Al primer vuelo - José María de Pereda y Sánchez Porrúa - E-Book

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Al primer vuelo (1891) utiliza una vez más el tema del regionalismo y el amor por la tradición. José María de Pereda era un escritor que adoraba su región natal, su obra se basa en la contemplación y descripción de un mundo provinciano, hecho de personajes populares y pintorescos y de sus pequeñas pasiones cotidianas.

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José María de Pereda

Al primer vuelo

Barcelona 2020

linkgua-digital.com

Créditos

Título original: Al primer vuelo.

© 2020, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica: 978-84-9953-002-4.

ISBN ebook: 978-84-9953-001-7.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Presentación 9

La vida 9

La obra 9

I 11

II. LA TESIS DE DON ALEJANDRO 20

III. EL OJO DE BERMÚDEZ PELECHES 27

IV. DE LO QUE ESCRIBIÓ DESDE VILLAVIEJA DON CLAUDIO FUERTES Y LEÓN, A DON ALEJANDRO BERMÚDEZ PELECHES 35

V. QUINCE Días DESPUÉS 51

VI. ENTRE BUENOS AMIGOS 63

VII. VISITAS 74

VIII. EN EL CASINO 84

IX. LA FAMILIA DEL BOTICARIO 92

X. DE TIROS LARGOS 105

XI. EL «FLASH» 113

XII. DESPUÉS DEL PASEO 127

XIII. LAS PRIMERAS SEMANAS 137

XIV. CRÓNICA DE UN DÍA 147

XV. CARTAS CANTAN 159

XVI. GACETILLA 172

XVII. MAR AFUERA 175

XVIII. BAJO EL TAMBUCHO 188

XIX. EN LA VILLA 200

XX. EN PELECHES 207

XXI. AL DÍA SIGUIENTE 220

XXII. UN INCIDENTE GRAVE 231

XXIII. LA TRIBULACIÓN DEL BOTICARIO 243

XXIV. «EL FÉNIX VILLAVEJANO» 253

XXV. EN EL QUE TODOS QUEDAN SATISFECHOS MENOS EL LECTOR 266

Libros a la carta 277

Presentación

La vida

José María de Pereda. (Polanco, 6 de febrero de 1833-Santander, 1 de marzo de 1906). España.

Fue un novelista español del periodo realista. Máximo representante del tránsito del costumbrismo regionalista a la prosa de ficción realista del siglo XIX. También tuvo una actividad política afiliado al Partido Carlista.

Católico convencido, antiliberal, carlista, su obra literaria huirá de cualquier sospecha de liberalismo o progreso y se cobijará bajo la sombra de la tradición

No fue Pereda —decía su íntimo amigo Menéndez Pelayo— un literato profesional, sino un hidalgo que escribía libros, donde se refleja su espíritu creyente y castizo, donde se aprende a vivir bien y a morir mejor.

La obra

Al primer vuelo (1891) utiliza una vez más el tema del regionalismo y el amor por la tradición. José María de Pereda era un escritor que adoraba su región natal, su obra se basa en la contemplación y descripción de un mundo provinciano, hecho de personajes populares y pintorescos y de sus pequeñas pasiones cotidianas.

I

No tiene escape. Denme ustedes un aire puro, y yo les daré una sangre rica; denme una sangre rica, y yo les daré los humores bien equilibrados; denme los humores bien equilibrados, y yo les daré una salud de bronce; denme, finalmente, una salud de bronce, y yo les daré el espíritu honrado, los pensamientos nobles y las costumbres ejemplares. In corpore sano, mens sana. Es cosa vista... salvo siempre, y por supuesto, los altos designios de Dios.»

Palabra por palabra, éste era el tema de muchas, de muchísimas peroraciones, casi discursos, del menor de los Bermúdez Peleches, del solar de Peleches, término municipal de Villavieja. Le daba por ahí, como a sus hermanos les había dado por otros temas; como a su padre le dio por la manía de poner a sus hijos grandes nombres, «por si algo se les pegaba».

Tres varones tuvo y una hembra. Se llamaron los varones Héctor, Aquiles y Alejandro, y la hembra Lucrecia. Pero no le salió por este lado al buen señor la cuenta muy galana que digamos. Héctor, encanijado y pusilánime, no contó hora de sosiego ni minuto sin quejido. Aquiles, no mucho más esponjado que Héctor, despuntó por místico en cuanto tuvo uso de razón, y emprendió, pocos años después, la carrera eclesiástica. Lucrecia, de mejor barro que sus dos hermanos mayores en lo tocante a lo físico, al primer envite de un indiano de Villavieja, de esos que se van apenas venidos, dijo que sí; y con tal denuedo y tan emperrado tesón, que a pesar de ser el indiano mozo de pocas creces, ínfima prosapia y mezquino caudal, y a despecho de los humos y de las iras del Bermúdez padre, la Bermúdez hija se dejó robar por el pretendiente, se casó con él a los pocos días, y le siguió más tarde por esos mares de Dios, afanosa de ver mundo y resuelta a alentar a su marido en la honrosa tarea de «acabar de redondearse» en el mismo tabuco de Mechoacán en que había dejado, trece meses antes, depositados los gérmenes de una soñada riqueza. Alejandro, el Bermúdez nuestro, tuvo tanto de su homónimo, el de Macedonia, como sus hermanos Héctor y Aquiles de los dos famosos héroes de La Iliada; aunque, en honor de la verdad y escrupulizando mucho las cosas, algo vino a sacar, ya que no del insigne conquistador, de su padre, pues llegó a ser tuerto como el gran Filipo. Por lo demás, fue el varón más fornido de la casa, y el más sano y animoso. Eligió la carrera de Derecho, y le envió su padre a la Universidad, mientras Aquiles estudiaba Teología en el Seminario, y se sabía, por lo que propalaba la familia del mexicano, que Lucrecia estaba en Mechoacán engordando a más y mejor con la alegría de ver acrecentarse, de hora en hora, el caudal de su marido.

Héctor, hecho una miseria, se quedó en Peleches al cuidado de su padre. El cual, con esta cruz sobre la de sus muchos años, y el martirio, cada día más insufrible, de la prevaricación de su hija, se murió muy pronto. Con esta muerte, como con la de su yedra el muro vacilante, la vida de Héctor, insostenible por sí sola, se puso a punto de acabarse. Acudió a su lado el seminarista, enteco por naturaleza y extenuado por los ayunos y las maceraciones; y solos, tristes y doloridos los dos en el caserón de Peleches, muriéronse en pocos meses uno tras otro, después de testar en común a favor de Alejandro; y no por aborrecimiento a Lucrecia, bien lo sabe Dios, sino por acumular los caudales libres de la familia en el único encargado de perpetuar el ilustre apellido, y en la persuasión de que la hembra iba en próspera fortuna, no tenía más que un hijo y podía pasarse muy bien sin las legítimas de sus dos hermanos.

Ello fue que Alejandro se vio dueño y señor de las tres cuartas partes del haber de sus padres, que, aunque no eran cosa del otro jueves, reunidas en un solo montón daban para mucho en manos de un hombre hacendoso como él, por instinto, y que ya para entonces había aprendido, de labios de un profesor suyo, hombre anémico y dado un poquito a la crápula, aquello de mens sana... en virtud de los milagros del aire puro, corriente y libre, que, por cierto, no los había hecho muy señalados en la familia de los Bermúdez del solar de Peleches, como podía certificarlo el Alejandro mismo.

