Agua de paraíso - Alberto Marrero Fernández - E-Book

Agua de paraíso E-Book

Alberto Marrero Fernández

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Beschreibung

Para Javier, el mundo siempre fue, es y será no más que el retablo por el que deambula Marcela, futura mujer, aún muchacha y siempre niña, nómada de su ciudad, de su universo, de su propio espíritu, y la vida y los actos de nuestro narrador serán marcados, delimitados y decididos según la vida y los actos de aquella, la que ora abandona el tablado, ora irrumpe en él, libre pero lastrada, tan insumisa y sola como la isla que en torno a ambos y al igual que ellos muda de rostro y avanza en círculos al paso de los años. Más que amor, el visceral magnetismo que lo anuncia; más que lujuria, el sarcófago carnal que la concluye. A esta condición sin nombre posible, infinita e inapelable, nos precipita el autor; a la colisión suicida de dos ráfagas de viento, de polvo, de breve llovizna; esas ráfagas que tanto anhelamos como tememos llegar a ser o, aunque tan solo por un terrible y dichoso instante, haber sido.

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Agua de paraíso

Alberto Marrero Fernández

Todos los derechos reservados

© Alberto Marrero Fernández, 2023

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2023

ISBN: 9789591025814

Tomado del libro impreso en 2019 Edición y corrección: Michel Encinosa Fu / Dirección artística: Alfredo Montoto Sánchez / Diseño de Cubierta: Suney Noriega Ruiz / Fotografía de cubierta: Jesús Lara Sotelo / Emplane: Aymara Riverán Cuervo

E-Book - Edición-corrección, diagramación pdf interactivo y conversión a ePub y Mobi: Damaris Rodríguez Cárdenas / Diseño interior: Javier Toledo Prendes

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: [email protected]

www.letrascubanas.cult.cu

Índice de contenido
Reseña del autor y la obra
Agradecimientos
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Reseña del autor y la obra

ALBERTO MARRERO FERNÁNDEZ (La Habana, 1956). Poeta y narrador. Autor del poemario El pozo y el péndulo, publicado en la primera edición de la colección Pinos Nuevos, en 1994. En 2003 conquistó el Premio Nacional de Narrativa Hermanos Loynaz con Último viento de marzo y en 2004 el Premio de Cuento del concurso Luis Rogelio Nogueras con Los ahogados del Tíber. En ese mismo año, Ediciones Unión dio a conocer su poemario La cercanía infinita. En 2007 publicó el libro de cuentos Efecto Babel por la Editorial Letras Cubanas. Obtuvo el Premio de poesía Julián del Casal de la Uneac con El límite de tiempo abolido y el Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba, ambos en 2009. En 2014 recibió el premio de poesía Alejandra Pizarnik por El salto mortal de la escritura, en 2015, el Premio de Poesía Nicolás Guillén con Las tentativas, y en 2016 el Premio de cuento El Hilo y la Cuerda. Poemas y cuentos suyos han sido publicados en numerosas revistas y antologías tanto del país como del extranjero. Es máster en Historia y miembro de la Uneac. Posee la Distinción por la Cultura Nacional.

Para Javier, el mundo siempre fue, es y será no más que el retablo por el que deambula Marcela, futura mujer, aún muchacha y siempre niña, nómada de su ciudad, de su universo, de su propio espíritu, y la vida y los actos de nuestro narrador serán marcados, delimitados y decididos según la vida y los actos de aquella, la que ora abandona el tablado, ora irrumpe en él, libre pero lastrada, tan insumisa y sola como la isla que en torno a ambos y al igual que ellos muda de rostro y avanza en círculos al paso de los años.

Más que amor, el visceral magnetismo que lo anuncia; más que lujuria, el sarcófago carnal que la concluye. A esta condición sin nombre posible, infinita e inapelable, nos precipita el autor; a la colisión suicida de dos ráfagas de viento, de polvo, de breve llovizna; esas ráfagas que tanto anhelamos como tememos llegar a ser o, aunque tan solo por un terrible y dichoso instante, haber sido.

Agradecimientos

Al escritor y amigo Enrique Cirules, que en vida me animó tanto a concluir esta novela. Al doctor, ensayista y profesor Rafael Rodríguez Beltrán por nuestras largas y enjundiosas conversaciones, que me ayudaron a concebir gran parte de la trama de esta novela. A la doctora Graziella Pogolotti, por sus enseñanzas. A Yuri Rodríguez, primer lector del texto en su etapa de gestación. A los escritores y amigos Alfredo Galeano, Alberto Guerra Naranjo, Sergio Cevedo, Rafael de Águila, Rodolfo Duarte, Jesús Lara Sotelo, Roberto Méndez, Pedro Luis Azcuy, Antonio Armenteros, Rolando Pérez Betancourt, Carlos Esquivel, Alberto Peraza, Nelton Pérez, Marilyn Bobes, Laidi Fernández de Juan, Francisco López Sacha, Víctor Fowler, Tomás Fernández Robaina, Gaetano Longo, Félix Contreras, Rito Ramón Aroche, Rodolfo Alpízar y Ahmel Echevarría por sus atinadas sugerencias. A mis hermanos de armas José. A. Yánez, Félix Ricardo Muñagorri y Wilfredo Mejías Caldero. A mi madre, que me dio el título de la novela. A mis hermanos, a mis hijos Alberto, Víctor Manuel y Sulay, a mis sobrinos y a toda la familia. Y, como siempre, a mi esposa María Victoria Toirac.

