El privilegio de los alcatraces - Alberto Marrero Fernández - E-Book

El privilegio de los alcatraces E-Book

Alberto Marrero Fernández

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  • Herausgeber: RUTH
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
Beschreibung

Un compromiso tiene el doctor Florencio Guzmán consigo mismo: descubrir al asesino de su exnovia, la profesora de la Universidad de La Habana Elena Campoamor, de la que aún se siente enamorado. Convertido en un Quijote enfrenta barreras como molinos de viento en una Cuba de mediado del siglo xx donde pulula la prostitución, la falsa identidad, negocios gubernamentales con personeros de la mafia estadounidense, el tráfico y consumo de drogas, la persecución policial injustificada, entre otros males que entorpecen, en cada capítulo, su investigación judicial. Llegar al asesino es su misión aun cuando por motivos ajenos tiene que abandonar el país. Novela ganadora del Concurso de Literatura Policial "Aniversario de la Revolución" en el año 2022.

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Seitenzahl: 252

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Página legal

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Premio novela del concurso “Aniversario del Triunfo de la Revolución”del Minint, 2022

Jurado: Pedro de la Hoz González

        Jesús Orta Pérez

         Iris E. Pérez Pedraza

 

Edición: Martha Pon Rodríguez / corrección: Adriana Daniel Aneiros/diseño de la colección: María Elena Cicard /        

realización de interior: Francy Espinosa González / diseño de cubierta: Alexis M. Rodríguez Diezcabezas de Armada

© Alberto Marrero Fernández

© Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2024

ISBN: 9789592116566

Editorial Capitán San Luis. Calle 38 no. 4717 entre 40 y 47,Kohly, Playa, La Habana, Cuba.

Email: [email protected] www.capitansanluis.

cu ww.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta Editorial queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra,        

incluido el diseño de cubierta, o transmitirla de cualquier forma o por cualquier medio.

Agradecimientos

Al narrador Julio Travieso, amigo y maestro, a quien le debo largas y enjundiosas conversaciones sobre literatura e historia.
Al escritor e historiador Newton Briones Montoto, cuyos libros General regreso y Dinero maldito, me permitieron ambientar, desde el punto de vista histórico, esta novela.
Al escritor y periodista Ciro Bianchi, por facilitarme abundante información para la novela, entre ellas la crónica de un asesinato similar ocurrido en los años 20 en Cuba, el cual recreé
con los recursos de la ficción.
A mis amigos y a toda mi familia, en especial a mi esposa María Victoria.
Índice de contenido
Página legal
Agradecimientos
I
Por culpa de la niebla
II
Perro de paja
III
Buscando a Roswell
Datos del autor

I

Por culpa de la niebla

(…) por culpa de la niebla, que se ha vuelto

densa y penetrante.

Louis-Ferdinand Céline

1

La marea alta y los perros hambrientos se encargaron de sacar algunos huesos a la superficie. Apenas dos días atrás, la niebla, espesa como leche coagulada, parecía que se tragaba la ciudad. Nadie recordaba un fenómeno igual. Los meteorólogos dieron las explicaciones adecuadas, pero la gente en la calle creyó en algo más siniestro e inexplicable. Los babalaos fueron los primeros en dar la alarma, seguidos de pastores, curas, testigos de Jehová, barberos, bodegueros y choferes del transporte público. Los políticos fueron más cautelosos y ninguno predijo nada frente a los micrófonos.

Ahora en el cielo se avistaban ripios de nubes y el aire era caliente, con olor a sargazos y maderas podridas. El detective Florencio Guzmán, alias Floro, tuvo una corazonada cuando vio el cuerpo chamuscado en una fosa de poca profundidad, cavado en la arena, a unos metros de la costa, en la playa de Bacuranao. A la presunta víctima le faltaba una tibia, que los vecinos del lugar tuvieron que arrancarle de la boca a un jíbaro que prefirió ser apaleado antes de soltar su comida, la única que tal vez probaba en días de merodear por dunas y breñas costeras.