No tentándole gran cosa los libracos de su carrera, resolviose a dejarla en el punto en que la tenía cuando los tristes acontecimientos de Peleches le obligaron a trasladarse a su casa solar; pero como se había dejado por allá, en vías de buen arreglo, cierto asunto que nada tenía que ver con la heredada hacienda ni con los afanes universitarios, encomendando el caserón nativo y todas sus pertenencias, muebles e inmuebles, al cuidado de una persona de su confianza, y sin pagarse mucho, por entonces, de los libres y salutíferos aires patrios, aunque a reserva de volver a henchirse de ellos tan pronto como lo necesitara, tornose a la ciudad, que era Sevilla.

El asunto que con tal fuerza le solicitaba allí, era una huérfana bien acaudalada y no de mal ver, aunque algún tanto desquiciada de una cadera, y con la cual llegó a casarse un año después. Con los dos caudales juntos y sus excelentes instintos de traficante, emprendió negocios que le dieron un buen lucro y le apegaron más y más a la tierra de su mujer. La cual, a los ocho meses de haberle hecho padre venturoso de una hermosa niña, que se bautizó con el nombre de Nieves, se murió. Por entonces perdió el ojo izquierdo Alejandro Bermúdez Peleches; y, según relato de personas bien enteradas, lo perdió a consecuencia de una inflamación que le sobrevino de tanto llorar... y de tanto frotarlo, mientras lloraba, con la mano mal depurada de cierto menjunje cáustico que había preparado él para un enjuague vinícola de los muchos que hacía en su bodega.

Aunque después de curado de las penas de las dos pérdidas, en el mismo orden cronológico en que habían ocurrido la de la esposa y la del ojo, se vio joven y robusto y rico, no sintió las menores tentaciones de volver a casarse, entre otros motivos, por el muy noble y honroso de no dar una madrastra a su hija, que se criaba como un rollo de manteca al cuidado de una juiciosa y madura ama de gobierno, después de haberla dejado de su mano la nodriza. Pero, en cambio, y echando de ver que de su parte no había motivos racionales para otra cosa, entabló gustosísimo una frecuente correspondencia con su hermana, que a ello le tentaba desde la ciudad de México, a la cual había trasladado su marido el campo de sus operaciones mercantiles, que, por lo vastas y lucrativas, no cabían ya en el tenducho de Mechoacán. Lucrecia, según sus cartas a Alejandro, no estaba resentida con él por las disposiciones testamentarias de sus hermanos mayores. Lo conceptuaba natural: los había disgustado a todos por una calaverada que por casualidad le había salido bien. Lo conocía al fin, y se complacía en confesarlo. Además, le sobraba dinero, le sobraban riquezas para ellos dos y un hijo solo que tenían, sin esperanzas de tener otro, porque ya habían pasado más de seis años sin barruntos de él, y era un engordar el suyo, que no cesaba. El aire, los frijoles, el mamey, las enchiladas, el quitil... hasta el pulque con que se desayunaba muchos días para matar el gusanillo, todo lo de allí le caía como en su molde propio, y le abría el apetito y se convertía en sustancia apenas engullido. Deploraba su gordura solamente por lo que la molestaba para sus quehaceres domésticos, pues para andar por la calle tenía volanta. Jamás salía a pie. Su marido era un buen hombre que se esmeraba en complacerla y estimarla a medida que iba ella engordando y enriqueciéndose él, y ni él ni ella pensaban volver a Villavieja ínterin no pudieran ser allí los señores más ricos de toda la provincia; y esto, no por pujos de vanidad, sino por el honrado deseo de que se descubrieran reverentes delante de su marido, muchos mentecatos que le habían tenido en poco en la villa por ser hijo de quien era y caberle en la maleta todos sus caudales. Según iban las cosas, no envejecerían los dos sin ver realizados sus propósitos. Entre tanto, se daban buena vida, se trataban con distinguidas y honradas gentes, y el niño Ignacio, Nacho, Nachito, iba creciendo. ¡Nachito! Era una bendición de Dios por guapo, por agudo, por gracioso... ¡Qué criatura, Virgen de Guadalupe! Todas estas cosas se las contaba la gorda Lucrecia al tuerto Alejandro en un lenguaje bárbaramente desleído en una tintura medio guachinanga, medio tlascalteca, señal evidente de que la hembra de los Bermúdez Peleches hablaba ya en mexicano como los jándalos montañeses hablan en andaluz.

—Debe estar hecha una tarasca —pensaba su hermano, sonriéndose, cada vez que acababa de leer una de estas cartas—. Pero es buenota como el pan, y varonil como ella sola.

Después la contestaba larga y minuciosamente sobre su modo de vivir, sus esperanzas y proyectos; los proyectos y esperanzas de Lucrecia; consejos sanos y observaciones cuerdas acerca de la obesidad prematura en sus relaciones con el método de vida, calidad y cantidad de los alimentos... Nacho. A este niño precoz le dedicaba siempre un largo párrafo. Nacho crecería, Nacho tendría que estudiar, Nacho sería mozo, Nacho sería un hombre; y ¡ay de él! si mientras recorría este sendero largo y escabroso, no se cuidaba nadie de educarle como era debido para que el espíritu no se corrompiera dentro de un cuerpo mal oxigenado. «No tiene escape, Lucrecia. Dame tú un aire puro, y yo te daré una sangre rica; dame una sangre rica, y yo te daré los humores bien equilibrados; dame tú...» Y así sucesivamente, toda la retahíla que ya conoce el lector.

Luego, y por final de la carta, hablaba de su hija, de su Nieves. ¡Qué hermosísima estaba, cómo crecía de hora en hora, qué revoltosa era y qué gracia le hacía, sobre sus grandes ojos azules, aquel fruncir de entrecejo a cada repentina impresión que recibía, lo mismo de disgusto que de placer! Su pelo era rubio como el oro viejo, y el matiz de sus carnes el del más puro nácar, con unas veladuras de color de rosa en las mejillas, en los labios húmedos y en las ventanas de la nariz, que daba gloria verla. Saldría algo, pero algo muy singular, de aquella miniaturita de mujer. Él tenía ya sus planes formados, sus cálculos hechos para más adelante. En esos cálculos entraba, y por mucho, el venerable solar de Peleches, con sus vastos horizontes y sus aires salutíferos... pero a su debido tiempo, en su día correspondiente... No había que confundir las cosas, que atropellar los sucesos. Todo vendría por sus pasos contados, y todo vendría bien con la ayuda de Dios y sus buenas intenciones.

A Peleches no había vuelto él más que una vez, y muy deprisa, desde la muerte de sus hermanos, porque estaba muy lejos, y los negocios mercantiles y los cuidados de la niña le amarraban a Sevilla de día y de noche; pero no por eso le perdía de vista. A la hora menos pensada daría una vuelta por allí, o todas las que fueran necesarias para el mejor logro de sus acariciados planes. Entre tanto, en buenas manos andaba todo ello, para tranquilidad suya y prestigio de sus hidalgos progenitores.

