.

Félix que abría la boca de par en par no lograba emitir sonido, por lo que el pastor, sintiéndose experto prosiguió.

—Supongo que habrá oído hablar de las domadas ¿verdad? —¿Y éstas? ¿qué son?

—Ah... ya decía yo que le iban a interesar... Mire usted... La estancia es como un pequeño pueblo, un punto de encuentro en la soledad de la llanura. Cuando el tiempo de la esquila llega, antes del verano, más o menos en octubre, entre los peones, los capataces, junto a los guardianes de ganado, se organiza una competición entre ranchos, para domar los animales más vivaces. No se imagina cuánto interés y qué fiesta. Los premios son interesantes, un fusil de caza o tabaco en cantidad, regalos muy apreciados.

—Bueno... yo escuché hablar del rodeo, ¿se hace allí también? —Inquirió Félix.

—Sí, por supuesto hombre. Pero se usaba mucho antes, con boleadoras y lazo. Ahora se los hace pasar por una manga y se marcan, a esta operación se le llama “La Hierra”. Cada estancia tiene su marca que va depositada en una oficina en la capital, cuando se cambia propietario, el animal va marcado nuevamente. Mire hay algunos que parecen mapas geográficos. –En aquel momento, interrumpió la animada conversación un genovés simpaticón.

—Muchachos he arreglado con el cocinero. ¡Hoy se come pasta!!

Todos los presentes festejaron, un sabor a casa los aunaba.

Cada uno en cubierta ocupaba tácitamente un sitio, y pobre al que con el correr de los días se lo tocase.

Algunos napolitanos se instalaron con un baúl lleno de exquisiteces. Sacaban el fernet, el agua, el vino, el salame, y pasteles. Las mujeres tejían y algunos leían el periódico.

El grupo de músicos lombardos y venetos se reunía siempre a la misma hora y Agnes aprovechaba para entonar con ellos canciones de amor. La guitarra, el mandolín, la fisarmónica, rompían la monotonía y traían recuerdos de establos lejanos donde se tocaba para calentar las noches frías de invierno.

 

Una parada en Tenerife e inició el cruce del océano. Bandadas de golondrinas les acompañaron, las olas espumosas, el agua transparente. Una flota de delfines elegantes, rápidos, aparecian y se mostraban en piruetas. La primera clase se dedicaba a la lectura y jugaba en el salón de juegos. Las señoras y los jóvenes se reunían en la sala de música. Algunos de la primera clase paseaban por la tercera, curiosos, altaneros, de arrogante elegancia, buscando diversión.

Los emigrantes los miraban con desconfianza y resentimiento, acostumbrados a los señores del pueblo que los explotaban y a los que iban las riquezas de la tierra.

Los señoritos se paseaban fumando y riéndose, detrás de ellos un murmullo insolente, algunas frases del sabor agrio los fueron acompañando. Agnes se acercó a un señor muy distinguido que parecía un profesor y como ella, otros emigrantes lo hicieron, sedientos de conocimientos. No sabian un gran qué del país a donde iban. Agnes solamente conocía lo que había podido leer en las cartas de su hermano que de por cierto no era un gran escritor.

El profesor les daba nociones de geografía por lo que, en pocos segundos, el grupo que se había formado resultó bastante numeroso. Un aula entre cielo y mar. Mientras el anciano señor se explayaba en una larga perorata sobre nociones geográficas y sociales, muchos dejaban de jugar. Les atraía los rudimentos que transmitía, sobre todo si lo que decía era confirmado por alguno que ya había estado allí. A medida que hablaba se le iba dando autoridad y admiración, ya que era portador de experiencia. Hubiera sido útil que alguno se hubiera preocupado por otorgarles un poco de conocimiento sobre el país a donde se viajaba, la mayoría ignoraba la lengua, la geografía y qué decir de la historia. Durante los largos días tranquilos y de aburrimiento asegurado, podría haber sido ventajoso que se les suministrara alguna información. Muchos emigrantes, muy curiosos, preguntaban sobre las distancias en kilómetros, otros sobre el clima aquí o allí, o sobre los puertos donde se pararía la nave. De manera que este profesor improvisado, se volvió el más admirado dentro del Santa Cruz.