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¿Cuánto pueden el amor y la libertad dentro de una sociedad en guerra? "El canto del mirlo" –ficción atrapante y muy bien documentada– nos transporta a un pueblo de frontera en el noreste de Italia durante el siglo XIV. Se está levantando una muralla por miedo a los "otros". A esa comunidad en crisis llega Manfredo, un muchacho experto en el manejo de la espada, y conoce a Giuditta, la hija transgresora del gobernante, pero también a Manrico, su ambicioso hermano. Las aventuras y decisiones de estos protagonistas surtirán efectos a lo largo de los siglos por venir, según sabremos a través de nuevos personajes como Olivia y Gianni. El libro nos recuerda hasta qué punto la historia vive en el presente, y sobre todo nos hace querer a varias de esas personas imaginarias, aparentemente lejanas.
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Seitenzahl: 322
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Marisa Liliana Dalla Costa
Saga
El canto del mirlo
Copyright © 2018, 2021 Marisa L. Dalla Costa and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726987706
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Cabalgaba a través del bosque sin el coraje de mirar hacia atrás. Una vez en el sendero que conducía hacia la colina, espoleó su caballo que obedeció al instante. En la subida, la tensión y el golpe que produjo el pequeño látigo mientras lo azuzaba lo hizo relinchar, por lo que ella lo acarició al cuello para que no la delatara. Las crines le rociaban el rostro. El miedo y la ansiedad se apoderaron de Giuditta, pero una gran sensación de libertad y de excitación la invadía. El haber roto las reglas que se le imponían era, para ella, una satisfacción indescriptible y no era la primera vez que lo hacía, sin embargo, cómo podría explicarle esto a su padre que veía conjuras y amenazas por doquier. Le parecía escuchar sus palabras.
—Si los Señores de Verona han decidido construir la muralla para que estemos protegidos será por alguna razón ¿No te parece? y bien sabemos nosotros cómo nos lo pasamos cuando no estaba. Además, no hay razón para que una jovencita de tu rango vaya por zonas inaccesibles y llenas de peligros, ni tan solo acompañada.
Una cabalgata por las colinas se hacía junto a un caballero que pudiera protegerla, y ni siquiera de esta manera, ya que su padre consideraba tiempos muy difíciles y peligrosos para que ella saliera de las murallas de la ciudad.
Giuditta, aprovechando la distracción del mozo de cuadra se había llevado su potrillo. Amaba atravesar el bosque que conducía a la colina de San Benedetto con su fiel amigo. Le encantaba llegar a la cima. Su caballo, una vez libre, comía la hierba fresca aún bañada de rocío. Ella se echaba y divisaba la torre imponente de Maróstica; la muralla de su ciudad relucía a nuevo a pesar de los muchos andamios y grúas que la cubrían. Los vigías se resguardaban en sus coquetas almenas.
Con aplomo e inocencia, arrancaba pequeños tallos uno a uno, que acomodaba en precioso abanico. De vez en cuando daba una ojeadita a su caballo que pastoreaba manso y lánguido junto al viñedo que trepaba el terreno ondulado.
Pese a la aparente serenidad que reinaba, se mantenía alerta, no quería encontrarse en aprietos si el ermitaño que vivía en la pequeña capilla la veía, habría dado la alarma y no quería arriesgar.
Contemplaba sobrecogida, a lo lejos, la colina de San Appolinare. Algunos frailes, con la ayuda de cansados bueyes, araban el terreno y cargaban pesadas piedras que colocaban alrededor de la loma. Otros arrastraban rocas enormes que usaban como tapia para delimitar terrenos ya aptos para la labranza. Frailes Benedictinos, de andar lento, parsimonioso, interrumpidos por el solo tañido de una campana, liberaban grandes zonas de pantano o de malezas, dejándolas listas para el sembrado, con la esperanza de que la estación fuera clemente.
Más allá, se extendía el denso bosque que, vanidoso, cubría la visual del gran río Brenta, una serpiente que se abría paso a gran velocidad.
Esas aguas caudalosas transportaban las embarcaciones hacia Venecia; filas de troncos se dejaban llevar sin siquiera hundirse, ¿cómo harían para mantenerse a flote? —se preguntaba. Su mayor deseo era presenciar aquel magnífico espectáculo desde cerca. De hecho, aquella zona era muy peligrosa ya que hombres de Carrara de Padua lo vigilaban todo.
¿Podría alguna vez visitar esas ciudades tan mágicas donde las lenguas se entrecruzan y las profesiones se confunden con los oficios, donde todo es bullicio como también poesía? —reflexionaba mientras masticaba la hierba recién cortada y el sabor le invadía los sentidos. Durante la feria, mercantes ambiciosos, subían al castillo con sus nuevos productos y contaban, tal vez para justificar el precio de la mercadería, que aquella ciudad era un pulular de gente, embarcaciones provenientes de mundos lejanos que llegaban a Venecia con especias, sedas nunca vistas, alfombras de oriente.