Con este continuo hablar, Alejandro de su Nieves y Lucrecia de su Nachito, llegó a empeñarse entre los dos hermanos una verdadera puja de alabanzas de los respectivos vástagos; y picada Lucrecia en su puntillo de madre del niño más hermoso del mundo, envió a su hermano un retrato del prodigio, vestido de ranchero, con su listado jorongo, sus amplias calzoneras y su sombrero jarano. ¡No se veía al infeliz debajo de las enormes alas y de la pesadumbre de los pliegues! «¿A mí con esas?» se dijo Alejandro; y retrató a Nieves vestida de andaluza con mantón de grandes flecos, y rosas en la cabeza. Salió hecha una lástima la preciosa criatura; pero su padre lo vio de muy distinto modo y mandó el retrato a Lucrecia, que, como había llevado a mal los peros que su hermano se atrevió a poner al pintoresco vestido de Nacho, se despachó a su gusto en la lista de reparos al atalaje de su sobrina. Entonces convinieron ambos en que los chicos se retrataran «al natural». Hízose así, y enseguida el cambio de los retratos entre la gorda Lucrecia y el tuerto Alejandro. Por cierto que hubo una coincidencia bien singular en las dos cartas, conductoras de las respectivas tarjetas, que se cruzaron en el Océano. Cada una de ellas contenía en posdata esta pregunta: «Y tú, ¿por qué no me envías tu retrato?» Preguntas que obtuvieron en su día las correspondientes respuestas.

La de Lucrecia fue en estos términos:

—Por no asustarte.

Y la de Alejandro en estos otros:

—Porque desde el contratiempo que sabes, no me conocerías.

También iban en posdata estas respuestas. En el cuerpo de las cartas solo se trataba de las impresiones recibidas por cada firmante en la contemplación del retrato, «al natural», del hijo del otro, siendo muy de notar que cada padre extremaba las ponderaciones de su correspondiente sobrino, y ninguno de los dos mentía, porque es la pura verdad que Nacho y Nieves eran tal para cual, y, según decía Lucrecia a su hermano, «como nacidos el uno para el otro, a pesar de llevarle mi Nachito cuatro años a tu Nieves».

Pues el dicho trajo cola, y cola larga; porque aposentó en las mientes de Alejandro una idea que jamás había pasado por ellas. Nieves tenía entonces seis años cumplidos; Nacho, diez mal contados: cuando ella tuviera veinte, él tendría veinticuatro. De molde. Nieves era monísima, y llegaría a ser una arrogante moza; Nacho era guapo de verdad, y prometía ser un mozo gallardo. De perlas. Nieves era rica; su primo, tanto o más que ella; los dos eran ramas, por un lado, de un mismo e ilustre tronco; y por el otro, allá se andaban también, porque si el padre de Nacho era hijo de pobres y oscuros menestrales de Villavieja, la madre de Nieves procedía directamente de un bodegonero de Triana y de una lavandera de Carmona. Esto no se lo había confesado él a ninguno de su casta; pero era la pura verdad y había que tomarlo en cuenta en aquel caso. Después, todo quedaba en la familia, realizado el naciente proyecto; y según los tiempos corrían y lo entornado que andaba el mundo, por dudosa que resultara la formalidad del mexicanillo, érale a él conocido al cabo, y lo conocido, por malo que fuera, siempre sería preferible a lo bueno sin conocer. Pensó mucho, muchísimo, en estos particulares, y en la primera carta que escribió a su hermana la dijo: «podemos seguir tratando de eso, si te parece», después de repetirla el dicho y de glosarle con cierta discreción a su manera. Y de ello se trató largo y tendido entre los dos hermanos con entero y cabal beneplácito del marido de Lucrecia, la cual engordó de pronto cosa de ocho libras más, porque también los pensamientos agradables y las esperanzas risueñas se convertían en sustancia para aquel corpazo tan agradecido.

Andando los meses, la niña sevillana aprendió a leer, y entonces el muchachuelo mexicano, que ya sabía escribir, la dedicó una carta para poner a prueba su destreza en la lectura, y en unos términos tan zalameros y dulzones, que se pegaban hasta de la vista. Nieves leyó la carta sin la menor dificultad, porque la letra era primorosa, pero no la entendió; y por no entenderla y por antojársele que sabía a melaza, le dio empacho y la metió en grandes ganas de saber escribir, para decirle a su primo que la escribiera de otro modo o dejara de escribirla.

—Es el estilo de allá —la dijo su padre para templarla un poco e ir preparándola el estómago.

Pasó más tiempo, y Nieves, en cuanto aprendió a escribir, cumplió su palabra. En una carta escrita con reglero, letra muy desigual y peor ortografía, puso a Nacho para pelar: «No te esquiribiré má —le dijo entre otras cosas—, si tú no canveas de modo... Aver. Te pasas de fino, higo, y tó te sale pringoso de puro arrope que lechas... Aver. Aquí tenemo jotro ablá que no sabe tanto a jigo pasao... Aver.»

Nacho se enmendó algo, no en aquellos días, sino años después, cuando ya cursaba Leyes, y su prima, cendolilla de quince mayos, había ingresado en un colegio. La enmienda completa del mexicano era imposible, porque en aquel modo de escribir entraba Nacho entero y verdadero: así hablaba, así andaba y así comía. De estampa continuaba bien, muy bien; algo desmadejadillo y perezoso, pero guapo, muy guapo; y como seguía el cambio de retratos, no ya entre los padres, sino entre los hijos directamente, si la sevillana había perdonado al primo muchos pecados de estilo en virtud de aquellas otras dotes físicas, también el mexicano, en vista de las extraordinarias de su prima, había sabido dispensarla el matraqueo de sus guasas, y con mayor facilidad las incurables faltas de ortografía. De intereses, como la espuma los dos. Si a don Alejandro le salían redondos los negocios en que se metía, a su cuñado no le cabía ya el dinero en casa, según expresión de Lucrecia, ni a ella las carnes sobre el cuerpo. Era mucho engordar el suyo; y lo peor de todo, que no podía saber cuándo ni en qué pararía aquella marea de grasa, porque el apetito iba también en auge, y más bravo se le ponía cuanto más alimento se le daba. Por de pronto nada le dolía; y fuera de no poder calzarse, ni vestirse, ni acostarse por sí sola, andaba como un reló. También la tenía con algún cuidado el temor de que su gordura llegara a impedirla el proyectado viaje a la tierra nativa, cuya ocasión podía tocar ya con los dedos a poco que alargara el brazo, porque si a aquellas horas el caudal de su marido no daba para comprar a peso de oro toda Villavieja con sus inherentes y aledaños, no distaría de ello media talega...