La noticia circuló de casa en casa hasta llegar a oídos de la Guardia Rural que, ante lo extraño del caso, llamó a la Policía Judicial, cuyo Departamento de Homicidios se desplegó en el tramo de playa con investigadores y peritos forenses. Al frente de la pesquisa designaron al capitán Aquilino Gutiérrez, auxiliado por el médico criminalista —devenido detective por voluntad propia— Florencio Guzmán. Pero el oficial prefería que el joven, poseedor de una mayor cultura científica y de una tenacidad poco frecuente, fuera la voz dominante del grupo. Por eso delegaba en él muchas de las tareas que le correspondían sin sentirse disminuido, con la anuencia muda del resto del equipo que conocía la habilidad, pero sobre todo el afán casi obsesivo del doctor Floro para investigar un hecho criminal, sin descartar pistas a la ligera, sin miedos o recatos innecesarios, sin entretenerse en otro asunto que no fuese descubrir al culpable, a pesar de sus pocos años en el oficio.

Dime qué rayos estás pensando, quiso saber el capitán después de observar, con asco y tapándose la nariz con un pañuelo, el cadáver achicharrado. El gesto del jefe le recordó el suyo propio, muchos años atrás, en Nueva York, cuando vio un cuerpo carbonizado dentro de un automóvil consumido por las llamas, cerca del puerto. El olor de la carne quemada se le prendió a la nariz entonces, provocándole náuseas durante horas, días, que solo lograba mitigar oliendo un frasquito de alcohol que le dio su madre. Pero hoy es ya un profesional acostumbrado a todo tipo de hedores humanos. ¿Acaso era la primera vez que el capitán se las veía con un cadáver en esas condiciones? En Cuba no era frecuente que los asesinos incineraran a sus víctimas. La mayoría de las muertes violentas eran por tiros, puñaladas, machetazos o envenenamientos, ejecutados estos últimos casi siempre por mujeres. Algún que otro descuartizamiento hubo, en que los trozos de la víctima aparecían en paquetes regados por la ciudad. Tampoco se tenían noticias de asesinos en serie, como en Europa y Estados Unidos. Éramos, en ese triste sentido, un país modesto, de poca imaginación.

Es una mujer, mire los huesos de la cadera, respondió Floro. En las mujeres la pelvis es más redondeada y ancha que en los hombres, y los huesos más ligeros, lo que permite el crecimiento del útero durante el embarazo y la expulsión de la criatura en el parto.

Muy bien, pero ¿por qué no veo gusanos sino esos asquerosos bichos?

El tejido deshidratado por el fuego, es decir, la carne seca, no atrae a las moscas carroñeras para depositar sus huevos, de donde nacen las larvas, o los gusanos que usted menciona; su lugar lo ocupan las polillas, escarabajos y esos cangrejos que ha visto dado a la cercanía del mar, respondió Floro apartando con una ramita de pino un pequeño crustáceo de la cara, o de lo que quedaba de la cara de la víctima, y dijo después: La bañaron con gasolina, huela profundo, todavía se puede oler el espíritu del combustible; que los hombres busquen bien en los alrededores, de seguro aparecerá el recipiente y, a lo mejor el asesino dejó huellas en él; ahora sugiero llevar el cadáver al laboratorio, porque tengo una corazonada, concluyó Floro bajando la voz.

No me digas que ya te imaginas de quién se trata, chico, ¿acaso eres adivino o periodista?, bromeó el capitán.

Intuición, alegó el joven detective recogiendo un botón dorado en la arena. Es de un vestido de mujer, balbuceó, y el capitán con voz imperativa ordenó rastrear, palmo a palmo, el área, y un poco más allá, hacia la carretera.