Una niebla fina e irrespetuosa cubría el horizonte, ella sabía que en días más limpios podía divisar Padua y sus montes Euganeos, Vicenza y hasta el mar.
De inmediato sus facciones se endurecieron. Tal era su distracción que no se había dado cuenta de que el sol estaba muy alto, era ya la tercera hora. Se apresuró, montó su caballo tomándolo por las crines y queriendo emprender el sendero por el que había subido, vio un caballo que pastoreaba en la entrada de la capilla, dio un sobresalto al ver que la montura y la manta llevaban el símbolo de Carrara, temió que el güelfo la descubriera, por lo que decidió tomar otro sendero, tal vez más largo, pero que la llevaría directamente al camino romano que conducía a la ciudad. Mientras descendía la colina, divisó cerca de la iglesia de Santa Ágata a un grupo de caballeros de Carrara, armados de ballestas y arcos, que se empeñaban sin disimulo, a los gritos y con bastante violencia, en molestar al pobre fraile que intentaba, sin éxito, tomar una a una las aceitunas del olivar.
Giuditta paró su semental de golpe, bajó y lo asió por las riendas, tratando de moverse sin ser vista. Junto a su corcel emprendió el descenso. Ya divisaba la carretera romana que conectaba las aldeas de Maróstica y Bassano, pero el camino serpenteaba y el bosque se adensaba. Mientras el corazón le latía pensó que al llegar podría mezclarse entre vendedores, carros y campesinos sin ser notada. Unos cuantos pasos y pasaría desapercibida, podría volver a su aldea sin grandes complicaciones.
En el instante que calculaba su trayectoria, su caballo pisó unas ramas secas y el crujido puso en alerta a los hombres que, percibiendo una amenaza, la vieron. Giuditta subió de golpe, asió las bridas, castigó a su fiel animal que, como sabiendo, enfrentó a los hombres cortándoles el paso entre risotadas y amenazas.
—¿A dónde va tan hermosa doncella? —inquirió un hombre robusto
—¡Dejemos ya el fraile! ¡Bella potranca! —exclamó un hombrecillo sucio y desalineado
—¡No la dejéis escapar! ¿A dónde va tan de prisa?
Con fuerza el caballo se hizo paso entre los hombres y emprendió su carrera colina abajo.
—¡A los caballos! —gritó uno de ellos.
La joven, en su desesperada carrera, se hería al rozar los matorrales espinosos; su larga túnica se rasgaba dejando trozos de hilos en los secos arbustos; el corsé le apretaba a desmesura y si bien había aflojado las cuerdas que le ceñían el pecho, no lograba respirar. Sentía el jadeo de los caballos cada vez más cerca y el sudor de su fiel amigo le empapaba las piernas.
El sendero se abrió dando inicio al bosque. Giuditta pensó que la protegería. Azuzó al caballo ayudándose con el pequeño látigo y con los talones. Mientras miraba hacia atrás no reparó en que el caballo la llevaba hacia un cúmulo de ramas bajas. El golpe que sintió en la cabeza fue ensordecedor. Arrancada de encima del animal, cayó como una bolsa de habas en el sendero húmedo, cubierto de hojas secas que el otoño escupía como atragantado. No lograba moverse. El corsé abierto casi totalmente, mostraba sus senos rebosantes de inocencia. Escupió algunas hojas con sabor a barro y abrió los ojos. Pudo ver que su mayor pesadilla se hacía realidad. Botas de fieltro y un sinfín de cascos de caballos la rodeaban. Risas acompañaron el sentido de oscuridad y de abandono que la invadió.
El mozo de cuadra empezó a preocuparse. Había visto que el caballo de Giuditta había desaparecido. Esta tonta niña lo metía siempre en dificultad. Si su patrón se enteraba que había permitido a Giuditta salir con su caballo, él no perdería sólo el trabajo, no quería pensar a qué castigo tendría que enfrentarse. El señor del castillo dejaba a su hijo mayor la tarea de castigar. Era famoso por los latigazos que otorgaba y él no tenía la mínima intención de sufrirlos por esa malcriada. La tarde caía y pensó que, si advertía al patrón, los latigazos eran imperdonables, pero si no lo hacía le echarían la culpa a él. Se perdía en estas cavilaciones cuando la patrona entró en la herrería:
—¿Ha venido por aquí Giuditta? —lo interrogó.
—Es que…su caballo… lo estaba buscando…me di cuenta…pero… — contestó el mozo
De prisa, de prisa, tocad la campana, algo le ha pasado.
Al tañer las campanas los guardias del castillo se armaron mientras la pesada puerta del ingreso crujía perezosa su descenso. No alcanzó a tocar el suelo, ni a rebotar siquiera que los cascos de los caballos hicieron sentir su fuerza y su carrera.