Corrieron tres años más, al cabo de los cuales Nacho recibió la investidura de licenciado en Derecho, y Nieves quebrantó los cerrojos de su clausura para no volver jamás a ella. Nuevo cambio de retratos entonces. El de Nachito con las hopalandas y el birrete del oficio, y el de su prima con todos los atalajes y arrequives de una mujer hecha y derecha. Le caía muy bien la vestidura aquélla al mexicanillo. Luciría en estrados informando en una causa ruidosa, ante un público de ociosos, más o menos criminales también, y de señoras distinguidas. No era el tipo del letrado grave, con cara de estuco y alma de papel sellado, revelada en unos ojuelos de vidrio, al compás de una voz campanuda y hueca, que va sacando, uno a uno, como del fondo del estómago, resobados sofismas de taracea que se hubieran insaculado allí después de usados por otros cien jurisperitos de igual corte. Nada de eso: Nacho, con sus ojos dulces y expresivos, su barbita sedosa, sus facciones correctas y finísimas, y su actitud elegante, podría no valer en el fondo un puñado de alfileres, porque chascos mucho más gordos dan ciertos diamantes falsos; pero, a la vista, era el tipo del abogado nuevo, del abogado artista, que no anda por los caminos trillados de las clásicas y vetustas tradiciones forenses, sino por las cumbres espinosas y arriesgadas de los nuevos problemas jurídicos; de los que no usan los libros de la profesión para ejercerla; de los que van a la Audiencia, no a alegar, sino a demoler; no a invocar textos y razones del acervo común, sino a enredarse en teorías frenopáticas dentro de un laberinto de disquisiciones antropológicas, para acabar declarando loca de remate a toda la humanidad que anda fuera de los manicomios, con el heroico fin de salvar del patíbulo, por loco irresponsable, al distinguido criminal a quien defiende, convicto y confeso y reincidente además.

Por supuesto que no son de la cosecha de Nieves estas señas que aquí se dan de su primito. No ahondaban tanto sus malicias todavía. Ella miraba la imagen por el único lado accesible a su vista juvenil y algo deslumbrada por los primeros resplandores del mundo a cuyas puertas acababa de llegar, recién salida de las del colegio; y mirándola por ese lado y de tal modo, se limitó a pensar de su primo lo que cabe en estas sencillísimas palabras.

—No está mal así.

Enseguida se puso a contemplar su propio retrato con bastante mayor avidez que el de su primo. Nada más puesto en razón. Por vez primera se veía en verdaderos hábitos de mujer, sin el menor vestigio del cascarón de la niña ni de la librea de la colegiala; y había mucho que mirar y que considerar en aquella nueva fase de su vida.

II. LA TESIS DE DON ALEJANDRO

De grandes emociones fue para Nieves el día del estreno de aquellos hábitos para ir a retratarse con ellos; pero no tan hondas como las que sintió su padre en el momento de verla aparecer a la puerta de su gabinete, calzándose los guantes y diciéndole al mismo tiempo: «cuando quieras, papá», con una sonrisilla de ojos y de media boca (porque la otra media la tenía ocupada con una penquita de albahaca) que venía a significar: «¿qué te parece de tu hija con estos flamantes atavíos?» Hasta entonces, en el colegio o fuera del colegio, con los vestidos un poco más largos o un poco más cortos, siempre había sido Nieves para su padre una niña, más alta o más baja, más hecha o menos hecha; pero una niña al cabo, «la niña», como él la llamaba hablando con su ama de llaves o con el primero que se le ponía por delante; la niña, con los gustos y los deseos y descuido propios y naturales de la edad del candor y de la inocencia; pero ¡canástoles! desde aquel momento crítico, con aquel talle ceñido y sutil que ponía de relieve formas, anchuras y redondeces jamás notadas por él; con aquel mirar receloso por debajo del ala del sombrero, medio borgoñón, medio macareno, y aquel crujir de faldas y asomar, rozando el borde de la fimbria, de unos pies como almendras azucaradas, y aquel resbalar de la luz sobre las ondas de sus cabellos rubios... ¡canástoles! era muy otra cosa. En todo aquello había mucha más canela de la que se había él figurado, y cabía más de otro tanto si se quería suponer. En aquella cabecita graciosa se reflejaban pensamientos de cierta especie, y en aquel cuerpo saleroso, latidos... ¡y vaya usted a saber! Pero, señor, ¿en dónde había tenido el ojo bueno hasta entonces? Porque aquello no podía ser la obra repentina, el milagro de algunos jirones de tela y unos cuantos cintajos de más. No, ¡canástoles! aquello allá estaba de por sí, más adentro o más afuera; pero allá estaba... No tenía duda: para estimar una estatua en todo su merecido valor, había que verla colocada en su pedestal. ¡Canástoles, canástoles, si daba que rumiar el caso, para un hombre de los planes y de las ideas que él tenía en el meollo!

—Pues vamos andando, hija del alma —contestó, como distraído, a la insinuación de Nieves, sin dejar de mirarla con su único ojo, muy abierto, ni de pensar lo que pensaba—. Te cae bien, bien de verdad, el atalaje ese que te pones por primera vez... ¡No, no, y llevar le llevas con una soltura!... ¡Canástoles con la chiquilla!... A ver, a ver por detrás... No te pares, no: sigue, sigue andando...

¡Mejor que mejor! ¡Canástoles con la criatura de antes de ayer!... A la calle ahora... Eso es... así se anda... como el Sol y la Luna... ¡Ajá!

Y la criatura aquella salía ya patio adelante entre la fuente y los rosales de las macetas, que en aquel momento solemne la saludaban, la una con sus rumores más blandos, y las otras con su fragancia más exquisita, mientras, desde la galería del piso, la vieja ama de llaves, rondeña de pura casta, la echaba saetas, lo mismo que si pasara la Virgen en la procesión de Viernes Santo.

El retrato salió bien, como tenía que salir con aquel modelo tan a propósito y aquel fotógrafo tan acreditado. Nunca don Alejandro lo había puesto en duda. Pero ¿qué le importaba a él en aquellos instantes el retrato de su hija? Lo que le importaba era lo otro, lo otro, ¡canástoles! lo que en su concepto no daba espera, y por lo cual lo puso «sobre el tapete» en cuanto volvieron a casa los dos y tomaron un respiro.

—Repito lo dicho, hija del alma —comenzó diciendo—: estás de perlas vestidita de mujer; vamos, como si hubieras nacido así...

—Si no he perdido la cuenta —respondió Nieves—, me lo llevas dicho como treinta veces en menos de dos horas.

—Y estarás en lo cierto, si es que no te has quedado corta en la cantidad —replicó su padre sin maldita la intención de bromearse—; porque es tema ese que no se me aparta del magín desde que asomaste por aquella puerta, pocas horas hace. Es cosa muy natural: ya ves tú, te dejo aquí colegialilla, como quien dice, y te encuentro hecha una real moza dos pasos más allá. Soy tu padre; tú eres mi única hija: ¿qué canástoles ha de preocuparle a uno si no son esas cosas tan agradables y tan?... En fin, que estoy en lo mío estando en esas cavilaciones y con esos recreos del ánimo... Pero aguárdate un poco, que no voy a tomar punto de ello en esta ocasión para acabar de aburrirte con otra rociada de chicoleos... ¡Pues tendría que ver la ocurrencia, canástoles! ¡Ja, ja, ja! No, hija, no: cada cosa pide su sazón y su tiempo; y una idea salta porque la empuja otra que quiere saltar también; y así, de idea en idea, cuando uno menos se lo sueña se halla con que ha formado un rosario de ellas que no tiene fin, y se ha visto y se ha revuelto entre los cascos medio mundo... ¿Eh?... ¿Te vas enterando tú?