Pronto los agentes dieron con el bidón de gasolina oculto en la maleza y huellas de neumáticos de dos automóviles, que dejaron surcos en diferentes direcciones, las que fueron fotografiadas. Alrededor de la fosa, Floro halló colillas de cigarros Partagás que colocó en un cartucho. Un guardia de la Rural, que arribó casi en el momento de montarse en los carros, informó que el sábado, muy temprano en la mañana, cuando todavía no se había disipado la niebla, un tipo le vendió al dueño de una bodega de Bacuranao un vestido, un par de zapatos y ropa interior femenina, por solo veinte pesos. El bodeguero comprobó que las prendas eran casi nuevas y de buena marca, y por eso no dudó en comprarlas, aunque le preocupó aquel hombre, salido de la neblina, así dijo. Al guardia se le prendió la chispa y supuso que podían ser del cadáver que los vecinos descubrieron en la playa unas horas atrás, y entonces las decomisó; otra cosa, al recibir la plata, declara el bodeguero, que el hombre, agradecido, le regaló un libro titulado ¿Quiere aprender usted inglés?, y también lo decomisé, explicó el guardia entregándole un paquete a Floro. Al vestido le faltaba un botón, el mismo que el detective ya guardaba en su bolsillo. En la dedicatoria del libro decía: “A la mujer más bella e inteligente que he conocido” y firmaba capitán W. B. Foster.

Voy a avisarle al fiscal Pérez Robledo antes de que la prensa dé la alarma y comience a especular; mientras tanto ustedes trasladen al bodeguero a la Judicial e indaguen el aspecto que tenía el individuo que le vendió todas esas cosas, dijo el capitán. Ah, y apriétenlo un poco para ver si sabe algo más, añadió.

La mención del fiscal Pérez Robledo preocupó a Floro. Cada vez que este se involucraba en una investigación, en lugar de acelerarla, la entorpecía con todo tipo de sandeces técnicas y leguleyas, vaya usted a saber con qué propósito. Sus frases predilectas eran “no hay evidencias”, “caso cerrado”, “caso sobreseído” y otras no menos molestas y desalentadoras. En fin, una piedra en el camino o en el zapato, un puente roto, un grano en el culo, como dicen los neoyorquinos, pensó.

Al regresar a la oficina, Floro sintió de nuevo el cosquilleo de la maldita corazonada y levantó el teléfono para llamar a la casa de su exnovia, la joven y talentosa profesora de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana Elena Campoamor. Respondió la madre diciendo con voz nerviosa que su marido había dado parte a la policía, apenas dos horas atrás, sobre la probable desaparición de Elenita.

¿Cuándo fue la última vez que la vieron?, preguntó.

El viernes pasado, respondió la madre.

Hoy es lunes, quiere decir hace tres días y medio, y por casualidad... ¿les dijo algo que nos ayude en su búsqueda?, inquirió el detective.

Nos anunció que se iba a pasar el fin de semana en casa de una amiga, en el reparto Tarará, y que por favor tratáramos de no importunarla con llamadas telefónicas, pues necesitaba descansar, olvidarse de todo, dijo la madre y rompió a llorar.

¿Cómo se llama esa amiga?

Laura Perdomo, indicó esta vez el padre que hablaba evidentemente desde una extensión del teléfono.

¿Y por qué si sospechan que Elena ha desaparecido, e incluso ya han dado parte a la policía, no han llamado a la amiga por teléfono?

Porque si Elenita está allá y solo es una falsa alarma, se va a molestar muchísimo, reconoció la madre.

¿En qué se basaron para suponer que Elena ha desaparecido?, insistió Floro.

Pura corazonada, dijeron ambos a coro, como si fuese una respuesta ensayada. Y además, estaba aquella niebla del sábado, al amanecer, murmuró la madre.

La policía no trabaja con corazonadas y la niebla no es otra cosa que niebla, aseguró Floro y enseguida se arrepintió de sus palabras. No se asusten, pero necesito que vengan mañana a mi despacho en la Judicial, antes del mediodía, ¿de acuerdo?, dijo y colgó.

2

Elena salió de su casa la misma tarde en que el padre adoptivo de Floro se quejó de un fuerte dolor en el pecho y, acto seguido, se orinó en los pantalones. El joven médico comprendió que el viejo se moría y lo montó sin titubear en su Chevrolet, que arrancó con gran chillido de gomas. En el Hospital de Emergencia, mientras lo conducían en una camilla, Salazar lo miró fijamente a la cara como diciéndole: “Nunca bajes la guardia”, la máxima que siempre le recordaba en los momentos solemnes y hasta en los más triviales.