En el noroeste de Italia encuentros sangrientos entre Güelfos y Gibelinos perpetuaban una destrucción sin precedentes. En Verona nada quedaba del esplendor que reinaba durante el gobierno de Cangrande Della Scala, que en 1311 había conseguido la vicaría imperial, imponiéndose en todo el territorio, sembrando poder, prosperidad, anexando tierras y otorgando beneficios para la ciudad. Había hecho de Verona una ciudad rica, potente, donde el desarrollo del arte y de la cultura eran su fuerza. Una expansión basada en una relación óptima con sus súbditos y en el trabajo para el bien común.
En poco tiempo después de su muerte, las sucesiones y conjuras de palacio, provocaron tal mutación que se elevaron quejas y súplicas. El abandono de caballeros y artistas aumentaba a medida que pasaban los días, preferían alejarse en espera de tiempos mejores —decían—. Permanecieron en la ciudad solamente juristas, burócratas y escribanos que se ocupaban de la administración de la ciudad. La moneda iba perdiendo valor y los impuestos seguían aumentando, lo que oprimía a una población, ya quebrantada por pestes y carestías. El sucesor, su hermano Cansignorio Della Scala, vio disminuir en gran número las aldeas que le eran fieles. Manifestaban descontento por la mala administración y por el despotismo que lo caracterizaba. A ello se sumaban los abusos, los malos tratos y los sobornos que se implementaban sin disimulo.
Así pues, los dominios de los señores Della Scala se redujeron a las ciudades de Vicenza y Verona con sus propias aldeas. Entre ellas Maróstica, fronteriza, que sufría continuos ataques por ser la puerta hacia el condado de los Della Scala.
Hacia el este, Verona se veía rodeada por potencias emergentes y en vía de expansión. Venecia, hasta el momento dominadora de mares, empezó a interesarse y a pretender las tierras del interior Véneto. La güelfa Padua, gobernada por la familia Carrara, reclamaba territorios y gozaba del dinamismo y la fuerza militar necesaria para apoderarse de ellos.
Asimismo, sin ningún disimulo, desde Milán se perseguía una política de expansión que la corte de los señores Della Scala favorecía, aunque aliados, mantenían una relación de subordinación. Su influencia se remontaba a tiempos lejanos, quedaba en ellos la propensión por la auto celebración y el enriquecimiento personal.
Ante tanta amenaza externa y queriendo tomar manos en el asunto, Cansignorio Della Scala, aplicó una política de defensa. Por un lado, dejó a su caudillo Giacomo Cavalli que se encargase de potenciar las defensas del territorio, por otro lado, consciente de que los tiempos habían cambiado y de lo imposible que era hacer que Verona volviese a ser protagonista, se rodeó de esplendor, manifestó un alto estilo de vida. Hizo alardes de su riqueza con banquetes, música, cantos, torneos, juegos. Celebraciones lujosas por una parte y edilicia defensiva por otra, empobrecían a la población día a día. Pretendía impresionar al visitante cubriendo sus dominios con murallas y castillos enrocados, indiferente a la presión fiscal que imponía a sus súbditos y a la relación ciudadano señor que se iba resquebrajando. Se les exigía impuestos para contribuir a sus aspiraciones, mientras hacía oídos sordos a las quejas que se elevaban en todo el condado.
Fue así como Vicenza y sus aldeas sintieron que los vientos de crisis la sacudían y que la incertidumbre echaba raíces. Maróstica, aldea de frontera verá crecer su muralla. La protegerá de un fácil asalto de parte de Carrara desde Bassano, que pretenderá la toma de la aldea fronteriza para asegurarse la entrada a Vicenza y por lo tanto a Verona. Sin la muralla, a sus enemigos les bastaría con atravesar el río, diseñador natural de frágil confín entre ambas tierras, por lo menos así pregonaban desde Verona.
—La gente protesta por los impuestos, mi señor —se atrevió a decirle su encorvado consejero.
—Fabbricare è un dolce impoverire –querido Ruggero
—No quisiera contradecirle, pero la hambruna y la carestía no dan tregua a la pobre gente —repuso
—Veras qué dirán cuando sean atacados y se les llene de extranjeros la propia casa, rogarán a su señor que siga construyendo murallas. Cada torre, cada fortaleza muestra el poder y la fuerza de la que somos capaces y el pueblo no se da cuenta. Que nos dejen a nosotros las decisiones y que paguen los impuestos para que podamos hacerlo. Se puso de pie dando fin a la conversación.
Ruggero no se animó a agregar más, pero en su interior sabía que construir lazos era más difícil que fortalezas. Muy bien conocía los miedos que éstas aprisionan e incluso, la decadencia a la que lleva.
El fraile inclinado sobre su atril intentaba robarle a la pequeña ventana toda la luz que atrapaba. La precisión en sus trazos era importante y las miniaturas lo estaban dejando ya sin vista. Mezcló los colores. Con el sacapuntas perfeccionó el extremo del cálamo, lo dejó que se humedeciera de tinta, luego, dejó escurrir unos segundos antes de apoyar su vértice en el pergamino. Apenas se veían las líneas que iban de foro a foro. Estas, previamente delimitadas le ayudarían a mantener un trazo prolijo. La mano debía moverse de tal manera que pusiera de relieve la capacidad del amanuense, a pesar de que su experiencia le daba cierta seguridad, quería mantenerse concentrado para que la escritura fuera derecha, perfecta. Frunció las cejas como lo hacía cada vez que se concentraba, la tensión en sus manos se percibía, en voz alta se repetía: -trazo grueso, trazo fino, trazo grueso, trazo fino.
