Agua - Lucero de Vivanco - E-Book

Agua E-Book

Lucero de Vivanco

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Beschreibung

Una niña, sometida a las presiones de la natación competitiva, busca encajar en un entorno marcado por disciplinas y dinámicas ocultas. Para la protagonista de este libro, el Agua es mucho más que un vehículo para el triunfo: es el escape de una dominación imperceptible, de una familia que guarda secretos, de insectos innombrables que acechan a toda hora, de la ansiedad y las humillaciones soportadas en silencio. Es también un espacio seguro entre su grupo de hermanas y hermanos, identificados por los disfraces que visten en una fotografía antigua: la gitana, la tirolesa, el capitán de barco, la pirata, el campesino, la mariposa y la tarzana.

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Agua

Agua

Lucero de Vivanco

Agua

©2023, Lucero de Vivanco

©2023, Contratapa Proyectos Culturales S.A.C., para su sello Cocodrilo Ediciones

Jr. Nicolás de Piérola 451, urb. Liguria, Surco, Lima, Perú

[email protected]

www.cocodriloediciones.com

Dirección editorial: Contratapa Proyectos Culturales

Diseño de portada: Mario Vargas Castro

Primera edición digital en Cocodrilo Ediciones: agosto de 2023

ISBN: 978-612-49352-2-0

Proyecto financiado por el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura 2022, línea Creación

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio físico o digital, sin el permiso previo del editor. Todos los derechos reservados.

Con inmenso cariño y gratitud,para Héctor Calás Muñoz.

El cronómetro

(Lima, 1963-1980)

La infancia termina con un beso.

Cristina Rivera Garza

Cronos

Mi padre está parado en la tribuna de la piscina del Campo de Marte, a media altura. Tiene su cronómetro Omega en la mano, apoyado en la palma. El pulgar sobre el botón derecho, listo para iniciar la cuenta. Dos agujas y números en negro y rojo le permiten medir minutos, segundos y décimas con precisión suiza. Controla la velocidad con la que me desplazo de extremo a extremo en estilo libre, una y otra vez, ejercitándome para que mi técnica sea cada vez más eficaz. Lo veo entre las repeticiones durante el entrenamiento de la tarde. Debo darle una mirada rápida, porque el agua me hace sudar y se me empañan los lentes y solo tengo un momento para limpiarles el vaho con la lengua y partir otra vez. En ese instante lo veo.

Tengo nueve, once, trece, quince años, pero ninguna amiga en el colegio. Apenas cumplo con las tareas escolares a último minuto, cuando no las copio. Rara vez asisto a un cumpleaños. Jamás voy directo de la escuela a la casa de una compañera, pues debo entrenar cada tarde. Todo lo que vive fuera de piscinas y gimnasios me es casi inalcanzable. Mi mundo está compuesto de fuerza y táctica, de trajes de baño y pelo mojado, de metas y disciplina, de agotamiento y descansos programados.

Me duele el hombro y el oído. Me infiltran periódicamente, a veces el hombro derecho, a veces el izquierdo. Alguna vez el codo o la rodilla. La otitis llega a sentirse como un punzón caliente en el tímpano. Los ojos se enrojecen con el cloro y el pelo se decolora. Pero el agua me da también un escape: mientras miro de manera continua la línea negra del fondo de la piscina, mis fantasías se disparan sin restricciones.

Veo la paulatina transformación de mi cuerpo en las fotos de los periódicos. Mi tórax ha engrosado, mis pectorales se han definido, mis brazos se han puesto fibrosos, mi cara se ha afinado. En varias estoy saltando desde el fondo de la piscina hacia la superficie, con el cuerpo fuera del agua hasta la cintura y las manos en alto formando una perfecta V de victoria. Foto típica, los periodistas siempre la piden. A mí me gustan más las espontáneas, las que me sacan en plena acción, cuando mi musculatura parece una máquina diseñada para el ahorro temporal, y mis brazos, ruedas dentadas que giran en perfecto engranaje.

Mi padre anota mis récords en un cuaderno. No solo de las competencias, sino también de las prácticas. Serie de 8 x 100 mejor que la semana pasada, los 200 en negative split, repeticiones de 800 en velocidad descendente, entrenamientos especiales de fin de año: 75 x 100 el 31 de diciembre de 1975; 76 x 100, 77 x 100, 78 x 100. ¿Cuánto más rápido podía nadar? ¿Cuánto esfuerzo adicional se me podía exigir? ¿Qué otras cosas quedaron por sacrificar?

Me pregunto qué destino habrá tenido ese cuaderno. Un diario de mi vida escrito bajo el imperio del cronómetro. ¿Te sentías orgulloso, papá?

Mi padre también me trae letreros que pego en la pared de mi habitación. «Querer es poder. Todo está en el poder de la mente», dice el que interiorizo como un mantra. «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar», reza otro.

¿Cuál es la onomatopeya para el agua cuando rompe el silencio? ¿Splash, ploc, glub, chap, juuuhh?