En los sillones de la funeraria Vega Flores, en la calle Reina, dormitaba Amparo —la mulatica doméstica de la casa—, algunos vecinos del barrio de Cayo Hueso y un par de detectives amigos de Floro, que acudieron a su llamado. En las paredes colgaban varias coronas: una de Floro, otra del médico criminalista Israel Castellanos, otra del Centro Asturiano de La Habana y la última del capitán Aquilino Gutiérrez, su actual jefe y amigo, que se excusó por no poder acudir al velorio. Los ventiladores de techo apenas mitigaban el calor de la mañana y expandían la fetidez del cadáver mezclada con el olor empalagoso de las flores. Aún faltaba una hora para el entierro.

Floro no cerró los ojos durante la madrugada, en el afán de repasar los años que vivió bajo la tutela del hombre que yacía en la caja de madera forrada con tela gris, la cual hubo que agrandar a última hora. De lo contrario le habrían cortado los pies. Recordó la noche en que el desconocido tocó a la puerta del pequeño apartamento, situado en el norte de Manhattan, en el barrio neoyorquino de Harlem, donde vivía con su verdadero padre, un cubano emigrado que peleó en la Guerra Civil Española, y que entonces trabajaba como obrero de la construcción. Su madre había muerto dos años atrás de una neumonía repentina. Al muchacho le impresionó el hombre alto y enflaquecido que vio en el umbral de la puerta con un saco de marinero al hombro y una cara macilenta, sin afeitar, que denotaba muchas noches sin dormir, y hambre, demasiada hambre.

Necesito hablar con Felipe Guzmán, chaval, dijo.

Padre, te busca un gallego, gritó.

Asturiano, rectificó el desconocido mirándolo con una muequita que animó a Floro a dejarlo pasar antes de que su progenitor se levantara del catre donde descansaba, después de la cena frugal que ambos compartieron en silencio.

Sin que mediara presentación, Felipe Guzmán supo de quién se trataba. Llevo días esperándolo, compadre, dijo y lo invitó a sentarse en una silla del angosto comedor. Florito, trae algo de comer, que este hermano lo necesita.

El visitante se tomó la sopa con rápidos golpes de cuchara, acompañados de violentos mordiscos al trozo de pan de centeno. Recuperada las fuerzas, habló: Como usted sabe, me enviaron a contactarlo para que me albergara unos días; mi idea es viajar a Cuba lo más rápido posible, traigo dinero encima, este país no me gusta y, además, no hablo inglés.

Floro recordaba bien aquellas palabras del hombre que ahora reposaba en el féretro con una rara expresión de paz. Quién iba a decirle que en un futuro no muy lejano, casi a la vuelta de la esquina, aquel anciano larguirucho, que apestaba a sudor seco, a ropa sucia, y a veces sonreía con una franqueza que borraba recelos, tendría un papel decisivo en su vida.

Conservo el catre que era de mi mujer, pero dudo de que usted quepa en él, bromeó el padre de Floro.

No se preocupe, que si no quepo dormiré en el piso, con mi macuto de almohada, serán solo unos días, hasta que saque el boleto para La Habana, dijo el visitante y le guiñó un ojo al muchacho que no dejaba de mirarlo con curiosidad.

Al escuchar el nombre de la ciudad, el joven evocó la calle donde nació, cerca de la estación de ferrocarriles, el sitio al que solía escaparse después de la escuela, con una banda de chamacos que se dedicaban a lanzarle piedras a las locomotoras y hacer equilibrio sobre los rieles. Más de una vez su madre lo sorprendió en medio de estas travesuras, y lo arrastraba a la casa por un brazo, dándole pescozones. Nunca entendió del todo el motivo por el que su familia decidió emigrar a una ciudad fría y hostil, erizada de edificios descomunales, con gente de medio mundo apelotonada en barrios periféricos, en cuarterías mugrientas con baños colectivos, cada cual hablando su lengua y cocinando sus comidas sebosas, cuyos olores perforaban las paredes.