El secreto estaba en la inclinación de la mano, en la cantidad de tinta y en la calidad de esta. La tenue luz franqueaba las recias ventanas, la densa humedad penetraba en los huesos. El silencio de abstracción se veía interrumpido por el restregar de la pluma en el pergamino.
Mientras se movía sobre el manuscrito le parecía recordar las palabras de su maestro en el Scriptorium de Verona, cuántos códigos había transcripto allí. Al recordar no pudo evitar una sonrisa melancólica.
De repente el ladrido de su perro lo desconcentró. ¿Quién vendría a estas horas a romper su silencio? -se interrogaba. Ya minutos antes había sentido pasar un caballo y ahora esto. Este día no querían dejarlo en paz.
Se levantó con dificultad, apoyó el cálamo con delicadez, puso su mano en la cintura como para aliviar el dolor que le afectaba. Con pasos lentos se acercó a la puerta cuando sintió:
—¡Nuestro señor Jesucristo sea bendecido! hermano Tadeo
—¿Quién anda por allí? —respondió el fraile mirando una sombra en la abertura del claustro exterior de la ermita.
—¿Pero es que ya no me reconoce? Soy Manfredo, hijo de Giovanni de Tezze.
—¡Hombre! ¿Qué te trae por aquí?, no me parece que sean tiempos para visitas.
—Lo sé padre, pero es importante que hable con usted, debo vaciar mi espíritu inquieto.
Mientras circulaban por el deambulatorio, fray Tadeo pidió a Manfredo que escondiera su caballo.
—Rumores entre las tropas hablan de una conjuraexpresó Manfredo entre murmullos.
—No me metas en esto, sabes cómo terminan los traidores, torturados, con los miembros cortados o colgados en las plazas para que se desangren como pollos.
—Lo sé…es que he sido testigo, sin quererlo, de una conjura en la que participa el Conde Enrico, a quien sirvo, contra nuestro señor, Francisco de Carrara, a quien ambos hemos jurado fidelidad. Si de los dos soy siervo fiel, ¿A quién he de servir primero? Cualquier decisión tome destruye mis principios y mi palabra dada no tendrá más valor. Sufro por esto.
—Ante todo, eres siervo de Dios, y a él respondes, sin embargo, interpreto tu dilema. Dios en su gran sabiduría nos pone en el camino obstáculos que miden nuestro temple — sentenció el fraile.
—Venecia ha ordenado que ninguna mercadería proveniente desde Padua y alrededores entre en los dominios Venecianos, para debilitar los intereses económicos de mi señor Francisco de Carrara, pero esto provoca descontento de parte de quienes pretenden comerciar con Venecia y, a través de sus puertos con el resto del mundo. Algunos nobles, entre los cuales el conde Enrico, mi capitán, traman conjura. Por otro lado, Francisco de Carrara atacará Venecia por todas partes y a todo el que esté con ella. Hasta Maróstica caerá en sus manos para destruir a los señores de Verona aleados con Venecia. — dijo Manfredo ensimismado, arrepintiéndose al instante por haber revelado informaciones confidenciales.
—¡Dios nos guarde de tanto mal! —agregó el fraile. Esta aldea, por ser frontera ¿debe seguir sufriendo las penas del infierno? —continuó— ¿Tienes idea de lo que pasó en ella años antes en 1311 cuando el ejército de Bassano atravesó el canal de defensa y las trincheras sin grandes dificultades, arrasándolo todo? Claro que el poblado no tenía la hermosa muralla que están terminando de construir, sin embargo, en aquella época fueron cinco días de infierno, máquinas de guerra que entraban y destruían todo, incendios y saqueos. Se cortaban cabezas por doquier, soldados que se movían por un pueblo cubierto de muerte, vanagloriando sus hazañas, riendo y bebiendo por la ciudad con restos de vísceras en las manos. – contaba el fraile y el desaliento quedaba enredado en su voz temblorosa. El estaba en condiciones de impedirlo y así lo haría, les debía mucho a los señores de Verona —pensó el cura.
El fraile disimulando no dar peso a sus palabras continuó:
—En este momento tú formas parte de ese ejército sanguinario, ¿crees que podrás mantenerte ajeno a la decisión de tu capitán y pasar indemne si lo traicionas? Las órdenes tendrán que ser respetadas ¿acaso no ves los indumentos que llevas del ejército de Francisco de Carrara?
—Claro que lo sé, mis tripas se remueven desde hace días, Venecia soborna a nobles de Padua y Bassano, ofreciendo tierras y beneficios mercantiles. Carrara por su parte soborna a hombres de Venecia, es un enrejado de odios y conjuras. ¿En quién confiar? pero mi señor es mi señor, no puedo ir contra él.