1

True, no one visits anymore.

John Ashbery

En una vieja caja de zapatos Amadeo hallé un puñado de fotos tomadas por mi hermano aquel fin de año. Gracias a ellas consigo reconstruir el intenso ajetreo de la casa: la cara eufórica de mi madre puliendo copas, vasos, platos, bandejas y cubiertos de plata; la cara sudorosa de la criada en la cocina; la cara pétrea de mi padre; la mía, absorta sabe Dios en qué livianos pensamientos; el tradicional menú de puerco asado, moros y cristianos, tostones, ensalada de lechuga y tomate, cascos de guayaba con queso y café para los mayores; la gran foto de familia en el momento en que el antiguo reloj de péndulo lanzó los campaneos de medianoche y con ellos el anuncio de un nuevo año. Besos, abrazos, oraciones, y luego el rito de las doce uvas que mi madre exigía al pie de la letra, el descorchado atronador de la sidra, turrones de Alicante, Jijona; e higos, dátiles, membrillo y otras delicias que no recuerdo.

Horas antes, al iniciarse la comida, mi padre sirvió copas de vino de manera excepcional. Era un tinto que él importaba de España para vendérselo a las iglesias. ¿Por qué brindamos?, preguntó Rodrigo levantando su copa. Como ninguno propuso un brindis, se bebió el vino de un golpe. Presentí tirantez en el aire.

Como de costumbre, la familia se reunía en Nochebuena, Navidad, Año Nuevo y cumpleaños. Sin embargo, nadie nos hizo la visita. Extrañé a mis tíos, tías y abuelos, pero sobre todo a mis primos y, en particular, a Marcela. Mi madre anunció que el horno no estaba para panecillos. A la sazón no entendí el sentido de la frase. Me fui a la cama después de besar a mis padres y darle un abrazo a Rodrigo. Pronto entré en un sueño convulso. No recuerdo la pesadilla que me hizo dar vueltas en la cama, pero intuyo que de alguna forma tuvo que ver con mis pánicos nocturnos: la imposibilidad de despertar o la presencia de un ser extraño en el cuarto. En cambio, recuerdo muy bien el amanecer. Desde la calle ascendía una nube de voces agitadas, portazos, crujidos de madera y cristales al romperse, el sonido seco y lijoso de muebles arrastrados. Escuché a mi padre decir que era una caterva de borrachos que regresaba de los festejos. No me pareció, pero ¿quién era yo para contradecirlo? Cansado, volví a esconder la cabeza debajo de la almohada. Entonces mi hermano me sacudió con fuerza. Levántate, me dijo con su cámara Nikon colgada del cuello, y bajó a la sala donde ya mis padres escudriñaban por la ventana.

El cliquear de la cámara sonaba como una melodía monótona. Ahora comprendo que mi hermano tenía una sensibilidad especial para atrapar lo que el fotógrafo francés Henri Cartier Bresson llamó el instante decisivo. Los ruidos venían de la casona de enfrente. Sonó el teléfono. Mi madre levantó el auricular y unos segundos después lo devolvió a su sitio. ¿Quién era?, preguntó mi padre y, sin esperar la respuesta, insistió: ¿Qué pasa, Eugenia? La lividez de mi madre parecía una máscara de harina. Se fue. El hombre se fue anoche en un avión, dijo, y acto seguido se persignó ante el Cristo de madera de la sala. Yo me lo imaginaba, dijo mi padre y comenzó a sintonizar Radio Reloj. No tuvo que esperar mucho para escuchar la noticia que repetían con el tic tac característico de la emisora.

Ignacio, ¿tú has visto por casualidad a Georgette y al resto de los gatos?, preguntó mi madre. Con el dedo índice en los labios y abriendo mucho los ojos, le exigió que se callara, pues en ese momento doblaba por la esquina el policía encargado de la custodia diurna de la casona. Tranquilo, vestido de caqui azul, con el tabaco humeándole en la boca y una pequeña silla de tijera en una mano, era evidente que ignoraba la noticia que la televisión y la radio ya trasmitían por todos sus canales. Mi padre le silbó para que se aproximara a la verja de nuestra casa. No logré a escuchar lo que le dijo, pero el hombre palideció y ahí mismo lanzó la silla y el tabaco, miró hacia a ambos lados de la calle y se largó con una carrerita de ganso asustado.

Sin crímenes ni otras deudas con la justicia, fue puesto en libertad y a los pocos meses se convirtió en el barbero de mi familia. Cada último domingo, siempre a las diez de la mañana, llegaba con su maletín y una impoluta bata de médico. Nunca dejó de agradecerle a mi progenitor su gentileza. ¿Usted se figura, Ignacio, lo que me habría pasado si yo hubiese caído en manos de aquella turba?, preguntaba invariablemente antes de dar el primer tijeretazo. Por eso le avisé, respondía a su vez, invariablemente, mi padre.