Hitler acaba de invadir Polonia, comentó Felipe cuando su huésped se acomodó en el catre, encogiendo sus largas piernas de grulla.

Los rusos la defenderán, respondió el hombre en medio de un bostezo.

¿Usted cree?

Bueno, supongo, porque los franceses y los ingleses no moverán el culo, mucho menos los americanos, dijo y enseguida empezó a roncar.

A las nueve de la mañana, los empleados de la funeraria cerraron el ataúd y lo cargaron en hombros hasta el carro fúnebre. Floro los acompañó y luego se montó en su auto. Los pocos vecinos que quedaban se despidieron con las habituales frases de condolencias. Por el camino al cementerio de Colón, recordó que gracias al hombre que llevaban en el carro delantero de la exigua caravana, él pudo regresar a Cuba cuando su padre, apenas dos semanas después de la llegada del enigmático visitante, se cayó de un andamio defectuoso y murió horas más tarde en el hospital. Como compensación, la entidad constructora dio al huérfano mil dólares con los que pagó las deudas del alquiler y otras que los acreedores, en masa, se apuraron en demandar. ¡Buitres de mierda!, recuerda que les gritó el viejo que todavía andaba en los trajines de conseguir un pasaje barato para viajar a Cuba.

Cuando la pesada lápida cerró la fosa, Floro sintió tanto dolor como cuando enterró a su padre al lado de su madre, allá en la fría Nueva York, en tierra limpia, en un cementerio de negros y latinos. Recordó cuando el extraño huésped le propuso viajar con él, porque dime, chaval, qué vas a hacer con dieciséis años de mierda en este país de locos; pronto caerás en manos de una pandilla que, al principio te ayudará, pero luego te exigirá que des palizas o mates en pago de la deuda de gratitud que tienes con ella. El muchacho entendía bien lo que el desconocido le explicaba. En su barrio esas cosas sucedían. Muchos de sus condiscípulos en la escuela andaban de pandilleros con cuchillos y revólveres. No lo pensó mucho y aceptó. Pero antes de darse las manos en señal de “trato hecho”, el viejo le advirtió que en cuanto llegaran a La Habana tendría que continuar estudiando para concluir el bachillerato y luego inscribirse en la universidad.

Cuando Floro avistó la ciudad desde la cubierta del barco, tembló de alegría, pero no dijo nada. Huérfano, protegido por un anciano que casi no conocía, regresaba a la ciudad de su infancia con una maletica de cartón por todo equipaje. En ella llevaba fotos de sus padres, algunos calzoncillos, dos camisas de lana y unos calcetines gruesos que aquí le cocinarían los pies. En la aduana mostró sus documentos y lo dejaron pasar sin problemas. Pero al viejo lo acribillaron a preguntas. Portaba un pasaporte español con nombre falso. ¿Es la primera vez que visita Cuba? ¿Qué edad tiene? ¿Padece de alguna enfermedad contagiosa? ¿Es usted comunista, anarquista o franquista? ¿Estuvo involucrado en la guerra? ¿Tiene familiares o amigos en Cuba? ¿Piensa quedarse a vivir aquí o solo está de paso? ¿Cuál es su oficio? Floro observó que el viejo mentía con una impavidez que le arrancó una sonrisa. Pero sus respuestas fueron tan convincentes, que el aduanero, en lugar de mandarlo a Tiscornia, el centro donde encerraban a los emigrantes hasta que alguien los reclamara, estampó el cuño y lo dejó pasar, no sin antes sonreírle en señal de complicidad. Mi padre también es asturiano, dijo el funcionario. Lo interesante es que en el pasaporte se decía que era gallego, nacido en la ciudad de Santiago de Compostela.