—Haz lo que indica tu consciencia, será Dios quien te guie, ponte en sus manos, pondrá en tu camino la respuesta, tendrás sólo que saber verla. Los instrumentos de nuestro señor son infinitos.
—No puedo mantenerme al margen porque no estoy de acuerdo. Un caballero obedece, no discute —exclamó Manfredo alzando la voz más para él mismo que para que sintiese el cura.
—Lava tu espíritu ahora. Confiésate para que estés libre de pecado. Dios te hará llegar su respuesta. Ponte en sus manos —le dijo haciéndolo arrodillar ante él. Mientras permanecían orantes, Fray Tadeo carraspeó:
—Confíteor Deo onmipoténti, et tibi, pater... ¿Cómo entrarán a Maróstica, si me es permitido preguntar? bajo confesión puedes decírmelo —se apresuró a aclarar el fraile consumido por la curiosidad.
—Pues… intentan sobornar al Capitán del Castillo para que deje entrar a los hombres de Francisco de Carrara.
—Acaso no saben que es incorruptible, no he visto en mi vida persona más intachable que esta.
—Si, pero por lo que sé un tal Montenario de Breganze, bandido de Vicenza, está tejiendo la red de la conjura al interno del Castillo para permitir la entrada de nuestro ejército. -contó Manfredo dejándose caer en un banquillo de madera como si se sacase un peso de encima.
—¡Por Dios y todos los santos! La sed de conquista y de poder no tiene límite. ¿Cómo podrá soportar esta gente un ataque con todas las penurias que llevan pasando?
-—¿Ve ya usted el porqué de mi desconcierto? Después de este ataque ordenado por el mismo Carrara, intentarán matarlo para ganarse las gracias de Venecia. No puedo permitir que suceda —pronunció Manfredo con un cierto alivio, encontrando la comprensión del legado.
—Has arriesgado mucho viniendo aquí, este es territorio de los señores Della Scala —lo sabes ¿verdad?
—Claro que lo sé, oficialmente he venido aquí a confesarme y es lo que estoy haciendo. Mis hombres me esperan a los pies de la colina —explicó.
—Podrías haberte confesado con algún cura de Bassano ¿por qué venir a tierras enemigas para hacerlo? Sabrán que fuiste tú a traicionarlos —interrogó el fraile.
—Por el contrario, no puedo confiar en los clérigos de mi condado, además mis hombres conocen la relación de los Benedictinos con mi familia, sobre todo su relación con mi padre por lo que les parecerá natural que venga a hablar con usted para que me absuelva de mis pecados.
—Te daré la absolución. Vete de aquí rápidamente. Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen...
Cuando sintió el caballo de Manfredo que partía al galope, el cura se refugió en el claustro, intentando serenar su ánimo. Abrumado rondaba incansablemente. Le invadía una amargura que crecía a medida que pasaban las horas. La jornada estaba llegando a su fin, una suerte de dolorosa y cruel decisión pugnaba en sus pensamientos. ¿Qué hacer? —se preguntaba, cierto de que no podía ser depositario de estos hechos, aunque la confesión así lo determinara. En el Scriptorium daba vida a bellos códigos con devoción y paciencia, aquí ahorraría vida a la gente de la aldea que quedaba en merced de hombres empujados por dominar, someter y conquistar. Si Dios le puso a Manfredo en su camino, respondería al llamado. No era hombre de esquivar misiones, menos si venían de Dios.
—Señor dame un signo de tu voluntad —rogó.
En aquel instante las campanas convocaron al rezo sacándolo de sus reflexiones. Enviaré un correo al Capitán Cavalli que con sus tropas acampa en los alrededores de Vicenza, él sabrá que hacer. Supe de la conjura durante una confesión —se justificó— Dios nos libre y guarde.
Tomó el cálamo, la mojó de tinta y con mano temblorosa intentó escribir al Capitán Cavalli. Habían quedado atrás los tiempos en los que debía intervenir en ayuda de los aldeanos; incendios; carestías; pestes, de todo había tenido que enfrentar, sin embargo, el destino lo absorbía otra vez hacia el interior de los conflictos, ¿por qué?, se había retirado.
En su pequeña ermita encontraba el silencio, la austeridad y el tiempo para su caligrafía o para sus pequeñas miniaturas, pero Dios tenía otra misión para él. Quiso protestar, pero se arrodilló y rezó. Había jurado estar a su servicio y así lo haría hasta el final. Supo que enviar un mensajero sería peligroso, tenía que hacerlo él mismo. ¿Quién sospecharía de un viejo prelado?
Hincó las rodillas como abandonándose a su destino y exclamó resignado:
—Perdona Padre porque he pecado de orgullo, hazme tu instrumento.