La mansión vecina era de una sola planta con puntal alto, enormes ventanales, tejas rojas, amplio jardín con fuente y glorieta, donde pululaba una decena de gatos con cintas en el cuello. A menudo se producían riñas, donde un macho mofletudo, de nombre Napoleón, imponía el orden con rápidos zarpazos. Los ladrones cargaban muebles de diferentes estilos que iban desde el colonial, Luis XVI, Neoclásico, Art Déco, Art Nouveau hasta el Imperio, mezclados con otros de la más reciente moda estadounidense, y taburetes de cuero de vaca; colchones, sábanas, ropas, alfombras, vasos, floreros, bustos de mármol con la imagen de Afrodita, Apolo, Minerva y otras diosas y dioses de la mitología grecolatina; platos, cubiertos, perniles de puerco, jamones, quesos, latas de galleta, botellas de Bacardí y whisky, televisor, radios, tocadiscos, refrigerador, lámparas, bombillos, toallas, escobas, plumeros, etcétera. La lista sería infinita. Las pocas veces que visité la casa, en compañía de mi madre, me horrorizó el acaparamiento de cosas disímiles, ubicadas sin el menor sentido del gusto y la armonía, conceptos que aprendí desde la cuna. No recuerdo haber visto un solo espacio vacío. Alguna vez le oí decir a mi tía Beatriz que los nuevos ricos de Cuba inventaron el kitsch caribeño. En la entrada y en el jardín se veían numerosos objetos abandonados por la prisa de los asaltantes.

Rodrigo no cesaba de apuntar con la cámara desde distintos ángulos. Pronto se le acabó el rollo y tuvo que colocar uno nuevo. La primera me la tomó a mí, todavía despeinado y legañoso.

En la caja descubrí otras fotos Eran imágenes de mis abuelos y abuelas (paternos y maternos), en una rara mezcla que solo puede entenderse por el hecho de que ambas familias eran amigas antes del nacimiento de mis padres. También había fotos de mis tíos y sus respectivas esposas e hijos. Mis primos hacían muecas y mi madre siempre posaba con una sonrisa de falsa plenitud; era la mayor de los hermanos y Beatriz la menor. Ambas estudiaron en el colegio del Sagrado Corazón de Jesús y hablaban inglés y francés con soltura. En el centro dos varones: Luis y Mario. El primero, abogado; el segundo, arquitecto. Mi abuelo, Ezequiel Jiménez Santa Cruz, llegó a ser presidente del Tribunal de Las Villas. Mi abuela, Cándida González de la Torre, estudió piano en conservatorios de Francia y Estados Unidos, pero luego, al casarse, abandonó la carrera musical para dedicarse a la crianza de los hijos que, con meridiana puntualidad, llegaban uno detrás del otro.

Según me contó mi madre, abuelo sufrió amenazas de muerte por condenar a un tipo a quince años de cárcel. El hombre era un cacique local que estranguló a una prostituta en una borrachera. Las presiones fueron tantas que un día se vio obligado a renunciar a su magistratura y largarse para La Habana con toda la familia. Al cuidado de sus tierras dejó a un administrador de confianza que le giraba mensualmente los ingresos por la venta de carne, leche y otros productos agrícolas. Mi tío Mario diseñó edificios en Santa Clara y en la Capital —todavía hoy se estudian en la carrera de Arquitectura—, y llegó a poseer acciones en entidades constructoras y hasta un par de restaurantes en Cancún. En cuanto a Luis, trabajaba como representante de una compañía americana en Cuba, de lo que se puede inferir que era un leguleyo astuto y con plata. Mi padre no tenía hermanos, y su familia era dueña de tierras colindantes con las del juez. Extrañamente, nunca se pelearon entre sí. Dice mi madre que ella se enamoró de él apenas se conocieron a través de la cerca que deslindaba las dos fincas, cuando ninguno de los dos había cumplido los diez años. Mi abuelo paterno enfermó de tuberculosis a mediados de los 50. En una de sus últimas visitas a la consulta de un prestigioso médico de la capital, resolvió transferir todos sus bienes a su hijo.

A mi padre nunca le agradó el duro trabajo del campo, si bien su escasa parentela era de campesinos isleños, rudos y semianalfabetos, que habían hecho fortuna gracias a su esfuerzo y a una cuota no despreciable de olfato para los negocios. A regañadientes, acató la voluntad de sus progenitores, pero con la condición recomendada por su suegro de que uno de sus tíos se encargara de dirigir los asuntos de la hacienda.

En algunas de las instantáneas aparezco yo junto a Marcela, una chiquilla díscola y rebelde que temía a los truenos. Bastaba que un relámpago cuarteara el cielo para que su audacia habitual se diluyera en lágrimas y temblores. Aterrada, se guarecía en un closet. Si la tormenta eléctrica se prolongaba demasiado, solía orinarse. Luego regresaba al juego como si nada, con la frente en alto, y ay de quien se burlara de ella. Ambos cursamos la primaria en el colegio Baldor, ubicado en la avenida G y 11, y después la secundaria en otro edificio de la misma escuela en G y 15, ya bajo control estatal y con el nombre de Carlos J. Finlay. De los primos, yo era su predilecto, el único que ella no rechazaba con palabrotas y empujones. Bebíamos agua del mismo vaso y refresco de la misma botella. Los hijos de Luis y Mario nos gritaban: ¡Cochinos! ¡Puercos! Marcela les mostraba las uñas. Todos teníamos marcas de sus uñas. A Rodrigo no lo incluyo en estas reminiscencias porque jamás se mezcló en juegos, excepto con Marcela. Con ella sí tuvo concesiones, como enseñarla a montar bicicleta, carriola y patines. Celoso, yo me embuchaba sus dulces preferidos, a lo que él respondía con una sonrisa indulgente que me crispaba aún más. Te odio, le dije una tarde en que paseó a Marcela en el caballo de la bicicleta. Pero este sentimiento pronto se esfumaba. En definitiva, era el hermano mayor, el primo mayor, el hijo mayor, el sobrino mayor, el nieto mayor, y eso le concedía de cierta forma la cualidad de adulto, aunque no era más que un muchachón con sombra de bigote y una estatura que ya frisaba los seis pies.