En vano Salazar buscó a personas conocidas que lo ayudasen a encontrar trabajo. La fisonomía de la ciudad había cambiado con las nuevas y flamantes construcciones, los anuncios de neón, pasquines de futuros concejales, senadores, representantes y alcaldes en paredes y postes; decenas de cines y tiendas, bares, bodegas y cafés con vitrolas que dejaban escuchar las voces de Fernando Collazo, Panchito Riset, el Trío Matamoros y otros cantantes y agrupaciones notables; fondas de chinos, restaurantes, hoteles atestados de turistas, cabarés con mulatas y blancas rumbosas y semidesnudas, quioscos para la venta de café, cigarros, tabacos y billetes de lotería en cada esquina, puestos de fritas que emitían un humillo de aceite hirviente y una flota perenne de automóviles circulando por calles y avenidas. Pero también habían crecido los barrios de indigentes, lo mismo en el medio de la capital que en sus alrededores, donde el delito seguía vivo en sus pasajes umbrosos, emporio de cuartos de alquiler, casas de juego y prostíbulos. Salazar no ignoraba las terribles convulsiones políticas que había sufrido el país desde 1930 hasta la fecha en que caminaba por la ciudad. Insatisfechos con el reparto del poder y deseosos de prebendas por parte de las nuevas autoridades, antiguos combatientes contra la dictadura del general Machado se agruparon en organizaciones con nombres rimbombantes de izquierda para ajusticiar a esbirros y exfuncionarios del régimen depuesto, a cualquier hora del día, en plena calle, a tiro limpio. Pronto comenzaron a matarse entre ellos, al estilo gánster, provocando una guerra de pandillas rivales en la que el gobierno apenas podía intervenir. Las controversias radiales y en la prensa entre políticos —a veces hasta de un mismo partido— eran la comidilla del día. El Capitolio, en especial, lo dejó boquiabierto por su magnificencia de gran urbe. Sus coterráneos habían construido grandes y hermosas edificaciones, pero esta las superaba. ¿Cuánto habrá costado semejante capricho?, se preguntó.

Al entrar en su antigua demarcación, recordó episodios de su azarosa vida de inspector de policía en la colonia y durante un breve periodo de la República, las veces que se vio al borde de la muerte mientras perseguía a criminales, por lo regular armados. Una tarde se le ocurrió visitar a la mulata Leopoldina, amiga de su segunda esposa, la negra María de la Paz. ¿Vivirá todavía la muy zorra?, sonrío. Bicho malo no muere, se dijo cuando tocó a la puerta del cuartucho en la calle San Ignacio. Abrió una mulatica de unos diez o doce años que lo miró de arriba abajo con altanería. ¿Quién carajo es este viejo?, parecían decir sus ojitos de mestiza vivaracha, guapetona, habituada al ambiente de un barrio que Salazar conocía como la palma de su mano.

Busco a Leopoldina, dijo.

¡Abuela, te buscan!, gritó la niña.

A ver, Amparito, quítate del medio, dijo la anciana regordeta y blanca en canas, que miró al desconocido achicando mucho los ojos. Ave María purísima, ¿de dónde ha salido este fantasma?, exclamó con una mueca de asombro al tiempo que se persignaba. Salazar tuvo que encorvarse para que ella pudiera abrazarlo.

¿Dónde está María de la Paz?, preguntó ella sin soltarse de las manos del visitante.

¿Y quién es esa?, intervino la nieta.

¡Cállate, vejiga de mierda!, y ve a levantar a tu madre para que revuelva la harina del almuerzo!

Salazar se acomodó en un sillón de la salita, en uno de cuyos ángulos se alzaba un altar de la virgen de la Caridad del Cobre, rodeada de cazuelas y ofrendas. A la negra me la fusilaron los franquistas en Gijón, cuando sus tropas tomaron la cuidad. Fue una masacre —continuó—; yo escapé de milagro, gracias a Larrinaga, que servía en el bando contrario, ¿te acuerdas del celador que trabajaba conmigo?, pues bien, él me facilitó, a riesgo de su propia vida, el cruce por la frontera francesa y me dio dinero para poder viajar adonde me diera la gana; en Francia me ayudaron a embarcarme hacia Nueva York, y de allí me vine de nuevo a Cuba. Esta isla disparatada y bulliciosa me atrae, no lo puedo evitar, y pienso dejar mis huesos en ella; ahora busco trabajo en lo único que sé hacer: atrapar a criminales y delincuentes, concluyó Salazar.