—Ni esto —respondió Nieves señalando con la uña del dedo pulgar la mitad de la yema del índice de su diestra.

—Pues ya irá saliendo el caso poco a poco —dijo su padre echándose a reír y apoyando ambas manos sobre los respectivos muslos—; ya irá saliendo... Con que mucho ojo ahora, para que no se te pase por alto el hilo.

Nieves, a todo esto, no sabía si reírse o si apenarse, porque lo cierto era que nunca había oído ni visto a su padre hablar de aquel modo ni de aquellas trazas; y así sucedía que tan pronto enseñaba los dientecillos prietos y esmaltados, como fruncía el entrecejo o carraspeaba sin necesidad; pero sin apartar la mirada, entre curiosa y tímida, del ojo sano y algo cobardón de su padre.

—¡Por vida del ocho de bastos! —exclamó éste interrumpiendo de pronto su descosido relato—. ¿A que estoy yo dándote que cavilar y hasta que temer con estos recovecos y estas parsimonias, lo mismo que si pensara en salirte a lo mejor con alguna historia del otro mundo? ¡Ja, ja, ja! Pues estaría bueno eso, ¡canástoles! Nada, hija, nada: todo se reduce a una especie de recuento de cosas y de planes que yo pensaba hacerte dentro de unos días, y se me ha antojado hacértele ahora mismo, desde que he notado que no necesitas el aprendizaje ni de esos pocos días siquiera para desempeñar en regla tu nuevo papelito de señorita formal... Y ahí tienes la razón de los treinta y tantos piropos que te llevo echados en un periquete... Esperaba verte con cierta inseguridad al principio... ¿eh? con cierto encogimiento, y hasta... En fin, al asunto, ¡qué canástoles! que todavía, por el empeño de huir del perejil, se me va a plagar de ello la frente. Al caso, pues, he dicho; y el caso, sin más rodeos, es éste: hay dos modos... dos principales, entiéndelo bien, de colarse por las puertas del mundo: el uno de sopetón, y el otro por sus pasos contados. Yo soy partidario de este modo, y hasta le considero de necesidad, como el conocer letra a letra el silabario para aprender a leer de corrido y como se debe. ¿Estás tú? Pues bueno. Tú sales del limbo ahora; te coge una modista que lo entiende, te emperejila y engalana a uso de mujer que es hija de un padre rico y bien relacionado en la tercera capital de España, y me dice a mí: «ahí está esa alhaja, preparadita para brillar entre las más resplandecientes. Dela usted el pase, y adentro con ella...» «Poco a poco», respondo yo entonces, no a la modista, sino a ti, que lo has oído: «a la parte de allá de esa puerta hay mucho bueno;

pero también mucho malo: lo uno y lo otro tienta y seduce por igual, y todo ello anda revuelto y salta a los ojos voraces, hecho una ensalada. Hay, por consiguiente, que aprender a mirar, y que educar y fortificar el estómago antes de colarse ahí con la posible seguridad de que no se nos dé gato por liebre a lo mejor del cuento...» ¿Estás tú? Pues aplica ahora el símil a la realidad del caso nuestro, y te digo: mira, Nieves, yo, en tu lugar, a tu edad, en tu posición, con tus racionales esperanzas de una larga y regalona vida, tan regalona como decorosamente quepa en una mujer honrada y de buena y cristiana educación, no comenzaría a gustar los placeres lícitos del mundo por lo más revuelto y lo mayor, sino por lo más tranquilo y más pequeño; no me expondría a corromper mis buenos instintos con los aires viciados y los ejemplos peligrosos de la vida social de las grandes ciudades, sino que me prepararía debidamente con otros aires más puros y otros ejemplos más... vamos, más... ¡Canástoles! pongámoslo en plata y acabemos: quisiera yo, Nieves de mi alma, que, ante todo, nos fuéramos, pero en seguidita, por una temporada tan larga como pudieras resistirla tú, a Peleches, al solar de tus mayores, donde yo nací y deseo morir, cuanto más tarde, por supuesto; a Peleches, digo, donde no has estado nunca, porque la fuerza de las cosas lo ha querido así, no porque a mí se me haya pasado por alto la necesidad, como te consta por lo que me has oído lamentarlo a cada instante. ¡Oh, y cómo había de lucirnos en el cuerpo y en el alma esta determinación llevada a cabo en ocasión y en época tan oportunas! Sin obligaciones escolares tú; desligado yo de las trabas de mis negocios apremiantes, porque, en previsión de este caso, he ido arreglando las cosas a mi gusto con el sosiego y el pulso necesarios; libre tú, libre yo, con el tiempo y el dinero de sobra en aquella comarca tan alegre y tan saludable... Peleches, por sí, no es gran cosa para divertirse una mocita como tú; pero a dos pasos está la villa donde hay un poco de todo lo que hay aquí, hasta gentes bien educadas, con su correspondiente sociedad y respectivas diferencias de nivel, pero sencillo y noble y aun patriarcal si se quiere; y además de ello, pintorescas y sanas costumbres populares, horizontes admirables y ambiente salutífero. De todo ello te puedes henchir, hija mía, sin el menor riesgo de que te perjudique ni en la salud física ni en la moral: antes al contrario, caerá como fecundante rocío sobre la hermosa primavera de tu vida, y dando mayor firmeza y desarrollo a lo mucho bueno que ya tienes, hará que sea mejor que ello todavía lo que vayas acopiando. Ya sabes la fe que tengo yo en ciertos principios de higiene, aun puestos en práctica en los sitios y ocasiones menos a propósito para acreditarlos. No tiene escape, Nieves: dame un aire puro, y yo te daré una sangre rica; dame una sangre rica, y yo te daré los humores bien equilibrados; dame los humores bien equilibrados, y yo te daré una salud de bronce; dame, finalmente, una salud de bronce, y yo te daré el espíritu honrado, los pensamientos nobles y las costumbres ejemplares. In corpore sano, mens sana. Es cosa vista... salvo siempre, y por supuesto, los altos designios de Dios. Me lo has oído muchas veces; y no podrás negarme que durante tu niñez, a falta del aire libre de mi tierra, te has sorbido la mitad del que corre a caño suelto en los paseos más desahogados de Sevilla. Pues si la receta no falla ni en naturalezas míseras y enclenques y de mal enderezados pensamientos, ¡qué prodigios no obrará en la tuya, que es modelo de naturalezas ricas, nobles y bien equilibradas? Miel sobre hojuelas, hija mía... Para concluir de una vez: véate yo en Peleches alegre y satisfecha y triscando como suelta cabritilla, aclimatada a aquellos lugares y aquellas costumbres medio bravías y medio urbanas, y de tu cuenta dejo el señalarme entonces el día y la hora para hacer tu presentación al mundo ruidoso de las grandes capitales... Con el temple de las armas que hayas adquirido de ese modo, que te entren moscas aquí... ni en San Petersburgo... Y éste es el caso, mondo y lirondo.

Dicho esto, afirmó otra vez don Alejandro las manos en los correspondientes muslos, y con el ojo bueno clavado en los de Nieves, y la cara muy risueña, se dispuso a recibir la contestación.

Que no se hizo esperar mucho, porque precisamente le estaba retozando a Nieves en los labios y en los ojos y en todo el cuerpo, vuelta a su ordinaria tranquilidad mucho antes de que diera fin el pintoresco discurso de su padre.