Algunas noches Marcela dormía en mi cama y nos contábamos intimidades hasta la madrugada. Ella jamás pareció avergonzarse de sus revelaciones y me incitaba a que hiciera lo mismo. También padecía de sueños convulsos. Una de aquellas noches se nos ocurrió un juego que denominamos «la competencia de pesadillas», donde cada cual debía contar su sueño para después elegir el ganador. ¿Cómo saber en aquel entonces que éramos cómplices de un divertimento de corte freudiano? El deseo de triunfar a cualquier precio nos impulsaba a urdir historias absurdas y grotescas. El juego duró hasta la época en que estudiábamos en la universidad. Cuando Marcela enfermó de paperas, a mí me dio a los pocos días; cuando yo pesqué la rubiola, ella se infectó también en menos de una semana y, por si fuera poco, ambos padecimos de bronquitis, amigdalitis y diarreas en un mismo periodo. La mañana en que ella descubrió su primera regla, yo fui el primero en saberlo. Vi una mancha en su pijama y luego un hilillo de sangre fluyéndole por una pierna. Esa misma noche tuve mi primer sueño húmedo. Estos muchachos parecen que nacieron de un mismo óvulo, comentaba mi madre a su hermana Beatriz, madre de Marcela. De una elegancia altiva y a veces exagerada, ella fingía no escuchar y se servía una copa de vino o un trago de Bacardí con hielo.

¿Pero dónde se habrán metido esos perversos gaticos?, protestó mi madre una vez más. ¡Por favor, Eugenia!, exclamó mi padre con la vena del cuello a punto de reventar.

Teníamos una gata de Angora a quien Napoleón preñaba con frecuencia. Los partos iban a parar al jardín del vecino, al amparo de su esposa, una mujer regordeta, con cara de india taína y sin hijos, cuyo acuerdo con mi madre consistía en alimentar y proteger el fruto de sus respectivos felinos. A lo mejor los mataron a palos, a no ser que esa indígena se los haya llevado en el avión, cosa que dudo, auguró en voz alta para que mi padre la oyera y añadió: Los gatos captan el peligro mejor que los humanos; si pudieran hablar nos contarían el futuro. Molesto, mi padre cruzó la calle y se internó entre los arbustos del jardín llamando con el clásico misu misu a Georgette. Rodrigo corrió detrás de él con su Nikon. Picado por la curiosidad, me sumé a la búsqueda. Pero nuestra gata, ni sus hijos, ni el mofletudo emperador, aparecían por ninguna parte. Aprovechando el momento en que el viejo se adentró en un seto de buganvilias, mi hermano y yo nos colamos en la casona. De repente, tropezamos con un tipo sudoroso que cargaba un cuadro en los hombros. El hombre balbució algo ininteligible que a ambos nos pareció una amenaza. Más adelante vimos a otro que arrastraba una cocina de gas y a otro concentrado en desmontar una taza de baño. Pronto descubrimos que la casa poseía un entrepiso, que en mis visitas anteriores jamás percibí. En él se agrupaban varios estantes de madera oscura, repletos de estatuillas, cerámicas y vasijas con figura de gatos. Un extraño museo gatuno, con obras de arte traídas de medio mundo, algunas de oro, plata y jade. Ahora presumo que la coleccionista era la gorda aindiada, aunque también podría haber sido su esposo, un tipo esmirriado, amarillento, de ojos inexpresivos, que vestía siempre de dril blanco y que jamás nos dirigió la palabra, ni siquiera un simple saludo. En cualquiera de las variantes, no creo que conocieran el complejo y paradójico simbolismo del animal desde que lo domesticaron en el antiguo Egipto. De acuerdo con el criterio de algunos estudiosos, el ejemplar egipcio dio pie a cruzamientos sucesivos hasta obtener las razas que conocemos hoy. Mi madre se consideraba una experta en el tema. No sé cuántas veces le oí contar la historia del gato que habitaba en el convento donde estudió. El felino había muerto hacía mucho tiempo y, sin embargo, las pupilas seguían viéndolo cada tarde en el comedor, y algunas les dejaban leche y pescado debajo de las mesas. Hay personas que aseguran que su carne se parece a la del conejo, de ahí la frase dar gato por liebre, presente en casi todos los idiomas. No cabe duda de que los carniceros nos estafan desde la antigüedad. Sigilosamente, como un gato, hurté una estatuilla fundida en bronce. Mi hermano tomó algunas fotos más y después buscamos la puerta de salida, donde mi padre nos esperaba con el ceño fruncido. A mí me haló una oreja y a Rodrigo le soltó un manotazo en la espalda. Al cruzar la calle, introduje la mano en el bolsillo del pantalón para comprobar si la figurilla seguía allí. Cuando relatamos nuestro singular hallazgo, mi madre dijo con solemnidad de pitonisa que hasta los vándalos respetaban el espíritu de los gatos.

El teléfono no paraba de sonar. Eran mis tíos y algunos amigos de la familia, todos con la misma pregunta: ¿Y ahora qué va a pasar? Unas veces respondía mi padre y otras mi madre, pero ambos con idénticas palabras. Ya veremos, hay que esperar. Solo una vez oí a mi padre exclamar: ¿Cómo carajo lo voy a saber? Comprendí que algo terrible iba a suceder o ya sucedía. A los doce años mi noción de la realidad no iba más allá de la escuela, la casa y el retozo con Marcela. En cambio, Rodrigo sí estaba al tanto de las preocupaciones de los mayores y daba opiniones que mis padres le reprochaban, no sé si porque eran ciertas, o irrespetuosas, o superficiales, o porque no les convenía que un hijo suyo se manifestara de esa forma en público.