La vieja mulata torció la boca en señal de desagrado. Entonces volviste para seguir hociqueando como perro en la mierda, comentó encendiendo un tabaco.

Qué remedio, respondió Salazar.

Conmigo no cuentes para soplona, que ya estoy muy vieja y jodida para esas cosas, dijo Leopoldina soltando unos anillos de humo por la boca desdentada.

He venido a verte solo para que supieras la triste suerte de tu amiga y también para que me confirmes una cosa: Aquel curro que era tu marido ¿mató al tipo que me rompió las costillas a patadas, una noche, mientras caminaba por la calle Lamparilla?

Bueno, yo no sé si sabes que fue tu propia mujer quien le pagó al curro para que lo hiciera; a mi hombre se le fue la mano, a pesar de haberle advertido que solo debía magullarlo un poco… Al cabo del tiempo, el muy sinvergüenza me abandonó con una hija en la barriga, y luego cayó preso por otra bronca, donde también se cargó a un tipo; murió en la cárcel, a manos de los compinches del blanquito que mató, un chulito de la calle Colón, se lamentó Leopoldina.

Leo, no dejes que tu nieta se pudra en la calle, a lo mejor más adelante me la lleve a trabajar en la casa que ando buscando, como hice con tu amiga, dijo Salazar y agregó: Tengo bajo mi protección al hijo de un amigo que murió en un accidente mientras yo vivía en su apartamento, allá en Nueva York, a la espera de conseguir un boleto en barco; ya la madre había fallecido de pulmonía un tiempo antes.

Pobre muchacho, murmuró la vieja debajo de una nube de humo, con los ojos entrecerrados, cuando de repente se animó y dijo: Pero dime una cosa, asturiano, ¿por qué carajo tú y María de la Paz estaban en el bando equivocado, quiero decir, en el de los perdedores? ¿Acaso ella no consultó a Yemayá?

Yemayá se olvidó de nosotros, negra, porque tal vez no le gustaba el mar Cantábrico, bromeó Salazar y se puso de pie.

Ven a buscar a la chiquilla cuando quieras, sé que contigo estará más protegida que con la puta de su madre, pero eso sí, me le pagas por su trabajo y, si puedes, me la enseñas a leer y a escribir, dijo Leopoldina y le dio un trocito de hueso que sacó de una cazuela. Échatelo en el bolsillo, es un resguardo y recuerda que los santos no se olvidan de nadie.

Salazar conocía bien los trabajos del médico legista Israel Castellanos sobre criminología, etnología y antropología publicados en la revista de medicina Vida Nueva de La Habana. El fotógrafo Steegers, su fiel amigo durante muchos años, le hacía llegar los ejemplares a España por correo postal, hasta que falleció en 1921 y fue sustituido al frente del Gabinete Nacional de Identificación por el entonces joven y todavía estudiante de medicina, mulato achinado y miope, de formación autodidacta que, según el sabio Fernando Ortiz prometía ser una figura de relieve en nuestra literatura sociológica.

Y a él precisamente se dirigió Salazar en busca de trabajo. “El Mago de la Identificación”, como ya lo llamaba la prensa de la época, y cuya fama se extendía fuera de la isla, escuchó en silencio el relato del otrora inspector de policía, aturdido por el incesante tecleo de máquinas de escribir que atravesaba la puerta de su despacho. Cuando Salazar terminó, y luego de una pausa, Castellanos recordó haber escuchado hablar de él por boca de Steegers, su admirado maestro, quien tuvo la osadía de proponerme para ocupar el cargo de director del Gabinete, aún sin haber concluido la carrera; así que fuimos amigos de la misma persona y eso nos equilibra, dijo Castellanos y, por primera vez, sonrió.