A las dos de la madrugada, desde la iglesia de Santa Appolinare, bajo la colina, se escuchaba el adormentado tañido de la campana que llamaba a oración. Fray Tadeo se levantó, encendió su vela, se dirigió a la pequeña capilla de la ermita. Rezó todas las plegarias que sabía, como queriendo alargar el momento, hasta que las rodillas empezaron a dolerle. Ya en su mesa guardó con recelo sus pergaminos y sus tintas, tomó los volúmenes secos, los envolvió en telas de lino, los puso dentro de sus alforjas con el cuidado que se tiene por una criatura. El peso de los libros le hizo doler la espalda, pero más le dolía el abandonar aquel cobijo, aunque fuera por poco.
Empujó la pesada puerta de ingreso de la ermita. El rechinar de la gran llave de hierro en la herradura lo hizo quedarse pasmado como un tonto. Intentó convencerse a sí mismo aún otra vez que esto tenía que hacerse así, restándole importancia a sus abnegados pensamientos, partió. Su perro lo siguió.
Fray Tadeo no tuvo problemas para hacerse de un caballo. Cuando el molinero lo vio llegar por la explanada, no se imaginó lo que iba a pedirle.
—¡Buen Dios, padre!, qué lo lleva por aquí a estas horas.
—Necesito tu caballo
Joaquín modificó su semblante, la estupefacción le impidió soltar una blasfemia.
—¿Para qué lo quiere? —sentenció poniendo en dudas lo que había sentido.
—Tengo que ir a Vicenza. Una misión en nombre de Dios, tendrías que ser feliz de poder participar de ella.
—¿Es que quiere dejarme en ruinas? Sabe usted lo que me hace falta ¿verdad?
—Hijo mío, todo lo que Dios pide lo devuelve con creces. Llevaré tu caballo a los establos del Obispo, allí lo alimentarán con heno, semillas y frutas. Le curarán las patas con baños fríos, será cepillado y le sustituirán las herraduras. Verás qué caballo te devolveré. Tú qué puedes darle al pobre animal. Mira su grupa, es puro hueso. Además, te dejaré mi perro. Es muy guardián —le dijo antes de que el otro protestara.
Joaquín no quería desprenderse de su rocín; le servía para tirar su carro, y para qué quería un perro: con qué lo alimentaría —se preguntaba. Sin embargo, no se animó a discutir, bien sabía él lo necesitado que estaba de las gracias de Dios y la de sus aleados. Sin chistar entregó el animal al fraile.
—Ego te absolvo a…—expresó el lego haciendo la señal de la cruz.
Cayendo la tarde, Fray Tadeo logró atravesar la puerta de Vicenza antes de que los guardias la cerraran. Ya no permitían entrar a nadie ni cobraban dacio 1 , por lo que muchos carros tuvieron que abandonarse a lo largo de la carretera esperando la mañana siguiente. Por suerte, la túnica del fraile, aunque gastada, le servía como “deja pasar”.
Pasó por las hermosas iglesias que se asomaban a la pedregosa callejuela, sin embargo, se quedó deslumbrado al ver la lujosa casa del obispo, y más aún al ver el pordiosero jovencito que recibió su caballo. ¿Si así trataban al mozo de cuadra cómo cuidarían del animal? —se interrogó pensando en las promesas hechas al molinero. No quería cometer perjuro a conciencia, por lo que, con la autoridad que no poseía, ordenó:
—Tratas bien este animal, mira que está al servicio del obispo.
—Lo que usted mande su excelencia —respondió cabizbajo el mozuelo.
En la cocina, el monje le hizo mala cara. La cena no se servía a esas horas. Ya los religiosos se habían retirado a sus celdas, por lo que le entregó una rebanada de pan duro y una sopa de habas bastante fría. Fray Tadeo agradeció como si fuera el mejor manjar del mundo, el camino había sido más agotador de lo que había pensado. El hambre y el sueño lo estaban dominando. Aceptó todo como parte de su sumisión a la voluntad divina y se retiró a rezar a la celda que le indicaron.
Tañó la campana de medianoche. Al fraile le pareció que se había acostado hacía tan solo unos minutos, sin embargo, ningún malestar provocado por una noche en vela iba a detenerle. Rezó maitines 2 con los monjes en la sala capitular, y solicitó al secretario del obispo que tuviera a bien ser recibido aquel día. Le apremiaba entregarle los pergaminos, excusa que había elaborado para su viaje a Vicenza. Luego encontraría algún pretexto que hiciera razonablemente lógico el abandono precipitado de aquel lugar. Aquel silencio capitular lo aturdía, además le apremiaba entregar su mensaje al capitán para volver a su ermita.
El monasterio llevaba una vida de privaciones y de sacrificios, ideal religioso de vida cristiana en contraposición con un mundo de violencia y opresión. Vivía de la recolección de las décimas, un décimo del cultivo que provenía de todas aquellas aldeas que ocupaban los vastos territorios bajo la jurisdicción de los benedictinos, que por cierto eran muchos, además de las donaciones de parte de aquellos que lavaban el alma a través de las ofertas. Lo que no se entendía era ¿cómo podía el obispo vivir en tanto lujo mientras a sus monjes se les exigía devoción y pobreza? —–se interrogaba fray Tadeo y se daba una respuesta de inmediato. ¿Acaso no había visto pasar por el Scriptorium personalidades ambiciosas, sin escrúpulos, listas para cualquier maniobra con el fin de obtener beneficio personal? Envuelto en sus pensamientos no vio llegar al secretario que le dijo:
—Su excelencia partirá hacia Verona, lo recibirá, tal vez, la semana que viene, durante la audiencia de la tercera hora.