Anochecía cuando escuchamos el frenazo de un carro. Asomados a la ventana, vimos a tres hombres armados con pistolas y escopetas tirarse del vehículo. Todos portaban un brazalete rojinegro. Los ladrones corrieron en desbandada. Al poco rato un joven alto y ojeroso tocó a la puerta de nuestra casa. Se presentó como jefe de milicias. Mi padre se encargó de describirle, con suma parquedad, los hechos. El relato pereció no interesarle mucho y entonces preguntó si habíamos visto al dueño de la mansión de enfrente. La pregunta nos hizo comprender de inmediato que su presencia allí respondía más a la persona de nuestro misterioso vecino que al saqueo de la casa. Él captó al vuelo nuestra perplejidad y dijo: No está bien lo que acaban de hacer esos tipos, no está bien… ¿Ustedes reconocieron a alguien en particular? Casi a coro le respondimos que no. La chusma no se conoce en esta familia, joven, remató mi madre y lo invitó a comer. Gracias, pero dispongo de poco tiempo; ahora lo más importante para nosotros es capturar a los esbirros antes de que escapen y restablecer el orden. Vi a mis padres aprobar estas últimas palabras con una inclinación de cabeza. Sin avisar, mi hermano apretó el obturador. El joven se cubrió la cara con una mano y dijo que, por favor, nada de fotos, y ya se retiraba cuando le preguntó si por casualidad había tirado algunas durante el atraco. Claro que sí, contestó Rodrigo jactancioso y le mostró los cilindros que guardaba en el bolsillo. Los necesito, te los devolveré sin falta, dijo y se marchó con los rollos.

¿Dónde estarán esos animalitos de Dios?, suspiró mi madre al cerrar la puerta. Mi padre la miró frenético.

Una semana después, no recuerdo bien, el joven regresó con los rollos y un paquete de fotos. Vestía en esta ocasión un traje verde olivo. Nos anunció que gracias a las fotos lograron identificar a varios de los cuatreros, entre ellos al que se robó lo que suponemos que sea un Goya. Mi madre lo miró estupefacta, como si dudara de que nuestros indoctos vecinos hubiesen tenido semejante joya de la pintura universal. Muy seria le preguntó por qué no usaban la escarapela tricolor de los sans-culottes en lugar del brazalete rojinegro. El joven se echó a reír, y ese acto develó su extrema juventud. Es que Francia está muy lejos, señora, dijo sin dejar de sonreír. Pero el espíritu jacobino no, objetó ella.

2

Sé muy bien que en la infancia

de toda la gente hubo un jardín.

Fernando Pessoa

En el jardín de mi casa había un arbusto de paraíso.Todavía permanece allí, con sus flores aromáticas de pétalos de color lila azulado que abren en mayo y junio; tallo recto que termina en copa de follaje compacto; frutos globosos que, antes de madurar en el falso otoño de la isla, parecen aceitunas. Bajo su sombra, Marcela y yo solíamos sentarnos en un pequeño banco que construí con unas tablas. Después de los aguaceros, una de mis maldades consistía en atraerla con cualquier pretexto (el nido de un pájaro, por ejemplo) y de pronto sacudir las ramas para que el agua de lluvia nos cayera encima. Una tarde sorprendimos a mi madre cortando unos gajos con unas tijeras de jardinería. Cortaba con torpeza y sus tacones altos se hundían en la tierra. Le dije que era mejor romperlos con las manos. Así lo hizo y luego se dirigió a la cocina con los tacones cubiertos de fango. La escuché maldecir a la criada que, días atrás, había renunciado para convertirse en obrera de una fábrica.

Transcurrido un rato, volvió. Marcela, déjame examinarte la cabeza, dijo. Mi prima jamás obedecía sin resistencia y echó a correr ante la mirada atónita de mi madre, que tuvo que buscarla por toda la casa hasta que la encontró acurrucada debajo de mi cama. La sacó halándola por una pierna y, a empujones, la condujo al baño. Recuerdo que, tal vez al cabo de una media hora, Marcela regresó con el cabello peinado hacía atrás, húmedo y resplandeciente.

Mi casa era de estilo moderno, de dos plantas. En esa zona de Miramar, muy próxima al túnel de 5ta Avenida, predominaba este estilo y algo del llamado eclecticismo. Mi padre la mandó a levantar a mediados de los 40, en un periodo de esplendor de sus negocios, con el propósito de abandonar la residencia de sus suegros, donde vivió varios años con mi madre y Rodrigo. Su construcción terminó casi con mi nacimiento. Poseía una sala y un comedor espaciosos; cuatro habitaciones cómodas con ventanas de vidrios policromados y closet en lugar de escaparates; tres baños, una cocina amplia revestida con azulejos sevillanos, portal y garaje para dos autos. Los pisos eran de baldosas blancas y negras, en forma de tablero de ajedrez. La rodeaba una cerca perimetral que delimitaba un remedo de jardín francés con parterres geométricos. La luz atravesaba las numerosas lunetas imprimiéndole un tinte especial al interior de la casa. Prevalecía el azul y el rojo intenso que formaban franjas en el piso ajedrezado.