Durante la presentación, Salazar omitió detalles de su última estancia en Cuba. Contó que fue expulsado del país cuando el periodista Varela Zequeira publicó en el diario El Mundo el caso de las prostitutas canarias, una de ellas asesinada por la ricachona doña Ximena Aguirre. Explicó que no le perdonaron el haber filtrado la información al periodista, que provocó el escándalo en torno a una “dama distinguida de la República”, sobre cuya enigmática muerte él nunca llegó a saber nada concreto, aunque es probable que la asesina haya sido la hermanita sobreviviente, con la cual la señora sostenía relaciones pecaminosas.

El Mago lo miró esta vez con cara de burla, reduciendo todavía más los ojos achinados debajo de las gafas redondas que usaba y dijo: Salazar, ahórrese las mentiras, que a mí no se me tima con facilidad como a mis antepasados; sé muy bien que protegió a la canaria que sobrevivió, y que incluso se la llevó en el mismo barco en que usted se largó junto a su concubina negra. No lo critico, de cierta forma se hizo justicia. Y para su tranquilidad, Steegers pensaba lo mismo cuando comentamos el caso en más de una ocasión. Si lo que quiere es trabajo, yo lo puedo emplear como asesor, cerca de mí, para que no se fatigue demasiado, a su edad no se deben asumir grandes desafíos, y sepa que conozco bien su sentido del deber y de la lealtad; además, me consta que es un amante de la ciencia policial, del peritaje identificativo y del diagnóstico criminalístico, y eso es otro punto a su favor, porque no todos en nuestro cabrón país entienden que sin la ciencia no se puede avanzar en esta difícil tarea.

El antiguo inspector de policía de La Habana hizo un mohín de resignación, convencido de que estaba frente a un tipo excepcional y astuto, cuya notoriedad no le había caído del cielo. Por eso optó por no rebatirle el asunto de las canarias y seguir adelante, como si no le molestara sentirse descubierto por alguien mucho más joven, sin la experiencia que él había ganado en franco pugilato con el delito.

Conozco las calles de La Habana, el modus operandi de sus delincuentes que, si bien debe de haber cambiado en estos años, de seguro hay patrones que se mantienen, dijo Salazar.

Siguen siendo criminales, llevan la oscuridad adentro como un atavismo insuperable, pero con la diferencia de que ahora algunos portan ametralladoras y pistolas 45, y huyen en autos, ¿cuándo quiere empezar?, preguntó Castellanos revisando unos papeles del escritorio.

El próximo lunes, contestó Salazar.

Muy bien, ah, otra cosa, lo mejor será gestionar que le otorguen la ciudadanía con su verdadero nombre, que aquí pocos se acuerdan de usted, dijo el doctor Castellanos, dando por terminada la entrevista.

Floro recordó bien este episodio que el viejo le contó mientras comían en una fonda de la avenida Galeano, antes de irse a dormir en sendos catres al cuarto que Salazar había alquilado por entonces, cerca de esta gran arteria.

Con el salario que el viejo comenzó a percibir por su trabajo de asesor, más el dinero que trajo, pronto abandonaron los cuartos de alquiler para instalarse en una casa de tres habitaciones que compraron en la calle San Lázaro. El muchacho terminó el bachillerato y luego ingresó en la universidad para cursar la carrera de Medicina. Oyendo los cuentos de Salazar, en largas conversaciones que a veces terminaban de madrugada, Floro se fue apasionando poco a poco por el mundo de la investigación criminal. La lectura de novelas policiales y la crónica roja de los periódicos incentivaban su imaginación. El investigador criminal no tiene que ser un genio como en la literatura —le explicaba el viejo asturiano—, sino persistente y laborioso; no tiene que ser adivino, sino cultivado en la ciencia policial, en la sicología humana y en el conocimiento del entorno y del país donde se mueve y, ¿por qué no?, también intuitivo; la intuición surge de lo que sabe y no de un mundo místico y vaporoso, porque, chaval. el mundo no es más que trazas y nexos, recuerda bien, trazas y nexos, y hay una regla muy simple que debes saber: detrás de una verdad siempre hay otra verdad, y otra, y otra, como las capas de una cebolla; por eso debes dudar todo el tiempo, la duda es el mejor método.