—Es que…se limitó a decir
El secretario se había retirado sin siquiera dignarle una mirada.
Tenía que quedarse en Vicenza por una semana, y esto no estaba en sus planes. Se maldijo a sí mismo. Por qué se había metido en semejante compromiso. Había prometido al prior de Maróstica que habría obtenido un pergamino de su eminencia, para que le autorizara la cobranza de un porcentaje de las décimas, excusa que lo llevaría, a través del Obispo, a ponerse en contacto con el capitán Cavalli. Tendría que inventarse algo, no podía esperar. La respuesta le llegó mientras comía junto a los monjes la insípida sopa de habas.
—Llevamos consuelo a las tropas acampadas en las afueras de la ciudad —exclamó un joven fraile.
—¿A quién se refiere usted fray Tomás? —inquirió sin demostrar demasiado interés.
—Los soldados del ejército de Cansignorio necesitan lavar sus pecados, muchos demuestran verdadero arrepentimiento otros lo hacen para poder seguir matando, a sabiendas de que Dios les perdonará si piden la absolución.
—Me gustaría ir con usted, siempre que no sea de molestia. —adjuntó.
—Desde luego, fray Tadeo, un siervo más del señor es bienvenido. Partimos mañana, después de rezar laudes.
Aquella mañana, apenas el sol despuntó, el grupo se puso en marcha hacia el campamento. El trayecto era bastante largo y si mantenían un trote normal, llegarían a destino a la sexta hora. Fray Tadeo, acomodó su túnica para que le envolviera hasta las piernas. El capucho lo mantenía calentito. Acomodado sobre la montura se relajó dejándose acunar por el perezoso movimiento del animal, incluso el vapor tibio que emanaba el delgado rocín le provocaba sopor.
El sol asomó tímidamente, el invierno estaba en puertas. Un otoño húmedo hacía crujir los huesos del fraile, por lo que se sintió renovado cuando los primeros rayos aparecieron entre las nubes amenazadoras.
A lo lejos divisaron el estandarte de la familia Della Scala. Un escudo rojo con escalera blanca.
Conforme se iban acercando, vieron un gran movimiento de hombres que salían apresuradamente de las tiendas. La noche anterior había llovido como venía haciéndolo desde hacía días. Los soldados intentaban acapararse todo el heno seco que podían encontrar. Fray Tadeo imaginó lo difícil que sería pasar la noche durmiendo en lechos de paja húmeda y mientras lo pensaba, su espalda le dio un tirón que lo hizo sacudirse de tal manera que hasta su caballo despertó de su adormecimiento, sin embargo, tenía la seguridad de que ningún malestar físico iba a detenerle. Trató de liberarse de aquella inquietud decidido a realizar su cometido.
El grupo de frailes se dirigió hacia la tienda mayor, donde encontrarían al capitán, algo que fray Tadeo deseaba infinitamente. Sin embargo, debía elaborar una estrategia para hallarse con él a solas.
Salió un subalterno sacudiéndose los pies cubiertos de escarcha y las extremidades agarrotadas por el frío.
—¡Dios sea loado! —dijo padre Tomás.
—¿Qué los trae por aquí hermanos? —interrogó entre aturdido y deslumbrado.
—Traemos sosiego para el alma.
—Tendríamos que hablar con el Capitán Cavalli — expresó fray Tadeo ante la mirada extrañada de fray Tomás.
—El Capitán duerme en la demora del Conde Ubaldo, llegará aquí después de un suculento desayuno —agregó el soldado sin disimular su descontento.
—Con vuestro permiso iniciaremos dando la absolución a vuestros hombres —dijo fray Tomás sin esperar respuesta del entumecido vasallo.
El grupo se dispersó a través del campo, algunos necesitados de perdón y de consuelo se arrimaron a los hermanos arrodillándose a sus pies, deseosos de bendición. Otros, más indiferentes, echaron una mirada a los religiosos continuando sus tareas sin chistar. Un grupo de arqueros probaba puntería en un tronco. Fray Tadeo se sorprendió al ver lo capaz que eran con el uso de ballestas y flechas ante un objetivo bastante lejano, pensaba cómo harían cuando el objeto se movía. En el mismo instante, uno de ellos lanzaba al aire objetos de paja que el grupo enfilaba sin rodeos.
Las apuestas corrían, a quién lograba atravesar una coraza de hierro del ejército de Visconti, se sabía que los herreros de Milán trabajaban el metal sin ahorros. Una vez, dispuesta la misma sobre el tronco, empezó la competición.