Lejos del bullicio de la ciudad, me acostumbré al silencio y a la brisa que soplaba desde la costa cercana. Los vecinos eran familias acomodadas, como el matrimonio que vivía enfrente. Mi madre nunca dejó de lanzarle pullas al hombre cuya riqueza parecía crecer con cada gobierno. Es un tacaño, con el dinero que tiene podría comprarse un piso en París, decía.

El arbusto de paraíso lo plantó mi padre en el jardín con la esperanza de que nos traería paz y prosperidad. No sé de dónde sacó la idea, pues la planta, según el diccionario botánico, era venenosa, pero lo dijo con tanta firmeza que nos convenció a todos. En especial a mi madre, que le indicó al jardinero mantenerlo libre de malas hierbas. En solo unos años creció con un ímpetu que a Rodrigo y a mí nos pareció anormal. Mi hermano le hizo una foto: Para dejar constancia de un acto de magia natural, decía.

Rodrigo se iba con frecuencia al Fanguito, una ciudadela de tablas y techos de cinc, donde vivían familias pobres que más de una vez sufrieron las embestidas de fango y mierda del Almendares. Allí aprendió muchas cosas que en nuestro barrio aburguesado y santurrón jamás hubiera aprendido, y conoció a una mujer mucho mayor que él, esposa de un viejo bodeguero. A la señora le encantaban los jóvenes; solía primero someterlos a una lenta y meticulosa felación antes de cabalgarlos encima de los sacos de arroz mientras el marido vendía productos en el mostrador, y a veces se asomaba para disfrutar del espectáculo. Rodrigo me contó este episodio convencido de que era hora de familiarizarme con los «secretos de la carne», y también con el lado oscuro y morboso de la mente humana, así dijo. Sin embargo, jamás me invitó a una de sus correrías. Me hubiera gustado iniciarme con aquella señora.

Aunque Marcela y yo estudiábamos en la misma escuela, mi madre pidió que nos pusieran en grupos distintos, por lo que solo podíamos vernos durante el recreo y a la salida. Pero los fines de semana ella llegaba y mi vida adquiría otro sentido. Recuerdo que tuve un sueño donde mis huesos se convertían en barro, o mejor, plastilina. Me estiraba un brazo, y luego otro, y a continuación ambas piernas hasta transformarme en un gigante. Cuando se lo conté a Marcela, emprendió a arquearse con una elasticidad de serpiente. Tu pesadilla es una bobería, dijo con la cabeza entre las piernas. ¿Cómo aprendió a hacer esos movimientos? ¿En qué circo se los enseñaron?

Lo que más me atraía de mi prima eran su olor y la temperatura de sus manos. Olía como a árbol reciente, a hierba virgen. Nunca usaba perfumes y, cuando lo hizo por primera vez con uno llamado Shalimar, el encanto se me esfumó de súbito. No es lo mismo, pensé. Intuí que su olor provenía de un núcleo secreto, de una zona subrepticia. En cuanto a la temperatura, era de una tibieza inusual, como si algo le hirviera por dentro. A estas características se sumaban unos ojos verde cobalto, pelo negrísimo, delgadez refinada, piel casi traslúcida que dejaba entrever un ramillete de venas azules, labios siempre encarnados, como si acabaran de beber sangre. Ahora me veo reteniendo sus manos entre las mías hasta que ella trataba de zafarse con fingido temor. Anda Javier, suéltame que me haces daño, y yo no obedecía porque el calor de sus dedos me estimulaba una agradable erección, y era como si flotara, o me hundiera, o las dos cosas, y no había otra realidad que su calidez mojada y su olor también mojado por el esfuerzo que hacía para librarse de mis manos.

Cuando cumplimos catorce años, nuestras relaciones comenzaron a ser más atrevidas. Por fortuna, nadie nos prestaba mucha atención en ese momento. Había demasiadas noticias en el aire como para fijarse en un par de mocosos. Meses atrás, mi hermano anduvo alfabetizando en las montañas del Escambray. Cuando regresó tenía barba y collares de semillas en el cuello. Parecía otra persona. Como era de esperar, esto provocó acaloradas discusiones en la familia y que mis padres afrontaron diría que con dignidad. Para mis tíos era un disparate enseñar a leer y a escribir a una recua de guajiros estúpidos que a la larga detentarían el poder, como esos otros que entonces imponían nuevas leyes y anulaban las existentes. Indignado, mi viejo replicó que midieran sus palabras, porque él se consideraba un guajiro de sangre, aunque nunca se hubiese roto las uñas en la tierra. A César, padre de Marcela, tampoco le gustaron las palabras de sus cuñaditos, como él solía nombrarlos en son de burla. Sabía muy bien que ambos lo tildaban de comunista con penthouse.

¡Qué desastre de país!, gruñó la mujer de Mario. Ella censuraba a Rodrigo no solo por alfabetizar, sino también por el hecho de que mi hermano se opuso al motín de un grupo de estudiantes de Baldor (nuestros primos entre ellos), instigados por los padres y algunos maestros del colegio, a raíz de que este fuera intervenido por el gobierno. Pero el nerviosismo de parte de mi familia tenía una causa más poderosa: el país había soportado sin tambalearse una invasión y los americanos no se decidían a intervenir para restablecer el orden, se quejaba Luis. En ese mar de preocupaciones, suspiros y arrebatos, Marcela y yo aprovechábamos para toquetearnos y darnos besos rápidos. Un sábado acompañamos a mi padre a su bodega de vinos, situada en un viejo galpón de la calle Neptuno. El sitio nos encantó por la mezcla de aromas que respirábamos y por la humedad que mitigaba el calor de la calle; todo envuelto en una suave penumbra, con telarañas en los rincones y ventanales entornados. A Marcela le parecía estar en otra época, en una taberna con candelabros y música de flautas, bandurrias, panderetas…