—¡Valiente caso! —dijo echándose a reír de todas veras.

—¿Por ahí le tomas? —exclamó su padre muy gozoso también, aunque no poco sorprendido.

—Y ¿por dónde si no? —replicó su hija—. ¡Pues si he estado a pique más de dos veces, en estos últimos días, de pedírtelo como un gran favor! ¿No conoces bien mis gustos?

—¡Canástoles!... De manera que todo lo que te he estado predicando...

—Sermón perdido, papá del alma... ¡Y cuidado que te había salido bien! ¡Qué lástima!

—¡Aduladora! Pues mira, aunque mis sudorcillos me había costado, por bien perdido le doy.

—¡Eso es ser rumboso!... ¿Y no tienes que pedirme algún otro favor por el estilo?

—Mujer —respondió Bermúdez después de dudar unos instantes y rascándose un poco la cabeza con un dedo—, tanto como favor, no diré; pero otro ratito de plática amistosa, nada más que amistosa, del corte de la presente, puede que sí.

—¿Sobre Peleches también? —preguntó Nieves frunciendo un poco el entrecejo monísimo.

—Precisamente sobre Peleches, tomado como punto principal de la plática, no.

—Y ¿ha de ser ahora mismo la plática esa?

—Tampoco —respondió don Alejandro, volviendo a dudar y a rascarse—. Dentro de unos días, si se me ocurre y viene a pelo; porque te advierto, para tu tranquilidad, que no es asunto de vida o muerte para ti ni para mí... Hablar por hablar, como el otro que dijo, y cosas de señor mayor... porque ya voy subiendo los cincuenta y cinco arriba, hija del alma, y hay que tenerlo todo presente a estas alturas, y mirar a muchos lados, por si a lo mejor se le van a uno los pies... y sanseacabó el viaje de repente, ¡canástoles!

—Vaya —dijo aquí Nieves con un gestecillo muy gracioso—, hazte el ancianito ahora y ponme triste a mí.

—¡Eso sí que fuera una gansada de órdago! —exclamó Bermúdez formalmente indignado contra sí mismo—, y sin maldita la necesidad; porque, hoy por hoy, siento retozarme en el corazón la vida de los treinta años... Es la pura verdad, créemela por éstas que son cruces. Dije eso... por decir.

—Pues por decir dije yo lo otro, inocente de Dios —respondió Nieves a su padre dándole un beso en la mejilla correspondiente al ojo huero.

—Pelillos a la mar entonces —concluyó, casi llorando de gusto, el buen Bermúdez Peleches, y pagando el beso de la hija con otro muy resonado.

—¿De modo —añadió ésta quedándose delante de la silla que antes había ocupado—, que no hay más asuntos que tratar por ahora entre los dos?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque tengo que hacer en otra parte de la casa... Ya ves tú, la señora de ella, y lo mejor del día gastado en conversación...

—¡Canástoles, lo que voy a salir yo ganando con un ama de gobierno tan hacendosa como tú!... Pues respondiendo a tu pregunta, digo que no hay más asuntos.

—Hasta luego entonces.

—Hasta siempre, hija del alma... ¡Ah! por si se me olvida después: ya sabes que el primer ejemplar de tu retrato ha de ser para los de México. El suyo, a la hora presente, debe de estar ya si toca o llega.

Se dio por enterada Nieves con un movimiento de cabeza sin volver la cara, y salió de la estancia. Su padre salió también, pero con rumbo opuesto, y se encerró en su despacho, en el cual escribió una muy extensa carta, que mandó más tarde al correo, con sobre dirigido «Al señor don Claudio Fuertes y León,

comandante retirado, en Villavieja».

III. EL OJO DE BERMÚDEZ PELECHES

El retrato de Nacho llegó a Sevilla, días andando, con una carta del flamante jurisperito para Nieves, y otra de su madre para don Alejandro, y la fotografía de Nieves salió para México con una carta de ésta para su primo, y otra de su padre para Lucrecia.

Lo de esta hembra denodada había llegado ya a su grado máximo. Para escribir lo poco que escribía a su hermano, tenía que ingeniarse metiendo la barriga debajo de la mesa, y aun así apenas alcanzaba con la mano al papel. Era una boya que no cabía ya en ninguna parte, ni concebía otra postura, relativamente cómoda, que la de las boyas, flotando, la cual era irrealizable, tan irrealizable como su viaje a España, si Dios no hacía el milagro de enflaquecerla una tercera parte cuando menos, en lo que faltaba de primavera, para poder embarcarse en los primeros meses del verano. Poniéndose en lo peor de lo probable, era cosa resuelta ya que viniera Nacho solo a conocer a su familia de España, y a dar, de paso, un vistazo a lo más importante de los Estados Unidos y de Europa. Tal era el proyecto acordado allá, y se realizaría a mediados del verano. También Nacho hablaba de ello a su primita; pero ¿en qué términos?

Esto es lo que deseaba averiguar don Alejandro; porque es de saberse que Nieves, de dos años atrás, no leía a su padre las cartas que la escribía su primo, ni tampoco los borradores de las que ella le escribía a él. Los dos hermanos Bermúdez Peleches continuaban en perfecto acuerdo sobre cierto plan forjado desde que los respectivos hijos eran pequeñuelos. Pero ¿conocían los hijos los proyectos de sus padres? ¿Los tenían por buenos y los habían aceptado con gusto? Don Alejandro podía jurar que de sus labios no había salido una palabra dirigida a Nieves, con intento de descubrírselos. Su hermana Lucrecia aseguraba lo propio con relación a su hijo. ¿Sería verdad? Y siéndolo, ¿habría nacido la misma idea entre los dos primos, a fuerza de cartearse y de cambiarse los retratos... o por obra de ciertos diablejos desocupados que se divierten trayendo y llevando por los aires e ingiriendo en este oído y en el otro el rumor de las confidencias más secretas, y hasta el polvillo de los pensamientos mejor guardados? En su concepto, era llegada la hora, medio anunciada días atrás a su hija, de tratar con ella de este peliagudo caso. La fortuna se la puso a tiro, en el acto de colocar Nieves el retrato de su primo en un elegante marco de peluche rojo, y tomó pretexto de ello para entrar en materia...

—Te repito —la dijo—, que le está de molde el vestido ese.

Nieves, sin volver la cara hacia su padre, alejó el retrato que tenía puesto ya en el marco; y después de contemplarle unos instantes con los ojos un poco fruncidos, plegó otra vez el brazo y respondió con la mayor indiferencia mientras dejaba el cuadro sobre el mueble más próximo:

—No está mal así.

Lo propio que ya había dicho otra vez, como se recordará, y sin que nadie se lo preguntara.

Con igual frescura y la misma indiferencia, respondió al largo y malicioso interrogatorio con que su padre la estuvo asediando un buen rato.

—Y ¿qué tal de estilo? —llegó a preguntarla—. ¿Se ha corregido algo de aquellas melopeas guachinanguitas desde que yo no leo sus cartas?... Porque bien sabes tú que, de dos años acá lo menos, ya no me las enseñas como me las enseñabas antes... ¡Picarona!