Las flechas zumbaron y el ruido del metal rechazaba cada punta con irreverencia. Un hombrecillo delgado con andar lento se interpuso, tomó una flecha, estimó la distancia, se mojó un dedo para calcular la fuerza del viento y siguiendo la inclinación calculada, dejó partir la saeta que enmudeció a los presentes cuando perforó el duro metal.
—Debajo de la coraza está la cota de malla, no puede también atravesar ésta —protestó un ballestero exigiendo aún más perfección.
El pequeñín, tomó un dardo de manufactura artesanal, lo colocó en la ballesta, volvió a tomar las precauciones y con la concentración debida, mantuvo las expectativas por más de lo que dura un Ave Regina. La saeta salió escupida provocando un zumbido ensordecedor. A nadie le servía comprobar que hasta la cota estaba perforada. Las hurras que siguieron no le permitieron al religioso percatarse de la llegada del Capitán a sus espaldas. Inclinándose hacia él le susurró al oído:
—¿Qué hace fray Tadeo fuera del Scriptorium?
—¡Capitán! —expresó con sorpresa el fraile.
—Vamos a mi tienda —le ordenó mientras todos le rendían pleitesía -tengo que impartir órdenes, los escribanos esperan desde hace rato, las misivas deben salir con los mensajeros antes de que se ponga el sol, mientras lo hago, ¿puede decirme que le trae por aquí? Debe ser algo importante para que haya abandonado sus tintas y cálamos.
—Es que…mejor que hablemos a solas, lo que tengo que decirle es secreto de confesión.
—Entonces si ha de ser sin testigos, me espere en el arroyo, allí podremos hablar.
Mientras caminaba hacia la tienda, divisaba los escribanos inmóviles entre los arcones colmos de pergaminos, mapas, tintas y lacas. El cura quedó asombrado al ver la elegante túnica de seda que llevaba el capitán. No pasaban inobservados los puñales de plata que colgaban del cinturón de cuero. Nada había quedado de aquel atolondrado muchacho que participaba en las liturgias en la Catedral de Santa Maria Matricolare, en Verona.
Era mediodía. Se sentaron junto a un viejo Olmo.
—Traigo noticias de traición —escupió de prisa el fraile, como queriendo sacarse de encima un enorme peso.
—A cargo de quién —inquirió Cavalli, quitándole importancia. Sabía él que las conjuras estaban al orden del día, pero ya se gastaba mucho dinero en espías que ocupaban todos los rincones del territorio. Claro que si algo grave estuviera pasando él sería el primero en saberlo.
—Desde Bassano llegará un ataque al castillo de Marostica y de nada servirá la nueva muralla construida por Cansignorio. El Capitán del castillo, cómplice de Carrara, hará entrar su ejército y desde allí tomar Vicenza será realmente fácil.
—Esto es ridículo —respondió incrédulo el hidalgo, pensando dónde habían quedado los bien pagados informadores que debían prevenir este tipo de cosas. La guerra no podía sostenerse con frailes generosos que delataran a sus confesores.
—Se prepara todo para el verano, cuando el clima permita una acción repentina —repuso fray Tadeo volviendo a mirar al capitán pensativo.
—La verdad que los espías nos refieren que el malcontento crece en las aldeas, sobre todo en aquellas de frontera, donde los impuestos son cada vez mayores y la justicia la impone una administración corrupta, pero ¿esto?
Giacomo Cavalli, ya, en 1362 había defendido la ciudad de Vicenza de la invasión austríaca, cuando Carlos IV había tentado la penetración en tierras de los Della Scala, esta nueva incursión en tierras de frontera no podía significarle un problema, aun así, lo ensombrecía el hecho de haberse enterado por un cura. Sabía que muchas eran las derrotas de un ejército, las pestilencias o un ejército enemigo de mayor número, pero tener que ser derrotado por la incuria de sus espías no lograba digerirlo.
El capitán apretó los brazos del fraile casi afectuosamente, lo saludo agradecido augurándole buena salud y se dirigió hacia sus escoltas.
Fray Tadeo, aliviado, lo bendijo concediéndole una sonrisa abierta y franca. Había cumplido la misión que Dios le encargase. Solevado de la tarea pensó que dedicaría la semana a adquirir pergaminos, los mejores artesanos estaban en la ciudad.
—“Las puertas del Castillo quedarán abiertas para la fiesta de la Asunción” —anunciaba a toda voz el pregón.
Giuditta sintió el beso cálido que el padre le dio mientras se acomodaba en su cama, un colchón de lana apenas cubierto por una delicada manta de lino, bordada con motivos de oriente que tanto amaba su madre. Se abandonaba al encanto de ser protegida. No lograba pegar ojo, los preparativos para la fiesta de la Asunción la excitaban. Tendría una semana de libertad donde ella podía moverse sin tantos cuidados de parte de las doncellas de compañía o de su propia madre.
En el barullo de la feria semanal, se disponía la mercancía. Desde todo el condado acudían mercaderes, artistas y maestres para mostrar sus existencias o para exhibir su arte, con la esperanza de ser notados por algún noble adinerado.
Desde temprano la frenética actividad avivaba la plaza.