Acércate aquí, le dije interrumpiéndole la perorata, y le mostré un barril con la fecha de su cumpleaños. ¿Será para mis quince?, me preguntó con ojos encendidos. No lo creo, dije y agarré una jarra que alguna vez vi en manos del único empleado del almacén. Abrí la llave. Un hilo sanguinolento brotó de las entrañas del tonel. Bebimos y el vino nos pareció exquisito; probamos de otro con fecha más reciente y también su sabor era exquisito. Así seguimos hasta llegar al fondo de la bodega, donde sentimos los primeros síntomas de la embriaguez.

Ahora… entiendo a… mi madre, tartamudeó Marcela descubriendo unos dientes parejos y blancos, e iba a continuar hablando cuando besé sus labios manchados de vino, sus labios enrojecidos por la sangre del vino, por el espíritu juguetón del vino. Introduje mi lengua en su boca, a la francesa, como me explicó Rodrigo en una oportunidad, y luego tomé su mano y la puse encima de mi miembro abultado, deseoso de salir de su encierro. Excitada, ella abrió mi portañuela y comenzó a masturbarme, y entonces yo busqué su sexo debajo de la saya y lo froté con dos dedos, sin enterrarlos mucho (otra enseñanza de Rodrigo). Ambos jadeábamos cuando solté un chorro que le bañó la mano. Me suplicó que, por favor, no parara, y en unos segundos comenzó a estremecerse, los ojos en blanco, la boca desfigurada dejando escapar un hilo de baba. Pasado el instante, probó el semen con la punta de la lengua. Sabe a almidón, dijo y me pidió el pañuelo para limpiarse las manos.

Volvimos a beber y al rato nos tumbamos sobre unas cajas de madera y nos pusimos a mirar al techo, donde unos insectos revoleteaban alrededor de un foco que emitía una luz tenue. Marcela dijo que eran mariposas, y yo que hormigas voladoras. Ella negó que las hormigas volaran, y yo aseguré que algunas sí lo hacían. Entonces no son hormigas sino comejenes, afirmó. Es lo mismo, dije. No, no es lo mismo con alas que sin ellas, insistió. Le expliqué que los comejenes las pierden después de aparearse. Por unos segundos calló, pero yo sabía muy bien que eso de quedarse muda no era ni por asomo que se sintiera derrotada, o porque la bebida la hubiese ablandado. Desde entonces Marcela poseía una habilidad pasmosa para discutir y emplear argumentos, ora en el ataque, ora en la defensa de sus opiniones, aunque tuviera a veces que recurrir al absurdo. De pronto me preguntó si el día que ella y yo nos apareáramos perderíamos las alas. Le respondí que los humanos no tenemos alas. Y ella que los ángeles sí las tienen.

Los ángeles no son personas, sonreí.

¿Quién dice que no?

Lo digo yo, reafirmé.

¿Y acaso tú eres Dios para decidir qué es y qué no es?

Nadie es Dios.

¿Y si hubiera uno?

Nadie lo ha visto, dice César.

Y por el hecho de que nadie lo haya visto, como dices tú que dice mi padre, ¿debemos negarlo?

De acuerdo, pudiera haberlo.

A lo mejor estamos en el cielo y no nos damos cuenta.

Sí, mi amor, estamos en el cielo y esos bichitos son ángeles, dije para acabar aquella discusión sin sentido, y la abracé.

Es la primera vez que me llamas así.

¿Te molesta?

No, no me molesta, lo que me extraña es que no lo me hayas dicho antes.

Da igual.

Sí, da igual, pero… ¿de verdad tú crees que estamos en el cielo?

Sí, estoy seguro.

Lo malo del cielo son los truenos, masculló ella entre dientes.

Nos quedamos dormidos. Mi padre nos encontró abrazados, como los amantes de Pompeya. Malditos chiquillos, le oí decir al viejo mientras nos cargaban hacia el carro con la ayuda del empleado.

La familia no vio con buenos ojos aquella situación, y alguien que no recuerdo la tildó de incestuosa. Entonces yo ignoraba el significado de la palabrita. En una especie de tribunal familiar se decidió alejar a Marcela de mi casa por un tiempo. Hasta que la picazón se les pase, dijo Luis. Beatriz se limitó a encogerse de hombros; en cambio, César dijo que no sería la primera vez que dos primos se liaran en un retozo de amor. El amor no es un juego, ripostó mi madre encarándosele a su cuñado. Abogado de profesión, solía tener aventuras con mujeres jóvenes, según comentaba mi madre a sus espaldas. Sin embargo, era un extraordinario conversador, devoto de la ópera y el bel canto, así como de la música popular y la pintura. Yo lo admiraba en secreto, sobre todo tras saber que había combatido en la guerra de España. Mi casa fue lugar de tertulia de comerciantes antifranquistas exiliados en Cuba, amigos de mi padre que, si bien no fueron hombres de trinchera, sufrieron de una manera u otra la represión fascista. Una tarde vimos a César discutir con ellos por juicios y apreciaciones que él no compartía. A mí que no me vengan con cuentos que yo estuve allí, dijo y se largó tirando la puerta. Marcela y yo presenciamos la controversia desde el comedor sin entender nada o muy poco del asunto.