Me ajusto bien los lentes, tomo aire, me zambullo y me impulso en la pared de la piscina para iniciar los próximos 400. La imagen de mi padre acomodándose el cordoncillo negro con que cuelga el cronómetro alrededor de su cuello se diluye en las primeras brazadas.

Llevamos noventa minutos de entrenamiento. Faltan noventa más.

El hermanito La hermanita

El escenario es el siguiente: una tele con forma de cubo al fondo del hall de arriba. Encima, sobre un mantelito tejido a crochet, un teléfono negro, grande, de cantos angulosos. También en ese espacio, acomodados como en una galería bajo la seguidilla de ventanas que dan a la calle, un sofá tapizado en cuero beige, una mesita de madera pintada de rojo, la mesa negra de costura. La luz y la privacidad se controlan con persianas de metal, en cuyas láminas se acumula el polvo. Algunas tienen dobleces irreversibles, cicatrices por haber sido forzadas.

El teléfono suena y siete niños se aglomeran a su alrededor. El capitán de barco, que ha llegado primero, contesta y separa ligeramente el auricular de su oreja para que todos escuchen. La tarzana, la más pequeñita, se sube a una silla para no quedar al margen de la noticia que esperan.

—Es chan-chi…

—¡… tooooo! —completan a coro los niños, felices.

—No, chanchita —corrige mi padre.

—Ah, ya.

Eso me cuentan mis cinco hermanas y mis dos hermanos mayores del día en que yo nací, una brumosa madrugada de mayo de 1963.

Niños disfrazados

De todas las fotos del álbum familiar, hay una que de niña miraba con verdadera fascinación. Estoy casi segura de que estaba en el hall de arriba, en un marco de plata, sobre la mesa negra donde mi mamá cosía y tejía a máquina. Yo pasaba largas horas debajo de esa mesa. Era mi covacha, mi guarida. Me esforzaba por parecerme a la ilustración de un libro infantil en la que se veía a una bruja elaborando una pócima en una habitación de techo combado y bajo. Llevaba tarritos a escondidas para preparar menjunjes fangosos, hechos con ingredientes robados de la cocina, a los que añadía unas hojitas alargadas que parecían gusanos y que crecían en el jardín de adentro. A veces conseguía uno que otro chanchito de tierra. Espesaba las mezclas con tiza molida y polvos de colores que había encontrado en un juego de química. Y, cada vez que podía, sin que se dieran cuenta porque no tenía permiso para usar fósforos, iluminaba la covacha con una vela e intentaba moldear figuras con el esperma aún caliente que la vela iba soltando, aguantando el ardor en la punta de los dedos. Modelaba rayos y nubes para crear una tormenta.

Sí, sobre esa mesa negra estaba la foto. En ella aparecen mis siete hermanos disfrazados, en el jardín de afuera, al sol. Están amontonados sin ninguna lógica frente a la cámara, sin orden de tamaño, ni de edad, ni de género. Parecen palitroques mal acomodados esperando el golpe del obturador. He contemplado, a ritmo de cámara lenta, sus zapatitos, sus sombreros, sus tocados. Todos son disfraces únicos: una gitana, una tirolesa, un capitán de barco, una pirata, un campesino, una mariposa y una tarzana con un monito de felpa colgando de su mano. En ese orden nacieron. La foto es de 1963 y entonces tenían quince, trece, doce, once, nueve, ocho y seis años.

Me fascinaba ver tantos niños juntos disfrazados y listos para la fiesta. Se notaba que ellos se bastaban a sí mismos para que el mundo estuviera completo. Yo soñaba que me transportaba a esa celebración, que formaba parte de ese clan. Con disfraz de bruja me soñaba. El ambiente de la foto era tan distinto al mío. Mi vida era muy solitaria en medio de una familia hecha de adultos. Así la percibía, pues mis hermanos y hermanas fueron siempre personas mayores para mí. En el mundo de la foto la adultez no existe y la soledad tampoco. Se les ve cómplices, soberanos de un territorio común, dueños de un planeta en movimiento.

Sin embargo, hay algo en sus expresiones que en ese entonces no lograba ni siquiera intuir. Ojos serios y desafiantes, enojados acaso. Un mentón compungido, una boca apretada, un entrecejo impaciente. Cada vez que la miro compruebo que ninguno sonríe. Solamente el capitán de barco se esmera por mostrar un poco los dientes.

Las hermanas mayores

La gitana y la tirolesa eran las hermanas mayores. Y se notaba. Siempre fueron muy cercanas entre sí y cercanas a mis padres. Ellos las trataban con predilección, como si fueran sus eternas niñas. Eran obedientes, educadas, señoritas. De hecho, la gitana fue elegida para ser mi madrina, evidencia de que confiaban en ella. Mi madre me las ponía de ejemplo constantemente, pretendía que fueran mis referentes en conducta, que yo copiara sus buenos modales.

Al igual que con mis dos hermanos, con ellas no tuve tanta interacción mientras fui niña, como sí la tuve con la pirata, la mariposa y la tarzana, con quienes compartí dormitorio. No solo porque las dos mayores dormían juntas en otro cuarto, sino porque en mi recuerdo siempre fueron ya adultas que habían terminado el colegio y trabajaban, o estaban de viaje o de novias a punto de casarse.