Ni por esas. Nieves no se puso colorada ni se apuró lo más mínimo. Respondió lisa y llanamente que allí estaban las cartas, si quería leerlas, y que si no le había enseñado las recibidas durante los dos últimos años, consistía en que precisamente era ese el tiempo corrido desde que ella había caído en la cuenta de que no tenía sustancia maldita la retórica de su primo.

¡Canástoles! ¡y se lo decía tan fresca y tan!... Pues para fingimiento y embustería, ya pasaba de la raya aquello; y si le hablaba en verdad, le quedaba por andar todo el camino para llegar adonde se dirigían él y su hermana desde tiempos bien lejanos. ¡Por vida de!...

Tocó enseguida otro registro nuevo: Peleches. Cómo era aquella casa, qué habitaciones tenía, cuál de ellas sería más a propósito para Nacho y cuál para ella, para Nieves, según lo que aconsejaba el buen sentido... y también las circunstancias. (Esto de las circunstancias lo subrayó muy fuerte, hasta temblarle un poco la voz y los párpados del ojo bueno.) Nieves bajó entonces un tantico los suyos; y mientras daba golpecitos con los dedos de su diestra en el cristal del retrato de su primo, con la otra mano deshojaba, sin percatarse de ello, una de las flores del manojito que llevaba prendido sobre el pecho. Por allí dolía, según las señales que no pasaron inadvertidas para el ojo de Bermúdez.

Pues ¡duro allí, canástoles, hasta que sangrara! Y se ensañó el buen hombre, fantaseando cuadros domésticos, idílicos y bucólicos; pero ¡cosa rara! cuanto más clamoreaba la zampoña de Virgilio y Garcilaso, más indiferente y fresca iba mostrándose Nieves. ¡Cómo demonios era aquello? Acabó por perder la paciencia y los estribos, y se tiró a fondo con estas preguntas:

—En fin y remate de todo este fregado, hija mía: a ti ¿te interesa algo o no te interesa la venida de tu primo? ¿te da igual que viva con nosotros o con los parientes de Villavieja? ¿que coja ley a la casa y a las personas de Peleches o que no se le dé un ochavo de cominos por ellas? ¿que se marche aburrido a los ocho días de llegar, o que no se deje arrancar de allí ni con azadones y agua hirviendo? ¿que sea un borreguito de mieles para ti, o que no le merezcas mayor estima que un costal de paja? Responde y entendámonos.

Como el ojo de Bermúdez flameaba algo y su hablar era vehemente y su acento un poco duro, Nieves, con estos síntomas y bajo el peso abrumador de tantas y tan delicadas preguntas, quiso responder, pero con la debida cordura, y no supo. Atarugose mucho; sofocola el trance inesperado, y acabó por no saber de qué lado sentarse ni en qué sitio fijar la vista de sus turbados ojos.

—Entendido, hija mía, entendido —exclamó al punto su padre, que no desperdiciaba síntoma ni detalle—. Entendido de pe a pa, como si los mismísimos angelitos del cielo me lo cantaran al oído. Entendido —añadió levantándose de la silla en que se sentaba—, y no se hable una palabra más. ¡Ah, qué torpe y qué simple y qué bárbaro fui empeñándome en que se me pusiera en las palmas de las manos lo que no debe ser mirado sino con los ojos de allá dentro!... ¡Qué sabes tú de esas cosas tan quebradizas, tan escondidas y tan hondas, ni con qué vergüenza te atreves a echarles la zarpada brutal para revolverlas y profanarlas?... Perdóname, hija mía, siquiera por la honrada intención que tuve al ponerte en el apuro en que te puse. Quédate con tu secreto que te acredita de juiciosa, y no se hable más de esto hasta que tú lo desees. A mí con lo callado me basta. Un beso ahora para sellar las paces, y adiós.

Se adivinan la temperatura del beso y la calidad de la sonrisa con que despidió Nieves a su padre.

El cual, andando hacia su despacho, resumía y salpimentaba de este modo los frutos de su terminada indagatoria:

—Se ve y se palpa. No cabe la menor duda. Está en inteligencia perfectísima con su primo; y no por sugestiones extrañas ni por consejos oficiosos de nadie, sino por nacimiento espontáneo, o providencial, de esa idea o de ese sentimiento en la cabeza o en el corazón de entrambos; circunstancia que dobla el interés y el valor de la cosa. Nachito, según las incesantes afirmaciones de su madre, no tiene tacha en su moral; y según lo declaran bien palpablemente sus retratos, tampoco la tiene en su físico. De caudal, no se hable: será una mina de oro acuñado. Nachito, con estas condiciones y prendas tan ventajosas, hoy por hoy, entiéndase esto bien, hoy por hoy, reina en el corazón y en la cabeza de su prima. La cabeza y el corazón de Nieves, hoy por hoy... hoy por hoy, digo, están como dos tablitas de cera virgen: lo que en ellas se imprima, allí se quedará por los siglos de los siglos, si no se borra con la impresión de otro muñequito nuevo que estampe alguna mano alevosa. Un padre, de los ramplones de tres al cuarto, no hubiera parado mientes en este particular delicadísimo; y por lo mismo que veía a su hija precozmente desarrollada en lo físico y en lo intelectual; por lo mismo que la veía transformada, de la noche a la mañana, en mujer, y en mujer donairosa, elegante y llamativa, con todos los elementos a propósito para brillar y divertirse honradamente en el mundo, «al mundo con ella antes con antes», se habría dicho; y en el mundo la habría zambullido de golpe y porrazo... ¡Ah, padre bobalicón y mal aconsejado! ¿Quién es capaz de predecir lo que será de los pensamientos y de las inclinaciones y hasta de los caprichos de tu hija, respirando un ambiente que jamás ha respirado, y sin armas para defenderse en una región que nunca ha visto, llena de tentaciones y de estímulos que han de cebarse en su desapercibida naturaleza, como los mosquitos en el almíbar? Y si tienes en algo lo que lleva ya estampado en sus tablitas de cera, ¿quién te asegura a ti que no será borrado por la impresión de otra cosa, y que esta nueva impresión no resultará llaga maligna y enfermedad incurable? Pues bien: yo, aunque con un ojo solo, he guipado más que tú, que tienes los dos servibles, en ese delicado particular; y porque vi a Nieves precoz y que tenía algo que guardar en su almario, algo muy bien estampado en sus tablitas de cera, precisamente por eso, en lugar de meterla ahora en las bullangas del mundo y sus esplendores engañosos, me la llevo a las soledades de Peleches, donde corre el aire libre y puro, y hay luz sin estorbos y naturaleza en toda su grandiosidad, para que nutra la sangre y fortalezca el espíritu, y se endurezca la cera y no se borre a tres tirones lo que en ella hay estampado; a Peleches, ciego, a Peleches, donde ni en ambiente ni en costumbres se hallará, aunque se busque de intento, cosa que pueda tentar a la inexperta doncella para torcer y malear la índole de sus ideas ni la dirección de sus juiciosos pensamientos. Y si al fin de la jornada resulta que no merece su primo los que ella le viene consagrando, tanto mejor para que lo conozca así y no la mate ni la alucine la pesadumbre... o el despecho del desengaño. Esto es jugar a pulso y con tino y delante de la cara de Dios; esto es, en suma, llevar las precauciones y el celo y el tacto hasta donde humanamente pueden llevarse. Con ello cumplo como hombre avisado y como padre cariñoso; y así me encuentro satisfecho, lo que se llama satisfecho hasta la hartura... ¡Canástoles! y a la porra lo demás. Pues bueno: si las exploraciones de don Alejandro Bermúdez Peleches en los profundos de la conciencia de su hija, tan alarmantes por lo aparatosas, las hubiera hecho, con su llaneza habitual, Virtudes, por ejemplo, la íntima de Nieves en el colegio, Nieves, por derecho y a la buena de Dios y con el laconismo que ella usaba, habría satisfecho la curiosidad de Virtudes en la siguiente forma, palabra más o menos:

—Desde que sé leer y escribir, tengo yo sospechas de que papá y mi tía Lucrecia quieren que sirvan para algo las cartas y los retratos que nos mandamos tan a menudo Nachito y yo. Chiquitín era él, y ya me requebraba. Se lo reprendí muchas veces, no precisamente porque me requebraba, sino por el modo de requebrarme. ¡Me decía unas cosas tan pegajosas! Figúrate que hasta me llamaba huerita, porque soy rubia. Él tomaba las reprensiones a broma, y apretaba el requiebro; y papá, que entonces leía las cartas, las que iban y las que venían, celebraba mucho estas peleas y me aseguraba que, con el tiempo, irían teniendo más sustancia los donaires de mi primo, y que entonces ya me gustarían. Por de pronto me ponía en las nubes su hermosura, y me leía las cartas en que su madre le ponía sobre el Sol, por el cuerpo y por el alma. No tenía pero ni por dentro ni por fuera. A mí lo mismo me daba. Crecimos los dos: él entró en la Universidad y yo en el colegio. Como pollo guapo, lo era de verdad entonces; y por lo que toca al estilo, algo se había corregido en lo meloso, pero todavía se pegaba. En el colegio hay que entregar y que recibir abiertas las cartas, para que se entere de su contenido la Madre que entiende en esas cosas. Pues a mí me las recibían y me las entregaban cerradas, por encargo terminante de papá: con esto, y con haberme advertido él que no interrumpiera mi correspondencia con Nachito a pesar de mis ocupaciones de colegiala, me afirmé más en creer que algo se andaba buscando en el empeño de que nos carteáramos a menudo y en secreto el mexicanito y yo. El tal mexicanito, según iba creciendo y estudiando, iba ahondando, aunque no mucho, en los asuntos de sus cartas; pero a mí me seguía sonando todo ello a música de gomoso, y por ese lado me despachaba con él. Así llegamos los dos, Nacho al fin de su carrera y yo a salir del colegio, sin haberme dicho él nunca cosa alguna en serio y formalmente, y sin echarla yo de menos ni extrañarme de que no me la dijera. Que continúa siendo guapo y hombre de bien y es muy rico, y va a venir a España para vivir con nosotros y conocer a su familia... no me pesa nada de ello. Que viene con intenciones declaradas de que resulte lo que yo sospecho que se han propuesto sus padres y el mío... eso será lo que sea y según yo esté de humor, y me llene él o no me llene. Que, estando así las cosas, le desfiguran las viruelas, o resuelve no venir ni acordarse más del santo de mi nombre... pues tal día hará un año. Sentiré lo de las viruelas, como se siente una desgracia en un amigo que es pariente además; pero en cuanto a lo otro, una agradable curiosidad de menos, y santas pascuas.

—Corriente —diría entonces la curiosilla Virtudes, deseando conocer hasta el último escondrijo del almario de su amiga—. Nada te inquieta, nada te apura, y vives en la mayor tranquilidad, por lo que toca a tu primo el mexicano; pero a la edad en que te hallas, con la salud y la belleza que posees, recién salida de la prisión del colegio, lo adorada que te ves de tu padre, tan rico y tan complaciente y tan campechano, ¿qué demonio es el que más te tienta ahora?... Porque alguno ha de tentarte, o es mentira que el demonio no sosiega. ¿Cuál es tu mayor ambición por de pronto? ¿qué es lo que con mayores ansias apeteces y deseas?

Sin titubear hubiera respondido Nieves:

—Aire, luz, independencia, ruido de arboledas y música de pajarillos. Sé que hay grandes ciudades llenas de maravillas, para admiración y recreo de las personas ricas y desocupadas, y que las mujeres de nuestra clase brillan y gozan entre los placeres de su mundo. Todo eso está bien donde está; pero hoy no me tienta, porque no lo echo de menos todavía. Si me metieran entre ello, lo aceptaría sin grandes repugnancias; pero puesta a elegir, me quedo con lo otro, que me gusta más ahora, y sin temor de que me engañe el pensamiento, porque bien sabes tú que siempre fui muy inclinada hacia ese lado. Y no hay más.

Y no lo había, realmente, en los adentros de la pobre muchacha, tan mal comprendida por su padre en ese particular... y en algún otro, pues no debe olvidarse que el arrechucho gordo de don Alejandro Bermúdez Peleches nació de haberla visto, de súbito, vestida de mujer, con unos fulgores y unos centelleos y un poder incendiario que le metían miedo; y hay que dejar bien declarado, hasta por obra de justicia, que no había en la naturaleza física de Nieves el menor detalle que no estuviera en cabal armonía con el sosegado equilibrio y la honrada disciplina de su conciencia moral.

Efectivamente: ese equilibrio y ese sosiego y esa honrada disciplina, y no otras cosas más feas, acusaban el tranquilo y hondo mirar de sus rasgados ojos azules, su boca tan bien plegadita y tan fresca, la blancura nacarada de su tez, la riqueza sobria y elegante de los contornos de su busto, la finura de su talle y el aplomo reposado y la gallardía de su andar.

No era alta ni daba en cara por hermosa; pero sí por interesante en sumo grado. La única nube que oscurecía a menudo la transparente claridad de su semblante, era un repentino fruncimiento de su lindo entrecejo; pero este detalle, como efecto mecánico de una extremada sinceridad de pensamientos y de impresiones, no daba a la expresión de su mirada el menor acento de dureza. Era sana como un coral, muy ingenua, sobre todo, y diligente y animosa. Pintaba un poco, tocaba regularmente el piano y leía con gusto los buenos libros de imaginación. No era una artista; pero sentía y saboreaba el arte a su manera.

¡Y el bendito de su padre, sin acertar a leer lo que estaba tan a la vista en aquel libro tan abierto!

Pensando como se ha visto, llegó Bermúdez a su despacho; y manoseando la correspondencia que el ama de llaves había dejado sobre su pupitre mientras andaba él a caza de los secretos de Nieves, topó con una carta que traía el sello de la administración de correos de Villavieja. Alegrose mucho de ello, y se sentó para leerla con toda comodidad, porque prometía, por el bulto, ser bastante larga.

Abriola, y lo era en efecto. La firmaba don Claudio Fuertes y León, y decía lo que podrá ver el lector, si es curioso, en el siguiente capítulo.

IV. DE LO QUE ESCRIBIÓ DESDE VILLAVIEJA DON CLAUDIO FUERTES Y LEÓN, A DON ALEJANDRO BERMÚDEZ PELECHES