La decisión de alejarnos por un periodo, algo así como un exilio para el caso de Marcela, nos fastidió muchísimo. En vano intentamos protestar. En la secundaria, mi madre solicitó a los profesores que no nos permitieran andar juntos. Al principio nos mirábamos de lejos en el patio, haciéndonos señas que solo ella y yo comprendíamos, pero con el tiempo la vigilancia comenzó a resquebrajarse, instantes que empleábamos para vernos en cualquier rincón. Mucho tiempo después, al rememorar este suceso, Marcela me confesó que entonces la patria para ella era yo. Qué ironía.

Los fines de semana burlábamos el castigo llamándonos por teléfono a escondidas, siempre a una hora previamente acordada. Al principio nuestras conversaciones eran breves, pero luego se tornaron largas e intensas. Una sensualidad cada vez más agresiva nos conquistaba como una droga. Un día ella me describió una visión que tuvo donde yo raspaba sus pezones con un cepillo de dientes. Dijo que sintió dolor y placer. Entonces me atreví a describirle un grupo de fotos pornográficas que Rodrigo ocultaba en su closet. Marcela escuchó en silencio y a ratos me pedía detalles que yo exageraba para mantener su atención. Y fue en esa etapa cuando ambos leímos la novela Historia del ojo, de George Bataille, otro de los tesoros ocultos en el closet de mi hermano. A ella le encantó que uno de los personajes de Bataille se llamara Marcela. De igual forma, se sintió identificada con Simona. Una noche me llamó para decirme que iba a reproducir una escena de la novela, donde su tocaya se masturba y luego se orina dentro de un escaparate. Tú te orinas cuando truena, dije. El chiste no le gustó.

Otro de nuestros temas de conversación era la música de moda. Nos fascinaban los grupos de rock ingleses y estadounidenses surgidos bajo la influencia de los traviesos chicos de Liverpool. Rodrigo se peinaba la melena como ellos y solía escucharlos en la estación WQAM. Para Marcela, John era el genio y, para mí, Paul. A George le otorgábamos una categoría inferior, aunque con los años se demostró su talento. De Ringo, que yo recuerde, nunca hablamos. Sin embargo, el tema por excelencia de mi prima era la ópera. Su padre la enseñó a apreciar desde niña esa mixtura de canto, drama y a veces danza. Su frenesí era tal que nombraba a las personas con el nombre de héroes o villanos operísticos, sutileza que nadie o muy pocos captaban, porque la ópera era prácticamente desconocida entre los jóvenes de entonces. Solo una élite de antiguos burgueses como nosotros era capaz de soportar dos horas en un teatro oyendo cantar de una manera extraña, así decían los muchachos de la escuela e imitaban las voces de sopranos y tenores con chillidos de animales. A Marcela estas burlas la enfurecían y ripostaba con una palabrota o un gesto de desprecio. En una oportunidad tuve que fajarme con un pelirrojo que intentó zarandearla después de recibir de ella una retahíla de insultos. A pesar de que logré someter al colorado, terminé con la boca partida y varios moretones. Orgullosa, Marcela proclamaba que yo era Sigfrido y ella Brunilda.

Un domingo, César se apareció en mi casa con Marcela. Sin el uniforme escolar, vestida con una blusa ajustada, entreví que las tetas le habían crecido. Se lo dije en el oído y me respondió con un pellizco. Pronto celebraría su fiesta de quince, para la cual ya se vaticinaban invitaciones, bebidas y un buffet aparatoso. Ella se negó de antemano a bailar el tradicional vals. Dijo que ni muerta. Prefería una fiesta moderna, con música y baile modernos. Tampoco traje blanco para ella ni ridículas corbatas de mariposa para los invitados. César, como siempre, la secundó. Lo cierto fue que este llegó y dijo que era hora de levantar el escarmiento a los muchachos y, con la aprobación muda de mi padre y la cólera gestual de mi madre, nos llevó en su flamante Chevrolet descapotable al Teatro Auditórium para asistir al inicio de la temporada de ópera. Sin duda, César era un tipo osado que se cagaba (la frase es suya) en formalidades y convenciones. Horas después del entierro de su madre, por ejemplo, se puso a desbarrar un nocturno de Chopin en el viejo piano de cola de mi abuela. ¿A quién se le ocurre aporrear un piano en un momento como este?, protestaron casi al unísono ella y mi madre. Desoyendo los reproches, César continuó tocando hasta que se cansó y se fue a beber a la cocina. Mi padre y Rodrigo no se inmutaron. Beatriz tampoco, acostumbrada a las rarezas de su marido. Ella tenía apenas dieciséis años cuando lo conoció en un baile de sociedad. A pesar de que él ya frisaba los treinta, el hecho de ser un abogado con casa propia y trabajo fijo incitó a mis abuelos a consentir el matrimonio sin un periodo de noviazgo, como dictaba la tradición. Se casaron en un abrir y cerrar de ojos y a los nueve meses nació Marcela.

En el trayecto hacia el teatro, nos explicó el argumento de La Traviata de Verdi con Ana Menéndez en el papel de Violeta, Armando Pico en el de Alfredo y Humberto Diez en el de Giorgio Germond, si mal no recuerdo. Dijo que muchos de nuestros tenores y sopranos podían cantar sin sonrojo en la Scala de Milán, en el Metropolitan Opera House o en el Bayreuth. Marcela no paró de hacerle preguntas a su padre durante la función. Quería saberlo todo. Yo bostecé un par de veces, pero en general me gustó la puesta.