La gitana nunca fue deportista. Sin embargo, era la campeona mental de la casa. Además de ser sumamente sociable y conversadora, tenía la especial virtud de recordarlo todo, de encontrarlo todo, de tener soluciones para todo. Mi padre le decía «la que todo lo sabe», y se jactaba de tener una hija que había heredado su inteligencia.

La tirolesa, en el otro extremo, estaba volcada al deporte de cuerpo entero. Ella cuenta que cuando nació el capitán de barco, el tercero en orden filial, mis padres salían con sus tres hijos a pasear y la gente decía «qué preciosos», refiriéndose a los ojos verdes de la gitana y a los ojos azules del capitán de barco. Y a ella que estaba en medio le decían «qué graciosa», dándole unas palmaditas en la coronilla, porque sus ojos eran de color marrón. Por eso se concentró en la natación, y desde allí se procuró el reconocimiento que el color de sus ojos le había negado, marcando de paso un precedente para mi vida deportiva.

La tirolesa logró plena atención de mi padre cuando fue campeona sudamericana en 200 metros libres y luego la primera mujer en representar al Perú en los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964. Cuando era joven, él había sido campeón bolivariano de esgrima y campeón nacional de remo, así que seguramente sintió en su propio pecho las medallas ganadas por la tirolesa.

La carrera

Estoy sentada frente a la pista siete. Eso significa que entré a la final con el sexto mejor tiempo. No es gran cosa, pero «eres chica todavía», ha dicho mi padre después de las eliminatorias, animándome, y «has logrado pasar a la final de una Copa del Pacífico», un campeonato internacional, el primero representando al Perú. Las otras nadadoras están cada una delante de su carril. Esperamos que culmine la premiación de la prueba anterior para iniciar nuestra carrera. Tengo la mirada fija en la piscina. El agua está absolutamente quieta. Transparente. La línea negra se ve a todo lo largo. Los banderines rojiazules de la piscina olímpica de Guayaquil penden inmóviles. Respiro lento y profundo, aplicando una técnica de yoga recientemente aprendida. Empiezo a visualizar mi carrera con detalle.

Cuando nos llamen, me quitaré el pantalón de buzo primero, la bata de felpa después. Sumergiré los dedos de mi mano derecha en la pileta y, como una aspersión ritual, me persignaré tres veces seguidas, asegurándome de que el agua moje los cuatro puntos de mi cuerpo sobre los que dibujo la cruz imaginaria. El agua me purificará. Me acomodaré el gorro. Sacudiré mis brazos y mis piernas alternadamente, intentando hasta el final soltar los músculos al máximo. Cinco rotaciones de hombro hacia adelante y cinco hacia atrás, como una hélice. Luego el otro. Luego el cuello. «En sus marcas». Subiré a la parte trasera del partidor y volveré a mirar la piscina en toda su extensión. Veré otra vez la línea negra que prefigura una autopista acuática. Haré una última respiración profunda. «Listas». Daré un pequeño paso hacia adelante para tomar posición. Ajustaré dedos de pies y manos al borde delantero del poyo de partida. Deberé esperar entre tres y cinco segundos antes de que se inicie la carrera. El silencio será total. Luego, sentiré el disparo y sabré que, en perfecta sincronía, mi padre habrá apretado el botón derecho de su cronómetro.

Sé, cuando entro al agua, que mi partida ha sido buena. Alargo lo más que puedo el impulso del salto antes de dar la primera brazada, de las muchas que daré en estos 100 metros libres que tengo por delante. La prueba estrella de la natación. Soy muy consciente de mi respiración en los segundos iniciales. Es clave, pues una carrera que empieza mal oxigenada cobra su precio al final. La idea es llegar a los cincuenta con las reservas energéticas intactas. Después del giro, mi primera brazada es con el brazo izquierdo, lo que quiere decir que el esfuerzo está controlado. De lo contrario, hubiera tenido que comenzar con el derecho para respirar inmediatamente. El cansancio empieza a sentirse a los setenta y cinco metros. Nado contra mí misma. La carrera es muy corta como para perder fracciones de segundo intentando ver la posición de las rivales. Tampoco es buena la pista siete para eso. Lo que quiero es mejorar mi propio tiempo, bajar mi récord. En los últimos veinticinco metros me entrego casi completamente porque hay que dosificar la velocidad de todas formas. No puedo perder la cabeza en ningún momento. Empiezo el remate cuando faltan quince metros. Ahí sí, mi esfuerzo es a morir. Hay dos cosas que no quiero sentir en ese último tramo: la sensación de nadar sobre el sitio, algo que sucede cuando los músculos se llenan de ácido láctico por fatiga extrema, y dolor en la tráquea al respirar, por el esfuerzo puesto en obtener oxígeno cuando la frecuencia cardíaca está al máximo. Esta vez, ninguna de las dos cosas me sucede.